Capítulo 20 LA NIEBLA Y LA DONCELLA

Fue aquélla una noche muy larga y atareada, y aún deparó otros descubrimientos desagradables. La gran mayoría nos los facilitó el propio Nava; según él, para que viéramos que no tenía el menor reparo en colaborar en el completo esclarecimiento de los hechos y nos convenciéramos de la veracidad de sus protestas de inocencia respecto de las dos muertes.

Gracias a su testimonio detuvimos a Valbuena y a otro de los guardias a sus órdenes, y en Tenerife a tres miembros de la unidad fiscal y antidroga que actuaban en connivencia con ellos. Amén de Pascual Pizarro y otros paisanos que trabajaban para la organización. Tenían, desde luego, un estupendo montaje. El escenario era idóneo, una isla llena de recovecos cuya comunicación se realizaba esencialmente por mar. Los actores, por otra parte, formaban un elenco capaz de asegurar que todo rodaba a la perfección: Nava y los suyos permitían que la mercancía desembarcara sin problemas y controlaban que nada estorbara la distribución en la isla; Pizarro disponía de los medios de transporte y de la infraestructura financiera para blanquear las ganancias; y los de la unidad antidroga de Tenerife velaban desde una posición inmejorable para que nunca se destapara el pastel. Había funcionado durante años, y quizá habría seguido funcionando si no hubiera sido por el malhadado incidente. Habían sido los amos del mercado de estupefacientes de una isla que, sin registrar el movimiento de otras, tenía más que suficiente para que el negocio les resarciera de sus desvelos. Con abundancia de turistas y extranjeros residentes, amén de los consumidores autóctonos.

Todos los guardias implicados, sin excepción, se derrumbaron cuando fueron a detenerlos. Podían haber cedido a la tentación de enriquecerse y delinquir, pero ninguno dejaba de tener grabada en el inconsciente la huella que imprimen los años de vestir el uniforme. Gracias a ellos y a su arrepentimiento casi unánime, la investigación progresó a gran velocidad y la trama quedó totalmente desmantelada. Los jefes y el subdelegado del gobierno, aunque les constaba que el suministro de drogas se reorganizaría en seguida de otra forma, tenían así algo que poner en la balanza para contrarrestar el impacto deplorable que sin remedio iba a tener la noticia: narcotráfico y asesinatos con guardias de por medio. Por localizado que estuviera el problema, y por inmisericorde que fuera la reacción contra los descarriados, conforme a la tradición del Cuerpo, el daño de imagen iba a costar repararlo.

Pascual Pizarro respondió con poca gallardía. Durante un buen rato dilapidó sus energías declarándose ajeno a los hechos y atropellado por la actuación policial. Pero cuando se percató de lo que estaba sucediendo, y el terror que a duras penas había contenido estalló en su interior, comprendió que debía intentar salvar lo que era salvable y se dedicó a desmarcarse de los homicidios. Él no era, aseguró, más que un empresario que había tenido la mala idea de entrar en negocios ilegales para enjugar pérdidas y paliar las dificultades financieras por las que atravesaba en los legales. Que carecía del valor para ordenar que se matara a una persona, y que era ajeno a la conspiración contra el concejal. Alguna de esas afirmaciones podía ser cierta. O podía no serlo ninguna. Después de todo lo que había pasado, me sentí incapaz de preocuparme demasiado por aquel individuo. Lo que otros averiguaran y los jueces declarasen me valdría, y no iba a creer que la pena que le impusieran, fuera la que fuese, resultaba inapropiada. No por inquina o por falta de compasión, sino porque, francamente, me traía al pairo.

En realidad, todo el asunto de las drogas me interesaba muy poco. Una organización de narcotraficantes no es más que una pandilla que se concierta para asumir como fin supremo el burdo pasatiempo de juntar dinero. En ese sentido, y si no fuera porque suele coincidir que a más ganancia, menos contemplaciones, no se diferencia mucho de un banco, una bolsa de valores o cualquier otra forma tolerada de articular el infatigable cálculo egoísta. Está el aspecto de la ilegalidad, y de lo nocivas que son las sustancias con que comercian, pero ni son los únicos que se lucran con sustancias nocivas, ni su prohibición deja de resultar contingente. Hay países donde la venta de muchas drogas no es delito, y no falta gente decente que sostiene que penalizarlas es lo que más favorece su circulación y su capacidad para destruir y corromper a las personas. En fin, ya sé que vivo en un mundo donde manda la codicia; ya he entendido, aunque me disguste, que no podré cambiarlo. Hay delitos que persigo porque tengo el deber de hacerlo y lo cumplo, no porque esté convencido de que sirve de mucho perseguirlos.

Lo que a mí me importaba eran Iván y Ruth, las dos personas cuya muerte estaba obligado a dilucidar. Los entresijos de aquel tinglado que había contribuido a echar abajo sólo me incumbían en tanto que me ayudaran a entender por qué, una vez más, me tocaba ver cómo alguien se arrogaba sobre un semejante el poder de destruirle. Y por más que lo intenté, no logré alcanzar una conclusión que me permitiera dejar de considerar gratuito e incomprensible, además de desdichado, todo lo que había sucedido. Me acordaba del chico y sentía lástima de él, porque en su viaje al precipicio no había incurrido más que en alguna que otra torpeza, mucho menos grave que las de tantos otros que escapaban a su infortunio. En cuanto a Ruth, aún me parecían tan inconcebibles tantas cosas… Por encima de todo, me desalentaba comprobar lo delgada que era la línea entre la vida y la muerte, lo poco que hacía falta para que alguien lo perdiera todo y lo incierto que podía resultar el conocimiento de los resortes que desencadenaban el desastre.

Podía estar seguro, eso sí, de algunos aspectos secundarios. El asesino no seguiría en libertad, y la sombra de la sospecha dejaría de pesar sobre un inocente. Por otra parte, alguien iba a resultar condenado, y las familias de las dos víctimas podrían obtener, aunque incompleto y desigual, algún alivio como consecuencia de mis quebraderos de cabeza. Siendo poco exigente, con eso ya debía sobrarme para sentirme contento de mi labor. Pero no trataré de engañar a nadie. Lo cierto era que no lo estaba, en absoluto.

Otro asunto que me importaba y me hacía sentir incómodo, y que por ello abordé tan pronto como hubo ocasión, tenía que ver con mis compañeros. Cuando comprendí que había guardias metidos en el lío, no me quedó más remedio que desconfiar de todos los que habían tenido algo que ver con el caso, mantenerlos al margen e incluso recomendar a mis superiores que se los vigilara hasta que no estuviera delimitado el alcance de la corruptela. En consecuencia, tanto Guzmán como Morcillo, Azuara y el resto de la gente del puesto de Nava, se vieron en la ingrata situación de tener que defender su inocencia frente a otros guardias que por orden del subdelegado del gobierno los neutralizaron e interrogaron. A lo largo de la noche fueron quedando en libertad los del puesto, comenzando por Siso, que no daba crédito a lo que ocurría ante sus ojos. Cuando le dije lo que habíamos descubierto, lejos de la ira que me había anunciado, se quedó como ido. Luego se echó a llorar, no sé si de impotencia, de rabia o simplemente de pena.

Al día siguiente, cuando pude volver a encontrarme con Guzmán y los suyos, lo primero que hice fue pedirles disculpas. Morcillo aún parecía resentida y a Azuara lo vi más perplejo que ofendido. El teniente, en cambio, me demostró que estaba hecho de una pasta poco común. Supongo que no habrían sido muchos los que, después de haberse visto sometidos a un recelo y un maltrato infundados, habrían reaccionado como él.

– No pases mal rato por eso, Vila -me excusó-. Hiciste lo que tenías que hacer, lo que yo habría hecho en tu lugar. Y hasta cierto punto, qué quieres que te diga, nos lo merecimos. Por haber dejado que nos timaran.

– Estaba casi seguro de que no teníais nada que ver -dije-. Pero me faltaba el casi, y espero que entendáis que no podía arriesgarme.

– Entendido y olvidado, de verdad.

Había algo, no obstante, que preocupaba y tenía a disgusto al teniente. Bien mirado, era natural que le preocupase y le disgustara, pero cuando me lo planteó, no pude evitar acordarme de lo que me había insinuado Nava acerca de la relación que había podido existir entre él y Ruth. Lo cierto es que Guzmán formuló la pregunta con todas las precauciones:

– Tengo que preguntarte algo. Y lo tengo que hacer porque me cuesta admitir que no conocía a una persona con la que he trabajado durante meses. ¿Te resulta creíble la historia que cuenta Nava acerca de Ruth?

Le observé, y por un momento me pareció estar observándome a mí mismo. Sabía lo que querría que me contestaran, si yo hubiera tenido a alguien a quien formularle a mi vez esa pregunta. Y sabía lo que no podía responderle, a menos que faltara a la verdad y a mi propia intuición.

– Del todo creíble, no -dije-. Del todo increíble, tampoco.

– Tendré que irlo asimilando, entonces. Pero no me cabe en la cabeza, Vila. He trabajado día y noche con ella. Todos lo hemos hecho. Pregunta a cualquiera. La hemos visto sacrificarse una y otra vez, por el trabajo, por los compañeros, por la gente. Cómo pudo, alguien así…

No tenía la respuesta a eso, y no intenté dársela.

– En cualquier caso -se rehízo-, enhorabuena. Vinisteis a hacer un trabajo y lo habéis hecho. No os van a regalar el sueldo este mes.

– No lo hemos hecho solos -creí obligado puntualizar.

– Bueno, pero casi. En fin, ya sabéis dónde nos tenéis. Aunque no nos hayamos conocido en la mejor de las circunstancias, estaremos encantados de colaborar con vosotros siempre que podamos. Sin ninguna reserva.

– Lo mismo le digo, mi sargento -le secundó Morcillo, esforzándose. Puede que no hubiéramos llegado a congeniar del todo porque nos había faltado tiempo. No me parecía mala chica, ni mucho menos mala policía.

Otra felicitación que recibimos, poco después, fue la del subdelegado del gobierno. Quiso vernos en su despacho, a Chamorro y a mí, antes de que regresáramos a la Península. Nos citó a las siete, y a las siete menos un minuto, que fue cuando nos presentamos allí y nos anunció su secretaria, salió al antedespacho. Nos estrechó la mano y nos invitó a pasar.

– Además de felicitarles, quiero darles las gracias -dijo, una vez que estuvimos sentados frente a él-. Como subdelegado del gobierno y también a título personal. Nos han ayudado a hacer una buena limpieza. Ya he hablado con su jefe y le he dicho que puede estar orgulloso de su gente.

– Se lo agradezco, señor subdelegado del gobierno. Pero le confieso que yo estaría más orgulloso si no hubiera muerto nadie.

– No se culpe, sargento.

– Tampoco puedo sentirme feliz.

– Lo entiendo, no crea que no. Y tampoco crea que soy ajeno a su pesar. Esa chica, al margen de lo que hiciera, murió mientras estaba a mis órdenes. No crea que puedo ni que voy a desentenderme de eso.

– Eso es lo que me gustaría pedirle, si puede hacerme el favor -dije-. Que no deje desamparados a los padres. Que no permita que se lo hagan pagar a ellos. Lo que viene ahora va a resultarles bastante duro. Usted sabe que los de las togas negras no son muy considerados con el dolor del prójimo. Una vez que entran en su dinámica, les pierde el afán de lucirse.

– Cuente con que no voy abandonarlos. Y en cuanto a los de las togas negras, también estaré pendiente, aunque ya sabe que yo ahí puedo poco. De todas formas, le interesará saber que la juez de La Gomera me ha encarecido que les transmita su felicitación por el desenlace de la investigación.

– Pues dele las gracias, de nuestra parte.

Chamorro me observó de reojo. No me había cuidado de disimular la ironía al referirme a la juez. Pero llevaba toda la noche sin dormir, y eso me había averiado un poco el mecanismo de la hipocresía social. El subdelegado del gobierno, no obstante, pasó por alto mi pequeño desacato.

– Hay otra persona que me pide que les felicite y les transmita su gratitud por el trabajo que han realizado en este caso -añadió.

Qué bárbaro, pensé. Nunca había experimentado, al unísono, tal avalancha de parabienes y una desazón tan honda y persistente en mi interior.

– Mi cuñada les está muy, muy agradecida. Por primera vez desde que la conozco, le he notado algo de alegría en la voz. Creí que debían saberlo. No sé si en su vida le habrán hecho tanto bien a alguien. Se lo digo para que se sientan recompensados por todos los malos tragos, y para que sepan por qué les debo, aparte y por encima de todo, mi gratitud personal.

Recordé la tarde en que le había conocido, y lo que me había dicho de aquel sobrino político al que no había llegado a poder considerar como tal salvo a título póstumo. Como la realidad suele ser compleja, había estado certero y desacertado a la vez. Porque Iván se había expuesto con sus actos, como él intuía, pero era despiadado afirmar que se hubiera buscado su desgracia. También pensé en Margarethe von Amsberg, y en la extraña sagacidad que a veces tienen los locos, si es que ella lo era. Como ella supusiera siempre, ante la rechifla general y el escepticismo de su cuñado, detrás de la muerte de su hijo había alguien gordo. No en términos absolutos; quiénes eran Nava, o los demás guardias, o el mismo Pascual Pizarro, sino una partida de hampones de tercera; pero algo pesaban, dentro de aquella isla, y habían podido pesar también a los efectos de frustrar la investigación.

En todo caso, advertí que el subdelegado del gobierno, a cada cual hay que reconocerle lo que le toca, estaba teniendo el detalle de apearse de su cargo y dejarnos ver al ser humano de debajo. Me acordé de la teoría de Gómez Padilla sobre los políticos. Según ella, aquel hombre no llegaría a ninguna parte. O sí. Porque podía ser agradecido en aquella situación, y a la vez pisarles el cuello a sus oponentes cuando se terciase. Igual que Nava se dolía de la suerte de las mujeres maltratadas, y se esforzaba realmente en protegerlas, mientras formaba parte de una organización mafiosa.

– Les debo una, sargento. Si alguna vez puedo serles útil en algo, díganmelo -me ofreció, con su tarjeta-. Ahí le doy mi teléfono y mi dirección de casa. Esto de la política pasará tarde o temprano, pero mi deuda con usted es para siempre. Ahí tiene un amigo, para lo que quiera. De verdad.

– Gracias. Salude de nuestra parte a su cuñada. Y deséele suerte. De corazón. Espero que la vida le depare mejores días que los que ha pasado.

El subdelegado del gobierno nos despidió efusivamente; a Chamorro, en lugar del frío apretón de manos, le plantó dos sonoros besos en las mejillas, y a mí me dio un abrazo con palmetazos en la espalda. Lo encajamos con estoicismo, no en balde nuestro oficio nos obliga a vivir no pocas situaciones desconcertantes, y salimos de allí, o al menos ése fue mi caso, con la sensación de haber despertado al fin de una pesadilla agotadora. Las calles de aquella ciudad que apenas nos era familiar nos acogieron como a dos náufragos arrojados por el mar a la playa. Miré a mi compañera y le dije:

– Vamos a emborracharnos, anda.

Entramos en el bar más cercano y pedimos dos gin-tonics. Cuando nos los sirvieron, alcé mi vaso y le propuse a Chamorro un brindis.

– Por ti, Virginia. Una vez más, no sé qué habría sido de mí, si no te hubiera tenido para ayudarme a salir del atolladero.

Mi compañera no se mostró muy halagada por el cumplido. O quizá era que el cansancio también hacía mella en su ánimo.

– No tienes mucho que agradecerme, esta vez -respondió.

– ¿Y eso?

– Tengo la sensación de que te lo has comido tú casi todo. Al final, fuiste tú el que vio claro lo que yo ni había llegado a oler.

El trago de alcohol me recompuso un poco.

– Eso no es verdad -dije-. Ahora tienes la cabeza un poco cargada. Pero cuando estés más despejada repasa todo lo que hemos hecho. Verás dónde están las claves con las que acabamos desenredando la madeja. Y te darás cuenta de que muchas las conseguiste tú. Aparte de mantener el espíritu y apuntalarme en mis desfallecimientos, como de costumbre.

– No eres tan débil como presumes de ser -me reprendió.

– ¿Que presumo de débil? ¿Y por qué iba a hacer eso?

– Bueno. Es una forma de coquetería, como cualquier otra.

– Vaya, nunca me habían acusado de coquetería.

– Pues será porque nadie se fijó mucho en ti, hasta ahora.

– A veces temo que me estés conociendo demasiado, cabo.

– El temor es recíproco, mi sargento.

A esa declaración de Chamorro, no podía ser de otra forma, sucedió un significativo silencio, que ambos usamos para largarle un buen sorbo a nuestros vasos. Era cierto que ya llevábamos unas cuantas penalidades compartidas, y que eso, inexorablemente, iba creando un espacio común que cada vez era más amplio y estaba más lleno de matices. Lo que tenía sus ventajas, sin duda, pero también comportaba sus peligros. El que Chamorro acababa de mencionar no era, por cierto, el que más me inquietaba.

– No temas -le dije, al fin-. Los hombres siempre entendemos a las mujeres mucho peor de lo que las mujeres nos entendéis a nosotros.

– Depende del hombre -afirmó, con una sonrisa aviesa.

– Hablo en términos generales.

– Los términos generales no existen, mi sargento. Y también depende de la mujer. No hace falta que te diga que no todas somos igual de enrevesadas.

Al oír eso, no pude evitar acordarme de Ruth, y mi cara debió de denunciarlo con instantánea nitidez. A Chamorro se le borró la sonrisa con similar presteza. Se llevó el vaso a la boca y bebió un trago largo.

– Me hace sentir mal, cuando la recuerdo -confesó.

– ¿Por qué?

– Por haberla odiado así. Sin darme cuenta de que estaba enferma. De que la pobre no era responsable de lo que hacía.

– ¿Eso crees?

Chamorro asintió.

– Estoy convencida. Ahora entiendo todo lo que en su día era incapaz de entender. Me vienen a la memoria muchas cosas, porque yo conviví durante una buena temporada con ella. Y todas me llevan a lo mismo. Vete a saber por qué estaba desequilibrada. Pero lo estaba, desde luego.

– No sé -repuse-. Hablar de trastorno o de desequilibrio mental es muy complicado. Todos tenemos alguno. Y no por ello dejamos de ser responsables de lo que hacemos. Lo que sugieres es que Ruth era incapaz de controlar sus actos. Preferiría creerlo así, desde luego. Pero lo dudo.

A Chamorro la sorprendió mi apreciación. Acaso esperaba que fuera más indulgente que ella con Ruth. Pero no podía serlo, aunque hubiera querido. Y no podía, tampoco y sobre todo, esconder lo que pensaba a mi compañera de fatigas. No tengo muchas certezas, pero hay algo que mientras me alcancen las fuerzas trataré de honrar siempre: la lealtad a quien soporta contigo, codo con codo, el barro y el polvo de la misma trinchera. Aunque uno nunca termina de saber si es justa o verdadera la causa por la que lucha, lo que está fuera de cuestión es la indignidad de quien da la espalda al que tiene a su lado.

No nos emborrachamos, pero casi. Tomamos varias copas más, picamos algo y acabamos bailando en un tugurio de salsa; he de reconocer que ella con bastante más prestancia que yo. Es posible que en algún momento de la noche, relajado por el alcohol, llegara a concebir, lo admito, alguna ilusión improcedente. Pero tenía demasiado reciente cierto descalabro como para dejarla prosperar. No iba a caer, precisamente entonces, en aquello de lo que me había cuidado de caer durante tres años. A eso de las doce nos fuimos al hotel y cada uno durmió en su habitación, como correspondía.

Al día siguiente cogimos el avión de vuelta a Madrid. En el aeropuerto, poco antes de que tuviera que apagar el teléfono, recibí una llamada.

– Hola, sargento -dijo una voz masculina.

– ¿Quién es? -pregunté, aún levemente espeso por la resaca.

– Juan. Gómez Padilla.

– Ah, hola, ¿cómo está?

– Agradecido. Y asombrado, para serle sincero.

– ¿Por qué?

– Por muchas cosas. Me asombra que no les haya temblado el pulso. Que hayan reconocido el error. Y lo exquisitos que han sido. Quería darle las gracias especialmente por haberse ocupado de proteger a mi hija.

– No tiene que agradecerme nada. Hicimos lo que teníamos que hacer. Somos nosotros quienes tenemos que estarle agradecidos a ella.

– También por eso les doy las gracias yo a ustedes. Es el primer acto de madurez y de responsabilidad de su vida, que yo sepa. Sólo espero que no corra demasiado peligro por haber colaborado con la justicia.

– Lo dudo, la organización está completamente desarticulada y ella no es indispensable para incriminar a los responsables. No tiene por qué pasarle nada. Pero si en algún momento temen ustedes algo, llámeme.

– En fin, sólo quería decirle que por razones obvias ha sido para mí una suerte haberle conocido. Y que lo celebro.

– Igualmente, Juan.

Colgué con aquella sensación contradictoria en la que vivía desde la antevíspera. La de haber alcanzado el objetivo y a la vez haber fracasado estrepitosamente. Miré a Chamorro y me apresuré a desconectar el teléfono.

– Lo apago -dije-. Si puedo hacerte una confidencia íntima, no quiero que nadie más me felicite ni me dé las gracias. Por lo menos durante un rato.

Mi compañera sonrió en silencio.

A partir de ahí, todo siguió su curso rutinario. Se hicieron algunas detenciones más, entre ellas las del Moranco y la Cheli, que se habían escondido en Tenerife, y acabó habiendo un juicio en el que tuve que testificar y que sirvió para suministrar material escandaloso a los periódicos durante unas cuantas semanas. Entre otras preguntas antipáticas, tuve que responder a la de si en mi opinión Ruth había podido ser la autora material de la muerte de Iván López von Amsberg. Y tuve que hacerlo aguantando a la vez el implacable escrutinio del ingenioso abogado de Nava y las miradas fijas del brigada Anglada y de Margarethe, a quienes tenía perfectamente localizados en la sala de audiencias. No era la primera vez que me veía declarando ante un tribunal, así que no caí en la encerrona del letrado. Respondí, alto y claro, y sin violentar mi conciencia, que no estaba en condiciones de afirmar el hecho que se me planteaba. El abogado quiso obligarme a decir lo que buscaba, esto es, que Ruth había podido ser la asesina, pero me negué hasta que el presidente del tribunal le amonestó y le dijo que el testigo ya había respondido a su pregunta. Luego me atacó por el otro flanco que resultaba previsible: si podía afirmar taxativamente que el sargento primero hubiera asesinado al chico. Me limité a recordar que las pruebas respaldaban que él se había deshecho del cadáver. Y por más que lo intentó, tampoco me sacó de ahí. Ni él, ni tampoco el fiscal. No siempre es fácil, y aquella vez no lo fue en absoluto, pero cuando salí a la calle, una vez concluida mi intervención, creí que había hecho lo que debía. Con el corazón y la cabeza lo creí.

No asistí a más sesiones del juicio que aquéllas a las que se me citó, y en éstas sólo estuve lo imprescindible. Luego leí en los periódicos que el jurado había condenado a Nava como autor de la muerte de Ruth y le había absuelto del homicidio de Iván, aunque le había condenado por encubrirlo. Como encubridores se condenó también a Pascual Pizarro y a los demás guardias. Me pareció bien, una solución salomónica. Me permití esperar que sirviera para confortar a las familias de los difuntos, y que Nava se portara bien en la cárcel y pudiera llegar a vivir al menos la adolescencia de su hija.

Antes de volver de Tenerife, cuando estuve allí para el juicio, me tomé un día de asuntos propios y me embarqué para La Gomera. Sabía que era un error, pero a la vez no podía dejar de cometerlo. Alquilé un coche y fui a todos los lugares a los que ella me había llevado. Subí al alto de Garajonay, bajé a la playa. Me quedé un buen rato allí, viendo romper las olas.

Había querido saber más de ella. Había investigado. En la academia no había sacado un mal número, aunque habría podido quedar mejor de no ser por algunas faltas disciplinarias; ninguna grave, de todos modos. Tuve acceso a sus tests psicotécnicos y de personalidad. No es mucha la fe que me inspira esa clase de tests, porque sospecho que cualquier persona un poco espabilada puede dar en ellos, si se lo propone, el perfil que mejor le convenga. Los de Ruth, en cualquier caso, revelaban una inteligencia desarrollada y una personalidad algo dominante y narcisista, pero normal. También me informé acerca de su comportamiento en el primer destino que había tenido, en Galicia. Durante su estancia allí, había resultado más bien problemática. Su traslado a Canarias no había sido propiamente una opción; la habían forzado a irse. Quizá por eso, por alguna clase de resentimiento, cuando llegó a La Gomera y accedió, en más de un sentido, a la confianza de Nava, pasó sin demasiados aspavientos a compartir también sus manejos ilícitos.

Pero mientras contemplaba el mar donde había nadado con ella, todo esto dejó de tener importancia. Nunca sabré a ciencia cierta lo que hizo o dejó de hacer. Lo que sé, y elijo recordar, es lo que mis ojos vieron y lo que mis dedos tocaron. Pudo provocarme, mentirme, manipularme; pero en su mirada había una inocencia feroz y en el momento de entregarse era generosa y absurda como una niña. Otros podrán, tal vez, considerarla una desalmada. A mí, después de haber probado el sabor de sus labios, no me asiste ese derecho.

En el camino de regreso crucé por el bosque, y allí volví a tropezarme con la niebla. Mientras conducía, me acordé de cuando Ruth me había llevado, junto a Chamorro, a conocer aquel paraje. Volví a verla al volante, avanzando impasible contra la noche velada por la bruma. La imagen, de pronto, se me antojaba una especie de símbolo de su caída. La niebla la había llamado, y ella, sin arredrarse, había acudido. En eso se resumía todo.

Aunque no pude salvar de ella más que la sombra que ahora guarda mi memoria, ya no tengo la vanidad de culparme. Al cabo del tiempo he comprendido que cuando yo llegué la historia ya estaba escrita y no admitía enmienda ni redención. Nadie podía impedir, una vez que ellas lo habían decidido, aquel misterioso y fatídico abrazo entre la niebla y la doncella.


Toledo – Madrid – Getafe – Santa Cruz

de La Palma – Chiclana de la Frontera,

30 de octubre 2001 – 21 de septiembre 2002

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