Capítulo 3 SI LA HISTORIA LA ESCRIBIERAN LOS GUSANOS

Según me ha mostrado mi propia experiencia, y algunas ajenas que he tenido ocasión de conocer con cierta profundidad gracias a mi trabajo, la vida tiene una deplorable facilidad para convertirse en algo feo e insatisfactorio. Lo peor del asunto es que, cuando le da por ahí, uno no sabe hasta dónde puede llegar, porque otra de las cosas que tiene, la vida, es que no reconoce los límites que uno quisiera imponerle para conjurar la angustia y el terror. A partir de esta constatación, varía mucho la actitud que toma cada cual. Hay quien se pega un tiro y hay quien prefiere pegárselo a otro, lo que no tiene un efecto tan definitivo sobre el problema, pero permite ganar algún tiempo. Hay gente que se sume en la tristeza, y gente que busca consuelo en alegrías artificiales, entre el surtido de ellas que nuestro moderno sistema de distribución y suministro de mercancías expende a quien pueda pagarlas. Hay quien decide enfrentar la existencia con una visión pesimista, pero también quien de forma inopinada se convierte al más férreo optimismo.

De joven, y cuando digo joven quiero decir antes de empezar a levantar cadáveres con cierta frecuencia, yo era un pesimista obstinado y fastidioso. No descarto que fuera eso lo que me condujera, precisamente, a la psicología. Para un pesimista, el estudio de los desarreglos de la mente humana puede llegar a ser una gozosa fuente de confirmaciones de su convicción. La cosa empezó a cambiar cuando me puse a convivir de forma efectiva con el desastre, y terminó de invertirse cuando la muerte se convirtió en mi compañía y mi ocupación cotidiana. Desde entonces, soy un optimista contumaz. Ver truncarse las vidas, con todo lo que cada vida llega a contener, y verlas truncarse por motivos absurdos o irrisorios, y de formas a menudo atroces y desdichadas, despierta en uno una inevitable desconfianza hacia los semejantes, pero también una necesidad incontrolable de proteger y alimentar a cada segundo la ilusión de vivir. Aunque sea estúpida, y frágil, y aunque los días y las noches te ofrezcan tantas razones para perderla.

Por todo esto, y por lo mal que había dormido, aquella mañana, mientras esperaba a Chamorro en la cafetería del aeropuerto, me empeñaba en acopiar todo lo que podía hacerme disfrutar del instante. Me había sentado bajo un rayo de sol, que me daba en la cara e infundía a mi mejilla una agradable calidez. Veía, a través de la cristalera del fondo, el cielo azul de Madrid, completamente limpio después de una noche desapacible y ventosa. Paladeaba sin prisa el café que acababan de servirme, un café de verdad, denso, recio y cremoso. Sentía los miembros relajados, y mientras aguardaba, sin prisa porque había llegado con mucha antelación, tuve una súbita intuición de lo que de divino tiene habitar el pellejo de un hombre. Es una morada precaria, angosta, a veces grotesca. Y sin embargo, dentro de ella puede experimentarse momentáneamente la paz y la plenitud.

Me hallaba sumido en aquel modesto éxtasis místico, quizá el único asequible a un pecador dubitativo y desorientado como yo, cuando divisé la figura de Chamorro en lontananza. Venía con su paso firme y regular, con su mochila multiusos colgada de un hombro y las gafas de sol en la mano. Vestía unos vaqueros descoloridos, zapatos de poco tacón y un jersey holgado sobre el que llevaba un anorak con muchos bolsillos. Era, en suma, la indumentaria de una experimentada investigadora criminal, atenta a la comodidad y a las necesidades prácticas. Recordé la primera vez que había quedado con ella en el aeropuerto para un viaje de trabajo. Habían pasado sólo tres años y medio, y sin embargo, me parecía estar ante otra persona. Sus titubeos, su bisoñez y, en suma, su ingenuidad de entonces, habían quedado del todo atrás. Y no supe por qué, al acordarme de aquella otra chica, más joven, vestida de forma inadecuada y llena de una zozobra que con cierta maldad me había complacido en alimentar, me asaltó una especie de melancolía. Digo que no supe por qué, pero desde luego que lo supe. Lo que no quise fue reconocer las razones de aquella sensación de nostalgia.

– Buenas, mi sargento -dijo, mientras tiraba la mochila en la silla que había a mi derecha-. ¿Qué tal?

– Psé. Metiéndome un café y tomando el sol. Como un jubilado. ¿Y tú?

– Pues he estado mejor. Ayer tuve morros, como era de prever.

– Haberme echado la culpa, ya te lo dije.

– Te la eché, pero no sirvió de mucho.

– Pues haberle recordado el punto cuarto de la cartilla del guardia civil: «Siempre fiel a su deber». Parece mentira que forme parte de una unidad de choque. Para poder servir ahí debería sabérsela de memoria.

Chamorro me miró de reojo.

– Venga, no me tomes el pelo -me regañó-. A ti la cartilla te importa un rábano. Y si tu novia te dijera que se larga con otro para quince días, aunque sea su jefe y por razones de trabajo, también te fastidiaría.

– No sé, hace mucho que no tengo novia, propiamente dicha.

Mi compañera se volvió hacia la barra.

– ¿Se puede tomar ese café?

– Sí, aunque no ganaría ningún concurso. Y puedo informarte, por si te interesa, que empiezo a sentir que tiene efectos laxantes.

Chamorro torció el gesto.

– Gracias por la información, pero ya he ido esta mañana.

– Nunca se sabe.

Fue a pedir su café. La vi completar la transacción con el camarero, y al camarero atenderla con muchísima más amabilidad que la que me había mostrado a mí. No diría que Chamorro era una mujer de una hermosura apabullante, pero siendo alta, más o menos delgada y medio rubia, ya tenía condiciones para resultar aparente a los ojos del macho promedio, y sabía además dotar a sus facciones no del todo bellas de una cierta chispa con la mirada. Podía, en suma, resultar atractiva cuando se lo proponía, y había aprendido a proponérselo y a lograrlo si le era necesario o conveniente. Cuando vino con su café hacia la mesa, todavía esperaban a ser atendidos tres o cuatro ejecutivos casposos que estaban en la barra antes que ella.

– He conseguido que me sentaran a tu lado en el avión -dijo, mientras vaciaba la mitad del sobre de azúcar en su café.

– Lo dices como si hubiera sido difícil.

– Pues sí, la chica del mostrador me dijo que no estaba autorizada a decirme tu número de asiento. Y me lo explicó. Me dijo que yo podía ser alguien que quisiera molestarte, y que ella tenía la obligación de protegerte de eso.

– Ah, mira, qué delicadeza. ¿Y cómo la convenciste?

– No tuve más remedio que sacar la chapa. Se quedó muy cortada.

– Otra vez quedamos antes de facturar. No se me había ocurrido. La verdad es que tiene toda la lógica. Podrías ser una psicópata.

– Si fuera una psicópata perseguiría a otro -bromeó.

– Gracias, Virginia, eso refuerza mucho mi autoestima. En fin, puestos a ser antipáticos, ¿te has estudiado los papeles?

– Por encima sólo. Pensaba hacerlo en el avión.

Meneé la cabeza.

– Vaya, me decepciona usted, cabo. Hace un año le habría sobrado tiempo para aprendérselos de memoria. Me temo que Arnold Schwarzenegger está siendo una mala influencia. Tendré que dar parte de él.

– Anda, déjalo ya. Y no le pongas más motes.

– Es que siempre se me olvida cómo se llama.

– Arturo. Y no se te olvida, sólo es por chinchar.

– En todo caso, espero que aproveches el vuelo para empaparte. Podríamos haberlo aprovechado para intercambiar impresiones, si hubieras sido más diligente, pero bueno. Menos mal que fui previsor y me traje lectura.

– ¿Qué has traído?

– Algo ligero, para desengrasar.

– ¿Puedo verlo?

Le tendí el libro.

– «Los muertos también hablan. Memorias de un antropólogo forense» -leyó-. Desde luego, eres un enfermo, jefe.

– Deberías leerlo. Es de un experto yanqui. Todo clarito y la mar de sencillo, apto para principiantes y para investigadores indolentes.

– Un poco de tregua, ¿no? -protestó.

Le dio la vuelta al libro y empezó a leer la contraportada:

– «No tenemos secretos para nuestros huesos. A estos silenciosos y obedientes siervos de nuestro tiempo les contamos sin rubor absolutamente todo. En los archivos de nuestros esqueletos están guardados los diarios íntimos de nuestras vidas.» Ajá. Así que la cosa va de huesos.

– Eso es lo que estudia la antropología forense. Ahí donde lo ves, este tipo, William Maples, fue el que descubrió que los huesos que guardaban en Lima como el esqueleto de Francisco Pizarro eran en realidad de un clérigo.

– Pizarro, ¿el conquistador?

– Sí.

– ¿Y cómo supo este tío que los huesos eran de un clérigo?

– Por la complexión, por su estado. De un clérigo o de alguien de vida sedentaria. Alguien blandito, y no la mala bestia que era Pizarro.

– No habría imaginado que los huesos dieran para tanto.

A veces, a uno le apetece hacer un poco de daño. Normalmente uno se reprime, y en especial cuando se trata de alguien a quien se aprecia. Pero otras veces, por razones diversas, no. La miré a los ojos y le dije:

– Te lo tengo dicho, Virginia. Eres luchadora, trabajas con rigor y se puede confiar en ti. Pero tienes que ejercitar más la imaginación.

Chamorro se puso seria. No tenía demasiada cintura para encajar un reproche, aunque fuera uno cariñoso e irónico como aquél.

– No te piques, mujer. Sólo trato de hacerte ver que esto de los muertos no es nunca un problema matemático. Hay que buscarle, bueno, la poesía.

Chamorro alzó los ojos. Sin querer, acababa de darle un triunfo.

– La poesía no es incompatible con las matemáticas. Hay que conocerlas un poco para darse cuenta, pero no es incompatible. Lo que sucede es que la poesía de las matemáticas no está al alcance de cualquiera.

La observé. Pese a todo, aunque los años transcurridos, los muertos investigados y las horas de trabajo la hubieran cambiado en la superficie, en el fondo seguía siendo la misma. Empeñosa, intransigente, y provista de un orgullo que en cierto modo la hacía deliciosamente vulnerable.

– Bueno, me está bien empleado, por inocente -dije.

Chamorro frunció el ceño, recelosa.

– Olvidaba que estaba hablando con una licenciada en Matemáticas.

– Pero qué cabrito eres -dijo, echándose a reír.

– Bueno, como mucho te quedará un par de asignaturas, ¿no?

– Me quedan unas pocas más, por desgracia. Y mientras sigan haciéndome perder el tiempo contigo me parece que tardaré en terminar.

– ¿Sientes que pierdes el tiempo conmigo?

Antes de responder, Chamorro se limpió cuidadosamente los labios con la servilleta. El superior, el inferior y ambas comisuras.

– No siempre.

Confieso mi irremediable debilidad ante una mujer que sabe decirte una frase escueta y enigmática clavándote los ojos sin pestañear. Aunque esa mujer sea mi subordinada y la teoría afirme que debo ser capaz en todo momento y situación de conservar mi autoridad sobre ella. Por suerte, siempre hay alguna trivialidad a la que recurrir en caso de apuro.

– Ya está anunciada la puerta de embarque -dije, señalando el monitor-. Vamos para allá, anda, no vaya a ocurrírseles despegar a la hora.

Naturalmente, no se les ocurrió. De hecho, nos embarcaron media hora tarde, luego nos hicieron bajar a todos del avión, alegando problemas técnicos, y volvieron a reembarcarnos en el mismo aparato tan sólo media hora después. El personal de tierra y las azafatas se ocuparon, como de costumbre, de encajar estoicamente las protestas de los clientes exigentes. Algún pasajero marisabidillo, siempre los hay, objetaba, suspicaz:

– Es imposible que en media hora hayan arreglado nada.

Pero la mayoría del pasaje, Chamorro y yo incluidos, se dejó manejar con esa admirable docilidad ovina que desarrollan los humanos cuando se hallan en un contexto aeroportuario. Llegado el momento, todo el mundo se abrochó el cinturón, se cercioró de que la mesita estuviera plegada y el teléfono móvil apagado y se encomendó a la presunta pericia del piloto, pese a que su voz gangosa y atiplada, y sus confusas explicaciones bilingües sobre la causa del retraso, no movían en modo alguno a la confianza. Es curioso constatar cómo el personal se pasa la vida midiendo al milímetro actos nimios y luego, de pronto, se lo juega todo a una carta dudosa y desconocida. Alguno pareció escuchar con especial atención el rugido de las turbinas durante el despegue, por si notaba algo raro, pero los más se abstraían en sus periódicos o revistas intentando no pensar en que iban a bordo de un montón de chatarra en potencia que se separaba imprudentemente del suelo. Chamorro se había sumergido ya en el expediente, dispuesta a recuperar el retraso que le había afeado antes. Por mi parte debo reconocer, aunque el detalle me desacredite, que era de los que estaban pendientes del bramido de los motores. Sonaban bien, no obstante, y nos colgaron del aire rápida y eficazmente.

Durante el vuelo no sucedió nada digno de mención. Chamorro siguió absorta en su tarea y yo me distraje con mi libro. Me alegré de llevarlo. Había pasajes de veras ocurrentes, y desde chico poseo la mala costumbre de reírme cuando leo algo que me hace gracia. En un par de ocasiones, mi compañera se interesó por la causa de mi regocijo. Le leí en voz alta:

– «He visto gusanos exultantes saltando como palomitas de maíz sobre los restos en descomposición de un cuerpo humano, bullendo en alegres miríadas, brincando hasta medio metro de altura para luego caer con un golpeteo suave, como una lluvia fina. Los gusanos no atacan al azar, sino de manera concertada, como bancos de pirañas hambrientas. Algunos gusanos atacan con tanto brío a los cadáveres que, en el transcurso de unas pocas horas, son capaces de arrancarle la dentadura postiza a un hombre muerto.»

Chamorro me observó, seria. No creí que la lectura le revolviera el estómago. La había visto soportar sin el auxilio de los remedios habituales (el Vicks Vaporub untado en la nariz, o el puro que llevábamos siempre para ofrecer a los jueces novatos) el hedor de cadáveres severamente descompuestos. Pero el pasaje le producía un ostensible disgusto.

– ¿Y qué tiene eso de gracioso? -me reprendió.

– La vida es graciosa, Virginia. Y la muerte. Nada es en sí bueno o malo, depende del lugar desde donde lo miras. Para los parientes, la muerte del ser querido es atroz. Para los gusanos, en cambio, ya ves: Disneylandia. En realidad, todo es una cuestión de perspectiva. Imagínate si la historia la escribieran los gusanos. Todo funcionaría al revés. Cada enfermo salvado por los médicos, una decepción. Cada hombre ilustre que la diña, una orgía.

Chamorro meneó la cabeza.

– No has debido tomarte el zumo. Vete a saber qué era en realidad.

No volvió a preguntarme las siguientes veces que me oyó reír, salvo la última. La verdad es que fui más bien aparatoso. El caso lo merecía.

– ¿Y ahora, qué marranada macabra acabas de leer? -me espetó.

– Ésta te va a gustar -aseguré.

– A ver.

– «Otro pobre desgraciado» -leí-, «para quien el placer y el dolor estaban muy próximos, se ponía el transformador de un tren eléctrico en el pene, sujetándolo con unas pinzas, y se aplicaba débiles descargas en los genitales.

Por desgracia, en una ocasión (la última), el transformador provocó un cortocircuito y el hombre recibió una descarga de 110 voltios, quedando instantánea e ignominiosamente electrocutado. Los padres escondieron el transformador antes de que llegase la policía. Pero las pinzas eléctricas dejan marcas muy características y muy fáciles de identificar en una autopsia. Tras unas pocas y discretas preguntas por parte de los investigadores, la infeliz pareja se derrumbó y contó la triste verdad de lo sucedido».

– Desde luego, los hombres sois unos capullos -observó Chamorro.

– Oye, ¿a qué viene esa imputación colectiva? -protesté-. Y no me mires así. También las mujeres pueden morir de forma ridícula.

– No estaría de más hacer una campaña divulgativa. Seguro que hay alguno por aquí que se juega el pellejo de esa misma forma.

– Peor. Aquí la corriente va a 220 voltios, el doble. El latigazo debe de hacer que se te salten los ojos de las órbitas.

– Muy gráfico. Oye, si te atrae, ya sabes… Si no tienes trenecito eléctrico, puedes usar el transformador de tu scalextric.

– Chamorro, me parece de muy mal gusto que utilices mis confidencias sobre los juegos que comparto con mi hijo para asestarme ese bajonazo tan vil. Por otra parte, ¿es que acaso tengo aspecto de pervertido?

– ¿Y es que eso se lleva escrito en la cara?

Sostuve su mirada, afectadamente candorosa. A veces, he de reconocerlo, me estimulaba de forma indebida comprobar cómo mi compañera, con el tiempo, se había ido volviendo cada vez más maliciosa y cáustica.

– Muy bien, te dejo que imagines lo que te plazca -repuse al fin-. Pero me gustaría más que pusieras tu cerebro a trabajar sobre ese expediente que llevas un rato leyendo. ¿Algo interesante que quieras decirme al respecto?

Chamorro volvió la vista al expediente. Aún le quedaba cerca de una cuarta parte de los documentos por examinar. En su pequeño bloc había tomado una serie de notas con un rotulador de tinta violeta. La vi releerlas, sin poder evitar que me enterneciera un poco aquel color en el que había quedado plasmada sobre el papel cuadriculado su letra de niña aplicada.

– Pues, no sé qué decirte -contestó al fin-. Lo primero, que no me siento en condiciones de reprocharles nada a los compañeros.

– Mejor, no estamos aquí para juzgarlos. Ni nos ayudaría.

– Quiero decir que yo habría sacado la misma conclusión que sacaron ellos. Es verdad que no estaba amarrado del todo, pero… Bueno, más de una vez han condenado a gente con más cabos sueltos en la investigación, ¿no?

– Sin duda -asentí.

– Tengo una curiosidad, eso sí.

Había aprendido a valorar las cuestiones que despertaban la curiosidad de Chamorro. Era la persona menos entrometida que jamás había conocido.

– Desembucha, cabo.

– ¿Entra en tus planes considerar la hipótesis de que el concejal, aunque le hayan absuelto, sea el asesino?

Sonreí.

– Me defraudas horriblemente, Virginia.

Mi compañera dio un respingo.

– ¿Por qué?

Me tomé mi tiempo, para crear en ella la expectación adecuada. Plegué la mesita (ya no debía de faltar mucho para el aterrizaje) y coloqué el libro en la bolsa de tela del respaldo del asiento delantero, no sin antes marcar con la tarjeta de embarque la página en la que había interrumpido la lectura.

– Verás -dije-, resulta indudable, desde el punto de vista procesal, la dificultad de imputar a quien ya ha sido absuelto en un juicio previo. El procedimiento para ello es excepcional, farragoso y de sus pormenores no estoy al corriente porque no soy abogado ni las cuestiones abogaciles me parecen el mejor pasatiempo en el que empeñar mis menguantes neuronas.

Chamorro me observaba con reticencia.

– Sentado lo anterior -proseguí-, debo confesarte que, personalmente, los problemas procesales me traen al fresco. Lo que intento es encontrar la verdad, o algo que se parezca de forma coherente a la verdad. Luego el fiscal hará con ella lo que tenga que hacer, por el camino que tenga que seguir, fácil o difícil, eso es su problema. Y como ya sabes, tengo mis dudas de que al final de todo se haga eso que algunos, cándidamente, llaman justicia. Si las cárceles donde se almacena el desecho o los tribunales donde se lo etiqueta son máquinas de fabricar justicia, yo soy el hada Campanilla.

– Sí, eso ya te lo he oído antes -replicó Chamorro-. Y como siempre que te lo oigo, me pregunto por qué sigues haciendo este trabajo.

– Porque en el fondo me divierte.

– No trates de ser cínico, mi sargento. No se te da bien.

– Ya me conoces, Virginia. En realidad, soy un iluso. Sigo en esto, bueno, por si queda alguna esperanza de encontrar el modo de disuadir a la gente de que joda al prójimo. Y si no la hay, por completar el dibujo. Porque cuando alguien se cobra a un semejante, hay algo que exige que haya un perro dispuesto a cazar al cazador. Es un trabajo de mierda, pero alguien tiene que ocuparse. Alguien que no tenga nada mejor en lo que gastar su tiempo.

Chamorro me conocía ya un poco, en efecto, y sobre todo conocía mi retórica. Por eso, por la confianza, me explayaba así. Ella no se dejó impresionar.

– Yo no creo que sea un trabajo de mierda. Prestamos un servicio a la sociedad. Un servicio importante, o no menos importante que otros.

– En la vida, Virginia, hay dos clases de personas. Los que pueden estar completamente seguros de lo que hacen y los que no. Está claro dónde encaja cada uno de nosotros, para tu fortuna y para mi oprobio.

– Supongo que crees que voy a entrar al trapo. Pero ya no me picas, ni me despistas. Sé que serías incapaz de hacer otra cosa en la vida.

– ¿Y?

– Que estás tan seguro como el que más.

Me encogí de hombros.

– Bien, con esta interesante y asombrosa conclusión, creo que podemos dar por terminada mi sesión de psicoanálisis. Volviendo al asunto…

– Vale. No gastes más saliva. Ya me has respondido.

– ¿Cómo dices?

– Pues eso, que ya me he enterado. Tomo nota. El ex concejal Gómez Padilla está incluido en nuestra lista de sospechosos.

Dejé que una sonrisa levemente aviesa torciera mis labios.

– Peor que eso, Chamorro. Por ahora, es nuestro único sospechoso.

– Bueno, salvo que pensemos en la madre, o en Desirée.

Observé a mi compañera con notoria reprobación.

– Hablaba en un plano estrictamente teórico -dijo.

– Por favor, cabo, gánese su sueldo y la consideración de su superior.

– Está bien. ¿Puedo hacer un comentario?

– Adelante.

– Esto es un marrón inmundo. Mucho tiene que sonreírnos la suerte para sacar algo en limpio en dos semanas.

– Pues claro, mujer, por qué te crees que nos lo encargan. Nunca olvides lo que dice el brigada Atienza, que para eso es el más viejo de la unidad. Los muertos al principio huelen como los vivos, luego huelen a rayos y al final no huelen a nada. Por regla general, a nosotros no nos los dan hasta que no han pasado a la tercera fase. Sólo un tonto seguiría un rastro que ya no huele. Así que ya sabes lo que hace falta para estar donde estás.

– Cómo te gusta -observó Chamorro, con una maligna expresión.

– ¿El qué?

– Humillarte. ¿No te he contado nunca lo que dice mi padre sobre eso?

– El coronel de marines. ¿Debo cuadrarme para oírlo?

– No seas idiota. Además, aquí no se llaman marines, sino infantes de marina. Los marines son los americanos.

– Gracias por la información. ¿Qué es lo que dice el coronel?

– Que hay una clase de soberbia propia de aquí. La humildad española, la llama él. Y que consiste, precisamente, en rebajarse todo el tiempo.

– Bueno, ya sabes que mi españolidad resulta dudosa -alegué.

– Pues aquí te asoma, y bien.

– Reflexionaré sobre ello. Dale las gracias al coronel por sus observaciones antropológicas. ¿Cuándo las hace, entre desembarco y desembarco?

– Vete a la mierda.

A veces, uno se plantea si no habrá dejado que sus inferiores le traten con demasiada familiaridad. Supongo que cualquiera, al saber que los que así conversaban eran un cabo y un sargento de la Benemérita, habría juzgado un tanto excesiva mi mansedumbre. Pero ése es el tipo de cosas que a mí nunca han logrado preocuparme, la verdad. Tan sólo procuro identificar a quienes les va la marcha castrense, y a ésos siempre les llamo mi lo que sea y les hablo lo más serio y solemne que puedo. Resulta conmovedor, verlos hincharse y corresponder con el ceño apretado a tu marcial pleitesía.

Por fortuna, el teniente Guzmán, de la unidad de policía judicial de Tenerife, no participaba de semejantes inclinaciones. Nos estaba esperando en el aeropuerto, justo frente a la puerta por la que salimos tras recoger el equipaje, y nos recibió con calurosa cordialidad y ningún protocolo.

– ¿Habéis tenido buen vuelo? Venís con bastante retraso -observó, mientras nos ayudaba a cargar los bultos en un carrito.

Para ser sinceros, me extrañó un poco aquella obsequiosa cortesía. Y no porque Guzmán fuera oficial y nosotros dos pringados (en seguida supe que Guzmán había empezado de guardia y había subido peldaño a peldaño por el escalafón), sino porque, a fin de cuentas, Chamorro y yo éramos los dos enterados de Madrid que veníamos a tratar de rehacer en condiciones lo que se suponía que su gente no había hecho como debía. Pero, como pronto nos demostraría, Guzmán era un tipo deportivo, tenía amplia experiencia en la empresa y en tareas de investigación y había llegado a desarrollar el criterio suficiente como para no tomarse nada de aquello a título personal.

– Vamos fuera. Tengo a la chica esperando con el coche.

No pude dejar de espiar el gesto de Chamorro ante las palabras la chica. Sabía lo que pasaba por su cabeza, así que aprecié su impasibilidad.

La mujer que aguardaba frente a la terminal, junto al coche, y que al vernos venir despegó el trasero de donde lo tenía apoyado y se estiró tranquilamente la ropa, podría describirla de modo convencional. Era de tez morena, pelo casi negro, largo y suelto, ojos oscuros, un poco menos de metro setenta, de complexión atlética pero marcadamente femenina. Podría decir también que iba bien vestida, prendas informales pero no seleccionadas ni combinadas al tuntún. Y podría añadir que su maquillaje era discreto pero perceptible y que olía a un perfume de los que no compras con un billete de 20 euros. Pero lo que debo decir, sobre todo, es que apenas la vi, y aun antes de que abriera la boca, mi olfato para el desastre intuyó en la cabo Ruth Anglada a una de esas mujeres que infaliblemente me crean problemas. Con el tiempo, uno aprende a conocerse, y aprende, sobre todo, a conocer sus debilidades. Y los recursos de aquella chica, lo gritaban en la distancia, eran de los que podían llegar a hacerme sentir muy, muy débil.

Por el contrario (pese a mi conmoción conservé los reflejos necesarios para percatarme de ello), el encuentro con aquella mujer produjo en mi compañera una reacción muy diferente. En un primer instante la achaqué, en una burda deducción masculina, a una espontánea rivalidad entre hembras. Pero muy pronto iba a averiguar que se trataba de otra cosa. Sucedió apenas un par de segundos después de que reparase en el rictus de Chamorro; cuando llegamos a la altura del coche y la otra, observándola fijamente, le dijo:

– Coño, Virgi, qué pequeño es el mundo.

Загрузка...