Anglada insistió en acompañarme al aeropuerto de Tenerife, aunque la había liberado de hacerlo. Si tenía cosas que arreglar en casa, le dije, apenas bajamos del barco en el puerto de Los Cristianos, mejor que se fuera a Santa Cruz directamente y aprovechara el día todo lo que pudiera.
– No me importa -respondió-. Voy contigo a recoger a Virgi y luego os llevo al mostrador de facturación para La Palma. Me sobra tiempo.
No negaré que todo fue más fácil, teniéndola a ella como guía. Primero fuimos a la zona de llegadas. Localizó el vuelo en el que venía Chamorro y me condujo a donde debíamos esperar. El avión de Madrid tomó tierra casi a su hora, y diez minutos después del aterrizaje el rostro de mi compañera apareció al otro lado de las puertas automáticas. Tras hacerle una seña, y aprovechando que Virginia aún no podía oírnos, Anglada me comentó:
– Oye, se da un aire, la Virgi. A esa actriz tuya. La rubia.
– Verónica Lake.
– Ésa, si es la que yo creo.
– Se da un aire, sí -admití. Bien que lo sabía.
– Vaya, vaya -observó, con gesto escrutador.
– En qué hemos quedado, Ruth…
– Vale -levantó las manos-. A partir de ahora, sólo asuntos profesionales.
– Hola, qué tal -nos saludó Chamorro, apenas llegó a nuestra altura. Hizo un esfuerzo por acompañar sus palabras con una expresión relajada, pero pude advertir que distaba de estarlo. Lo achaqué al cansancio del viaje.
– Tenemos tiempo de tomar algo, si queréis -ofreció Anglada.
Fuimos a tomar un café. Chamorro seguía pareciendo un poco aturdida.
– ¿Qué tal en Madrid? -le preguntó Ruth.
– Frío, lluvia, y un montón de gente por todas partes -respondió-. Más o menos lo habitual. Esto es un descanso. ¿Y vosotros por aquí?
Anglada se volvió hacia mí. Me tocaba largar la mentira.
– No avanzamos demasiado -dije, lo que al menos era una forma de no faltar a la verdad-. Nos fallaron los tres o cuatro movimientos que intentamos. Me temo que anduvimos un poco torpes.
– O no tuvimos la suficiente fe -sugirió Anglada, malévola.
– Hicimos una excursión por el parque -añadí-. Merece la pena visitarlo de día. Si nos queda algún hueco, no deberías irte sin conocerlo.
– A ver -dijo mi compañera, removiendo ausente su café.
– Tenéis el avión de vuelta a las siete -recordó Anglada-. No suele haber mucho problema para cambiarlo, si lo necesitarais. Eso sí, si lo cambiáis, avisadme. Vengo a recogeros y nos vamos todos juntos a La Gomera. En cuanto al coche de La Palma, habrá alguien esperando en el aeropuerto. Seguramente llevará una cartulina con el nombre de la empresa de alquiler.
Mientras Anglada nos daba todas estas explicaciones, Chamorro conectaba su teléfono móvil e introducía sin mucho entusiasmo la contraseña. Al cabo de unos segundos, empezó a dar pitidos. Uno tras otro, como loco.
– Oye, qué le pasa a ése -preguntó Anglada.
– Nada, tengo un par de mensajes -dijo Chamorro, leyendo la pantalla.
– Un par de cientos, diría yo -bromeó Ruth.
– Perdonad un momento.
Chamorro se apartó para oír los mensajes que se habían grabado en el buzón de voz de su teléfono. Estuvo un buen rato escuchándolos. Luego guardó el teléfono en su bolso y regresó junto a nosotros. Preocupada.
– ¿Algo importante? -curioseó Ruth.
– No -la repelió Chamorro, con sequedad.
Pero apenas cogió la taza de café para apurarla, volvió a sonarle el teléfono. Lo sacó, miró el número desde el que la llamaban y apagó bruscamente el aparato. Esta vez, Anglada se abstuvo de hacer observación alguna.
Vino con nosotros hasta el control de seguridad. Conocía a los que estaban allí, como parecía conocer a todo el mundo. Ni siquiera tuvimos que sacar nuestras identificaciones para eludir el arco detector de metales.
– Bueno, aquí os dejo -anunció-. Me aguardan en casa las labores propias de mi sexo. Que tengáis mucha suerte con Lolita.
– ¿Con quién? -preguntó Chamorro, despistada.
– Con la adolescente fatal -se rió.
– Ah, Lolita, no caía -dijo Chamorro.
– Nos vemos esta tarde. A tus órdenes, mi sargento.
Lo dijo con retintín o el retintín, irremediablemente, lo puso mi oído. Qué más daba. No pude evitar mirarla mientras se iba, caminando audaz y resuelta sobre sus tacones bajos. Ella lo supo, creo. Por eso alzó la mano derecha un poco por encima del hombro, la extendió, la hizo girar un par de veces sobre la muñeca y volvió a cerrarla en seguida. Imagino que al otro lado, el que yo no podía ver, sus labios sonreían y sus ojos no.
– Acaban de anunciar el embarque -me devolvió a la realidad Chamorro.
No hablamos mucho durante el breve vuelo a La Palma. Vi que a ella no le apetecía, y tampoco yo me sentía demasiado inclinado a aventurarme fuera de la jaula de mis pensamientos. Pese a todo, y por no dejar que la situación se volviera demasiado inhóspita, acabé preguntándole:
– ¿Hiciste lo que tenías que hacer, en Madrid?
Chamorro bajó los ojos.
– Sí, supongo que sí -replicó, evasiva.
– No quieres extenderte en detalles.
Volvió a dirigirme la mirada. Y la mantuvo.
– No, Rubén. Pero no te preocupes.
– Me preocupa si estás mal -dije-. No por el trabajo. Sino por ti.
– Gracias. Estoy bien. O como tengo que estar. Bajo control.
Desde el aire, La Palma se veía mucho más verde que La Gomera. También era muy montañosa, con una abrupta vertiente que subía desde la orilla del mar, donde habían construido la pista, hasta las nubes que cubrían las cumbres invisibles. Los de la compañía de alquiler de coches nos esperaban en el aeropuerto, conforme nos había dicho Anglada. Mientras tomaban nota de mi permiso de conducir, Chamorro volvió a encender su teléfono móvil. Al cabo de unos segundos, empezó a sonar, de nuevo enloquecido.
– Será gilipollas -se le escapó a Virginia. La vi teclear, frenética. Borrando los mensajes, supuse. Pero hice como si no me diera cuenta. Cuando terminó aquella operación, apagó el receptor y lo arrojó al interior del bolso.
– ¿Quieres conducir o conduzco yo? -le ofrecí las llaves.
– Trae, lo llevo yo -dijo-. Me desahogará un poco.
Estaba lo bastante furiosa como para no cuidarse de disimular. Mis sentimientos al advertirlo eran un tanto complejos. Pensaba, no tenía más remedio, en dos personas que no estaban allí. Por un lado, el fornido y al parecer ingrato Arturo, cuyo paso a la historia cierto resorte incontrolable de mi alma no podía dejar de desear y, en caso de producirse, aplaudir. Y por otro, Ruth, cuya imagen, por diversas razones que creo que puedo ahorrarme enunciar, no se me iba de la cabeza. Pero recordé para qué habíamos ido a La Palma, y que para realizar un interrogatorio como es debido más vale que uno se concentre en lo que está haciendo. Me llamé al orden.
El hotel en el que trabajaba Desirée no estaba muy lejos de la capital de la isla. Hicimos tiempo dando una vuelta por sus calles, y comimos algo en el primer lugar que nos pareció a propósito. A eso de las cuatro menos veinticinco nos presentamos en la recepción del hotel. Iba ya a preguntar por Desirée Gómez a la mujer que se hallaba tras el mostrador, cuando una muchacha que estaba sentada enfrente se puso en pie y se estiró la ropa: unos ceñidos tejanos y un conciso top que cubría una porción no demasiado amplia de su torso. Vino hacia nosotros, con paso dubitativo. Al verla, comprendí de una sola tacada el interés por ella del fallecido Iván López von Amsberg y la desesperanza que aquejaba al ex concejal Gómez Padilla.
– ¿Son ustedes…? -preguntó, con su vocecita.
– ¿Desirée Gómez? -comprobé a mi vez.
– Sí.
– Yo soy el sargento Vila. Mi compañera, Virginia.
– Encantada -nos tendió la mano a los dos.
– ¿Hay algún sitio por aquí donde podamos hablar tranquilos?
– Podemos ir al bar. A esta hora no habrá nadie.
La seguimos. Mientras la veía caminar ante mí, me acordé del juicio que sobre ella había hecho Margarethe von Amsberg. No soy tan simple como para pensar que por la forma de moverse podría dirimir si la madre de Iván acertaba o no en su apreciación; tampoco eso me incumbía, ni creí que tuviera demasiada utilidad desmentirla o confirmarla. Lo cierto era que Desirée no era una de esas chicas que andan de cualquier modo. Medía cada uno de sus pasos y la forma de darlos. No le salían, sin más, como les sucede a otras. Por lo demás, era una muchacha alta, de armoniosas proporciones, con una suntuosa cabellera rubia y unos desarmantes ojos verdes. Sabía lo que tenía y no se abstenía de usarlo, eso fue todo lo que pude notar.
El bar, en efecto, estaba desierto. Desirée y Chamorro tomaron asiento alrededor de una mesita. Yo me quedé de pie.
– ¿Qué queréis?
– ¿Yo? Pues… Una cocacola -dijo Desirée.
– Yo nada, gracias -rehusó Chamorro.
Llevé a la mesa dos cocacolas. Desirée se hizo cargo de la suya, con una sonrisa que pareció insegura y hasta tímida.
– Gracias.
Chamorro, con el bloc abierto y el bolígrafo en la mano, me lanzó una mirada inquisitiva. Le hice una seña con los ojos.
– Desirée -empezó a hablar-. Ya sabes sobre qué venimos a preguntarte.
La muchacha asintió, voluntariosa, mientras apretaba los labios.
– Sí. Sí lo sé.
Mientras Chamorro la observaba, con expresión amable, pero acaso un poco acuciante, Desirée se echó hacia atrás un lado de la cabellera. Luego lo hizo más veces. Sus tics, desde luego, sí que denotaban coquetería.
– Vamos a empezar por el principio, si te parece -siguió Chamorro.
– Claro. Como usted quiera.
– ¿Desde cuándo conocías a Iván?
Desirée no respondió de inmediato.
– Verlo por ahí, bueno, un poco desde siempre -dijo-. Desde chica. Si se refiere a hablar con él, no sé, desde el verano antes.
– ¿Cómo empezasteis a tener relación?
– Bueno, nada del otro mundo, lo típico. En una discoteca, una noche. Me entró, me gustó y eso, y nada, lo normal.
– Lo normal -repitió Chamorro.
– Bueno, ya me entiendes. ¿Te puedo llamar de tú?
– Si lo prefieres.
– Sí, sí que lo prefiero. Pues lo que te decía, que me entró, me gustaba, hablamos, bailamos un poco, me tiró los trastos… Así fue.
– Empezasteis a salir esa noche.
Desirée meneó la cabeza con energía.
– Nooo. Esa noche sólo nos enrollamos un poco y eso. Poca cosa. No es que… -aquí se interrumpió para mirarme-. No hicimos el amor ni nada. Eso, lo de hacer el amor, quiero decir, vino después.
De todas las expresiones con que la gente designa ese acto con el que a la vez conjura y comprueba su soledad, la que había utilizado aquella chica siempre me ha parecido la más hueca y cursi. Supuse que Desirée la empleaba para resultar lo más correcta posible, y recordé que en su primera declaración, ante la guardia Morcillo, se había referido sin más a que «se había tirado» a Iván unas cuantas veces. Los dos años transcurridos desde entonces, pensé, debían de haberla vuelto un poco menos espontánea.
– ¿Cómo era, Iván? -indagó Chamorro.
Desirée no entendió del todo.
– Bueno, seguro que tienen fotos de él. Muy alto, bastante guapo…
– Me refiero como persona.
– Ah. Era simpático. Enrollado, se puede decir. Siempre lo veías de buen humor, contando chistes, con ganas de hacer cosas. Mira, yo, así como enamorada y eso, pues la verdad, tampoco estaba. Lo pasaba bien con él y nada más. Tampoco vas a estar sólo con alguien para casarte.
– Claro -asintió mi compañera.
– Eso es lo que yo creo, oye, que la vida es corta y hay que aprovechar ahora que eres joven, que luego…
Me pregunté qué esperaba Desirée que hubiera luego. Pero tampoco era de eso de lo que se trataba. Seguí escuchando, respetuosamente.
– En fin -prosiguió-, no es que fuera mi novio, ni nada por el estilo. Me dio pena lo que le pasó, claro, y lloré un rato, que tengo corazón como cualquiera. Pero no es como si me hubiera quedado viuda, ¿vale?
Parecía especialmente empeñada en aclararnos ese extremo.
– Entiendo -volvió a asentir Chamorro.
– A lo que iba -retomó el hilo Desirée-, que sin ser así el amor de mi vida, pues oye, era un tío muy majo. Le cogías cariño. Lo daba todo.
– ¿Qué quieres decir con «lo daba todo»? -intervine.
Desirée se volvió hacia mí, recelosa. Temí haber metido la pata. También reparé en que la había tuteado, contra mi costumbre. Pero no podía tratarla de otro modo. No con esa voz de colegiala atolondrada e inmadura.
– Pues -dijo-, vamos, que era muy generoso. Siempre invitaba y eso.
– ¿A qué? -se interpuso de nuevo Virginia.
Desirée bajó la cabeza.
– No sé si puedo decírtelo.
– Tranquila, los dos somos mayores de edad. Y si el sargento se impresiona mucho, yo le sujeto antes de que se desmaye -bromeó Chamorro.
La muchacha se rió con ella.
– Tampoco puede pasarle ya nada -dijo-. Y consumir no es delito, ¿no?
– No -confirmé.
– Siempre ponía las pastillas, o los canutos. O las rayas.
– ¿Has tornado cocaína ya? -preguntó Chamorro.
– Alguna vez -admitió-. Pero no estoy enganchada, ¿eh?
– Ten cuidado -le advirtió mi colega-. Eso decían, hace unos pocos años, muchos de los que nos encontramos ahora por ahí, no voy a contarte cómo.
– Ya, ya lo sé, va. No me vas a echar la charla, ¿no?
– No. No voy a echártela.
– Además, no me digas que no la has probado nunca.
Chamorro puso cara de circunstancias.
– Virginia se mete de todo -dije-. Luego te pasa algo, si quieres.
– ¿De verdad?
– Bueno, sobre todo esnifo pegamento -dijo mi compañera.
– Me estáis comiendo el tarro, ¿eh?
Crucé una mirada de inteligencia con Chamorro. Se imponía hacer un relevo. Asintió, mientras dejaba el bolígrafo sobre la mesa.
– Mira, Desirée -tomé la palabra-. Ahora en serio. Como tú dices, a Iván ya no puede pasarle nada. A ti, por consumir, lo mismo si estás enganchada como si no, pues tampoco. Por lo menos nada que nosotros podamos hacerte. Acabas de cumplir dieciocho años, si no me equivoco, así que ya eres mayor y puedes vivir tu vida como te parezca. En la tele ponen anuncios para orientarte, nosotros no estamos para eso. Tendrás que perdonar a Virginia por tratar de aconsejarte; la pobre no puede evitarlo, después de haber visto unos pocos yonquis panza arriba. Pero tú haz lo que quieras.
– Oye, que yo no soy una yonqui -se quejó.
– Tú no, ya lo sé. Digo esos que ha visto muertos Virginia. El caso es que ni siquiera te voy a preguntar a quién le compras ahora, cuando te apetece. Ni mi compañera ni yo nos ocupamos de eso, es cosa de otro departamento y no vamos a hacerles su trabajo. Lo que sí quisiera que me dijeras, si lo sabes -y aquí me detuve, para cerciorarme de que tenía toda su atención-, es de dónde sacaba Iván la mercancía con la que te invitaba.
Desirée me miró con una especie de espanto. Debía de ser consciente de que era la primera pregunta en la que se le pedía mojarse de verdad.
– Yo eso no lo sé -respondió.
Suspiré ligeramente.
– Me gustaría que te hicieras cargo de algo -le pedí-. Ya sé que te da palo la idea de delatar a alguien, que te hace sentir una chivata, o algo por el estilo. Y a nadie le gusta eso, claro. Ni siquiera a mí me gustan los chivatos, y eso que soy guardia civil. Así que entendería que no quisieras denunciar a un simple camello. Pero lo que te estoy preguntando es otra cosa. No te pido que me des el nombre de alguien por pasar un poco de chocolate o de coca, sino porque es posible que haya tenido que ver con un asesinato.
Desirée encajó con dificultad mi requerimiento.
– Alguien así no merece que le protejan -insistí-. Alguien capaz de matar por la espalda a un chaval. Y si lo que pasa es que te da miedo, no te preocupes. Nos importa sólo cogerlo. No saldrá nunca tu nombre.
La muchacha meneó la cabeza, con convicción.
– No lo sé, se lo prometo -dijo.
– Tutéame, mujer, que no me como a nadie. ¿Nunca viste a alguien con quien tratara? ¿Nunca te habló de la gente a la que le compraba la droga?
– No, ya te lo estoy diciendo. Todo lo que decía era que era muy pura, que había que andar con cuidado con las cantidades, y que tenía buenos proveedores, así los llamaba. Pero nada más. Si alguien le preguntaba dónde pillaba, siempre decía que era un secreto, y que si quería, él le conseguía.
– De modo que traficaba.
– ¿Cómo?
– Que también vendía droga, Iván.
– A los colegas, sólo, que yo sepa.
– Pero dices que estaba siempre invitando. Tenía dinero, entonces.
– Supongo.
– ¿Y de dónde crees que lo sacaba?
– Me imagino que le cobraba a la gente un poco más de lo que le costaba a él. Y de lo que le daba su vieja. Su vieja es rica. Es hija de un rico en Alemania, creo que la familia tiene hasta castillos allí. Eso me dijo él.
Me apoyé en el respaldo de mi asiento. Chamorro captó la señal.
– Cuéntame algo más de vuestra relación -le pidió.
– ¿Nuestra relación? Pues eso, lo que ya te he dicho. Salíamos de vez en cuando de marcha, y bueno, el sexo. Pero sin compromiso.
– No os veíais regularmente.
Desirée me vigiló un instante de reojo. Pero luego se soltó:
– Verás, es que para mí el sexo es un juego. Yo no hago ni caso de todas esas tonterías de los curas y del Papa. Creo que el cuerpo es para disfrutarlo, con quien te dé la gana, ¿vale? Y que para eso no tienes por qué darle a ese alguien ningún derecho sobre tu vida. Yo voy a mi aire.
– ¿Te veías con otros?
– Pues claro.
– Y a él no le importaba.
– Y que le importara. Peor para él.
– ¿Dirías que para él también era un juego?
Desirée se rió.
– Fijo. A ver si te crees que él no andaba con otras. Y bien que se le daba.
Cuando hablaba de la cosa venérea, me resultaba francamente difícil conciliar su discurso con aquellos trémulos y carnosos labios de doncella de los que brotaba. Pero en mi condición de representante en la conversación de las generaciones veteranas, esto es, de aquellas condicionadas por una educación algo menos liberal que la que parecía haber recibido Desirée, creí que me correspondía a mí sacar el asunto que introduje seguidamente:
– El juego se fastidió cuando os pilló tu padre.
La alusión la tocó. No era tan dura. Pero se rehízo.
– Se puso más difícil, sí -reconoció-. Aunque no lo dejamos.
– Se lo tomó muy mal, tu padre.
– A ver, es mi padre -dijo-. Y es mayor. Tiene otra forma de ver la vida.
– ¿Qué te dijo, cuando se enteró?
Desirée bajó la cabeza.
– Menos que era una puta, que supongo que es lo que pensaba, todo. Que era una vergüenza, que no tenía cerebro, y que cómo iba con alguien tan mayor. Que tenía que juntarme con gente de mi edad, y no con asaltadores de cunas. Lo que le jodió más fue que nos lo hiciéramos en su casa, creo.
– De todos modos, un poco fuerte, la reacción -observé.
– Qué se le va a hacer. Cada uno es como es.
– Tampoco era tan grave, ¿no? Tenías casi dieciséis años, ahora los jóvenes maduráis antes, y a fin de cuentas Iván sólo tenía seis más.
– Eso es lo que pienso yo.
– Desirée.
Se volvió hacia mí, desprevenida.
– ¿Tú dirías que tu padre es un hombre violento?
– ¿Mi padre? -repitió, subrayando las palabras.
– Ajá. Tu padre.
– Puede tener otros defectos. Pero ése no. No recuerdo que nunca me haya puesto la mano encima. Ni a mí ni a mi hermano.
– Pero a Iván le amenazó. Y en público.
– Por el cabreo del momento -lo disculpó-. Y porque Iván se le puso gallito, todo hay que decirlo.
– Así que se puso gallito, Iván -dijo Chamorro.
– Sí. Tenía eso malo. Era un poco chulito, a veces.
La dejamos meditar durante unos segundos, mientras nosotros meditábamos también. Estábamos llegando al meollo de la charla, y quizá al meollo de aquella chica. Ésa es, posiblemente, la clave de un interrogatorio, por encima de los detalles concretos. Acabar sabiendo con quién te juegas los cuartos. Acabar sabiendo, en aquel caso, quién era Desirée Gómez, por debajo y más allá de su aspecto de barbie irresponsable y desvergonzada.
– Supongo que no van a molestarle más, a mi padre -dijo-. Ya le han hecho, o bueno, ya le he hecho bastante daño. Pero después del juicio ya no pueden volver a acusarle, ¿no? El jurado votó que era inocente.
– ¿Y qué piensas tú? -pregunté.
– Qué voy a pensar. Él no lo hizo, fijo. Alguien quiso hundirle.
– ¿Por qué pudo querer alguien eso?
– Y yo qué sé. Por la política, o por lo que fuera. Lo que me sienta fatal es que el pobre acabara metido en ese lío por mi culpa.
Le dolía sinceramente. Se retorcía las manos.
– No creo que fuera por tu culpa -dije-. La culpa será, en todo caso, del que lo organizó. Y el que lo organizó debió de ser el mismo que mató a Iván. Probablemente, uno de los que le vendían la droga. ¿De verdad que no te acuerdas de nadie, ni una cara, ni un comentario que hiciera Iván?
La chica volvió a menear la cabeza.
– De verdad que no me acuerdo de nada de eso, sargento. Si me acordara, se lo diría. No me iba a dar ningún miedo decirlo.
Las últimas palabras las pronunció con la cabeza alta, y con una luz de determinación incendiándole los hermosos ojos verdes. Me rendí a la evidencia. La creyera o no, tenía que resignarme a no sacar nada por ahí.
– ¿Cuándo fue la última vez que viste a Iván? -preguntó Chamorro.
– La última vez…
– Si lo recuerdas.
– Sí. Sí que me acuerdo. Muy bien. Por lo que luego salió en los periódicos, debió de ser el mismo día que lo mataron.
– ¿Dónde fue? ¿Qué te dijo?
– Fue en la plaza. No hablamos. Sólo lo vi pasar. Me saludó.
– ¿No hablasteis?
– Iba en la moto. Con una chica.
– ¿Qué hora podía ser? -pregunté.
– Pronto. Las cuatro y media o las cinco.
– ¿Recuerdas cómo era esa chica? ¿O llevaba casco?
Desirée arrugó la frente.
– No, no llevaba. Pero no la vi muy bien. Rubia, media melena. Más o menos de su edad. No estaba mal. Iván tenía buen gusto, yo qué voy a decir.
– ¿No la conocías?
Desirée pareció dudar un segundo, pero respondió, con firmeza:
– No.
– ¿Sería una turista, tal vez?
– Sería, no sé. Pasaron rápido, me saludó con la mano y desaparecieron.
– ¿Hacia dónde iban?
– Hacia la carretera.
– No has vuelto a verla, a esa chica -dedujo Chamorro.
– No.
– Y si la vieras, ¿la reconocerías?
– Puede. No estoy segura. Ya te digo que la vi muy poco.
Chamorro y yo nos observamos, alerta.
– ¿Creen que ella pudo ser la asesina? -preguntó Desirée.
Tardé en responderle.
– Nunca se sabe. Podría ser. Por qué no.
– Fíjate, nunca habría pensado que pudiera matarle una mujer -confesó, recobrando aquel candor que de pronto se mezclaba con su descaro.
Tampoco nosotros, hasta ese momento, habíamos pensado en la posibilidad de una asesina. Pero ahora, por remota o improbable que pudiera antojarse, nos tocaba pasar a considerarla. Una hipótesis más. No pude evitar pensar que en aquel asunto íbamos para atrás, como los cangrejos.
Estuvimos con Desirée Gómez cerca de una hora y media. Dentro de su peculiar estilo, se mostró colaboradora y dócil al interrogatorio. Un cierto sentimiento de culpa hacia su padre, por los sinsabores que directa o indirectamente le había causado, parecía ser el principal motivo de su mansedumbre. No daba la impresión sin embargo de que el asunto en sí, la muerte del chico, la conmoviera gran cosa, o no más de lo que pudiera interesar y conmover a cualquier persona de buen corazón que se enterase por la prensa. Desirée tenía buen corazón, y lo compadecía, al chaval. Pero su juventud y su carácter le proporcionaban un útil blindaje que le impedía sentir dolor alguno. En cierto modo era envidiable, y se lo envidié. Cuando nos separamos, en la puerta principal del hotel, tan sólo descendió a preguntar:
– ¿Y la investigación? ¿Va bien?
– Es pronto -respondí-. Pero vamos avanzando.
– ¿Tenéis alguna pista?
– Tenemos muchas pistas.
– Me gustaría que lo cogierais. Para que la gente se convenza de que no fue mi padre y deje de murmurar por ahí. Y bueno, por Iván. No era mal tío. Me sabe mal que esté muerto y que el que lo hiciera se esté riendo de él.
Le sabía mal. Dudé si me gustaría que me enterraran con esa expresión.
– No sé si se reirá -repuse-, pero procuraremos ponérselo difícil.
– Oye, ¿puedo deciros una cosa?
Chamorro y yo nos miramos de reojo.
– Sois muy diferentes de la otra guardia que vino a verme.
– ¿Ah, sí?-dijo Chamorro.
– Mucho más colegas. La otra parecía que estuviera cabreada. Y que no buscara otra cosa más que meter en la cárcel a mi padre.
Me acordé de Morcillo, y traté de imaginármela interrogando a Desirée. Debía de haber sido un encuentro interesante. Sin maldad lo discurrí.
– Esperamos no haberte molestado mucho -dije.
– Qué va.
– Si se te ocurre algo que no nos hayas dicho, cualquier cosa que creas que puede interesarnos, si te acuerdas de pronto de alguien o de algo de lo que no te hayas acordado hoy, te agradecería que me llamaras a este número.
Le di mi tarjeta. Con frecuencia uno lo hace temiendo que está tirando a la basura el trozo de cartulina. Pero a veces no es así. A veces lo toma alguien a quien le cargas la conciencia con el peso de marcar el número si recuerda algo, y con suerte, que hasta intenta recordar. En cuanto a Desirée, cogió la tarjeta como quien cogiera un paquete de chicles, y se la guardó sin más trámite en uno de los bolsillos traseros de sus tejanos. Por lo menos durante esa tarde, se sentaría a menudo sobre mi nombre. Confié, no mucho, en que se acordara de sacarla cuando echara los pantalones a la lavadora.
– Tenemos un coche. Si quieres podemos llevarte a donde vayas -le ofrecí.
– No, gracias. Ya me lleva un compañero.
Genio y figura, pensé, y luego me arrepentí de mi ruin suspicacia.