Las horas que transcurrieron a partir de entonces, desde que supe por el teniente Guzmán que a Anglada la habían encontrado en las afueras de San Sebastián de la Gomera, con un balazo en el corazón, las recuerdo como un túnel mal iluminado, con un continuo zumbido de fondo que distorsionaba los ruidos exteriores y bloqueaba los esfuerzos de mi cerebro por hallarle una lógica a lo que estaba ocurriendo. Recuerdo, también, la reacción de Chamorro, cuando la desperté para darle la noticia. Primero se mostró incrédula, pero casi inmediatamente, tras comprender que no podía dejar de ser verdad, que ninguna otra posibilidad, más que la real y efectiva muerte de nuestra compañera, podía explicar que llamase de madrugada a su puerta para descargarle semejante mazazo, se hundió en una especie de pozo del que tardó mucho tiempo en salir. Apenas reunió fuerzas para musitar:
– No. La pobre…
He visto muchos muertos, y con todos ellos, de una manera o de otra, he acabado estableciendo una relación. A veces, de cierta intensidad. Me he hecho a convivir con ellos, y con la idea de que a toda la gente le llega el día en que es un fardo de carne tirado en el suelo del que otros han de ocuparse. He aprendido a bromear con esa idea, y a reírme cuando por Halloween, desde que se ha importado la celebración foránea, todos los de la unidad que no se dedican a homicidios nos felicitan a los enterradores y nos dicen que si no vamos a organizar un vino para festejarlo. Incluso, puestos a aprender, he aprendido a compartir los chistes de los forenses mientras perpetran la carnicería y el destrozo de una autopsia. Nada de eso, sin embargo, te prepara para ver morir a alguien que te importa; a alguien con quien has vivido. No me ha pasado muchas veces, pero cuando me sucede, como constaté que me estaba sucediendo aquella gris mañana de febrero, mientras íbamos hacia el aeropuerto de La Palma, siento lo mismo que cualquier otro. Que todo se me viene abajo, y que saboreo, a través de esa persona cercana, la muerte que quizá no seré capaz de saborear en mí mismo, cuando me toque.
Desde que tomamos tierra en Tenerife y pude volver a encenderlo, no paró de sonarme el teléfono. Llamaron todos los que podían llamarme. Guzmán, que se había trasladado a La Gomera en el primer barco de la mañana, me telefoneó varias veces, para coordinarnos. También mi comandante, desde Madrid, se unió al carnaval; por un lado, para encargarme que transmitiera su pesar a la gente de allí, y por otro, para pedirme una explicación que hube de reconocer que no podía proporcionarle. Otro tanto hizo el subdelegado del gobierno, con quien tuve que reproducir el penoso informe que le había dado a Pereira. El hombre se apiadó de mi menesterosa situación:
– Está bien, sargento -dijo-. Le dejo trabajar. Pero téngame al corriente, por favor. Quiero que sepa que estoy decidido a poner todos los medios, primero para apoyar a la familia, y luego para encarcelar al asesino.
– Gracias -dije. Era una palabra sencilla, que me eximía de pensar.
Cuando colgué, después de hablar con el subdelegado del gobierno, sonreí amargamente. No era un problema de medios, al menos en lo que se refería a atrapar a quien le había quitado la vida a Ruth. Sólo era cuestión de que cierto individuo demostrara la competencia que se le suponía e hiciera su trabajo de una puñetera vez. Ya iba a llegar tarde para salvarla, y por eso, lo sabía, nunca podría perdonarse lo descuidado que había sido. Por eso, también, el individuo necesitaba ahora tan desesperadamente esclarecer aquella muerte que quizá no fuera el más indicado para hacerlo. Pero en tanto no le apartaran por la fuerza, iba a convertirlo en su única misión.
Tuve otra llamada, mientras viajábamos en el hidroala hacia La Gomera. Era una mujer, a la que no conocía. Entre el ruido de la nave, la agitación del mar y el anonadamiento en que flotaba, tardé en comprenderla.
– Le digo que soy la juez de instrucción -repitió, alzando la voz-. ¿Me oye? ¿Es usted el sargento Vila?
– Sí, la oigo. Sí, soy yo.
– ¿Y se puede saber dónde coño anda?
– Estoy en el barco, señoría, casi llegando a La Gomera.
– Aquí me dicen que le esperemos para levantar el cuerpo. Y a mí también me gustaría tener unas palabritas con usted. Pero quisiera saber si tendré que esperarle toda la mañana. Me aguardan hoy algunas otras tareas, así que si va a tardar mucho ordeno que levanten y me viene a ver al juzgado.
Chamorro me observó, preocupada. Por mi gesto, podía darse perfecta cuenta de que no me estaban felicitando. Discurrí deprisa.
– Vienen a recogernos al puerto -dije-. No tardaremos más de media hora.
– Media hora, ni un minuto más -advirtió, y colgó.
Gracias a Siso, que nos esperaba en el puerto (y a quien no hubo que insistirle mucho para que le apretara con rabia al todoterreno, hasta sacarle el último caballo que guardaba en su motor), pudimos llegar al lugar del crimen antes de que expirase el ultimátum de la juez. No quedaba lejos de la carretera. Era una zona despoblada, próxima a la costa. A unos treinta metros de la calzada, estaba el Opel Corsa de alquiler, con las puertas abiertas. A su alrededor, la parafernalia que tantas veces habíamos visto, pero que en esta ocasión tenía como centro a alguien que le daba a todo un significado radicalmente diferente, casi irreal. Siso acercó el todoterreno hasta estacionarlo junto al otro que ya estaba allí. Vi, uniformados, a Nava, Valbuena y un par de guardias más. Un poco más allá, junto al coche, distinguí, de paisano, al teniente Guzmán, la guardia Morcillo y el guardia Azuara. Con ellos había tres mujeres, dos de unos cuarenta años y otra de treinta y pocos. Todos nos miraron cuando bajamos del todoterreno con Siso.
Avancé hacia ellos, seguido por Chamorro, con la misma sensación que les supongo a los que caminan hacia donde les aguarda el pelotón de fusilamiento. Apenas nos tuvo a tiro, la treintañera me espetó, a bocajarro:
– ¿Es usted Vila?
– Sí, señoría -me apresté a colegir.
– Muy bien. ¿Puede decirme cómo ha podido pasar esto?
– No, señoría.
– Pero por aquí me cuentan que llevaba usted la investigación en la que participaba la fallecida. Que la tenía temporalmente a sus órdenes.
– Eso es cierto. Investigábamos un homicidio que…
– Ya, ya me han informado de qué homicidio estaban investigando -me interrumpió-. Habría preferido enterarme antes, ya que se supone que ésta es mi jurisdicción, pero de eso usted no tiene la culpa.
El teniente Guzmán apretaba los labios. Deduje que no era el primero al que su señoría abroncaba aquella mañana.
– Lo que quiero saber -aclaró la juez-, es dónde se metieron ustedes, y con quién, para que nos hayamos encontrado con esto.
– La investigación no estaba avanzada -dije-. Estábamos reuniendo indicios preliminares, considerando todavía varias hipótesis muy abiertas.
– Pues alguna de esas hipótesis se les ha cerrado de mala manera -opinó-. Por Dios, se supone que ustedes son los primeros interesados en ir con cuidado, cuando tratan con gente peligrosa. ¿Me puede explicar cómo es que andaba por aquí esta pobre, sola, mientras usted y su compañera estaban en La Palma? Y ya no sé si preguntarle qué hacían ustedes allí.
– Fuimos a interrogar a un testigo -dije-. Pero si me permite, señoría…
– Le permito que me cuente cualquier cosa que me ayude a dejar de alucinar. Se lo suplico, más bien. Aquí no suele pasar esto, ¿sabe?
Podía, hasta cierto punto, entender su enfado. Podía, también, entender que tuviera necesidad de hacer sentir su autoridad, y que yo era el tonto más a propósito para que desahogara su mala sangre. Pero confieso que me irritó la falta de profesionalidad con que encaraba aquella situación. Ni yo, ni ningún otro de los que allí se congregaban, estábamos para ayudarla a paliar su asombro, por muy juez que fuera, sino para suministrarle la mejor base probatoria en la instrucción del sumario, que era algo bien distinto. Y mientras se ensañaba conmigo, esa tarea no avanzaba un milímetro. En cualquier caso, ella era la jefa, y tampoco estaba yo muy satisfecho de mi propia profesionalidad, así que me tragué el orgullo y volví a intentarlo:
– Le decía, señoría, que en ningún momento tuvimos la sensación de estar tratando con delincuentes peligrosos. Buscamos a un asesino, y eso siempre presenta cierto riesgo. Pero no teníamos datos para pensar que pudiéramos estar arriesgándonos a que sucediera algo así. En absoluto.
– ¿Sabe al menos en qué andaba ayer la fallecida?
– Hablé con ella por la tarde. Me propuso hacer algunas comprobaciones rutinarias, con posibles testigos. La autoricé sin la menor preocupación. Con la mayoría habíamos hablado ya y no eran personas que presentaran ningún problema. Amigos de la víctima, jóvenes normales.
– Pues por lo que parece, acabó viendo a alguien un poco anormal. Y dígame, ¿qué es lo que han descubierto, sobre la muerte del chico?
– Hasta ahora, no mucho más que en la primera investigación -repuse-. Que Iván López traficaba con droga a pequeña escala, algo que no se había podido determinar hace dos años. También hemos conseguido referencias de algunas personas concretas que podrían tener alguna relación con esas actividades y quizá con el crimen, pero aún sin contrastar. Estamos muy lejos de poder considerar a alguno de ellos como sospechoso.
La juez reflexionó durante unos instantes.
– Pues mire -dijo-, no soy una experta en investigación criminal, pero me parece que de un modo o de otro se han acercado al objetivo. Le recomiendo que repase sus actividades de los últimos días, y que trate de ordenar sus ideas. Y en cuanto lo haya hecho, espero que venga a contármelo. Ahora, ahí la tiene. Fíjese en todo lo que tenga que fijarse y la retiramos.
Eché a andar. La juez me observó como si recapacitara.
– Sargento -me llamó.
– Sí, señoría.
– Por encima de todo, sepa que lo siento. Ya puedo imaginarme que lo estará usted pasando muy mal.
– Imagina usted bien.
– No dude en pedir todo lo que le haga falta. Pero infórmeme, por favor.
– Descuide, señoría.
No esperaba que se excusara por obligarme a soportar su reprimenda, en aquellos momentos en que necesitaba todas mis fuerzas para tragarme el dolor y ardía de impaciencia por hacer mi trabajo. No esperaba que aquella mujer convencida de su valía y de su propia importancia tuviera la debilidad de concebir que podía equivocarse. Tampoco la descalifiqué por eso, ni como persona ni como juez. Parecía capaz, no decía tonterías y no pensé que no mereciera ocupar el puesto que ocupaba, o que no se lo hubiera ganado. Pero me propuse reducir el trato con ella al mínimo imprescindible, y mientras me acercaba al coche la borré por completo de mi mente.
Pese a todo, la costumbre de bregar con muertos te endurece. No me desmayé, cuando divisé aquel bulto en el asiento del conductor, tapado por la manta. Tampoco cuando Azuara levantó la manta y vi su rostro, congelado en una mueca en la que se mezclaban la sorpresa y una tristeza infinita. Ni siquiera cuando apareció ante mis ojos su pecho roto y cubierto de sangre. Aquel mismo pecho que… Allí siguió mi cuerpo, tozudamente de pie, mientras mi alma mordía el polvo de un desierto ingente y solitario. Porque al verla allí, perdida para siempre, supe que la quería. No que habría seguido queriéndola si no hubiera muerto, no que habría alterado mi vida por ella ni que se la habría entregado con abnegación, porque nada de eso podría ya saberlo. Sino que alguna noche, muchos años después, soñaría con ella, y por la mañana se me erizaría la piel al sentir, mezcladas, la herida irremediable de su ausencia y la dulzura de haber podido volver a rozarla.
En fin, también nos fijamos en lo que debíamos fijarnos, como la juez había dicho. Le habían disparado a quemarropa, con su propia arma, que habían dejado abandonada sobre su regazo. La trayectoria de la bala, que tras atravesarla se había alojado en el lateral de la carrocería, sugería que el tiro había partido de la posición del copiloto. Había sido uno solo, y aparte de eso no había más huella de violencia. Tampoco de otra índole.
– Limpiaron el coche, y por lo que hemos visto en la parte que presenta, también la pistola -dijo Guzmán-. Estábamos revisando ahora las superficies exteriores, pero ya sabes que ahí es menos probable, y con la humedad de la noche, supongo que no podemos esperar mucho por ese lado.
– ¿Quién la encontró? -pregunté.
– Yo -dijo el cabo Valbuena-. Y éste -señaló a uno de los guardias-. Pasábamos por la carretera y lo vimos, el coche. Nos pareció raro. Nos acercamos y nos la encontramos, así como la están viendo ahora.
– ¿Qué hora era?
– Las tres de la mañana, pasadas.
– ¿No hay huellas de otros coches? ¿De zapatos?
Guzmán meneó la cabeza.
– Lo hemos repasado palmo a palmo. Nada de nada. El terreno es un poco duro, de todas formas.
– ¿Alguno la vio, ayer?
Intervino Nava.
– Pasó por el puesto, a saludar.
– ¿A qué hora?
– Sobre las siete y cuarto.
– ¿Y cuándo se fue?
– En seguida.
– Así que pongamos que desde las siete y media no sabemos qué hizo.
Nava meneó la cabeza.
– Desde las ocho -precisó-. Yo había quedado en el centro con unos conocidos y ella me acercó hasta la plaza. Ahí, a las ocho, bueno, minuto arriba o abajo, fue la última vez que la vi.
– ¿Qué te dijo que iba a hacer?
– Me dijo que iba a buscar a los amigos del chico. Que iba a intentar localizar a una rubia misteriosa de la que por lo visto os había hablado la hija del concejal. Pero supongo que tú sabrás mejor de qué va todo eso.
Noté en el tono de Nava una especie de recriminación. Su rostro demacrado lo subrayaba. Era lo único que me faltaba, después de la juez. Por fortuna, el teniente Guzmán andaba al quite y tenía otro talante.
– A mí me llamó por teléfono -reveló-. Y me contó eso mismo. Me dijo que te había propuesto buscar a esa chica. No sé cómo se acabó encontrando con… -tuvo que hacer un esfuerzo para seguir-. En fin, con quien le hizo esto. No parecía que fuera a enfrentarse a ningún peligro.
– Yo tampoco lo sé, mi teniente, te lo juro -dije, desolado.
– Vamos -me dijo, vigilando de reojo a la juez, que charlaba a unos cuantos metros con la secretaria judicial y la forense-. No te dejes comer la moral por esa niñata déspota. Tú no has tenido la culpa de esto, Vila.
– La niñata es la juez, y no deja de tener una parte de razón -lamenté-. Si ha pasado esto, y nos coge como nos coge, es porque hemos revuelto algo sin darnos cuenta. Y no voy a poder evitar sentirme culpable de eso. He tenido casi una semana para enterarme de lo que me traía entre manos.
Nava, aunque su semblante, entre la falta de sueño y todo lo demás, continuaba viéndose tenso, se sumó entonces al teniente, conciliador:
– No te tortures, compañero. Ha rodado mal, qué le vamos a hacer. Todos los que estamos aquí sabemos lo que nos jugamos. Ella lo sabía.
La miré, otra vez. Sí, era posible que lo supiera, y que lo hubiera aceptado. No era cobarde, no rehuía la pringue ni el sacrificio; me parecía que, a pesar de todas las singularidades de su carácter, creía en lo que hacía, y que iba a merecer de sobra la medalla que le concederían a título póstumo. Más que otros que las paseaban a manojos en vida, haciéndolas tintinear.
– ¿Tenéis una bolsita por ahí? -preguntó de pronto Chamorro.
– ¿Eh? -dijo Guzmán.
– Yo tengo, qué hay -se le unió Morcillo.
Mi compañera estaba inclinada sobre el asiento del copiloto, con la vista fija en un punto. Sin apartarla, le tendió la mano a Morcillo.
– Cabellos -reveló-. Al menos un par.
– Coño, si he mirado antes -dijo Morcillo.
– Están metidos en un pliegue. Dame las pinzas.
– No te hagas ilusiones -tercié-. He estado yendo en ese asiento durante varios días. Seguro que son míos.
– No sospecharé de ti -bromeó Chamorro, aunque fuera una broma tan desvaída como el momento exigía-. Tengo comprobada tu coartada.
– Menos mal -me congratulé, sin lograr sonreír.
Cuando los tuvo en la bolsita, Chamorro miró los cabellos a la luz.
– No se distingue bien si son de diferente color -apreció-. Pero son de diferente longitud. Uno podría ser de los tuyos, sí. Otros son más largos.
– Se me ocurre una estupidez -dijo Morcillo.
– ¿Cuál? -preguntó Guzmán.
– Tenemos los cabellos que aparecieron en el coche del concejal, en su día. Y entre ellos, os recuerdo, uno que no se consiguió identificar.
Debo reconocer que me había olvidado de aquel detalle.
– Joder, Morcillo -exclamé-. Pues ya sabes lo que hay que hacer. Dame una bolsita y un bolígrafo, por favor.
Me arranqué dos, o tres, o yo que sé cuántos cabellos. No fue difícil, porque ya no se sujetaban a mi cráneo con la contumacia de los veinte años. Los metí en la bolsita y la identifiqué con mi nombre. Luego se la tendí.
– Defiende esas muestras con tu vida -le pedí-, hasta que las mandemos al laboratorio. A lo mejor no sirve para nada, pero hay que probar.
En eso, se acercó la juez.
– Bueno, señores, y señoras -dijo, con cierta ironía-. Creo que ya no esperamos más, si no tienen inconveniente.
– No, señoría -me sometí-. Disculpe.
No quise estar en primera línea cuando levantaron el cadáver. Primero, Morcillo se hizo cargo de la pistola, que guardó en la bolsa correspondiente. Luego, los dos empleados de la empresa de ambulancias, bajo la supervisión de la forense, la sacaron del coche. No pude mirar cómo su cabeza y su cabellera caían hacia atrás. Pronto estuvo otra vez oculta, y entonces supe que nunca más se ofrecería nada de ella a mis ojos. Sentí el latido en falso, la debilidad en las piernas. Respiré hondo. A veces estar vivo también es eso, notar el golpe, sentirse fallar, apretar los dientes. Y soportarlo.
Se fue la ambulancia, se fue la forense, la secretaria judicial, la juez. Los idiotas de los guardias, salvo los que escoltaban a la ambulancia, nos quedamos todavía allí un rato, abatidos y recorriendo hasta el último milímetro de la escena del crimen. Es una tarea que a nadie le gusta, fastidiosa y en algunos casos exasperante, pero que alguien tiene que hacer, y que luego agradeces tanto haber cumplido como lamentas su omisión, cuando falta. Todo crimen tiene una filosofía y una mecánica. A veces la filosofía es imposible de desentrañar o de entender; hay crímenes muy intrincados, otros casuales y no pocos absurdos. La mecánica, sin embargo, está ahí indefectiblemente. Y tiene una lógica, porque las cosas concretas, a diferencia de las abstractas, siempre la tienen. Por eso es crucial tomar todas las precauciones para no dejarse ninguna pieza, ningún rastro que pueda ayudar a reconstruir esa lógica. Muchas veces, más de las que se piensa, de ahí viene la solución.
Aquella mañana, por ejemplo, nuestra obstinación acabó dando resultado. El que lo vio fue Azuara. Las ventajas de tener unos ojos sin maltratar por la edad. Sin apartarse del coche, para no perderlo, le pidió a Morcillo.
– ¿Me alcanzas el cianocrilato?
Cualquiera ha usado alguna vez el cianocrilato, aunque no lo sepa. Cualquiera que haya reparado en casa alguna pieza de porcelana con un pegamento ultrarrápido. Eso son tales pegamentos, cianocrilato. Y los vapores que despide la sustancia en cuestión, inmejorables para revelar huellas dactilares en superficies de las que es difícil levantarlas por otros medios.
– No me digas que… -dudó Morcillo.
– No estoy seguro, pero me ha parecido. No entera, pero…
Azuara aplicó el instrumento, una barra que calentaba el cianocrilato para favorecer su disipación, a la moldura de la puerta del conductor del Opel Corsa. Al cabo de unos segundos, una sonrisa asomó a su rostro.
– La tengo -anunció-. Algo más de media. Va a valer, creo.
– Apúntate una, Azuara -dijo Guzmán-. Y cuídate la vista, tío.
Dentro del desastre, parecía que la suerte nos sonreía. Por mi parte, después de la conmoción, notaba que mi cerebro empezaba a recobrar su funcionamiento normal. Organizaba ya los siguientes pasos, trataba de fijarse el mejor itinerario, y ardía en deseos de lanzarse a recorrerlo.
– Si te parece, mi teniente -le sugerí a Guzmán- creo que habría que comprobar esa huella a toda velocidad. No quiero ser tan optimista como para pensar que nos lo va a resolver, pero no lo descartemos.
– No, no lo descartemos. Azuara, cuando termines de recogerla, te vas a Tenerife cagando leches para cruzarla con la base de datos. Y llévate también los cabellos y encárgate de enviarlos al laboratorio en Madrid. Que te lo hagan tan deprisa como puedan. Si hace falta, les dices para qué es.
– Por otra parte -añadí-, me gustaría sentarme en algún momento contigo para tratar de ordenar lo que tenemos y decidir cómo seguimos.
Guzmán miró su reloj.
– Lo charlamos más adelante, si quieres. Yo tengo que estar ahora pendiente de otra cosa. Los padres de Ruth vienen de camino. Me gustaría recibirlos cuando aterricen en Tenerife. Y me temo que voy a tener que irme en el mismo barco que Azuara, si quiero llegar con tiempo suficiente.
– Ah, ya.
– Organiza tú el trabajo hoy. Morcillo se queda contigo. Hasta que haga falta. ¿Me oíste, Morcillo? Te encomiendo al sargento. Cuídalo.
– Lo haré, mi teniente -repuso Morcillo, con su flema habitual.
– Sugiero que estéis atentos a la autopsia -agregó Guzmán-. La forense me ha dicho antes que pensaba hacerla en seguida. Tiene no sé qué luego.
Me representé lo que sería la autopsia, y comprendí que deseaba estar tan lejos de ella como fuera posible. Pero tenía un deber que cumplir.
– Gracias por la información, mi teniente. Me temo que sí, que eso es lo primero. Ya pensaremos en otras cosas después.
En ese punto nos separamos, Azuara y Guzmán camino del puerto, Nava y Valbuena rumbo a la casa-cuartel, y Siso, Morcillo, Chamorro y yo, al depósito municipal, donde iba a practicarse la autopsia. Mientras nos llevaba hacia allí, Siso no pudo reprimir por más tiempo la emoción.
– Me cago en la puta, no hay derecho, mi sargento -sollozó.
– Tranquilo -le puse una mano en el hombro-. Tenemos que aguantar.
– Me acuerdo de todas las horas que he pasado con ella -dijo-. Siempre estaba de coña, no recuerdo haber ido nunca de patrulla con alguien más cachondo, ni más inteligente, ni que tuviera tantas cosas dentro.
– Sin conocerla mucho, sé que era así -dije.
– Y ahora ya no es nada.
– Bueno, no sabemos. Algo es, si tú la recuerdas.
– Que si me voy a acordar de ella. Era una tía de puta madre, mi sargento. Este mundo es una mierda, cuando ella está muerta y tantos hijos de puta se pasean por ahí y se hacen viejos sin que nadie los moleste.
– Qué le vamos a hacer, compañero.
– No hace falta que se lo diga. Si lo coge, al que lo haya hecho, no me deje estar cerca en ningún momento. Porque le muerdo los sesos. Y me importa tres cojones que me manden a la cárcel veinte años.
– Cálmate. Lo vamos a coger. Y no vas a hacer nada de eso. Los veinte años se los va a comer él, y le darán para lamentarlo.
– No sé cómo puede verlo así de frío, mi sargento. Yo…
– No lo veo así de frío, Siso. Me estoy conteniendo para no pegarle un cabezazo a la ventanilla. Pero perdería tiempo limpiándome luego la sangre. Así que mejor centrarse y ponernos a lo que nos tenemos que poner.
Morcillo y Chamorro, en el asiento trasero, guardaban silencio. A partir de ese momento, Siso y yo dimos en imitarlas. Ninguno de los cuatro despegó los labios hasta que llegamos ante la fachada del depósito.
Fue triste incluso eso, el lugar donde se lo hicieron. Ya sé que la idea de una sala de autopsias, y cualquier género de alegría, vienen a ser extremos incompatibles. Y también conocía unas pocas de las instalaciones de esas características que salpican la geografía nacional, algunas de una desnudez y precariedad bastante acongojante. Pero ninguna me había producido la siniestra desazón que apenas me acerqué al umbral me produjo aquélla. La forense, ya vestida para faenar, nos saludó y no dejó de invitarnos:
– Si quieren asistir, voy a empezar ya.
Morcillo y Chamorro me miraron. Notaron que dudaba.
– Yo, si no es imprescindible, espero aquí -dijo Morcillo.
Si tienes oportunidad, y esta vez se nos ofrecía, es mejor ver todo lo que puedas de primera mano. Así lo creía yo, al menos, y Chamorro sabía por reiterada experiencia práctica que tal era mi opinión. Me había visto saltarme muy pocas autopsias de las que había tenido ocasión de presenciar. Pero tuve que admitir que no estaba en condiciones. Era embarazoso reconocerlo delante de todos. No me quedaba, sin embargo, otra opción.
– Chamorro -le dije-. Creo que yo no puedo. Y ya sé que así es un poco feo que te lo pida. Pero, ¿me harías el favor de pasar tú?
No sé qué pensaron la forense y Morcillo. Probablemente, que no tenía estómago y que además mi conducta rebelaba una desconcertante indelicadeza hacia mi subordinada. Las dos eran mujeres prácticas, expeditivas y bregadas, al menos en aquellos menesteres, y debieron de interpretar que estaban viviendo un aleccionador episodio de debilidad masculina. Pero no era nada de lo que ellas pudieran pensar lo que a mí me importaba. Lo que me preocupaba era lo que pudiera estar imaginando Chamorro, que me conocía como ellas dos no podían hacerlo, que sabía positivamente hasta dónde llegaba o dejaba de llegar mi estómago, mi delicadeza y, puestos a agotarlo todo, también tenía pistas para delimitar el territorio de mi debilidad. Me observó, sabiéndose a su vez observada, y no puedo decir si adivinó o no lo que había debajo de mi flaqueza. Nunca me dijo nada que me permitiera inferirlo. Nunca me será posible dejar de sospechar que algo se olió.
– Está bien. Paso yo -dijo.
Tampoco debió de ser un plato de gusto para ella. Pero si pude pedírselo, fue porque sabía que era capaz de encajarlo. Que entraría allí, y mientras la forense maniobraba, no dejaría de atender a cuanto hubiera de anotar. Y sobre todo, que lo haría sin dejarse entorpecer por lo que aquella mujer que estaba tendida en la mesa había sido para ella mientras estaba viva.
Cuando todo acabó, la forense salió la primera.
– Ya le dirá su compañera y les pasaré el informe, pero poca cosa, aparte de lo obvio. Si me disculpan, ya llego tarde a otro sitio.
Chamorro vino un poco después, sin prisa, sacándose con gesto ausente los guantes. En sus ojos se notaba el cansancio, un resto de horror.
– Apenas unas magulladuras en los hombros -informó-. Como si alguien la hubiera sujetado por ahí un poco fuerte, nada de golpes. Y el balazo. Muy cerca, a cañón tocante. La bala, confirmado, del calibre de su pistola, aproximadamente. Dudo que sea otra que la que recogimos.
– ¿Nada más?
– Nada más. El resto, intacto. Tersa como si no estuviera muerta.
Aún hoy me sorprende aquella póstuma ternura de Chamorro hacia Ruth. Me pareció, de pronto, que la muerte las había hermanado. Eso bueno tiene, al menos. Que nos muestra lo fútiles que son nuestras diferencias.