Nos reunimos con Anglada en el puerto, un poco después del mediodía. Nos estaba esperando en la terraza de una cafetería, tomándose una caña y un plato de aceitunas a la sombra de un gran quitasol. Pedimos un par de cañas para nosotros a uno que pasaba con una bandeja en la mano. El camarero tomó nota del pedido con una desganada inclinación de cabeza.
– ¿Os recibió? -preguntó Anglada, apenas nos sentamos.
– Sí -dije-. Y tú, ¿hablaste con Stammler?
– Aja. Y no sólo con él. Pero cuéntame, ¿cómo lo conseguisteis?
– Con educación, con humildad. Por si te había parecido otra cosa, yo nunca aluciné con las pelis de Starsky y Hutch -aclaré, con intención.
Anglada captó la alusión y la ironía.
– El jefe es muy considerado con los sospechosos -explicó Chamorro-. Y en general puedo asegurarte que le funciona.
– Como todas las cosas útiles que sé, la aprendí de otros, de los viejos de la unidad. El cariño es el mejor camino para llegar al corazón, tanto de los ciudadanos decentes como de los malvados. Y de eso se trata.
– ¿Y qué os ha dicho? -preguntó Anglada, apremiante.
– Que él no lo hizo. Que no se le ocurre quién fue. Y que cree que a él simplemente lo utilizaron, porque era el sospechoso perfecto para despistar a los investigadores, dados los malos términos en que estaba con Iván.
Anglada asintió.
– Sí, ésa es la versión que ha sostenido desde el principio.
– No lo hace mal -juzgué.
– ¿Te ha convencido?
– A mí no me convence ni la Virgen de Fátima que se me aparezca, hasta que no haya comprobado lo que me diga por todos los medios a mi alcance. Pero tengo que admitir que ha defendido su historia con aplomo. Y con eso no digo nada más que lo que digo; he visto a muchos hombres contar la verdad tartamudeando y a más de un canalla mentir sin despeinarse.
– Es raro, lo del montaje para inculparle. Enrevesado -dijo Chamorro.
– ¿Y por qué lo iban a hacer, para vengarse? ¿De qué? -dudó Anglada.
– Pero no es imposible, y el móvil que él alega es bastante sólido -dije-. Apuntar la proa de la justicia hacia un sospechoso que tiene probabilidades de caer y que en todo caso distraerá la atención poderosamente.
– Eso sí -admitió Chamorro.
– En fin, tenemos su versión, ya le hemos visto la cara; y valoremos que se haya avenido a colaborar -recapitulé-. Por cierto. No pone pegas para que interroguemos a la hija, pero tenemos un problema. Está en La Palma.
– ¿Y eso? -se interesó Anglada.
– La ha alejado del epicentro. Se comprende. Está trabajando, en un hotel. Lo más importante: tendremos que trasladarnos allí. ¿Cómo se va?
Anglada se lo pensó durante unos instantes.
– Lo más barato, barco a Tenerife y barco desde allí. Pero el segundo barco es un coñazo y además no todos somos buenos marineros.
La burla fue moderada, considerando lo que podía haber sido. La encajé.
– Lo más rápido -siguió diciendo Anglada-, es tomar el avioncito a Tenerife desde aquí y luego otro avioncito desde Tenerife a La Palma. El mejor equilibrio velocidad-precio, barco a Tenerife y avioncito después.
– ¿Tenéis quien nos saque los billetes?
– Trabajamos con una agencia que tiene delegación aquí. Lo puedo montar de un día para otro. Y más rápido si hace falta.
– Bien, la llamo, veo cuándo podemos quedar y te digo.
– A tus órdenes.
Llegaron nuestras cañas. Chamorro me lo hizo notar, señalándose el reloj: quince minutos después de haberlas pedido.
– Bueno, ¿y tú qué? -examiné a Anglada.
Se echó hacia atrás. Con la espalda apoyada por completo, los codos en los brazos de la silla y los pies bien plantados en el suelo, dijo:
– Pues, no puedo quejarme, la verdad.
Le tiré un buen sorbo a la cerveza. Me habría gustado que estuviera más fría, pero vino bien. Hacía calor. Dejé que bajara hasta el estómago.
– A ver, escupe -la invité.
Anglada se tomó un segundo para ordenarse. Luego se lanzó, sin titubeos:
– No estaba cuando fui a buscarlo. No sé si ésa es su costumbre, pero hoy Udo Stammler pasó de madrugar. Pregunté por él y me dijeron que esperase un poco, que seguramente vendría. A las diez menos cuarto ya había unos cuantos alumnos por allí. Pero él no se presentó hasta las diez y diez. No le dejé tiempo de disculparse con los que le esperaban. Le puse la placa debajo de las narices y le dije que tenía que hablar con él. Trató de zafarse, que si tenía mucho trabajo, que si no podía ser un poco más tarde. Pero no le di cuartel, tampoco él ponía mucho convencimiento, y un par de minutos después estábamos a solas en el cuartucho que le sirve de oficina.
No sé si Anglada se complacía en mostrarme que ella no tenía tantos miramientos como yo con los sospechosos. Pero lo parecía. La dejé seguir.
– Es un chico majo. Treinta y cuatro o treinta y cinco, rabiando. Bien formado, atlético, uno noventa. Moreno, ojos verdes. Un muñeco. Margarethe se lo monta bien para buscarse ligues, por lo menos en cuestión de chapa y pintura. Lleva unos cuatro años en la isla y el español no lo habla muy allá. Pero creo que me entendió lo que le preguntaba y se hizo entender en las respuestas, dentro de sus limitaciones. Por resumirte e ir al grano…
– No temas darme exceso de detalles -la interrumpí.
– Como quieras. En cuanto a su testimonio -prosiguió-, le saqué una serie de informaciones que pueden resultar curiosas, pensando mal. No sólo que tuvo relaciones con Margarethe y que acabaron más bien regular, entre otros motivos por su hijo, a quien admite haber empleado durante un tiempo y haber despedido después. Todo eso ya lo sabíamos. Según me dijo, una de las razones por las que lo echó, aparte de su incompetencia y su falta de amor al trabajo, fue porque le desapareció dinero y tiene la íntima convicción de que el mangante fue el bueno de Iván, aunque no pudo reunir pruebas para acusarle o poner una denuncia. También piensa que el muchacho estaba bastante colgado, de hecho él mismo tuvo que mandarlo a casa más de una vez por acudir al trabajo en no muy buenas condiciones. Respecto de si cree que Iván pudiera traficar, además de consumir, cosa que le pregunté expresamente, me dijo que ni lo afirma ni lo niega, que él no tiene información para acusarle de eso, pero que no le extrañaría que lo hiciera, si se le ofrecía la ocasión. No parecía que nadie le hubiera enseñado a tener demasiados escrúpulos respecto de nada, añadió. De todos modos, lo más llamativo es que durante toda la entrevista, que duró una hora o así, el tipo se mostró bastante nervioso. Dudaba al contestar, se hacía un lío con las palabras.
– Puede que fuera sólo su dificultad con el idioma -sugirió Chamorro.
– Bueno, es posible. Para cerciorarme, le sometí a una pequeña prueba, al final. Le pregunté si conocía a Gómez Padilla. Tardó en contestarme, pero dijo que sí, por su cargo, que era difícil no saber quién era viviendo aquí. Desde cuándo, le apreté. Y aunque sobre este punto concreto dudó todavía más, acabó respondiendo que desde hacía varios años. Le pedí que precisara si desde antes de la muerte de Iván. Admitió que sí. Por último, le pregunté si sabía de la enemistad que había entre Iván y él. Volvió a dudar. Pero reconoció haberle oído algo a Iván, poco antes de que lo mataran. Algo sobre sus relaciones con la hija, riéndose del cabreo que tenía el padre.
Observé a Anglada. Parecía querer decir algo de forma indirecta. Pero prefiero que la gente, sobre todo aquella con la que trabajo, se exprese con derechura. No conviene perder el tiempo cuando se investiga.
– Interesante -dije-. Pero vayamos un poco más allá. Por lo que has visto, ¿dirías tú que Udo es un sospechoso verosímil?
Anglada meditó antes de formular su apreciación al respecto.
– Tiene la fuerza física suficiente como para arrastrar a Iván por el bosque, vivo o muerto, eso puedes apostarlo -dijo-. No le tenía especial aprecio. Y sabía que el concejal tampoco le quería mucho. Ensamblando todas esas piezas, y el canguelo con que semejante tiarrón contesta a las preguntas que le hace una débil mujer, alguna fantasía alcanzo a concebir, no lo niego.
Sonreí, sin dejar de enfrentar su mirada.
– Ya. La cuestión es si alcanzas a concebir que algún juez de instrucción podría acompañarte en tu fantasía.
– La de aquí es una juez -respondió, con retranca-. A lo mejor me acompañaba, por camaradería femenina. Si es que eso existe.
– Vale, Ruth -dije, percatándome según lo hacía de que era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila-. Hablo en serio.
Anglada adoptó una expresión circunspecta.
– El olfato no acaba de decirme que sí. Tampoco que no.
– Si puedo opinar -habló Chamorro-, me parece un poco difícil que sea el culpable. El asesino no habría reconocido que estaba al tanto de la enemistad entre Iván y el concejal, cuando podía negarlo sin arriesgarse, si es algo que supo por una conversación con el muerto. Y tampoco se habría explayado mucho sobre las razones por las que se llevaba mal con la víctima.
Anglada sopesó las palabras de Chamorro. Mirándola a ella, replicó:
– Eso depende de lo que calcule que podemos averiguar por nuestra cuenta. Si sabe o sospecha, como debe, que hemos hablado con la madre, le conviene no dejar de contarnos nada de lo que ella pueda habernos informado.
Como jefe del grupo, me correspondía naturalmente el papel de arbitro. Opté por la solución aristotélica, que es simple, acaso burda, pero que a lo largo de los siglos ha demostrado su eficacia para prevenir el error.
– Las dos tenéis razón en lo que decís -observé-. Stammler no deja de ser una posibilidad, pero no creo que deba ser por ahora la preferente. Lo guardamos en la nevera hasta que tengamos el resto del cuadro.
– Me parece bien -dijo Anglada.
No estaba sometiéndome a su veredicto, y creí que debía hacérselo ver.
– Como si te parece mal -dije, en el tono más distendido posible-. Mientras contrastamos ideas, todos somos iguales y ningún criterio vale más que otro. Ahora bien, a la hora de las decisiones, yo soy el sargento. Lamento tener que subrayarlo, pero es que luego es a mí a quien van a regañar.
– Desde luego -acató Anglada, sumisa.
– Celebro que estemos de acuerdo -anoté, sin darle mayor trascendencia-. ¿Y qué más te ha dado de sí la mañana?
Anglada abrió su bloc. Era un bloc de anillas, alargado. Su caligrafía era briosa y un tanto desordenada, no demasiado legible.
– He trabajado un poco la lista -dijo-. Tengo algunas direcciones que nos faltaban, y he charlado con un par de criaturitas, dos de esos de los que os dijo Margarethe. A ver. Ramón Velázquez Brea y Jorge Fernández Fernández. Dos chicos simpáticos, dos entrevistas francamente divertidas, si puedo confesar que me lo he pasado bien mientras cumplía con mi deber.
– No veo por qué no. ¿Y qué es lo que te ha divertido tanto?
– Bueno, supongo que Virgi también se lo sabe, lo habrá vivido alguna vez. Pero por mucho que se repita, no deja de hacerte gracia. Llegas al sitio, te sientas al lado del tronco, le entras y durante cinco o diez minutos charlas con él en plan de vacile, mientras al tipo se le caen los ojillos y así. En fin, ya sabes a lo que me refiero, a que se pone babosón y te habla sin dejar de mirarte a las tetas. Entonces abres el bolso, como si fueras a buscar la barra de labios para retocarte. Sacas la placa y le dices que eres guardia. Y casi oyes el ruido de los cataplines al rebotar en el suelo. Clin, clin, clin. A partir de ahí, el tío pierde toda la gracia, carraspea mucho y no se atreve a bajar la mirada de tu barbilla. Tampoco a subirla, lo que le hace poner unas caras bastante raras. Y culmina la metamorfosis. El satirillo travieso se convierte en un colegial aplicado que hace todas las tardes los deberes.
Miré de reojo a Chamorro. Observaba a Anglada, imperturbable.
– Ajá, veo que tienes estudiada la técnica -juzgué, sin énfasis.
– La verdad -dijo-, tampoco hay que estudiar tanto. Los pichones te lo ponen bastante fácil. Lo que no deja de sorprenderme es que resulte tan infalible. La fisiología masculina debe de ser un mecanismo implacable.
– No siempre, aunque tiende a funcionar, no voy a negártelo -concedí-. De todos modos, como de las miserias de mi sexo ya estoy suficientemente informado, y además de primera mano, lo que me interesaría saber es lo que te contaron esos dos hombres acerca del tema que nos ocupa.
Anglada disfrutó del instante. Le gustaba provocar. Por un lado, me resultaba incómoda. Por otro, y en la medida en que también albergo en mi interior un fondo frívolo, me distraía y eso me impedía llamarla al orden con más firmeza. De todos modos, me pareció que me las arreglaba para ponerla en su sitio y permanecer en el mío de forma razonable. A más no aspiraba. Tampoco me gusta ir de tirano, si no es imprescindible.
– Pues la verdad -dijo-, en cuanto a su testimonio, y dejando aparte las risas que me he podido echar gracias a ellos, me temo que va a decepcionarte. Los dos conocían a Iván, sí. Los dos, también, le tenían por drogata, lo que dicho sea de paso son ellos también, aunque ambos juran estar rehabilitados. No hay nada más increíble que un yonqui jurando que ya no se pone. En cuanto a las cuestiones que nos interesan, ninguno de los dos me ha dicho que Iván pasara género, que ellos supieran. Les he apretado, y te aseguro que por lo menos el tal Jorge estaba dispuesto a cantar cualquier cosa de la que tuviera conocimiento. Tampoco le consta a ninguno de los dos que Iván le hubiera dejado a nadie ninguna cuenta pendiente. Y atento: de lo que ninguno dice saber nada, ni de lejos, es de la posible implicación de algún pez gordo en la muerte del chico. Si me admites una teoría, esta gente tiene más imaginación que la tía de Harry Potter. Son muchos años de mentir, lo hacen como respirar. Les llega una madre doliente y le sueltan cualquier patraña, sin mayores reparos, porque ya casi ni se dan cuenta, cuando cuentan una trola. Ahora bien, largarle el camelo a la autoridad es diferente.
– Yo tengo otra teoría -dijo Chamorro.
Me volví con curiosidad a mi compañera.
– ¿Cuál?
Chamorro arrugó la frente, y pasó a exponer su razonamiento:
– Supongamos que es verdad, que hay alguien poderoso metido en esto. Un político, un empresario, qué más da. Supongamos que esta gente, este par de yonquis tirados, lo sabe, ya sea de forma más o menos fundada o porque circula el rumor en el ambiente donde se mueven. Dato que tienen: dos años y pico después, el crimen sigue impune. Composición de lugar que se hacen: o la policía, o los jueces, o Dios sabe quiénes, están en el ajo; los han comprado, los pueden manejar y sabrán lo que ellos sepan. Conclusión: vamos a cuidarnos mucho de decir ni pío si nos interroga alguna autoridad, sea la que sea, no vaya a ser que se entere el que está tapando todo y nos pongamos en el punto de mira de quien ya le ha cortado el cuello a uno. Lo más que nos puede ofrecer la justicia es el régimen de testigo protegido. Que no es el sueño de nadie, si tiene la opción de mantenerse al margen.
Me volví a Anglada, que escuchaba con tensa atención.
– ¿Qué dices tú?
Anglada relajó el gesto.
– Coño, que por algo Virgi sacó tan buen número en la academia y fue la número uno en el curso de cabo. Sólo puedo aplaudir.
Me froté los ojos, mientras pensaba. Había mucha luz, y como suele pasarme cuando viajo sin el coche, me había olvidado en Madrid las gafas de sol. También tenía hambre, de pronto. Miré el reloj: las dos y cinco.
– Bueno, creo que todo esto me lleva a una conclusión, Ruth -volví a decir, esta vez a conciencia, su nombre de pila-. Me temo que vas a tener que renunciar al pasatiempo de asustar a los parroquianos con la placa. Incluso estoy considerando si conviene que interrogues a alguno más, de momento. Se me ocurre que no podemos descartar que alguno te recuerde de cuando estabas destinada aquí, y creo que lo que dice Virginia tiene mucho sentido. Para hablar con cierta gente, va a ser mejor abordarlos de incógnito.
A Anglada no le gustó nada oír aquello.
– Ya, mi sargento -dijo, buscando con manifiesto esfuerzo las palabras-. Entiendo lo que quieres decir, eso vaya por delante. Pero no sé entonces qué puedo aportar a esta investigación. A lo mejor, se me ocurre, deberías hablar con el teniente para que te asigne a otra persona. No quiero ser un estorbo.
La miré, beneficiándome por una vez (aunque no me parece una actitud en absoluto encomiable) de esa fácil superioridad que te otorga sobre otro el poder decirle lo que ha de hacer y saber que tendrá que obedecerte.
– No te lo tomes así, mujer -le dije-. Eres una buena ayuda y veo que trabajas mucho y con decisión. Sólo se trata de saber en qué puedes ser más eficaz, y de no malgastarte en lo que quizá no convenga que hagas tú.
– Pues no veo qué me queda, mi sargento.
Las observé, a las dos. La verdad era que no tenía hábito. Nunca había trabajado con dos mujeres a mis órdenes. Dos mujeres listas y con carácter, además, y a las que, por razones más o menos dispares, me costaba mirar con indiferencia. Por un lado, formaban un equipo potente, pero por otro se mascaban los problemas que aquella conjunción podía plantearme. Por una vez, le pedí a mi negligente cerebro que trabajase rápido y, a ser posible, bien. Y respondió a mi petición. Cuando volví a tomar la palabra, rompiendo el silencio un tanto inhóspito que se había creado, lo hice con la seguridad y la claridad de ideas que cabe exigirle a un líder, aunque se tratase de uno tan subalterno y coyuntural como el que yo era allí.
– Vamos a ver -dije-. En primer lugar, y dada la hora, busquemos un lugar donde nos puedan dar de comer. En segundo lugar, organicemos el trabajo de la tarde. Vamos a volver a dividirnos, pero esta vez lo haremos de otro modo. Anglada: tú y yo vamos a conversar con esos confidentes, los que decía ayer el sargento primero. Con ellos no hacen falta mayores precauciones. Y a ti, Chamorro, te toca machacarte la lista de Margarethe, sin sacar la placa a menos que alguno amenace tu integridad física o tu honra.
– Vaya por Dios, qué suerte tengo -dijo Chamorro.
– Prefiero que lo hagas tú -me justifiqué-. Seguro que averiguas más que yo. Aunque sólo sea porque la mayoría de los nombres corresponde a varones y por lo que decía antes Anglada de la fisiología masculina.
– Tendré que inventarme un cuento -advirtió mi compañera-. Ni tengo acento de aquí ni me va a dar tiempo a caracterizarme como drogadicta.
– Lo dejo a tu criterio.
– Ya sabes cuál es el más socorrido -sugirió.
– Me parece bien.
– ¿Y de qué periódico soy?
– El que más rabia te dé. Aunque quizá sea mejor una revista morbosa.
– Vale, ya sé cuál dices. Aunque espero que apuntes en la lista de méritos las insinuaciones que voy a tener que sufrir por tu culpa.
– Por el servicio, Chamorro, por el servicio.
Luego le pedí a Anglada que le entregara a Chamorro las direcciones que había conseguido, aparte de las que nos había dado Margarethe. Ruth obedeció sin rechistar. Aunque no podía saber lo que estaba pasando por su mente, me pareció que había zanjado la crisis con cierta solvencia. Con su actitud habitual, desenvuelta y siempre un punto sardónica, nos condujo en el Opel Corsa hasta una casa de comidas situada en las afueras. De todos modos, el trayecto hasta allí no nos llevó más allá de un cuarto de hora.
– Esto está lo bastante retirado -dijo, cuando llegamos-. Me he permitido suponer, mi sargento, que es mejor que no vean mucho a Virginia conmigo por la calle. Para no arruinarle el disfraz de periodista, me refiero.
– Estamos de acuerdo -asentí-. Al menos por ahora.
La comida nos salió barata y nos permitió saborear productos locales, siguiendo el consejo de Anglada, a quien el dueño del local conocía y trataba con gran deferencia. No llevó la atención, sin embargo, hasta el extremo de darse más prisa en servirnos de lo que allí era costumbre, por lo que el almuerzo nos ocupó casi dos horas, un poco más de lo que nos convenía con la intensa tarde de trabajo que teníamos por delante. Sobre todo Chamorro. En el camino de vuelta, antes de quedarse sola para enfrentar la tarea que le había encomendado, le asaltó una duda que quiso consultarme:
– ¿Quieres que vea también a los dos con los que habló Ruth esta mañana?
Con la pesadez de la comida en el estómago, tardé un poco en resolver.
– Sí -le dije-. Pero a ser posible déjalos para el final. Y cuida especialmente con ellos el cuento. Aunque sospecharán, eso es inevitable.
– Los dejaré para mañana, entonces. Bastante tengo con el resto hoy.
– En todo caso, estamos en contacto con el teléfono -dije-. Nos vas llamando y así sabemos cómo vas y por dónde andas.
Dejamos a Chamorro cerca del domicilio de uno de los testigos potenciales, con la misión de presentarse ante él y persuadirlo de que era una periodista de la que se podía fiar, porque por nada del mundo revelaría su fuente. Anglada condujo después hacia la parte alta. Durante el trayecto, trató de recuperar un poco del terreno que acaso, sospeché, creía perdido.
– Siento haber sido tan torpe, esta mañana -se disculpó.
– No es para tanto -le quité importancia.
– No sé, no se me ocurrió. Y debería haberlo pensado, antes de que lo dijera Virginia. Bien mirado, era de cajón.
– Nada es nunca de cajón, en este oficio. Nunca se sabe. Lo que unas veces sirve, otras no. Es difícil saber siempre cómo acertar. No te tortures.
– Hay una cosa que me avergüenza un poco.
Contuve el aliento. Suelo resbaladizo.
– ¿El qué?
– Temo haberte dado la sensación de que estoy hambrienta de protagonismo. Y para ser sincera, temo haberte dado otra impresión aún peor.
– Cuál.
– Que soy demasiado susceptible.
Creo que cualquiera comprenderá que recelase un poco. Que dudara de la autenticidad de aquella contrición, y que me diera el barrunto de que podía ser una nueva y sutil técnica para traspasar mis defensas, ya que el método que había usado hasta entonces, el de tratar de imponer su personalidad, parecía haberle fallado. Confieso que me halagaba un poco, notar que aquella mujer se preocupaba tanto por lo que yo pudiera pensar de ella; y que no ser capaz de distinguir si su voluntad de caerme bien tenía o no algún propósito extraprofesional, lejos de inquietarme, constituía una atractiva tentación. Pero supe reaccionar, al menos en aquel lance, como el caballero castellano de una pieza que por obvias razones genéticas nunca podré ser.
– Pierde cuidado, Anglada. Lo que pienso es que quieres hacer tu trabajo lo mejor posible. Como intentamos hacerlo todos. Olvídate de eso.
Mentiría si dijera, por lo demás, que me lo pasé bien aquella tarde. Nunca he acertado a sentir mucha simpatía por los soplones. En la mayoría de los casos, no son mejores que aquellos a los que delatan, con la vileza añadida de buscar en el juego a dos barajas lo que saben que no podrían conseguir jugando a una sola. Que sean útiles, y a menudo indispensables para la labor policial, y que sea posible, con el tiempo y el roce, llegar incluso a cogerles una cierta y humana querencia, no implica que a uno le apetezca frecuentar su trato. Roma no paga a traidores, y al buen maestro le repugna tanto el alumno acusica como al buen jefe le asquea el empleado pelota. Si se tolera su existencia es sólo por razón de sus servicios. Además, los correveidiles son iguales en todas partes. Aquéllos hablaban con el característico deje insular, y tenía un algo insólito que le dieran jabón, con la solicitud y falta de amor propio propias de su gremio, a una mujer como Anglada, que los trataba sin contemplaciones; pero ahí acababan sus peculiaridades.
De todos ellos recuerdo en especial a un tal Machaquito, un tipejo parcialmente desdentado cuyas respuestas, en buena medida, hubo de traducirme Anglada, del castellano pastoso en que el individuo daba en expresarse. Vino a ajustarse a lo que nos dijeron los demás, pero tal vez fuera, asombrosamente, el que parecía tener mejores antenas y por tanto una información más precisa, directa y detallada. Machaquito, en resumidas cuentas, avaló la teoría que había asumido la anterior investigación respecto de la calidad en que actuaba Iván en el mercado de estupefacientes de la isla.
– Cliente, y de los primos, na más -sentenció-. Cuando tenía tela, la quemaba rápido y con lo que fuera. Te compraba caca de vaca a precio de teta de novicia. Pastillitas y farlopa. Les digo lo que yo mismo le he pasado.
– Vale, Machaquito, pero no presumas, que me chivo a mis colegas de antidroga de que andas fardando por ahí y se te acaba el chollo.
La advertencia de Anglada le produjo un acceso de terror. O el muy truhán había aprendido a fingirlo con absoluta maestría.
– Que no, doña Ru, que yo se lo digo a usía na más, en la confianza. No me vaya a creer que voy por ahí hablando lo que no debo. Que yo soy el primer interesado en guardar la ropa, ya lo sabe usía, doña Ru.
Me hizo gracia el usía. Machaquito tenía edad para haber hecho la mili, y le daba a Anglada el mismo tratamiento que allí le habían enseñado que correspondía a los coroneles. Respeto exagerado, o guasa tal vez.
Respecto de si sabía algo de posibles deudas por droga de Iván, o de quién pudiera estar detrás de su muerte, Machaquito se inhibió:
– Aquí no es la SIA, doña Ru. Yo sé lo que sé. Que a mí no me debía. Y del que le dio jierro, pues sé lo que todos. Que empuraron al concejal y luego lo dejaron libre. Siempre hay quien se inventa historias, que si esto o que si lo otro. Pero así como de creérselo, de quien me dé que puede saber algo y no disparar al tuntún, yo no he oído na. Se lo juro, doña Ru.
Con las variantes que se derivaban de la idiosincrasia de cada uno, eso fue lo que nos dijeron los tres confidentes a los que visitamos. En resumen, una tarde desperdiciada, aunque nunca es del todo estéril el trabajo de hablar con la gente. Cada rostro que conoces, y cada voz que escuchas, suma algo al cuadro y te ayuda a perfilarlo mejor. Pero no negaré que cuando sonaba el móvil y era Chamorro, lo que ocurrió tres o cuatro veces a lo largo de la tarde, le preguntaba ansioso si por su lado había sacado algo.
– Poca cosa -me respondió la primera vez.
– Sí, pero prefiero contártelo en directo -me dijo la última-; si te parece, cuando termine con otro que vive por aquí al lado.
Quedamos con ella en un rincón discreto de la plaza. Anglada y yo la estuvimos esperando, dentro del coche, desde las diez hasta las once menos veinte. En ese rato, por intentar crear un poco de confianza, y por sacar conversación, le pedí por primera vez a Ruth que me hablase de ella. Allí, a la mortecina luz de una farola distante, que apenas menguaba la oscuridad reinante en el interior del coche, Anglada me contó por encima su vida. Era hija de un brigada del Cuerpo. Hasta ahí, nada anormal; una buena parte de las guardias tienen esa extracción. Pero en ese momento recordé, con cierta extrañeza, cómo Anglada había ironizado a propósito de Siso, cuando me había contado la persecución del coche rojo, haciendo hincapié en que era hijo de guardia, circunstancia que ahora me descubría que compartía con él. Ruth había vivido en cinco o seis sitios, como suele suceder a los hijos del Cuerpo, hasta que al final su padre se las había arreglado para ir destinado a Valencia, de donde era originario. Allí había estado desde los trece años hasta los veintidós, que había sido cuando había ingresado en la academia.
– En un arrebato -dijo-. Nunca se me había pasado por la cabeza seguir la tradición familiar. Tampoco tenía muy claro lo que me gustaba. Bueno, sí: lo cierto es que quería hacer arte dramático, pero vi que con eso no iba a ganarme la vida, y no podía vivir eternamente a costa de mis padres. Ni a mí me apetecía, ni sobraba el dinero en casa. Empecé a estudiar trabajo social, luego lo dejé y me pasé a informática. No conseguía durar más de un curso, siempre me cansaba y cambiaba a otra cosa. Cuando decidí presentarme a la academia estaba haciendo segundo de fisioterapia. Con varias asignaturas colgadas de primero, tampoco te imagines que me iba viento en popa. Me había metido a hacer eso porque me habían dicho que tenía salida segura, que era fácil encontrar trabajo. Pero no me gustaba nada, la verdad.
– ¿Y por qué te dio entonces por hacerte guardia?
– Por un impulso, ya te digo. Mataron a un compañero de mi padre, en un atentado. Habían coincidido en un puesto en Zamora, cuando yo tenía cinco años. Me acordaba mucho de él. Siempre me daba chicles y jugaba conmigo cuando no estaba de servicio. En invierno dejaba que le tirara bolas de nieve y ni siquiera las esquivaba. Creo que era el mejor hombre al que he conocido en mi vida. Y lo volaron con el coche. De pura rabia lo decidí, lo de presentarme, con la idea de pedir voluntaria ir a la lucha antiterrorista. A mi padre le di el disgusto del siglo. Pero me presenté, y entré. Y ya ves, me hice guardia. Cuando mi padre me vio de uniforme, lloró a moco tendido. Aunque no quería que estuviera aquí, le pudo la emoción.
– Es lógico -dije-. ¿Y luego?
– Pues ya ves. No pedí ir a la lucha antiterrorista. Entre mi padre y sus compañeros acabaron convenciéndome.
– Te aconsejaron bien.
– No sé si salí ganando mucho, al principio. Pasé el primer año en un puesto de la provincia de Pontevedra. Bastante movido, con los chicos de las planeadoras y las malas pulgas que se gastan. Luego vine aquí, y me gustó. Decidí quedarme, por lo menos durante una temporada, y vivir lo mejor posible. Luego me ofrecieron ir a policía judicial, en Tenerife, y no me lo pensé. Guzmán es un buen jefe, y el trabajo, mucho más entretenido.
– Así que estás contenta.
– Bueno, este curro tiene sus momentos jodidos, tú ya sabes, pero si lo considero en conjunto, creo que me aburriría más ser fisioterapeuta.
– No te conozco mucho, pero me da que sí.
– ¿Y tú, mi sargento?
– Yo qué.
– ¿Estás contento de haberte metido aquí?
En ese momento, vi acercarse a alguien, desde el otro lado de la plaza. Pronto la reconocí. Era Chamorro. Su llegada, no voy a ocultarlo, me pareció providencial. No me apetecía mucho, a la sazón, bucear en las profundidades de mi alma para buscar una respuesta a la pregunta de Ruth.
– Mira, ahí viene Virginia -dije.
Chamorro nos hizo entonces señas con la mano. Luego la cerró y dejó el pulgar extendido. La agitó así tres o cuatro veces. Cuando estuvo más cerca y pude distinguir su rostro, vi que sonreía de oreja a oreja.