Capítulo 17 EL REY DEL MAMBO

La muerte, en sí misma, no existe. Por eso es un desperdicio estúpido temerla. Lo atroz de la muerte, lo que debería infundirnos miedo, son los recovecos de la vida a los que impone su estigma. Lo verdaderamente temible es aquello que la muerte no se lleva; los vestigios que quedan ahí para recordarnos, hasta el fin de nuestra memoria (todo el tiempo que ante nosotros se extiende), que aquel que murió estuvo con nosotros y ya no está.

La situación más terrible que viví con ocasión de la muerte de Ruth vino desprovista de toda solemnidad y de cualquier truculencia. Más espantoso que ver su pecho taladrado por la bala, más desgarrador que imaginarla agredida por los bisturíes y las sierras de la forense, fue el instante en que junto a su padre, el brigada Anglada, y su madre, que estaba y a la vez no estaba allí, entré en la habitación que ella había ocupado en el parador y descubrí todo aquello: su ropa en las perchas, su neceser en el baño, sus zapatillas en el suelo, su camiseta naranja sobre la cama que habíamos compartido. Mil veces más desolador que cualquier otra imagen que hubiera registrado mi retina en las horas precedentes, fue ver luego a aquella mujer recoger en silencio las cosas, mientras el padre lloraba y se limpiaba las lágrimas, también en silencio. Pero lo que hizo que me doliera el alma hasta resultarme intolerable fue oír al brigada decirme, apenas unos minutos después:

– Sólo tenía esta hija, sargento. No siempre la entendí, pero no era mala. Sé que no hace falta que te lo pida, pero te lo pido. Encuéntralo.

Ni una sola palabra de reproche brotó de sus labios. Ni una mirada que no fuera la limpia mirada de un animal herido salió de sus ojos pertinaces. Y cuando nos separamos y me dio la mano, en sus dedos había la fuerza y el calor de quien quiere sentirse contigo y que te sientas con él.

Hubo naturalmente un funeral oficial, con todos los requisitos. El ataúd con la bandera, el subdelegado del gobierno, jefes, periodistas, un sacerdote prometiendo la resurrección y la vida a los creyentes y tratando de animar a los que se quedaban, o mejor dicho, nos quedábamos sin Ruth. Asistí, y cargué el féretro a la entrada y a la salida del templo, aunque no tenía uniforme y desentonaba con Guzmán, Azuara, Nava y los demás compañeros que allí estaban tratando de contener el llanto que una y otra vez se les venía a los ojos. Luego la subimos a un coche que la llevaría al aeropuerto, donde embarcaría junto a los padres en un avión rumbo a Valencia. Del acto fúnebre no hay mucho más que contar. Los periodistas se marcharon, los jefes también, y el cura fue a quitarse sus adornos y a continuar con la rutina diaria. El subdelegado del gobierno, en su honor debo decirlo, no quiso irse sin saludar al personal de infantería. Se acercó a donde estábamos los que habíamos cargado el cajón en el coche y nos dio la mano a todos. A Guzmán y a mí nos llevó luego a un aparte. Con aire confidencial, nos comunicó:

– Ya he hablado con la juez, ya me he echado todas las culpas y creo que he conseguido darle gusto. Sólo necesitaba que alguien se humillara ante ella, y bueno, asumo que va en mi sueldo. Creo que he conseguido convencerla de que confíe en nosotros y no nos complique la vida. Tendremos que mimarla un poco, pero descuiden, esa cruz ya la arrastraré yo.

Aquello iba más allá de sus obligaciones, y me dio la sensación de que se lo echaba a la espalda como una especie de compensación por habernos expuesto con su iniciativa a las iras de su señoría. También venía a decirnos, de forma más o menos sutil, que le suministráramos puntualmente la información que le permitiera mantener apaciguada a la autoridad judicial. El teniente Guzmán, que era lo bastante largo como para captar la indirecta, se apresuró a hacerle un breve resumen de las últimas novedades:

– Hemos comprobado la huella dactilar. No es de Ruth, pero por desgracia tampoco hemos conseguido cuadrarla con la de nadie que esté fichado.

– Bueno, eso ya es un dato, ¿no?

– Sólo hasta cierto punto -dije.

– Hemos enviado los cabellos al laboratorio -añadió Guzmán-, para compararlos con los que se encontraron del coche del concejal. Tendremos algo antes de veinticuatro horas, o eso nos han prometido.

– Bien -asintió el subdelegado del gobierno.

– Aparte de eso, está la autopsia, con el resultado que ya le comenté, y la verdad es que ayer no pudimos avanzar mucho más. Pero Vila se va ahora mismo a La Gomera con el equipo para meterse en faena.

– ¿Cuál es la idea que tienen?

– La idea es que con algo de lo que hicimos removimos el nido de avispas -expliqué-. Vamos a volver sobre nuestros pasos, y vamos a atacar donde nos parece más probable que podamos sacar alguna luz. Ahora la situación ha cambiado un poco. Han matado a una guardia. Los que decían no saber nada hace tres días van a tener que esmerarse mucho para hacernos creer que no circula ningún rumor por ahí. Por ahí empezaremos.

– Me parece sensato.

– Hay algo que en mi opinión habría que poner en marcha -dije-. Lo tendría que ordenar la juez, y me temo que le pueda parecer que es un poco prematuro. Pero sinceramente creo que no tenemos más remedio y que habría que convencerla para que se la jugara.

– Dígame, sargento, y yo me encargo.

– Una orden de búsqueda y captura para Florencio Torres y Consolación Requero. Los dos presuntos contactos y proveedores de droga de Iván López que se esfumaron antes de que pudiéramos hablar con ellos.

– No se preocupe. Se la consigo. ¿Algo más?

– No de momento.

– Cuando necesite algo, llámeme. Apúntese mi teléfono móvil.

Empezó a dictar el número, deprisa. Lo grabé en mi aparato.

– A cualquier hora del día o de la noche -ofreció-. Suerte. Y gracias.

Me llevé a La Gomera conmigo a Chamorro, Morcillo y Azuara. Para poder trasladarnos con el coche, embarcamos en el ferry. La travesía era mucho más lenta que con el hidroala, y también bastante menos movida. Aproveché para hacer una puesta en común y organizar el plan de acción.

– Utilicemos la lógica desde el principio -propuse-. A ver si podemos ir centrados y no desviarnos. Primera premisa: mientras no nos digan otra cosa, asumamos que la muerte de Ruth tiene que ver con la investigación en la que participaba y por tanto con la muerte de Iván. ¿Estamos de acuerdo?

– Es más que verosímil -opinó Morcillo.

– Bien. Segunda premisa: el hecho de que la mataran tiene que ver con algo que descubrimos o que estábamos a punto de descubrir o que ella descubrió. Os hemos contado lo que hicimos. A ver, qué puede ser.

– El contacto de Iván con el tráfico de drogas -apuntó Azuara.

– Sus tratos con los desaparecidos, el Moranco y la Cheli -dijo Morcillo.

– Por coincidencia en el tiempo, la rubia de la moto -sugirió Chamorro.

– Podríamos sumar dos posibilidades más, de entrada: las malas relaciones del chico con Stammler, y los detalles de su enemistad con el sospechoso de partida, el concejal Gómez Padilla. Pero estoy de acuerdo en aparcarlas. Stammler admitió su antipatía hacia Ivan, y el concejal está ahí como estaba desde el principio. No hemos encontrado nada nuevo sobre él.

Noté que Morcillo rumiaba algún reparo. Pero se lo guardó.

– Y ahora quisiera pediros un ejercicio un poco más difícil. Creo que si perdemos diez minutos en él, lo vamos a agradecer.

Los tres me miraron con curiosidad.

– Es para nota -advertí-. ¿Quién iba en el coche rojo, y qué pasó exactamente aquella noche de noviembre? Venga, dadle a la imaginación.

Dudaron, los tres.

– Sin miedo. Vamos, empiezo yo. Para poner el peor ejemplo, intento desarrollar la hipótesis de la que ahora dudamos: en el coche viajaban Gómez Padilla e Iván. Alternativa A: el concejal le había convencido para que fuera con él, no sé cómo, ni adónde. Por el camino, paró y aprovechando un descuido lo degolló. Luego se deshizo del cadáver y simuló el robo del coche porque la Guardia Civil lo había visto, lo había perseguido y tal vez le había tomado la matrícula. Alternativa B: el concejal iba con otra persona, e Iván ya muerto en el maletero. El resto, igual. Alternativa C: Iván iba en el asiento del copiloto, muerto pero sujeto para que pareciera vivo a quien lo viera. Por eso las gorras de visera, para ocultar el rostro.

Me contemplaron con un gesto extraño. Como si dudaran de mi cordura.

– Calma -los tranquilicé-. Simplemente era un ejercicio. Antes de invitaros a decirlas vosotros, prefiero decir yo las chorradas. Critiquemos ahora mi hipótesis. Lo hago yo. La alternativa A tiene unos cuantos puntos flacos. ¿Podemos creer que Iván fue de buen grado con el concejal hasta ese recóndito rincón del bosque? Recordemos que en el cadáver no había señales de violencia, aparte del tajo de cuchillo. Por otra parte, si le degolló en el asiento, no hay bastante sangre. Y si le degolló fuera, no debería haber ninguna. Pero en fin, quizá sucedió así, no es del todo inconcebible.

– No -opinó Morcillo-. Ésa fue siempre nuestra mejor hipótesis.

– La alternativa B es difícil -proseguí-. ¿Con quién pudo compincharse el concejal para hacer eso? ¿Cómo es que no había sangre en el maletero?

– Pero imposible tampoco es -dijo Azuara.

– La alternativa C es rarísima -rematé-. Buf, llevar al muerto al lado, arriesgándote a que te pillen. Para qué. Pero podría explicar ese detalle tan peculiar de las viseras, y por qué la sangre estaba en el asiento del copiloto y no era mucha. Porque a Iván lo habrían sentado en él ya desangrado.

– Dentro de lo extraño que es, eso encaja -dijo Chamorro.

– Pues a ver, ahora vosotros.

– Se me ocurre, así a bote pronto, la que nos contó el concejal -intervino mi compañera-. Que el coche lo robó alguien que sabía que era suyo, y que sabía también de sus roces con Iván, y lo usó para incriminarlo. Puede que ya hubiera matado al chico, o puede que tuviera pensado cargárselo y lo convenciera para que fuera con él al parque, donde lo hizo… En cuanto a las manchas de sangre en el asiento, se explicarían siempre. Podría ser que sentara a Iván muerto allí, como antes dijiste. O no. Al asesino le convenía no dejar de manchar el asiento con la sangre del muerto, porque justo eso era lo que iba a implicar a Gómez Padilla en el crimen.

– Bien visto -dije-. Y tu propuesta suscita varias reflexiones. Si Iván iba vivo en el coche, debía de tener confianza con el asesino. Si iba muerto, al menos el asesino le conocía. Por otra parte, cabe que el fin principal fuera eliminar a Iván o, por qué no, que estemos bregando con gente lo bastante desalmada como para matarle sólo para hundir al concejal.

– ¿Usted cree, mi sargento? -dudó Morcillo.

– Francamente, no. Pero no descartemos nada aún. En todo caso, y siempre en esta hipótesis, al que lo organizó no le importaba, y a lo mejor le apetecía, hundirle la vida al pobre Gómez Padilla. Más opciones.

Los vi estrujarse las meninges. Fue Morcillo la que se adelantó:

– Ésta es muy dudosa, pero la he pensado alguna vez, cuando buscaba explicaciones que pudieran respaldar las protestas de inocencia del concejal. Lo que se me ocurría es que el propio Iván, por fastidiar al hombre que le había insultado y amenazado, le hubiera robado el coche con ayuda de algún amigo o conocido suyo. Que se hubieran ido a correr con él al parque. Que allí hubieran discutido y el otro le hubiera matado. Y que el amigo, que conocía al concejal, hubiera sido el que hizo la llamada anónima al puesto, inventándose que un hombre de la edad de Gómez Padilla estaba forzando la cerradura después de bajarse del coche. Para que dudáramos del concejal cuando denunciara el robo y tuviéramos que pensar que intentaba colárnosla.

– Fino, el amigo -juzgó Chamorro.

– Y retorcido -dijo Azuara.

– Y rápido -concluí.

– Ya veo que no os gusta -constató Morcillo.

– No -dije-. No está mal. No puedo decirte que sea insostenible.

Mi equipo quedó pensativo.

– Y de todo esto qué sacamos -consultó Chamorro.

– Seguimos sin tener ni idea de quién pudo ser -admití-. Pero creo que entre todo lo que acabamos de decir, combinado no sé muy bien cómo, podemos pensar que tenemos el cómo sucedió. Y eso es algo.

La Gomera se aproximaba despacio por proa. El viento soplaba con fuerza y era agradable sentirlo en el rostro, fresco y vivificante.

– Tengamos todo esto en mente -les pedí-. Y ahora, teniendo también presente lo que dijimos al principio, vamos a fijarnos objetivos. Vosotros dos, buscáis a los amigos de Iván y tratáis por todos los medios de localizar a esa rubia. Chamorro y yo vamos a intentar averiguar qué ha sido de los dos fugitivos. Tengo especiales ganas de volver a ver a cierto sujeto.

No me costó mucho encontrar a Machaquito. Estaba donde siempre, en la actitud contemplativa usual, y me dio la sensación de que, en cierto modo, esperando. Apenas nos vio llegar, se levantó y dijo, compungido:

– No sabe cuánto lo… Mi más sentido pésame.

Dejaría que me ahorcaran, antes que decirle a nadie que haya perdido a alguien «mi más sentido pésame». Pero reconocí que Machaquito, recurriendo a esa palabrería acartonada, aparte de ceñirse a su papel, posiblemente obraba con inteligencia. Parapetado tras ella podía ocultar sus verdaderas emociones, y no era improbable que eso le conviniese.

– Gracias -repuse-. Quisiera charlar un momento con usted. Aquí no.

– Donde usía diga, mi sargento.

Hice como que no había oído aquella zalamería, para no pensar que se estaba riendo de mí y no sentir el deseo de saltarle los pocos dientes que le quedaban. Lo condujimos hasta un jardincillo próximo y nos sentamos en un poyete que cerraba por un lado el alcorque de uno de los árboles.

– A ver, qué cojones ha sido esto -le disparé, sin preámbulos.

– Mi sargento, le tengo que decir a usía por delante…

– Como vuelvas a llamarme usía, te parto un brazo. Y si intentas marearme con gilipolleces, te parto los dos. Perdona que sea un poco brusco, pero hoy no estoy de humor para perder el tiempo. ¿Me entiendes?

Machaquito me midió con terror, real o fingido.

– Lo entiendo, mi sargento, pero…

– No eres militar, tampoco me llames mi sargento. Pero qué.

– Usté perdone, pero es que… No acabo de cogerle la pregunta.

Miré al cielo. El tipo tenía cuajo. No podía dejar que me hiciera perder los estribos tan fácilmente. Opté por darle un poco de cuartel.

– El otro día me pareció usted más perspicaz -dije-. Por eso me permitía dar las preguntas por sobreentendidas. Pero si hoy, por la razón que sea, anda usted más torpe, me tomaré la molestia de hacérselas de forma más directa y clara. ¿Tiene usted alguna idea de quién le ha metido un tiro a nuestra compañera? ¿Qué ha oído usted por ahí acerca del incidente?

– Le juro por la vida de mis hijos…

– ¿De qué equipo eres, Machaquito? -le interrumpí.

– ¿Cómo?

– Que de qué equipo eres. De fútbol.

Me observó desconcertado.

– ¿Yo?

– Sí, tú.

– Pues, del Madrid.

– Si vas a jurarme algo, júramelo por el Madrid. Deja a tus hijos en paz, que bastante mala suerte tienen.

– Por el Madrid o por lo que usté quiera se lo juro, yo no sé na de na de quién… Y por la gloria de mi madre que si algo supiera… Vamos, que yo a doña Ru le tenía más que respeto, no sabe usté cuánto…

– Vale. Dime que tampoco has oído nada por ahí y me acabas de convencer de que tengo que agarrarte del pescuezo y entregarte a los de antidroga para que se ocupen de ti como les parezca más conveniente, ahora que sabemos que como confidente ya no vales ni para tomar por culo.

No es que me sintiera orgulloso de mí mismo al comportarme así. Ni es el estilo que considero correcto ni es el mío. Pero tenía la enojosa certidumbre de que aquel individuo me estaba toreando. Y eso no lo podía permitir.

– Joder, sargento -gimoteó-, oír, lo que se dice oír, claro que algo se oye. Pero la gente está acojoná. Es que esto es muy fuerte. Quien le pega un tiro a un guardia no es cualquier cosa. Eso es lo que dice todo el mundo, y lo que le digo yo, pero quién se atreve a escarbar más. Si el que sea se ha cargado a doña Ru, a las primeras de cambio, imagínese lo que dura un pichón como yo, que se le ponga en el camino. Ni un telediario.

Crucé una mirada con Chamorro. Estaba claro que si queríamos sacar algo de aquel hombre íbamos a tener que ponerlo entre la espada y la pared. Me habría gustado pedirle antes su opinión sobre la mejor forma de arrinconarlo, porque la suponía más fría de lo que yo estaba. Pero había que resolverlo según venía y no me anduve con más ceremonias:

– Está bien, Machaquito. Te creo, porque Ruth me dijo que confiara en ti. Eso que le debes, así que no lo olvides si todavía rezas y lo haces alguna vez por ella. Y comprendo que a cualquiera le dé un poco de susto meter la nariz en esta historia, que tiene una pinta tan fea, así que entiendo que te lo dé a ti, faltaría más. Tu desgracia es que no puedes escaquearte como los otros. Porque los otros, si se escaquean, no tienen nada que perder. Pero tú sí que lo tienes. Verás. Por ahora no voy a hacer nada contra ti. Pero vamos a encontrarnos otra vez aquí mismo, esta tarde, a las siete. Tienes, más o menos… Cinco horas y media. Si entonces no me cuentas algo más de lo que me has contado ahora, hago lo que te dije antes. No te lo tomes a mal, es que me importa mucho más descubrir al asesino de mi compañera que tu posible colaboración en el futuro. Espero que te hagas cargo.

– No es justo, sargento, con lo que yo… -protestó.

– Nuestra relación no es sentimental, sino de negocios -le atajé-. Y los negocios son así, Machaquito, tú lo sabes. Cuando tu mercancía vale, te la pagan; cuando no, te dejan de pagar. Y a veces hay cabrones que no te pagan aunque tu mercancía valga. Si te consuela, piensa que yo soy uno.

– Me pone a los pies de los caballos…

– Te pongo donde tengo que ponerte. Y me fumo un puro.

Machaquito me miró entonces con rencor.

– No se crea que yo no conozco a nadie y que tengo que aguantarme así como así cualquier atropello -galleó.

– Vives en un país libre. Usa tus contactos o plántate aquí esta tarde a las siete con lo que te he pedido. Tú decidirás lo que es mejor para ti. Yo ya te he dicho lo que voy a hacer. Y no creas que cambio de opinión por las amenazas de un chivatillo cagado. Vamos, ahora lárgate de aquí.

Tuvo que aguantarse y circuló, aunque visiblemente enfurecido. Mientras lo veía alejarse, Chamorro comentó:

– Acabas de perder un amigo, si lo era.

– No se me oculta -dije.

– Y alguien se puede cabrear contigo, por quemarle a un confidente.

– Que se cabree, y le preguntaré al que sea si le parece poco motivo intentar atrapar al asesino de una compañera.

– A lo mejor es verdad que no sabe nada.

– A lo mejor, pero de lo que estoy seguro es de que si quiere, algo puede saber. Ese soplagaitas no se va a reír de mí.

– Le obligas a arriesgarse.

– Ya le protegeremos, si hay que protegerle.

– Lo que está claro es que no te va a ayudar de muy buena gana.

– Ya le ofrecí antes la oportunidad de hacerlo así, por las buenas, y la desaprovechó. Tenía que darle látigo. Y de algo va a servir. Ya verás.

– ¿Apostamos si va a estar aquí a las siete o no? -propuso.

– ¿Tú que dices?

– No quiero desanimarte. Pero apuesto que no.

– Yo que sí, no me queda otra. Son casi las dos. El que pierda paga la comida de hoy. Vamos a buscar un sitio y entramos sin mirar el precio.

– Vale -aceptó, y al verla sonreír reparé en que era la primera vez que lo hacía, en día y medio. Me pareció bien. Hay que intentar vivir, siempre.

Después de comer, fuimos a la caza de otros dos personajes cuyo testimonio cobraba un nuevo valor: Rufino Heredia y Juan Sandoval, los dos camellos cuyo nombre nos había facilitado Margarethe y a los que Chamorro, camuflada como periodista, había sonsacado acerca de las actividades ilícitas de su hijo Iván. Nos pasamos un buen rato buscándolos, en vano. Casi desesperábamos ya de encontrarlos cuando nos tropezamos, en mitad de la calle principal, con el que más nos interesaba de los dos. Se quedó mirando primero a Chamorro, luego a mí, y no supo cómo reaccionar.

– Hola, Johnny -le abordó Chamorro.

– Hola -repuso el camello, inseguro.

– Mira, te presento a mi compañero, Rubén.

Le tendí la mano, imperturbable. Varios segundos después, unos dedos titubeantes se dejaban apretar por los míos.

– Oye, nos apetecería hablar un momento contigo -dijo Chamorro, con una amabilidad encantadora-. ¿Puedes atendernos?

Johnny estaba hecho un lío. No sabía si mirar a aquella chavala que seguía pareciéndole apetecible, o al tipo antipático con el que de pronto aparecía; le daba mala espina, no podía ser de otro modo, y acabó diciendo:

– Yo, es que tengo prisa, me espera un colega y…

– Señor Sandoval -le hablé, imprimiendo a mi voz el tono más oficial y a mi gesto el aire más circunspecto-. Le ruego que nos conceda el tiempo que le pedimos. Sólo van a ser unos pocos minutos. Si quiere le acompañamos a donde está su amigo para que no se ponga nervioso esperándole.

Juan Sandoval, alias Johnny, quedó literalmente paralizado.

– ¿Quiénes son ustedes?

Ya que lo preguntaba, consideré que tenía que identificarme. Saqué mi placa, al tiempo que le sujetaba por el brazo.

– Guardia Civil -dije-. Pero no tema. No tenemos nada contra usted.

– Guardias. Joder, si seré gilip…

– Cálmese -le dijo Chamorro-. Sólo queremos saber un par de cosas más, aparte de lo que me contó el otro día.

– Pero, me cago en… Oiga, yo…

– Sólo una charlita por las buenas y luego se reúne con su amigo -insistí-. Si no, tendremos que hacerlo de otra manera. Ande, ahórrenoslo.

– Está bien -se rindió-. Pero vamos a apartarnos de aquí.

Departimos con él en el parque, cerca de la torre del siglo XV, donde a aquella hora no había ni un alma. Primero le convencimos de que no nos interesaban sus actividades, o lo intentamos, tratando de hacerle ver que con el cadáver caliente de una compañera lo último que nos ocupaba la atención era el trapicheo de hierba a que él se dedicaba. No le tranquilizó, claro, porque era consciente de la gravedad del asunto en el que sin querer se veía complicado, pero pareció, al menos, liberarle del temor a ser detenido. Y eso era lo que me interesaba, porque a diferencia de lo que me ocurría con Machaquito, prefería que aquel hombre no viera en mí una amenaza.

– Voy a intentar ser práctico y preciso, señor Sandoval.

Noté que mi manera de hablarle le descolocaba. Era una de las razones por las que me gustaba expresarme así con la gente como él.

– El otro día le dio a mi compañera un par de nombres -proseguí-. Hemos buscado a esas personas; no se preocupe, guardando total discreción acerca de la fuente que nos puso sobre su pista. Pero no hemos sido capaces de dar con ellas. ¿Tiene usted alguna idea de por dónde andan?

– Hará… Una semana que no he visto a ninguno de los dos. No lo sé.

– Me está siendo usted sincero, ¿no?

– Que no lo sé. De verdad. Y esto me está empezando a acojonar, si quiere que le diga. No debería soltar ni una palabra más, porque me parece que me lo voy a poner todavía más chungo de lo que ya lo tengo.

– ¿A qué se refiere?

– Mire, yo no sé si me vieron hablando con ella el otro día, o a quién le habrán ido con el cuento luego ustedes. Pero como sea, se ha enterado quien no debía y me han dado un aviso. Ahora lo pillo. Lo pillo que te cagas.

– ¿Qué aviso?

– Que no hablara con desconocidos. Me lo pasó un colega, así como el que no quiere la cosa. Que el ambiente estaba revuelto y me fuera con ojo.

– ¿Eso le dijo?

– Eso mismo.

– ¿Y cómo se llama ese colega?

– Mire, yo a un colega no lo vendo. Eso sí que no. Antes de eso, ya me pueden ir poniendo los cepos.

– Tranquilo. No queremos causarle ninguna molestia de ese tipo.

– Además, mi colega no es importante. Me diría lo que le dijeron.

– Lo que le dijo quién. ¿El Moranco?

– No sé si él. Puede, pero no hace falta. El Moranco no está solo. Él solo no movería tanto como mueve.

– ¿Mueve mucho, el Moranco?

– Que si mueve. Como que le lleva la tienda al rey del mambo.

– ¿Y quién es el rey del mambo?

Johnny sudaba tinta.

– Hostia, sargento, yo no le he dicho nada. Ni mucho menos lo que le voy a decir ahora. Además, esto no lo sé. Es lo que he oído.

– Tranquilo.

– No le voy a dar el nombre de nadie. Sólo le voy a dar el de un hotel. Todo tiene un dueño. Si son listos, con eso les sobra.

– Di.

Lo dijo en voz tan baja que casi no pudimos oírlo.

– Y no han hablado conmigo. Que me cae la ruina.

– No te preocupes. Esta conversación no ha existido.

– Por sus niños, si los tiene.

– Te lo prometo.

– Y ahora me abro, que ya me la he jugado bastante.

Se levantó y echó a andar.

– Juan -le detuve.

– ¿Qué? Deprisa, por favor.

– Si en algún momento teme, pida ayuda. Pregunte por mí. Vila.

– Ya tendré que estar muy jodido.

– Bueno. Tenga cuidado, de todas formas.

– Gracias por el consejo. No dé el cante usted, eso es lo principal.

Se esfumó a toda velocidad. En ese momento vi en el reloj que se nos había echado la hora encima. Eran las siete menos cinco, y teníamos el tiempo justo para no faltar a la cita que habíamos concertado por la mañana. Llegamos a las siete un poco pasadas, y aguardamos hasta las siete y veinte. A esa hora, me di por vencido. Chamorro había ganado la apuesta.

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