Capítulo 9 EL SACO DE LASTRE

Aquella noche, después de nuestro paseo por el parque, nos fuimos temprano a la cama. Al menos me fui yo, y recomendé a mis dos compañeras que siguieran mi ejemplo; luego cada una haría en su habitación lo que le apeteciera. No siempre puede uno dormir lo que debe, y para trabajar con la cabeza, que considero, pese a todo, que es mi mejor herramienta de trabajo, no hay mayor higiene que regalarse de vez en cuando un sueño como Dios manda, de ocho horas. Durante algunos minutos, después de meterme en la cama, se agolparon en mi cerebro las impresiones del día. Pero poco después me pudo el cansancio y caí a un pozo negro. Allí estuve, ebrio de quietud y placer, hasta que se desencadenó la melodía del teléfono móvil.

Llegué el primero, debidamente aseado y afeitado, al comedor. Me preparé sin prisa un desayuno abundante y me senté a esperar a mis compañeras mientras daba cuenta de él y de un café mejorable, pero digno.

La siguiente en bajar fue Anglada. Recién duchada, su cabello negro y rizado, aún húmedo, la volvía poderosamente sensual. La mirada, por completo despierta, le sumaba contundencia. Y sus movimientos, de esa elegancia felina tan proverbial, pero que de vez en cuando se da, qué se le va a hacer, terminaban de redondearla como la ayudante más inadecuada para mantener la concentración en lo que se suponía que debía ocuparme. Es posible, claro, que el problema estuviera en mí. Como ya decía Jung, que se jactaba de conocer a fondo el alma humana, y por la importancia que le dieron, algo debía de saber, quién puede hoy tener la seguridad de que no es un neurótico. Hay que convivir tranquilamente con esa posibilidad, y desear que la neurosis que a uno le toca sea benigna y hasta cierto punto gozosa. Mientras supiera comportarme de forma cauta, aquélla no era de las peores.

– Buenos días -dijo Anglada, sonriente-. ¿Qué tal?

– Aquí, poniéndome morado -repuse-. No suelo tener ocasión de probar un buffet de desayunos tan bueno como éste.

– Tampoco será para tanto.

– Creo que sólo he estado otra vez en un hotel de cuatro estrellas. Una vez que me invitó un compañero rico de la facultad. Pero te estoy hablando de mi juventud, o sea, allá por 1914. Ya ni me acuerdo.

– ¿Qué buscas que te diga, que no eres tan mayor, mi sargento?

No sé si puedo describir apropiadamente el tono con que dijo aquello. A cada paso me lo dejaba advertir: era una predadora peligrosa. Y yo, en vez de evitar la amenaza, me ponía a tiro. Supongo que para un espectador neutral yo habría venido a ser como uno de esos cervatillos que en los documentales sobre naturaleza trucados (o sea, casi todos) esperan, con una patita atada, a que venga el ave rapaz para clavarle las garras en el lomo y liquidarlo ante las cámaras. Traté de retroceder a un lugar seguro:

– No hace falta que me digas nada. Ya sé yo lo mayor que soy. Me lo dice cada mañana el crujido de mi espinazo cuando me pongo en pie.

– A lo mejor no es la edad, sino que has levantado algo que no debías.

¿Lo decía con doble sentido? Temí que sí.

– A lo mejor -lo dejé correr.

– Voy a cogerme algo.

Volvió a los dos minutos, con un montón de fruta y un trozo de queso blanco. Los restos pringosos de mis huevos revueltos con bacon y salchichas me observaron desde el plato, ominosamente reprobadores.

– Así que fuiste a la facultad -dijo, mientras atacaba una pera.

– Sí, en otra vida.

– ¿Y qué hiciste?

– El indio. Psicología.

– ¿Y por qué el indio?

– Nadie conoce a nadie. Ni mucho menos puede resolverle la papeleta cuando la vida se tuerce. Nadie va a darte la poción mágica que acabe con tus problemas. O te salvas solo, o solo te hundes. Porque nadie, por mucho que te sermonee, está nunca a tu lado para mirarle la cara al dragón.

– Guau, qué duro.

– Bueno, llevándolo un poco al límite, así es. O eso creo.

– Y luego te hiciste guardia. Vaya cambio, ¿no?

– Psé. No soy el único. Conozco a más desertores de la psicología metidos a picoletos. Incluso a algunos que la estudiaron después de entrar.

– Bueno, quizá ayuda, conocer los trastornos mentales, para enfrentarse a la delincuencia. Hay quien cree que todo criminal es un perturbado.

– Yo creo otra cosa.

– ¿Cuál?

La miré. Dudé si responder lo que mi mente me dictaba. Lo hice.

– Lo que yo creo es que todos somos unos perturbados. Así que eso, en el fondo, tampoco marca ninguna diferencia. Importa más aprender a conocer los mecanismos que suele seguir el delito. Y los rastros que deja.

Anglada me observó, reflexiva. Ya sabía yo que no estaba pensando en la parte del delito y sus rastros. Por eso no me sorprendió cuando dijo:

– Según eso, tú también eres un perturbado.

– No sabes hasta qué punto.

– Y yo.

– No sé hasta qué punto.

Cuando Chamorro llegó nos encontró así, sosteniéndonos mutuamente la mirada con una sonrisa cómplice. Carraspeó un poco antes de decir:

– Buenos días, ¿qué es lo divertido?

Respondió Anglada, rápida:

– Nuestro sargento me estaba contando su experiencia como psicólogo.

– No le hagas caso -recomendó Chamorro, mientras depositaba sobre el mantel la llave de su habitación-. Si es verdad que terminó esa carrera, que yo a veces lo dudo, me temo que le perjudicó más que otra cosa.

– Vaya, gracias -dije.

– Lárgale alguna de esas frases que me largas a mí de Jung, o de Freud, o mejor de ese pirado francés, ese tal Jack no sé cuanto…

– Jacques Lacan -anoté.

– Uf, ése es dinamita pura. Venga, dile algo, y que ella juzgue.

– Lo siento, pero no soy una pulga amaestrada -repliqué-. Y te hago notar que nunca te he dicho que esté de acuerdo con ellos.

– Cuando algo se te queda en la memoria, por algo es -insinuó.

– Pues mira, eso que acabas de decir podría firmarlo Freud.

– Todo se pega -se exculpó Chamorro, yéndose por su desayuno.

También se cogió fruta, y un yogur natural. Me fastidiaba, en cierto modo, que las dos fueran tan saludables. Y encima mujeres, y jóvenes. Para terminar de proclamar mi inferioridad, y revolearme un poco en ella, como aún tenía algo de hambre, fui a procurarme unos chorizos fritos.

Acercamos primero a Anglada al puerto, para que pudiera hablar con Udo Stammler, el ex novio de Margarethe von Amsberg. Chamorro y yo necesitábamos el coche para llegar hasta la casa de Juan Luis Gómez Padilla. El ex concejal, después de su absolución, se había mudado a una localidad turística al otro extremo de la isla. Podía entenderse, que quisiera poner tierra de por medio. Antes de bajarse del coche, Anglada calculó:

– Acabaré con Stammler, si le pillo, mucho antes de que vosotros estéis de vuelta. ¿Quieres que vaya avanzando algo por otro lado?

– Sí -dije-. Averigua dónde podemos encontrar a todos los de la lista. Y si te surge la oportunidad de ir tanteando a alguno, lo dejo a tu criterio.

– Muy bien. Suerte.

Anglada cogió su bolso de cuero, resistente y castigado por el uso, y salió a cumplir disciplinadamente con la misión que le había encomendado. Su contrariedad de la víspera parecía haberse esfumado durante la noche.

Para llegar a donde ahora vivía Gómez Padilla, hubimos de recorrer, en parte, la ruta que nos había llevado a la casa de la madre de Iván. Luego seguimos camino hacia el extremo más occidental de la isla. Chamorro, que iba leyendo en el asiento del copiloto la guía cuyo mapa nos servía para orientarnos, me ilustró acerca de las características del lugar.

– Viene a ser el segundo centro turístico de la isla. Importante colonia alemana. Tiene puerto, y según dice aquí, cuenta con uno de los lugares pioneros del nudismo en territorio español. La Playa del Inglés.

– Bueno, si nos queda un rato libre y te apetece… -bromeé.

Chamorro me observó con un gesto suspicaz.

– No, gracias. Ya sabes que soy demasiado tradicional para disfrutar quitándome la ropa en público. Aunque te parezca rancia y remilgada.

Procuré sacar la pata con delicadeza:

– No me lo pareces. Sabes que tampoco yo acertaría a estar muy suelto.

Hay cosas sobre las que es mejor hablar de menos que de más. Seguimos un buen rato en silencio, y luego reanudé la conversación sobre cuestiones triviales relacionadas con el trabajo. Uno de los asuntos que surgió fue el del padre de Iván. Tuve una idea. Le dije a Chamorro que llamara a la unidad y que le pidiera a quien le cogiera el teléfono que nos hiciera una gestión ante el consulado español en Caracas. Si el padre de Iván había emigrado a Venezuela, no era seguro, pero tampoco improbable, que se hubiera registrado allí. Chamorro le dio a la guardia Salgado, que fue quien descolgó el teléfono en Madrid, el nombre y los dos apellidos que le adjudicaba al padre de Iván la ficha de identidad del difunto. Pude oír a Salgado prometerle que haría la averiguación en seguida. Una vez resuelto esto, nos enfrascamos en la búsqueda de la dirección que nos habían dado, lo que tuvo su complicación. Con ayuda de las indicaciones de un par de paisanos, llegamos hasta allí. No era una casa pequeña, pero resultaba poco llamativa. Gómez Padilla, cerrada su etapa de personaje público, prefería no hacerse notar mucho.

Pulsamos el timbre que había junto a la cancela exterior. Durante medio minuto, no pasó nada. Iba a insistir cuando la puerta principal se abrió, al fin. Habría unos diez metros, desde la valla. Una mujer surgió en el umbral.

– ¿Qué desean? -preguntó, con fuerte acento isleño.

– Queremos hablar con el señor Gómez Padilla -dije-. ¿Está?

– ¿Quiénes son ustedes?

– Guardia Civil -respondí, sabiendo lo que eso significaba.

A la mujer se le demudó el semblante.

– Un momento -dijo, y cerró la puerta.

– Empezamos bien -opinó Chamorro.

Transcurrió otro medio minuto. Cuando volvió a abrirse la puerta, apareció ante nosotros un hombre alto, al que conocía. Por fotografías, sólo, pero me bastó para identificarlo. Gómez Padilla nos observó, inmóvil, durante unos segundos. Luego, sin prisa, como quien acomete a su pesar, pero resignado, un deber molesto, echó a andar hacia nosotros.

Cuando estuvo a cosa de un metro de la valla, se detuvo. Tenía el gesto crispado. Su mirada, sin embargo, parecía más fatigada que furiosa.

– No les conozco -dijo al fin. En su habla había sólo un leve deje insular.

– No -le confirmé-. Soy el sargento Vila, y ésta es mi compañera, Virginia. Venimos de Madrid. Trabajamos en la unidad central.

– ¿Y qué quieren, ahora?

– Hablar con usted.

Gómez Padilla me miró con detenimiento. Pocas veces lo sientes, cuando actúas en el papel de policía, pero con él lo sentí: el concejal estaba tratando de ver, por encima de lo demás, qué clase de hombre tenía enfrente.

– ¿Y si le digo que espere hasta que venga mi abogada?

– Está en su derecho -reconocí-. Ni siquiera tiene que abrirme esta puerta. No traigo orden de ningún juez, ni tengo ninguna otra posibilidad legal de traspasarla, ahora mismo. Le pido que nos haga el favor de atendernos.

– ¿Por qué cree que va a apetecerme hacerle un favor, sargento?

La pregunta era agresiva, pero su gesto no. Desde hacía dos años, inferí, Gómez Padilla había desarrollado la capacidad de enfrentar la vida de una manera distinta; más estoica, y también menos impaciente.

– No creo que le apetezca mucho -respondí, con precaución-, pero pienso que acaso le convenga. Venimos con el objetivo de detener al que mató al chico. Puede que seamos quienes van a probar su inocencia.

– Mi inocencia quedó probada en juicio.

– No probaron su culpabilidad -le corregí-. Es diferente.

– A mí me vale.

– Lo otro le valdrá más.

Gómez Padilla sonrió desganadamente.

– ¿Eso cree, sargento?

– Sí. Y si usted no tuvo nada que ver, y está en mi mano dejarle limpio y echarle el guante al que le tendió la trampa, me alegrará hacerlo. Tanto si usted se aviene ahora a ayudarme, como si no. Pero hablar conmigo le dará a usted una ventaja: poder contarle su versión de los hechos a alguien que viene a examinarlos desde fuera y sin prejuicios de ninguna clase.

– Yo no tengo versión de los hechos. No estaba allí.

– Puede decirme cosas que me interesan, seguro.

Gómez Padilla volvió a observarnos, primero a mí, luego a Chamorro. Se detuvo unos instantes en ella. Sin dejar de mirarla, preguntó:

– Si me niego, ¿va a volver con una orden judicial?

Me miró otra vez, dentro de los ojos. Era una prueba, quizá.

– No -respondí-. Por ahora no.

El ex concejal alzó la vista y la dirigió hacia el horizonte.

– Está bien. Voy a abrirles.

Caminó sin prisa hacia la casa, entró en ella y unos segundos después sonó el zumbido del resorte que destrababa la cancela. La empujé y dejé pasar primero a Chamorro. Gómez Padilla esperaba ya en el umbral.

Nos invitó a cruzar, a través de la casa, hasta el jardín trasero. Nos ofreció asiento en unas sillas de jardín, bajo un toldo estampado a franjas verdes y blancas. No nos ofreció nada más. Se sentó en una butaca, ostensiblemente más cómoda que nuestras sillas, y nos miró con expresión melancólica.

– Usted dirá, sargento.

En ocasiones, aquélla era una, no celebro especialmente tener que hacer lo que tengo que hacer. Me pasa cuando me resulta evidente que me encargo de algo de lo que nadie querría encargarse. En esa tesitura, contra lo que pudiera parecer, me siento más impelido a cumplir con mi misión. Es una especie de orgullo. Soy yo el que está ahí. El que tiene que hacerlo. El que lo va a hacer, y va a conseguir, por añadidura, que sirva para algo.

– Señor Gómez Padilla -empecé a decir, con decisión.

– No me llame así, por favor. Me recuerda cuando me nombraban para las votaciones en los plenos. Juan vale. Y ahorrará saliva.

Una fina ironía asomaba de pronto a sus facciones tristes.

– Está bien. Juan. Ante todo, no quisiera hacerle perder el tiempo más de lo indispensable, ni tampoco molestarle más de lo que me temo que es inevitable que le moleste el asunto que nos trae a verle esta mañana.

– Es usted muy amable, sargento -bromeó-. Siento que no le encargaran esto a usted desde el principio. Veo que me habría enviado a la cárcel mucho más educadamente que sus compañeros. Siempre resulta un alivio.

Tenía derecho a ser sarcástico. Ya fuera inocente o no, lo había pagado a buen precio: un año largo en el trullo. Seguí, sin dejarme alterar:

– En fin, no le importará, sólo con esa intención, que no me pierda en muchos rodeos y que entre en materia directamente.

– Al contrario. Se lo agradeceré mucho.

Busqué yo ahora sus ojos. No me costó encontrarlos.

– ¿Por qué cree que intentaron colgarle un asesinato que no cometió? -le pregunté, deteniéndome en «colgarle».

– No tengo ni la más remota idea -dijo, sereno-. Pero supongo que el que lo hizo prefería que otro fuera a la cárcel por él, y le parecí una buena cabeza de turco. Y hasta cierto punto, estará usted conmigo en que acertó.

– ¿Tampoco se le ocurre quién pudo organizar el montaje para imputarle?

Gómez Padilla se encogió de hombros.

– Pues la verdad, no será porque no he pensado sobre ello. Minuto a minuto, durante cuatrocientos dieciséis días. Y un poco menos intensamente, en el último año, pero sigo preguntándomelo. En balde.

– ¿No tenía usted enemigos?

Gómez Padilla soltó una risa seca.

– Claro, sargento. Llevaba once años en política. Tenía enemigos a espuertas. Dentro y fuera de mi partido. Y como es lógico, y por la cuenta que me traía, los tenía fichados y tenía también mis cálculos sobre el peligro que cada uno podía representar para mí. Algunos eran pájaros de cuenta. He denegado licencias para clubes de putas y otros negocios jugosos, a individuos que no eran precisamente angelitos. No digo que alguno no se hubiera atrevido a montar algo contra mí. Qué sé yo, tratar de drogarme una noche y ponerme en los brazos una chica para sacarnos unas fotos. A eso se atreve cualquiera, dentro de lo que cabe. Pero estamos hablando de otra cosa. De degollar a un chaval, robar un coche, mancharlo con la sangre del muerto y hacer luego una llamada telefónica para que se lo carguen a otro.

– ¿Puedo pedirle el nombre de las personas a las que denegó esas licencias que me dice? -pregunté.

– Buf. Si le doy la lista completa, no acabamos en toda la mañana. Puede investigar a todos los promotores inmobiliarios y a todos los propietarios de clubes de alterne de la isla. Cualquiera tiene algo contra mí. Pero no se me ocurre uno solo con las agallas para organizar un asesinato.

– ¿Tampoco alguno que le pudiera odiar más que otros?

– No, sargento. Y créame que para mí tendría tanto interés como para usted poder darle algún nombre. Pero me parece una imprudencia dárselo a voleo. No estoy tan lleno de rencor como para hacerlo, todavía.

Reflexioné durante un instante sobre lo que acababa de decir. Fue el propio Gómez Padilla el que me arrancó de mis pensamientos:

– ¿De veras cree que ése es el camino?

– ¿Cuál? -dije, descolocado.

– Si cree que el importante aquí soy yo. Que quienquiera que lo hiciera lo que pretendía era hundirme a mí.

– Ni lo creo ni dejo de creerlo -dije-. Es pronto para que descarte nada.

– No se equivoque -me aconsejó-. Yo no soy nadie, en este asunto. Mataron al chico, por lo que fuera, y luego yo les vine bien para taparlo. Nada más. Tuve la mala suerte de que pasaba por allí, eso es todo.

– Tampoco eso parece muy normal, ¿no? -dijo Chamorro.

– No, pero yo me puse a tiro. O me pusieron. El resultado práctico es el mismo. Era bastante notoria mi aversión hacia el muerto. La había demostrado ante testigos. Lo supieron de alguna manera, tampoco es difícil enterarse de esa clase de cosas en un lugar pequeño, y lo planearon todo. El asesinato y el montaje para convertirme en el chivo expiatorio. Fueron inteligentes, eso no puedo negarlo. Porque como chivo expiatorio, a la vista está, yo era poco menos que insuperable. Hicieron una jugada maestra.

– ¿Por qué era usted insuperable? -pregunté.

– Hombre, piense un poco. Un político en ejercicio, con responsabilidades de gobierno. Un padre ultrajado por la ligereza de su hija. Carnaza para los periódicos durante meses, lo que ya les garantizaba, de entrada, la máxima distracción. Y poner en la picota a un sospechoso con la presunción de inocencia más disminuida creo que habría sido imposible.

– Sin embargo, tenía coartada. Y eso le salvó, al final.

El ex concejal me miró, reticente.

– ¿Me salvó, de verdad? -dudó-. ¿Y quién me dice que no le han enviado a usted para tratar de romper esa coartada, buscar la forma de incriminarme otra vez y poner en marcha la revisión de la sentencia?

– Yo se lo digo -respondí-. Hemos venido a resolver el crimen, si podemos, nada más. Y usted tiene mucha ventaja respecto de cualquier otro sospechoso. Una sentencia que declara que no es culpable.

– En todo caso -retomó el hilo de su razonamiento-, a quien diseñara la maniobra le salió redonda. Durante año y medio se me persiguió a mí. Y ahora, cuando parece que desentierran el asunto enviándolos a ustedes, ya han pasado más de dos años. Lo tiene usted crudo, para pillarle.

– En eso debo darle la razón -admití-. Pero el final de esta historia no está escrito, todavía. Hay asesinatos que se han resuelto al cabo de más de dos años. No puedo decirle que seamos los mejores policías del mundo, pero cabezotas sí que somos. No nos rendiremos así como así.

Si Gómez Padilla era el asesino, mis palabras representaban una amenaza para él. Las acogió con una mueca de incredulidad.

– Siguiendo con lo que antes nos estaba diciendo -proseguí-, ¿se le ocurre por qué podía alguien querer matar a Iván López?

Esta vez, Gómez Padilla rió abiertamente.

– Como saben de sobra, se me ocurre por qué habría querido matarlo yo, si entrara en mis esquemas quitarle la vida a otro ser humano. Pero -recobró aquí la seriedad-, no le conocía lo suficiente como para poder imaginar por qué otro quiso rebanarle el pescuezo. Todo lo que sé es lo que mi abogada aportó en el juicio. No era el hijo que cualquiera desea tener. En cuanto a la chusma concreta con la que tenía tratos, era ajena a mi círculo.

– Hay una cuestión un poco embarazosa por la que no tenemos más remedio que preguntarle -intervino valiente y oportunamente Chamorro.

– Dispare, señorita. Hace dos años que perdí la vergüenza que pudiera quedarme. La vida ya no me permite mantener ese lujo.

– ¿Cómo de intensa fue la relación entre el muerto y su hija?

Gómez Padilla meditó su respuesta.

– Me temo que todo lo intensa que puede ser una relación entre un hombre y una mujer, llamémosles así al uno y a la otra. Larga, no demasiado, dice ella. Pero tengan en cuenta que todo sucedía a mis espaldas, salvo cuando tuve la dudosa fortuna de sorprenderles, que fue un par de veces.

– Nunca habló usted con él -deduje.

– Nunca de otro modo que a gritos.

– ¿Le plantó él cara alguna vez?

– La última. Cuando tuve la poco ingeniosa ocurrencia de jurarle que si volvía a verle con mi hija le iba a arrancar el hígado.

– ¿Qué opinión tiene usted del difunto, dejando aparte las razones por las que tuvieron esos enfrentamientos?

– No puedo dejarlas aparte, sargento. Creo que era un pichabrava y me temo que un poco oligofrénico. Sin acritud. Que en paz descanse.

Con eso quedaba claro que si en algo faltaba Gómez Padilla a la verdad, no era por hipocresía, ni mucho menos por diplomacia.

– Espero que entienda lo que voy a pedirle ahora, Juan -dije.

– Vaya, intuyo que no va a gustarme su petición -coligió.

– Querríamos hablar con su hija. Podemos hacerlo sin su consentimiento, pero por una vía que preferiría no utilizar. Es menor de edad y me parece lo más apropiado y deseable que su padre nos autorice.

Gómez Padilla asintió, con gesto desesperanzado.

– Gracias por su consideración. Pero la verdad es que sería por mi parte bastante ridículo oponerme. Sólo puedo mantener mi oposición durante dos días. Mi hija cumple pasado mañana dieciocho años.

Eché cuentas. Sí, podía ser, desde luego. No me constaba que Desirée tuviera quince años justos en la fecha del crimen. Sólo que no había cumplido dieciséis. Y habían pasado dos años y tres meses desde entonces.

– En cualquier caso, espero que no tenga inconveniente -dije.

– No -respondió-. Le viene bien enfrentarse a las consecuencias de sus actos. A lo mejor así es un poco más precavida, en lo sucesivo. Después de todo es mi hija y me gustaría que alguna vez se convirtiera en una mujer con la cabeza sobre los hombros. La única dificultad que voy a ponerles para interrogarla es que la mandé hace un año fuera de la isla.

– ¿A dónde? -inquirí, sin poder ocultar mi preocupación.

– No teman. No demasiado lejos. A La Palma. La metí a trabajar en el hotel que tiene allí un amigo mío. Por si el esfuerzo la ayudaba a reflexionar o por lo menos le servía para quitarle las energías sobrantes. Y también, como comprenderán, me parecía recomendable sacarla de aquí.

– ¿Nos dará la dirección de ese hotel? -consultó Chamorro.

– Claro. Les daré una tarjeta, para que tengan también los teléfonos.

Se levantó y regresó al cabo de un par de minutos con la tarjeta prometida. En su ausencia, no intercambié palabra alguna con mi compañera. Siempre podía haber alguien escuchando. Nos lo dijimos con los ojos: o lo habíamos hecho muy bien, o aquello no era tan difícil como temíamos.

– Aquí tienen -me tendió la tarjeta-. Si llaman y preguntan por ella, antes de las cinco, la localizarán casi con seguridad. Les he apuntado detrás mi teléfono, por si lo necesitan para algo. No vengo en la guía y a lo mejor les iba a costar un poco dar con él. Les ahorro las pesquisas.

– Gracias -dije-. Creo que no debernos robarle mucho más tiempo. Y le agradezco mucho su colaboración. Sinceramente.

Gómez Padilla mostró las palmas de sus manos.

– Mire -explicó-, para llevar adelante esto de la mejor manera posible, he procurado volverme un hombre práctico. Lo que puedo evitar, lo evito. Lo que tarde o temprano ha de pasar, que pase cuanto antes.

Le di mi tarjeta, con el número de mi teléfono móvil manuscrito.

– También le agradecería que me llamase, si le parece de pronto que alguna de esas personas que tenían razones para no quererle podría ser más sospechosa que las demás. O si lo cree necesario por cualquier otra razón.

– Descuide. Pero no espere mucho más de lo que ya le he dicho.

El ex concejal nos acompañó hasta la valla exterior de su casa. Por el camino, traté de mantener con él una conversación más distendida. Pero sin desaprovechar la posibilidad de sacarle información que pudiera ser útil.

– Y ahora, ¿qué hace usted? -pregunté.

– Lo de siempre. Llevo mi negocio. No es gran cosa, no ha mejorado después del asunto, pero he conseguido que no se hundiera. Podemos vivir.

– Debe de haber sido duro para usted, después de tantos años en política.

Gómez Padilla acogió mi suposición con una maliciosa sonrisa.

– Qué va. Eso ha sido lo único bueno que he sacado de esta historia. Que me haya echado de la política. No sólo por la mierda de vida que llevaba, sino por la gente que me rodeaba. Estas cosas sirven para conocerla, a la gente. Y lo que yo he visto, me ha revuelto las tripas.

– ¿Por qué dice eso?

El ex concejal pareció querer explicarse mejor.

– No, no vaya a creerse que me he convertido en un cínico -dijo-. Sigo creyendo lo que he creído siempre. Que el servicio a los demás es una de las tareas más nobles que puede realizar una persona. Pero por desgracia hay que pasar por las horcas de la política profesional. Por las que manejan los chacales que te apartan como un apestado, cuando te ves en apuros, y no por razones éticas, sino por si puedes contagiarles la mala suerte.

Gómez Padilla hizo chascar la lengua.

– En fin, hay que comprenderles. Para triunfar en política hay que ser así. Hay que tener vocación de servicio público, no digo que no. Hay que tener ideas, tampoco lo niego. Pero sólo con eso no se llega a ninguna parte, dentro de un partido. Todos los que usted vea arriba, tienen otra cosa, que es lo que les empuja: la ambición, la determinación constante de realizarla y la falta de escrúpulos suficiente como para apartar todo obstáculo que pueda estorbarles. Ya sea una idea, un prurito moral, un compañero. Los que no tienen la frialdad para deshacerse de cualquier lastre de ese tipo, no llegan, o caen tan pronto como han subido. Y no le hablo por hablar, sargento. Yo he sido así, como le estoy contando. Hasta que me tocó ser el saco de lastre para otros y me arrojaron a la cuneta. Así tuve que aprender la lección.

Muchas veces, me toca callarme lo que pienso sobre lo que me dicen. Cada uno en su lugar: ya que no he acertado a ser un héroe ni un sabio, ni a redimir a la humanidad de los males que la aquejan, procuro al menos no salirme del tiesto. Pero me costó no ofrecerle al concejal algún tipo de solidaridad. No por su desgracia, sino por el coraje con que se juzgaba a sí mismo. Estoy bastante aburrido, como cualquiera, de tropezarme con gente que se construye una visión del mundo con el único o primordial propósito de justificar lo que ha hecho o ha dejado de hacer en la vida. Si Gómez Padilla creía aquello, y no era una simple cortina de humo, tenía mérito.

Antes de despedirnos, quise expresarle de otra forma mi gratitud.

– Sólo quiero que sepa que si aquí ha habido un error, no sólo nos veremos en la obligación de pedirle disculpas, sino ante todo, en la de enmendarlo -me comprometí-. Y que no dudaremos en hacer ambas cosas. Pero espero que entienda que este trabajo no siempre es tan fácil como uno quisiera.

Gómez Padilla asintió, cabizbajo.

– A pesar de todo, lo entiendo, sargento. Y le aceptaré las disculpas, como si me las pidiera su director general -aquí volvió a mirarme, y añadió, a renglón seguido-: O quizá no. Quizá me valgan más las suyas.

Aunque uno siempre puede equivocarse, al interpretar lo que dice otro, me pareció algo más que un simple intercambio de cortesías.

– Suerte -nos deseó el ex concejal-. De corazón.

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