Capítulo 6 LA MISIÓN DE LOS SARGENTOS

Cuando mi teléfono móvil, programado como despertador, lanzó al aire de la habitación la horrísona melodía que el fabricante había asignado a esa función odiosa, me dije una vez más que algún día tendría que intentar averiguar en el ilegible manual del aparato la manera de sustituirla. Antes que la que traía por defecto, creo que habría preferido cualquier cosa, desde la última canción de Julio Iglesias hasta el himno de la Gestapo. Aunque bien mirado, reflexioné, como la Gestapo era una policía secreta, no debía de tener himno. Quizá pudiera comprobarse de algún modo. Si existía, seguro que algún nazi paranoico lo habría colgado en su página de Internet. Permanecí enredado en esta clase de razonamientos espesos y absurdos durante unos minutos. Una vez que mi cerebro logró normalizar su funcionamiento y dejar de patinar, constaté que estaba hecho polvo y que sólo me quedaba un cuarto de hora escaso para adecentarme y conseguir donde fuera y como fuera un tazón de café. Tocaba, por tanto, afeitado de emergencia.

No sé a otros hombres, pero a mí me fastidia afeitarme rápido, es decir, mal. Para eso, prefiero no afeitarme. Cuando voy mal afeitado, siento cada uno de los pelillos que no he apurado bien, y eso me envenena la sangre. En consecuencia, salí de la habitación con el gesto torcido y una abominable sensación de picor facial. Llegué al buffet de desayunos del hotel a las ocho menos un minuto. Chamorro estaba sentada a una mesa. Había vaciado un plato de fruta y un yogur natural y terminaba puntualmente su café.

– ¿Con quién te has peleado? -preguntó.

La observé. Recién duchada, con el pelo aún húmedo y sin un gramo de maquillaje en la cara, ofrecía un aspecto irreprochable.

– Dame diez minutos antes de volver a obligarme a hablar -rezongué.

– Bien. No he dicho nada.

El buffet parecía decente, considerando que la categoría del hotel era lo bastante baja como para afrontarlo con nuestras dietas y no perder dinero. En todo caso, no tenía tiempo de probarlo. Me hice con una jarra de café y me la llevé a la mesa con intención de vaciarla. Mientras me servía aquel brebaje de decepcionante transparencia, Chamorro me advirtió:

– Está muy flojo. Si es café, que lo dudo.

La miré, con una ira que no le estaba destinada.

– No es necesario que me respondas -se defendió-. Sólo te informo.

Tenía razón. Si en aquel líquido había algo de café, se habían preocupado de mezclarlo con algo que impidiera notarlo. Pese a todo, me tragué dos tazas, por si de algo servía. Estaba a mitad de la segunda cuando irrumpieron en la sala Anglada y Morcillo. La mayoría de los concursantes habría errado al tratar de acertar cuál de las dos había trasnochado. Anglada, como Chamorro, poseía el arma secreta, el favor de los dioses: la feroz juventud. En Morcillo, en cambio, comenzaba a insinuarse el proyecto de un ser como yo, aunque debía admitir que en el mundo en que vivíamos a ella le iba a pesar todavía más de lo que me pesaba a mí. Ya empezaban a tocarle los efectos, si no me equivocaba respecto de quién era la favorita del teniente.

– Qué tal -gorjeó Anglada.

– Yo muy bien -dijo Chamorro, con una sonrisa hipócrita. Parecía haber meditado durante la noche y haberse impuesto un cambio de actitud.

– ¿Y tú, mi sargento?

Desde que ella había entrado, estaba algo mejor. Pero también un poco disperso. Seguía rumiando mi mal humor a la vez que reparaba, con interés, en su cambio de indumentaria. Traía vaqueros ajustados, calzado robusto y una camiseta que dibujaba con determinación su torso.

– Falto de café -respondí al fin-. ¿Hay algún sitio por el camino donde pueda tomarlo de verdad?

– Claro -dijo Morcillo.

– Olga nos acompaña al puerto de Los Cristianos -explicó Anglada, aunque nada le había preguntado-. Luego se trae el coche.

Condujo Anglada. Morcillo le indicó el camino hasta un bar de aspecto sospechoso, donde una máquina vieja y mugrienta expulsó para nosotros cuatro tazas de café denso y oloroso comme il faut. Confortados por el contundente aporte cafeínico, al menos yo, continuamos viaje. Recorrimos, en sentido inverso, la autopista del día anterior. Anglada, invariablemente, se mantuvo entre treinta y cincuenta kilómetros por hora encima del límite.

– ¿Siempre conduces así? -preguntó Chamorro. Si lo hacía con alguna malicia, para nada se deducía de su entonación.

– Es que si no, los motores se amariconan -dijo Anglada-. Y cuando vas a tirar de ellos resulta que no marchan. Los coches son como los tíos. Hay que exigirles; si no, se te distraen. Con tu permiso, mi sargento.

– No entiendo mucho de tíos -me inhibí.

Cinco minutos después, vimos cómo nos cortaba el paso un coche de los nuestros. Llevaba las luces giratorias puestas.

– No me jodas -dijo Anglada, dando un palmetazo en el volante.

Nos hicieron señas de que nos apartáramos al arcén. Al cabo de un minuto se alineaban al costado de la carretera los tres vehículos: el que nos había parado, delante; el nuestro, en medio; y detrás el radar móvil camuflado que nos había cazado in fraganti. El conductor del coche patrulla se acercó a la ventanilla de Anglada. A mitad de saludo, se interrumpió y dijo:

– Coño, ¿otra vez tú?

– Lo siento, tío -se excusó Anglada-. Vamos para La Gomera. Ya casi perdemos el barco.

– No si ya, si siempre hay alguna excusa -dijo el de Tráfico.

– De verdad que se nos va -insistió Anglada-. Nos vemos, ¿vale?

– Venga, largo -se rindió el otro-. Pero alguna vez podíais probar a salir con tiempo. Cada vez que os cogemos dejamos de coger a otro, o sea, le hacéis perder dinero al Estado y a nosotros nos jodéis la productividad. A ver si miráis un poco por los compañeros, para variar, ¿eh?

– Te he perdido perdón, colega -dijo Anglada, mientras arrancaba.

Sin otros incidentes dignos de mención llegamos al puerto. Faltaban escasamente quince minutos para que zarpase el próximo hidroala. Nunca había montado en un trasto de aquéllos. Me pareció intranquilizadoramente pequeño. Soplaba un viento fuerte y la mar no parecía muy apacible.

– ¿Es seguro ese cascarón? -pregunté, escamado.

– Es una maravilla, hombre -dijo Anglada-. Haces la travesía en la mitad de tiempo que con el barco convencional.

– La mar está un poco picada, ¿no?

– Bah, apenas. En todo caso, si se pone muy mal, bajan el casco al agua y puede seguir navegando como un barco corriente. ¿Te asusta el mar?

– Bueno, está comprobado que es peligroso -dije-. De todas formas, supongo que sobreviviremos. Lo que me preocupa es marearme.

– Si te mareas con estas olitas es que eres de mareo fácil.

El optimismo de Anglada no se correspondió con la realidad, o no completamente. El hidroala zarpó sin novedad, y también sin novedad se alzó sobre su patín y comenzó a deslizarse a gran velocidad por la superficie del mar. Unas amables señoritas ataviadas de azafatas se afanaban para reproducir al máximo la sensación que uno tiene al viajar en avión. Algo que no logro entender: por qué ahora en los trenes y en los barcos se esfuerzan por imitar a las compañías aéreas, cuando está más que demostrado que a una mitad del género humano le irrita volar y a la otra mitad le aterroriza.

A medida que progresábamos hacia La Gomera, visible en lontananza, el mar empezó a ponerse más y más bravo. El ruido de las olas al golpear en la panza del barco resultaba cualquier cosa menos reconfortante. El avance de la nave se fue haciendo cada vez más penoso, y la velocidad descendió perceptiblemente. Al fin, una voz nos anunció por los altavoces que no podríamos seguir navegando elevados sobre el patín y que mientras las condiciones del mar obligaran a ello la singladura continuaría al modo tradicional. Lo que se le olvidó advertir fue que aquel bote, una vez apeado de su apéndice deslizante, era más bajo que las olas que nos rodeaban. Al otro lado de los ojos de buey, sólo algunas ráfagas intermitentes de cielo reemplazaban el casi constante y amenazador azul oscuro del mar. Y aquello subía y bajaba que era un placer. Como cualquiera ha experimentado más de una vez, ése es el peaje de la modernidad. Cuando los nuevos inventos tecnológicos funcionan, es estupendo. Cuando no, uno está mucho peor que antaño, y sobre todo, no tiene más remedio que jorobarse, porque no hay alternativa.

– ¿Sigues creyendo que esto son olitas? -le consulté a Anglada.

– Las he pasado peores. Vamos, hombre, tranquilo, que sólo serán veinte minutos, veinticinco a lo sumo.

Fueron, para ser exactos, treinta y ocho. Chamorro, que no en vano era de familia de marinos (o de marines, que al fin y al cabo han de navegar igual), pasó la prueba gallardamente. Consiguió llegar al puerto de San Sebastián de la Gomera sólo un poco amarilla. Yo, en cambio, bajé a tierra desencajado, después de haber llenado las dos bolsitas de mis compañeras, la mía y la de una vecina a la que se la arrebaté sin pararme a pedirle permiso. En algún momento, llegué a abrigar el insolidario deseo de que aquel barcucho se hundiera de una vez, con tal de que cesara el tormento.

Mientras me aseguraba, incrédulo, de que el suelo del muelle no se movía, Anglada me obsequió con una juiciosa recomendación:

– No hagas nunca un crucero, mi sargento. Y menos por el Atlántico.

– No te preocupes, que ni pienso. Y si no te importa, para salir de aquí cogemos un barco de verdad, como ése -dije, señalando el enorme ferry que estaba atracado en el puerto-. No me importa tardar un poco más, si puedo ahorrarme tener que volver a perder la dignidad ante la tropa.

– No sabía que te marearas así -observó Chamorro, impresionada.

– Pues ahora ya lo sabes -dije-. Y si se lo cuentas a alguien, te mando hacer quinientas flexiones todas las mañanas.

– Me negaría -bromeó-. Es una orden ilegal.

La miré fijamente, pero todavía un poco tambaleante.

– No me pongas a prueba, Virginia. Te aseguro que se me pueden ocurrir quinientas maneras legales de putearte.

– Está bien -se rió-. Seré una tumba.

La capital de la isla resultó ser un lugar bastante apañado. Un pueblito cuyo casco urbano se organizaba pulcramente en torno a tres calles paralelas. Por un lado se encaramaba a la altura que dominaba el puerto y se volvía más empinado e irregular. Tenía una plaza donde sesteaban los jubilados y, según nos contarían y mostrarían después, conservaba algunos edificios que databan de finales del siglo XV, o lo que es lo mismo, de cuando recaló por allí Cristóbal Colón rumbo a su cita con la Historia.

Como no llevábamos mucho equipaje, fuimos caminando hasta la oficina de la compañía de alquiler de coches en la que habíamos reservado un vehículo. Guzmán se había disculpado por no poder prestarnos nada: tenían los justos, y encima uno en el taller. Por suerte, o porque se veían con cierta frecuencia acuciados por aquella clase de penurias, tenían acordado un precio especial con aquella compañía, y la factura no se iría por encima de la cifra de gastos que podíamos esperar que nos reembolsasen. En contrapartida, deduje al ver el chollo que nos daban, un Opel Corsa más que veterano, lo que nos habían guardado era lo más bajo de la gama inferior. Sin embargo, Anglada se sentó al volante con la desenvoltura habitual, y cuando puso el coche en marcha lo impulsó con brío hacia delante. Su compenetración con cualquier ingenio de cuatro ruedas era inmediata e instintiva.

– Vamos primero al hotel y nos deshacemos del equipaje -dijo.

No me pareció mal, y por tanto me abstuve de indicarle otra cosa. En apenas cinco minutos, Anglada nos trasladó a la parte más alta de la población, haciendo al Opel Corsa trepar como una exhalación por las duras pendientes. Al final había un recinto a cuya entrada se veía el logotipo de la red de Paradores. Para mi sorpresa, Anglada se metió precisamente allí.

– ¿Vamos a dormir en el parador? -pregunté.

– Por supuesto -dijo Anglada.

– ¿Pagas tú o qué?

– Tenemos un arreglo. Nos dejan la habitación a la mitad.

– ¿Por ser temporada baja? -interpretó Chamorro.

– Y en temporada alta también.

– Os lo montáis de maravilla -reconocí.

– Esto es un pañuelo, mi sargento -explicó Anglada-. Conocemos a todos los choris con nombres y apellidos. Les hacemos entender de forma persuasiva que más les vale que no pase nunca nada en el parador, y la dirección del establecimiento sabe valorar nuestra diligencia. Si te fijas en la distribución y en el perímetro del hotel, puedes hacerte una idea de lo que les costaría un sistema de vigilancia que neutralizara cualquier peligro.

En efecto, como comprobaría luego, aquel hotel, construido según el modelo de una antigua mansión colonial, extendida en torno a una serie de patios y jardines, no era precisamente una fortaleza inexpugnable.

En la recepción había una chica joven. Anglada la saludó con confianza.

– Hola, Yaiza, cómo va eso.

– Flojito, pero va -repuso Yaiza, con una franca sonrisa.

Ya fuera porque el hotel estaba medio vacío, o por la influencia de Anglada, nos dieron tres habitaciones inmejorables, con vistas al mar. Cuando reparé en que desde la mía se veía Tenerife y el perfil del Teide alzándose sobre el horizonte oceánico, me dije que nunca me había alojado así por cuenta de la empresa. Casi se olvidaba uno de que le habían mandado allí a lo de siempre, husmear entre la carroña. Quizá, en aquella ocasión, el trabajo fuera compatible con el placer. Ya sé que no era eso lo que debía pensar, como jefe del equipo, pero todos tenemos nuestras veleidades.

Cuando nos reunimos en la recepción, Anglada nos preguntó:

– ¿Qué tal?

– Increíble -admití.

– Bonita habitación, sí -juzgó Chamorro, algo más fría.

– Para que vayáis luego diciendo por Madrid que os tratamos mal.

– Si esto sigue así, no diremos nada, no vayan a entrarle a todo el mundo ganas de venir. En adelante, Chamorro y yo nos quedamos todo lo que suceda en la provincia de Tenerife. ¿Qué te parece, Virginia?

– Puedes pedir destino, incluso -sugirió Chamorro-. Te lo darían.

Lo dejé correr. Ahora que estábamos los tres solos, y con tarea por delante, debía hacer lo posible por mantener la cohesión del grupo. Decidí empezar a ejercer como jefe. Era mucho más cómodo abandonarse a la condición de invitado, pero no me pagaban por eso. Se imponía, ante todo, organizar la jornada. Me dirigí a Ruth en tono imperativo:

– Vamos primero al puesto. Luego nos acercamos a ver a la madre de la víctima. Si es posible me gustaría que el subdelegado del gobierno no tardara en comprobar que una de nuestras máximas prioridades es darle gusto.

– A tus órdenes, mi sargento -acató-. Por cierto, que me extraña que con esa preocupación por el bienestar de la clase dirigente sólo seas sargento.

La observé de reojo. Estaba muy buena, era lista, su ayuda resultaba insustituible y no me caía mal. Pero de ahí a que se creyera con derecho a tomarme por el pito del sereno debía marcarle que mediaba un abismo.

– Soy sargento porque valgo para comer mierda y hacérsela comer a los que están por debajo -dije, sonriendo-. Ésa es la misión de los sargentos. Y es importante, porque con ella se ganan todas las guerras. Lo que hacen los que están por encima son pamplinas. Así que no aspiro a subir.

Era lista, como ya he dicho, y no le hizo falta más. Echó a andar dócilmente hacia el coche, se instaló en el asiento del conductor y cuando los demás montamos y cerramos las puertas arrancó y emprendió en silencio el camino del puesto. Por el retrovisor pude ver la mitad de la cara de Chamorro. Había superado sus expectativas, lo que me llenaba de satisfacción. No me hacía ninguna gracia, como se comprenderá, que mi compañera se creyera capacitada para desentrañar las debilidades de mi carácter.

El puesto donde había servido en su día Anglada, y que seguía mandando Nava, ahora ascendido a sargento primero, se encontraba junto a la carretera. De reciente construcción, y más habitable y discreto que la media, casi no se habría distinguido de un edificio civil de no ser por la bandera izada a un mástil a la puerta y por el guardia que la vigilaba.

El sargento primero Nava andaría por los cuarenta años. Era un hombre bien plantado, y celoso de su aspecto. Peinado con esmero hacia atrás, uniforme limpio y bien planchado, zapatos relucientes, reloj de acero bastante elegante y unas gafas de sol que no habría dudado en ponerse el tipo del anuncio de Martini. Además de eso, resultó ser un individuo que transmitía una sensación de responsabilidad y de hospitalidad sincera. Nos hizo pasar a su casa y le pidió a su mujer, una canaria cantarina y simpática, y lo menos diez años más joven que él, que nos preparase un aperitivo. Podría haber parecido el clásico gesto de emperador de la casa, pero tuvo con ella, reparé en el detalle, la deferencia de estar pendiente para traer él de la cocina la bandeja con las cervezas y los cuatro platos de picar.

– Pues bienvenidos a La Gomera -dijo, alzando su cerveza-. Si me permitís un consejo, para empezar no hagáis caso de los chistes de gomeros.

– ¿Qué chistes son ésos? -preguntó Chamorro.

– Si te sabes los chistes de léperos en la Península, pues son más o menos los mismos -le informó Anglada-. El caso es que durante mucho tiempo la gente vivía aquí bastante aislada, por los malos caminos, y que los de La Gomera han pasado siempre por ser los más cerrados del archipiélago. Por eso los eligen para los chistes de tontos, como a los de Lepe.

– Puestos a buscar coincidencias, hasta hay en la isla un pueblito que se llama Lepe. Pero ojo -dijo Nava-. Aquí, el más tonto hace relojes.

– Como en Lepe -añadí-. Una vez tuve un muerto allí. Y están forrados.

– Ya veréis -prosiguió Nava-. Tienen una isla que es una maravilla. Y se las arreglan para sacarle dinero de todas las formas posibles: con el campo, con el turismo, con la naturaleza. Y sin destrozarla, que ya tiene mérito. Será porque están acostumbrados desde siempre a convivir con las dificultades que les pone esta orografía endemoniada de montes y barrancos.

– Aunque ya no necesiten el famoso silbo gomero -dijo Anglada.

– ¿El qué? -preguntó otra vez Chamorro.

– El silbo. Una especie de código para comunicarse con silbidos de extremo a extremo de los valles. Ahora ya no sirve para nada. Tienen el móvil.

El implacable teléfono móvil, pensé por enésima vez. Yo me resistí durante un tiempo a usarlo, lo que prueba mi incapacidad para anticipar el futuro. No supe ver que iba a alterar el sentido de la realidad de la gente. Si el pobre Julio Verne hubiera tenido la intuición de que un día existiría tal cosa, no habría perdido el tiempo con submarinos, viajes a la Luna y otras tonterías que en comparación resultan marginales y anecdóticas. Pero el servidor de la ley que me habita me llamó entonces al orden. Eran las doce y no me encontraba allí para mantener una tertulia sobre sociología isleña, por más que la cuestión resultase de cierto interés para mis pesquisas.

– Anglada ya nos contó lo que pasó aquella noche -dije.

Nava asintió lentamente.

– Poco puedo añadir yo a lo que os haya dicho ella. Ruth vio el coche, lo persiguió, lo encontró luego abandonado. Cuando yo me incorporé ya había sucedido todo. Sí os puedo hablar del concejal -aquí se interrumpió para dejar escapar una risa floja-. Si me dejáis mentar la bicha.

– No descartamos nada -aclaré-. El juicio salió como salió. Pero esto es una investigación policial y nos llevará adonde tenga que llevarnos.

Nava hizo una pausa para volver a beber de su cerveza.

– No sé -continuó-. El asunto parecía claro como el agua. El tipo estaba nervioso y se contradijo cuatro o cinco veces, como poco. Era su coche, tenía motivos, todo parecía coherente. Pensó en deshacerse del chaval en el parque, que en principio era un lugar ideal, pero el plan se le fue al traste cuando se cruzó con nuestra patrulla y se dio cuenta de que podían haberle tomado la matrícula. Por eso tuvo que fingir luego el robo de una forma tan chapucera, como si hubiera sido una idea desesperada que se le ocurrió sobre la marcha… Mira, yo no soy Sherlock Holmes, sólo llevo un puesto pequeño en esta isla que está a tomar por culo de Baker Street, pero me habría dejado cortar una mano antes de pensar que el asesino era otro.

No me sorprendió singularmente que Nava hubiera leído a Conan Doyle, como denotaba su precisa alusión. Muchos funcionarios policiales lo leen. Son libros entretenidos, que sirven para matar el rato (algo que el policía se ve obligado a hacer a menudo) y que además tienen que ver con el negocio. Al menos hasta cierto punto. Ya quisiera uno que el mundo fuera un lugar tan cartesiano como parece cuando lo mira el preclaro Sherlock.

– Bueno, yo vengo de fuera -dije-, y sólo sé del caso lo que dice el expediente y lo que me contáis, pero puedo comprenderlo.

– A ver -dijo Nava, inclinándose hacia mí y mirándome recto a los ojos-. ¿Cuál es la alternativa? ¿Que alguien se encargase de montar una especie de representación, con el solo fin de inculpar al inocente concejal? Me parece algo tan estrambótico que sólo por eso no me cabe en la cabeza.

– Puede haber otras explicaciones -alegué-. Ya sabes que la imaginación humana, aplicada a la actividad criminal, no conoce límites…

– Vale, de acuerdo -concedió-. Pero es que a la vez está lo otro. La enemistad manifiesta con el muerto. Y justamente por una razón como ésa. Oye, que no es cualquier cosa. No sé si tienes alguna hija, Belvi…

– Tranquilo. Dime Vila, o Rubén -le aconsejé.

– Pues eso, Vila, no sé si tienes hijas.

– No.

– Yo tengo una, de año y medio. Y ya sé que el día que aparezca por esa puerta un maromo con intención de tirársela se me van a revolver las tripas y me van a dar ganas de partirle los brazos. Aunque sea un buen chico, y le convenga, y tenga planes honrados para el futuro. Así que imagínate si encima es un gilipollas y le saca siete años y la niña es menor de edad.

– Ganas le dan a uno de muchas cosas. Hacerlas es diferente -cuestioné.

Nava se echó otra vez hacia atrás y me observó como si me sopesara.

– ¿Te ha contado Ruth lo del incidente?

Me volví a Anglada. Me pareció despistada, por primera vez.

– Cono -siguió Nava-. Una de las veces que el concejal estuvo a punto de hostiar al chico. Lo que es la vida. Después de que apareciera el cadáver, cuando vinieron los de policía judicial de Tenerife y empezaron a preguntar por ahí, nos dimos cuenta de que en una de las broncas habíamos intervenido nosotros. Por la foto que nos trajo la madre no lo habíamos podido reconocer, al chaval. Y no porque la foto fuera mala, sino porque apenas le vimos un momento, a lo lejos y por detrás. Cuando llegamos ya se largaba, tan deprisa como le dejaban correr las piernas después del esfuerzo que hubiera hecho con la niña. Pero fijándonos un poco mejor, y por lo que contaban los testigos, acabamos cayendo. Y hay un detalle interesante.

– ¿Sí? -dije.

– Lo que ese día nos dijo Gómez Padilla. Que había visto al chico merodeando por la casa, como si fuera un ladrón. Nada de la verdadera razón por la que lo había sorprendido dentro de su vivienda. Como es lógico, tratándose del vicepresidente del cabildo, le creímos. Incluso buscamos durante un tiempo a un chorizo con la complexión del que habíamos visto huir.

– Sin éxito, por supuesto -subrayó Anglada.

A aquellas alturas, parecía sobradamente evidente que Nava participaba de la convicción de que el jurado popular había cometido un error al dejar libre al concejal Gómez Padilla. Y tal vez estuviera en lo cierto; por lo menos, manejaba una serie de indicios que no eran desdeñables. Pero tampoco concluyentes. Debía buscar el modo de hacérselo ver sin ofenderle.

– Tomo nota de todo lo que me cuentas -dije-. Y te agradezco la información. Pero el hecho es que el concejal pudo tener aquel día otros motivos para mentir, y que dio una coartada con testigos, y que hay una sentencia absolutoria, y que en fin, la tarea se presenta un poco complicada. No digo que no tengas razón, que a lo mejor, o más bien a lo peor, la tienes. Pero no podemos ceñirnos a esa posibilidad. Tenemos que buscar otras.

Nava se encogió de hombros.

– Ya me imagino. Y bueno, a lo mejor yo me estoy columpiando. Pero creo que tengo la obligación de decirte lo que a mí me parece.

– Claro. ¿Y qué hay de esa otra hipótesis, la de las drogas?

Al rostro del sargento primero asomó una sonrisa escéptica.

– Pues qué quieres que te diga, que si me apuras vale para el asesinato de cualquier chaval de veinte años. Dime tú cuántos no se meten algo alguna vez. Incluidos los dos guardias jóvenes que tengo yo aquí.

– Puede que hiciera algo más que meterse -dijo Chamorro.

– A nosotros no nos consta, es lo que yo puedo decirte. Pero mira, eso es bastante fácil de investigar. Los que trapichean por aquí, ahora, siguen siendo prácticamente los mismos que trapicheaban entonces, menos los dos o tres que ya fueron al trullo por reincidentes. Y están donde siempre, porque cuando los trincamos los suelta la juez y hasta que no tienen un par de sentencias firmes no hay nada que hacer. Anglada se lo sabe, de cuando trabajaba aquí. No tienes más que llevarlos, Ruth, y que prueben suerte. Nuestros confidentes son vuestros, aunque no creo que os digan más de lo que nos dicen a nosotros. Y oye, si por otras vías podéis sacar más, pues cojonudo. No sé qué técnicas avanzadas utilizáis en la unidad central.

– Ninguna especial. Pero echaremos un vistazo, por estar seguros -dije.

– Contad conmigo -ofreció Anglada-. A ésos me los conozco bien.

– ¿Y alguna otra posibilidad? Su familia, sus amistades, su trabajo…

Nava se detuvo a hacer memoria.

– Pues a ver, en cuanto a la familia, no tenía más que a la madre. El padre, según recuerdan los viejos del lugar, era un bala perdida de un pueblo del sur. Preñó a la alemana y poco después se montó en un barco y no volvió a saberse más de él. Por lo menos, nadie nos ha dado razón de su paradero. Le quedan, eso sí, un par de parientes en el pueblo, la madre y una tía. Pero que sepamos ninguna de las dos tuvo nunca mucho trato con el muchacho. La madre de Iván no se lo llevaba y ellas se mueven poco.

– ¿Y por el lado alemán? -preguntó Chamorro.

– Sólo tenía cierta relación con la hermana de la madre. La actual subdelegada del gobierno -bromeó Nava-. Era la única que venía de vez en cuando por aquí, de vacaciones, supongo que porque le gustaba el clima. Los demás me imagino que preferían olvidarse de la pariente lunática. Creo que el chaval fue alguna vez a Alemania, pero no debió de aprovecharle mucho.

– ¿Y su círculo de amistades o de trabajo? -insistí.

– Trabajos que merezcan el nombre, no le conocemos -dijo Nava-. Hizo algún que otro trabajillo de esos que hacen los chavales, en chiringuitos, con los turistas, pero siempre duró poco. Y sus amigos, qué quieres que te diga. Un puñado de mantas como él. Tampoco creo que por ahí saques nada.

Me dio la sensación de que Nava me informaba de todo aquello con desgana, y me pregunté hasta qué punto la forma en que le quitaba importancia se debía a que estaba convencido de que no la tenía o era una forma de justificar la poca que se le había dado durante la investigación, una vez que el concejal Gómez Padilla había aparecido como sospechoso número uno.

– Quisiera poder decirte otra cosa -añadió Nava, como si me leyera el pensamiento-. Pero esto es lo que es. Supongo que en Madrid siempre hay veinte o treinta formas de explicar un homicidio. Aquí no.

No le respondí. Sólo hay una forma de explicar un homicidio, en Madrid y en Estambul: la buena. Y no estoy hablando de la verdadera, porque quién sabe nunca dónde está la verdad. Sino de la que se tiene en pie. Y la suya, mal que le pesara, cierta o falsa, no había pasado la prueba.

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