Capítulo 15 ALGO INTELIGENTE Y BONDADOSO DETRÁS

Llegamos al aeropuerto con tiempo más que de sobra para tomar el avión de vuelta a Tenerife. Dejé a Chamorro en la terminal y yo me fui a devolver el coche de alquiler. Pero apenas entraba en el aparcamiento donde debía entregarlo cuando sonó mi teléfono. Era mi compañera.

– No te des mucha prisa en devolver el coche -dijo Chamorro.

– ¿Qué?

– El aeropuerto de Tenerife está cerrado. Razones meteorológicas.

– Vaya por Dios.

– Eso es lo que dicen por megafonía. Y la chica de información no me ha dado esperanzas de que salga ningún avión hoy.

– Cambio de planes, entonces.

– Salvo que quieras ir en barco.

– Son unas cuantas horas -calculé-. No quiero morir tan joven.

Una de las cosas que más odio de ser el jefe es que a ti te toca pensar por dónde seguir cuando resulta obvio que el callejón no tiene salida. Hube de hacerlo una vez más, mientras sujetaba el teléfono móvil contra el hombro y esquivaba por poco a unos despistados turistas de avanzada edad.

– Cambia los billetes al primer vuelo de mañana -le ordené-. Voy a negociar con los del alquiler que nos dejen el coche. Nos vemos ahora.

Diez minutos después nos enfrentábamos a la nueva situación. Condenados a permanecer al menos doce horas más en La Palma, donde no teníamos nada que hacer. Habría que buscar alojamiento, para empezar. En ese momento me acordé del tercer miembro del equipo. Marqué su número.

– ¿Sí? -respondió Anglada. De fondo se oía una música ruidosa.

– Hola, Ruth.

– Mi sargento. ¿Todo bien?

– Lo de la chica sí. Pero han cerrado el aeropuerto de Tenerife.

– Me lo estaba temiendo, al ver las nubes.

– No creen que podamos volar hoy.

– Vaya, qué mala pata.

– ¿Dónde se puede dormir por aquí, sin que tenga que ofrecer mis encantos o los de Chamorro al dueño para pagar la factura?

Chamorro alzó las cejas, sin mucho énfasis.

– Espera, te doy un par de direcciones.

Repetí las direcciones que me facilitó Ruth, mientras Chamorro tomaba nota. Como conocedora del percal, Anglada nos aconsejó:

– Coged plaza ya en el primer vuelo de mañana.

– Eso hemos hecho -declaré, satisfecho de mi previsión.

– Estupendo. Es que si no, ibais a tener problemas, con todos los que se queden hoy colgados allí. ¿Y qué? ¿Le habéis sacado algo a la chica?

– Algo, sí.

– ¿Bueno?

– Eso se verá, ya sabes. A su tiempo.

Le hice un resumen, más o menos completo, desde el principio hasta lo de aquella misteriosa chica rubia con la que Desirée había visto a Iván el mismo día de su desaparición. Anglada me escuchó atentamente.

– Rubia -dijo, pensativa-. ¿Extranjera o española?

– No sabe.

– Pues sería importante poder distinguirlo.

– Ya lo sé -me mostré de acuerdo-. No sería lo mismo si fuera una turista con la que hubiera ligado en la playa. Eso prometería mucho menos.

– Desde luego, se apartaría de todo lo que hemos barajado hasta ahora.

– Eso me temo.

– ¿Podría reconocerla? -preguntó.

– Tal vez, si la viera. No lo asegura.

– No sé, se me ocurre que podría fisgar un poco -dijo Anglada-. Una chica rubia, de su edad. A lo mejor alguno de los amigos o alguien por allí recuerda haberle visto con ella. Si pudiéramos localizarla, no estaría de más.

– Desde luego que no.

– Pues estoy pensando una cosa -dijo.

– Qué cosa.

– Como no sirve de nada que os espere aquí y tengo habitación reservada en el parador, me monto en el barco y me voy a La Gomera. Y trato de aprovechar lo que queda de día.

– Como tú quieras -asentí-. Sólo te pido una cosa.

– Qué.

– Con quienes no te conozcan, ni sepan por otro lado de la sucia forma que tienes de ganarte la vida, procura ser discreta.

– ¿Me hago la periodista?

– Lo que se te ocurra. Sólo sé discreta.

– Entendido, mi sargento. Confía en mí. ¿Vale?

Su petición, intuí, encerraba algo que iba más allá de la investigación. Pero aparté rápidamente aquella idea y me limité a desearle:

– Suerte.

– Llamadme mañana cuando vayáis a coger el avión.

– Descuida. Hasta mañana.

– Adiós -y bajando la voz hasta el susurro, añadió-: Te echo de menos.

No me dio tiempo a reaccionar. Antes de que se extinguiera el sonido de la última sílaba, interrumpió la comunicación. Me quedé un tanto descolocado, mientras me hacía a aquella sensación que esperaba y a la vez temía. De uno u otro modo, siempre llega: la hora de pagar por lo que uno ha hecho. La había dejado entrar en mi territorio, y ahora me ocurría con ella lo que ocurre con cualquier huésped: que ahí estaba, limitando mi espacio, mientras no se fuera o lograra desalojarla. Por un lado, no sentía el menor deseo de que se marchase. Por otro, la manera en que me había acostumbrado a vivir, para hacer más llevaderos los reveses, y para ser menos dañino yo mismo, me exigía mantener una independencia que Ruth hacía peligrar.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Chamorro-. ¿Qué hacemos?

Me costó regresar del fondo de mis cavilaciones.

– No sé -dije-. ¿Te apetece ver algo en concreto?

– Ten en cuenta que no quedan muchas horas de luz.

– A algo nos dará tiempo, digo yo.

Mi compañera pareció deliberar consigo misma.

– Hay algo que ya sabes que me gustaría ver aquí -dijo al fin-. Y para eso no sólo no hace falta la luz del sol, sino que más bien sobra.

Tardé en caer.

– Ah, ese sitio que dijo Anglada para mirar las estrellas.

– El Roque de los Muchachos -precisó-. Pero estará lejos, a lo mejor es una paliza subir, y mañana tenemos que madrugar…

Mientras amontonaba los argumentos para no ir, me dejó adivinar la ilusión que le hacía conocer aquello. La interrumpí:

– Aquí nada puede estar muy lejos. Y si una noche hay que dormir poco, pues se duerme poco. ¿Tú quieres verlo?

Chamorro me miró, sin decidirse a pedirlo. En sus ojos había ese tierno desvalimiento de quien se siente descubierto en sus deseos por alguien que puede facilitarlos o frustrarlos, y que no se sabe cómo actuará. Pero conmigo podía prescindir de cualquier incertidumbre. Por oscuras razones me sentía en falta con ella, y por diversos motivos me escocía no ser capaz de aliviarle las dificultades personales que estaba atravesando; si me daba la ocasión de regalarle algo que apreciase, no podía sino aprovecharla.

– Vamos allá -decidí, mientras arrancaba-. En esa guantera debe de haber un mapa de la isla. Busca el objetivo, establece la ruta y me vas diciendo.

No había mucha distancia, por el camino más corto, y podía llegarse en coche hasta muy cerca de la cima. Sin embargo, el trazado sinuoso de la carretera, según lo mostraba el mapa, auguraba un recorrido poco propicio para alcanzar grandes velocidades. De paso, paramos a reservar nuestras habitaciones en una de las direcciones que nos había dado Anglada. Era un hostal de aspecto bastante potable, remozado no hacía mucho, donde acogieron con un amable «no hay problema» nuestra advertencia de que tal vez llegáramos bien entrada la noche. Allí nos confirmaron que en la carretera que llevaba al Roque de los Muchachos convenía conducir con precaución.

– Además, lo van a agradecer -aseguró la mujer que nos atendía-. El camino es una auténtica preciosidad, con uno de los mejores bosques de laurisilva de la isla. Y ya verán cómo va cambiando, cuando sube.

Mientras recorríamos la ruta, hubimos de darle la razón en todo a aquella mujer. Después de salir de la capital, y una vez tomado el desvío que indicaba la dirección del Roque y del observatorio astrofísico internacional, la carretera se empinaba y atravesaba un bosque que tenía poco que envidiar al que habíamos conocido en La Gomera. Abarcaba menos extensión, pero las especies vegetales eran casi las mismas, y la imagen que ofrecía, muy semejante. Incluso, en cuanto hubimos ganado una cierta altitud, compartía con el paisaje gomero aquella singular presencia de las nubes que se metían dentro del bosque, dándole una apariencia espectral. La visibilidad quedó pronto muy reducida, y los faros de nuestro utilitario de alquiler poco podían hacer contra el velo blanquecino que flotaba ante nuestros ojos.

– Aquí está otra vez la niebla -observó Chamorro, absorta.

– Menos mal que por esta zona no parece haber mucho tráfico -celebré-. Porque no es que sobre demasiado espacio en las curvas.

– Tiene algo relajante -continuó Chamorro, ajena a mis consideraciones viarias-. Será porque hace que todo parezca más quieto.

– ¿El qué?

– La niebla, digo. Aunque a la vez sobrecoge un poco.

– Eso es por las películas -opiné-. A mí, cuando voy por un lugar donde hay niebla, siempre me parece que va a salir Jack Nicholson con esa cara que pone de demente y con un hacha en la mano, como en El resplandor.

– Te encantará, entonces -sugirió, irónica.

– No, Chamorro. Ya sabes que me aburren los psicópatas. Creo que son, con mucho, los asesinos menos interesantes.

– ¿Cómo crees que es el nuestro, el que buscamos ahora? -preguntó.

– Para responderte me ayudaría tener en la cabeza alguna pista definida, en lugar del batiburrillo que hemos juntado hasta aquí -lamenté.

– Bueno, por lo que sabemos.

– No es un psicópata -aposté.

– Venga, algo más.

– Actuó con odio, o desprecio, o las dos cosas. Es resolutivo.

– ¿Y eso?

– Tenemos muchos indicios para pensarlo -dije-. Ante todo, el degollamiento. Degollar a alguien no es matarlo de cualquier manera. Es hacerlo de un modo seguro, cruento, ventajista. La mecánica tampoco es fácil. No puede temblarte el pulso. En resumen, el que degüella no ve en la víctima más que una res que debe ser sacrificada de la forma más eficaz.

– Una explicación muy gráfica.

– Tenemos también su forma de conducir, según nos la han descrito. Su seguridad a la hora de moverse por un terreno difícil y con poca visibilidad. Al margen de que lo conozca o no. Yo llevo el coche por aquí y voy acojonado todo el tiempo, temiendo que en la próxima curva me salga un autobús y nos triture. Pero él prescinde de la existencia del riesgo. La forma en que conduce la gente dice mucho de su personalidad profunda.

– Pues yo te he visto conducir alguna vez como un loco.

– No, Chamorro; en el fondo, yo siempre controlo, y temo.

– Eso lo notarás tú.

– Lo noto. ¿Qué más dirías tú de nuestro asesino en la niebla?

– Minucioso, detallista, o si quieres, retorcido -opinó-. Por el lugar que eligió para dejar el cadáver, y por la manera de amañarlo todo, de encajar las piezas para organizar la cortina de humo que le dejara a salvo.

– Veo que estás absolviendo al concejal.

Chamorro arrugó la frente.

– Si fue el concejal, sería todo lo contrario, una chapuza. Y eso no me cuadra con el resto del perfil, con esa frialdad que dices. Además, tengo la sensación de que él no nos mintió. Me pareció un hombre noble.

– Cuidado con las sensaciones, Chamorro. Lo has visto en una situación, y muy particular. La gente es capaz de dar sensaciones muy diferentes, según la circunstancia. Todos jugamos a eso, incluso aunque no queramos.

– Ya, bien que lo sé -admitió, sombría de pronto.

La carretera continuó ascendiendo durante un buen rato. A medida que fuimos ganando altitud, el bosque de laurisilva dio paso a otro de pinos. La niebla empezó a deshacerse, y en algunos recodos, al mirar abajo, se atisbaba el azul del océano. Habíamos subido mucho ya. El pinar era magnífico, con ejemplares de gran alzada. La pinaza cubría como una tupida alfombra el suelo sobre el que pronto se desvaneció el último jirón de niebla. No podía negarse que la naturaleza había sido generosa con aquella isla.

– Pues no está nada mal La Palma, tampoco -dije.

– Por algo deslumbró a Madonna -observó Chamorro.

– ¿Qué?

– Tiene una canción dedicada a La Palma, Madonna -explicó-. Isla bonita, no me digas que no la has oído nunca.

– ¿Ah, sí? Qué puesta estás. No imaginaba que te gustara Madonna.

– Depende. Algunas canciones sí. ¿Desapruebas mis gustos?

– No. Me sorprenden. Madonna…

– Qué pasa.

– Pues que no os veo así muy afines, pero oye…

– No he dicho que seamos afines. Sólo que me gusta cómo canta. Vamos, no seas malo, que me tienes muy conmovida con tu gesto.

– ¿Qué gesto?

– El de subirme a ver las estrellas. Ya sé que a ti te importan un rábano.

Me sentí un poco cogido en falta.

– Mujer, tanto como que me importen un rábano…

– Tranquilo. El caso es que te debo una. No lo olvidaré.

Lo había hecho por ella, sí, pero debo reconocer que también disfruté de la experiencia. Poco a poco el pinar empezó a clarear y vino a sustituirlo la vegetación de alta montaña. Matorrales bajos, duros, acostumbrados a resistir el azote de los vientos. Las vistas eran cada vez más espectaculares. Debíamos de andar por encima de los dos mil metros, y ante nosotros se alzaban ya las cumbres, emergiendo escarpadas del mar de nubes que se extendía en el horizonte. Al fin, tras recorrer un trecho de carretera que iba siguiendo la línea de la crestería montañosa que coronaba la isla, divisamos las instalaciones del observatorio astrofísico. Las semiesferas blancas de los telescopios, diseminadas entre las diversas alturas menores que circundaban el Roque de los Muchachos, brillaban al sol del atardecer. Parecía mentira que apenas media hora antes hubiéramos atravesado un bosque inundado de bruma. Siguiendo las indicaciones, llegamos a un pequeño aparcamiento que había al pie del roque. Los muchachos a que aludía su nombre eran unas pequeñas formaciones rocosas, vagamente antropomórficas, que se congregaban en su cima. Bajamos del coche para llegar a pie hasta ella.

Desde lo alto, a unos dos mil quinientos metros sobre el mar, vimos a nuestros pies la inmensa caldera volcánica que constituía el corazón de la isla. A decir verdad, medio la vimos y medio la adivinamos, por el enorme hueco que se abría bajo nosotros, ya que las nubes la ocultaban en buena parte. El aire era tan puro, el panorama tan grandioso, que resultaba difícil permanecer indiferente. Incluso yo, que no suelo ser demasiado vulnerable a las maravillas paisajísticas, me quedé impresionado. El rostro de Chamorro, anaranjado por la luz del sol poniente, reflejaba un absoluto embeleso.

– Qué pasada, los que puedan vivir y trabajar aquí -suspiró.

Miré a mi alrededor. Lo que se veía a lo lejos era fastuoso, sin duda, pero las inmediaciones del observatorio constituían un desolado paraje lunar.

– Hombre, Virginia, tampoco te pases.

– Pues no me importaría, en serio. Disfrutar todo el tiempo de este cielo tan limpio. ¿No te parece que es como estar en otro planeta?

– Sí. En Marte, lo menos.

– Qué quieres que te diga. Yo me siento mucho mejor aquí que ahí abajo.

Ya sé que no conviene extenderse en la descripción de una puesta de sol, así que me cuidaré mucho de hacerlo. Tengo que admitir, no obstante, que nunca había presenciado una como aquélla, y que no he asistido tampoco a nada parecido después. Cuando el disco solar se ocultó tras el horizonte, regresamos al coche, donde nos aguardaban unos bocadillos y un par de latas de cerveza que habíamos comprado en la ciudad. Cenamos allí, mientras la oscuridad se cernía sobre los riscos y la temperatura iba bajando afuera. Resultó una cena extraña, pero reparadora. El coche no era muy confortable, los bocadillos habrían podido ser mejores, la cerveza no estaba lo bastante fría y fue poco lo que hablamos. Pero la situación infundía una especie de paz de la que, por causas diversas, los dos andábamos necesitados.

En cierto momento, Chamorro cogió su bolso para buscar en él un pañuelo de papel. El desorden del bolso femenino es un fenómeno tan inexorable que incluso alcanzaba al de mi metódica compañera. Casi tuvo que vaciarlo para dar con lo que pretendía. Uno de los objetos que se desparramaron sobre su regazo fue su teléfono móvil. Vi que seguía apagado.

– ¿No vas a volver a conectarlo? -le pregunté.

Chamorro observó el aparato con gesto ensimismado.

– Ya sé lo que me encontraré, si lo conecto -dijo.

– Y no quieres encontrarlo.

– No. La verdad es que no.

Ya me había metido demasiado donde no me llamaban, y ya me había dicho mucho más de lo que tenía derecho a oír. Me abstuve de seguir escarbando. Sin embargo, fue la propia Virginia la que continuó con ello:

– Es curioso, cómo te equivocas en la vida. Y es aún más curioso cómo, cuando te das cuenta de que te has equivocado, te preguntas: pero bueno, ¿cómo pude dejarme engañar con esto, con lo claro que estaba?

Mantuve mi reverente silencio.

– A toro pasado -prosiguió-, resulta tan evidente que te sientes imbécil. Pero supongo que una siempre quiere hacerse ilusiones. Y que lo que más nos cuesta es escarmentar. Por eso mordemos el anzuelo una y otra vez.

Inevitablemente, recordaba al escucharla la última ocasión en que yo mismo había, más que mordido, tragado el anzuelo al que se refería.

– A lo mejor sólo es un malentendido pasajero -dije.

Chamorro negó con la cabeza, despacio.

– No. El malentendido ha durado hasta aquí. Hasta ayer. A partir de ahora, ya puede olvidarse de mí, por la cuenta que le trae. Porque no tengo intención de malgastar ni un segundo más de mi vida dándole antojos a un niño egocéntrico. Y mucho menos pienso aguantarle a nadie sus malos modos. Si su madre no supo amaestrarlo, que se lo coma con patatas. Yo paso.

– ¿Malos modos?

Quiso quitarle importancia:

– No llegó la sangre al río -dijo-. Pero he podido comprobar que tiene sus riesgos, no someterse a lo que al señor le apetece.

– No me estarás diciendo que te puso la mano encima.

– Olvídalo, no pasó nada.

– Dime que te puso la mano encima y lo siento en una silla de ruedas.

Mi compañera meneó la cabeza.

– Anda, cálmate. Lo más probable es que te sentara él a ti. No hay necesidad de hacer que esta historia resulte todavía más lamentable.

– No me subestimes -protesté-. Ya me las arreglaría.

– ¿Cómo?

– Le atacaría a traición. Le manipularía los frenos del coche. Por ejemplo.

Se echó a reír.

– Hablo en serio -insistí-. Dime que te tocó y le arruino la vida.

– No, no me tocó. Pero me temo que ese capullo es de los que podrían llegar a hacerlo. Así que no me va a volver a ver el pelo nunca más.

– Y ahora te acosa por teléfono.

– Bah, sólo lloriquea. Ya se le pasará. Anda, vamos a olvidarnos de él. Ya está bastante oscuro. Ven y te enseño las estrellas.

Salimos del coche. Casi hacía frío, ahora. Fui tras Chamorro hasta un promontorio, desde el que se dominaba una extensa porción de cielo.

– La noche no es buena, porque va a haber demasiada luna -advirtió-. Pero ya quisiera ver yo desde mi casa la cuarta parte de esto. Mira. Guau. Es un verdadero espectáculo. Qué gozada.

Lo cierto es que nunca habría imaginado que hubiera tantas estrellas como las que a simple vista se ofrecían a nuestra contemplación. Él cielo estaba infestado de ellas, por todas partes. Casi emborrachaba mirarlas.

– No sé cómo las distingues -dije-. A mí me parecen todas iguales.

– Ni mucho menos, y si las vieras con el telescopio, aún lo notarías más. Las hay de todos los colores. Unas están lejos, otras cerca. Siempre en términos relativos, claro. Incluso dentro de una misma constelación, hay a veces estrellas muy diferentes. Aunque nosotros las vemos agrupadas, no tienen nada en común y se encuentran a cientos de años-luz unas de otras.

– No sé, yo me pierdo.

– Mira, es muy fácil. ¿Ves aquélla tan luminosa? Es Sirio, la más visible de todas, en la constelación del Perro Mayor. Se distingue muy bien porque está muy cerca. La luz que estamos viendo ahora la produjo hace sólo nueve años. Hacia abajo, a la izquierda, sin salir del Perro, te encuentras Wezen. Aunque te parezca que está junto a Sirio, está lejísimos de ella. La luz que estás viendo la emitió hace más de dos mil años, pero es cien mil veces más potente que el Sol. Es una supergigante, un monstruo. Lástima no tener aunque fuera unos prismáticos. Si prolongas la línea que forman Sirio y Wezen, llegas hasta Betelgeuse, en la constelación de Orión. ¿La ves?

La seguía con dificultad, pero la seguía.

– Sí, creo que sí -dije.

– No tiene pérdida, hombre. Orión es una de las constelaciones más fáciles de identificar. Y si a partir de Betelgeuse dibujas un triángulo isósceles, poniéndola en el vértice inferior, llegas por la izquierda a la constelación de Géminis, y por la derecha a Aldebarán, en Tauro, y a las Pléyades…

Continuó señalándome muchas más estrellas de las que soy capaz de recordar, explicándome lo grandes o pequeñas que eran, lo lejos o cerca que estaban, el color que tenían cuando se las observaba a través del telescopio. Al final, pese a la nitidez del cielo, acabaron doliéndome los ojos.

– Uf -confesé-. Me parece que estoy llegando a mi límite. Entre lo que parpadean, y la cantidad de ellas que hay…

– No parpadean ellas -me aclaró-. Son las corrientes de aire en la atmósfera. Si te fijas, parpadean más cuanto más cerca de la línea del horizonte. Porque la luz atraviesa un espesor mayor de la atmósfera.

– En todo caso, creo que me rindo, Chamorro.

– Está bien, no te aburro más. Déjame que mire otro rato y nos vamos.

Me aparté un poco, mientras ella completaba sus observaciones. Al cabo de unos diez o quince minutos, se reunió conmigo. Hizo chascar la lengua.

– Lástima, no haber traído prismáticos -repitió-. En fin. Cuando quieras.

– Espero que te haya merecido la pena, a pesar de todo.

– Claro. Cuando lo puedes ver así, tan limpio, y abarcándolo de un golpe, sientes de pronto lo inmenso que es. Y que todo eso tiene que tener un por qué. Que tiene que haber, por narices, algo inteligente y bondadoso detrás.

– ¿Tú crees?

– Sí, lo creo -declaró, con una súbita solemnidad-. ¿Tú no?

– Sólo a veces.

– Eso es que no te fijas bien.

– Será eso -respondí, porque en el fondo, qué sabía.

Aquella excursión, que pese a sus bienintencionados esfuerzos no le sirvió a Chamorro para convertirme, ni tampoco para contagiarme su afición astronómica, sí contribuyó en cambio a restaurar entre ambos la confianza que últimamente habíamos perdido. No se me ocultaba, ni a ella tampoco, cuál era una de las interferencias que habían propiciado aquel alejamiento. En el camino de regreso, mientras bajábamos, ahora en medio de la oscuridad, por la misma carretera por la que antes habíamos subido, fue ella la que quiso sacar el asunto. Quizá porque sabía que yo no lo iba a hacer.

– Hay una explicación que me parece que te debo -dijo.

Apenas la oí, adiviné por dónde iba.

– No me debes explicaciones -contesté-. No si no te apetece dármelas.

– En parte me cuesta un poco, sí. Pero me cuesta más dejar que pase el tiempo sin contártelo. Creo que tienes derecho.

– No tengo ningún derecho sobre nada tuyo -insistí-. Sólo soy tu sargento.

– Bueno, esto ha venido a mezclarse. Quizá porque yo he sido un poco tonta. El caso es que ahora creo que tengo que decírtelo.

– Hablamos de Anglada -me atreví a deducir.

– Sí.

– No hace falta que me cuentes nada, de veras.

– Voy a contártelo. Por mí. Me descargaré de un peso. Quiero que sepas por qué no la trago, y por qué no puedo dejar de lamentar que hayamos coincidido con ella en esta investigación.

Noté que el pulso se me aceleraba. No podía impedirlo.

– Algo te dejé caer, si no recuerdo mal -dijo-. Me llevo a matar con ella desde la academia. Y el caso es que al principio congeniamos, ya ves.

Se detuvo, y a punto estuve de pedirle que no siguiera. Pero no lo hice.

– Nos tocó en la misma camareta -continuó-, y durante los primeros días tuve la sensación de que era con la que más tenía en común de todas. Pero en seguida empecé a notar que había ciertos aspectos en los que éramos muy diferentes. Demasiado diferentes como para estar a gusto con ella.

Volvió a hacer una pausa. Le costaba ordenar su relato.

– En fin, no voy a aburrirte con rodeos. Pronto descubrí que Ruth tenía una visión de la vida muy distinta de la mía. Cuando por la noche empezaron las confidencias, siempre estaba con lo mismo. Puede que yo sea poco natural para estas cosas, no te digo que no. Pero el caso es que no me siento cómoda escuchando a una tía que no hace más que contarte con todo lujo de detalles cuántos tíos se ha tirado y cómo lo hace para ponerlos a cien y cómo lo pasó con éste y cómo la tiene aquél. Lo mismo me da que sea verdad o que sea mentira. No es mi tema favorito de conversación.

En la oscuridad de la noche, no pude ver cómo se ruborizaba. Tampoco ella pudo ver cómo la sangre acudía a mi rostro, pero yo sí lo noté.

– Si la cosa hubiera quedado ahí -añadió-, bueno. No sería mi modelo en la vida, pero nada más. El problema vino cuando fue más allá.

Volvió a quedarse callada, buscando las palabras.

– Mira -dijo, un poco nerviosa-. Yo no veo nada malo en que haya tías a las que les gusta acostarse con tías, eso por delante. Pero a mí, personalmente, no me va ese rollo. Entiendo que alguien, si va por ahí, pruebe suerte contigo, antes de saberlo. Lo que no entiendo es que te den el coñazo cuando ya les has dejado claro que eso no es lo tuyo. Y lo que me pone negra es que encima te dé la sensación de que lo hacen porque les divierte.

Sentí cuánto le había costado; como a un cowboy arrancarse una flecha.

– Vale, Virginia -le dije-. No hace falta que me cuentes más.

– Quería que supieras que tengo razones. Que no soy una histérica.

– Lo sé.

– Creo que he sabido llevarlo, a pesar de todo. Y no me ha sido fácil.

– Ya me doy cuenta.

– Pero si tú no lo crees así, me vuelvo a Madrid y que venga otro.

La voz se le había quebrado un poco en la última frase. La miré de reojo y vi el brillo de las lágrimas que temblaban entre sus párpados. Me sentí idiota, por lo que hubiera podido agravar su malestar, e inútil, porque veía que ella pasaba por un momento delicado y no sabía ayudarla.

– Tú no te vas a ninguna parte -dije-. No mientras yo no me vaya.

– Lo digo en serio.

– Ya veremos cómo lidiamos la situación, no te preocupes.

Yo, sin embargo, sí que estaba preocupado. Con la mirada fija en la niebla que ahora me reflejaba el resplandor de los faros, por aquella carretera de pronto interminable, pensaba en la manera en que había contribuido a embrollar aún más algo que ya de por sí era un buen embrollo. Me acordaba de Ruth, la veía a la nueva luz que Chamorro me acababa de revelar, y no sabía qué demonios iba a hacer para manejarme en adelante. Ni siquiera podía aclarar cuáles eran mis propios sentimientos respecto de ella.

– Mira -hice un supremo esfuerzo por parecer firme-. Vamos a resumir lo que está claro. Tú y yo formamos un equipo, punto. El equipo no se rompe por un tercero, y menos por la actitud improcedente de ese tercero. Si en algún momento alguien se comporta como no debe, y tan pronto como yo lo sepa, contra quien tomaré medidas será contra ese alguien. Así que te ruego que me mantengas informado de todo lo que pase a este respecto.

– Hasta ahora no ha pasado nada -dijo-. Ya he procurado no darle ocasión. Bueno, si exceptuamos el numerito del otro día en la playa.

– Dejemos eso correr. Pongamos que cada uno se baña como quiere.

– Mejor será, sí.

– Y seamos prácticos. Cuanto antes resolvamos este asunto, antes nos quitaremos el problema. Vamos a concentrarnos en el trabajo.

– Está bien.

– Pero ante todo, que te quede clara una cosa.

– Qué.

– Que puedes contar siempre conmigo. Para lo que sea.

Chamorro asintió con lentitud.

– Gracias -murmuró, y la culpa me atenazó la garganta.

Por fortuna, terminamos de cruzar aquel maldito bosque, la niebla se disipó y unos cuantos kilómetros más adelante la carretera se volvió bastante más ancha y llevadera. Entre unas cosas y otras, cuando por fin me acosté en la cama del hostal, estaba derrengado. Me vino bien, porque lo que necesitaba era dormir, y no enredarme en estériles elucubraciones.

Dormí, pero no hasta la hora que había programado en mi teléfono móvil. Cuando sonó, a eso de las cinco y cuarto, supe en seguida que algo no iba bien. No era la melodía del despertador, sino el tono de llamada.

– ¿Vila? -oí que decía una voz masculina, cuando me puse el auricular en la oreja. Creí que era un sueño. Aquel hombre estaba llorando.

– Vila, ¿me oyes? Joder, Vila. Está muerta. La han matado. Joder…

No soñaba, no. Pero así, con esas palabras, empezó la pesadilla.

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