No fue fácil persuadir a Morcillo y a Azuara de que debían regresar a Tenerife y pasar la noche en sus casas. Estaban empeñados en quedarse allí a dormir. Pero insistí en que no hacía falta y los convencí para que tomaran el último barco. Morcillo, no se me ocultó, se marchó un poco escamada. Qué se le iba a hacer. De todos modos esperaba poder decirle pronto por qué había actuado así. Para cerrar el círculo, llamé al teniente Guzmán, a quien le conté que habíamos recogido nuevos indicios en la línea de lo que ya le había avanzado pero que teníamos que profundizar y que prefería continuar al día siguiente, temprano. Guzmán se mostró comprensivo y me exhortó a que descansara, después de la acumulación de emociones del día.
Una vez cubierto ese frente, me quedaba el otro. Antes de nada, le expliqué a Chamorro lo que me proponía, y por qué. Me escuchó con atención, y no quise dejar de pedirle que me expusiera con toda libertad su criterio.
– Estoy de acuerdo -dijo-. Es sólido. Es más que sólido. Me revienta haberlo tenido delante de las narices todo el tiempo y no…
– Quién iba a pensar -la disculpé.
– Parece mentira, sí. Pero estas cosas pasan. Ya se sabe.
– No te lo quiero ocultar. La maniobra tiene peligro.
– Ya me doy cuenta yo.
– Quiero que andes pendiente del menor movimiento.
– No te preocupes.
Lo citamos en el parador, y con el pretexto del teléfono móvil descargado, que debía dejar conectado a la red porque esperaba llamada de mis superiores, le hicimos venir a mi habitación. No opuso resistencia. Si se hubiera resistido, habríamos tenido que salir a buscarle sin perder un segundo, y habría habido que hacerlo de otra forma. Pero era mejor así, fuera de su terreno. Primero nos avisaron desde la recepción. Les pedimos que le indicaran el camino. Un par de minutos después, sonaban unos golpes en la puerta.
– Atenta -le dije a Chamorro.
Mi compañera se colocó el arma entre la parte posterior de la cadera y el pantalón, al alcance de la mano. La había montado antes, como yo la mía.
– Hola, pasa -dije, tras abrirle la puerta.
– Qué tal -respondió, con gesto cansado.
Pasó al centro de la habitación. Me quedé a su espalda. Chamorro, desde el fondo, lo tenía cubierto desde el otro lado, en diagonal.
– Bueno, vaya paliza de día, ¿no? -comentó, mientras buscaba donde sentarse. No le invité a hacerlo en ningún sitio.
– Nava. Levanta las manos. Sobre la cabeza.
– ¿Qué?
– Que levantes las manos. Donde pueda verlas.
– Oye, ¿pero qué…?
– No te lo voy a decir otra vez -advertí, encañonándole.
Se volvió a Chamorro, que también le apuntaba, ahora.
– Joder, ¿qué es esto? -protestó, mientras obedecía.
Vi inmediatamente dónde traía el arma. Bajo el brazo.
Me acerqué despacio, sin dejar de encañonarle. Me miró con una especie de desolación. Luego alzó el rostro y cerró los ojos. Exhaló un largo suspiro.
– No tengas miedo, Vila -dijo-. No voy a hacer nada. No soy un asesino.
Se dejó desarmar sin mover ni un músculo. Mientras retrocedía, comprobé el estado de su pistola. Sin montar, y con el seguro puesto.
– Vaya, qué mal rollo. ¿No vais a dejar que me siente, siquiera?
– Sí. Allí, junto al cabecero. Extiende la mano y déjala cerca. Voy a esposarte a la cama. Chamorro te va a estar apuntando. Y tira bien. Te aviso.
– Que no voy a resistirme, hombre.
Preferí, no obstante, mantener la precaución. Ni siquiera cuando le tuve inmovilizado me consentí relajarme. Me senté a buena distancia de él, y otro tanto hizo Chamorro, siempre formando un ángulo con mi posición.
– Bueno, ya está -dijo Nava, mientras se frotaba los ojos con la mano libre-. Ya se acabó. ¿Sabes qué te digo? Lo estaba esperando.
– Suele pasar -asentí-. La conciencia es una perseguidora más dura que todos los policías juntos. Y a poca gente le falta del todo.
– Tienes razón. Eso no lo sabía, fíjate. Lo supe después. Que se puede llegar a desear que llegue la hora de pagar.
– ¿Lo deseabas?
– Sí. Y si por mí fuera, habría llegado antes. Y se habría ahorrado una vida. Aunque ya sé que nadie se va a creer esto, nunca.
A mí me costaba un poco creerlo, desde luego. Pero las lágrimas que de repente inundaban sus ojos, y el temblor que había en su voz, no me parecieron de tristeza falsificada. Aunque eso, lo sabía bien, distaba de otorgarle un certificado de inocencia, a los efectos que a mí me incumbían.
– En todo caso, no quiero que parezca que no soy deportivo -se recompuso-. Vaya por delante mi felicitación. Sois unos sabuesos imbatibles.
– Comprenderás que no me alegre nada tu felicitación.
– Pues debería, creo yo. No estaba fácil. Otros lo intentaron y salieron trasquilados. Se dejaron enredar en la trampa que les habían tendido.
Le observé. Miré luego a Chamorro. También estaba sorprendida.
– Honradamente -dije-, creí que ibas a negarlo todo.
Nava me ofreció una sonrisa desvencijada.
– ¿Negarlo? ¿Para qué? Me tienes cogido. Lo sé. No sé todo lo que tienes, pero me consta que tienes más que suficiente. Sólo bastaba con que supieras interpretarlo. Y si estoy aquí, esposado a esta cama, es que has sabido. A partir de aquí, a palmar. Me va a tocar comerme hasta lo que no he hecho. Sólo voy a negar eso, lo que no hice, aunque no sirva de nada.
Admito que la reacción de Nava me cogía desprevenido. No me lo había representado así, cuando había tratado de imaginar cómo resultaría aquello. Pero tenía la obligación de no dejarme tomar la delantera, fueran cuales fueran las maniobras que él ingeniara para desorientarme, y me sentía fuerte y despierto; tanto como hiciera falta para conducir la situación.
– ¿Qué es lo que no hiciste, Nava?
– Que conste que ya te dije que no me ibas a creer. Pero tengo que intentarlo. Yo no maté al chico. Ni maté a Ruth. Sobre todo, no la maté a ella, y créeme, aunque te cueste. Si estoy aquí, es por haber dejado que ella me importara más de la cuenta. Nunca habría podido hacerle daño.
– ¿Quién iba en el coche rojo, entonces? ¿Quién iba con Ruth anteayer, y luego se tomó el trabajo de borrar las huellas dactilares?
Nava inspiró con fuerza.
– Yo. Eso ya lo sabes, y tendrás dentro de nada una huella cruzada y a lo peor un análisis de ADN que te permita respaldarlo. Y como sé que eres listo, no te diré que la huella que recogisteis la debí de imprimir cuando ella me llevó al centro a ver a esos conocidos, antes de dejarla sola. Primero porque eso, ser el último que la vio, ya me hace sospechoso. Y segundo, porque cuando todo se hunde, viene hasta la mala suerte a jugar en tu contra. Tenía que aparecer la dichosa huella en la puerta del conductor, una puerta que en condiciones normales yo no tendría por qué haber tocado.
– Te he escuchado, pero no sé si te entiendo -dijo Chamorro.
– Yo tampoco -reconocí-. Así que estabas allí, pero no hiciste nada.
– Sonará raro, pero es así. Yo fui el que llevó el cadáver del chico al lugar donde apareció. Pero lo había matado otra persona. Y yo estaba con Ruth, en el coche, cuando la bala la mató. Pero no apreté el gatillo. O si lo hice, no fue voluntariamente. Fue un accidente, Vila. Vamos, ya puedes reírte.
– Por qué. No veo que tenga gracia.
– Bueno, existe el humor negro. A veces es la única válvula de escape. Perdona que recurra a él alguien a quien se le ha arruinado la vida.
– En esta historia hay a quien se le ha arruinado la vida mucho más que a ti. Me va a costar tenerte lástima, mi sargento primero.
– Ya lo sé.
– Y devolviéndote la cortesía, ya que respetas nuestra inteligencia y no tratas de ofenderla, al menos en el detalle de la huella, supongo que eres consciente de que tu cuento te plantea ciertas dificultades.
– Claro.
– Por ejemplo, te exige un culpable alternativo para la muerte del chico.
– Lamentablemente, lo tengo.
– ¿Lamentablemente?
La expresión con que entonces me observó Nava no sé si era irónica, cruel o tan sólo desesperada. Pero me sobrecogió.
– Vamos, Vila -dijo-. Ya lo has pensado. Sería impropio de la astucia que me has demostrado hasta ahora no haberlo hecho. Sabes quién lo hizo.
– No lo sé, si no fuiste tú -me resistí.
– ¿También vas a decirme que no sabes quién era la chica rubia?
Noté que Chamorro me vigilaba. Le había contado mi conversación con Desirée Gómez, y le había razonado por qué, en combinación con otros muchos indicios reunidos aquí y allá, me llevaba a creer que Nava tenía que estar implicado; pero respecto de la otra cuestión que la revelación de la muchacha planteaba, había preferido ser bastante más ambiguo. Y ella, aunque había comprendido la evidencia, me había permitido que lo fuera. Lo que preguntaba ahora Nava, sin embargo, no admitía ambigüedad alguna.
– No sé de qué color tenía el cabello Ruth -dijo-. Siempre se lo vi teñido. Entonces iba de rubia. Poco después, cuando se dio cuenta de que la chica la había visto con Iván, aunque hubiera sido rápido y de refilón, prefirió teñirse de morena oscura. Creo que era tirando a castaña, en realidad. En todo caso, lo has tenido chupado, no puedo creer que se te haya pasado la fotografía de ella que publicaba hoy el periódico. Porque era precisamente una foto de aquella época. De cuando todavía iba de rubia. De rubia fatal.
Si sólo hubiera sido aquella foto, me habría empeñado en creer en una casualidad, por rocambolesca que pudiera parecer. Pero estaba todo lo demás. La peculiar actitud de Ruth durante la investigación; su empeño en menoscabar, aun con sutileza, cualquier pista que no condujera a Gómez Padilla; o cómo había coincidido la desaparición de ciertos testigos con el momento en que ella había sabido que nos acercábamos a ellos. Eran tantos detalles, tantas las razones que tenía para pensar que se había ofrecido voluntaria a colaborar con nosotros sólo para estar informada de primera mano y sabotear cuanto pudiéramos hacer… Y en cuanto a Desirée, ahora tenía una explicación bastante palmaria para algo que me había extrañado en su momento: que queriendo estar siempre en todas las salsas, Ruth hubiera dado un paso atrás cuando habíamos ido a ver a la chica, bajo el nimio pretexto de hacer las tareas domésticas. Como era lógico, no quería encontrarse con la que era, acaso, la única persona que podía vincularla con Iván.
– Qué es lo que estás queriendo decir. Dilo -le exigí.
– Pues eso, Vila. Que fue la dulce Ruth. La que se le acercó por la espalda, le sujetó del flequillo y de un solo tajo, antes de que el bobo de Iván pudiera darse cuenta de que se le había acabado la vida, lo degolló.
No hablé. No pestañeé siquiera.
– Empéñate en no creerlo -dijo-. Pero así fue.
Seguí impasible.
– Por qué.
– Cómo que por qué.
– Sé me ocurre por qué pudiste matarle tú. Sé, además, que te desembarazaste del cadáver y que hiciste la llamada fingida para que todo el mundo creyera que el concejal había simulado el robo de su coche. De ella sólo sé que mientras tú hacías todo eso estaba de patrulla con Siso, que lo confirma, y es el único por cuya inocencia apostaría en todo este embrollo.
– No eres mal apostador -opinó-. Claro que Siso es inocente. El inocente perfecto. Y el espectador perfecto para hacer creíble una obra de teatro. No fue idea mía. Fue ella, la que pensó que había que utilizarlo para eso.
Confieso que hasta ahí no había llegado.
– Vamos, Vila. Piensa. Ella sabía que yo iba a pasar. Los dos sabíamos que a Siso iban a parecerle sospechosos aquel coche y sus ocupantes, o si no, se le podría invitar fácilmente a que se lo parecieran. Y yo podía ir tranquilo con el cadáver sentado a mi lado, porque sabía que ella, aunque fingiera perseguirme, nunca me iba a coger. Funcionó como un reloj, o casi. Porque Siso se empeñó luego en dar media vuelta, y se encontraron conmigo cuando yo regresaba. Pero al final eso nos vino aún mejor. Porque pudimos fingir una persecución más trepidante, le hicimos fijarse más en el BMW y le pusimos en condiciones de asegurar que lo había visto volver a la carretera principal desde el desvío que lleva a donde apareció el cuerpo.
– Lo que no puedo entender es cómo tuviste la sangre fría de hacer todo eso, sabiendo que iba a servir para inculpar a un inocente -dijo Chamorro.
Nava rió sin fuerza.
– No necesitábamos que le condenasen, tan sólo que se centrara en él la investigación y no se mirase mucho por otro lado. Lo que yo deseaba era que pudiera dar alguna coartada, y que eso condujera la investigación a un callejón sin salida, hasta que los jefes y los jueces se aburrieran y el caso empezara a criar polvo. Salió aún mejor, con un juicio y una absolución unánime del jurado. Lo crítico son los primeros momentos, que es cuando la gente está en tensión y las pistas frescas. Luego todo se relaja mucho. O eso pensaba, hasta que me las he tenido que ver con vosotros.
– Pero ese hombre pasó un año en la cárcel.
– No me siento orgulloso. Ya he dicho que había cosas que me pesaban, y que estoy dispuesto a pagar. Ésa es una de las más feas.
– No nos estás diciendo todo -sugerí.
– ¿Qué es lo que me callo?
– Que a tu socio le convenía quitar de la circulación al concejal. A quien le denegaba licencias y le limitaba las ganancias.
– Mi socio -evocó-. Pobre. Me lo imagino ahora, cagándose por la pata abajo. Y no sabe lo que se le viene encima. Eso pasa por jugar con fuego.
– Tampoco a él pienso tenerle lástima. Pero va después de ti.
– Pues se la podrías tener. Cuando se enteró de lo que habíamos hecho, estuvo a punto de desmayarse, del espanto. Tiene la mano rápida para coger los beneficios, pero le faltan huevos para manchársela.
– ¿Me estás diciendo que él no sabía nada?
– Coño, ni siquiera lo sabía yo. Ya te lo estoy diciendo. Fue ella. Cuando yo llegué, me encontré ya con el muerto y el charco de sangre.
– Qué vas a ganar dejándole fuera, Nava.
Meneó la cabeza.
– Nada, tío, ya lo sé. Yo estoy frito. Y no te creas que no me apetecería echarlo a los leones, por gallina y tacaño, pero no soy tan cabrón.
– No te puedo creer.
– Te lo juro. Él se enteró cuando Iván ya estaba muerto y cuando ya habíamos hecho la farsa para colgarle el marrón al concejal. Era como matar dos pájaros de un tiro. Todo se le ocurrió a ella, que tenía la mente más retorcida que me he echado a la cara. El concejal era el mejor culpable que podíamos encontrar, por sus broncas con el chico, y encima andaba estorbando. Verde y con asas. Yo me limité a poner en práctica la idea, porque algo había que hacer y aquélla me pareció tan buena como cualquier otra. Y el pobre PP se encontró el pastel con la guinda puesta, y a partir de entonces tuvo que vivir con el miedo de que le acusaran de un asesinato.
– Lo que tampoco os vino mal, suponiendo que me crea la historia.
– Pues no. Un socio que tiene mucho que perder es más fiable.
– Si insistes en declarar eso, vas a dejarle en encubridor. Le vas a ahorrar una pila de años de talego. Lo sabes.
– Lo sé -asintió-. Ha llegado el momento de empezar a hacer el bien.
Hice una pausa, para tratar de ensamblar todas las piezas del rompecabezas. Era aún más complicado de lo que presentía, y no quería que se me quedara ningún cabo suelto. Sobre todo, no quería que, bajo la añagaza de su disposición a confesarlo todo, Nava lograra despistarme.
– Bien, todo lo que me cuentas es muy interesante, y no te diré que inconsistente. Pero sigo sin ver por qué ella iba a querer matarlo, al chico.
– ¿Por qué crees que podía querer hacerlo yo? -me devolvió la pregunta.
– Porque empezasteis a usarlo como camello y te diste cuenta de que era un idiota y un bocazas. Que no era de fiar, y podía traerte la ruina.
– Eres listo, Vila. O eso, o adivino.
– Tampoco hay que estrujarse mucho los sesos. Sólo hace falta juntar todos los datos que se van recogiendo aquí y allá, sobre unos y otros.
– En serio, tío. Me admiras. Qué cabeza. La verdad es que casi es un honor, que te mande a la cárcel un tipo de tu talento.
– No soy más inteligente que tú -le rebatí-. Ni siquiera diría que soy inteligente. Sólo tengo buena memoria. Lo que veo y lo que oigo no se me suele olvidar. Por si te anima, he tenido que oír y ver muchas cosas antes de comprender quién eras y de enterarme de lo que estaba pasando aquí.
– Gracias. Me anima, sí. Sin embargo, con lo listo que eres, o con tu buena memoria, no aciertas en todo. Es verdad que cometimos un error fatídico. Pero el error fue otro, e involuntario. Coger a un idiota para que pase mercancía no es un error, necesariamente. Lo es que el idiota te conozca, y sepa quién eres y que trabaja para ti. Y de eso la culpa no fue nuestra, sino de un gilipollas al que espero que enganchéis pronto, si no ha caído ya.
– El Moranco.
– Bingo. No sé por qué vino con ese niñato a una cita a la que debía haber venido solo. Luego nos dijo que por comodidad, porque se le había cascado el coche y el otro lo trajo en la moto. El caso es que el niñato nos vio. Y nos llegó la onda de que, a partir de ahí, empezó a darse importancia.
– No me cuentes más.
– Sí, claro que te cuento más. Tampoco era una tragedia. Cosa de darle un susto y hacerle entender de qué iba el negocio. No es la primera vez que se presenta ese problema, y no hay por qué resolverlo en plan carnicero.
– Pero…
– Pero ella se adelantó, tío. Así, como te lo cuento. Antes de que yo pudiera encauzarlo de forma razonable, zas. Asunto liquidado.
Sacudí la cabeza enérgicamente.
– No puedo creerte, ni así me lo jures. Todo tiene un por qué. Y por más que me lo digas, aquí sigo sin ver por qué ella iba a hacer lo que tú no.
Nava abatió la mirada.
– Yo también sigo sin verlo. En el primer momento, pensé que estaba loca. Luego, cuando me contó lo que había pasado aquella tarde…
– Y qué había pasado -preguntó Chamorro, reticente.
– En principio, nada anormal para ella. El chaval estaba de buen ver, no voy a negarlo, y Ruth no se andaba con muchas gaitas para estas cosas. Lo sé por experiencia personal. Y como yo, muchos otros. Su teniente Guzmán, sin ir más lejos. El caso es que se hizo la encontradiza con él.
No estaba nada seguro de querer seguir escuchando su relato. Pero tampoco podía detenerle. Si amarga era la verdad, amarga debía beberla.
– En fin, después de darle un poco de conversación, y de calentarlo un poquito, me imagino, lo llevó al chalet que teníamos para… Bueno, para utilidades diversas. El chaval la siguió como un cordero. Sin embargo, una vez allí, debió de portarse de una manera un poco especial. Algo debió de hacer que a Ruth no le gustó demasiado. Era una chica abierta, pero con tendencia a querer llevar la voz cantante. Pon que el chico no se percatara, y se pusiera inconveniente o un poco tonto. Pon que hiciera algo de fuerza, o que se descolgara con alguna grosería. No lo sé. El caso es que todo eso se debió de juntar en el cerebro de ella con alguna otra cosa, y explotó. El cuerpo estaba en la cocina, caído junto a una mesa. Sobre la mesa había una papelina con dos rayas. El cuchillo era uno de la cocina, el primero que encontró. El chaval estaba ocupado en algo que le exigía atención, y eso le dio ventaja. Pero nuestra Ruth tuvo que decidirlo y hacerlo muy rápido.
Si era un cuento, tenía la contundencia y la meticulosidad suficientes para acreditar a Nava como un fabulador bastante capaz.
– Luego me llamó. Y cuando me presenté allí y lo vi, sólo me dejé arrastrar por lo que ella propuso. En algún momento, sí, pensé en detenerla. Mientras limpiábamos la sangre, mientras lo preparábamos todo, pasó por mi cerebro la única idea sensata, ponerle unas esposas, entregarla, y aceptar que la función también había terminado para mí. La expulsión del Cuerpo, la cárcel, y después la nada. Si hubiera estado solo, lo habría aceptado. Pero acababa de conocer a otra mujer. Y ella estaba embarazada de dos meses, íbamos a casarnos. Quise ser yo el que cuidara de esa criatura. O la usé como pretexto, para cuidar de mí mismo. Ponlo como quieras.
– No estoy aquí para juzgarte -le aclaré. En definitiva, no era el primer hombre que perpetraba una infamia invocando una buena intención.
– En cuanto hubimos limpiado todo, volvimos al puesto. Ruth entraba de turno a las doce. Mientras ella salía de patrulla con Siso, yo dije que me iba por ahí a tomar unas copas. Hice unos cuantos viajes. Primero en mi coche hasta el chalet donde seguía el cuerpo. Luego en la moto del chico hasta las inmediaciones de la casa del concejal. El BMW estaba aparcado fuera, me costó poco hacerme con él. De nuevo vuelta al chalet, esta vez en el coche del concejal, y de allí, ya con el chico, al parque. Abandoné el BMW no demasiado lejos del chalet y fui andando a recuperar mi coche. La moto la recogimos y la llevamos a la casa del chico al día siguiente. Sabíamos que no estaba la madre y que no había prisa. Fue un poco laborioso, pero cuando estuvo hecho, creí que todo había salido a pedir de boca. Entonces pensé que si la hubiera detenido habría hecho el primo. A fin de cuentas, yo no había matado a nadie. Y de momento, había logrado alejar el problema.
Nava se interrumpió, apenas un instante. Luego siguió:
– Pero algo me decía que era sólo eso, una prórroga. Que todo se acabaría viniendo abajo algún día. Siempre conté con ello. Por eso no me puse tan nervioso como Ruth, cuando vinisteis. Aunque verle las orejas al lobo no es reconfortante, yo ya lo esperaba. Sabía que era demasiado difícil mantener el engaño, si venía alguien que le pusiera voluntad y paciencia. Sabía que algo fallaría. Aunque controlásemos a los confidentes, aunque os diéramos pistas falsas, aunque supiéramos en todo momento por dónde ibais.
– Estuvisteis cerca de saliros con la vuestra -dije.
– No lo creo. Vosotros no teníais más que hacer vuestro trabajo. Nosotros teníamos que mantener el tipo contra viento y marea. Y costaba.
Me acordé, cómo evitarlo, de Ruth, a lo largo de todos y cada uno de los días de aquella semana. Sí, en algún momento la había visto perder la compostura. Pero nunca hasta el extremo de permitirme vislumbrar cuáles eran las verdaderas razones de su comportamiento. Se las había arreglado siempre para que yo pudiera imputarlo a cualquier otro motivo. Y en cuanto a Nava, aunque él lo había tenido más fácil, otro tanto podía decirse. Para su mala cara no había pensado en otra causa que las noches que le daba su hija, y para explicar su bronca actitud durante aquella cena, tampoco se me había ocurrido nada más que el vino al que él la había achacado.
– Sobre todo -prosiguió-, le costaba a ella. Cuando me daba novedades, normalmente por las noches, podía notar que estaba desquiciada. Y a medida que avanzaban los días, iba a más. Olí que iba a pasar algo, y que iba a ser ella la que lo provocase. Vi que reventaría en cualquier momento.
Mientras le escuchaba, me sentí ciego, sordo, imbécil. Por haber estado con aquella misma mujer, esos mismos días, y haber mostrado tal incompetencia para descifrar sus gestos, sus reacciones, sus ausencias.
– Lo que no me imaginaba era hasta qué punto iba a reventar. La gota que la desequilibró fue lo de la hija del concejal. Confirmar que la había visto. Que la podía reconocer. Ahí, Vila, sí que perdió la cabeza.
– Por qué dices eso. Qué hizo.
– Vino a verme, desencajada. Nos fuimos a dar una vuelta con el coche. Intenté tranquilizarla. Incluso me atreví a plantear si no debíamos rendirnos. Le sugerí que podía huir, perderse por Sudamérica, o por donde fuera. Me miró como si estuviera trastornada. Me insultó. Me dijo que ni se me ocurriera pensar que me iba a salir de aquello. Que me tocaría lo que a ella le tocase, que lo que había hecho había sido en beneficio de los dos.
Nava parecía ahora exhausto. Me di cuenta del esfuerzo que le suponía.
– En resumen -siguió-, había tenido una idea: matar a la chica. Eliminar al testigo, enfollonarlo todo aún más. Y había pensado quién tenía que ser el ejecutor. Ella estaba con vosotros. No podía ir a La Palma. Me lo expuso así, con esta misma sencillez con que te lo estoy contando ahora. Y yo, qué quieres que te diga, me reí. Le respondí que no. Que yo no mataba a nadie. Y menos a una pobre chica que sólo recordaba vagamente una cara.
No quería creer nada de lo que estaba oyendo, por demasiados motivos. Quería interpretar que Nava se estaba montando una película fabulosa, para librarse de aquello de lo que menos podía proclamarse inocente. Pero recordaba palabra por palabra mi conversación telefónica con Ruth, después de interrogar a Desirée; lo que le había contado yo, lo que ella me había preguntado. Sentí que empezaba a dolerme insoportablemente la cabeza.
– Lo que vino después -dijo-, fue muy confuso. Sé que ella sacó la pistola, que me gritó, que me amenazó. Sé que la cogí. Que intenté quitársela. Que se disparó. Y sé que nadie me va a creer, ya te lo dije antes. Por eso me comeré los veinte años, como Dios. Pero no voy a dejar de negarlo, mientras me quede aliento. Yo no la maté, ni quise que muriera. No habría podido quererlo. Hasta el final, aunque ahora veo que con bastante poca fortuna, lo único que quise fue protegerla. De lo que había hecho y de lo que podía caerle por ello. Y también, por encima de todo, de sí misma. Ahí fue donde la cagué. No comprendí que mi enemigo podía más que yo.
Chamorro se volvió hacia mí, con un gesto expresivo. Asentí. Ya estaba. Ésa era la historia que aquel hombre iba a sostener. Ya se la habíamos arrancado. Ahora podíamos creerla, o no. Pero la historia estaba ahí. No estaba peor construida que otras. Y nos bastaba para hundirle.
– No quiero dejar de preguntártelo, Nava -me sinceré-. Aunque me digas que no es asunto mío, y que no me quieres responder. No lo hagas si no quieres. Pero me intriga, de veras. Hace algunos años juraste defender lo que tú sabes. Por qué coño te pasaste al bando de enfrente. Para qué.
Las lágrimas volvieron a brillar en los ojos del sargento primero.
– No dejé de defender lo que juré defender, a pesar de todo -aseguró-. Si he podido ayudar a alguien, no he dejado de hacerlo. Pero a la vez me pasé al bando de enfrente, sí. No es tan raro. Los demonios, a fin de cuentas, fueron antes ángeles, ¿no? A todos nos tira lo que combatimos. Y cuando peleas contra alguien, te haces en cierto modo como él. Miente el que dice que nunca ha tenido la tentación. Yo la tuve, y caí. Eso es todo.
– ¿Por dinero?
– El dinero ayuda, claro. Hace que compense.
– ¿Y qué compraste con él?
– Algún capricho. El chalet. Un coche un poco mejor. Pero tuve cuidado, el chalet no está a mi nombre, y nunca fui por ahí regando billetes. La ostentación es el cepo en el que se pillan los dedos los pardillos. Casi todo está ahorrado. Pon que lo que quise comprar fue un futuro menos incierto.
Había una pizca de sorna, en aquello del futuro menos incierto. Quise entender cómo era posible que un hombre se despeñara así. Hasta el punto de hacer chistes mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
– Sé lo que piensas -dijo-. Tú eres un incorruptible. Conozco el percal. Tengo uno a mis órdenes desde hace muchos años. El bueno de Siso. Pregúntale por qué es guardia. Te hablará del orgullo de llevar el uniforme, del espíritu de servicio, del honor del Cuerpo. Y se le pondrá la carne de gallina mientras te lo dice. A ti te veo un poco menos pánfilo. Pero el resultado práctico es el mismo. Por lo que sea, te has convencido de que tienes un deber que cumplir y sigues adelante, contra viento y marea. También eres un crédulo, aunque de otra especie. Y al final, él y tú, sois lo mismo. Honrados tontos útiles, limpiándole las porquerizas al señor marqués. Que ahora no se hace llamar marqués, ni siquiera exige siempre que le llames señor, pero que después de todo viene a ser lo que siempre ha sido. Para él trabajas, mientras te crees un salvador de la humanidad y un servidor de la ley.
Le escuché con gesto beatífico. No pensé que quisiera insultarme.
– ¿Has llegado a creer que eres mejor que Siso? -pregunté.
– No. Claro que no. Sé que soy mucho peor que él.
– ¿Más listo, entonces?
– Menos iluso, nada más.
Medité sobre sus palabras. No quería responderle de cualquier modo. No porque sintiera la necesidad de preservar ante él mi vanidad. Nava estaba rendido, acabado, roto. No había nada que proteger de él. Más bien sentí una responsabilidad ante Siso y ante todos los que creían en lo que hacían. Yo no era quién para hacerles de portavoz. Pero me pareció que lo era.
– Pues no sé, Nava -dije-. Pero dudo mucho que la gente como tú sea más lista que la gente como Siso. Ni siquiera la gente como tú a la que le sale bien la jugada. Le llamas tonto, a Siso. Pero tú también eres tonto. Y yo. Todos lo somos. De todos, quien nos conociera y pudiera juzgar nuestra vida de cabo a rabo, acabaría diciendo: mira, qué tontería, y qué se creería que estaba haciendo. Eso no tiene vuelta de hoja. Así acabamos todos.
Nava me calibró con la mirada, escéptico.
– En fin, tal y como yo lo veo -continué-, la cuestión no es empeñarse por encima de todo en no ser un tonto útil. Sino tratar de impedir que tus actos te conviertan en un tonto inútil o en un tonto perjudicial.
– Y eso por qué.
– Porque son pocos los hombres que han nacido para hacer daño y convivir tranquilamente con ello. Si es que hay uno solo.
– Debo entender que no me consideras un malvado, entonces.
– Hablando en serio, Nava. ¿Qué es un malvado?
– Creí que tendrías tu concepto de eso.
– Pues no -contesté-. He conocido a gente que hacía el mal, por supuesto. Pero no estoy seguro de haber conocido a ningún malvado. He conocido locos, inconscientes, estúpidos, cobardes, soberbios, ambiciosos, débiles, imprudentes. Pero malvados, lo que se dice malvados, no. Todos se buscaban una excusa para convencerse de que las circunstancias los habían llevado ahí. Un malvado no se busca excusas. Hace daño y se queda tan ancho. Te he oído unas cuantas excusas, esta noche. Así que no; no me das la talla.
– Deberías haberte hecho cura, Vila. Me siento como si acabara de confesar, pero en el confesonario. Y mira si hace años que no lo uso.
– Ríete. Pero hay algo que tú sabes que es verdad. Quien pierde la vergüenza, ya no la recobra nunca. Sólo hace falta perderla una vez. Luego, ya va todo cuesta abajo. Búrlate del que se empeña en ser honrado, como Siso. Pero sabes que te lleva esa ventaja. La vergüenza. Que le da una fuerza que a ti te falta, y que le protege de hacer las idioteces que tú has hecho.
Nava hizo memoria. Después, con pulcra exactitud, recitó:
– El honor ha de ser la principal divisa del guardia civil; debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás.
– Veo que no es que no lo recordaras.
– Es enternecedor, Vila, que te creas lo que ya no se cree nadie. Que no te fijes en quién escribió eso, y para qué lo escribió. Tú, un universitario.
Si pienso en mí mismo, tiendo a considerarme cualquier cosa menos un creyente. Pero también esto, como todo lo demás, resulta relativo. Al lado de la de Siso, mi fe dejaba muchísimo que desear. Pero al lado de la de aquel hombre extraviado en el corazón de su laberinto, era mucha. Y aunque he sido educado en la duda (hasta considerarla el cimiento de cualquier forma de civilización) y mi oficio me obliga a practicarla sistemáticamente, me sorprendí a mí mismo dándole a Nava una réplica categórica:
– La verdad es la verdad, la diga quien la diga y para lo que la diga.
– Amén -se burló-. Oye, estoy molido. ¿No vas a llevarme al calabozo para que pueda echar una cabezada, antes de seguirme torturando?
– No te preocupes. Ya deben de estar al llegar.
Llegaron, sí. Media hora después, en el todoterreno que nos llevaba hacia el puesto, aprovechando que Chamorro había subido a otro vehículo y que los dos GRS que nos acompañaban no estaban muy al corriente del caso, me permití hacerle a Nava una proposición no del todo ortodoxa.
– No lo hagas. No le eches mierda encima. Está muerta.
– Por eso mismo, Vila. Qué más le da. Y no voy a decir nada más que la verdad. Así que puedo hacerlo con la conciencia bien tranquila.
– Apiádate de sus padres.
– Lo siento por ellos. Pero yo tengo una hija. Acepto que piense que su padre no fue tan honrado como debía. Pero no que es un desalmado.
– Sabes que no te va a servir de nada.
– Me sirve para lo que te acabo de decir. Y tú no deberías estar pidiéndome esto. Tu misión es que resplandezca la verdad y la justicia. Pues nada, aquí sí que puedes contar conmigo. Y no me incites al mal…
– No vas a hacerle bien a nadie, acusándola. No será nunca un hecho probado de una sentencia. Sólo algo que quedará insidiosamente ahí.
– No te canses, Vila. No tengo más remedio. Ella hizo lo que hizo, y sus padres tendrán que afrontarlo. Mi hija va primero. Lo siento.
Comprendí no sólo que no había ninguna posibilidad de convencerle, sino que en la práctica, iba a ser muy difícil arreglar que ella quedara al margen. Por otra parte, recordé que también Iván tenía una madre, y Margarethe von Amsberg, algún derecho a saber la verdad. Pero por un momento, no pude evitarlo, pensé que tener a un culpable encarcelado ya la confortaría, y que la verdad pura (concediendo que fuera la que Nava decía que era) no le resultaba indispensable. En fin, quizá pensaba así porque era lo que quería pensar. Tanto daba, en todo caso. Lo que hubiera de ser, sería.
Llegábamos frente a la casa-cuartel cuando Nava, acaso presintiendo que no volveríamos a estar solos, me dijo en voz baja:
– Aunque de esto sí que no pienso contar nada, quiero que sepas que lo sé. Y quiero que sepas también, porque es justo, que lo sé porque lo he adivinado. Ella nunca me lo dijo. Lo que eso signifique, tú lo interpretarás.
También sabía otra cosa Nava: que yo no iba a preguntarle qué era eso que sabía. Así que nada le pregunté. Y nunca volvimos a hablar de ello.