Capítulo 2 LA RUTINA DEL VAMPIRO

La primera vez que vi el rostro del ex concejal y ex vicepresidente del cabildo insular Juan Luis Gómez Padilla fue en una fotografía de periódico. Era un rostro cansado, y sin embargo feliz. La fotografía se la habían tomado a la salida de la audiencia provincial de Tenerife, el mismo día en que el veredicto unánime de un jurado popular le había absuelto del asesinato de Iván López von Amsberg. Su carrera política ya había quedado hecha trizas y sus cabellos prematura y completamente encanecidos daban cuenta del infierno que acababa de atravesar. Pero su mirada, en aquella foto, era la de un hombre que vuelve a ver la calle sintiéndose libre. Y ésa, como sólo sabe quien durante un tiempo la ha perdido, es una gloriosa sensación.

La fotografía me la había facilitado mi nunca bastante reverenciado amo y señor, el comandante Pereira, dentro de un grueso expediente en cuya cubierta se leía el nombre del muchacho muerto. Mientras esperaba a que terminase de confirmar mis sospechas sobre por qué y para qué me ponía el paquete en las manos, comprobé la fecha del periódico y eché cuentas. Hacía once meses de la absolución. Dos años y tres meses del crimen. Lo que en la jerga de la unidad central solíamos llamar un asunto podrido. No es en absoluto inusual que nos lleguen muertos pasados de fecha, para eso somos los expertos, pero si encima ha habido un juicio y el sospechoso ha salido libre, nos encontramos en la modalidad más extrema de los asuntos putrefactos. Repasé deprisa mi comportamiento en el último trimestre, por si encontraba alguna torpeza o maldad que me hiciera acreedor a semejante castigo.

– Quiero que sepas que no me siento nada feliz pasándote esta patata -me confortó el comandante, disipando mis temores-. Lo hago porque antes me la han pasado a mí, y creo que tienes derecho a saber por qué.

– Bueno, parece evidente -me apresuré a deducir-. Una investigación fallida, dos años perdidos. Ése es nuestro negocio. Ya estoy resignado.

Pereira frunció la nariz.

– Sí y no. Hay un matiz peculiar, que creo que te conviene saber. Después del juicio, el caso estuvo un tiempo estancado. La gente de policía judicial de la zona se quedó jodida con el veredicto absolutorio, tenían otras tareas, o les dio pereza volver a remover la cosa. No me preguntes. Lo cierto es que durante un año no se ha hecho nada. La razón de la actual reactivación, y de que nos metan a nosotros, no es que de repente alguien haya sentido la llamada del deber o el escozor del orgullo profesional herido. Es mucho más simple. Resulta que la mujer del nuevo subdelegado del gobierno es prima de la madre del chico al que mataron. Y que lo que hasta hace un mes era una carpeta polvorienta que todo el mundo intentaba olvidar, se ha convertido en la prioridad número uno. Te lo digo para que tomes nota.

– Me doy por enterado, mi comandante -dije-. ¿Anda también interesada la prensa? Por saber hasta dónde y cuánto van a putearnos.

Pereira se encogió de hombros.

– Por lo que me cuentan, la prensa perdió el interés después de la absolución del concejal. Gastada la veta morbosa, y ante la posibilidad de que el crimen fuera por razones más prosaicas, debieron olvidarse.

– ¿La veta morbosa?

– Lo leerás en la carpeta. El móvil que se le atribuía al concejal para matar al chaval. Por lo visto, el muerto se cepillaba a su hija de quince años.

– Ah.

– Sí, tampoco es gran cosa, una chica de quince años hoy día muy bien puede ser una comehombres veterana, como además parece que era el caso. Pero ya sabes que siempre que hay derramamiento de jugos corporales de por medio a la historia se le encuentra mucho más aliciente.

– Sí, eso decía el viejo Sigmund Freud. Pero se supone que ya estaba superado y que no era más que un salido y un capullo.

Pereira enarcó las cejas.

– Cuidado con quien me mezclas. Ya sabes que yo no me junto con ateos. Y menos con psiquiatras. A ti te soporto porque sólo eres psicólogo.

Pereira, mi comandante, siempre había sido un hombre de fundamentos, sólido catolicismo y recia salud mental. Por eso era tan bueno, casi inmejorable, llevando un negociado de tarados, como lo éramos algunos de los que estábamos a sus órdenes y prácticamente toda la clientela. Entre él y yo había uno de esos pactos que son más frecuentes de lo que a primera vista cabe imaginar, y que unen a personas con visiones del mundo radicalmente distintas (bueno, él tenía una, yo sólo un bosquejo) en la persecución de una insospechada finalidad común. Ya hacía más de seis años que trabajaba a sus órdenes y podíamos entendernos sólo con la mirada. Yo sabía lo que él esperaba de mí, y él sabía lo que yo podía darle. Por lo demás, a ambos nos asistía la confortable certeza de que ninguno de los dos dejaría por nada del mundo tirado o con el culo al aire al otro. Que ya es mucho más de lo que muchos jefes pueden esperar de sus subordinados y viceversa.

– En fin -recapituló mi comandante-. Tómate la mañana para empaparte de los papeles. Por la tarde hablamos y mañana mismo te vas a Canarias.

– Bueno, hay peores sitios a los que ir, en febrero.

– Como me caes bien, aunque seas un ácrata camuflado, te voy a dar dos semanas. Ni que decir tiene que se valorará muy positivamente que no agotes el plazo que te otorgo. Pero tampoco te amontones por eso. Por la conversación que he tenido con el subdelegado del gobierno, éste es uno de esos asuntos que más vale llevar bien derecho desde el principio.

El roce no sólo proporciona el conocimiento recíproco, sino también una multitud de sobreentendidos. No consideré necesario, por ello, protestarle a mi jefe por el juicio que acababa de realizar sobre mí: él ya sabía que a pesar de almacenar en mi interior un germen anárquico, en eso acertaba, resultaba en general bastante pulcro y bien mandado y siempre me las arreglaba para mantener las formas frente a los extraños y las autoridades competentes. Así que preferí derivar hacia un aspecto de índole más práctica:

– Supongo que se me permitirá llevar alguna ayuda.

– Claro, el caso lo merece, no vamos a reparar en medios.

– ¿Puedo elegir?

Pereira esbozó una sonrisa maliciosa.

– Te doy hecha la elección, hombre. Llévate a tu Chamorrito. Ya sé que es lo que quieres.

Me fue difícil mantener la impasibilidad ante la mirada de mi perspicaz comandante. Pero por fortuna, podía respaldar con una fría e inquebrantable convicción profesional cada una de las palabras que dije a continuación:

– No sólo es que trabaje a gusto con ella, que no lo niego. Es que me parece la mejor para esta clase de marrones.

– ¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

– Porque no se rinde nunca.

– Sí, es dura, la Chamorrito -concedió Pereira, pensativo-. Una tía con un par de cojones.

Me imaginé la cara que habría puesto Chamorro, si hubiera escuchado al comandante, tratándola en diminutivo y formulando sobre ella esa clase de observaciones. Me representé la ira que le asomaría a los ojos, y que sin embargo contendría. O no. A veces no se sabía del todo, con ella.

– Tenga usted cuidado, mi comandante. Ya sabe que alguno ha ido de gracioso cambiándole de orden las letras del apellido. Y es una broma desafortunada, aunque sólo sea porque no hay nada de eso.

– Bueno, hombre, aquí se echan muchas horas. De alguna manera hay que distraerse. Y por suerte te tiene a ti, para protegerla.

Pensé en responderle, pero una de las consecuencias de tratar con alguien que lleva una estrella gorda de comandante en el hombro, cuando tú sólo llevas galones de sargento, es que más vale abstenerse de replicar a todo lo que a uno le dicen, aunque se tenga a punto una frase ingeniosa o demoledora. Especialmente cuando se tiene a punto una frase así.

– Muy bien, Vila -concluyó Pereira-. Ahí tienes tu toro, y a tu banderillera preferida. Sólo espero que te concentres en el bicho y que rehuyas la tentación. Quince días en Canarias son una ocasión inmejorable para perder el control con una chica joven. Y ya sabes lo escasos que andamos de ellas y lo mucho que nos cuesta conservarlas cuando dejan de ser solteras.

La última frase de Pereira se había salido del tono relajado de la conversación. Era verdad que casi todas las chicas, en cuanto se casaban y pensaban en tener hijos, se largaban de la unidad. El régimen de trabajo allí, con viajes prolongados y a veces imprevistos, jornadas ilimitadas y desorden vital continuo, no era, desde luego, el más propicio para conjugarlo con una maternidad responsable. Tampoco con una paternidad en condiciones; de eso sabía yo algo. Y era una lástima, incluso para el propio Pereira, a quien no podía considerarse precisamente un ferviente adalid feminista. Porque las mujeres trabajaban bien y, sobre todo, eran formidables para actuar de incógnito. Aunque los ciudadanos, y en particular los malos, supieran que en la Guardia Civil había mujeres, aún les costaba intuir a la guardia en la simpática chica en vaqueros que les daba palique en la barra del bar.

– Me parece que me juzga a la ligera, mi comandante -repuse, con aire digno-. Y no creo haberle dado motivos. Además, si Chamorro deja de estar soltera, no será por mi culpa. Ya tiene novio.

Pereira puso un gesto de asombro.

– Coño, no tenía ni idea. ¿Y se sabe quién es?

Detesto el comadreo, aunque sea con el superior de uno y por motivos tangencialmente profesionales. Por eso traté de ser lo más parco posible.

– Uno de la empresa. Lo conoció en el curso de cabo.

– Me cago en diez, si lo sé no la mandamos. ¿Y dónde anda él?

– En los GRS, aquí en Madrid.

– Anda la leche, un antidisturbios. Qué cosas. No me habría imaginado eso de Chamorro. Mira tú, la vida te sorprende siempre. En fin, espero que no dure. Porque pienso como tú, que es la mejor tía que tenemos.

No era común que Pereira emitiera juicios como aquél acerca de su propia gente. Me permitió acabar nuestra entrevista con una sensación no del todo desagradable, después de haber soportado sus irónicas insinuaciones y de haber tenido que hacerle de correveidile sobre la vida sentimental de mi compañera. Una cuestión que, por otras razones que no viene al caso explicar, me resultaba ya de por sí suficientemente incómoda.

Andaba revolviendo todas estas cosas en la cabeza cuando, con la carpeta debajo del brazo, me acerqué a la mesa de Chamorro. Estaba, como era su costumbre en los momentos de relativa calma, poniendo en limpio informes, clasificando papeles y rematando expedientes. Una de las grandes ventajas de trabajar con ella, aparte de que fuera sagaz, voluntariosa y sacrificada, era que uno siempre sabía donde encontrar luego la información que iba recopilando. Aunque ella se enfadara si se lo hacías notar. Como individuo naturalmente caótico, me desconcierta lo rabiosa que se pone la gente ordenada cuando le reconoces y le envidias su provechosa cualidad.

– Chamorro, ¿has estado alguna vez en La Gomera?

Mi compañera alzó apenas la vista.

– ¿En La Gomera?

– Sí. Esa isla pequeña, al oeste de Tenerife.

– En Tenerife sí estuve, en el viaje de fin de curso de COU. Pero en La Gomera no, nunca. ¿Por qué?

– Pues vete pensando en sacar la ropa de verano del armario. Tenemos tajo por allí -le enseñé la carpeta-. Un chico joven y guapo al que le afeitaron el cuello hace un par de años. Y nos vamos mañana.

– ¿Mañana?

– Sí, Chamorro, mañana. Voy a darle una vuelta a todo este papelote y luego te lo paso. Ve cerrando lo que haya que cerrar y piensa en faltar de aquí unos quince días.

– Quince días, nada menos -repitió, apagada-. No me fastidies. Yo tenía plan para este fin de semana.

– Pues llamas al increíble Hulk y le dices que soy un cabrón.

– No le llames increíble Hulk.

– Lo siento, Virginia -me retracté-. A mí también me han fastidiado. Tenía al niño este fin de semana. Le han regalado un triunfo a Barbara Stanwyck, y ya sabes que no hay cosa que me dé más por culo en esta vida.

– No sé si preguntarte por qué le pusiste ese mote a tu ex mujer.

– ¿Barbara Stanwyck? Es clavada. Y la Stanwyck siempre hacía de mala. Una señal que debería haber atendido, en su momento.

– Mira que eres tonto, cuando te pones.

– No es ninguna tontería. Yo creo en esas cosas. En las señales. En algo hay que creer, cuando dejas de creer en el sexo y el alcohol.

Chamorro se echó a reír. No voy a ocultar que me gustaba conseguirlo. Que lo intentaba, quizá más a menudo de lo que debía.

– Está bien, cabo -recobré la seriedad-. Ya tiene sus órdenes, así que vaya cumpliéndolas. Pídale disculpas a Conan el Bárbaro en mi nombre. Yo me voy a estudiar esta novela que me ha puesto como lectura el profe.

– Tampoco me hace gracia que le llames Conan -la oí refunfuñar, mientras me dirigía a mi mesa. Pero a mí me parecía un apelativo nada ofensivo, más bien elogioso, para un tipo que medía 1,90 y se pasaba la vida metiéndose caña en el gimnasio, cuando no metía leña a los demás.

Muy a menudo me pregunto por qué, entre todos los caminos que podría haber tomado en la vida después de comprender que había hecho una elección errónea licenciándome en Psicología, resolví ingresar en la Guardia Civil. En su momento, dispuse de la ventaja de tomar la decisión basándome en consideraciones de corto plazo: el temario no era muy grande, las pruebas físicas no me resultaban inasequibles, y en pocos meses, si pasaba el examen, podía estar ganando un sueldo y devengando lentamente una magra pensión. Se me dirá que eso no es gran cosa, pero para un desempleado de larga duración, y a los efectos huérfano de padre, suponía un poderoso estímulo. Lo que ocurre es que luego el tiempo pasa, la vida te va presentando facturas, unas aciertas a pagarlas, muchas no, y al final la pregunta tienes que repetírtela en condiciones mucho menos diáfanas. Me veía obligado a hacérmela aquella mañana de lunes, por ejemplo: mientras me zambullía en un expediente de homicidio, sin poder sacarme de la cabeza que tendría que marcar el número de mi ex mujer para mendigarle que me permitiera ver a mi hijo esa misma tarde, aunque no me tocaba, y sin dejar de darle vueltas a lo que le diría a mi cada día más taciturno vástago para excusar mi enésimo incumplimiento como padre, sostén afectivo y ejemplo moral. Lo malo del envejecimiento, aunque sólo fuera el debido a los treinta y ocho años que hasta entonces yo había visto transcurrir, es que te enseña a encontrar gateras por las que huir de casi todo, e incluso a tener bien clasificadas las gateras en función de su eficacia como vías de escape. Por eso, sabía que una de las soluciones más efectivas que se me ofrecía era meterme a fondo en aquellas vidas ajenas que los papeles que tenía ante mis ojos recogían en sueltos y violentos retazos. Media hora antes, esas vidas no eran de mi incumbencia, ni siquiera de mi interés. Pero ahora no sólo constituían mi obligación profesional y un desafío personal, en tanto que mi honrilla pasaba a estar en juego en función de si lograba averiguar o no quién había puesto fin a los días de aquel muchacho desconocido. Allí, en aquella carpeta, tenía la forma y el camino para llevar adelante unos pocos de mis días, pese a todos los fallos que había cometido al organizar mi existencia. Algo así como la rutina del vampiro, alimentar la vida propia de la muerte de otros.

La lectura de aquel expediente me familiarizó con una investigación, la que habían llevado a cabo mis compañeros de Tenerife, a la que en principio poco reparo cabía oponer. Una vez establecida la identidad entre la sangre hallada en el asiento del BMW del concejal y la poca que quedaba en el difunto, cualquiera habría tirado por donde ellos tiraron. Desplazaron un par de investigadores a la zona y trataron de averiguar si podía establecerse una conexión entre la víctima y el sospechoso. En pocos días supieron de las relaciones del malogrado Iván con la joven hija de Gómez Padilla, y recabaron diversos testimonios de alguna escena destemplada entre el vicepresidente del cabildo y el muchacho, después de que aquél descubriera que López von Amsberg se acostaba con la niña de sus ojos. La más violenta había tenido lugar a la puerta del domicilio de Gómez Padilla, a donde el fallecido había acudido a altas horas acompañando a la hija. Según habían podido saber los investigadores, la chica, de nombre Desirée, y morbosamente atractiva, era conocida del vecindario por su ligereza de costumbres. En cuanto a Iván López, se le consideraba un chaval un poco atolondrado, fanfarrón e impulsivo. En opinión de muchos, no era más que un niño malcriado, al que su buena planta y escasez de seso habían terminado de convertir en un imbécil engreído y caprichoso. Su padre se había largado de casa siendo él muy pequeño, y la madre, una alemana que había llegado allí de vacaciones y que deslumbrada por la isla había decidido quedarse, era casi unánimemente tenida por chiflada desde bastante tiempo antes de que le mataran al hijo.

Si a todo ello se le unía que Gómez Padilla era un hombre de carácter, forzado en su condición de político a mantener una imagen pública, es decir, alguien a quien los devaneos de su hija con semejante zascandil tenían necesariamente que envenenar la sangre, se comprendía que los investigadores hubieran interpretado que por allí seguía su camino. Por más que lo intentaron, no consiguieron identificar al autor de la llamada anónima, aquella que en la noche del crimen había informado de que un hombre cuya descripción coincidía con la de Gómez Padilla había abandonado el BMW rojo tras simular con un destornillador que alguien había forzado la cerradura. Pero la llamada estaba ahí, y a esa hora, las cuatro y cuarto, Gómez Padilla no tenía coartada. Comprobaron la que había ofrecido hasta las tres y media, dos compañeros de partido, y uno de ellos la respaldó, pero el otro se mostró incapaz de precisar. La última vez que había mirado el reloj faltaba poco para las tres, eso era todo lo que podía decir con absoluta certidumbre.

Antes de dar el paso de interrogar al propio Gómez Padilla, en quien dejaron con buen criterio obrar el nerviosismo que pudiera producirle saber que la Guardia Civil estaba verificando su coartada, los investigadores tomaron una iniciativa que también me pareció llena de sentido. Lograron hablar discretamente con la fatídica Desirée, quien según el informe escrito incorporado al expediente exhibía una madurez impropia de su edad y unos modos insinuantes que el hecho de que el informe viniera firmado por una guardia contribuía sin duda a hacer más llamativos. La chica había aceptado hablar del difunto, aunque la había puesto un poco tensa. Declaró no haber estado nunca enamorada del chico, pero que «estaba muy bueno» y que le había apetecido «hacérselo con él». Que ella no se andaba con tonterías y no le importaba lo que pensaran los demás. Que le daba pena que lo hubieran matado, claro, pero que estaba segura de que su padre no había tenido nada que ver. Iván iba a veces con mala gente, apuntó. Preguntada sobre qué clase de mala gente, y cuál, se limitó a responder: «Mala gente, yo nunca quise saber, y además apenas le conocía, sólo me lo tiré unas cuantas veces».

Con esas piezas en el bolsillo, fueron por el concejal. No era poco lo que tenían. El coche del sospechoso involucrado sin lugar a dudas en el crimen. Un robo denunciado tarde y posiblemente simulado a una hora para la que el sospechoso no tenía coartada. Y una coartada bastante dudosa para la hora en que el BMW rojo había sido avistado en dirección al parque. Pero sobre todo, había un móvil más que consistente: por los incidentes previos, la personalidad de la víctima y el sospechoso y la de la posible causante de todo el estropicio. Muchas veces no se tiene ni la mitad de eso.

En el interrogatorio, Gómez Padilla incurrió en algunas contradicciones menores, pero sobre todo, en repetidas imprecisiones acerca de la secuencia horaria de los hechos. Varió la que había ofrecido la noche de autos, desplazándola de quince a veinte minutos en su beneficio, es decir, procurando que todo sucediera un poco más tarde de lo que había dicho antes, lo que le alejaba del crimen y hacía que su denuncia del robo resultara más diligente. Enfrentado a estas divergencias, su temple se resintió, pero aun así negó con firmeza su culpabilidad, como continuaría haciendo hasta el día del juicio. Si alguien esperó que se derrumbara, erró en su pronóstico.

Nunca apareció el arma del crimen. Desde luego, no dieron con ella en el registro que se hizo de la casa del concejal. Pese a todo, el juez resolvió procesarlo y enviarlo a prisión. Eso ya es un triunfo para el investigador encargado del caso. No ha terminado con las manos vacías, ha sacado lo suficiente para convencer a uno de esos hombres (o, cada vez más, mujeres) esencialmente reticentes que son los jueces de que la imputación merece el respaldo de su autoridad. A partir de ahí se pone en marcha la maquinaria, y suceda lo que suceda, el presunto malo está frito. Cosa que a uno debería preocuparle, por si se ha equivocado al señalarlo, pero que casi nunca produce otra sensación que la alegría de la tarea cumplida. Los guardias que propusieron que se enchiquerase a Gómez Padilla no tenían nada personal contra él. No habían buscado imputarlo por razones espurias. Era, simplemente, adonde les habían llevado muchas horas de ardua labor policial, y habían tomado todas las precauciones para no meter la pata.

En el acto del juicio, no fallaron los testigos que podían acreditar la existencia de una vigorosa enemistad entre el acusado y la víctima. Y los agentes pudieron exponer convincentemente todos los aspectos dudosos que ofrecía la historia del concejal y el presunto robo del coche. Pero tampoco falló el compañero de partido que respaldaba la coartada de Gómez Padilla, y que resistió con entereza las acometidas del fiscal y la acusación. A ello se unió que el segundo compañero de partido, el que había dudado de la hora hasta la que había estado con el procesado aquella noche, cambió su declaración en el juicio, alegando haber recordado mejor, y pasó a apoyar sin reservas la versión de Gómez Padilla. En cuanto a éste, no pudo estar más inspirado. Con serenidad y coherencia repelió todos los intentos de hacerle sucumbir, y se mostró ante el jurado como un hombre infortunado que, después de ver arruinada su carrera política por culpa de una hija frívola, se veía enfrentado a una acusación de asesinato por el solo detalle de haber reaccionado como cualquier padre con entrañas lo hubiera hecho. Nadie podía decir, y era cierto, que le hubiera visto ponerle jamás la mano encima a aquel infeliz, y ganas y ocasión no eran precisamente lo que le había faltado.

El veredicto absolutorio, que contó con el respaldo de la totalidad de los miembros del jurado, no sorprendió demasiado a nadie, y menos a los investigadores, que habían visto a lo largo del juicio cómo se les iba desmoronando la historia que con tanto esfuerzo habían tratado de construir. Para todos los periódicos, la gran noticia fue la absolución del concejal. Las protestas de la madre de Iván López, que como es natural se quejó amargamente ante quien quiso escucharla de que el asesinato de su hijo quedase impune, tuvieron mucho menos eco. Quizá no fueron ajenas a esta reacción las hábiles maniobras de la abogada de Gómez Padilla, que a lo largo de la vista oral consiguió ofrecer al jurado datos de que la víctima andaba en tratos con vendedores de droga, suministrando así una hipótesis alternativa desprovista de cualquier aliciente informativo. En la vida hay clases incluso entre los muertos. Y un muerto en un ajuste de cuentas por droga es poco más que un muerto en accidente de tráfico. Apenas un detalle del paisaje.

Por la tarde, tal y como habíamos quedado, fui a ver al comandante. Con su habitual y desarmante laconismo, me preguntó:

– ¿Y bien?

A él le bastaba con esos dos monosílabos, pero yo tenía que ser ingenioso. Lo que resulta un verdadero fastidio, porque, como cualquiera, sólo soy capaz de resultar ingenioso una o como mucho dos veces por semana.

– Bueno -dije, mientras pensaba-, en cuanto a la galería humana, prefiero reservarme mi opinión hasta que la conozca personalmente. Pero puede dar juego, sin duda. Me he fijado más en algunos detalles mecánicos. Iban dos hombres en el coche, cuando la patrulla de los nuestros lo vio pasar. ¿Eran dos asesinos, o el asesino y la víctima? No es irrelevante, porque lo primero plantea la necesidad de buscar a dos personas, mientras que lo segundo sugeriría una mínima confianza entre Iván López y su ejecutor, y debería haber contribuido a descartar a Gómez Padilla. Otro detalle: la única lesión del cadáver era el tajo de cuchillo. No hay heridas de defensa, ningún golpe, ninguna contusión. Lo mataron por sorpresa, cuando no se lo esperaba. No supo que lo estaban matando hasta que sintió correr la sangre.

– Bueno, es normal -opinó Pereira-. Con confianza o sin ella, a la gente suelen degollarla desde detrás. Es lo más cómodo.

– Desde luego. Pero es más fácil llegarle por detrás a quien está tranquilo y desprevenido. Ya sé que no es concluyente, pero podemos manejarnos con eso. De todos modos, creo que tenemos alguna razón para ser optimistas.

– ¿Ah, sí?

– En el coche encontraron muestras de cabello de cinco personas. Cuatro de ellas, identificadas: Gómez Padilla, su mujer y sus dos hijos. Y la quinta, sin identificar. Cuando la investigación les llevó por otro camino, no le dieron más vueltas al dato. Pero ahí está. No es del todo improbable que tengamos un cabello del asesino. O lo que es lo mismo, su ADN.

– Bueno, no te entusiasmes. A lo mejor es un pelo de un familiar, o de un compañero del concejal. Cualquiera que haya montado en el coche.

– Lo veremos, mi comandante.

– Muy bien, pero ya sabes que eso lleva tiempo. Por lo pronto, aprovecha las dos semanas para sacar todo lo que puedas sobre el terreno. Ah, por cierto, me veo en el desagradable deber de decirte que lo primero que debes hacer es ir a ver al subdelegado del gobierno. Quiere estar al tanto.

– No me diga.

– Lo siento, Vila. Ha insistido. Dale un poco de coba, tampoco te cuesta.

– Ya sabe que prefiero evitar las relaciones protocolarias.

– Pues ésta no puedes evitarla. Que haya suerte. Y me vas contando.

A veces, uno tiene ganas de viajar. Por la razón que sea, está harto del lugar donde vive, y le entra el barrunto de que le hará bien cambiar de aires. Otras veces, la perspectiva de viajar se antoja inoportuna y desalentadora. En definitiva, uno se va a otra parte y el mundo sigue siendo el mismo, porque es el mismo el que lo mira, y lejos de casa ni siquiera se tiene el consuelo de las pequeñas cosas familiares que le ayudan a uno a construir la ficción de que sabe dónde está y por qué. Aquella tarde de febrero, quizá porque era gris y fría y porque debía pedirle un favor a mi ex mujer, mi estado de ánimo era más bien el segundo. Pensaba en hacer la maleta y en lo que iba a meter en ella como en una penitencia insoportable.

– De siete a nueve -concedió mi ex mujer, con su severidad habitual-. Ni un minuto más, que luego se le trastoca todo el horario y lo padezco yo.

Era justo. En realidad, ella estaba hecha de mejor pasta de lo que yo solía reconocerle. La culpa de todo, si es que en estos asuntos hay culpas, que seguramente sí, la había tenido yo. Y ahora no podía esperar que ella se mostrara dulce y generosa conmigo. Había perdido ese derecho.

Aproveché aquellas dos estrechas horas con mi hijo como pude, es decir, con más pena que gloria. A sus nueve años, tenía el don de desconcertarme casi siempre, porque en los seis o siete días que pasaban entre cada uno de nuestros encuentros cambiaba de forma a veces difícil de asimilar. Se dejó interrogar sobre el colegio y demás cuestiones cotidianas con la habitual displicencia, y aceptó el plan, un rato de scalextric, con su no menos invariable desgana. Luego no lo pasó mal, porque hicimos un circuito grande y le dejé ganar y echarme a la cuneta en las curvas. Pero a pesar de todo, en toda la tarde no logré que se me disipara la sensación de fracaso.

Antes de restituirlo al cobijo de su madre, quise mitigar el mal:

– Con este viaje nos han hecho una faena. Pero ya nos desquitaremos.

– ¿Cómo? -preguntó, sin dejar de mirar al frente.

– No sé, piensa en lo que más te apetezca.

– Me apetece que me lleves a disparar.

Debía habérmelo temido. Tenía esa fijación.

– Eres demasiado pequeño para sujetar la pistola. Y ya te he dicho que no puedo gastar la munición como me parezca. No es mía.

– Entonces me apetece dejar de ser demasiado pequeño y tener dinero para comprarme mi propia pistola y mis propias balas.

– Ya. Pero para eso vas a tener que esperar un poco. Piensa en otra cosa.

– Bueno, ya lo pensaré. Adiós.

Aquella noche, como muchas noches, tardé en dormirme. Empecé acordándome de cuando vivíamos los tres juntos, de aquella época lejana en que Andrés se conformaba con pistolas de agua y su madre acariciaba al decirlo mi nombre de pila. Luego me puse a pensar en La Gomera, donde nunca había estado. Pasó fugazmente por mi mente la imagen de Chamorro, que a esas horas dormiría a pierna suelta en su cama, o quizá, preferí no completar la suposición. Me dormí dándole vueltas a los detalles de la muerte de Iván López von Amsberg y, como el triste vampiro que era, soñé con un cuchillo que resbalaba sobre una garganta y con la sangre que acudía, puntual y alborotada, a derramarse sobre el pecho de un muchacho desprevenido.

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