Capítulo 8 LA NIEBLA

Margarethe von Amsberg nos facilitó el nombre o las señas aproximadas de media docena de personas, que según ella podrían informarnos acerca de la supuesta implicación de alguien poderoso en la muerte de su hijo. Reconozco que en parte los recogí para consolarla y para que confiara en mí, aunque los años que llevo dedicado a la investigación criminal me han enseñado a no dejar de apuntar ninguna pista, por inconsistente que me parezca su relación con el asunto o por poco fiable que resulte quien me la proporciona. Gracias a ello, en todo caso, Margarethe se relajó un poco durante el resto de nuestra entrevista y se mostró más cooperadora, lo que vino a probar la conveniencia, cuando menos táctica, de escuchar y tener en cuenta sus teorías. Pudimos así sacarle sin dificultad otras informaciones, sobre la vida y el carácter de su hijo, sobre su círculo de amistades, incluidos varios nombres que sumar a la lista de quienes resultaba aconsejable interrogar, y también sobre sus últimos días. No rehuyó el asunto más espinoso:

– Sí, a Iván le gustaban mucho las chicas. Normal, como a cualquier chaval de su edad. Pero él era un chico pasional, y además se le daban bien. Puede que no anduviera muy atinado al escogerlas, pero qué iba a hacer. Si ellas se le ponían a tiro… Tenía veintidós años, sargento. Lo de la hija del concejal… Bueno, hay chicas de quince años y chicas de quince años.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Chamorro.

Margarethe escrutó a mi compañera antes de responder.

– Hable con ella. Cinco minutos le bastarán para ver que es una zorrita, que lo es desde hace tiempo y que lo será mientras el cuerpo le deje.

Una vez más, constaté que no hay hombre que pueda competir con una mujer a la hora de despreciar o injuriar a otra mujer. Es imposible, para una psicología tan rudimentaria como la masculina, cebar el obús con tanta metralla y dispararlo con tanta sangre fría y tal poder de devastación.

En cualquier caso, no podíamos esperar otro testimonio de la madre del difunto, acerca de quien acaso hubiera influido en el funesto desenlace. Traté de profundizar en otro aspecto que me parecía más esclarecedor:

– Voy a preguntarle algo. Y quiero que entienda que no intento plantear ninguna sospecha en relación con su hijo -advertí, porque ya sabía que no estaba ante una idiota-. A mí me da igual si era bueno o era malo. Usted me dice que era bueno; pues muy bien, la creo. Desde el momento en que lo mataron y me encargaron el caso estoy de su parte, pase lo que pase y descubra lo que descubra sobre él. Así que piense antes de responderme, por favor. ¿Notó que su hijo manejara más dinero que de costumbre, en las semanas o los meses inmediatamente anteriores a su muerte?

Margarethe, por supuesto, captó la intención de mi pregunta. Y puede que por eso tardase en contestarla, y puede también que, pese a mi advertencia y mis explicaciones, no dijera toda la verdad cuando repuso, con sequedad:

– No, no noté nada.

Debía poner a prueba aquella respuesta. Y lo hice:

– Si no entiendo mal, su hijo dependía económicamente de usted. Imagino que quiere decir que siguió pidiéndole dinero con regularidad.

– Sí.

– En las cantidades habituales.

– No tenía una asignación fija. Cuando necesitaba, me pedía. Cuando me parecía que ya le había dado demasiado, le decía que no.

– Su hijo tenía una moto de gran cilindrada.

– Sí. Le gustaban mucho las motos.

– Se la regaló usted.

– En parte sí. El resto lo pagó con sus ahorros. Había tenido varios trabajos de temporada.

– Era su hijo una persona ahorradora, entonces.

Margarethe me miró, tensa. Sus manos temblaban otra vez.

– Le he respondido, sargento. Si no me cree, es su problema.

No insistí. No merecía la pena estropear nuestras relaciones por un asunto que podría contrastar por otro lado. A partir de ahí, intenté restaurar la confianza de aquella madre en nosotros, invitándola a hablar de las cualidades de su hijo: su destreza en múltiples deportes, su generosidad para con todo el mundo, las atenciones que tenía con ella. Margarethe recordó, con lágrimas en los ojos, el gigantesco ramo de flores que había recibido en el último de sus cumpleaños que Iván había podido felicitarle, y la tierna nota que lo acompañaba. Por mucho que uno haya vivido evocaciones similares, de quienes un día partieron abruptamente, hechas por quienes se quedaron a padecer el dolor y el recuerdo, resulta difícil sustraerse a su emoción. No era diferente, ni inferior en ningún aspecto, la desolación que sentía, y era capaz de transmitir a quien la escuchaba, aquella mujer a quien todos consideraban desequilibrada, por su vástago perdido a quien todos tenían por una calamidad. Al final, ya se sabe, los juicios son siempre relativos.

Logramos, pues, separarnos de Margarethe en buenos términos. La habíamos escuchado, habíamos tomado nota de sus sospechas, nos habíamos esforzado por saber quién era su hijo, más allá de la malicia del vecindario, y Chamorro le había cogido la mano para hacerle sentir nuestra compañía en los momentos más penosos para ella. Me pareció que con todo aquello habíamos logrado darle alguna esperanza, y sentí que, al margen de lo que resultara de la investigación, empezábamos a cumplir nuestro objetivo. Y no sólo, aunque también, por lo que aquella mujer pudiera decirle a su cuñado de nosotros cuando hablase con él, seguramente aquella misma tarde.

Pero aún íbamos a tener una prueba más clara de que habíamos conseguido caerle en gracia. Antes de despedirnos, se lanzó a una inesperada confidencia. Inesperada y sorprendente, por íntima y profunda.

– ¿Saben qué es lo peor de todo? -dijo, con la mirada puesta en el mar-. La parte de culpa que no puedo echarle a otro. La parte que siento que me toca, en su desgracia. En estos dos años, he pensado mucho en qué medida pude contribuir yo, por cómo lo eduqué, por la clase de madre que fui para mi hijo. No estuve siempre encima de él. No le previne respecto de algunas cosas. Quizá hasta le animé. Cómo iba a pedirle que no hiciera lo que me veía hacer a mí. No fui siempre el mejor ejemplo para él, me temo.

Se detuvo e inspiró profundamente.

– En fin, hay que aprender a conocerse -prosiguió-. Yo me conozco, y sé lo que soy. Una niña malcriada, que jugó a rebelarse contra todo porque era más divertido y porque no tenía que pagar las consecuencias. Al final, siempre podía pedirle el giro a papá. Y no fui consciente de que ya no estaba sola, de que era libre para estropear mi vida, pero no para estropear la de quien dependía de mí. No sé, en resumen, si hice de mi hijo lo que yo soy. Desde luego, si es así, no me alegro, y lo que más me duele es que él no tuviera la suerte que he tenido yo, que aquí estoy, a pesar de todas las tonterías que he hecho. Eso es lo que más me asusta pensar. Que de algún modo, aunque fuera sin querer, haya podido ser yo quien le puso en el camino por el que iba a encontrarse con lo que se encontró, mi niño…

La voz se le quebró. La cogí del brazo. En ese momento tuve una extraña alucinación. Me pareció ver, por un instante, bajo aquella mujer madura y castigada por la suerte, a la alegre, irresponsable y hermosa veinteañera que debía de haber sido. Pero fue, sólo, una fracción de segundo. Desapareció en seguida y volvió a reemplazarla, como nos pasa a todos, más pronto que tarde, la frágil y gastada criatura humana que ahora era Margarethe.

– No piense eso -la exhorté-. No le faltó usted. Le sobró otro.

– No voy a poder dejar de pensarlo -dijo, restregándose los ojos-. Ese dolor no me lo quita nadie. Por eso le ruego que me quite el que usted puede, el de pensar que ahí fuera anda a sus anchas el cabrón que lo mató.

– Haré cuanto esté en mi mano para quitárselo. Se lo prometo.

– Que Dios se lo pague, sargento.

Confieso que siempre he tenido, y sigo teniendo, mis dudas acerca de la eficacia y la justicia del sistema de represión penal del delincuente. No veo en qué medida puede reeducar a alguien encerrarle en un lugar atestado de alacranes frente a los que deberá sobrevivir endureciéndose, porque ya de entrada compartirá con otros dos una celda que se diseñó para uno. Tampoco creo en la disuasión del criminal por la amenaza del régimen de vida carcelario, ni siquiera por la pena de muerte en aquellas sociedades salvajes que siguen recurriendo a ella, ya que me consta que el ser humano tiene dificultades para representarse con la intensidad suficiente una situación hasta que no la está viviendo y, por si eso no bastase, suele abrigar siempre la esperanza de que no lo pillen cuando hace una trastada. La única gente a la que puede reeducar la cárcel, y a la que también disuade, es aquella que se regenera o abstiene por sí misma y por otras razones, que tienen que ver, sobre todo, con la vida que tiene posibilidad de llevar fuera de la prisión. En consecuencia, me cuesta experimentar alborozo alguno cuando envío a alguien a la sombra, más allá de lo que siempre le descarga a uno terminar un trabajo, sea éste de la índole que sea. Sólo cuando uno siente que a través del trámite de la reclusión del malvado, en sí inútil y poco prometedor, puede llevarse alivio a quien sufrió el crimen y vive en la humillación que le supone la impunidad del criminal, llega a sospecharse algún bien y algún provecho en todo el montaje. Hay quien de esta circunstancia deduce que la única finalidad real del sistema penal es el impresentable ánimo de venganza. No lo sé, porque no lo he inventado, ni lo dirijo. Prefiero pensar que se intenta una reparación, que es escasa y acaso torpe, pero a menudo la única posible. Y que, al final, pese a los simpáticos discursos de todos esos intelectuales iconoclastas, que haya policías empeñados en la fea tarea de detener a los descarriados es mejor que dejar pastar a placer a quien abate a sus semejantes. Naturalmente, no estoy seguro de nada de esto, pero estoy aún menos seguro de lo contrario, y en la vida no se puede siempre disponer de la comodidad de la certidumbre. Por todo ello, me ayuda tener de vez en cuando la sensación con la que salí de la casa de la madre de Iván: la sensación de que con mi trabajo defiendo a alguien, frente a otro que no merece tanto ser defendido y a quien personalmente me apetece menos defender.

En el camino de vuelta, esta vez conducía Chamorro, recapitulé lo que nos había aportado aquella entrevista. No era poco. Sobre todo lo demás, después de conocer y escuchar a Margarethe von Amsberg, dejaba de ver el caso en términos abstractos. Empezábamos a tener piezas concretas.

Mi compañera compartía mi impresión.

– Una entrevista interesante, ¿no te parece? -dijo.

– Más de lo que esperaba -admití.

– ¿Qué opinas de su teoría del pez gordo?

– Lo más discutible, claro. Según diría algún listillo de los que tuve que estudiarme hace años, sería un caso prototípico de proyección narcisista, en este caso canalizada a través del hijo muerto como extensión natural del yo. Como yo soy lo más importante, tengo que magnificar todo lo que a mí me pasa y convertir su importancia subjetiva en importancia objetiva. El mecanismo habitual del delirio paranoide, la manía persecutoria, etcétera.

Chamorro sonrió, sin dejar de mirar al frente.

– Ya. ¿Y según tú?

– Una posibilidad más. A saber. Habrá que investigarla, antes de decidir. En todo caso, no me toca diagnosticar a esa mujer. Renuncié a ejercer ese cometido. El de clasificador de seres humanos. Uno sólo puede calcular probabilidades de cómo son los otros, y nunca de una manera aséptica.

– Sí, como decía aquél -observó Chamorro, abstraída.

– ¿Como decía quién?

No es que hubiera afirmado nada con pretensiones de descubridor, pero tampoco me constaba estar fusilando nada de alguien en particular.

– Ya sabes.

– No, no lo sé.

– Venga, no intentes colármela, mi sargento. Eso que has dicho lo has cogido de un tal Heisenberg. El padre de la física de partículas.

La miré, escamado. La temía, cuando echaba mano de su formación científica. Entre otras cosas, porque me admiraba su inclinación hacia cualquier disciplina que requiriese exactitud. No se me oculta que ése ha sido siempre el punto flaco de mi cerebro, y me cuesta entender que alguien pueda obtener ningún género de satisfacción sometiendo su mente a esa clase de rigores, como le sucedía a mi compañera. Entre los muchos misterios que para mí tenía aquella mujer con la que trabajaba, se contaba el motivo por el que dedicaba una porción de su tiempo libre a estudiar matemáticas. Y no era porque no se lo hubiese preguntado. Pero su respuesta, que desde pequeña sentía fascinación por las estrellas, y que las matemáticas eran el camino para conocer sus leyes, apenas había logrado disminuir mi estupor.

– Te aseguro que estoy fuera de juego, de verdad -insistí-. En el terreno de la física de partículas, mi ignorancia es enciclopédica. Creeré cualquier cosa que me diga una experta como tú, aunque decidas inventártela.

– Tampoco yo sé mucho, lo mío son las matemáticas, de física sólo tengo ideas elementales -dijo, aún recelosa-. Pero es algo muy básico, el principio de indeterminación de Heisenberg. ¿No te lo enseñaron en el instituto?

– Algo me suena, entre las brumas que envuelven mis estudios de bachillerato -creí rememorar-. Pero sería incapaz de rescatarlo, me temo.

– Lo que dice el principio de Heisenberg es que resulta imposible conocer a la vez la posición y la cantidad de movimiento de una partícula, porque al medir una se altera la otra. Es uno de los fundamentos de la física cuántica. Por eso la ciencia moderna dice que no podemos obtener certezas, sino sólo probabilidades, respecto de los fenómenos físicos, y que las conclusiones que se alcanzan sobre cualquiera de ellos dependen siempre del observador. No me digas que es la primera vez que oyes hablar de todo esto.

– Pues sí. Y no sé si lo entiendo del todo. Pero estoy de acuerdo. Lo que supongo que me convierte en un psicólogo cuántico. Además de frustrado.

– Pues mira. Suena original.

– Original, no creo que lo sea. Seguro que ya se le ha ocurrido a algún zumbado. Lo malo es que la gente prefiere que le digan lo que le pasa, y no lo que con una probabilidad relativa puede que le pase. Y encima suele querer que la curen. Lo que me temo que me aboca a seguir siendo un psicólogo frustrado y me incita a volver a la sucia rutina policial que nos trajo hasta esta isla. Aunque te agradezco la sesión gratuita de desbestiamiento.

Chamorro sonrió, complacida.

– De nada, hombre.

– En fin -retomé el hilo-, lo que no me atrevería yo a decir es que esa mujer sea una chiflada. Su discurso, dejando aparte lo del complot, tiene más sentido que lo que uno puede escucharles a muchos presuntos cuerdos.

Mi compañera asintió, con aire meditabundo.

– Y lo último, lo de echarse la culpa, me ha parecido conmovedor -dijo-. Se me ha puesto la carne de gallina, mientras la escuchaba.

– Y a mí. Demuestra que Margarethe, para ser una niña de papá, resulta tener mucha más vergüenza que el promedio de su especie.

– Ya me extrañaba que no sacaras el asunto.

Chamorro, por ser hija de un coronel, tendía a interpretar, erróneamente, que la atacaba a ella siempre que arremetía contra los hijos de papá, deporte al que por lo demás, lo admito, me entregaba quizá con inmoderada frecuencia. Pero no iba con ella, para nada, porque ella sudaba para ganar el pan de cada día y porque las influencias de su padre no le habían podido resolver el futuro (la habían rechazado dos veces en la escuela naval).

– No puedo evitarlo, Virginia. A mí nadie me ha sacado las castañas del fuego. Al revés, tuve que vivir sin padre. Y aunque no estoy libre de defectos, creo que lo que de mí pueda valer algo se lo debo, sobre todo, a haber tenido que pringar para conseguir lo poco que he conseguido en la vida.

– Suena a resentimiento, si me permites que te lo diga.

– Claro que te lo permito. Y a lo mejor sí, estoy resentido. Como pertenezco al bando de los destripaterrones, tengo muchas razones para tenerles inquina a los hijos de papá. El error más grave que han cometido los parias, a lo largo de la historia, ha sido confiar en los hijos de papá.

Chamorro volvió la cabeza.

– Mira, esa teoría no te la había oído nunca. Anda, explícamela. Conociéndote, seguro que me lo paso bien escuchándola.

– Está muy claro. Siempre hay hijos de papá que se ponen a hacer la revolución, y que al final, no sé cómo, acaban dirigiéndola. Como son más instruidos, como tienen en los genes la costumbre de mandar, los pringados se fían de ellos y les ceden el timón. Pero los hijos de papá no hacen la revolución por necesidad, sino por pasatiempo, por afán aventurero o para tocarle las pelotas al viejo. Y al final, con ellos a la cabeza, la revolución se va al garete. Porque los hijos de papá listos, cuando se les cura el acné juvenil, siempre vuelven al redil y acaban en su sitio, jugando al golf con sus pares y trabajando de consejero delegado. Y la revolución la cuentan como una batallita, o lo que es peor, la sostienen sólo de boquilla, mientras la traicionan a cada minuto. Son los hijos de papá tontos los que se empeñan en continuar la revolución, junto a los pobres que les siguen; un equipo que sólo puede llegar a donde al final llegan todas las revoluciones: a ninguna parte.

– Toma ya -concluyó Chamorro.

– Dicho todo lo cual, admito que hay hijos de papá encantadores, y sabes que nunca permitiría que mis prejuicios sociales afectaran a mi trabajo.

– ¿Quieres decir que, a pesar de todo, perdonas a Margarethe y que vas a intentar averiguar quién mató a su hijo?

– No seas irónica, cabo, que te meto un paquete.

– Está bien, lo retiro.

No hacía falta, porque no la había amenazado en serio. En realidad, celebraba poder volver a hablar con Chamorro como siempre, con la confianza y el relajo que se establece entre quienes se conocen, se aprecian y pueden conversar dando muchas cosas por sobreentendidas. Me gustaba hablar con mi compañera, y someter a su crítica los devaneos de mi cerebro, porque no sólo era inteligente. Era sensata, y noble de corazón. Al cabo del camino que he recorrido, creo que ésa es la más sabia combinación que puede alcanzar una persona. La que a mí me habría gustado ser capaz de lograr.

Y sólo porque en aquel coche estábamos ella y yo, sin testigos extraños, me permití reflexionar en voz alta sobre un asunto aún más incierto:

– La verdad, no sé si la pobre mujer tiene razones para sentirse culpable de algo. Puede que no, puede que sí. Imagino que al hablar de la parte de responsabilidad que puede tocarle en la perdición prematura de su hijo se refiere a que le rió al niño la gracia cuando le pilló fumando hierba la primera vez, ya que ella la fumaba, sin cuidarse siempre de no hacerlo en su presencia. Y a que no le apretó cuando vio que lo único que le importaba en la vida era pasarlo bien, porque no quería ser una madre tiránica, porque quería ser la colega de su hijo y dejarle la libertad que necesitara para encontrarse a sí mismo, la libertad que ella había tenido y disfrutado en su día.

– Bueno, si fue así, la entiendo -dijo Chamorro-. Tiene motivos para pensar que la vida desordenada de Iván le llevó en cierto modo a la muerte.

– Mira -repuse-, he pensado mucho sobre esto. Y creo que los padres, se pongan como se pongan y hagan lo que hagan, siempre joden a los hijos. Los joden trayéndolos a este mundo lleno de hijos de perra, y los joden al proponerles una forma de vivir, la que sea, cuando nadie sabe bien por qué ni para qué estamos aquí. La educación tradicional, la del padre déspota, causaba unos estropicios. Y la moderna, la del padre enrollado, causa otros, que pueden ser igual de graves. Supuestamente hay un justo medio virtuoso, que consiste en joder al cachorro lo mínimo y proporcionarle las máximas posibilidades de salir a pelear solo, pero ese equilibrio no está siempre tan claro como uno querría. El caso es que todos los padres creen que hacen lo mejor, y todos acaban culpándose de los contratiempos que tengan los hijos. No se puede evitar. Siempre que uno tenga entrañas, claro.

– Veo que afrontas con optimismo tu misión como padre.

– Bueno, ya sabes que mi misión como padre está especialmente chunga. Procuro meter la pata lo menos posible, eso es todo. Y espero no tener la suerte de espaldas, que eso también juega. Pero creo que para reducir los daños uno debe aceptar que el oficio de padre es algo antipático. Puedes hacerlo con más o con menos dulzura, pero te toca poner límites. Y a la vez, cuidar de no cortarle las alas al polluelo. Se dice fácil.

– Me da la impresión de que, pese a todo, no crees que Margarethe fuera una buena madre para su hijo -infirió mi compañera.

– Quién soy yo para juzgar a mi hermana -respondí-. Quizá no le preparó de la mejor manera para lidiar con el toro que iba a tocarle. Pero es un poco presuntuoso pensar que uno conoce al toro de antemano. Si Iván no se hubiera cruzado con quien se cruzó, a lo mejor seguía viviendo de vicio, tan feliz el tío con su moto, y tan agradecido de tener una madre pasota.

– Mirándolo así…

– Tampoco hay que hacer un drama, después de todo. Un padre te condiciona, nada más. Algunos hemos salido adelante sin padre, y hasta hemos acabado convirtiéndonos en personas de orden, contra todo pronóstico.

– Tenías a tu madre.

– Lo que no creas que siempre fue una ventaja -bromeé.

– No sé -meditó Chamorro-. Siempre pensé que me gustaría ser madre, algún día. Y lo sigo pensando. Pero es verdad que no es lo mismo planteárselo así, en general, que enfrentarse con todas las dificultades que implica.

– Es igual -dije-. Y no te fíes por la experiencia ajena, ni la mía ni la de nadie. Es como tirarse a la piscina. Por mucho que te digan que el agua está fría o caliente, sólo sabrás cómo está de verdad cuando estés dentro.

– Supongo.

– Eso sí, salvo que Míster Proper esté dispuesto a ser un buen amito de casa, ya sabes, vete despidiendo de este trabajo. Por el bien de tu hijo.

Chamorro se revolvió, sin acabar de comprender.

– ¿Míster Proper?

– Bueno, como es así, fortachón, y limpia las calles de manifestantes…

– Vale ya, ¿no? -protestó, sofocando apenas la risa.

– Perdona.

– Además, no tengo previsto ser madre de momento. Y quién sabe si cuando quiera serlo voy a poder, o si no tendré los hijos con otro.

En este punto, no se me ocurrió otra réplica que guardar silencio. Y Chamorro dejó que el silencio se prolongara. Al fin, osé romperlo:

– ¿Va todo bien, Virginia?

Mi compañera titubeó un instante.

– Sí, por qué no iba a ir bien -dijo, afectando despreocupación.

– Si en algo puedo ayudarte -ofrecí, aunque dudaba si debía.

– No pasa nada, de veras.

– Aprovecho para preguntártelo ahora porque dentro de un rato tendremos compañía. ¿Sigues sin querer contarme nada acerca de Anglada?

Una sonrisa desvaída asomó a su semblante.

– La verdad es que no tengo muchas ganas -respondió-. Pero no es nada importante. Procuraré ser amable y portarme bien. Tranquilo.

– Está bien. Pero espero que no dudes que puedes contarme cualquier cosa que te haga estar a disgusto, si la hay.

– No es por ti, por quien prefiero callármela. Sino por mí.

– Vale, no te lo digo más -me rendí, aunque con sus enigmáticas respuestas no había hecho sino acrecentar mi curiosidad más malsana.

Llegamos a la casa-cuartel a la caída de la tarde. Allí nos esperaban el sargento primero y una Anglada que mal disimulaba la ansiedad por saber lo que nos había deparado la entrevista con Margarethe von Amsberg. No la hice sufrir demasiado. Sin llegar a detallarle exhaustivamente todo lo que nos había contado la madre de Iván, ni mucho menos las impresiones que a partir de ello había obtenido, la puse en antecedentes de todo lo que me pareció indispensable que supiera. Hay quien sigue la técnica de escamotear información a sus colaboradores, para llevarles siempre una cierta ventajilla. Nunca he creído que ésa sea una manera válida de abordar una investigación policial. Todos los cerebros que puedan ponerse a procesar información, sin perjuicio de la discreción con que deba actuarse, siempre son pocos.

Contrastamos con Nava y con Anglada la lista de nombres que traíamos. A algunos los conocían, a otros no. Varios habían sido interrogados en el curso de la primera investigación. Con otros no se había hablado, que ellos supieran. Nava puso en duda la Habilidad de alguno de los que Margarethe sugería que podían proporcionarnos pistas sobre la autoría del crimen:

– Ése es un yonqui bastante matado, me parece a mí. Pero oye, supongo que no hay que dejar nada por explorar.

– ¿Y el ex novio de la madre, ese Stammler? -preguntó Chamorro.

– No sé. Le conozco de vista, pero no puedo decirte.

En vista de la hora, no me pareció que pudiéramos hacer mucho más que organizamos para el día siguiente. Me dirigí a Anglada:

– Mañana vamos a dividirnos. A primera hora, tú te vas a ver a Stammler. En el puerto, nos dijo que podíamos encontrarlo. Mientras tanto, Chamorro y yo nos vamos a hacer una visita a alguien que tampoco creo conveniente que te vea a ti. Luego nos reunimos y vemos cómo podemos abordar el resto de la lista. Ahí prefiero tenerte a mano, ya que conoces a algunos.

Anglada, por lo que pude advertir, no se daba mucha maña para ocultar cuándo algo la contrariaba. Aunque en su rostro había una esforzada sonrisa, la irritación era perceptible en su mirada y en el tono con que dijo:

– Encantada de serte útil en algo, mi sargento. Sólo para mi información, ¿puedo preguntar quién es esa otra persona que no conviene que me vea?

Me retaba, y acepté el reto. Incluso jugué un poco:

– No me digas que no lo adivinas.

– Debo de estar un poco lenta. ¿Tendría que ser capaz?

– Tal vez. Se trata de un testigo clave. Por eso quiero ir a verle mañana a primera hora, sin retrasarlo más. El ex concejal Gómez Padilla.

Nava soltó un bufido.

– No esperes que te reciba con los brazos abiertos -avisó-. Es más, prepárate para que te exija una orden judicial, si te identificas como guardia. No pertenece a la asociación de amigos de la Benemérita, ya te lo imaginas.

– Bueno -dije-. En peores plazas hemos toreado. Hay que probar.

Aquella noche, después de cenar, y ya que me había resignado, por necesidades del servicio, a caerle transitoriamente mal a Anglada, le pedí que nos llevara a Chamorro y a mí a una intempestiva excursión. Montamos los tres en el Opel Corsa y nos dirigimos hacia el corazón de la isla. Era una noche de luna crecida, como aquella fatídica en la que Iván había visto interrumpido su viaje vital. Pudimos contemplar las montañas a una luz parecida a la que había permitido a Anglada y Siso ver pasar aquel BMW rojo. Le pedí a Ruth que me indicara el lugar donde estaban apostados, y luego que pusiera rumbo hacia el túnel. Antes de que la boca oscura nos engullera, la temperatura era tan agradable como para llevar las ventanillas del coche bajadas. Ya en el túnel, se hizo apetecible subirlas. Chamorro y Anglada cerraron las suyas, pero yo mantuve la mía como estaba. Cuando salimos al otro lado, una bocanada de niebla me golpeó el rostro. Anglada me había hablado del contraste, pero vivirlo era otra cosa. La aparición, en medio de la noche, de aquel bosque fantasmagórico, casi irreal en su pasmosa proximidad al paisaje semidesértico que había al otro lado del túnel, fue una de las impresiones más rotundas que jamás me haya producido paraje alguno. Anglada dijo:

– Ahí la tenéis, la lluvia horizontal. Las nubes bajas que arrastran los alisios y que al estrellarse contra este lado de la isla mantienen viva la laurisilva. Esto ya es el parque nacional. El escenario del crimen. No me negaréis que se trata de eso que llaman los cursis un marco incomparable.

La humedad lo impregnaba todo. Creí ver hayas, sabinas, laureles. Como el resto de árboles que componían aquel insólito bosque, aparecían cubiertos de un musgo chorreante, que la luz de los faros descubría sólo en una ínfima parte de su esplendor. Los árboles se entrelazaban unos con otros, formando una masa densa, entre la que casi parecía imposible pasar. Por otra parte, el terreno al que se agarraban estaba bastante inclinado; a la derecha de la carretera descendía, y a la izquierda parecía echarse encima de ella. No era una calzada amplia, desde luego: podía representarme ahora con exactitud las dificultades que había presentado aquella persecución nocturna. Anglada conducía impasible, o quizá disfrutando de nuestro asombro. Siempre produce un irreprimible placer asistir al deslumbramiento de otro ante algo que uno conoce de antes. Su mirada estaba fija en la carretera y en la niebla que la difuminaba ante sus ojos. Resulta ingrato, manejar un coche contra la niebla, pero a ella no parecía producirle aspaviento alguno.

Al llegar a una bifurcación, Anglada torció a la izquierda. Le había pedido que reprodujera el camino que había seguido el asesino, hasta el lugar donde había aparecido el cadáver. Y una vez que nos apartamos de la carretera general, se complicaba bastante. Se hacía más empinado y aún más estrecho. Anglada, sin embargo, permanecía relajada y sonriente. Habríase dicho que le resultaba divertido, empujar aquel precario vehículo contra las dificultades, por lo que ponía a prueba su pericia como conductora.

Al cabo de unos quince minutos, llegamos a un recodo y Anglada detuvo el coche. Buscó con la mirada. Al fin vio algo, y quitó el contacto.

– Ahí está -dijo-. La marca. Como podéis imaginar, tuvimos que hacer una, porque si no, cualquiera se aclara aquí.

Bajamos del coche. Anglada tomó la cabeza.

– Por allí. Aquel árbol con la pintura blanca. Ésa es la señal.

Llegamos junto al árbol. Anglada le dio una palmada al tronco.

– Desde aquí, todo tieso. Unos cincuenta o sesenta metros. Suficiente, teniendo en cuenta que está prohibido salirse de la carretera.

– Vamos -dije.

– Nos vamos a llenar de barro -advirtió Anglada.

– Luego nos limpiamos.

– Como tú digas, mi sargento.

Nos internamos en el bosque, precedidos por Anglada y el haz de luz de su linterna. Visto desde dentro, no era tan impenetrable como parecía desde fuera. La niebla tampoco era tan espesa, una vez allí. Pero no se trataba, ni mucho menos, de un terreno cómodo para arrastrar un cadáver. Requería fuerza y decisión. Aparte de una cierta seguridad sobre dónde se ponía el pie. El bosque, de noche, no dejaba de resultar intimidante. Anglada se detuvo en un lugar que no se distinguía en nada del resto. Salvo por la mancha de pintura blanca que había en el tronco de un laurel.

– Aquí está. La otra señal. Ahí lo encontramos.

Observé el sitio. Me coloqué donde había estado tendido el cuerpo de Iván y miré alrededor, hacia arriba. La niebla flotaba, desleída, sobre mi cabeza. Pensé, no sé por qué, en que a todos nos pasaba lo mismo. Todos nacemos de un golpe de luz, y todos acabamos engullidos por la niebla que poco a poco nos va helando el corazón. Pero a algunos, como al pobre Iván López, los traga más deprisa. Al amparo de aquella niebla lo habían derribado, y mientras la veía sobre mí no pude evitar figurarme que el responsable, embozado aún en ella, nos vigilaba y se reía de nuestro empeño.

Загрузка...