Por un día, me permití el lujo de dormir hasta que mi cuerpo quiso. Pero no pude prolongar el descanso más allá de las nueve y media, y a las diez ya estaba aseado y observando en la pantalla del teléfono móvil el número que acababa de marcar, que no era otro que el de la cabo Ruth Anglada.
No apreté la tecla de llamada; no quería hablar con ella aún. Preferí desayunar antes, y no me di ninguna prisa. Durante la media hora larga que invertí en ello estuve temiendo, o quizá esperando, que Anglada entrara en el comedor. Pero no lo hizo, y a eso de las once menos veinte volvía a contemplar su número en la pantalla de mi teléfono. Esta vez sí llamé.
– ¿Sí? -dijo, con un fondo de viento rugiendo en el micrófono.
– Ruth, soy yo.
– Ah, hola. ¿Has dormido bien?
– Sí. ¿Dónde estás?
– Dando una vuelta por la playa. Llevo un par de horas en pie. Pero no te preocupes, en cinco minutos estoy ahí. ¿Me llamas desde el hotel?
– Sí.
– ¿Quedamos en la recepción?
– Bueno.
– Cinco minutos, no tardo más.
Puede que fueran seis, pero no llegaron a siete. Desde la butaca en la que me había acomodado, vi entrar a Anglada en la recepción. Impetuosa, con las gafas de sol en la mano. Llevaba una falda un poco por encima de la rodilla y una camiseta de tirantes, ambas de color celeste. Encima, una blusa blanca desabrochada y remangada. Elegante aunque informal, juzgué mentalmente, antes de recordar que no estaba allí para valorar su aspecto.
– A tus órdenes, mi sargento -me saludó-. ¿Qué tal esa resaca?
– Peor que cuando tenía veinte años. Pero se puede llevar.
– Yo he dormido como un bebé. Sólo me faltaba chuparme el dedo.
– Me alegro.
– ¿Y bien? ¿Cuál es el programa?
A ella le bastaba con preguntarlo. Yo tenía que pensarlo, creer que podría llevarlo adelante y exponérselo. La resaca me pesaba menos de lo que le había dado a entender, pero otros obstáculos me entorpecían.
– Pues mira, no vamos a ser muy ambiciosos -resolví-. Primero bajamos al puerto, a ver si vemos a Stammler y me lo presentas. Luego nos vamos al parque, para examinar el terreno a la luz del día y también para hacer un poco de turismo, que no creo que nos fusilen por eso. Comemos algo donde sea y esta tarde nos damos un garbeo por aquí, viendo qué podemos averiguar de la gente que nos interesa. Tampoco me importaría, si hay ocasión, charlar un rato con los compañeros de partido de Gómez Padilla que respaldaron su coartada. Que no se diga que no hacemos los deberes.
– Empezaba a parecerme que lo habías descartado, al concejal.
– Te confieso que preferiría que no fuera él -reconocí-. Primero, porque no me cayó mal, y segundo, porque sería lo más difícil para nosotros. Tendríamos que atarlo mucho, para poder irle con la película al juez.
– Soy consciente.
– Pero oye, lo que haya de ser será.
– En cuanto a esos dos -dijo Anglada-, no es difícil que nos los encontremos paseando por el centro, esta tarde. Y si no, vamos a hacerles una visita a sus casas. No tienes más que darme la orden y te llevo.
– Es sábado -recordé-. Vamos a tomarlo con calma.
Udo Stammler no estaba en el puerto, cuando fuimos a buscarlo. Tenía la oficina cerrada y tardamos en encontrar a alguien a quien preguntarle.
– No viene todos los sábados -nos informó un vigilante, al fin-. Por la hora que es, a mí me da que ya no va a venir, pero no se lo digo seguro.
Anglada me miró, interrogadora.
– Éste debe de tener tarjeta de residente -dedujo-. Si nos pasamos por el puesto y consultamos el ordenador sacamos la dirección de su casa en cinco minutos. Y como es alemán, seguro que la tiene actualizada.
– Sería más fácil -dije-. Bastaría con llamar a Margarethe y preguntárselo.
– ¿Entonces?
– No sé si tiene sentido forzar el asunto. No acabo de creer que de aquí saquemos algo. Vamos a dejarlo para el lunes, que me imagino que andará por aquí.
– Te noto hoy un poco flojo, mi sargento, si puedo decirlo.
Me volví hacia ella. Era cierto que me flaqueaba la voluntad. Y que no me apetecía excesivamente sobreponerme a mi desfallecimiento.
– Pues sí, Anglada, es posible -concedí-. Y hay días en los que puede que no merezca la pena empeñarse en sacar mucho de uno mismo. Porque sólo consigues cansarte y al final te da igual. Así que vámonos al parque.
– No voy a discutir -dijo, risueña-. Tú eres el suboficial al mando.
Subimos al coche y Anglada condujo sin prisa por las calles. Camino de la carretera que llevaba al parque nacional, pasamos junto a la peculiar torre del siglo XV que los folletos turísticos anunciaban como uno de los edificios que pudieron ver Cristóbal Colón y sus expedicionarios. Pensé en lo diferente que debía de ser la vida allí entonces, cuando los españoles eran unos conquistadores apenas recién llegados y la Península quedaba a muchos días de navegación, en lugar de estar sólo a un par de horas de vuelo. La torre, ahora una extravagancia rodeada por el urbanismo moderno de la Villa (así llamaban los lugareños a su capital), sobrevivía como un vestigio entre insolente y absurdo, aislada en medio de un parque algo desangelado.
Había bastante tráfico en la carretera; más, desde luego, que la noche que Anglada nos había llevado por primera vez por allí. Comenzaba a habituarme al paisaje de la parte seca de la isla, a sus montes y desfiladeros de aspereza africana. Porque aquella isla acaso fuera en cierto modo ninguna parte, sólo idéntica a sí misma; pero si había que vincularla a algún continente, estábamos en África. Y aunque el hombre se esforzara por cubrir la tierra con los signos de su manera de organizar el mundo (las casas, las carreteras, las explotaciones agrícolas) la tierra siempre asomaba debajo.
Andaba en estos y otros pensamientos ociosos, a los que podía entregarme sin tasa gracias a que Anglada permanecía callada y atenta a la ruta, cuando me acordé de alguien con quien se suponía que yo habría debido pasar aquel día, antes de que mis superiores decidieran encomendarme esclarecer el homicidio del infortunado Iván López. Temí olvidarlo luego si no lo hacía en aquel momento, así que saqué el teléfono y marqué su número.
– Sí -respondió la decidida voz femenina que bien conocía.
– Hola -dije.
– Ah, eres tú. Espera. Te lo paso.
Correcta, lejana, como de costumbre. Hacía mucho tiempo que había dejado de reprochárselo. Podía ser, nada más, su mecanismo de autodefensa. Todos los tenemos, y no se nos puede condenar por usarlos.
– ¿Todo bien? -preguntó, al cabo de unos segundos.
– Sí.
– Bueno, aquí está. Hasta luego.
Mi hijo, como solía, y como quizá resulta corriente entre los niños de nueve años, estén o no separados sus padres, dejó que la conversación transcurriera al ritmo de mis preguntas. Sólo tomó la iniciativa para contarme una película que había visto y preguntarme si ya había cogido al asesino. Decirle a qué me dedicaba en concreto había sido una idea de su madre, que no siempre, en mi modesta y desautorizada opinión, acertaba al educarlo.
Cuando colgué, Anglada hizo la observación evidente:
– Tu hijo.
Asentí.
– Supongo que es un mal rollo, así que no temas, no voy a cotillear.
– No, los niños son unos benditos -dije-. Por lo menos a la edad que tiene el mío. El mal rollo lo ponemos los padres.
– ¿Hace mucho que no vives con él?
– Dijiste que no ibas a cotillear.
– Perdona.
– Casi seis años. Ya está asumido. Dentro de lo que cabe.
No dijo más, ni yo hice por alargar la conversación. No era, en cualquier caso, la que más me apetecía mantener, ni con ella ni con nadie. Mientras ella conducía, inusualmente despacio, traté de distraerme con la ruta.
Tras atravesar el túnel, nos internamos en los dominios del parque nacional. Aquel día las nubes eran muy poco densas y el bosque se veía resplandeciente: tenía un color verde esmeralda, salpicado de destellos allí donde el agua reflejaba la luz del sol. Era un escenario por completo diferente del que había conocido de noche. Lo que entonces me había parecido hostil y un punto escalofriante, ahora resultaba gratificante y acogedor.
También era muy distinto, a la luz de aquel día, el lugar donde había aparecido el cadáver. Sin el estorbo de la niebla y de la oscuridad, el camino que había que hacer desde la carretera resultaba mucho más liviano.
– Algo que no te pregunté la otra vez -le dije a Anglada, una vez allí-, es si el cuerpo estaba oculto, o semienterrado de alguna forma.
– No -repuso, meneando la cabeza-. Según cayó. Creyó que era suficiente con traerlo hasta aquí, o que se pudriría rápido, en este entorno tan favorable. Y un poco podrido sí que estaba, de eso te puedo dar fe.
Me quedé pensando, mientras observaba el suelo y los troncos de los árboles, todos empapados de aquella humedad que daba la vida, entre otros, a los pequeños organismos que habían corrompido el cadáver de Iván.
– O quizá -propuse, sobre la marcha-, lo que quería el que lo dejó aquí era que lo encontraran. Para que el marrón cayera sobre el concejal.
– Si todo fuera un montaje, eso encajaría -aceptó Anglada.
– ¿Había mucha sangre?
– No que yo viera.
– Tal y como lo mataron, tuvo que sangrar en abundancia -inferí.
– Ten en cuenta que lo descubrimos tres semanas después.
– Eso es verdad. Pero desde el principio me ha llamado la atención, la poca sangre. Vi las fotos de los asientos del BMW. Apenas unas cuantas manchas. Si lo hubieran degollado dentro del coche, debería haber más. Y si lo hicieron fuera, ¿cómo llegó la sangre hasta el asiento?
– A lo mejor el asesino se manchó durante la operación, y luego, por descuido, fue él mismo el que manchó el asiento -sugirió Ruth.
– Que fuera él, parece probable. Que fuera por descuido…
Me entretuve a sopesar aquella idea durante unos instantes, con el rostro vuelto hacia arriba. A través de los resquicios que dejaban las ramas de los árboles se vislumbraba el fulgor del cielo matinal. Algunos rayos de sol se colaban hasta el suelo formando oblicuas barras de luz.
– Bien, esto está visto -concluí-. Ahora, vamos a distraernos un poco. Llévame a algún sitio que creas que me gustará conocer.
Anglada me observó, como tratando de adivinar mis preferencias.
– Podemos hacer primero un pequeño recorrido -sugirió-. Y luego subir al Garajonay, eso me imagino que te gustará.
– ¿Garajonay no es el nombre del parque?
– Sí. Y también el del monte más alto de la isla. No te asustes, se puede ir andando. Intuyo que eres de los que les gusta eso. Llegar arriba del todo.
– Tienes buena intuición -admití.
– Qué te creías.
Anglada me mostró algunos rincones del parque nacional: un par de miradores, unos roques, un arroyo. Luego aparcó el coche en una cuneta y me condujo por un sendero. El terreno era bastante practicable, aunque quizá no el más indicado para el calzado que ella llevaba. Tampoco, una vez que empezó a subir de veras, para ir con falda, por la cantidad de matorrales. Anglada, sin embargo, asumió todos aquellos inconvenientes sin arredrarse ni aflojar el paso. Al cabo de una buena caminata, llegamos, sudorosos y acalorados, al mirador de la cumbre del Garajonay. Había allí varios turistas y un guarda, contemplando o fotografiando las vistas. Se divisaba Tenerife, con el Teide casi entero, e incluso la parte alta de Hierro y La Palma.
– ¿Qué?-preguntó.
– Pues hombre, no es gratis llegar, pero al menos te dan algo.
También se podía ver la propia isla, con sus abruptos contrastes entre el bosque y el desierto. Nos sentamos allí un rato, recobrando el aliento y admirando el panorama. Los turistas acabaron yéndose, y el guarda les siguió poco después. Nos quedamos solos, Anglada y yo. Lo más solos que habíamos estado hasta entonces, a casi mil quinientos metros de altura.
– Estamos sudando como pollos -dijo, riéndose.
– Me temo que hemos subido demasiado rápido.
Convino conmigo, sin palabras. Se enjugó el sudor de la frente con el antebrazo, el del cuello con la mano. Sus ojos oscuros me miraron fijamente.
– Ahora mismo me iría a la playa, a refrescarme.
– Nos pilla lejos, ¿no?
– Qué va. En menos de una hora te planto allí, si quieres.
– No tengo el bañador -objeté.
Lo temí. Supe que iba a decirlo. Sus ojos lo anunciaron.
– ¿Y qué? Ni yo. Te llevo a una playa donde no hace falta.
Aquél, ahora lo veo con claridad, fue el instante decisivo. No sé si lo había preparado, si le salió así, o si yo mismo no la había invitado, inconsciente pero sostenidamente, a propiciarlo. También sé, porque no soy tan estúpido como para escudarme en esa clase de disculpas, que aquélla no era una trampa de la que no pudiera salir. Que si caí en ella fue, me enorgullezca ahora o no, porque tenía ganas de caer y a conciencia quise.
– ¿Te da vergüenza? No lo has hecho nunca -dedujo, ante mi silencio.
– Lo he hecho. Aunque sí, me da vergüenza.
– ¿No te atreves, entonces?
– No he dicho eso.
Ruth dejó que la sonrisa se le abriera despacio, hasta que un par de hoyuelos se le clavaron bien dentro de las mejillas.
– ¿Vamos allá, mi sargento?
Respiré hondo. Estaba hecho, había roto el precinto; y sólo hay una manera de seguir, cuando uno ha consentido en empezar: a muerte.
– Vamos -dije-. Pero hasta nueva orden, no me llames mi sargento.
Desde ese momento, no sólo estaba saltándome a la torera algunas de mis convicciones respecto de la separación entre trabajo y vida privada, prescindiendo de cualquier atisbo de sentido práctico y posiblemente faltando a mi deber de suboficial. También, y quizá por encima de lo anterior, estaba lanzándome a una clase de aventura, y una clase de mujer, que no podía sino recordarme algunos episodios que mi memoria guardaba en su doble fondo. Allí donde uno arroja los jirones del alma arrancados por el fracaso y la renuncia. Allí donde se archiva la huella amarga de la destrucción.
Tal vez por eso fue tan dulce el sabor, tan rico e intenso el placer. No voy a contarlo como si lo lamentara, aunque en cierto modo he de lamentarlo. No diré que cuando llegamos a la playa, y la vi desvestirse de corrido, arreglándoselas para dar a todos los demás bañistas la impresión de que estaba haciendo algo rutinario, mientras a mí me regalaba, llena de intención y lubricidad, cada centímetro de su piel que exponía a la luz, me sentí en absoluto desdichado por habitar dentro de mi pellejo. Ni siquiera me pesó cuando yo mismo adopté la uniformidad reglamentaria en aquel sitio, aunque tenía razones para experimentar (y experimenté, todo es compatible) algún sonrojo a lo largo de la maniobra. La veía a ella, esperándome, acariciándose despacio los brazos, irguiendo el tronco y arqueándolo hasta hacer asomar sus costillas, tan libre, bella y salvaje como el mar que la aguardaba, y todo lo demás perdía cualquier importancia. Aquí acaso deba aclarar, para los que influidos por la publicidad y la iconografía de las revistas femeninas puedan malinterpretar mis palabras, que al decir que Ruth era bella no quiero decir que se ajustara al canon de perfección anatómica imperante. Sus caderas eran quizá un poco anchas, los músculos del vientre no se dibujaban sobre su piel ni sus muslos estaban trazados con tiralíneas. Por eso, entre otras cosas, poseía Ruth aquel poder tan feroz de seducción. Porque su cuerpo sabía mostrarse así, abandonado, impúdico hasta el extremo, mientras pedía ser besado, abrazado, mordido, conocido de todos los modos posibles.
Pero no era sólo su cuerpo, ni siquiera era lo primordial. Lo que arrasaba mis defensas era la carga sensual que había en cada gesto, cada inflexión de su voz; demasiado sutil y constante para confundirla con el artificio olvidable y a menudo cómico que emplean ciertas mujeres. A ella le salía con la naturalidad, y acaso la inconsciencia, con que su corazón bombeaba sangre. Era su fuerza, y la gozaba. Mientras nadábamos en aquel océano limpio y brusco, más frío que templado, se dejó flotar boca arriba y dijo:
– Me encanta. Sentir el mar, sin nada por medio. Estirarme. Notar cómo entra, cómo pasa por encima, cómo me zarandea.
No sabía qué decir, si decir. También sentía el mar, y el sol que lo hacía espejear ante mis ojos. Era uno de esos momentos en los que uno comprende por qué la vida puede llegar a ser maravillosa. No sólo por la plenitud con que sabe, cuando quiere, otorgarnos sus favores; sino también, y principalmente, porque sabemos que todo cuanto nos da lo vamos a perder.
– Dime que he tenido una mala idea -me desafió.
– Has tenido una mala idea.
– Pues las tengo todavía peores. Pero no aquí.
Supongo que no hace mucha falta que diga que aquel día desatendí las obligaciones que me incumbían.
El hecho de que fuera sábado no me descarga de culpa, desde el momento en que acepté un trabajo para el que los horarios y calendarios que rigen en otros no dejan de ser una referencia aproximada. Me olvidé del pobre muchacho muerto y me di a la satisfacción de mis apetencias más egoístas. Pequé pues, y fue adrede. No me mueve, al construir mi relato, el afán de presentarme como un sujeto intachable. No lo soy, como nadie lo es. Y acaso necesito contarlo, para expiar mis faltas y poder convivir con ellas, que es una de las misiones más cruciales que le incumben a cualquier ser humano. Convivir con los aciertos, o con los méritos, no requiere mayor competencia, ni especial habilidad.
Se me permitirá, en cualquier caso, que no me extienda en los pormenores de aquella jornada. Algunas sensaciones no pueden comunicarse, otras sólo pueden comunicarse en un idioma que me alejaría de mis propósitos y mi memoria se resiste a exhumar el resto de los detalles por razones que acaso se entiendan más adelante. Sólo diré que Ruth poseía, y en abundancia, la capacidad de contagiar la sensualidad que la animaba. Que al hacerlo era generosa, entusiasta y desembarazada como acaso ninguna otra mujer que yo haya conocido. Y que entre las cuatro paredes de su habitación, donde sabía que no debía estar, me olvidé de todo lo que me impedía ser feliz.
Llegó no obstante, como siempre llega, el momento de la duda. Y quizá en aquel caso, en el extraño caso que formábamos ambos, la duda debía llegar con insidiosa fuerza. No podía guardármela, pero tampoco quería darle ninguna solemnidad. La voluptuosidad es solemne, según dijo creo que Sterne (y digo creo porque la lectura de Sterne me parece insoportable y no la practico, se lo oí citar a otro); pero las confidencias íntimas, ya sean posteriores o no a la voluptuosidad, más vale afrontarlas con ligereza y humor. Por eso procuré armarme de mi mejor sonrisa, cuando le pregunté:
– ¿Vas a explicármelo?
Ruth se irguió sobre la cama y puso cara de no comprender.
– ¿Explicarte qué?
– Por qué yo.
– ¿Por qué tú qué?
– Pues por qué estoy yo aquí, en tu cama, sin necesidad de drogarte o de recurrir a la fuerza bruta.
Se echó a reír.
– ¿Me estás preguntando que por qué me gustas?
– Si es que te gusto, sí.
– No, verás -se mofó-; yo esto lo hago con todos los pobrecitos que me da la sensación de que les hace falta un desahogo…
– ¿De veras doy esa sensación?
– Aveces sí…
– Eres una arpía. Supongo que ya te lo habrán dicho antes.
Asintió, con teatral gravedad.
– Me lo han dicho, sí. Pero me gustas. De veras.
– ¿Por qué?
Me dirigió una mirada cargada de malicia.
– ¿Buscas algún refuerzo para tu amor propio?
– No. Un alivio a mi estupor.
– ¿Tanto te cuesta entenderlo? Es muy sencillo. Me ponen los hombres uniformados y mayores. Supongo que intento buscar sustitutos de mi padre.
– Vale, si no estás dispuesta a hablar en serio…
– Sí, hombre, si te vas a enfadar -se avino al fin-. A ver, déjame que me organice. Pues verás. Me gustas, primero, por ese toque de quijote que tienes, tan gracioso. También porque eres así muy formal, pero a la vez llevas dentro un duende juguetón que se te escapa una y otra vez. Y porque creo que eres buena persona. Un tío legal, que nunca daría por la espalda.
– No te fíes de nadie, nunca…
– Lo veo. No vas a convencerme de lo contrario.
– Ajá. Lo que no sé es qué tiene todo eso de excitante -dudé.
– Qué bestias sois los hombres -dijo-. Para mí eso es más excitante que un muñeco neumático. Hombre, no te digo que de vez en cuando no te apetezca, como de vez en cuando entras a comer a un burger. Pero resulta mucho menos interesante. La chispa está en la ternura, por lo menos para mí, que a otras lo que les va es la tralla a secas. Y pocos hombres saben hacer saltar esa chispa, sin olvidarse de darle un poco de swing, que tampoco se trata de ponerse lánguido. No os han educado para eso, y os da corte.
– Ya. Un discurso muy bonito. Pero no te creo.
– Además, me resultas atractivo. En serio. Y me gustan los hombres mayores que yo. En serio también. No por nada, sino porque los hombres tardáis mucho en madurar, y hasta que no lo hacéis sois una lata. Por lo menos si no tienes instinto maternal y si no te gustan los niños, que es mi caso.
– Bueno, no esperaba que me lo dijeras -me rendí.
Puso cara de ofendida.
– Oye, que es la pura verdad. ¿Por qué si no?
– Mejor no lo pensaré…
– Pues a ver, te la devuelvo. ¿Por qué estás tú aquí? ¿Por qué yo?
Me observaba, retadora. Tardé un poco en responder.
– Fácil -dije-. Tú lo sabes. Porque estás muy buena, y porque te has puesto a tiro. Los hombres somos unos animales, no sabemos decir que no.
Meneó la cabeza.
– Eres un poquito machista, pero no tanto -dijo, con una aviesa mirada.
– No sé si soy machista -repuse-, pero desde luego feminista no soy.
– Es que las mujeres tendríamos que fregar y callar, ya se sabe.
– No hace falta ser feminista para no creer esa idiotez. Naturalmente que todas las discriminaciones son inmorales. Eso es una obviedad.
– Pues muchos no se enteran, todavía.
– Claro que no. Hay hombres imbéciles y desalmados, lo mismo que mujeres imbéciles y desalmadas. Mira, está claro que hoy, como ayer, ser mujer es mucho más difícil que ser hombre. Pero dudo que eso se resuelva hasta que no haya conciencia de que las servidumbres que se imponen a la mujer están sostenidas no sólo por hombres, sino también por mujeres. Y algunas de las peores, más por mujeres que por hombres.
– Algo de razón tienes en eso.
– Yo sólo respondo de mí. Y nunca he explotado ni postergado a una mujer. Ni yo, ni muchos otros. Así que me niego a soportar la matraca del feminismo agresivo, con su odio bobo hacia el hombre en general.
Ruth se estiró sobre la cama, perezosamente. Miró al techo.
– Tampoco eso me gusta a mí -dijo-. Ni otras cosas de algunas feministas. Las que me revientan son esas niñas pijas que presumen de haberse liberado, cuando lo que las ha liberado es la chequera de papá, que las protegió todo el tiempo que hizo falta, mientras otras tenían que ponerse a dar el callo y salir por donde buenamente pudieran. En el fondo, esas listas desprecian a las domésticas y a las currantas, o sea, al noventa por ciento de las mujeres. Si una mujer acaba siendo ama de casa o cajera de un hipermercado, y sufriendo a un batracio que sólo mira el fútbol y ladra, es porque se lo merece. Eso te vienen a decir, adornadas con su bonito pañuelo de Hermès.
No es que me pillara desprevenido. Podía intuir que aquella mujer poseía un ojo implacable y una lengua venenosa. Pero no dejó de impactarme.
– Lo que a mí me llama más la atención -dije, animado por su alegato- es cómo ciertas feministas fanáticas desarrollan ese mimetismo con el enemigo, con el varón cafre al que dicen combatir. Muchas acaban comportándose con una bravuconería cuartelera y una intransigencia obtusa. Y perdiendo facultades no ya de la mujer, sino de cualquier ser humano completo: la imaginación, la comprensión, la capacidad de sacrificarse por otros…
– Bueno, bueno -me reprendió-. Ahí me das un tufillo. ¿No será que prefieres a la mujer complaciente, que te planche la ropita y todo eso?
– Te aseguro que no. Me molestan los energúmenos, hombres o mujeres.
– En todo caso, estoy un poco decepcionada -dijo, frunciendo el ceño.
– ¿Por?
– Por esta forma tan poco original de escurrir el bulto. Creí que ibas a buscarte una más divertida. Que para explicarme por qué te gusto y por qué estás ahora en mi cuarto a lo mejor me ibas a soltar alguna frase de uno de esos tíos que estudiabas en la universidad y que le citas a Virgi.
La mención de mi compañera me hizo sentir levemente incómodo. Quizá para ahuyentar aquella inquietud, entré al trapo:
– Si quieres, te los cito.
– Siempre estoy dispuesta a aprender -dijo, insinuante.
– Pues mira, hay teorías para todos los gustos. Según Schopenhauer, no tengo más remedio que abalanzarme sobre ti, porque la especie me impele a ello. No realizo mi aspiración como individuo, sino los fines procreadores de la especie. Así que nada de esto debes tomártelo a título personal.
– Vamos. Seguro que las tienes mejores.
Hice memoria.
– Bueno, siempre se puede tirar de Freud, claro. Según él, el principio rector de mi vida, como le pasa a cualquier persona, es la búsqueda de placer; tú me lo ofreces, y yo lo tomo. Y si me enamoro de ti…
– ¿Estás enamorado de mí?
– Hablo hipotéticamente -puntualicé, con tono profesoral-. Si me enamoro de ti, decía, el mecanismo que se desencadena es el propio de una neurosis. Empezaré a hacer cosas que no me convienen, porque antepondré las pulsiones de mi inconsciente al sentido de la realidad por el que vela mi ego y al criterio moral y de aprobación social que ejerce mi superego.
– Lo último no lo he entendido.
– Para eso sirve la jerga, precisamente. Para que le pagues al psicólogo cuando te cuenta sus patrañas. Si lo entendieras, no creerías que hay necesidad de pagarle. Dirías: eso ya se me ocurre a mí.
– En fin, de todos modos, tampoco me parece muy gracioso. ¿No tienes nada de ese que decía Virgi el otro día, ese francés, cómo se llamaba?
– Jacques Lacan.
– Ése.
– Claro. Lacan era un poeta, por eso se le fue la olla. Según Lacan, te deseo porque te implico en mi fantasía fundamental. El objeto de mi deseo no existe, es irreal, y como no podré nunca acceder a él, lo encarno en alguien, en este caso, en ti. Y tú pasas a ocupar el lugar de mi fantasía.
– Eso es más bonito -opinó-. Aunque un poco triste.
– Es Lacan. Marca de la casa. Pero puedes aplicarlo a cuestiones mucho más triviales. Por ejemplo, cuando te gusta un actor de cine. También a él lo implicas en tu fantasía fundamental, pero como simple pasatiempo. Y así te consuelas de la privación que no poder cumplir el deseo te crea.
Su rostro adoptó una expresión impenetrable.
– Ya veo -dijo, parsimoniosa-. ¿Y se puede saber qué actrices te gustan a ti? Así me hago una idea de cómo es esa fantasía tuya.
– A mí me gustan todas, si tienen buenas…
– Venga, no seas capullo.
Sufrí un acceso de pudor. Quizá por todo el que no había tenido en las horas precedentes. Pero qué sentido tenía reservarse, ya.
– Pues mira, también en esto soy un antiguo. Ni sabrás quiénes son.
– Haz la prueba.
– Mis dos favoritas son Gene Tierney y Verónica Lake.
El gesto de Ruth puso de manifiesto el abismo generacional.
– Ostras, ni idea. ¿Dónde salen?
Buen desafío. Cómo podía ayudarla a localizarlas.
– Gene Tierney es morena. ¿Has visto una película que se llama Laura?
– Sí, en la tele.
– La protagonista. Y Verónica Lake es rubia, sólo hizo cosas de serie B. ¿Has visto, por ejemplo, Me casé con una bruja?
– Pues no.
Pensé en más títulos. Pero para qué hablarle de La llave de cristal o La dalia azul, si ni siquiera le sonaba la que quizá era más conocida.
– ¿Y L.A. Confidential? -se me ocurrió de pronto.
– Sí, pero ésa es de hace nada.
– El personaje que hace Kim Basinger en esa película es el de una chica que se parece a Verónica Lake. Y va peinada igual que iba ella.
– Ah, sí, ahora creo que la sitúo. Las dos muy clásicas. Frías-juzgó.
– Puede ser.
– Yo no me parezco a ellas.
– Para que veas lo confusa que es mi fantasía. ¿Y a ti?
– ¿A mí qué?
– A ti qué actores te gustan.
Pensó, o hizo como que pensaba.
– Pues no sé -dijo-. Robert de Niro. No ahora, ni de joven, sino hace unos cuantos años. Y dos que a lo mejor te sorprenden. Antiguos, también.
– A ver, sorpréndeme.
– Paul Newman y Burt Lancaster.
– Bueno, ésos son dos guapos de toda la vida.
– No donde a mí me gustan.
– ¿Y dónde te gustan?
– En las películas que han hecho de viejos. Una en la que Newman hace de un inútil que se reencuentra con su hijo. Y Burt Lancaster, en una preciosa en la que sale con Susan Sarandon. Haciendo de jugador acabado.
– Ni un pelo de tonto y Atlantic City -dije.
– Ésas. ¿Las has visto?
– Sí.
Durante unos instantes, ninguno dijo nada. Ruth parecía esperar alguna reacción o algún comentario por mi parte.
– ¿Y qué? -preguntó-. ¿Qué te parecen mis gustos?
– Los de una mujer despistada -me burlé-. Noto un exceso de compasión hacia los hombres lastimosos. Así nunca llegarás a nada, querida.
– Bueno, eso depende. De dónde quieras llegar.
– ¿Y dónde quieres llegar tú?
– ¿La verdad?
– Una mentira bien traída me vale.
Se encogió de hombros. La luz de su mirada pareció desvanecerse.
– No lo sé -murmuró-. Adonde haya de llegar. Qué más da eso.
Por la mañana, cuando salí de su habitación, volví a verle aquel gesto un poco apagado. Sobreponiéndome a lo que sentía, le dije:
– Lo hecho está hecho. Piensa, y pensaré. Pero mientras estemos de servicio juntos, te agradecería que me hicieras un favor.
– Pide.
– No recuerdes, ni me recuerdes, que esto ha ocurrido.
Bajó los ojos, acaso dolida. Volvió a alzarlos, sin embargo, para aclarar:
– Me va a dar mucha pena, tener que dejar de ser tu niña mala. Pero descuida, que no iba a recordártelo. Mi sargento.