Capítulo 12 VERY BAD GIRL

Recogimos a Chamorro en la plaza. En cinco minutos, y aun le sobró tiempo, pudo contarnos el resultado de sus pesquisas matinales. Nada que aportase alguna novedad respecto de lo que ya había averiguado la tarde anterior. Lo más relevante era que Ramón Velázquez y Jorge Fernández, los interrogados previamente por Anglada, no se habían apartado un milímetro, con la supuesta periodista, de lo que habían testificado ante la guardia.

– Estaban con la mosca detrás de la oreja -presumió, molesta.

– O eso es todo lo que saben -dijo Anglada, como exculpándose.

Hice un rápido análisis mental de la situación. Miré la hora, las dos menos cuarto. Luego alcé la vista al cielo. Un día radiante.

– Bueno, no creo que hasta este momento se nos pueda acusar de haber sido perezosos -concluí-. Es viernes, hemos hablado con un montón de gente y no sé vosotras, pero yo tengo en la cabeza una madeja que me convendría desenredar antes de seguir adelante. Me parece que es el momento de hacer un paréntesis y ordenar las ideas ¿Habéis traído bañador?

Las dos me observaron con asombro.

– Sí -admitió Chamorro, como si fuera algo ilícito.

– Yo siempre llevo -declaró Anglada.

– ¿Os parece que nos vayamos a comer cerca del mar y luego nos tumbemos a meditar en la playa? No es una orden. Lo someto a votación.

Anglada asintió, rauda.

– Por mí, vale.

Chamorro se demoró algo más.

– Y por mí también -dijo al fin-. Pero antes quisiera pedirte un favor.

– Pide.

Volvió a remolonear un poco. Entonces intuí que tal vez prefiriese no hablar del asunto delante de Anglada. Quise buscar la manera menos violenta de salvarle ese escollo, pero no anduve lo bastante rápido.

– Hasta el domingo no vamos a ver a la chica -se arrancó, esforzándose por vencer sus titubeos-. Me preguntaba si en lo que tienes previsto para mañana… Bueno, si para lo que sea yo te resulto imprescindible.

Traté de adivinar por dónde iba. Lo entreví. Y no iba a oponerme.

– No -respondí-. De hecho había pensado que podíamos plantearnos una jornada un poco más relajada y darnos una vuelta por la isla.

– Pues si no te importa -dijo, aún dubitativa-, me vendría muy bien tomarme el día para ir a Madrid. Busco un vuelo para estar el domingo por la mañana de vuelta en Tenerife, no te preocupes. Y me lo pago yo.

Ahora fui yo el que lamentó que estuviera delante Anglada, en tanto que me impedía preguntarle a Virginia por qué sentía aquel súbito impulso de trasladarse hasta Madrid, para estar allí un solo día y asumiendo el coste del viaje, que representaba una porción nada desdeñable de su sueldo. Tenía que conformarme con imaginar el motivo, y lo imaginaba. Un antidisturbios enfurruñado y egoísta. No creí que lo mereciera, pero quién era yo.

– Claro -accedí-. Y si encuentras avión para hoy, vete hoy, para no andar tan apurada. En cuanto al billete, intentaré que te lo paguen, pero ya sabes cómo anda el presupuesto. No te lo puedo prometer.

– No importa. Gracias, mi sargento.

– Faltan cinco minutos para que cierren la agencia -advirtió Anglada-. Más vale que nos demos prisa, si quieres sacar ese billete.

Llegamos antes de que la agencia cerrase. Anglada se hizo cargo de la negociación con la empleada y al cabo de apenas cinco minutos le había conseguido a Chamorro la mejor combinación posible. Una plaza en el último vuelo de aquel mismo día, y otra en el primer Madrid-Tenerife del domingo, a tiempo de enlazar con el que debía llevarnos a ambos a La Palma. Y con tarifa reducida, por salir el viernes y volver pasada la noche del sábado.

– Bueno, no te quejarás de Viajes Anglada -le dijo a Chamorro, pletórica, después de ajustar los vuelos y el precio.

– No. Te debo una -le agradeció mi compañera, con aquella sonrisa siempre un poco forzada que era lo máximo que parecía capaz de dedicarle.

Subimos al hotel a cambiarnos. Si por lo común no era fácil ver en el grupo que componíamos a tres guardias de servicio, cuando nos reunimos en la recepción, cada uno con su peculiar atuendo playero, habría sido casi imposible adivinarlo. Confieso que yo era el más improcedente, con mi bañador hawaiano descolorido y mi camiseta de Buzz Lightyear, un regalo de mi hijo que cualquiera que tenga descendencia y haya recibido alguna vez un obsequio de sus vástagos, elegido por ellos mismos, comprenderá que no podía dejar de ponerme en cuanto se me presentaba la ocasión. Chamorro llevaba una camiseta larga hasta las rodillas, azul oscura, con una bonita esfera terrestre estampada sobre el pecho en vivos colores. Anglada, y mentiría si dijera que me sorprendió, unos shorts ajustados y una camiseta naranja con la leyenda very bad girl en letras verdes, también sobre el pecho. Por cierto que la ondulación que adquirían las letras sugería que lo que había debajo se sostenía en completa libertad. Después de la fealdad de la mañana, admito que la perspectiva que se me ofrecía, en la compañía con que la afrontaba, despertó mi fibra voluptuosa. Debería haber olfateado el peligro, y haber tratado de mantener un talante más ascético. Pero no lo hice.

– Bonita camiseta, mi sargento -opinó Anglada.

– Lo que yo quiero saber es la marca del bañador, para cuando tenga que regalar uno -bromeó Chamorro-. Por lo que dura, digo.

– Pues éste no tiene menos de diez años -calculé-. Me lo compré de soltero, y sobrevivió a mi matrimonio… Ahora ya es una cuestión sentimental. No puedo deshacerme de un compañero tan leal y tan sufrido.

– Eso sí, muy a la moda no vas -juzgó Anglada.

– Soy demasiado pobre, demasiado antiguo y demasiado vulgar como para aspirar a ir a la moda. Dejo que mi ropa proclame mis carencias.

– Pues las proclama que no veas -dictaminó, con maldad.

– Vosotras, en cambio, vais muy bien conjuntadas. Lamento desentonar, pero seguro que en la playa encontráis a algún guaperas fashion. En ese momento me plantáis y yo me pongo a buscar conchas. Sin compromiso, no os preocupéis por mí. Se me dan bien los pasatiempos solitarios.

– No seremos tan crueles -dijo Chamorro.

– ¿A qué playa vamos? -preguntó Anglada-. Hay más de una.

– Elige tú, que eres la experta -le encomendé.

Anglada tomó rumbo sudoeste, siguiendo la línea de la costa. Al cabo de un rato se salió por un desvío y después de bajar unas fuertes pendientes nos encontramos en una urbanización de reciente construcción.

– No es lo más bonito -advirtió-, pero es de lo que pilla más a mano y hay variedad de sitios para comer al borde de la playa.

Almorzamos en un restaurante funcional, con mesas y sillas de plástico, rodeados de alemanes que zampaban paella y bebían una sangría cuyo vivo color, entre rojo y violáceo, delataba el vino de tetrabrik empleado en su elaboración. Tampoco el arroz parecía estar a la altura del precio que le asignaba la carta, de modo que escogimos tomar algo de pescado y beber cerveza. Como ya era habitual, tuvimos que esperar muchísimo. Pero la indolencia a que invitaba la visión del horizonte marino logró embargarnos hasta tal extremo que ni siquiera Chamorro protestó. Incluso tomamos café, alargando hasta las dos horas y media nuestra estancia allí. No desaprovechamos el rato, a pesar de todo. Durante aquel moroso almuerzo, repasé con mis dos subordinadas la información que habíamos logrado reunir, y les pedí que me dijeran por dónde creían que debíamos continuar. Chamorro se mostró partidaria de agotar los esfuerzos para localizar al Moranco y a la Cheli, aunque a la vez recordó que ahí seguía estando el ex concejal, a quien a su juicio no cabía descartar aún. Anglada se adhirió a lo dicho por Chamorro. Añadió que tampoco podíamos olvidarnos de Udo Stammler, y expresó sus dudas sobre las fuentes que nos habían puesto en la pista de una posible conexión de la muerte de Iván con el tráfico de drogas. Sugirió que debíamos volver a hablar con ellos para cerciorarnos.

Tomé nota de la opinión de ambas, pero no quise decidir nada inmediatamente. Una vez que pagamos la cuenta, les propuse ir a la playa. Se me ocurrió que podría pensar mucho mejor allí tendido, mientras gozaba de la caricia del sol en la piel y me dejaba arrullar por el rumor de las olas.

Fue aquél, por diversas razones, un cálculo demasiado optimista. En primer lugar, la playa era de piedras, y aunque no sin cierto esfuerzo logré preparar un lecho más o menos plano y regular bajo mi toalla, aquello distaba de ser la superficie más idónea para relajarse. Por otra parte, en mis intenciones reflexivas, no había contado con cierta perturbación que aquella tarde iba a disminuir gravemente el rendimiento de mi cerebro.

Lo que debo referir a continuación me resulta un poco humillante. Sinceramente, habría preferido que cuando aún era tiempo, es decir, en la edad pueril, los responsables de mi educación me hubieran acostumbrado a convivir sin aspavientos con ciertos aspectos de la naturaleza humana, en lugar de vedármelos e inculcarme un malsano pudor ante su exposición. El hecho es que no lo hicieron, y que además, por obra y gracia de mi dotación cromosómica, me veo obligado a padecer los avatares de una sexualidad, la masculina, que a menudo resulta indeseable e imperiosamente automática. Hay quien dice que uno puede sobreponerse a ambas limitaciones con un adecuado entrenamiento, pero o no he tenido el tiempo o me ha faltado la voluntad. Como consecuencia, en ciertas situaciones, mal que me pese, me conduzco con una falta de desparpajo que, a qué ocultarlo, me abochorna.

Pude mantener la compostura cuando Chamorro se despojó de su camiseta. No es que mi compañera careciera de argumentos para provocar cierta inquietud a cualquier varón que la contemplara, a menos que el varón en cuestión sufriera una anormal amputación de sus instintos viriles; pero no era la primera vez que la veía en bikini, y además me había mentalizado para comportarme en presencia de su pálida epidermis. Lo que en modo alguno me había preparado para encajar era que Anglada se sacara su camiseta naranja y surgiera ante mis ojos pecadores, de cintura para arriba, en su esplendorosa y tostada desnudez. Como no hay trance, por terrible que sea, que no pueda volverse aún más angustioso, por un momento barajé, presa del pánico, la posibilidad de que se bajara los shorts y tampoco hubiera juzgado preciso llevar nada debajo de ellos. No llegó a tanto. Aunque escueta, la pieza amarilla que cubría su intimidad vino a paliar mi zozobra.

Chamorro tampoco había sido aleccionada para dejar de cohibirse un poco ante aquella exhibición. Pero la impresión que le produjera la exteriorizó apenas en una sombra que cruzó rápidamente por su gesto. Ella contaba con esa envidiable capacidad femenina para no dejarse nunca asombrar mucho por nada, y sobre todo, estaba libre del pequeño enemigo que bajo mi bañador hawaiano empezaba a desobedecer mis desesperadas órdenes.

Imagino que mi rostro denunciaba, pese a mis esfuerzos, el conflicto que se desarrollaba en mi interior. Porque cuando Anglada, después de realizar una turbadora sesión de estiramientos, se dio la vuelta y me cazó la mirada, se apresuró a infligirme un hiriente y perverso comentario:

– Lo siento, pero hace muchos años que no uso la parte de arriba.

Para terminar de complicarme la posibilidad de reaccionar de forma airosa ante la provocación, Chamorro se volvió a mí, vagamente expectante.

– No os hará sentir violentos, ¿no? -insistió Anglada.

– A mí no -repuso Chamorro, con distante frialdad.

Tenía que decir algo, y pronto, aunque malditas las ganas que tenía de hacer otra cosa que volatilizarme encima de mi toalla.

– Debo admitir que hasta dónde yo sé la situación no está contemplada en las ordenanzas -respondí, con prudente lentitud-. Así que, aunque en cierto modo me descoloque, no veo por qué debería violentarme.

Anglada sonrió maliciosamente. Chamorro lo hizo de forma tan tenue que dudo en calificar su expresión como sonrisa. Después se tumbó, acaso como forma de desentenderse de todo aquello. Me dolió un poco su deserción, a decir verdad. No estaba demasiado satisfecho de mi respuesta, pero, considerando las circunstancias, podía haber sido aún más deplorable.

– Bueno, yo me voy al agua -dijo Anglada-. ¿Alguien se viene?

Los dos declinamos la invitación, Chamorro supongo que por mantener su displicencia, y yo porque la holgura de mi traje de baño no era bastante como para permitirme adoptar la posición erecta sin sufrir un grave descrédito. Anglada se encogió de hombros y echó a caminar hacia la playa.

Renuncio a contar en detalle la hora y pico que pasamos allí. Al final pude bañarme, incluso me las arreglé para pensar un poco sobre el caso por cuya razón me veía expuesto a aquellas intensas emociones. Pero fue un tormento intentar ofrecer una apariencia de normalidad, teniendo todo el rato ante las narices a una mujer que me ponía a cien con los pechos al aire. Hice por sacar conversación sobre cuestiones insulsas, y por no parecer rígido cuando tenía que mirarla, sin buscar lo que me imantaba ni eludirlo de forma que delatara mi codicia. Pero me temo que no estuve nada convincente. En algún momento sopesé si no debía haber considerado su striptease como una falta de respeto al superior y haberle impuesto la corrección disciplinaria correspondiente. Pero recapacité, creo que con buen criterio, y me dije que el tamaño del oprobio es directamente proporcional a la aparatosidad de la maniobra con que uno trata de encubrirlo. Más valía dejarlo como estaba.

En el viaje de regreso, traté de recobrar el control. Volví al terreno seguro, a aquel en el que podía ejercer una autoridad indiscutida.

– Después de darle unas cuantas vueltas -le comuniqué a mi equipo-, no estoy muy contento con la marcha de la investigación. Creo que nos hemos dispersado y me temo que en alguno de los caminos que hemos tomado nos hemos perdido. Puede que por mi culpa, no estoy regañando a nadie.

Las dos me escuchaban, atentas.

– Tenemos que saber más del chico -continué-. Tenemos que saber más del concejal. Tenemos que saber más del instructor de submarinismo, aunque no nos acabe de convencer esa pista. Y tenemos que saber por qué demonios ha desaparecido el Moranco, aunque sea un puñetero engorro por la gente con la que habrá que tratar. Es mucha tarea y tendremos que repartirnos. De aquí al lunes, ya que el equipo no va a estar completo, me conformo con darle otro tiento a Stammler y hablar con Desirée, que es una forma de investigar a su papá. Pero desde el lunes hay que ponerse las pilas.

Me volví a Chamorro.

– Una semana pasa rápido. A partir del viernes que viene, tú y yo ya no podremos dedicarnos a esto con tanta tranquilidad.

A media tarde, después de pasar por el hotel, llevamos a Chamorro al puerto. Debía embarcar con cierto margen, si quería llegar a Tenerife a tiempo de coger su avión a Madrid. Para hacer economías, no sacó pasaje en el hidroala, sino en el ferry normal. La acompañamos hasta el barco. Resulta inevitable sentir una leve desazón en el estómago, cuando ves a alguien irse en barco desde un muelle. Al menos yo la sentí al ver irse a mi compañera, o quizá era el desasosiego que me producía quedarme solo con Anglada. Lo que ella sintiera al marcharse, si algo sintió, no pude saberlo.

Aquella noche, el sargento primero Nava nos invitó a cenar en su casa. Me apresuré a aceptar el plan, que me protegía frente al insondable peligro de una velada solitaria con Ruth. En la cena estuvieron, además de Nava, el cabo Valbuena y las mujeres de ambos. Aunque la composición de la mesa venía a convertirme en pareja de hecho de Anglada, agradecí el respiro que me proporcionaba aquella reunión casi familiar. La mujer de Nava era buena cocinera y todos se esforzaron por tratar con calidez al huésped de Madrid. Por mi parte, les correspondí con lo que quizá me tocaba, traerles noticias y chismorreos de la capital. La sobremesa se prolongó mucho, y una vez que el alcohol hubo soltado las lenguas, la franqueza fue en aumento.

– Supongo que a ti, que vives en el cuartel general, todo esto te queda muy lejos -dijo el sargento primero-, pero aquí en las trincheras la gente está cada vez más quemada. Y uno ya no sabe cómo mantenerles la moral.

– Oye, que yo soy sólo sargento -le recordé.

– Ya, entiéndeme. A lo que me refiero es que tú no sabes lo duro que está esto últimamente. A la gente la tengo reventada de servicios. El tinglado estaba muy bien cuando el país era otra cosa, cuando no había nada más que cazadores furtivos, ladrones de gallinas y algún bandido. Pero ahora, en la demarcación de cualquier puesto, te encuentras de todo. Y para enfrentarlo tienes sólo un puñado de hombres, y la cobertura de la línea o de la comandancia, sí. Pero cuando hay jaleo, a ti te toca parar el golpe.

– Me consta -dije-. Me muevo por ahí, aunque tenga la base en Madrid.

– Y oye, no te quejes, que siempre puede ser peor. Al menos, como esto está demasiado lejos, hasta aquí no llegan las pateras. Tengo un compadre en Fuerteventura que echa espumarajos por la boca, si le preguntas. No veas qué noches se pasa, y con el alma en los pies todo el rato. Sacando muertos, recogiendo gente medio congelada y como te descuides hasta haciéndole de comadrona a alguna subsahariana. Y ya sabes, todo por la Patria.

El resto de los presentes, curtidos día a día en el respeto debido al jefe del fuerte, le respaldaban con un reverente silencio.

– En fin -suspiró Nava-. Que para qué engañarnos. Que somos los gilipollas que están ahí para comerse la mierda que no quiere nadie. Y encima, con esto de tener a la familia siempre al pie del cañón, nos matan a los niños en cuanto nos descuidamos. Porque la gente es mansa, que si no…

No tenía nada que oponerle. Resulta un poco difícil objetarle a alguien lo que antes ha pasado por tu cabeza.

– En otra vida, tío -volvió a hablar, con amargura-, quiero ser político. Salir en la tele con toda la cara y decir «hay que hacer esto, hay que hacer lo otro», «seremos inflexibles» o cualquiera de esas paridas que dicen. Y luego poder mandar a otro imbécil a que pague el precio de mi bravura, mientras yo me paseo en mi coche blindado con climatizador.

– Bueno, la cosa está organizada de esa forma -dije-. Y la gente no se rebela. A lo mejor es que tiene que ser así. No lo sé.

– Tiene que ser así, claro -asintió Nava-. Para que luego ellos envejezcan podridos de billetes, y nosotros, si llegamos, en la puta miseria. Hasta ya nos meten mano en el dinero de los huérfanos, que era lo que nos faltaba. Y les sale barato, no tienen más que pagarles a un par de golfos o de tontos, igual me da, el viaje para ir a ver la final de la Copa de Europa.

– No voy a ponerme a defender a los políticos -repuse, por bajar un poco el tono-. Pero a alguno también ha habido que enterrarlo joven.

– Sí -admitió-. Siempre hay algún pardillo despistado. Segundones. Dime tú si han tumbado a alguien gordo, después de Carrero.

Sólo un irreflexivo se permite polemizar con alguien cuando está exaltado. Preferí callar, porque en términos generales compartía su diagnóstico y porque rebatirle en los matices en que me parecía que podía estar siendo injusto podía conducirme a ser acusado de sostener lo que no sostengo. Ya me ha pasado alguna vez. En las controversias de sobremesa, como en las de la radio o los mítines, sólo pueden despacharse a gusto los incendiarios. Pero Nava se había animado, y todavía no había gastado su arsenal:

– Que te lo digo yo, que todo está montado para su beneficio, y que ya han perdido la poca vergüenza que les quedaba. Mira, un ejemplo. Cuando aquí te viene una mujer a denunciar que su marido la amenaza. ¿Qué haces? Vas, hablas con él, a lo mejor te tomas la molestia de estar encima durante una temporada; sacándotelo de las costillas, claro, y mientras no tengas que acudir a tapar otro agujero. Porque medios para proteger a esa mujer ya sabes que no te van a dar. Luego el tío la mata, y en los periódicos la gente lee que había puesto doce denuncias. Sin embargo, viene cualquier parásito de cualquier familia real de mierda, como esa de Mónaco, que es para cagarse de la risa, y le ponen veinte guardias a vigilar la finca donde va a cazar.

Sostuve su mirada, incómodo. No había escogido mal ejemplo.

– ¿Qué? ¿Me estoy inventando algo? -preguntó.

– No, no te lo estás inventando. Es un asunto jodido -reconocí-. Lo que a mí me gustaría saber es en qué gen tiene el ser humano la predisposición a ir a lo suyo. Porque todo viene de ahí. El político, o la princesa de Mónaco, quizá no sean peores que tú y que yo. Sólo pasa que tienen más posibilidades de aprovecharse de los demás para conseguir sus ambiciones personales. Para eso, desde luego, tienen que perder el sentido de la justicia. Y muchos, o quizá la mayoría, lo pierden. En eso estoy de acuerdo contigo.

Nava, por primera vez, meditó lo que iba a responderme.

– Mira -habló al fin-. No digo que no tengas razón, y a lo mejor yo me pongo un poco burro. Pero no puedo perdonárselo, qué quieres que le haga. Yo pringo, y ellos trincan. Lo que no sé es por qué te largo todo el rollo a ti, que estás del mismo lado que yo. Supongo que es la necesidad de desahogarse de vez en cuando. Ya me disculparás, compañero.

– No hay nada que disculpar, hombre.

La velada se alargó un rato más, durante el que la conversación derivó hacia asuntos menos trascendentes. Sin embargo, cuando Nava nos acompañó a Anglada y a mí hasta el coche, me reiteró sus excusas:

– Oye, perdona el número. Demasiado vino palmero. Aquí intentan convencerte de que es la hostia, pero a mí no me sienta muy bien.

– Que no te preocupes, coño -repetí.

– En fin, ya sabes. Aquí seguimos, para lo que te haga falta -se ofreció-. Los de tropa tenemos que apoyarnos, que si no, no tenemos a nadie.

Mientras Anglada conducía, en mi mente, que tampoco estaba libre de vapores etílicos, se agolparon los sucesos del día. No había pasado casi nada, había avanzado muy poco en el trabajo que me había llevado allí, y sin embargo tenía una sensación de inmenso agotamiento. Mi alma pedía tregua, pero los dioses no estaban por dármela, aún. Oí que Anglada decía:

– El sargento primero es un poco vehemente, cuando se cuece.

– Ya veo -anoté, con cauto laconismo.

– Pero es buen chaval -agregó-. Te lo digo yo, que he vivido bajo su poder absoluto durante unos cuantos meses. Tenías que ver al jefe de puesto que me tocó en Pontevedra. Un asfixiao que te cagas. No sé si hay algo peor que eso. Nava, en cambio, tiene criterio, y cuida de su gente.

– Eso le honra -opiné.

Después de dejar el coche en el aparcamiento del hotel, y mientras caminábamos hacia la recepción, Anglada dijo de pronto, insinuante:

– Supongo que si te invito a una copa en el bar no vas a aceptarla.

No quise mirarla, pero la miré. Pese al vino que me nublaba la vista y la oscuridad de la noche, o quizá con su ayuda, vi en aquella mujer una firme y tentadora promesa de perdición. No sé si ella había bebido tanto como yo, pero pensé que acaso era el alcohol lo que me la ponía al alcance. Aunque a lo largo de mi vida he podido atraer a alguna mujer sin necesidad de emborracharla, tampoco las he visto nunca desmayarse a mi paso, así que tiendo a desconfiar cuando me parece que alguna me resulta asequible.

Sin embargo, no me resistí por el escrúpulo de no aprovecharme de alguna debilidad momentánea. A Anglada se la veía bien entera, además de tan deseable como pudiera querer mostrarse. Me resistí porque una ráfaga de lucidez me puso ante los ojos los inconvenientes prácticos que dejarme llevar iba a acarrearme, y porque, simultáneamente, un espasmo desde el fondo de mis tripas me devolvió el sabor áspero de antiguos remordimientos.

– Gracias, Ruth -dije-. Creo que por hoy ya he bebido bastante.

Acogió mi negativa con una sonrisa.

– Es una pena que seas tan decente, mi sargento -lamentó.

– Quizá lo que es una pena es que sea tu sargento.

– Quizá.

Lo dejamos ahí, en la conjetura. Y no fue fácil, al menos para mí.

Atravesamos en silencio los patios desiertos. Nuestras habitaciones estaban en el mismo pasillo. La suya, dos puertas antes que la mía. Mientras introducía la llave en la cerradura, se volvió para consultarme:

– Mañana a qué hora.

– No hace falta que madruguemos. Aprovecha para dormir. Ya te llamo.

– Pues que duermas tú también -deseó-. Buenas noches.

– Buenas noches. Gracias por todo.

– De nada, mi sargento.

No me dormí en seguida, ni mucho menos. De hecho me di cuenta, antes de llegar a meterme en la cama, de que la coyuntura era propicia para desvelarme. De pronto estaba despejado, y me costaba detener el curso de mis pensamientos. Me conozco, y sé que en esas ocasiones es mejor no presentar batalla. Así que fui a la maleta y saqué de ella la caja en la que guardaba los pinceles, las pinturas y el soldado de plomo en el que estaba trabajando. Tras abrir la caja, me quedé mirando su interior. Aquél era el equipo de viaje, el que me llevaba siempre que salía de casa más de un par de días; para tener, justamente, una manera de enfrentar momentos como aquél. La pieza que había traído, y que me observaba desde el departamento de la caja donde yacía, sobre un lecho de algodón, era hermosa y singular. Un muchacho del Volkssturm, las milicias de adolescentes y viejos que reclutaron en 1945 para defender una Alemania ya vencida. Era de complexión delgada, casi frágil, y sujetaba el subfusil como quien no tiene hábito de hacerlo.

Cada uno enfrenta como puede sus fantasmas. Yo hago soldados de plomo de ejércitos derrotados. Me relaja, porque exige atención y destreza manual, lo que ayuda a desconectar las zonas nocivas del cerebro. Además, es una forma de encontrarme con los míos. He caído derrotado a menudo.

Aquella noche, también caí. Cuando al fin apoyé la cabeza sobre la almohada y cerré los ojos, ya no pude impedirlo. Soñé con ella.

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