1951

Lo que más me repele de los filósofos es el proceso de vaciamiento que tiene lugar cuando piensan. Cuanto más frecuente y más hábil es el uso que hacen de sus palabras fundamentales, tanto menos les queda del mundo que está a su alrededor. Son como bárbaros que viven en una casa alta y espaciosa llena de maravillas. Andan por allí en mangas de camisa e, impertérritos, lo van tirando todo sistemáticamente por la ventana: sillones, cuadros, platos, animales, niños, hasta que no quedan más que habitaciones completamente vacías. A veces, al final, llegan incluso a volar puertas y ventanas. Queda en pie la casa desnuda. Se hacen la ilusión de que está mejor con esta devastación.


El sabio olvida su mesa.


Del Más Allá ha quedado la nada, es su herencia más peligrosa.


Buzo incansable, te lanzas a las confusiones de los demás. ¿Puedes aprender de ellos aún? ¿Son ellas algo más que el sello de tus propias confusiones?


Un sueño es como un animal, pero un animal desconocido, y uno no ve la totalidad de sus miembros. La interpretación es una jaula, pero el sueño nunca está allí.


Una persona que siempre que te encuentra te pide algo. Hasta tal punto le pareces importante; en tan poco se tiene y tanto es lo que quiere. El personaje que encarna la acción de pedir. Para mí los hombres más enigmáticos son aquellos que lo quieren todo para sí, que necesitan mucho y que, sin embargo, no se tienen por nada.


El hombre más deplorable que he conocido era un buhonero que fue sepultado bajo un montón de palabras, que se las llevó a la boca como si fueran granos de trigo y que, rumiándolas, escribió un poema.


Los ambiciosos que andan a vueltas con el poder van buscando siempre eslóganes. Recogen lo que alguien dice en una reunión y le dan la forma de augurio. El desconocido que contesta a su pregunta les es indiferente. No tienen ninguna gana de volverlo a ver; muchas veces no saben lo que éste lleva entre manos y es posible incluso que no sepan cómo se llama. Tal vez para ellos es «un polaco» o «un psicólogos. De él no necesitan más que una palabra que, de un modo enigmático, les parece útil. Tenderán a retirarse de la reunión así que ha aparecido esta palabra; con las que siguen podría perder algo de su fuerza. Así que están solos, separan totalmente esta palabra de su autor y le están dando vueltas y más vueltas, hasta que adquiere algo de absoluto; como si viniera de una instancia superior a prestarles sus servicios.


El miedo de las estrellas que han sido vistas y anotadas por nosotros.


Toda guerra contiene las anteriores.


Roma, París y Londres estarán olvidadas. Un mar las cubrirá. No habrá nadie que entienda inglés. Algunos caballos dirán una misa por Epson. Los cementerios de Verdun iluminarán el fondo del mar.


Saber que uno no tiene poder sobre nadie puede hacerle feliz. Cuanto mayor sea la intensidad con la que hemos dominado a un ser humano, tanto mayor es esta sensación de felicidad. La libertad – cada vez lo veo más claro – es libertad de soltar, cesión de poder.


A las personas que conozco bien me gusta dejarles que me cuenten una y otra vez las mismas historias, sobre todo cuando se trata de acontecimientos centrales de su vida. Sólo soporto el trato con aquellas personas en las que estas historias suenan cada vez algo distinto. Los demás, para mí, son actores que han aprendido bien su papel; no creo en ellos.


Los ojos muy bellos son insoportables, hay que estar mirándolos siempre; uno se ahoga en sus aguas; uno se pierde y ya no vuelve a encontrar el rumbo.


Siempre te preguntan qué quieres decir cuando despotricar contra la muerte. La gente quiere de ti las baratas esperanzas que las religiones han devanado hasta la saciedad. Pero yo no sé nada. No tengo nada que decir a esto. Mi forma de ser, mi orgullo consiste en no haber halagado jamás a la muerte. Como todo el mundo, algunas veces, muy pocas, la he deseado, pero nadie ha oído nunca de mis labios una alabanza a la muerte, nadie puede decir que yo haya inclinado nunca la cerviz ante ella, que la haya aceptado o embellecido. Me parece lo más inútil y maligno que ha habido nunca, la calamidad fundamental de cuanto existe, lo incomprensible, lo que jamás ha sido resuelto, el nudo en el que, desde siempre, todo se encuentra atado y cogido y que nadie se ha atrevido a cortar.


Que muera un hombre es siempre una lástima. Nadie hubiera debido morir nunca. El peor de los crímenes no fue nunca merecedor de la muerte, y sin la aceptación de la muerte no hubiera existido jamás el peor de los crímenes.


Cabría imaginar un mundo en el que jamás haya habido asesinatos. En un mundo así, ¿cómo serían los otros crímenes?


Lo más importante lo lleva uno cuarenta o cincuenta años consigo antes de atreverse a formularlo de un modo articulado. Sólo por esto resulta imposible medir lo que se pierde con aquellos que mueren prematuramente. Todo el mundo muere prematuramente.


La conducta de los mártires no le parece despreciable a nadie, a pesar de que todo lo que hicieron lo hicieron para conseguir una vida eterna. Qué despreciables les parecerían estos mismos mártires a los seguidores del Cristianismo si lo que les hubiera interesado hubiera sido una vida eterna aquí y no en otra parte.


Incluso la idea de la transmigración de las almas parece tener más sentido que la de una permanencia en el Más Allá. Los paladines de la fe en el Más Allá no se dan cuenta de que se trata de algo a lo que ni siquiera se le da nombre: de un permanecer juntos en el Más Allá, de una masa que no se disgrega nunca. Quieren que una vez reunidos allí, no tengan que separarse más.

Cómo sería un paraíso en el que los bienaventurados no se vieran jamás, en el que cada cual existiera como una especie de eremita bienaventurado, a gran distancia de los demás, de tal manera que no le fuera posible a nadie oír la voz del otro; un paraíso de eterna soledad, sin necesidades ni molestias corporales; una cárcel sin muros, rejas ni guardianes de la que nadie pudiera escapar por ninguna parte porque no habría sitio alguno a donde ir. Allí cada uno daría sus propios discursos, cada uno sería su propio predicador, maestro, consolador, y fuera de él mismo no le oiría nadie. Una existencia beatífica a la que muchos preferirían las penas del infierno.


No puedo explicar por qué en mí se dan a la par una fina sensibilidad para todo lo malo de esta vida y una pasión siempre despierta por ella. Tal vez siento que la vida sería menos mala si no fuera arbitrariamente cortada y desgarrada. A lo mejor estoy bajo el imperio de la vieja idea de que los inquilinos fijos del paraíso son buenos. La muerte no sería tan injusta si no estuviéramos condenados a ella de antemano. A cada uno de nosotros, incluso a los peores, le queda la excusa de que nada de lo que hace se acerca a la maldad de esta condena que pesa de antemano sobre nosotros. Tenemos que ser malos porque sabemos que vamos a morir. Todavía seríamos peores si, desde el principio, supiéramos cuándo.


Las religiones son todas religiones satisfechas. ¿No hay religiones de la continua y acuciante desesperación? Me gustaría ver a uno que no mira tranquilo a los ojos de ninguna muerte, ni siquiera de la suya propia; a uno que, de este odio, ha excavado un lecho siempre lleno para el río incesante de su insatisfacción; uno que no duerme porque, mientras duerme, algunos se duermen para no despertar; que no come porque, mientras come, algunos están siendo devorados; que no ama porque, mientras está amando, algunos son desgarrados. Quisiera ver a uno que fuera solamente este sentimiento, siempre este sentimiento; uno que, mientras los otros se alegran, tiembla por sus alegrías; uno que la vacía lamentación sobre la «fugacidad» la ve con toda crudeza como castigo de la muerte, de la muerte que existe en todas partes y que sólo alienta en este castigo.


El ciego habla de los importantes a quienes conoció cuando veía y da a entender que ahora, desde que ha perdido la vista, los conoce mejor; no hay nada que oprima, oculte, coloree, desfigure y ensucie a estos seres. Rechaza cualquier recuerdo extraño de estos mismos hombres; porque no tiene nada de la pureza de su propia esfera de ciego.


Cuando se le cerraron los ojos empezó a vivir. Ya no veía nada. No chocaba con nada. Iba de uno a otro y no sabía quién era él. Ninguna de las cosas falsas que se decían provenía de nadie. Cuando se ponía triste se arrimaba a una mesa. Cuando se encolerizaba tiraba del mantel. Las mujeres resbalaban por él como el agua; él no las veía y las dejaba pasar. Su ceguera encontraba siempre la meta; ésta cambiaba de lugar y salía a su encuentro. Daba las gracias, se sentaba al piano y a las amables metas les tocaba un vals sumerio. «Antes era todo tan alegre en el mundo», decían ellas sorprendidas.


Lo más sorprendente es el crecimiento repentino de la sabiduría en un hombre que estuvo siempre con uno, en quien ésta no llamaba la atención, de quien se esperaba mucho, pero no precisamente la sabiduría. Uno creía conocerle y verle en su conjunto y resulta que en él había oculto mucho más. Este secreto caudal del ser humano es lo mejor de él; es tan secreto que no se abre a nadie, ni al más próximo ni al más alejado, a no ser que haya alcanzado la plenitud de su forma y se abra de repente, para siempre. En pos de este secreto caudal se investiga con obstinación, pero generalmente en personas que no son las adecuadas. Lo que se buscó afanosamente allí resulta que estuvo siempre aquí; el reverso de la medalla de todos los desengaños, premio, gracia.


El diálogo entre dos personas cambia sus polos; el otro ante quien durante mucho tiempo sólo podíamos estar en silencio se nos vuelve a convertir de repente en el otro.


Mesas cuadradas: la seguridad en nosotros mismos que nos infunden; como si, aliados en grupos de cuatro, estuviéramos solos.


Qué significa que estás hecha de barro, dijo Adán a Eva; y la apartó. Soy tu costilla, dijo ella, mi barro procede del tuyo. El no la creyó y mordió la manzana. Entonces supo que ella decía la verdad; la tomó en brazos y la regaló a la serpiente.


Nombres desnudos sujetos con una correa; los llevan mujeres fastuosamente vestidas: hombres falderos, corno pequineses.


Todos los consejos que él ha dado y todos los aconsejados en persona salen a escena. Actúan como él les había aconsejado, pero unos con otros, una comunidad viviente. Al final, al verlos a todos juntos, se da cuenta de lo que él quería.


El hombre que sólo mira a mujeres que le resultan especialmente desagradables, pero que las mira como si le gustaran. Su destino.


El gesto del verdadero idiota que no puede ser de otra manera me conmueve tanto como el del Todopoderoso.


Su sueño: saber todo lo que sabe y, sin embargo, no saberlo todavía.


Contando todos los amigos que tiene se encuentra a sí mismo; después de sumar, restar, multiplicar y dividir… el resultado, la suma, es, de un modo inesperado, él. ¿Los ha escogido de tal manera que el resultado no ha podido ser otro? ¿Tantos y este viejo resultado?


El mar no está nunca solo.


Cómo le gustaría estar en un mundo en el que él no existiera.


Algunas expresiones del inglés me resultan profundamente odiosas; por ejemplo, cuando de un hombre se dice: He is a failure», porque no ha llegado a ser nada especial. Y luego ¡a quién se aplica esta frase! P., que tiene muchos de estos rasgos ingleses, dijo una vez hablando de Benjamín Constant: «He was a failure». Sí, ¿quién no lo fue? ¿No ha vivido todo el mundo en vano? ¿Y no han muerto todos?


La camarera larguirucho que, moviendo los dedos, se exhorta a misma sobre unos encargos que podría olvidar. «Ahora voy», mueve la cabeza en un gesto de asentimiento y mira furtivamente hacia unos dedos que tiene estirados. Luego otros dedos corroboran aquello que le han recordado los primeros; y es completamente feliz de haber llegado a este convenio consigo misma. No son los otros los que la mandan de un lado para otro y le dan órdenes; oye una cosa y consulta tranquilamente consigo misma; es la que decide cuando un dedo replica a otro y cuida de que no peleen unos con otros. Cuando la gente se impacienta abre toda la mano y entonces uno sabe que no hay nada que hacer: los dedos, sin más, se niegan a consultar unos con otros.


Las mujeres más tontas: las que vienen a contarlo todo inmediatamente, al primero que las escucha; sin embargo, esto que cuentan todavía no ha ocurrido del todo.


El hombre que, para que lo alaben, está dispuesto a todo; lo único que hay que hacer es decirle con suficiente frecuencia lo bueno que él es. Está dispuesto a cometer un crimen para que le digan que es bueno.


Sólo lo inesperado hace feliz; pero tiene que chocar con muchas cosas esperadas y dispersarlas.


De Hobbes sigue atrayéndome todo: el coraje de su espíritu, que es el coraje de un hombre lleno de miedo; su erudición, segura y autoritaria, que con un instinto sin par, intuye qué es lo que tiene que confrontar dentro de sí mismo y qué es lo que debe abandonar como vacío y esquilmado; su contención que le permite guardar para sí, a lo largo de decenios, ideas maduras y vigorosas, y determinar por su cuenta, sin dejarse influir por nada y de un modo despiadado, el momento propicio para tales ideas; el gusto por sentirse rodeado por este anillo de enemigos – él, que es su propio partido, que, si bien hace creer a algunos que van a poder utilizarle, no obstante sabe defenderse de todo abuso y, sin buscar jamás un poder mezquino, hace exactamente aquello que sus ideas aprueban -; su firmeza al lado de un espíritu tan lleno de vitalidad y frescor; su desconfianza frente a los conceptos – ¿qué otra cosa es su «materialismo? – y también su avanzada edad. A veces me pregunto si en mi debilidad por él no jugarán un papel excesivo estos noventa y un años de vida que Hobbes alcanzó. Porque con los resultados de su pensamiento, como tal, casi nunca estoy de acuerdo; su superstición matemática no me dice nada, y justo su visión personal del poder es lo que yo quiero destruir.

Pero me fío de él; los procesos de su vida y de su pensamiento me parecen auténticos. Es el contrincante que estoy oyendo; jamás me aburre, y admiro la penetración y la fuerza de su lenguaje. La superstición conceptual de algunos filósofos posteriores a él me resulta mil veces más desagradable que su superstición matemática. Me fío de él y me fío de sus años. Deseo para mí, es cierto, tantos años como él tuvo, porque de otro modo, ¿cómo voy a conseguir la misma firmeza en mis vivencias fundamentales, el mismo examen, el mismo afianzamiento y la misma ratificación?; estas vivencias son hoy las mismas para todo el mundo; lo único que hay que hacer es darles tiempo para que le penetren a uno del todo.


Un hombre que jamás ha recibido una carta.


El infierno del ladrón es el miedo a los ladrones.


Durante toda la cena, la ancianísima señora estuvo hablando de espíritus. La cena fue larga. Intenté envidiarla por sus experiencias. ¿Por qué ningún espíritu se ha preocupado de mí todavía? Quise desviar la conversación, simplemente por llevar la contraria. Ella no cejaba. Una guía de teléfonos había sido cambiada de sitio. Encontraron una serie de zapatos sobre una cama. Todo esto me pareció pobre. Me hubiera gustado más que el espíritu hubiera revuelto nombres y direcciones en la guía telefónica, porque darle a una cosa un puntapié, nada más, es algo que yo también puedo hacer. Pero lo que literalmente me avergonzó fueron los zapatos encima de la cama. ¿Por qué no habían preferido salir de paseo todos ellos, cada uno en una dirección distinta? Escuchaba a regañadientes. El espíritu no había tenido ninguna ocurrencia especial. La ancianísima señora, que notó mi desengaño, pasó a hablar de otra cosa. Al fin la dejé; estaba cansado. Pasaron horas hasta que no caí en la cuenta de que ella misma era el espíritu. Se preparaba para su futura carrera. Explicaba sus planes.


Un nochario en el cual no hay ni una línea que haya sido escrita de día. Paralelamente, un verdadero diario en el que todo ha sido escrito de día. Mantener separados los dos durante unos cuantos, no compararlos nunca ni mezclarlos.

Su confrontación final.

Загрузка...