1945

Aman tanto la guerra que la han metido en Alemania y aun allí no la entregan.


Cuando llegue la primavera, la tristeza de los alemanes será como un pozo sin fondo, y ya no va a ser posible distinguir entre ellos y los judíos. Hitler ha hecho a los alemanes judíos en unos pocos años, y «alemán» se ha convertido ahora en una palabra tan dolorosa como «judío».


La tierra abandonada, cargada de letras, asfixiada de conocimientos; y ni un solo oído viviente en ella que escuche qué es lo que se oye en el frío.


No se le puede hacer nada peor a un hombre que ocuparse exclusivamente de él.


En el amor, las seguridades son como un anuncio de lo contrario del amor.


En boca de algunos la palabra «alma» suena como la síntesis y el compendio de aquello que tememos y odiamos; y uno quisiera transformarse en locomotora para salir resoplando a toda prisa.


Los países, las islas, los pueblos no empiezan a ser para mí algo vivo hasta que me encuentro con un hombre que ha nacido en ellos. Pero luego la vida de estos lugares se me convierte en algo absolutamente siniestro, como si yo mismo hubiera nacido allí.


La superación del nacionalismo no está en el internacionalismo, como muchos han pensado hasta ahora; porque hablamos distintas lenguas. Está en el plurinacionalismo.


El revoltijo de voces y rostros en el que antes vivía se ha convertido para mí en algo odioso. Me gusta vivir a los hombres uno por uno. Cuando hay varios de ellos quiero tenerlos sentados de un modo ordenado, uno al lado del otro, como en el tren, y qué es lo que voy a observar primero es algo que tiene que depender de mí. El caos ya no tiene ningún atractivo. Quiero poner orden y dar forma y no perderme ya en nada. El tiempo de la entrega indiscriminada ha pasado. El caos está a favor de la guerra. A la guerra la desprecio más de lo que la odio. Las muchas personas que se mueven por el centro, de vacaciones, o, como ha ocurrido siempre, por gusto, se me antojan desertoras de la más grande de todas las causas. Están dispuestas a volver a su dócil cobardía, o voluntariamente han estado todo el tiempo sin saber nada. Únicamente fuera de los locales cerrados, por la noche, como sombras, tienen más verdad, pues son como muertos que todavía no saben que están muertos; desde las pequeñas calles laterales que llevan a Picadilly, las contemplo largo rato en una gran agitación. Se cogen unos a otros; entonces sé que debajo hay sombras femeninas. Lanzan algunos gritos, de este modo fingen tener más vida de la que les corresponde tener. ¿Antes sólo escuchaba voces? En el caos estaba mi enorme fuerza; estaba seguro de él como del mundo entero. Hoy hasta el caos ha hecho explosión. No había nada que estuviera hecho con tanta insensatez que no pudiera caer en algo que todavía fuera más insensato, y dondequiera que husmee todo está lleno del olor a fuego apagado. Tal vez hubiera sido mejor que nos hubieran asado a todos. En lo que queda, los perturbados van a volver a instalarse cómodamente. Van a hacer sus sopas en los volcanes y, contentos y alegres, van a sazonar sus alimentos con azufre. Sin embargo, para aquellos cuyo corazón estuvo abierto a esto, a lo más mínimo que ocurriera, a cada hombre, para éstos ya ningún caos volverá a ser hermoso, jamás, y con un honrado saber y un miedo vacío de esperanza, temblarán casi siempre ante aquello cuya realidad parece inimaginable.


No debemos ocuparnos inmediatamente de las cosas con demasiada profundidad. No se saca nada tratando el momento como algo que agota. Puede ser muy bien que a veces lo sea, pero él no debe saberlo. El momento vano es un momento perdido. En su inocencia está su belleza y su fuerza. Los momentos dispersos, dispersos a lo largo de los años, aquellos que valen para la contemplación de un objeto, se suman de un modo misterioso, y luego, de repente, todo adquiere unidad y profundidad.


Podemos amar apasionadamente a varios hombres a un tiempo, y con cada uno de ellos va ocurriendo todo como si él fuera el único, y no regateamos nada, ni miedo, ni afán, ni cólera, ni tristeza, y de vez en cuando el todo empieza a crecer y crecer hasta que llega a una violencia tal que, de repente, actuamos como varios hombres, cada uno con su sentido propio, pero todos a un tiempo; y lo que luego va a resultar de esto no lo sabe nadie.


Los profetas predicen lo antiguo en medio de lamentaciones.


El que los dioses mueran hace a la muerte todavía más insolente.


Los dioses, nutridos de adoración, muertos de inanición en el anonimato, recordados en los poetas, y luego – no antes – eternos.


Entre dos juicios sobre el hombre – básicos y a la vez contrapuestos – se mueve hoy en día todo lo que ocurre en el mundo:

1. Todo el mundo es aún demasiado bueno para la muerte.

2. Todo el mundo es justo lo suficientemente bueno para la muerte.

Entre estas dos opiniones no hay conciliación. Una u otra vencerá. En modo alguno está decidido cuál va a vencer.


Lo más difícil de todo: descubrir una y otra vez lo que uno, de todos modos, ya sabe.


Los psicoanalistas creen que tienen el hilo de Ariadna del laberinto al cual nos llevan. Lo que tienen son sólo los nudos con los que vuelven a atar este hilo, que se ha roto miles de veces; entre nudo y nudo no tienen nada. Laberintos los hay en número incontable; ellos creen que es siempre el mismo.


El movimiento es, sin duda alguna, un remedio para la paranoia incipiente. La intensidad de este tipo de perturbación tiene que ver con lo estético. Uno se comporta como si un lugar concreto estuviera amenazado, el lugar en el que uno está, y por nada del mundo puede uno moverse de allí. La sobrevaloración de este lugar de asentamiento resulta a menudo una verdadera ridiculez; puede ser un sitio mal escogido y carente de todo valor. Uno estaría mucho mejor y más seguro en otra parte. Pero se obliga a estar exactamente allí donde está; a defenderse en todos los puntos de este ámbito concreto; a no ceder nada de él; a recurrir a todos los medios para esta defensa, a los más desesperados y despreciables: uno se comporta, en una palabra, como un pueblo que está defendiendo su territorio. Llama la atención la semejanza que existe entre esta situación particular y la política de un Estado. La unidad de un pueblo consiste fundamentalmente en que, en determinadas circunstancias, puede actuar como un individuo que padece manía persecutoria. Tanto en un caso como en el otro lo que está en juego es un trozo de suelo, la base que necesita uno para asentar sus pies a fin de que éstos le mantengan erguido. Esta especie de enraizamiento, que puede llegar a ser tan peligroso, a menudo se salva en el momento en el que uno, de un modo rápido y enérgico, lo destruye; y, según esto, deberíamos decirnos que, justamente estas migraciones forzosas de pueblos enteros – que detestamos o lamentamos -, en circunstancias favorables, pueden llegar incluso a la curación de su paranoia patriótica.


Es esperanzador que la tierra entera se llame como cada trozo de ella.


Alemania, destruida al empezar el año como jamás un país ha sido nunca destruido. Y si es posible destruir así un país. ¿Cómo es posible que esta no vaya más allá de Alemania?


Las ciudades mueren, los hombres se meten todavía más en la tierra.


En muchas de las ciudades que hoy están destruidas estuve yo cuando se encontraban en un mejor momento, pero en muchas otras ciudades, que fueron destruidas también, no he estado; así que, hoy en día, todo el mundo tiene cosas que no podrá ver en su vida, a ningún precio, cosas que de un modo rápido, repentino, inmisericorde han dejado de ser visibles.


Las cosas mejorarán ¿Cuándo? Cuando manden los perros.


En Alemania han ocurrido todas las posibilidades históricas que aún tienen los humanos. Todo lo pretérito se ha revelado a un tiempo. De repente, lo sucesivo apareció como simultáneo. No quedó nada excluido; no quedó nada olvidado. A nuestra generación se le reservó la posibilidad de enterarse de que los mejores esfuerzos del hombre son inútiles. Lo malo, dicen los acontecimientos de Alemania, es la vida misma. La vida no olvida nada, lo repite todo, y uno no sabe ni siquiera cuándo. La vida tiene distintos humores, en esto estriban sus más grandes miedos. Pero por lo que hace al contenido, a la esencia concentrada de los siglos, no hay posibilidad alguna de influir sobre la vida; a quien la estruja demasiado le salen gotas de pus en la cara.


El hundimiento de los alemanes nos toca más de cerca de lo que queremos admitir. Son las dimensiones del engaño en que han vivido, lo gigantesco de su engaño, la inmensa ceguera de su fe desesperada lo que no nos deja en paz. Hemos detestado siempre a aquellos que han pegado con cola los trozos de esta fe repugnante, a los pocos realmente responsables cuyo espíritu pudo llegar justamente hasta ahí; pero todos los demás que no han hecho otra cosa que creer, en pocos años, con una pasión concentrada tan grande como la que los judíos lograron reunir a lo largo de siglos, que tuvieron vida y apetencias suficientes como para querer realmente un paraíso en la tierra, un dominio sobre el mundo entero, como para querer matar, en aras de este empeño, todo lo que quedara fuera de él, como para morir ellos mismos por este empeño, todo en el más breve tiempo posible; estos incontables conejillos de indias de la fe, en la flor de su vida, rebosantes de salud, sencillos, marcando el paso, condecorados para la fe, adiestrados para la fe, adiestrados como jamás lo estuvo un mahometano ¿qué son ahora realmente si su fe se viene abajo? ¿Qué queda de ellos? ¿Qué les habían preparado además de esto? ¿Qué otra vida podrían empezar ahora? ¿Qué son cuando les falta su terrible fe militar? ¿Cómo sienten su impotencia, porque para ellos no había nada más que poder? ¿En qué pueden caer aún? ¿Qué puede recogerles?


Tal vez porque entre esta guerra y la siguiente ni siquiera se nos permitirá respirar profundamente, ésta no va a llegar nunca.


Un invento que falta todavía: hacer reversibles las explosiones.


Dos tipos de personas: a unos les interesa lo estable de la vida, la posición que es posible alcanzar, como esposa, director de escuela, miembro de consejo de administración, alcalde; tienen siempre la vista fija en este punto que un día se metieron en la cabeza; incluso a los demás hombres no los pueden ver si no es rodeando este punto; y no hay más que posiciones, todo lo demás que está alrededor no cuenta y lo pasan por alto sin enterarse siquiera de que existe. El otro tipo de personas quieren libertad, sobre todo libertad frente a lo establecido. Les interesa el cambio; el salto en el que lo que está en juego no son escalones, sino aberturas. No pueden resistir ninguna puerta ni ninguna ventana y su dirección es siempre hacia afuera. Saldrían corriendo de un trono del cual, en caso de que estuvieran sentados en él, ninguno de los del primer grupo sería capaz de levantarse ni un milímetro.


La inmensa vanidad que hay en todo trato con Dios, como si alguien estuviera gritando continuamente: ¡a imagen y semejanza! ¡a imagen y semejanza!


Venimos de muchas cosas, nos movemos hacia demasiado pocas.


El grado de precisión de las noticias varía según el modo como son transmitidas. Vino un mensajero a toda prisa, su excitación se transmitió al destinatario. Había que actuar inmediatamente. La excitación se convirtió en fe en el mensaje. Una carta es algo más tranquilo, aunque sólo sea porque estuvo escondida mientras pasaba de uno a otro. Uno cree en ella pero con reserva y no se siente forzado a contestar inmediatamente actuando. El telegrama une a algunas propiedades de la carta con las del antiguo mensajero moral. Sin duda es secreto, desconocido para el que lo lleva, pero dirigido a una sola persona; es algo todavía más repentino que el mensajero; tiene algo de la muerte y por esto infunde mucho más miedo. A un telegrama se le da crédito. No hay nada más penoso que descubrir que le han engañado a uno con un telegrama.


Es hermoso decirle a alguien: te amaré siempre ¡Pero cuando luego uno de verdad lo hace!


Del hombre más insignificante es de quien más se aprende. Lo que le falta se lo debemos nosotros. Sin él no es posible valorar esta deuda. Pero ella es justamente aquello para lo cual vivimos.


Sobre lo bello. En lo bello hay algo muy conocido y familiar, pero está muy lejos; como si no hubiera podido ser nunca conocido y familiar. De ahí que lo bello sea a la vez algo estimulante y frío. Así que uno va a buscarlo, deja de ser bello. Pero tenemos que reconocerlo, si no ya no nos estimula. Lo bello tiene siempre algo de sustraído. Estuvo una vez ahí y luego, durante mucho tiempo, muy lejos; por esto el volver a verlo es algo inesperado. No permite que lo amemos, pero sentimos nostalgia de él. Los misteriosos caminos de su ausencia lo han hecho más rico que todo lo que tenemos en. nosotros.

Lo bello tiene que quedarse fuera. Hay pocos furiosos que creen ser bellos; pero incluso ellos saben que el único modo de llegar a serlo es desde fuera. La «belleza interior» es una contradicción en sí misma. Los espejos han traído más belleza al mundo; llegan a presentarnos incluso este alejamiento; mucho de la belleza más antigua puede provenir de ver las cosas reflejadas en el agua. Pero los espejos se han convertido en algo demasiado frecuente. De ahí que las más de las veces no den más que lo esperado. Son los más bastos los que creen que lo bello se contradice a sí mismo. Para el hombre puede llegar a ser bello todo aquello que durante mucho tiempo fue conocido y familiar, que fue sustraído y que luego vuelve de un modo inesperado. El difunto amado se convierte en hermoso cuando lo vemos, pero ya no sabemos que está muerto y que no podemos amarle: en el sueño.

A todo lo antiguo le es fácil ser bello porque hace tiempo que fue sepultado y desapareció. Las huellas de lo desaparecido, en forma de pátina, ayudan mucho a la belleza; no es lo antiguo en sí lo que uno valora en ellas, sino lo antiguo que, a lo largo de los siglos, no fue posible ver. La belleza quiere ser reencontrada después de largas distancias y espacios de tiempo.


La arrogancia conceptual como la más baja de las arrogancias: podría tener reunido un inmenso caudal de monedas para comprar más, pero no quiero cambiar ninguna, por avaricia.


Un chino roba en Cambridge un complejo de Edipo y luego lo introduce secretamente en China.


Las naciones deberían prestarse unas a otras sus signatarios para dos meses Y este tipo de personas tendrían que estar viajando siempre pronunciando los mismos discursos en muchas lenguas y haciendo las guerras y las paces en el coche-cama.


Los diálogos de Confucio son el primer retrato espiritual completo de un hombre; es sorprendente cuánto puede uno expresar en 500 notas; qué plenitud y qué coherencia se consigue con ellos; qué comprensible se hace, y qué incomprensiblemente grande, como si las lagunas fueran sólo pliegues de una túnica totalmente intencionados.


Después de un juego de casi veinte años, China, al fin, llegará a ser realmente una patria. Es reconfortante ver cómo en un espíritu no se pierde nada, y ¿no sería esto un motivo suficiente para vivir mucho tiempo o incluso eternamente?

En ningún sitio le parece a uno tan adecuada la palabra «civilización» como en todo lo que tiene que ver con China. la disciplina y la indisciplina, en su interacción mutua, se pueden estudiar aquí con la mayor exactitud. Lo que en el mejor de los casos puede salir de los hombres sin que por ello éstos se deshumanicen; lo que en el peor de los casos siguen siendo éstos sin que se vuelva a perder lo ganado anteriormente: tanto el cambio como la permanencia se presentan aquí de un modo totalmente singular y siguen vivos aún en nuestros días.


En los textos religiosos de los chinos se siente uno completamente en un mundo propio, como en la infancia: en ellos se habla tantas veces del cielo…


Creo que amo a los chinos también por este motivo, porque la relación entre un hermano mayor y un hermano menor la han puesto entre las cinco relaciones humanas fundamentales.


El gusano de seda es una expresión de lo chino más profunda aún que la escritura.


Una auténtica revolución china consistiría en la supresión de los puntos cardinales.


¡Cuántas buenas palabras hay! ¡Cómo, cuando se olvida de sí mismo, puede uno amansar su vanidad, sus ansias de tener siempre razón, de dominar sus mil y un espejos!


¡Oh, si yo pudiera ser el que se deja engañar por todo el mundo y lo soporta tranquilamente y no pierde lo más mínimo de sí mismo y ama a todos y, sin embargo, los ve como son y no se envanece de ello en absoluto! Hay ratos en los que los hombres que se quieren mucho se acusan unos a otros de todos los crímenes de los que sin duda no son capaces. Como si se debieran unos a otros las peores cosas y como si el que ninguno de ellos esté preparándose para poner en práctica aquello de lo que se acusan no les inspirara más que desprecio. «Me has robado», dicen, con esta súplica oculta: «¿Por qué no lo haces?» «Me has hundido». Estas palabras contienen estas otras: «¡Húndeme de una vez! «Me has asesinados. Esta frase está en lugar de una ardiente súplica: «¡Mátame, mátame!»

Tal vez de esta manera se expresa el deseo de que en el otro haya una pasión real que no se arredre ante nada, ni ante las consecuencias de un asesinato; y el verdadero sentimiento de las inmensas proporciones de un amor que hubiera echado de este mundo su propio objeto y que en este momento hubiera cobrado para siempre consciencia de este objeto.


Las frases hechas más falsas tienen un máximo atractivo mientras todavía hay gente que las emplea en serio.


Uno que no puede nunca ser neutral. En guerras que ni le van ni le vienen está en los dos bandos.


No se puede respirar, todo está lleno de victoria.


Con los terribles acontecimientos de Alemania ha cobrado la vida una nueva responsabilidad. Antes, durante la guerra, él estaba completamente solo. Lo que pensaba lo pensaba para todos; es cierto que en el futuro tendría que comparecer a juicio para dar cuenta de ello, pero a ninguno de los que vivían en su tiempo les debía explicación alguna. Les habían ocurrido demasiadas cosas, se contentaban con ráfagas de vida; respirar a pleno pulmón no les era posible; habían fracasado. En aquel tiempo todavía le parecía que pensar y escribir en esta lengua alemana no tenía ninguna significación profunda. En otra lengua hubiera encontrado lo mismo; el azar le había elegido ésta. Le era dócil; se podía servir de ella; era todavía rica y oscura; no demasiado llana para las cosas profundas en busca de las cuales iba; no era demasiado china, ni demasiado inglesa; el elemento pedagógico-moral con el que, naturalmente, tenía también que vérselas no le cerraba el paso para llegar a determinados conocimientos; es de ellos precisamente de donde fluía. La lengua, ciertamente, lo era, a su manera, todo; pero no era nada en comparación con su libertad.

Hoy, con el hundimiento de Alemania, todo esto ha cambiado para él. La gente de allí va a salir muy pronto en busca de la lengua que les han robado y deformado. El que en los tiempos de la más extrema enajenación la haya mantenido pura tendrá que abandonarla. Es cierto que sigue viviendo para todos y que tendrá que vivir siempre solo, responsable de sí mismo como instancia suprema: pero ahora les debe a los alemanes su lengua; la ha mantenido limpia, pero ahora ha de marcharse con ella, con amor y gratitud, con intereses e intereses de intereses.


Leer todas las utopías, sobre todo las antiguas, para buscar lo que la gente de entonces olvidó y abandonó, para compararlo con lo que hemos olvidado nosotros.


De los superlativos sale una fuerza destructora.


Hoy ya no es posible salvar ni siquiera los nombres de todos los dioses antiguos. Los inmortales, los inmortales, ¿cómo han podido equivocarse así sobre la vida de la Tierra?


Es difícil proponerse sólo pocas cosas. Pero justamente de eso depende lo que uno consiga hacer. Lo mucho es lo agradable, lo poco es lo bueno. Fuera todo es viento, movimiento gozoso y bienhechor. Dentro está la respiración activa y eficaz. Sólo el que lucha por respirar sabe exactamente lo que es el trabajo. Los dos tiempos de la respiración señalan la parte que está permitida. De todos los que toman aire, sólo los enfermos saben lo poco que tienen y viven para este poco.


A mí nadie me obliga a seguir viviendo. Por esto amo tanto la vida. Es verdad, los que vengan después, aquellos a quienes la muerte les estará prohibida, ya no sabrán de esta tensión, la más grande de todas, y nos envidiarán algo a lo que nosotros habríamos renunciado gustosos.


La desconfianza encierra una fuerza peligrosa: le lleva a uno a creer que puede pensar solo, juzgar solo, decidir solo. Le induce a uno a creer que está solo. Les obliga a los otros, a los que tienen que ver con uno, a humillarse, a adoptar la actitud de pecadores. Suprime las fronteras que separan lo que realmente ha sucedido de lo que podría suceder, y hace irremediablemente culpables a los sopechosos.


Haber estado en todas partes. No decir a nadie dónde se estuvo. Así se conserva el miedo de todos los lugares.


El falso extranjero: alguien se jura vivir en su propio país disfrazado de forastero hasta que le reconozcan. Muere, profundamente amargado, como forastero.


Un especialista: busca erudición sin movimiento; sus dudas deben estar orientadas de tal manera que sólo pongan en peligro unas cuantas cosas. Necesita un suelo fiable y seguro. Pero sólo unos pocos deben estar con él en este suelo. En medio de grupos pequeños se ve superior. Raras veces abandona su terreno, por miedo de que tal vez no sabría volver a él. Su poder lo ejerce a través del pequeño grupo al que pertenece. Le resulta fácil despreciarlo todo, porque nadie entiende nada de su campo y no hay nada fuera de su campo que realmente le interese. Mientras se limita a mantenerse dentro de este coto reducido, jamás estará seriamente en peligro. Su carácter único se ve realzado por su exquisitez, porque se ha buscado algo alejado, inútil, vano; quién iba a atribuirle motivos egoístas. Se encuentra a gusto si su ciencia no pasa de ser un saber muerto. Se inquieta si, de repente, ésta empieza a echar brotes; entonces sabe que ha respirado demasiado hondo y se oprime el pecho fuertemente. El motivo fundamental por el que tiene una mujer es para mantenerse en buena medida ajeno a ella. Para él la mujer es la encarnación de la irremediable tontería del mundo. Un doble necesita él, una persona hecha a su imagen y semejanza que revuelva en los mismos cachivaches que él, otro especialista al que pueda respetar como si fuera él mismo.


Los primeros tendrán que halagar a los últimos y será divertido oír lo que tendrán que rebuscar en sus cabezas.


En la eternidad todo está empezado, fragante mañana.


Agosto de 1945


La materia está rota; el sueño de la inmortalidad, hecho trizas; estábamos muy, muy cerca de hacerlo verdadero. Las estrellas que habían llegado a estar tan cerca, están perdidas ahora. Lo más cercano y lo más lejano se han convertido en una sola cosa, y bajo qué rayos. Sólo lo quieto y callado, lo lento es todavía digno de la vida. Le ha quedado poco tiempo. Breve fue el placer del vuelo. Si hubiera almas, esta nueva catástrofe las hubiera alcanzado a ellas también. De ahí que uno desee que no haya nada, pues qué hay que sea inalcanzable. La destrucción, segura de su origen divino, llega hasta el tuétano de las cosas, y el Creador, con la arcilla hace añicos su propia mano, la que daba forma a las cosas. ¡Permanencia! ¡Permanencia! ¡Indigna palabra! Los árboles eran la forma más sabia de la vida, y caen con nosotros, expoliadores del átomo.

Si sobrevivimos, lo que importará será mucho más grande. Pero la idea de que quizá no sobrevivamos es insoportable. Toda seguridad venía de lo eterno. Sin la eternidad, sin este maravilloso sentimiento de una perduración u otra, aunque no sea la de uno mismo, todo es insípido y vano.

Que no estuviéramos constantemente enardecidos por unas posibilidades cuya existencia no sospechábamos, ¡qué bendición! El paraíso estaba empezando y ahora ha llegado a su fin. Lo que más me duele es la muerte de las otras criaturas. Somos tan culpables que ahora ya casi no podemos hacer nada. Lo único que se puede hacer es dormir para no pensar en esto. El espíritu despierto se siente culpable y lo es.

La consecuencia de los descubrimientos de nuestra historia es en sí misma una tragedia. Unos cuantos cambios y todo hubiera ocurrido de otra manera. Unas cuantas décadas para esto o para aquello Y ya no nos hubiera alcanzado. Sin duda, como todo, también esta desgracia tiene sus leyes. Pero ¿a quién interesan todavía las leyes de un mundo que sin duda alguna no tiene consistencia?


No es que no veamos nada ante nosotros. Pero el futuro se ha escindido; va a ser de esta manera o de esta otra; a un lado todo el miedo, al otro toda la esperanza. Ya no se tiene el peso para decidir sobre esto; ni en uno mismo. Futuro de doble lengua, pitonisa venerada por segunda vez.

Destronamiento del sol; el último mito válido está destruido. La Tierra es ahora mayor de edad; abandonada a sí misma ¿qué va a hacer consigo misma? Hasta ahora ella era la hija indiscutible del sol, totalmente dependiente de él, invisible sin él, perdida sin él. Pero la luz está destronada; la bomba atómica se ha convertido en la medida de todas las cosas.

Lo más pequeño ha vencido. paradoja del poder. El camino que lleva a la bomba atómica es un camino filosófico: hay caminos que llevan a otras partes, caminos no menos seductores. Oh, tiempo, tiempo para encontrarlos: a lo mejor has perdido catorce años en los cuales hubiera sido posible salvar algo. De ahí que nada te distinga de aquellos que en estos mismos catorce años han estado trabajando para la destrucción.


Gratitud por la nostalgia común. Hablábamos de la vida como se habla de un muerto. Lo que se oye cantar de antes de la guerra suena como sí fuera de la Edad de Piedra. Los mismos pensamientos ya no son posibles. Pero de qué modo maravilloso se desperezan ahora las palabras. Todas las puertas se abren de repente y todo el mundo enseña lo que ha estado guardando cuidadosamente hasta hoy. Esperanza de salvación por la entrega de los últimos secretos.

Ahora ha quedado rota la última avaricia: la provisión de unos años guardados secretamente en un futuro en el que uno ya no vivirá. Desde que ya no se ahorra para la eternidad, ya no hay nada que le pueda robar a uno la pura alegría de vivir. Ya no vivir para nada, ni siquiera para la eternidad; la nueva libertad.

Las religiones lo han sabido, pero también ellas han colaborado a que esto sea así. Astrología al revés: ahora vamos a ser nosotros los que hagamos planetas y soles. La época de veda de los astros ha terminado, los hemos alcanzado.

El Arca crece ¿cuándo estará llena? Los hombres construyen y construyen, pero el suelo es más tenue que el aire. Se acabó el atrevimiento, el derroche, la mano fácil de la Humanidad. Los hombres tienen que ser prudentes si quieren seguir viviendo.

No tiene fin el pensamiento creador del hombre. En esta maldición está la única esperanza.


Las primeras palabras y las primeras imágenes de la que es propiamente mi ciudad, fueron a la vez reconfortantes y terribles. Que el Prater esté destruido, el tren de las grutas en el cual el roto de Messina pasó a ser la más profunda impresión de mi infancia; que esta vida multicolor exista sólo en mi comedia interior, en la que nadie la conoce; que de este modo yo me haya convertido en el conservador del Prater hasta que vuelva a existir, y a existir de tal forma que contenga en sí la destrucción: es ciertamente un extraño destino para una persona para quien la transformación y el juego significan la esencia del hombre.


Las almas de los muertos están en los otros, los que han quedado, y allí se van muriendo del todo, lentamente.


La fama es venal, pero sólo en el momento. A la larga es inrevisable y esto es lo único que la reconcilia con el momento.


Sea lo que fuere lo que hayas pensado sobre la muerte, ahora ya no tiene validez. De un gran salto ha alcanzado un poder de contagio como no lo tuvo jamás. Ahora es realmente todopoderosa, ahora es verdaderamente Dios.


Al solitario el «tú» le da el calor que necesita para hablar de sí mismo sin la jactancia del «yo» ni la hipócrita indiferencia del «él». Uno pone su otro yo ante sí mismo como si fuera su amigo positivo o lo negativo de él le son conocidos desde hace tiempo; sin malquerencia ni adoración uno le comunica lo que realmente sabe; pero tiene que oír también, y en esta ocasión se oye a sí mismo.


Toda obra es una violación, aunque sólo sea por su mero volumen. Hay que encontrar medios distintos y más puros de expresarse.


Hitler tendría que seguir viviendo ahora como judío.


Lo tranquilizador de la Historia es su falsedad. Es una historia sobre la Historia, pues ¡si supiéramos la verdad! El satírico que ya no puede aplicar su sátira al mundo exterior fracasa como ser moral: el destino de Gogol.


Poco a poco, el odio contra sus personajes va tomando conciencia en él en forma de odio contra sí mismo. Sea quien fuere aquel a quien él ha detestado, se ha detestado así mismo. Se ha buscado un juez severo que le amenace con el infierno. No consigue terminar las «Almas muertas» que son su propio tribunal. Las arroja al fuego, se arroja a sí mismo, y permanece en forma de ceniza.


El miedo se venga. Todo miedo que uno haya padecido se transmite a otros seres. El grado de desarrollo de un hombre se muestra en los seres a quienes transmite su miedo: si le da igual quién sea el que va a recibir este miedo; si construye casas para el miedo; si lo deja fluir libremente; si le basta con animales; si necesita hombres o sólo hombres muy especiales, que reciban este miedo de un modo concreto.


La oración como un modo de ejercitarse en los deseos.


Una meta seria de mi vida es conocer realmente a fondo todos los mitos de todos los pueblos. Pero quiero conocerlos como si hubiera creído en ellos.


Una idea torturante: que a partir de un determinado momento, la Historia dejó de ser real. Sin darse cuenta, la Humanidad entera había abandonado de repente la realidad; todo lo que desde entonces habría ocurrido no sería verdad; pero nosotros no podríamos darnos cuenta de ello. Y que ahora nuestra misión es encontrar este momento y que mientras no lo tengamos no saldremos de esta destrucción.


Todas las criaturas son antediluvianas, de antes de la atómica.


Ahora sería el momento, Dante, de un minucioso juicio universal.


Los intentos de mantener vivo el recuerdo de los hombres – en vez de mantenerlos vivos a ellos mismos – son, a pesar de todo, lo más grande que la Humanidad ha hecho hasta ahora.


Mantener vivos a los hombres con palabras ¿no es esto ya acaso como crearlos con palabras?


No me abandona la idea de un último hombre que sabe todo lo que ha ocurrido antes de él; que conoce las historias de los que se han muerto ya, en todas sus variedades, que valora estas historias, las detesta y las ama; que está lleno de ellas como quisiera estarlo yo, pero que está realmente solo y es plenamente consciente de su muerte ¿Qué hace este último hombre consigo mismo y de qué recursos echa mano para conseguir la custodia de sus preciosos conocimientos? No puedo creer que desaparezca sin dejar huella por poco que se le haya dado tiempo para orientarse. Su dolor se transformará pronto en habilidad; educará animales para que se conviertan en personas y les dará sus riquezas.


Tengo sólo 40 años, pero casi no pasa un día sin que me entere de la muerte de un hombre a quien he conocido. Con los años van a ser cada día más. la muerte se colará hasta en cada una de las horas. ¡Cómo no sucumbir al fin!


Sentimiento de culpa frente a mi padre: ahora tengo ya nueve años más de los que él llegó a tener.


¡Oh si alguien fuera capaz de sacar la amargura del pozo del futuro y tragársela él solo!, ¡entonces los demás serían felices!


Cinismo: de nadie esperar más de lo que uno mismo es.


Ha predicado tanto que ya no cree en nada ¿Hasta qué punto le es posible a uno afirmar públicamente su fe sin ponerla en peligro? Encontrar esta relación.


Los padecimientos de los judíos se convirtieron en una institución; pero ésta se ha sobrevivido a sí misma. Los hombres ya no quieren oír hablar más de ella. Con pasmo se enteran de que fue posible exterminar a los judíos; los hombres, sin quizá advertirlo ellos mismos, desprecian ahora a los judíos por otra razón. El gas se empleó en esta guerra, pero sólo contra los judíos, y ellos no pudieron hacer nada. Contra ello no pudo ni hacer nada el dinero, que antes les daba fuerza. Los degradaron hasta convertirlos en esclavos, luego en ganado, luego en sabandijas. Esta degradación se consiguió totalmente; a los otros, a los que oyeron hablar de esta degradación, les va a ser más difícil borrar sus huellas que a los judíos mismos. Todo acto de poder es un arma de doble filo; toda humillación aumenta el placer del que se envanece infligiéndole y se contagia a los que también quisieran envanecerse. La antiquísima historia de la relación de los no judíos con los judíos ha cambiado básicamente. No se les detesta menos; pero ya no se les teme. Por esto los judíos no pueden cometer un error más grande que continuar con las lamentaciones en las que fueron maestros y para las que ahora tienen más motivo que nunca.


¿Por qué ya no hay hombres buenos por obstinación?


Todo se hizo más rápido para que hubiera más tiempo. Cada vez hay menos tiempo.


La guerra ha pasado al espacio cósmico; la Tierra toma aliento antes de su final.


Sería curioso que de entre todas las formas de vida que tal vez sigue habiendo en alguna u otra parte, nosotros, en la Tierra, fuéramos los únicos que hubiéramos conocido la guerra.


Lo más peligroso de todo es la lucha con uno más débil; este fanfarrón, inútil, vacío sentimiento de superioridad que hay antes de la lucha, durante la lucha, después, este incesante: “ja, ja, ¡te podría comer vivo!” Todos los malos sentimientos podría yo sacar de esta situación en la que uno es indiscutiblemente el más fuerte, el más fuerte con mucho, y luego, aunque lo es de un modo indiscutible, se pone a discutir.


Los últimos animales le piden gracia al hombre. En este mismo momento, los hombres saltan por los aires. Los animales siguen vivos. El placer maligno de imaginar que los animales podrían sobrevivimos.


Con culpa empezó la guerra. Con culpa ha terminado. Sólo que ahora la culpa es diez mil veces más grande.


Ella desea que él lo sepa todo; pero para ella sería peligroso que él lo supiera todo. Los pocos días en que él confía realmente del todo, en ella, ella, con una palabra, le infunde una inquietud recelosa. De este modo ella puede esperar que al fin él acabe sabiéndolo todo. Ella soporta el engañarle, pero su ignorancia no la soporta: porque la presunta omnisciencia de él es lo que la da a ella fuerza para vivir, es decir, fuerza incluso para engañarle.


La más hiriente y despiadada de todas las jerarquías se encuentra en el arte. No hay nada que el arte pudiera superar. El arte se basa en la expresión de experiencias que son reales e inevitables. En el arte tiene que suceder todo aún. No basta con que uno tenga algo o esté en algún sitio. Hay que fingir, hay que hacer.


Todo saber tiene algo de puritano; da a las palabras una moral.


El mejor de los hombres no debería tener nombre.


La ventaja de los historiadores ingleses, de los científicos ingleses en general, es al mismo tiempo su gran inconveniente: es la intención de adoctrinar, una intención que apenas si hay erudito de la pluma que haya olvidado alguna vez del todo. El saber se transmite siempre como si se transmitiera a niños; las tinieblas del saber se dejan aparte; sus terribles juntas se redondean. Es esto último sobre todo lo que distingue la amable claridad de los ingleses de la claridad certera de los franceses. Así Gibbon, por su manera de ser, fue más francés. Al inglés no le gusta fijar su juventud a impresiones demasiado profundas. Prefiere protegerla con clasificaciones; prefiere prohibir que asustar. Pero luego tiende también a seguir siendo así cuando es mayor. Su civilización, una de las más fuertes, es una civilización inquebrantablemente ingenua, y quizás es por esto también por lo que para ella la figura del juez ha sido siempre algo intocable.


Me gustaría llegar a ser tolerante sin pasar por alto nada; no perseguir a nadie, aunque todos me persiguieran; ser cada vez mejor sin darme cuenta; estar cada vez más triste, pero vivir a gusto; ser cada vez más sereno y alegre, ser feliz en los otros; no ser de nadie, crecer en todos; amar lo mejor, consolar lo peor; ni siquiera odiarme ya a mí mismo.


De las mujeres no vence la que corre detrás ni la que sale corriendo; vence la que espera.


Ah, si pudiéramos mirar la vida con una caperuza, como la de Sigfrido, sobre la boca; sin decir nada, sin que de nuestra boca, que con esta caperuza habría desaparecido, hubiera nada que esperar o que temer.


Ir apuntando a lo largo de un día, de un solo día, todo aquello que uno anhela; sin explicación, sin conexión alguna, sin nada entre un pensamiento y otro, realmente sólo aquello que uno anhela. Otro día, apuntar aquello que uno teme.


Otra clase de chivos expiatorios: chivos en los que uno volvería a encontrar, aumentadas, todas sus cualidades negativas. En vez de mejorarse a sí mismo, uno emplea todas sus energías en los chivos; es inútil, el chivo no mejorará jamás. El perfeccionamiento de uno mismo, con mucho menos esfuerzo, sería una empresa que podría llegar a término y esto es precisamente lo que uno quiere evitar.


Los filósofos, unos con otros, engendran hijos, sin casarse. Sus relaciones familiares son soportables porque tienen lugar fuera de toda familia. Sus antipatías las dirigen unos contra otros en vez de dirigirlas contra una mujer. Defienden sus peculiaridades con un grado mayor de conciencia que otros hombres, con menos sentimiento de culpabilidad y con la pretensión de no enmudecer mientras existan otras personas. No permiten jamás que les contradigan, aunque ellos se ejercitan en este negocio imaginario. De entre ellos los más molestos son los que no quieren olvidar nada. Algunos se hacen los olvidadizos. Los más extraños y singulares olvidan realmente la mayoría de las cosas y luego, en la inmensa tiniebla en la que están, le resultan a uno tan queridos como estrellas.


De los pensamientos filosóficos de los griegos lo que me asusta una y otra vez es que todavía estamos totalmente cogidos en sus redes. Todo lo que queremos parece griego. Todas nuestras justificaciones suenan a griego. El hecho de que lo heredado esté disperso hace que el efecto de esta herencia tenga una eficacia mucho mayor. ¿Es así nuestro mundo hoy en día porque no hay ningún pensamiento que sea completamente nuevo, completamente original? ¿O es así porque tenemos demasiadas cosas distintas de los griegos?


La metamorfosis de Sócrates, que él mismo no quería admitir, están de repente ahí, todas, en sus discípulos: el drama póstumo de un personaje antidramático.


Los verdaderos escritores no encuentran a sus personajes hasta después de haberlos creado.


El aprender tiene que ser siempre una aventura; si no es así, ha nacido muerto. Lo que en este momento estás aprendiendo tiene que ser algo que dependa de encuentros casuales; y tiene que continuar así, de encuentro en encuentro; un aprender en transformación, un aprender gustoso.


En realidad cualquier fe me toca de cerca. Me encuentro tranquilo en cualquier fe mientras sepa que puedo salirme de ella. Sin embargo no me importa dudar. Poseo una misteriosa predisposición y facilidad para la fe; como si tuviera la misión de volver a representar todo aquello en lo que se ha creído alguna vez. La fe misma no soy capaz de tocarla. Es fuerte y natural en mí y se mueve de todas las formas posibles. Podría imaginarme que paso la vida en un refugio que alberga las fuentes, mitos, discusiones e historias de todas las formas conocidas de la fe. Allí leería, pensaría y, lentamente, iría creyendo en todo lo que existe.


Él, por sí mismo, no puede ser nunca sencillo; para ser sencillo, primero tiene que transformarse en un hombre oprimido y muy pobre; luego, por amor a éste, se vuelve sencillo.


Las épocas en las que uno se defiende con gran energía contra algo son las más importantes para el poeta. Así que éste se ha rendido, ya no es un poeta.


Me gustan todos los sistemas mientras sean claros y transparentes, como un juguete que uno tiene en la mano. Si son exhaustivos me dan miedo. Hay demasiadas cosas en el mundo que han ido a parar a donde no debieran, y ¿cómo puedo ir a buscarlas allí?


La fama quiere siempre colgarse de las estrellas porque éstas se encuentran tan lejos; la fama quiere ponerse en lugar seguro.


El hombre tiene que aprender a ser muchos hombres conscientemente y a mantenerlos todos juntos. Esta última tarea, con mucho la más difícil de las dos, le dará el carácter que él, con su propia pluralidad, pone en peligro. En lugar de tener que gobernar a los demás, tendrá que gobernar a sus propios personajes; éstos tendrán nombres, él los conocerá, podrá darles órdenes. Sus ansias de dominio ya no buscarán a otros; se verá como algo despreciable el necesitar a extraños cuando uno mismo puede ser ya tantas personas como pueda dominar.


Con unas pocas historias debería ser posible gobernar el mundo. Pero deberían ser las adecuadas; no deberíamos confundirlas nunca; y muchas otras historias, la mayoría, no deberíamos contarlas nunca. La superstición del poeta.


Yo no puedo compensarme con nada: para mí todo tiene su propio valor, su propia significación; para mí, si pudiéramos cambiar una cosa por otra, sería más fácil; jamás cambio nada; incluso cuando compro algo quiero tener la sensación de que dos personas se regalan algo, de un modo casual y simultáneo.


Lo que inventaste aterrorizado, luego se revela como verdad llana y sencilla.


¡Qué fácil decir: encontrarse a sí mismo! Cómo nos asustamos cuando esto ocurre de verdad.


En el amor queremos hacer con más intensidad lo que ya haríamos sin el amor. Este lo único que hace es llevarlo todo al grado máximo de tensión; queremos que nuestro ser envuelva del todo al otro y una de las astucias que empleamos para ello es la simulación: nos damos como si quisiéramos tomar al otro en nosotros, sin ponerle en peligro, sin hacerle nada. Debe sentirse a gusto en medio de una nube de fragante admiración y de sonora ternura, pero sin cambiar: aunque lo veneran sigue siendo el mismo, pues ¿qué hay que pueda ser más grande y magnífico que él? La cárcel que el amor, realmente, ha preparado se va viendo sólo poco a poco. Cuando aquellas nubes se disipan aparecen las paredes desnudas y todavía no ha habido nadie que las reconozca al momento.


Leer, hasta que las pestañas, de cansancio, suenen levemente.


Siempre vuelve uno a encontrar en un mito antiguo el compendio de sí mismo; hay tantos… Algunos que sirven para todo. ¿Es ésta la razón por la cual desde hace mucho tiempo en el mundo no ha ocurrido nada realmente creativo? ¿Será que nos hemos agotado en los mitos antiguos?


Lo peligroso de las prohibiciones: que uno confía en ellas, que uno no piensa en cuándo habría que cambiarlas.


En un libro de Astronomía leo esta fecha: 24 de noviembre de 1999. Una terrible conmoción.


No habrá ninguna Tierra más; esta fue la única. Con fervor sobrevivirá al tormento de su fin. ¿Protegerla? ¿Quién puede protegerla? Si hubiera uno que fuera del todo la Tierra, si su corazón fuera justamente la Tierra, podría protegerla. Entonces ella tomaría la forma de su corazón. Las ciudades, las cordilleras, los ríos ocuparían otro sitio en ella. Los hombres sabrían que la Tierra se ha convertido en un corazón perfecto y que va a latir. Es el latido que ellos esperan. Es el latido en el que tienen puestas sus esperanzas. Es el latido de la Tierra unificada.


Uno resiste tantas cosas que acaba cayendo en el error de pensar que podría resistirlo todo.


Pones tus esperanzas en cualquier signo de cualquier fe que pueda aparecer casualmente en tu camino: en un cementerio colocado en una ladera, la silueta particular de una vaca, una bola de fuego que está encima de una losa funeraria, un edificio construido de un modo inhabitual, en el humo de un tren, el movimiento involuntario de una cadera, el aniversario de nacimiento de tu madre, que ya ha muerto.

Alrededor de ti todo va cobrando una significación mayor; tu entorno se llena. Propiamente ya no es un entorno. Lo que estaba encerrado en imágenes y marcos aparece ante tus ojos y va aumentando de volumen. Ves tantas cosas en todo ello… llegas incluso a penetrarlo con la mirada; su ampliación hace que a tus ojos los seres se hagan transparentes. Tienes sitio para todo; en ti se penetran las formas más tremendas y más bellas.


Las letras de nuestro nombre tienen un terrible poder mágico, como si el mundo estuviera hecho de ellas ¿Sería pensable un mundo sin nombres?


Disputa entre dos personas ávidas de inmortalidad: el uno quiere la continuidad, el otro quiere ir volviendo después de determinados períodos de tiempo.


Una idea que me tortura: que todos los dramas hubieran tenido lugar ya y que lo único que cambiaran fueran las máscaras.


Todo espacio quiere ser conquistado con vivencias intensas; los espacios débiles son como pasadizos y sirven simplemente de enlace.


Una pasión puede ser indeciblemente hermosa, si, saliendo de la sujeción, el orden y la conciencia, vuelve a ser ciega a irreflexiva. De este modo, se salva amenazando con destruir. El que vive sin pasión no vive; el que la domina siempre vive a medias; el que sucumbe en ella es el que menos ha vivido; el que se acuerda de ella tiene futuro, y sólo tiene pasado el que la ha proscrito.


Para cada cualidad el hombre tiene una manera propia de desesperanza.


El saber no utilizado se venga. Hay algo de terriblemente intencionado y trabado en el saber. Quiere que lo utilicen, lo encaminen y lo manejen. Quiere hacerse imprescindible. Quiere convertirse en uso y costumbre. No permite que lo degraden y lo conviertan en lucientes y lejanas estrellas. Quiere dar en el blanco. Quiere matar.


Lo más siniestro todavía no ha sido pensado, representado. Un acontecimiento repulsivo, por pequeño que sea, se va convirtiendo en catástrofe si lo abordamos con toda la fuerza de un poeta, con la fuerza de un hombre que no ha vivido las cosas hasta el fondo. Lanzamos montañas de formas e interpretaciones, pero con una palabra de nada, con una palabra útil lo tendríamos dominado; los esfuerzos que hacemos no hacen más que convertirlo en algo huero y grande. Carecemos de la pequeñez y de la proporción de la que está hecha la vida de los demás. Estamos demasiado en lo grande y amplio, en el oleaje de la respiración y de las historias. Rechazamos el sortilegio que ha sido ya probado, el sortilegio que consigue lo que quiere. Queremos que el peligro crezca hasta que no haya ningún remedio contra él, y luego, desesperados, vamos aplicando inútilmente un remedio tras otro.


Esta necesidad de ser buenos cuando nos sentimos culpables; una necesidad imperiosa y ardiente que experimentamos cuando somos los únicos que conocemos nuestra culpa, cuando nadie, a cuyos pies podríamos ponerla, estaría en situación de reconocerla; cuando los demás nos tienen por buenos en lo que menos lo somos; esta necesidad diabólica, torturadora, de ser realmente buenos; como si todas las vidas, todas, dependieran sólo de nosotros, de nadie más, incluso las vidas de aquellos que no conocemos y también las de aquellos que conocemos; como si sólo hubiéramos matado y fracasado, fracasado y matado, y como si, después de haber pasado la mitad de la vida, pudiéramos seguir siendo realmente buenos.


Si estuvieras solo te partirías en dos mitades para que una diera forma a la otra.


Quiero saber de los hombres más de lo que todo el mundo, incluso los poetas, han sabido hasta hoy. Por esto tengo que abismarme en los pocos hombres que tengo, como si tuviera la obligación de hacerlos hasta en el más mínimo detalle; como si de no ser por mí no pudieran vivir; como si mi palabra fuera su respiración; mi amor, su corazón; mi espíritu, sus pensamientos. Lo misterioso de estas ataduras, que yo jamás puedo agotar del todo, me justifica.


Su cabeza, hecha de estrellas; Pero todavía no están ordenadas en constelaciones.


Como no reza, todos los días tiene que decir algo sobre los dioses, aunque sólo sea un chiste. El creyente, en estos tiempos desgarrados, no puede hallar la fe en ninguna parte y toma prestados los nombres secos de los antiguos dioses.


Hay que buscarse una moral tomando sus distintos elementos de una vida amenazada, y no hay que asustarse de ninguna consecuencia, aunque ésta sea la única que en sí es justa. Puede que lleguemos a una conclusión y a una decisión que, en la lengua habitual de los demás, suene como algo terrible y que, sin embargo, sea lo único acertado. No tiene sentido regir la propia vida por la vida y la experiencia de otros a quienes uno no ha conocido, que vivieron en otra época, en otras circunstancias y en un mundo de relaciones estructurado de otra manera. Hay que tener una conciencia rica y receptiva para llegar a una moral propia. Hay que poder tener grandes proyectos y hay que poderlos agarrar con fuerza. Hay que creer que uno ama mucho a los hombres y que los amará siempre; si no, esta moral privada se dirige contra los demás y no es más que un pretexto a favor de nuestra propia, desnuda ventaja.


Sólo es bueno odiarse de vez en cuando, no demasiado a menudo; si no, uno se encuentra con que vuelve a necesitar mucho odio contra los demás para equilibrar el odio que se tiene a sí mismo.


El disgusto que experimentamos con otra persona puede admitir grados que nos sean gratos; sólo entonces nos vemos forzados a ponernos en guardia frente a esta persona.


Saborear la impotencia, Después del poder en cada una de sus fases, que tienen una exacta correspondencia con él; a cada triunfo de antes contraponer la derrota de ahora; fortalecerse en la debilidad propia; volverse a ganar, después de haber perdido tanto.


Placer maligno ante la propia derrota; como si uno fuera dos.


A la belleza se le ha dado la posibilidad de multiplicarse; de esta forma es como muere.


Podemos vivir tantas cosas con los pocos hombres que tenemos – que siempre son los mismos -, que ya ni les conocemos ni nos conocemos, y sólo de un modo fugaz y superficial nos acordamos de que somos esto, de que son esto.


Lo útil no sería tan peligroso si no fuera útil de un modo tan fiable. Debería fallar a menudo. Debería ser siempre algo imprevisible, como un ser vivo. Debería volverse contra uno con más frecuencia y con más fuerza. En lo tocante a lo útil los hombres se han dado a sí mismos el nombre de dioses, aunque tienen que morir. El poder sobre lo útil se engaña no queriendo ver esta ridícula debilidad de los hombres. De este modo, con esta ilusión, los hombres van siendo cada vez más débiles. Lo útil prolifera, pero los hombres mueren como moscas. Si lo útil fuera útil sólo algunas veces, muy pocas, si no existiera la posibilidad de determinar con exactitud cuándo algo va a ser realmente útil y cuándo no lo va a ser, si lo útil diera saltos, si fuera arbitrario y antojadizo, nadie se hubiera convertido en esclavo suyo. Habríamos pensado más, nos habríamos preparado para más cosas, contaríamos con más cosas. Las líneas que van de la muerte a la muerte no estarían borradas; no habríamos sucumbido ciegamente a ella. La muerte no podría mofarse de nosotros en medio de nuestra seguridad, como si fuéramos animales. De este modo, lo útil y la fe en ello no nos han sacado de nuestra condición de animales; cada vez hay más y lo único que esto hace es que estemos más indefensos.


Sólo es posible estar sólo si, a cierta distancia, tiene uno hombres que le esperan. La absoluta soledad no existe. Sólo existe la terrible soledad frente a los que esperan.


La literatura como oficio es destructivo: hay que tener más miedo a las palabras.


Leonardo tuvo tantas metas porque siempre estuvo libre de ellas. Pudo llevar a cabo todas las empresas porque no había nada que le quitara nada. Su concepción del mundo coincidía con la visión óptica de éste. Para él las formas naturales pudieron ser importantes porque todavía carecían de su plena vitalidad. No llevó a cabo ninguna empresa; o mejor, lo que él llevaba a cabo, por ser él el autor, se le convertía en algo nuevo. Lo que más llama la atención de Leonardo es la condición especial de su espíritu: es el guía que conduce a nuestro ocaso. En él es posible encontrar todavía juntos los elementos de la diáspora de nuestros afanes; pero no por ello se encuentran éstos menos dispersos. Su fe en la naturaleza es fría y terrible; es una fe en una nueva forma de dominio. Las consecuencias que tendrá para los demás las ve él muy bien, pero no tiene miedo de nada. Es justamente esta falta de miedo lo que nos ha invadido a todos; la técnica es su producto. La yuxtaposición de máquina y organismo que se encuentra en Leonardo es el acontecimiento más terrible de la historia del espíritu. Hoy en día, la mayoría de las máquinas no pasan de ser dibujos de Leonardo, su juego, su Wante dominado. La anatomía del cuerpo humano, la pasión fundamental a la que él sucumbió, le permite sus pequeños juegos con máquinas. El descubrimiento de sentido en esta q en aquella parte del cuerpo le incita a los ingeniosos artilugios de su inventiva. El saber tiene todavía aquel extraño carácter germinal; se inquieta cuando se le supera, tiene miedo al sistema. Su inquietud es la de la contemplación que, simplemente, no quiere ver aquello en lo que cree; es la contemplación que no tiene miedo, una segura tranquilidad siempre dispuesta y una mirada siempre a punto. En la mente de Leonardo, el proceso de lo real se encuentra en el polo opuesto a aquello que constituye la aspiración de las religiones místicas. Estas quieren conseguir la seguridad y la paz por medio de la contemplación. A Leonardo, en cambio, esta peculiar carencia de miedo le sirve para alcanzar aquella contemplación que para él es, en cada uno de los objetos, el término y la meta de sus esfuerzos.


Ver que todas las sutilezas y todos los sistemas filosóficos que podemos concebir todavía tienen que convertirse en verdaderos; que no hay nada que haya sido ensamblado en vano, nada que haya sido pensado en vano: el mundo, una cámara de tortura de los pensadores.


En el reconocimiento está el único sosiego del espíritu. La fe en la transmigración de las almas es lo que da el mayor número posible de elementos de reconocimiento, y, por muy humillantes que puedan ser muchos de ellos, los hay todavía más que son tranquilizadores.


¡Qué jerarquía tan sorprendente la que hay entre los animales!. El hombre los ve como habiéndoles robado sus propiedades.


Las formas de fe del ser humano se componen de círculos o de líneas rectas. Progreso, dicen los fríos, los atrevidos y quieren que las cosas sean como flechas (a la muerte escapan asesinando); vuelta a lo de antes, dicen los tiernos, los tenaces, y se cargan de culpas (a la muerte, de tanto repetirla, la hacen aburrida). Luego, en la espiral, el hombre busca fundir ambas cosas en una y, con ello, adopta las dos actitudes en relación con la muerte: la actitud asesina y la repetitiva. De este modo, la muerte es mil veces más fuerte que nunca, y si alguien se opone a ella como a esta realidad única e irrepetible que ella es realmente, sobre éste caen los otros con flechas, círculos y espirales.


Sólo los que han muerto se han perdido completamente los unos a los otros.


Mi odio a la muerte presupone una conciencia incesante de ella; me maravilla que pueda vivir así.


Se dice que para muchos la muerte llega como una liberación, y es difícil encontrar a un hombre que no la haya deseado alguna vez. Ella es el símbolo supremo del fracaso: quien fracasa en lo grande se consuela pensando que todavía puede fracasar más y alarga la mano para coger aquel terrible manto oscuro que lo cubre todo de un modo uniforme. En cambio, si la muerte no existiera, sería imposible que alguien fracasara realmente en algo; probando una y otra vez podría reparar flaquezas, deficiencias y faltas. Lo ilimitado del tiempo le daría a uno un coraje ilimitado. Desde muy pronto nos inculcan la idea de que todo se acaba, aquí, por lo menos, en este mundo que conocemos. Angostura y fronteras por todas partes, y pronto una última angostura, penosa y sucia; el ensancharla no depende de uno. A esta angostura miramos todos; sea lo que fuere lo que pueda haber detrás, es inevitable; todo el mundo tiene que agacharse, da igual cuáles sean sus propósitos y sus méritos. Un alma puede ser tan grande como quiera: llega un momento, que ella misma no determina, en que la apretarán hasta asfixiarla. Quién determina este momento es cuestión de la opinión que, por casualidad, impere entonces, no es cosa de cada alma. La esclavitud de la muerte es el meollo de toda esclavitud, y si esta esclavitud no fuera reconocida nadie podría desearla para sí mismo.


En un hombre muy personal, lo impersonal se convierte en lo más atractivo, como si, dado que existen tantas cosas, hubiera recogido el mundo entero y se hubiera olvidado de sí mismo.


La belleza de las figuras de los vasos griegos radica también en el hecho de que miden y recogen un espacio vacío y lleno de misterio. La oscuridad de dentro da luz y claridad a los corros que fuera forman estas figuras. Son como las horas para el tiempo, pero ricas, distintas y articuladas. Mientras las contemplamos no podemos olvidar la oquedad que enmarcan. Las escenas que ellas representan adquieren la hondura de esta oquedad. Cada vaso es un templo con su tabernáculo, uno y virginal, del que jamás se habla pero que está contenido ya en su solo nombre y en su sola forma. Cuando más hermosas son las figuras es cuando representan una danza.


El Zeus al revés: uno que se transforma en una docena de figuras para impedirle a su mujer su amor.


Si el infierno de los sentimientos tuviera por lo menos su orden; si por lo menos estuvieran fijados los castigos y los sitios; si después de una cosa ocurriera otra; si a tal acción correspondiera tal castigo. Pero en el infierno de los sentimientos todo es indeterminado; el infierno no tiene fronteras, sus sendas son sólo aparentes; todo se encuentra en un incesante cambio, en todas las dimensiones; y, sin embargo, no es un caos, es un infierno, lleno de figuras, en el que continuamente están entrando otras nuevas y del que jamás se deja salir a ninguna de las viejas.


Qué absurdo es el camino que va de los muchos dioses al Dios único. No se llevan bien unos con otros; en lugar de intentarlo una y otra vez, como hacen los hombres, desisten y se reducen a uno; este sí se lleva bien consigo mismo.


Una y otra vez mis pensamientos se dirigen a la fe. Siento de qué modo la fe es el todo y qué poco sé yo de ella. Es la fe en sí misma y no su contenido concreto lo que me preocupa. Pero cuando, de un modo intenso y violento, siento que no me he acercado a ella, al enigma central de mi vida, al gran enigma de la solución de mi vida, entonces recurro a una fe determinada y juego con ella; imposible decir cómo esta fe me da alegría y seguridad y cómo confío en una futura solución de mi enigma.


El verdadero Quijote, un loco insuperable, sería un Quijote que, con palabras, con meras palabras, luchara contra el placer de una mujer. El placer lo encuentra ella en otros. El loco, que antes la amó y que no puede conformarse con la nueva manera de ser de ella, decide combatir con palabras. Está demasiado orgulloso de cogerla por el único sitio por donde se la puede coger realmente y de ofrecerle un placer mayor. Lo que quiere darle lo hace fluir en las palabras que encuentra para ella. Ella aprende pronto a nadar en este océano; en él se encuentra a gusto, es una criatura en su elemento; pero nada le disuade de buscar aventuras en las cuevas de la orilla. El la seduce para que se adentre más en el océano; ella nada siempre hacia la costa y luego vuelve a él. El ensancha el mar; ella inventa islas. El inunda las islas; ella aprende a sumergirse en el agua y se instala un lecho de amor en el fondo del mar. La pasión le convierte a él en Poseidón; agita las aguas y destruye el lecho. Ella encuentra peces con los que es posible hacer el amor y, con astucia, convence a sus amados para que se dejen tragar junto a ella. Entonces el loco decide poner a secar el mar de palabras. No hace ningún mar; se calla; las aguas se escapan; la mujer muere de sed; el último de los amados desaparece; la mujer muere de sed sola.

Sin palabras siempre hubiera él podido hacerlo todo.


Imaginar lo que los animales encontrarían loable en nosotros.


No hay nada más desagradable que los instintos. La amable veneración con la que unos hombres miran los instintos de los otros, los guardan, los cuidan y los admiran desde el fondo de su corazón hace pensar en la lealtad de una asociación de criminales. Es humano todo aquello que la mayoría de la gente hace a gusto la mayoría de las veces; y los pocos que quedan, que, de vez en cuando, son diferentes, éstos son seres inhumanos. Se teme o se desprecia a los que quieren ser mejores, porque de qué otra cosa podría surgir su conducta si no fuera de algo que les falta. En cambio, los que siempre están abriendo la boca con avidez o los que la tienen llena, éstos son los buenos. Ah, qué asco le da a uno esta reconocida igualdad de los instintos. Ellos son la causa y la meta; contra ellos no hay nada que valga, porque ellos son lo fuerte. ¿No era mejor cuando el hombre se avergonzaba de ellos? ¿No era mejor que el hombre disimulara en vez de alzarse abiertamente con su bajeza? Hoy a los instintos se les reconoce como si fueran dioses; el que intenta defenderse de ellos es un sacrílego; el que los llama por su nombre, éste ha hecho algo importante; el que quiere más que ellos, éste es un loco. A mí me gusta ser un loco.


Voy a tener siempre pocos hombres, así nunca tendré que consolarme de su pérdida. jamás hubiera conocido realmente el poder si no lo hubiera ejercido y si yo mismo no hubiera sido víctima del ejercicio del poder. Así, mi familiaridad con el poder es triple: lo he observado, lo he ejercido, lo he sufrido.


Justo ahora – en extraños relatos y abstrusos libros los dioses de los pueblos, que permanecieron ignorados unos de otros, entran en relación unos con otros.


Tal vez en la soledad todo sería soportable. Pero hablamos desde ella y los demás nos oyen. Si no nos oyen, hablamos más alto. Si siguen sin oírnos, gritamos. De esta manera la soledad es más bien estar con uno mismo vociferando.


Los cuadros como los positivos de las ventanas por entre las que deambulamos y vivimos. Una vuelta por las calles, y quizá hemos pasado por delante de mil ventanas. En cada una de ellas había algo que esperar y apenas si en alguna hemos visto algo. En perfiles claros, recortan un fragmento de esperanza, y en nuestro camino nos lo llevamos sin haberlos llenado. Pero en las salas de exposiciones aparecen todos de repente, los contenidos de todas las ventanas, lo que se ve mirando hacia afuera y lo que se ve mirando hacia dentro; y es curioso lo auténtico, verdadero y exacto que nos parecen entonces las escenas de habitaciones que sin duda hubiéramos visto, baldosas, mesas, sillas y hombres que están allí sentados tranquilamente haciendo algo.


El harto. Se harta antes de estar hambriento. Le da miedo pasar hambre. Le han contado historias de hombres hambrientos que le han llenado de profundo pavor. Cuando pasa por delante de hombres andrajosos, macilentos, se dirige rápidamente al restaurante caro más cercano – tal es el miedo que le entra – y allí calma sus temblorosos intestinos. Tiene una gran capacidad de compartir los sentimientos de los demás y en todo ser hambriento se ve a sí mismo. Esta capacidad suya es superior a la de la mayoría de la gente, de ahí que no pueda soportar ver a un hambriento. En general evita estas estampas de miseria, pero hay épocas en las que está tan harto que pierde la brújula y entonces tiene que ir a buscar a un hambriento en algún sitio. La idea de que haya gente con el intestino vacío le da asco. No comprende cómo puede haber hambrientos. Una conversación en la cual alguien intente explicarle los motivos por los cuales hay hambrientos termina con una comilona. Pero él tiene argumentos también ¿Por qué – se pregunta – no roban los hambrientos? ¿Por qué no se venden? ¿Por qué no falsifican cheques? ¿Por qué no asesinan? El lo haría todo por no sentir hambre, y no digamos por no estar hambriento un día entero. Sus interminables banquetes los justifica diciendo que él en caso de hambre no podría responder de sí mismo.

A los que aman los encuentra ridículos. Se burla de los que se reparten lo último que les queda. «Lo último que queda» es para él el pensamiento más terrible de todos. Cuando oye decir a alguien «el último trozo de pan», se pone a llorar irremediablemente. En sus sueños ve por las ventanas a gente comiendo. Conoce las casas por sus cocinas. Cuando va por la calle conoce dónde se encuentra la cocina en cada casa, y ¡ay de la casa que le engaña! A la gente le gusta invitarle, porque su manera de comer no se olvida. Quiere terminar su vida sin haber sentido nunca hambre; a esta alta meta lo subordina él todo. Si no tuviera dinero, lo que hace en la vida sería admirable, pero es casi seguro que tiene mucho dinero. Alguna vez invita a comer a un hambriento y le explica por qué no debe volver a tener hambre nunca más. Consigue explicar todos los males del mundo a partir del hambre. Se tiene por un hombre bueno y ejemplar. Las mesas no hay que vaciarlas nunca del todo. Conforme van desapareciendo las viandas hay que ir sirviendo otras; se procura que esté todo siempre en la más espléndida abundancia. A los hambrientos los necesita, pero a los que aman los odia. Les tendría respeto si emplearan su amor para asarse unos a otros. Pero ¿cuándo ha ocurrido esto?

El harto tiene una familia que te incita a comer y a deslindar las distintas partes de sus comidas. Cada uno se hace cargo de aquello que le corresponde, y en torno a la mesa, junto a las viandas destinadas a todos, hay pequeños pucheros y cacerolas, a modo de especias separadas, como si fueran objetos de asco. La servidumbre cambia según las comidas. Cuando aparecen unos criados determinados, con una librea determinada, él ya sabe lo qué hay para comer hoy y puede poco a poco, no de un modo repentino, irse regocijando. Hasta a veces va de compras, Las tiendas son sus burdeles; pasa mucho rato escogiendo; cuanto más grande es una tienda, menos compra en ella. Lo que más le gustaría sería poder comprar cada uno de los ingredientes de sus banquetes en una tienda especial, unos grandes almacenes de muchos pisos y con mucha gente. Habla mucho al escoger lo que va a comprar, pero todavía le gusta más que le hablen. Le gusta que le convenzan de determinadas maravillas; quiere que le traten con una amabilidad muy especial, con solicitud y amor, y en este asunto es fácil entrar subrepticiamente en su corazón. Los que le quieren le guardan bocados especialmente sabrosos. El harto no es ni hombre ni mujer. Según su humor y según le convenga, utiliza las propiedades de este o de aquel sexo. Los alimentos los besa de distintas maneras; los olores los inhala. «Déme esta o aquella silla», dice según la comida que en aquel momento le está apeteciendo. Hay comidas para las que se mete en cama, otras las toma paseando arriba y abajo. En algunos restaurantes se pone junto a la ventana y, mientras come, va observando a los que pasan, como si a través de sus ojos le entraran en el estómago. Entiende de los distintos estamentos y pueblos que hay en el mundo; de ellos han salido platos especiales; en este campo no se le escapa nada auténtico, pero prefiere legaciones de estas ciudades o de estos pueblos; no le gusta nada viajar. Desde su juventud tiene cierta inclinación por los monasterios, porque según él los monjes son muy voraces. En guerra se disgrega en varias personas y sabe apropiarse de sus raciones. Le gusta invitar a gente que traen algo. Pero a él también le gusta que le inviten. Quiere conocer siempre a gente distinta, por amor a sus cocinas. Los olores son su gloria celestial. Se enamora de un hombre delgado que coma tanto como él, por lo menos, y que, sin embargo, no engorde. Todo lo que no ha comido le preocupa: no quita la vista de los niños pequeños. Cuando berrean se los imagina en el asador, y odia a sus madres porque los cuidan.

Para el harto, los perfiles de los hombres son distintos. Una serpiente pitón hinchada de tanto comer le llena de envidia. Lamenta que sus tejidos no den más de sí y que no pueda tragar diez veces lo que pesa, que su forma, en líneas generales, siga siendo la misma y que engorde sólo poco a poco, a lo largo de semanas y meses, y no en una hora; que, de un modo tan rápido, suelte una buena parte de su peso en lugar de guardarla y cuidarla semanas y semanas. Le gusta estar entre gente que come. Luego sueña que les quita de la boca los mejores bocados y que, con argumentos astutos, les convence de que no hagan lo mismo con él. Tiene perros, porque le gustan sus dientes, y no se cansa de mirar como rompen los huesos y sacan todo lo que hay dentro. Quiere saber qué se come en el otro mundo y orienta su fe según este criterio. Lo que se dice sobre esta cuestión no es muy prometedor, de ahí que su interés por el más allá sea mínimo. Tampoco tiene simpatía alguna por las píldoras del futuro, y se considera feliz de vivir en esta época. Le preguntan si no le molesta el hambre que padecen tantos millones de hombres después de la segunda guerra mundial. Piensa un momento y luego dice con toda sinceridad: «No». Porque cuanta más gente haya que pasa hambre tanto más confirmado se siente en lo acertado de la orientación que ha dado a su vida. Desprecia a aquellos que, a pesar de todo lo que haya ocurrido, no han conseguido seguir comiendo.


Uno ama como autoconocimiento aquello que odia como acusación.


La brevedad de la vida nos hace malos. Ahora habría que probar si una posible vida más larga no nos haría igualmente malos. Tendríamos que encontrar el sistema de nuestras contradicciones, y al mismo tiempo tranquilizarnos. Viendo los barrotes de la reja habríamos conseguido ver el cielo que hay entre uno y otro.


Terrible insistencia, aferrarse a los hombres, cosas, recuerdos, costumbres, viejas metas; terrible carga a la que se están añadiendo continuamente cargas nuevas, sapo de la gravedad. Malignidad de la posesión, delirio de la fidelidad; un poco menos de todo esto; oh, un poco menos de todo esto y uno no pensaría, y uno sería bueno. Pero no cejamos, jamás soltamos nada; un dedo tras otro deberían quitarle a uno; una muela tras otra de lo absurdo que quisiéramos amar para siempre.


Todo el mundo tendría que llegar a su ascesis fundamental: la mía sería la del silencio.


La curación del celoso.

De todas las empresas difíciles de este mundo, ninguna tan difícil como la curación del celoso. Sin haber meditado antes con detenimiento sobre lo que son los celos, es difícil que podamos curarlos. Son un encogimiento de los pensamientos y del aire, como si tuviéramos que vivir en una habitación pequeña de la que no hay salida posible. De vez en cuando se abre una ventana; ella, el objeto de los celos, mira rápidamente hacia dentro, desaparece y la vuelve a cerrar. Mientras ella está deambulando libremente y a su antojo, nosotros estamos encerrados y no podemos ir a ninguna parte. Los celos surgen porque uno no puede ir a ninguna parte. Los caminos que tendríamos que recorrer con ella no han sido recorridos. De ahí que haya tantos caminos sin protección alguna; no estuvimos en ellos; son libres; allí cualquiera puede permitírselo todo. El que ha sucumbido a tantos caminos parece como hecho ex profeso para la pasión de los celos. ¿Cómo es posible estar en todas partes junto a todos los humores, junto a todos los pasos?; habría que ser un satélite, un perro verdaderamente; los perros son los que mejor lo hacen; lo único que quieren es andar siempre por los caminos de su amo. Pero a un hombre no le resulta fácil ser el perro de una mujer. Si consiente en serlo, sólo un poco, entonces ya no es él mismo; y con pequeños remedios no se le ayuda. Ahora bien, hay infelices a quienes les gusta estar en casa, entre libros y partituras; para éstos, cuya existencia se devana de un modo tranquilo, una mujer no resulta adecuada en absoluto. Porque si la tienen a su lado, una vida en silencio no es nada; si la tienen lejos, pronto acaban no sabiendo lo que hace. Los hombres que se encierran a sí mismos se ven obligados a encerrar todavía más a sus mujeres. La mujer que está encerrada lejos tiene un largo camino, y siempre llega el momento en que este camino adquiere vida. El aire tiene sus tentaciones y toma la forma de palabras de hombre.


Después de cada invitación a recorrer con él un camino a la que el hombre no corresponde, viene otro camino que ella recorre con otro hombre, y, aunque ella se harta de estos nuevos caminos, éstos son el comienzo de una nueva vida a la que ya nadie va a ser capaz de poner coto. El sitio en el que uno se encierra a sí mismo debe ser secreto para la mujer de la que uno quiere protegerse, pues si se la deja entrar, entra con sus vacilaciones y lo destruye. Pero si no se la deja entrar, no puede imaginarse en absoluto cómo es este sitio y se busca otros. La víctima de los celos lo tiene difícil en los tiempos modernos. El hombre puede llamar por teléfono y constatar en cualquier momento la culpa de la mujer ausente de modo que no quepa lugar a dudas; ni siquiera puede abrigar la esperanza de que se equivoca. Su desdicha está siempre clara, no hay escapatoria, no hay consuelo.

¿Le sirve de algo al celoso amar a muchas mujeres?, ¿repartir su amor? No, no le sirve de nada, porque su amor, si lo es, será siempre un gran amor. Una de dos: o las personas a las que él «ama» le resultan indiferentes, es decir, para él no existen realmente – y entonces le va a ser indiferente lo que hagan -; o bien ama, es decir, acepta a las personas plenamente, las toma en sí mismo: entonces, por muchas que ellas sean, cada una es un ser humano completo, y cada una, dentro de su ámbito, puede llegar a turbar al amante hasta la muerte.

Este repartiese sólo es útil en un caso: si le quita a uno la seriedad del sentimiento. Pero para esto no vale la pena vivir. Entonces, mejor estar solo, vivir del todo para uno mismo, adorar ardientemente a un dios que jamás podrá ser aprehendido. La pluralidad de seres humanos es únicamente una pluralidad de ocasiones para los celos ¿Servirá quizá de algo amas de un modo distinto? Sin la decisión sobre la vida y la muerte, sin la responsabilidad, sin el miedo por la vida del otro, que a cada momento está amenazada. Los celos donde peores son es en el corazón del hombre responsable cuyo miedo está siempre despierto; y hombres como éstos son habitualmente los que se encierran; el miedo no les deja nunca en paz. Si no hubiera muerte, hasta los celos serían soportables. Porque sabríamos que la persona que perdemos está en alguna parte y que quizás volveríamos a encontrarla, quizá vendría corriendo hacia nosotros. Pero la muerte puede querer que las cosas ocurran de otra manera. La criatura a la que uno quiere puede acabarse inmediatamente después de haberla perdido de vista; y una vez ha muerto, ¿quién la vuelve a traer? ¿Y no habríamos podido evitar quizás esta muerte que no nos fue dado vigilar? ¿Qué amor hay que sea tan breve que no piense en la muerte?; ¿qué amor hay que sea tan breve que no se proponga vencer a la muerte?

Sin muerte podríamos pensar en una manera de curar al celoso, pero esto son reflexiones ociosas. Es necesario encontrar un camino en esta vida limitada.


El aferrarse a los hombres del pasado no consigue otra cosa que hacer a éstos más astutos, convertirlos en seres mezquinos y vulgares. Para librarse de uno, aprenden a despreciar las grandes palabras, que, en realidad, sólo son grandes porque se las emplea para todos los hombres y no para cada uno de ellos. Los hombres del pasado están tan seguros de su puesto que éste les aburre. De ahí que se marchen sin más y, en su lugar, le dejen a uno espantapájaros, monigotes que tienen justo la vida necesaria para vigilarle a uno y para tenerle en sus manos. El que realmente ama – esto lo han averiguado pronto los hombres del pasado – está pendiente de la manifestación sensible de la forma amada. A éste, el viento puede darle la ilusión de movimiento y de sonidos, y él, en vez de penetrar con la mirada los andrajos del espantapájaros, se limitará a lamentarse de ellos.


No es el rostro hermoso lo que uno ama, es el rostro que uno ha destruido.


En la desconfianza, lo más siniestro es su justificación. En la vida real hay una justificación para la desconfianza, una justificación que es terrible y que, en el fondo, constituye las tres cuartas partes de la habitual sabiduría de la vida. Pensemos sólo en la institución del dinero. ¡Cómo confiamos en el dinero y con qué fanática desconfianza tenemos que protegerlo! ¡De qué modo tan evidente estamos convencidos de que todo el mundo nos lo va a quitar! ¡Cómo lo escondemos!, ¡cómo lo repartimos para asegurarlo mejor! El dinero sólo es una continua educación para la desconfianza, una educación imposible de extirpar. Las formas antiguas de la desconfianza llaman más la atención, y cuando hablamos de desconfianza pensamos sólo en ellas. Pero todo el mundo tiene que tener trato con el dinero; tanto si tiene mucho como si tiene poco, todo el mundo lo guarda, todo el mundo se lo distribuye en partes, todo el mundo lo oculta. No se puede comprar nada sin conocer el precio, y con qué estúpida obstinación está el hombre pendiente de precios. No habría precios si no hubiera desconfianza; los precios son justamente su medida.


Un adorado que, doquiera que vaya, lleva siempre consigo sus templetes.


A los inmortales tiene que permitírseles envejecer, de lo contrario jamás pueden ser realmente felices. Cada uno debe poder quedarse en la edad que le guste.


El destino de los humanos se simplifica con los nombres que estos reciben.


A veces, cuando ya no podemos resistir más el sentimiento de nuestra maldad, de nuestro mal talante, de la influencia negativa que ejerce nuestra persona, nos decimos que ya no hay nada que pueda justificarnos; y sin conocer a un Dios ante el cual tuviéramos que justificarnos, nos sentimos condenados; más condenados que si tuviéramos a este Dios; porque su sentencia estaría hecha de palabras; la nuestra, en cambio, no tiene forma, no es más que una leve lluvia de desesperación; jamás se acabarán sus gotas.


Los golpes ya no son nada excesivamente serio; los conocemos; no hay nada en ellos que merezca nuestro asombro; son simplemente una regla que se interrumpe muchas veces. Quizá, cuando llegan, uno se agacha, por una antigua costumbre, pero, en realidad, uno nos les teme. ¿Es la vejez y el fin del hombre el que éste ya no tome en serio el dolor?


Me gusta leer todo lo que tiene que ver con la Roma de la época imperial. Esta Roma fue como una ciudad moderna; se sabe mucho de ella; no está demasiado lejos de nosotros. La familiaridad con un nombre que hoy todavía está vigente y que, igual que antes, vuelve a tener vida, hace vivir en nosotros el sentimiento de aquellos tiempos antiguos. Sin duda, la indumentaria que llevaban los hombres de aquel tiempo me molesta; no me gusta pensar en ella; es lo único que a veces me la hace extraña. En cambio, las palabras de este pueblo, las relaciones entre sus gentes, sus actividades y sus juegos me parecen una creación literaria que está pensada para explicarnos a nosotros mismos y para llenarnos de esperanza. El mundo religioso de este pueblo tiene algo de nuestra moderna libertad; el sistema de partidos, del que nosotros podríamos avergonzarnos, es allí todavía más mecánico y por esto resulta instructivo. Las naciones que están más allá de sus fronteras, todavía no se han amontonado demasiado; allí se da algo así como un campo de juego, algo de lo que nosotros carecemos totalmente. Al ocuparnos del Imperio Romano, ni por un momento ignoramos el hecho de que terminara sucumbiendo: sin embargo Roma existe. De esta forma nos consolamos de peligros, mucho más graves, del ocaso que hoy en día nos amenaza, como si éste pudiera ser también un ocaso pasajero; como si para nosotros se tratara también de enemigos bárbaros que quieren desvalijarnos de objetos concretos y palpables; como si lo que estuviera en juego no fuera la descomposición de todos y cada uno de los pequeños corpúsculos de los que está hecho cada uno de nosotros.


Vivir de tal manera como si tuviéramos ante nosotros un tiempo ilimitado. Citas con seres humanos a cien años vista.

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