1968

Lichtenberg


Su curiosidad está libre de toda atadura; surge de cualquier parte y se dirige a cualquier parte.

Su claridad: incluso lo más oscuro se ilumina cuando él lo piensa. Arroja luz; quiere dar en el blanco pero no matar; no es un espíritu asesino. Tampoco hay nada que se convierta en su cuerpo; no tiene grasa, no está hinchado.

No está insatisfecho de sí mismo porque se le ocurren demasiadas cosas. Un espíritu hormigueante; pero en este hormigueo siempre hay sitio. Que no quiera redondear nada, que no quiera terminar nada es su felicidad y la nuestra: por esto ha escrito el libro más rico de la literatura universal. A uno le gustaría estar abrazándole siempre por haber observado esta continencia.

Con nadie me hubiera gustado tanto hablar; pero no es necesario.

No rehuye ninguna teoría, pero para él cada teoría es motivo para que se le ocurran nuevas ideas. Es capaz de jugar con sistemas sin enredarse en ellos. Lo más pesado puede él sacudírselo como si se sacudiera una mota de polvo de la chaqueta. En la manera como él se mueve adquiere uno ligereza. Con él se toma todo en serio, pero no demasiado. Una erudición ligera como la luz.

Es demasiado único para que se le pueda envidiar. Incluso lo complicado de los grandes espíritus está tan lejos de él que uno casi no le tomaría por un ser humano.

Es cierto que este autor incita a determinados saltos. Pero ¿quién es capaz de darlos? Lichtenberg es una pulga con el espíritu de un hombre. Tiene esta fuerza incomparable para saltar fuera de sí mismo; su próximo salto ¿adónde le llevará?

Su humor le lleva a encontrar todos los libros que le invitan al salto, Si a otros el peso de los libros los convierte en diablos, él con los libros alimenta su agudeza.


Cuánta lectura se ahorraría uno si conociera antes a los escritores. ¿Todas las lecturas?


No hay historias nuevas. Historias. Porque lo nuevo es infinito no hay historias nuevas.


El orden en el que uno aprende las cosas es en definitiva lo que constituye la individualidad del hombre.


Encontrar a un viejo que se ha olvidado de contar.


¿Quién me informará cuando yo ya no exista?, ¿quién me contará algo?


Por fin ha llegado a mis manos la autobiografía de Cardano.

Está mal escrita; siguiendo la pauta de Suetonio, la divide por temas y esto hace que no pase de ser una serie de enumeraciones de cosas parecidas. Sin embargo, es interesante, aunque sólo sea por los sueños que contiene, que muchas veces están llenos de masas. Le conmueve a uno porque está penetrada de un inmenso dolor: Cardano fue testigo de la ejecución de su hijo, que había matado a su mujer. Con una gran suma de dinero, que él no poseía, hubiera podido rescatarlo de sus acusadores. Está convencido de que su hijo fue condenado para herirle a él, y por esto siente sobre sí el peso de una culpa de la que nadie puede librarle.

Cardano enumera sus propias faltas así como sus méritos, pero aunque se propone no ocultar nada, puede llegar a aburrir como si fuera un fanfarrón vacuo y sin sustancia. Se nota hasta qué punto es peligroso que un hombre se tome demasiado en serio a sí mismo, incluso en aquello que tiene que censurarse. Es demasiado solemne, le falta ironía. Sus aficiones lúdicas, que están en él muy desarrolladas, se reducen a los juegos de azar y al ajedrez. Incluso los modelos de la Antigüedad no le hacen ningún bien. Va en pos de la inmortalidad con excesiva desnudez, es decir, sin saber que uno tiene que llevarse consigo todos los objetos y las personas que le rodean; es lo único que justifica esta cuestionable pasión. No hay nadie que, después de muerto, pueda vivir sólo para sí mismo; de suyo, un nombre, sea lo que fuere lo que haya hecho su portador, es algo triste, y aun en el caso de que uno haya conseguido esta forma de inmortalidad, ésta seguirá teniendo siempre algo de repulsivo y artificial. Una enumeración sistemática de todas las características personales es en el fondo un absurdo, a no ser que, como es el caso de las biografías de emperadores que escribió Suetonio, sirva como medio de intimidación. En Plutarco, que quiere proponer modelos, la selección de rasgos está pensada y es magistral; no cae nunca en el detalle por el detalle.

Quizás lo que ocurre también es que no es posible esperar a escribir una biografía al final de una larga vida. Hay demasiadas cosas que contar y, uno, fundamentalmente, tiene que contentarse con simples enumeraciones en las que no se aclara nada.


Tal vez Kafka le inutiliza a uno para toda presunción, ya sea pública o privada. Cuando los «bellos» hombres del pasado (y ahora no estoy pensando en Cardano) nos presentan la pintura de su vida como si para ellos esto fuera algo incuestionable, resueltamente, sin vacilar, sin abrigar duda alguna sobre el efecto que su relato puede causar (y sin preocuparse tampoco del estado del mundo), sentimos impaciencia y desconfianza, como si se tratara de habitantes de otro planeta sobre los que no podemos saber nada que sea digno de ser tomado en serio.


Con Kafka ha llegado al mundo algo nuevo: un sentido más exacto de la cuestionabilidad de éste, un sentimiento que, sin embargo, no está asociado al odio sino al respeto a la vida. la conexión de estas dos actitudes sentimentales – respeto y a la vez cuestionabilidad – es algo único, y cuando se ha vivido una vez ya no se puede prescindir de ello.


Con la desconfianza no se puede hacer nada. Para ti es algo demasiado familiar. Has pensado demasiado sobre ella, has tomado demasiadas notas sobre el tema. Se ha convertido en algo yermo; eres el funcionario de esta desconfianza, y, en el mejor de los casos, sólo puedes ascender en ella.


Gente cuya vida se gasta únicamente en viajar de un lado para otro, de coche en coche.


De vez en cuando desaparecer, jamás para siempre.


No me abraces, estoy hecho de granos de trigo y me desmorono.


Tengo un gran respeto por la debilidad que no es un fin en sí misma, que hace que todo sea transparente, que no entrega a nadie, que topa con el poder de un modo tenaz y obstinado.


Escribir sin dientes. ¡Inténtalo! ¿De qué te avergüenzas tanto cuando lees a Kafka? Te avergüenzas de tu propia fortaleza.


El ve muchos hombres hermosos. Es feliz porque muchos gozarán de ellos. No verá su destrucción. No será él el que los destruirá.


Lo más importante es hablar con desconocidos. Pero hay que ingeniárselas para que ellos hablen, y el papel de uno es hacerles hablar.

Cuando a uno esto le resulta imposible, ha empezado la, muerte.


Demasiado corto, demasiado corto, poco tiempo para los hombres del mundo. Si él los hubiera conocido a todos, no hubiera bastado y hubiera querido conocer a otros.


Es fácil convencerse de que la voluntad de los hombres se dirige a lo necio y abominable. Es más importante fijarse en qué otras cosas quieren además.


Alimenta a sus renos con capullones de rosas y además les recita en voz baja Rilke.


No hay nada en lo que coincidan tanto el hombre y el animal como en el amor.

La muerte, en el hombre, se ha convertido en algo distinto. Se ha apoderado tanto de la muerte que ahora la lleva por todos.

La vinculación entre muerte y amor es, sin embargo, una vinculación estética. El haber llegado a la magnificación de la muerte es su mayor pecado: no merece que la perdonen.


La auténtica tentación del hombre que piensa es enmudecer. El pensamiento llega con el silencio a su máxima dignidad: ya no persigue nada. No explica nada, no se extiende. El pensamiento que se silencia a sí mismo renuncia al contacto.

Quizá este pensamiento puede llegar a ser letal. Pero él no lo sabe. No lo ha querido. No se empeña en sobrevivir.


Mientras uno se empeñe en la autoobservación tendrá que odiarse necesariamente, aunque sólo sea por la desproporción que esto supone: habría tantos otros hombres que observar, mejores, que uno descuida.


¿Puede uno llegar a la calma a través de la exactitud? ¿No es precisamente la exactitud la inquietud más grande de todas?


Leyó tanto sobre sí mismo que ya no sabía quién era y no conocía su propio nombre.


Grandes nombres; así que los han conseguido, sus portadores deberían destruirlos con sus propias manos.


El se ríe como mil pequeños relámpagos; a todos los que oyen esta risa se les reconforta y se les ilumina el alma.


Partió la mesa en dos y, convertido en dos personas, se sentó a escribir.


La idea de que a uno la vida se la han regalado me parece monstruosa.


Lo más grande de todo es aquello que se ha hecho tan pequeño que ha conseguido que todo lo grande sea superfluo.


Tengo que volver a leer el Campesino de Bohemia; lo leí cuando iba a la escuela. Quiero ver si el odio y la obstinación contra la muerte que llenan este diálogo son verdaderos o simplemente retóricas. ¡Qué pocas veces encontramos verdadero odio a la muerte en la literatura tradicional! Pero este poco hay que encontrarlo, reunirlo y concentrarlo. Esta Biblia contra la muerte podría ser la fuente de la que bebieran muchas fuerzas que están a punto de paralizarse. A nuestra propia obstinación contra la muerte le quitaría además algo de su presunción, porque ¿cómo va a ser uno el único que vea del todo a la muerte? No son aliados lo que yo busco, sino testigos. Porque, ¿no sería terrible que mi actitud hostil a la muerte – este talante mío enconado e inconmovible – fuera algo de lo que la Psicología pudiera dar una «explicación neutralizadora», como si esta forma de ser fuera únicamente una condición especial mía surgida de mi propia vida y que por tanto sólo fuera válida en mi caso? Si esta condición se encuentra en otros quiere decir que es propia también de otra vida, y la probabilidad de que se encontrara en toda vida sería mayor.


No esperar a que los pensamientos que se nos ocurren se conviertan en quejas.


A raíz del deseo de muchos, él decidió volver a escribir lo mismo.


No le doy mucha importancia al efecto que los propios pensamientos puedan tener sobre los demás o, mejor dicho, no sé en que podría consistir este efecto. Las más de las veces ocurre que uno ha sembrado nuevas frases hechas en el mundo, pero éste no es en absoluto el efecto de nuestros propios pensamientos; todo, independientemente de lo que sea, acaba convirtiéndose en frase hecha, y lo que lo ha hecho con una facilidad especial, por encima de lo común, no por ello tiene que ser malo todavía.

El verdadero efecto consiste en impulsos repentinos que los demás reciben de uno; por motivos inexplicables, una frase, una palabra se convierte en una fuente de energía. El chocar con otro, provoca una especie de desprendimiento de piedras, algo que uno jamás hubiera podido predecir, aunque sólo sea porque uno jamás conoce de verdad el terreno de nadie. Estos desprendimientos pueden ser buenos o malos; si son muy fuertes, casi siempre son destructivos. Pero esto no tiene nada que ver con lo que uno pensaba y quería; de ahí que todo efecto sea algo ciego. Si no supiéramos cómo hemos necesitado de tales efectos, antes de pensar por nuestra cuenta, desesperaríamos y enmudeceríamos del todo.


Haber vivido, haber pensado y haber peleado con uno mismo es algo, aun en el caso de que nadie lo hubiera sabido nunca.


Lo esperanzador de todo sistema: lo que queda excluido de él.


Una máquina inventa una lengua universal. Como nadie la entiende, todo el mundo la acepta.


La plurivocidad de los fenómenos sociales es tal que uno puede interpretarlos como le venga en gana. Pero la actitud más vulnerable es intentar determinarlos y agotarlos como funciones.

Sería pensable, pues, que la sociedad no fuera ningún organismo, no tuviera ninguna estructura, que funcionara sólo de un modo provisional o aparente. Las analogías que más a mano tenemos no son las mejores.


Los comerciantes de viejos experimentos.


Ante algunas formas del espíritu, muy pocas, mi vanidad personal deja de funcionar totalmente. No son en modo alguno las que han llegado a realizaciones mayores; éstas, por lo contrario, lo único que hacen es estimularnos. Son más bien aquellas que, detrás de sus obras, han visto algo que es más importante y que resulta inalcanzable; han visto que aquellas obras tenían que quedárselas pequeñas hasta desaparecer.

Una de estas figuras es para mi Kafka; la influencia que él ha ejercido sobre mí es más profunda que la que pueda haber ejercido, por ejemplo, Proust, cuya obra es incomparablemente mayor.


Siempre estamos diciendo lo mismo, pero lo terrible es que tengamos que decirlo.


Cuando comía despacio se veía a sí mismo mejor, como si sintiera melancolía y tristeza por el destino de lo comido.


Joven elegante con boca diminuta. Para comer tiene que mantener la boca abierta aguantándosela con los dedos por las comisuras de los labios.


«Un gusano que vive únicamente debajo de los párpados de un hipopótamo y que se alimenta de sus lágrimas»


Necesita a Dios para darle palmadas en el hombro y decirle cómo debía haberlo hecho.


¡Si uno tuviera que responder de todas las frases brillantes que ha pronunciado en su vida! ¡Si tuviera que responder de una sola de ellas!


El ademán del saber: uno saca un libro de la biblioteca va abriendo rápidamente por distintos pasajes y a todos tiene algo que decir. El otro, que no puede seguir todos estos saltos, se queda asombrado y le envidia.


Superlativos, en una dura lucha de sables.


Malraux, alimentado por Nietzsche, saca la cuenta de sus «peligros». Todo excitación, aventura, osadía, y luego ministro.


Ha chupado todo el cielo y ahora desprecia el vacío.


Las grandes palabras tendrían que empezar a silbar de repente como estos recipientes en los que se calienta el agua para el té, cuando ésta hierve, avisan.


Me gusta leer a Xun-Tse; no se engaña al hablar del hombre y, no obstante, tiene esperanza. Pero no puedo negar que también me gusta leer a Mencio porque se engaña al hablar del hombre.

De los «maestros» chinos no me quiero desligar nunca. Tan sólo los presocráticos han ocupado tanto tiempo mi atención, mi entera. Ni de unos ni de otros me canso nunca. juntos, pero sólo juntos, contienen todos los estímulos que necesita el pensador, o mejor dicho, no todos, queda algo decisivo que habría que añadirles; tiene que ver con la muerte, y esto es lo que yo quiero añadir.

Sobre la bondad, los chinos han sabido más que los griegos. La maravillosa vanidad de los griegos, a la que debemos tanto, les ha quitado sencillez para la bondad.

También las tradiciones de los chinos han quedado marcadas muy pronto por el carácter masificado del hombre. Incluso la polis griega, en su momento de máximo esplendor, que sabe muy bien qué es la masa, ejerce sobre los pensadores una influencia que en el fondo les lleva sólo a rechazar esta masa.

Al principio de todo, Empédocles, tiene algo de sabio chino. Bien es verdad que los átomos de Demócrito son incontables, pero actúan de un modo desordenado y caótico, no como una verdadera masa.

Quizá fue la existencia de esclavos lo que les impidió a los griegos llegar a una concepción extrema de la masa.


De todos los pensadores, únicamente los chinos tienen una dignidad soportable. ¿Tendríamos la misma impresión si en vez de leer sus escuetas sentencias nos hablaran?

Hay tan poco de ellos, y esto solo ya es dignidad.

De Buda, por ejemplo, lo que me molesta es que lo haya dicho todo tantas veces y de un modo tan exhaustivo (el inconveniente fundamental de los hindúes).

Las letanías de los antiguos chinos se encuentran en su manera de actuar, no en sus sentencias.

Esta conexión entre lo patriarcal y lo fraternal que sólo se encuentra en los chinos.


Nadie a quien le devore la preocupación por el destino del hombre está rezagado. Rezagado está aquel que se consuela con frases hechas en estado de putrefacción.

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