1949

Unas carreras que, todos los días, al atardecer, se interrumpen a una hora determinada. Se da una señal. Todo el mundo se queda quieto; se tumba; se duerme. Luego, por la mañana se da la señal de continuar. Todo el mundo se levanta y sale corriendo. Por la noche, nueva parada y todo el mundo se duerme allí donde está. Así, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año. Algunos se quitan la costumbre de tumbarse por la noche y se duermen de pie. Estos llevan ventaja.


Los que están seguros sobre la tierra en putrefacción; y cómo la putrefacción poco a poco les va pasando a las piernas.


La desvergüenza del ser humano: simula que está solo.


Jonás muestra dos rasgos importantes de profeta: el miedo a este oficio, que le lleva hasta el vientre de una ballena, y la cólera de ver que sus profecías no se cumplen. Este último rasgo es lo más repulsivo y lo más peligroso de los profetas. Una vez que han profetizado lo peor, tienen que querer que ocurra. El hecho de querer tener siempre razón los hace despiadados. Las amenazas de Dios las toman más en serio que el mismo Dios. El oficio de profeta es duro: sólo lo toman por un verdadero profeta en el momento en que se cumple su predicción; de ahí que no pueda renunciar a este momento. Dios, que le arrebata su triunfo, le ha engañado; y un Profeta que habla de las cosas más terribles puede serlo todo menos ridículo. Por esto, la sensación que tienen los hombres que le rodean de que el profeta encarna a su manera los males con los que amenaza y que colabora a traerlos no es del todo injustificada; si pudieran obligarte a otra predicción, algunas cosas podrían ocurrir de otra manera; una y otra vez intentar. forzarle.


Otro rasgo chocante, aunque inhabitual, del libro de Jonás es el hecho de que hable también a los animales: tienen que hacer penitencia con los hombres, ayunando como éstos y vistiéndose de saco. Y Dios no sólo se apiada de los hombres de Nínive, cuyo número es superior a 120.000, sino también de los muchos animales.


¿Tienen los animales menos miedo porque viven sin palabras?


Me da pena que los animales no se levanten nunca contra nosotros; los pacientes animales, las vacas, las ovejas, todo este ganado que ha sido puesto en nuestras manos y que no puede escapar a ellas.

Me imagino una rebelión en un matadero; desde allí se extiende a toda la ciudad; hombres, mujeres, niños, ancianos mueren pisoteados sin compasión; los animales invaden calles y vehículos; derriban portales y puertas; en su furor llegan a invadir los pisos más altos de las casas; miles de bueyes convertidos en fieras hacen añicos los vagones del Metro, y nos desgarran ovejas a quienes se les han afilado de repente los dientes.


Me sentiría aliviado sólo con que un toro, un solo toro, pusiera en fuga de un modo lamentable a estos héroes, los toreros, y, junto con ellos, a una plaza entera ávida de sangre. Pero preferiría la revuelta de las víctimas menores, de las suaves y dulces, las ovejas, las vacas. No comprendo cómo esto no pueda ocurrir nunca; que jamás temblemos ante ellas, precisamente ante todas ellas.


¡Estos héroes! Siempre saben quién les está mirando.


No desaparece lo que comemos todos los días; canta como los hombres en el fuego.


Todo va adquiriendo de año en año más significado: el que envejece se ahogará en medio de significados.


Quemó todos sus libros y, como un ermitaño, se retiró a una biblioteca pública.


Hobbes. De entre los pensadores que no están atados por ninguna religión, sólo me impresionan aquellos que piensan con suficiente radicalidad. Hobbes es uno de ellos; en este momento, para mí es el más importante.

Sólo unos pocos de sus pensamientos me parecen acertados. Lo explica todo por medio del egoísmo, y aunque conoce la masa – la menciona a menudo -, en realidad no tiene nada que decir de ella. Pero mi tarea precisamente es mostrar cómo el egoísmo es algo compuesto; de qué modo aquello sobre lo que domina no le pertenece; surge de otros ámbitos de la naturaleza humana; de aquellos, justamente, para los cuales Hobbes es ciego.

¿Por qué me impresiona entonces su modo de presentar las cosas? ¿Por qué me gustan sus pensamientos más falsos, sólo con que estén tomados con suficiente radicalidad? Creo que en él he encontrado la raíz espiritual de aquello que más quiero combatir. Es el único pensador que conozco que no esconde el poder bajo un velo, su peso, el lugar central que ocupa en todas las actuaciones humanas; sin embargo, tampoco lo glorifica, lo deja simplemente como está.

El verdadero materialismo, el del invento y la investigación, ha empezado en su tiempo. Hobbes tiene respeto por él, sin que por ello tenga que abandonar intereses y cualidades humanas del pasado. Sabe lo que es el miedo; su cuenta lo descubre. Todos los que vinieron después, que procedían de la Mecánica y de la Geometría, no quisieron ver el miedo; de ahí que éste tuviera que volver allí donde, en la oscuridad, sin que le molestaran y sin que le dieran nombre, seguía actuando.

Este autor no minusvalora el terrible peso del Estado. Qué efecto tan lamentable tienen a su lado muchas de las especulaciones políticas de los siglos posteriores. A su lado, Rousseau parece un pobre charlatán. El primer período de la Historia Moderna, aquel que contiene ya realmente a los hombres de hoy, es el siglo XVII. Hobbes ha vivido este período de un modo consciente y reflexivo. Las graves escisiones de partidos de las que tuvo que zafarse a lo largo de una prolongada vida fueron lo suficientemente comprometedoras y peligrosas como para que le resultaran una amenaza. A otro le hubieran contagiado del todo o le hubieran roto. Supo mirarlas a la vez desde dentro y desde fuera y supo tomar distancia frente a la declarada enemistad de estos bandos hasta que su propio pensamiento hubo adquirido forma y se hubo afianzado.

Como pensador, realmente está solo. En los siglos posteriores hay pocas corrientes psicológicas que no puedan reclamarle como su predecesor. Pasó, como he dicho, mucho miedo y habló tan abiertamente de este miedo como de todo lo restante con lo que se enfrentó. Su incredulidad religiosa fue una dicha sin par; con promesas baratas no se podía hacer nada por este miedo.

Su adhesión al poder político vigente, el del rey, primero, y el de Cromwell, después, no es cosa precisamente que se le pueda reprochar: estaba convencido de lo acertado de las concentraciones de poder. Su aversión por el grito de la masa no la explicó, pero sí la señaló. A nadie se le puede pedir que lo explique todo.

Maquiavelo, a quien se le ha dado tanta importancia, es a penas la mitad, la mitad clásica, de Hobbes. Tucídides fue para éste lo que Livio fue para aquél. De religiones, Maquiavelo, que trató con cardenales, no entendió una palabra. De la experiencia de los movimientos religiosos de masas y de las guerras que tuvieron lugar en los casi cien años que separan a éste de Hobbes ya no supo aprovecharse. Desde que existe Hobbes, ocuparse de Maquiavelo tiene sólo sentido histórico.

Una idea de la importancia de Hobbes la tenía yo desde hacía tiempo. Ya antes de conocerlo con suficiente detalle era para mí un autor digno de alabanza. Ahora, después de haberme ocupado seriamente del «Leviathan», sé que voy a poner este libro en mi «Biblía mental», " colección de libros importantes – y me refiero fundamentalmente a los libros de los enemigos -. Son libros que le aguzan a uno el ingenio, no libros que le paralizan por estar ya exprimidos y agotados desde hace tiempo. A esta «Biblia» – lo sé muy bien – no pertenecerán ni la Política de Aristóteles ni el Príncipe de Maquiavelo ni el Contrato Social de Rousseau.


Mahoma es algo así como la consumación de todos los profetas: se convierte en legislador y gobernante de facto; hasta él no llegaron los profetas a tener verdadero poder; nadie antes de él ha utilizado a Dios de un modo tan consecuente y eficaz. La fe es para él obediencia. Los bienes de Dios, los premios que promete para el Más Allá, los maneja Mahoma de un modo dispendioso; le gustaría ser generoso como un rey. Se llama a sí mismo el profeta de Dios: de igual modo o mejor, se llamaría la orden de Dios.

De entre sus predecesores sólo admite a los que han hecho carrera: Abraham, Moisés, Jesús. No conoció nunca a su padre; su respeto por la propiedad ajena es el de un huérfano bien educado; ficha a una viuda rica como mujer, la cual le diviniza de todas las formas posibles.

En el templo de la Kaaba recluta a los peregrinos, profeta de extranjeros en vez de caudillo de extranjeros, y cada vez le atrae más la idea de instalarse allí; disolver la oligarquía de los coreichitas con una tiranía. Sus negociaciones con las gentes de Medina tienen desde el principio algo de político; se asegura a sí mismo por medio de alianzas y planea una guerra contra su ciudad natal.


El interés de Mahoma por las tumbas: entre las tumbas cogerá incluso la enfermedad que le llevará a la muerte. Los cadáveres le preocupan como objetos de resurrección. Para él el juicio Universal es el resumen y la concentración máximos del dominio. Todos serán juzgados y se decidirá sobre ellos para siempre. Es la mayor masa imaginable convertida en objeto de una sentencia definitiva. El montón de muertos, que es propiamente el objeto de las guerras, llega a ser tan grande que abarca la totalidad de los muertos (Mahoma prefiere decididamente las guerras a las curaciones). A partir del día del juicio, cuando ya nadie más va a morir, los muertos se convertirán en vivos, y el único fin de esta resurrección será llegar todos juntos a ponerse a las órdenes inmediatas y tajantes de Dios.

En el Islam, la orden de Dios tiene mucho de pena de muerte. En la Biblia, él «sacrifica a éste, sacrifica aquél» se refiere las más de las veces a animales; sólo de vez en cuando alcanza esta orden a un hombre, en forma de rayo fulminante. El paso del judaísmo al Islam consiste en una mayor insistencia y una mayor concentración en la orden.


Una expresión plástica de la relación que hay entre guerreros y muertos – en forma de montón, concretamente – es la que tenían los antiguos celtas. Cuando salían a la guerra, cada hombre cogía una piedra y, junto con los demás, la tiraba a un montón. Al volver de la guerra cada hombre cogía otra vez una piedra: las piedras de los caídos, que no podían hacer esto, quedaban en el montón. De esta manera, por sí solo fue surgiendo un monumento a los muertos. En esta operación de restar del número de los que han salido el número de los que vuelven se expresa con especial claridad el sentido del número de muertos: en lugar de los que han quedado en el campo de batalla o en poder del enemigo, está el monumento de piedras.


Masa e imperio del grito. Una especial función de la masa consiste en acallar los peligros con la voz, da igual que sean terremotos que enemigos. La gente se junta para gritar mas fuerte. Cuando el otro enmudece – el terremoto o el enemigo, por ejemplo -, han ganado. Es importante aquí tener en cuenta que el mar no se deja acallar a gritos. Porque aun en el caso de que una gran masa consiguiera por un momento llegar a ser más fuerte que el mar, esto no lo haría enmudecer. De ahí que el mar, siempre según los hombres que lo conocen, sigue siendo la masa más grande a la que jamás se podrá nadie equiparar realmente.


«Si por lo menos los hombres pudieran ocultar a sus parientes – pensaba el extranjero – de tal modo que la gente no supiera nunca quién es pariente de quién… Sería estupendo tener una familia secreta, para uno solo; una familia de la que nadie supiera nada, a la que únicamente se pudiera llegar con precaución porque alquien podría llegar a saberlo: padre, madre, hermanos, hermanas como amados secretos».


Palabras sin las cuales uno no pueda vivir, como amor, justicia y bondad. Uno se deja engañar por ellas y lo ve con toda claridad para creer en ellas todavía más.


El dolor más profundo lo guarda cada uno en secreto.


El peculiar movimiento del saber. Está mucho tiempo quieto, como una piedra o como uno que parece que está muerto. Luego, de repente y de un modo inesperado, adquiere un carácter vegetal. Uno lo mira casualmente: en realidad no se ha movido de sitio, pero ha crecido. Un gran momento, pero todavía no es el milagro. Porque un día uno mira a otro lado y encuentra el saber allí; sin duda antes no estaba; ha cambiado de sitio, ha saltado. Este saber que da saltos lo espera todo el mundo. Por la noche – uno está lleno de noche -, se escuchan los bufidos de los nuevos animales depredadores y en la oscuridad se ve el brillo ávido y peligroso de sus ojos.


Dios saliendo de un huevo, y el filósofo que lo ha puesto.


Lo más repugnante a mis oídos es el dialecto de la hartura.


En la niebla las formas son como palabras. Quienquiera que se me acerque en la niebla me estimula como una palabra nueva.


A él le puede concentrar una palabra.


Hay algo tan vil en torno a la sensatez que uno preferiría ser sabio en calidad de loco.


Entonces las personas eficientes estarán mal vistas y todo el que consiga algo será castigados.


Desde hace una semana estoy leyendo un libro que me inquieta profundamente: son las Memorias de un enfermo mental de Schreber, el antiguo presidente del senado; un libro que, costeado por su autor, apareció va a hacer pronto cincuenta años, en 1903, y cuya edición completa fue comprada por sus parientes, retirada del mercado y destruida, de modo que quedaron solamente unos pocos ejemplares. Uno de ellos, en circunstancias especiales, cayó en mis manos en 1939 y desde entonces estuvo en mi biblioteca. Aun sin leerlo, sentí que iba a ser importante para mí. Como ocurre con no pocos de mis libros, ha estado esperando su momento, y ahora que. estoy resumiendo mis ideas sobre la paranoia, lo he cogido y lo he leído, tres veces. No creo que jamás un paranoico internado años y años en un manicomio como tal paranoico haya presentado un sistema tan completo y tan convincente.

.¡Lo que no habré yo encontrado en él! Ejemplos concretos de algunas de las ideas que me preocupan desde hace años, por ejemplo, la indisoluble conexión entre paranoia y poder. Todo su sistema es una lucha por el poder en la que el mismo Dios es su verdadero antagonista. Schreber ha estado viviendo mucho tiempo con la idea de que él era el único superviviente del mundo; todos los demás eran almas de difuntos, y Dios en distintas encarnaciones. La idea de que uno es el único o quisiera ser el único – el único en medio de cadáveres – es decisiva para la psicología del paranoico como caso extremo del que detenta el poder. Esta conexión se me hizo clara por primera vez cuando en 1932, en Viena, asistí al proceso de Matuschka, un hombre que cometió un atentado en un tren.

Pero Schreber llevaba también en sí, en forma de locura, la ideología entera del nacionalsocialismo. Para él los alemanes son el pueblo escogido cuya existencia está amenazada por judíos, católicos y eslavos. Se suele llamar a sí mismo el «paladín» que va a salvar a Alemania de este peligro. Una tal anticipación de lo que luego ocurrió en el mundo de los «cuerdos» sería suficiente razón para ocuparse de sus Memorias. Pero Schreber ha imaginado muchas más cosas. La idea del fin del mundo lo persigue; tiene de él visiones grandiosas, que no se olvidan. Es ocioso hacer una relación de todo lo que le ocurre a este hombre; me ocupo de esto con todo detalle en capítulos destinados a Masa y poder. Pero algunos aspectos que me interesan en relación con Auto de fe sí los voy a mencionar. En el libro de Schreber se encuentra la descripción de un período de inmovilidad; recuerda el capítulo La petrificación de Auto de fe.

Ocuparse de la paranoia tiene sus peligros. A las pocas horas me acomete la torturadora impresión de que estoy encerrado, y cuanto más convincente es el sistema psicopático que estoy estudiando, tanto más crece mi miedo.

Dos cosas confluyen aquí: por un lado el carácter completo y cerrado de la locura, que hace que sea muy difícil escapar: en ningún sitio hay puertas; todo está completamente cerrado; inútil buscar algún fluido en que poder sumergirse, en cuya corriente pueda uno ser arrastrado; aunque se encontrara tendría cerradas las salidas; todo es como granito; todo es oscuro, y ¡de qué modo tan natural le cubre a uno esta dura oscuridad! En todo lo que he intentado hacer me he defendido precisamente de este enclaustramiento; mi primer pensamiento era: aberturas, espacio; mientras haya sitio no hay nada perdido. Pero aquí me encuentro con una persona para la cual locura es aquello en lo que yo más fácilmente caería; aquello que, jugando y sin esfuerzo, podría llevar a cabo. Nunca tengo tanto miedo de mí mismo como en el momento en que comprendo el carácter completo y cerrado de la locura de otro.

El segundo peligro, que es mucho mayor, consiste en que empiezo a dudar de la validez de mis propios pensamientos. Si a una locura como la paranoia – de cuyo carácter patológico nadie duda – es posible presentarla y enmarcarla de un modo tan convincente que llegue a hacer mella en alguien, ¿qué es lo que no se podría presentar en el supuesto de que uno tuviera algo de este poder paranoico? La evidencia que muchas veces siento en mí es exactamente la misma que siente el paranoico. La diferencia, sin embargo, está en que yo me desvío inmediatamente y no echo la llave a lo que me parece convincente; lo desplazo, lo quito de en medio, empiezo con una cosa completamente distinta; luego, más tarde, abordo el problema desde ángulos siempre nuevos; jamás me prescribe un método y en modo alguno un método propio; rehuyo la angostura de disciplinas establecidas saltando a otras; aprendiendo siempre cosas nuevas disuelvo aquello que ha quedado anquilosado en el ámbito de lo particular; y, sobre todo, mal que les pese a mis bienintencionados amigos, dilato mi trabajo a lo largo de años y más años, de modo que al curso de la historia se le ofrecen toda clase de oportunidades para rebatir o destruir estos descubrimientos y a su autor.

Sin embargo, a pesar de todo esto, sigue siendo verdad que no puedo vivir sin creer en estos descubrimientos. No puedo equipararlos a cualquier tipo de locura. Por esto, cuando profundizo formas extrañas y angostas de locura, me odio a mí mismo porque pongo en peligro pensamientos nuevos.


Uno sólo puede vivir una parte de este mundo; pero para ti nada cuenta como el todo: ésta es tu limitación.


Una carta de amor desde Suecia. Strindberg en los sellos.


Amor en cubos; el uno al otro se lo echan por la cabeza.


El ha puesto un desierto en el espíritu de ella. Allí florecen sus pensamientos.


¡Esta historia criminal del sultán de Delhi! Uno participa en una especie de coacción moral y lo soporta todo sin resistencia; y de repente tiene la impresión de que él mismo es un criminal; por el simple hecho de haberse prestado a esto; por no haberlo rechazado inmediatamente con energía y repugnancia. Lo peor es siempre historia, y yo no puedo escapar a ella; el hecho de que ésta, en realidad, haya sido cada vez peor me obliga a ser su anatomista; hago la disección en su cuerpo en putrefacción y me avergüenzo del oficio que he escogido.


No puedas aceptar nada más a no ser que te obligues a formularlo inmediatamente; hay demasiadas cosas y te arrastra la corriente. No vas a poder salir de este río hasta que llegues a su desembocadura. Es mejor que decidas libremente flotar en él que no que estés nadando continuamente contra corriente.


Un hombre dijo a su mujer: «llueve, tengo ganas de tener sueños agradables.» Comienzo de un relato de Surinam.


Todas las noches él iba allí. Ella le recibía amablemente. El se quedaba horas y horas. En un desierto de secretos destruidos la dejó tirada y se fue.


Tanto «gracia» como «rodilla» tienen la curvatura de la «n»*.


* N. T. Gracia: Gnade; rodilla: Knie.


Lo perdido que se encuentra en el otro que vive, resiste, le mira a uno, te habla; buscar en él tiene algo de desesperado: «¿dónde lo tienes?», le dice uno, «¿lo estás escondiendo?, ¿está ahí todavía?», y así uno inquiere y rebusca en vano y todo ha desaparecido en el fondo del mar; pero, doquiera que busques, no hay mar en el que haya podido desaparecer; y ya no hay nada importante excepto esta búsqueda; es la búsqueda de la nada en la que uno, en el otro, se ha convertido.


El Restaurador. Cruce de actor y arqueólogo. Tiene que representar el papel del pintor cuyo cuadro restaura. Al ir quitando capa tras capa cautelosamente y cuidando muy bien de no cambiar nada, al fin llega al cuadro de aquel cuyo papel está representando. Su respeto se entrevera con sus esperanzas. Pero además no está pasivo: tiene mucho en su mano. Cuanto más reconstruya lo que apenas es reconocible, tanto mayor será su éxito como arqueólogo. Esta dimensión humilde de su ser puede, de repente, cambiar y tomar el signo contrario cuando da rienda suelta a su arbitrio y presenta según sus conjeturas aquello que en realidad ya no se puede completar. Puede que, al final, confíe tanto en sí mismo que llegue a inventar cuadros enteros, pero en esto jamás dejará de estar representando un papel que ha aceptado, como la inmensa mayoría de actores que no son dramaturgos.

Las metamorfosis del restaurador están prescritas; la Historia del Arte contiene la lista completa de sus personajes; él no añade ninguno nuevo. Acepta incluso su jerarquía: en los grandes nombres es donde invierte mayor respeto.

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