Cada año debería tener un día más que el anterior: un día distinto en el que aún no ha ocurrido nada, un día en el que no se muere nadie.
Sobre nombres de la historia:
Son sólo nombres poderosos, los otros mueren. En los nombres, pues, se puede medir la capacidad de supervivencia. Hasta hoy es la única forma real de supervivencia. ¿Pero cómo sobrevive el nombre?
La peculiar voracidad del nombre: el nombre es un caníbal. Sus víctimas se preparan de distintas maneras. Hay nombres que no echan la zarpa hasta que no mueren sus portadores; antes no tienen hambre. Hay nombres que obligan a sus portadores a devorar todo lo que cae bajo sus manos, nombres insaciables. Hay nombres que tienen temporadas de ayuno. Hay nombres que están en hibernación. Hay nombres que tienen que estar mucho tiempo escondidos para, de repente, salir a la luz con un hambre feroz – nombres altamente peligrosos.
Hay nombres que comen cada vez más, pero con un aumento regular de su dieta: nombres sólidos, nombres aburridos. El carácter racional de su higiene no les promete una larga vida.
Hay nombres que sólo se alimentan de colegas, nombres corporativos por así decirlo, y otros que sólo medran entre forasteros.
Algunos echan dientes entre forasteros y luego, la comida la encuentran entre los suyos.
Nombres que viven porque quieren vivir. Nombres que mueren porque sólo quieren vivir.
Nombres que viven porque se han abstenido de comer.
Tal vez no estaría mal del todo que muriéramos contentos, con tal de que jamás nos hubiéramos alegrado de la muerte de otro.
Desde que está muerta aparta la vista de todos los brotes.
Voces: las que tienen un efecto evidente, como si fueran siempre idénticas a sí mismas. Voces que pinchan. Voces que acarician. Voces heridas.
Mientras siga habiendo algún hombre en el mundo que no tenga ningún poder, no puedo desesperar del todo.
La fría Arqueología: las cosas, sin los hombres, no me hacen realmente feliz. Resentimiento contra las cosas que han sobrevivido a los hombres.
El objeto de la Arqueología es una forma de futuro completamente nueva. Es un futuro que avanza hacia atrás; cada nuevo paso que da hacia el pasado, cada tumba antigua que encuentra se convierte en un fragmento de nuestro futuro. Lo siempre-más-antiguo se convierte en lo que nos espera. Un descubrimiento inesperado podría cambiar nuestro destino, un destino todavía indeterminado.
Podían meter la cabeza y espiaban por un pequeño agujerito que tenían en el pecho.
Parálisis. Hay parálisis benéficas que proceden del sentimiento de la propia insuficiencia. Pero hay también parálisis terribles que provienen del sentimiento de la insuficiencia de otro al que estamos encadenados; porque somos exactamente la persona que jamás le podrá cambiar. Estar encadenado al cadáver de otro hasta que uno mismo muera.
Cada palabra que pronunciamos es falsa. Cada palabra que escribirnos es falsa. Todas las palabras son falsas. Pero ¿qué hay sin palabras?
Los pensamientos que se refieren a los muertos son intentos de reanimación. Nos importa más reanimar seres humanos que mantenerlos en vida. La manía de la reanimación es el germen de toda fe. Desde que no tenemos a los muertos, sentimos ante ellos una única e inmensa culpa: el que no consigamos hacerlos volver. En los días en que sentimos en nosotros una mayor vitalidad, en que somos más felices, esta culpa es más grande que nunca.
Una obra de teatro en la que aparecen todos los muertos que tienen que ver con uno. De entre ellos algunos vuelven a encontrarse, otros se conocen por primera vez. No hay tristeza alguna entre ellos, es tan inmensa la felicidad que tienen que salir a escena… (¿Y qué decir de la felicidad del que les hace salir a escena?)
Pero cuando los dioses se postraron de hinojos ante él, se asustó y les pidió que se levantaran. Ellos no se atrevían y querían permanecer de rodillas ante él hasta que les perdonara.
El no les perdonó. Eran demasiados los hombres a los que ellos habían sobrevivido; se habían hecho demasiado viejos y, no obstante, habían seguido siendo demasiado jóvenes. Les dejó así, de rodillas, y con un gesto violento, se volvió para otro lado.
La soledad es algo tan importante que hay que estar encontrando siempre sitios nuevos para poder disfrutar de ella. Porque en todas partes y con demasiada rapidez acaba uno sintiéndose en casa. Lo más peligroso de todo, sin embargo, es el poder que tienen todos los libros juntos.
El sol le lleva siempre a todo lo feo ¡La esperanza de que ahora, las cosas, al sol, pudieran tener otro aspecto!
Los pies, solos, serían suficientes para toda una vida, los pies de los desconocidos.
Desde que vi cómo andaba un gatopardo, el susurro de su caminar me ha invadido. Todo lo que es corporalmente bello lo experimentamos por primera vez en animales. Si no hubiera animales, ya no habría nadie que fuera bello.
El resto de la vida pasarlo únicamente en lugares completamente nuevos. Abandonar los libros. Quemar todo lo empezado. Ir a países cuyas lenguas uno jamás podrá aprender. Protegerse de toda palabra explicada. Callar, callar y respirar, respirar lo no comprendido.
No es lo aprendido lo que yo odio, lo que odio es el hecho de vivir en lo aprendido.
Ha sucumbido a los observadores. Cuando siente sus ojos sobre sí mismo se convierte en todo lo que ellos ven.
Allí los perros se aman de otra manera, corriendo.
Lo ridículo del orden es que dependa de tan pocas cosas. Un cabello – un cabello, literalmente – que esté donde no debe, puede separar el orden del desorden. Todo lo que está donde no debiera es un enemigo. Hasta lo más diminuto molesta: el hombre del orden total tendría que estar examinando con un microscopio el lugar en el que se mueve, y aún así le quedaría una cierta propensión a la inquietud. En este sentido, las mujeres tendrían que ser muy felices, porque casi siempre están poniendo orden, y siempre en el mismo sitio. Hay algo de criminal en el orden: a nada se le permite vivir en un sitio que no sea el suyo. El orden es un pequeño desierto, un desierto que se ha creado a sí mismo. Es importante que esté limitado, de este modo sus ocupantes pueden atender con toda escrupulosidad al orden. El hombre que no posee ninguno de estos imperios – desierto en el que tenga derecho a asfixiarlo todo de un modo ciego y desaforado – se siente pobre.
Como no puedo vivir sin palabras, tengo que conservar la confianza en ellas, y esto sólo puedo lograrlo si no las disfrazo. De ahí que cualquier pretensión externa que se apoye en palabras es algo que yo considero imposible. No puedo ponerlas en un papel y guardarlas en un sitio u otro. No puedo tirarlas a la cabeza de nadie ni puedo comerciar con ellas. Me repugna incluso cambiarles algo una vez las he escrito. Cualquier chismorreo sobre arte, sobre todo si lo oigo en boca de personas que se dedican a algún arte, me resulta insoportable. Siento vergüenza por ellos como por los charlatanes, sólo que éstos son más interesantes. Bien es verdad que para mí los libros son sagrados, pero esto no tiene nada que ver con la literatura, y menos con la mía. Miles y miles de libros son para mí más importantes que los pocos que he escrito. Para mí, en una dimensión física que me resulta difícil de explicar, cada libro es lo más importante. Odio la impecable belleza de la prosa cuidada. Es verdad que no pocas de las cosas importantes han sido dichas en buena prosa, pero esto podríamos decir que ha ocurrido al margen de la voluntad del que las ha escrito; porque lo que se decía era realmente bueno es por lo que la prosa acabó siendo buena; era tal el peso de la profundidad del contenido que no permitió que alguien le aplicara prematuramente su propia medida. La prosa bella que se mueve en la esfera de «lo leído» es algo así como un desfile de modelos de la lengua; continuamente se está moviendo sobre sí misma; ni siquiera puedo despreciarla.
Música, la medida de capacidad del ser humano.
Es maravilloso estudiar, es decir, meditar sobre palabras y cosas sobre las que aún no habíamos meditado nunca y asimilarlas; decirnos qué es lo que de ellas nos llama la atención; qué es lo que nos gustaría retener, anotarlas en el gran tesoro de nuestra experiencia – un tesoro carente de intenciones concretas – anotarlas de tal manera que quizá no volvamos a pensar nunca más en ellas. De este modo nos creamos el reino de nuestras propias aventuras y de nuestros propios hallazgos, y lo que dentro de este reino podamos encontrar por segunda vez tiene un carácter doble: es un hallazgo y al mismo tiempo un fragmento de nosotros mismos.
Estaba perdido en todos aquellos a los que dio buenas palabras.
En la Historia secreta de los mongoles he encontrado algo que me impresiona de un modo especial: la historia de un gran poderoso que fue feliz hasta el final, por dentro. Puede que no todo lo que allí se ha transmitido sea cierto, pero el total tiene una profunda verdad cuya existencia jamás había sospechado. Por muy peregrino que esto pueda sonar, conozco las palabras que le dijo la madre de Gengis Kan a su hijo. Percibo el olor de estas palabras. Estoy tan cerca del hijo que lo veo y lo oigo. Es enorme la diferencia que hay entre esta forma de transmisión oral y la historia escrita con la que habitualmente tenemos que contentarnos.
En esta transmisión «secreta» de los mongoles, lo que encontramos en primer lugar son todos los animales que pertenecen a la vida de este pueblo. Encontramos todos los nombres con los cuales acostumbraban a referirse a lugares y personas. Este libro nos transmite los momentos de excitación, en su excitación y en su grandeza; en lugar de meras referencias a las pasiones, encontramos las pasiones mismas. A estas historias sólo se las pueda comparar con las de la Biblia, y este paralelismo no termina aquí. El Antiguo Testamento es la historia del poder de Dios; el libro secreto de los mongoles la historia del poder de Gengis Kan. Es un poder que se ejerce sobre un grupo de tribus, y los sentimientos de tribu tienen ahí tal preponderancia que podría uno intercambiar los nombres y ya no sabría a ciencia cierta dónde se encuentra.
Es cierto que el poder de Dios empieza con la creación misma, y la historia de las exigencias de este Creador es lo que da a la Biblia su carácter único. Pero Gengis Kan no es mucho más modesto. También él, como Dios, opera con la muerte. Su trato con ella es tan generoso como el de Dios; todavía deja menos cosas en vida. Pero se distingue también por un marcado sentimiento de familia, cosa que no ocurre con Dios en cuanto que ser único.
Ahora vuelvo a estar realmente en el mundo, en el mundo de mis enemigos. Gengis Kan me ha agarrado por los pelos y me ha vuelto a poner en mi sitio. Puedo provocarlo, observarlo y pensarlo en el sitio en el que mejor se escapa, en su propia leyenda.
Esta semana he vivido en una especie de sortilegio, he estado bajo el hechizo de Gengis Kan. Durante todos estos años lo he estado rehuyendo. Lo que había leído sobre él o bien era árido y sin jugo o era superficial, y siempre lo dejaba a medias sin haber sacado ningún provecho. jamás intenté sacar de él alguna conclusión; no servía como ejemplo de nada. Luego lo volvía a encontrar en el sistema psicopatológico de Schreber, el presidente del senado, quien se sentía ser la reencarnación de Gengis Kan, entre otras reencarnaciones. Ahora ha llegado a mis manos la Historia secreta de los mongoles (una obra cuya primera traducción alemana apareció en el Tercer Reich). En un relato épico dedicado a sus sucesores, contiene la historia de Gengis Kan y del imperio mongol. Es más auténtico y más fiable que cualesquiera anales. Fluye en el tiempo, pero éste no se encuentra dividido en fragmentos.
Cuánto más leo este libro – y las últimas semanas apenas he hecho otra cosa – más me convenzo de que de esta «Historia secreta» se pueden sacar todas las leyes del poder. Esta misma impresión tuve otra vez con otro libro, la Biblia. Pero el contenido de la Biblia es muy amplio; contiene tantos elementos que luego han sido más importantes, que interpretarla como una serie de acontecimientos de poder podría parecer una deformación de esta obra. En la «Historia secreta» no hay nada más que esto. Es la historia de un poder veloz e irresistible, el poder más grande y más estable que haya existido nunca en el ámbito de una vida. Surgió en medio de hombres para quienes el dinero no podía significar nada. Este poder era visible en los movimientos de los caballos y de las flechas. Venía de un mundo anterior de cazadores y bandidos y conquistó el resto del mundo.
Desde que me he convertido en un mongol, que día y noche no pienso en otra cosa, siento muy pocas veces la necesidad de tomar notas. En estos momentos estoy leyendo además todo lo que hay sobre este mismo tema, horas y horas, y cuando dejo de leer, siento algo así como un ligero sopor.
Ya no es la fascinación que me producen los enemigos, como pensaba a veces antes, es simplemente, el esfuerzo por lo que no comprendo: la sangre de la que vivimos y que continuamente se está derramando en todas partes. Yo mismo no puedo verla; mis manos, horrorizadas y asqueadas, se han mantenido siempre lejos de la sangre. Pero ¡qué pena me dan aquellos a quienes les basta que a su alrededor todo siga el mismo camino de siempre, cuando ellos mismos se alimentan de los crímenes que los otros cometen diariamente para ellos! Dormir y aceptar esto es algo que no voy a hacer nunca. Pero intentaré estudiar todo lo que tiene que ver con este tema y, con un esfuerzo modesto, pero a la vez constante, intentaré acercarme a aquello que no va a explicar ningún destello repentino de la intuición.
La historia de los mongoles la vivo personalmente como la historia de una expansión y aunque todo lo que ha ocurrido en ella lo desapruebo y lo detesto, no obstante, se me comunica algo de esta atmósfera. El falso conquistador me incita a su vez a la conquista de mí mismo.
No tiene sentido vivir sólo rechazando. Aun en el caso de que no pudiéramos ver ni una sola acción que mereciera nuestro consentimiento, por lo menos nuestra reprobación debería ser tan enérgica Y tan enconada que ella misma se convirtiera ya en acción. El hombre no ha nacido únicamente para la defensa. De un modo u otro tiene también que atacar. De ahí que, en definitiva, lo importante sea qué es lo que atacamos.
Todos los rasgos de la dispendiosidad del segundo Chan Ogotai de los mongoles me llenan de satisfacción. Su aversión por los tesoros es tan grande que continuamente tiene que estar peleando contra los que le rodean, que le amonestan para que sea más prudente. La destrucción de los mongoles se ha convertido en él en derroche. Quiere devolverles a los hombres algo de lo que se les había quitado. Del oficio de gobernar lo que más le gusta es el reparto. Este hombre me recuerda que una de las más antiguas y más importantes formas del poder proviene de la horda de reparto. La regulación de los repartos, en muchas tribus se confiaba a un solo individuo, que aprendía a llevarla a cabo sin riesgo. Este repartía de un modo justo. Pero con ello se iba haciendo cada vez más poderoso; y al final era más importante que poseyera mucho que no que repartiera.
El poder de matar desaparece ante el poder de conjurar. ¿Qué es el más grande y más terrible de los homicidas comparado con un hombre que, con un conjuro, devuelve la vida a un solo muerto?
Qué ridículos aparecen los esfuerzos de los poderosos por escapar de la muerte y qué grandiosos los esfuerzos de los chamanes por conjurar la presencia de los muertos. Mientras creen en lo que hacen, mientras no se limitan a simularlo, son dignos de veneración.
Me resultan despreciables los sacerdotes de todas las religiones que no pueden hacer volver a los muertos. Se limitan a afianzar una frontera que nadie puede traspasar. Administran lo perdido de tal manera que siga siendo perdido. Prometen un viaje a no se sabe dónde con el fin de esconder su impotencia. Están contentos de que los muertos no vuelvan. Mantienen a los muertos al otro lado.
A menudo hay algo de angustiante y penoso en el culto funerario a otros. Un volver la espalda al mundo de los vivos; y como unos pertenece a este mundo, dedicado a otro siente como lesivo; como si para éste uno no pudiera significar nada, como si para él un ser viviente no pudiera tener ningún sentido.
Habría que tener mucho cuidado para no encerrarse a uno mismo con el muerto; hay que dejarle a la intemperie y a muchos otros brindarles una relación con el muerto. Sin ser molestos deberíamos hablar de él a la gente y no deformarlo dejándolo en el aislamiento.
Las interrupciones son buenas para aquel a quien le crecen muros por todas partes. Felices aquellos que saltan por encima de estos muros antes de que sean demasiado altos.
Es vergonzoso cómo uno, a pesar de todas las convicciones contradictorias, es más práctico que la mayoría de los hombres. De cada experiencia he aprendido tanto y de un modo tan radical que no voy a consistir más que en un conjunto de moralejas válidas, aunque espirituales.
Del Islam ya no me podré librar. Mis antepasados han vivido siglos en Turquía, y antes – quizá un período de tiempo igual – en la España musulmana. Una y otra vez me he acercado al islam, una y otra vez me he apartado de él. Hay algo en el fanatismo de esta fe que, hace años, se avenía con mi manera de ser. Mi liberación y mi realización como ser humano es algo así como una liberación de mi propio Islam. El Dios del Islam es un ser más concentrado que el Dios de los judíos. En los señores de los estados islámicos, este Dios, a modo de ejemplo, ha ejercido una influencia enorme. Lo que me tortura, lo que odio, lo que combato y lo que intento reducir a escombros lo encuentro una y otra vez, en su expresión más claramente acuñada, en los señores del Islam.
Allí se encuentra la doble generosidad, la de matar y la de regalar; la sumisión a la ley ritual; el modo como los que dominan reconocen al Poderoso, a Dios; la fuerza que éste les comunica para cometer cualquier atrocidad; el modo como anticipan el juicio Universal con infinidad de juicios particulares que le preceden. Allí se encuentra la igualdad de todos los hombres ante la fe, una igualdad cuya última consecuencia es prácticamente el derecho que los todos hombres tienen a ser matados. Allí está Dios, como asesino, que decide y manda ejecutar la muerte de cada individuo; y allí está el señor que, con la mayor ingenuidad, se afana por imitar a Dios. Allí está la orden que, de un modo claro y diáfano, exhibe siempre su carácter arcaico de sentencia de muerte; el reconocimiento religioso de todo poder que sea capaz de afirmarse – Dios lo da a quién quiere, ahora a éste, ahora a aquél – y su realización religiosa que, una y otra vez, no sirve más que para conseguir el poder.
Hay una tremenda desnudez en el dominio que se ejerce en el Islam, una religión, por otra parte, que con la ley lo viste y lo cubre todo con varios velos.
Es únicamente un dominio sobre hombres, un dominio que llega a su máximo esplendor en las grandes ciudades, en las ciudades cosmopolitas. La época del sometimiento del animal pasó hace tiempo, ya no se discute; éste es solamente víctima.
El tono de Nietzsche tiene algo del Corán. ¡Jamás se lo hubiera ¡ido imaginar!
En el fondo, para mí ahora sólo cuentan los días en los que me dedico a alguno de los libros sagrados. Del mismo modo como antes había gente que tenía que rezar todos los días, yo tengo que meditar sobre alguno u otro de los viejos temas sagrados, como si allí tuviera que encontrar el mal que alguna vez podríamos hacernos.
Pero no quiero prevenir. Tampoco quiero prever el futuro. Odio a los profetas. Quiero sólo sostener lo que somos. No creo que esto se pueda encontrar ni en argumentos ni en discusiones. Pero quiero conocer todas las afirmaciones. Lo único que me interesa son las afirmaciones. Que pueden discutirse, ya lo sé. Pero quiero tener en mí todas las afirmaciones, unas al lado de otras como si estuvieran libres de toda controversia. Ya sé que no lo están y que ya no deben estarlo para nadie. Pero mi destino, mi tarea, es mantenerlas vivas dentro de mí y meditar sobre ellas.
¿Pero quién eres tú para examinar? ¿Qué te has creído? La sola inquietud no te da derecho a examinar.
Tu única justificación es tu inconmovible odio a la muerte. Es la muerte de todos y por esto examinas por todos.
Con la idea cada vez más clara de que estamos sobre un montón de muertos – hombres y animales – de que el sentimiento que tenemos de nosotros mismos saca su verdadero alimento de la suma de aquellos a quienes hemos sobrevivido, con esta intuición rápida y expansiva difícilmente va a ser posible llegar a una solución de la que no nos avergoncemos. Es imposible volver la espalda a la vida, cuyo valor y cuya esperanza estamos sintiendo continuamente. Pero también es imposible no vivir de la muerte de otras criaturas, cuyo valor y cuya esperanza no son menores que los nuestros.
La felicidad de referirse a una lejanía de la que todas las religiones del pasado se nutren tampoco puede ser ya nuestra felicidad.
El más allá está en nosotros: una grave constatación, pero está prisionero en nosotros. Esta es la gran escisión, la insalvable escisión del hombre moderno. Porque en nosotros está también la fosa común de las criaturas.