¿Respeto a la inmortalidad? ¿A quién? ¿A César, Gengis Kan, Napoleón? ¿No son los hombres más grandes y más tenaces los más terribles? ¿Y qué efecto tuvieron los ejemplos de Plutarco?
Intentas hacer lo que hay que hacer: desenmascarar lo irremediablemente criminal que tiene un cierto tipo de grandeza. Pero ¿qué tipo de grandeza contrapones a ésta que sea suficientemente peligrosa?
Porque lo criminal arriesga incluso el crimen, y la felicidad con la que escapa a él es lo que constituye también su atractivo. ¿Qué les das a los hombres que quieren tener a otros hombres muertos delante en lugar de esta, exactamente de esta, satisfacción?
Si tuviera que decir qué es lo que me resulta más siniestro de la Historia, diría que los modelos: los planes que César tenía para Persia antes de su muerte, que venían de Alejandro. La campaña de Hitler en Rusia, que quería sobrepasar la de Napoleón. En este regreso de los grandes planes hay un elemento de locura y nunca podrá ser extirpado porque la tradición histórica es inextirpable. De ahí que todo tenga que volver, por absurdo que sea. ¿Quién va a imitar a Hitler? ¿Quién a nuestros otros caudillos? ¿Qué nietos van a morir para éste o aquél epígono?
No hay ningún historiador que, por lo menos, no ponga en la cuenta de César como mérito, esto: que los franceses de hoy hablen francés ¡Como si, de no haber matado César a un millón de ellos, hubieran sido mudos!
Un mérito de las Vidas de Plutarco es que se pueden abarcar fácilmente. Tienen la extensión suficiente como para contener todos los detalles de una vida y como para que uno no se pierda en ellas. Son más completas que nuestras biografías modernas, que son mucho más largas que las Vidas, porque éstas, en los sitios adecuados, contienen incluso sueños. Los errores más notables de estos hombres adquieren mayor claridad en sus sueños; estos son inconfundibles y los resumen. Nuestra moderna interpretación de los sueños no hace más que convertir a los hombres en seres normales y corrientes. Destiñe la imagen de su tensión interior, en vez de iluminarla. En Plutarco me cautivan incluso los romanos, a los que siempre he detestado. En modo alguno puede decirse que este autor se sitúe de un modo acrítico frente a sus criaturas. Pero en su espíritu caben muchos tipos de hombres. Es generoso como en realidad sólo puede serlo un dramaturgo, que está trabajando siempre con muchos personajes y sobre todo con la diversidad que existe entre ellos. De ahí también que su efecto haya sido doble. Algunos han buscado en él modelos como en un libro de oráculos, y han orientado su vida según ellos. Otros han asimilado la cincuentena aproximada de personajes de este autor y, de este modo, han llegado a ser dramaturgos o lo han seguido siendo. Plutarco, cosa de la que yo antes no era consciente, no tiene nada de remilgado. En él ocurren cosas terribles, como en su sucesor Shakespeare. Pero lo terrible de estos autores tiene siempre algo de doloroso. Un hombre que ama a los hombres con una seguridad tan grande como él puede verlo todo y puede también anotarlo todo.
A veces pienso que mi constante dedicación a los Poderosos me está comiendo vivo. Es como el castigo persa de las cubas del que habla Plutarco, y los Poderosos son los gusanos.
¿Qué queda en mí aún? ¿Qué tengo que hacer con estas abominables criaturas? ¿Por qué tengo que hacerlo? ¿No voy a fracasar como hasta ahora ha fracasado todo el mundo? ¿Puedo meterme con el poder? ¿No voy a infundirle tal vez nuevas fuerzas con mi implacable enemistad?
Durante todo este mes he estado meditando sobre el triunfo del matar y del sobrevivir. Podría parecer que todo lo que he hecho con mi insurrección verbal, con mis bravuconadas fuera la constatación de que la muerte de los otros es algo que infunde fuerza y, por tanto, algo querido. No le des tanta importancia al hecho de que tienes que morir, parece que esté yo diciendo, antes que tú verás morir a muchos. ¡Cómo si cada muerte en particular sea quien sea el que muere, no fuera un gran crimen que hubiera que impedir por todos los medios!
El ahorcado de la turbera danesa, a quien he conocido después de dos mil años.
El sol es una especie de inspiración, por eso no debemos tenerlo siempre.
No desconfiar demasiado de las clasificaciones encontradas por nosotros mismos. Si las aplicamos durante un tiempo suficiente acaban revelando una faceta lozana de la realidad: se convierten, por así decirlo, en verdaderas y renuevan la vida.
He separado las cuatro clases de hordas que existen y luego vuelvo a encontrarlas juntas. Esta circunstancia no dice nada en contra de la clasificación en cuatro tipos, habla sólo a favor de un hecho: yo estaba lleno de algo realmente existente. Se trata sólo de una manera especial de describir lo que hay. No podemos penetrar en lo concreto de las cosas si antes no las hemos clasificado y no hemos establecido fronteras. Pero es peligroso aferrarse a estas fronteras cuando uno ha encontrado ya las cosas en pos de las que iba.
No les vas a quitar un solo centímetro a los «grandes». No les arrebatarás ni una sola de sus víctimas. Cada una de tus respiraciones las van a emplear para sí. Igual que en esta vida no has salvado a un solo hombre, tampoco después de tu muerte vas a salvar a ninguno. Quizás contagiarás a alguien el mismo afán de salvar. Esto es lo más que puedes hacer, esto es todo.
El corazón tiene que latir de modo que se le oiga a distancia.
La sensibilidad no tiene medida; por esto todas las doctrinas griegas del término medio son falsas.
U responsabilidad actual del ser humano: sin oráculo que le quite esta responsabilidad, sin divinidad que le mande de un lado para otro, sin límites en su saber, con la sola certeza de que todo aquello que le afecta está sometido a un cambio incesante y cada vez más rápido.
Las penas como armas: se tiraban las penas por la cabeza.
El estar-pensando-una-y-otra-vez lo que ya ha sido pensado muchas veces. Es el elemento conocido y familiar de personajes de la Antigüedad o de la Biblia, lo que les hace tan atractivos. Estamos siempre con ellos, y como antes que nosotros muchos estuvieron ya con ellos, cada nueva interpretación a la que les sometemos continúa, por dentro, la esencia general del mundo.
Hablar como si fuera la última frase que nos dejaran decir.
Tiene un poeta en el vientre, ¡si pudiera tenerlo en la lengua!
Hay una indestructible solemnidad en él, como si en el vientre de su madre se hubiera rezado oraciones a sí mismo.
Los herederos que uno no conoce los encuentra la suerte.
Una noche en la que todos los seres se le curvan a uno formando figuras nuevas. La mañana que sigue a esta noche.
No hay nada más maravilloso que hablar en serio a un joven. Cuando digo «en serio» quiero decir que uno está tomando a este joven en serio. Además hay que ir perdiendo seguridad en uno mismo, sin demostrárselo, y, poco a poco, hay que ir tanteando, como si fuera la primera vez, hasta llegar a las proximidades de una seguridad en la que uno pueda creer, para el joven incluso y no sólo para uno mismo.
Noches y días de miedo. Tengo la extraña sensación de que todo lo que aprendo se convierte en miedo. Después de días en los que los pensamientos vuelven a cobrar vida del todo, vienen noches de miedo. ¿Llegará alguna vez el momento en el que ya no pueda asimilar nada nuevo? ¿Ha terminado la expansión del espíritu?
Una idea terrible, pues quiero seguir y seguir.
¿Puede un enemigo enseñarte la libertad?
Recorren el mundo, vuelven, se marchan; y yo, aquí; siempre el mismo; no ha ocurrido nada; siempre preocupado con los mismos pensamientos y con los mismos hombres.
¿Qué es lo que no está bien?, ¿son ellos?, ¿soy yo?, ¿o son estos pensamientos que desde hace treinta años no me dejan? ¿Moriré de estos pensamientos?, ¿podré escapar alguna vez de ellos?.
Porque mi tendencia a caer en estos pensamientos crece; ellos mismos crecen también y se enredan unos con otros, y en su maraña me parece que está contenido el mundo entero: el mundo no conozco.
¡Oh!, sacerdote de los signos, ser inquieto, prisionero en el templo de todas las letras, tu vida toca a su fin. ¿Qué has visto? ¿Qué has temido? ¿Qué has hecho?
El latido de todos los que han muerto antes de tiempo: así, como todos ellos, late el corazón de él en la noche.
Todavía no he vivido un solo momento en el mundo sin estar dentro de este o aquel mito. Todo tenía siempre sentido, incluso la desesperación. Puede ser que de un momento a otro todo cambiara de aspecto: siempre había un sentido que seguía creciendo. Puede que ni siquiera lo haya conocido yo, él me conocía. Puede que él haya guardado silencio, luego tomó la palabra. Hablaba en una lengua extranjera, la he aprendido. Por esto a los antiguos no los he olvidado. Lo que hubiera dado por olvidar algo; no lo conseguí, todo iba teniendo cada vez más sentido. He venido al mundo en un estuche irrompible. ¿Me estaré equivocando y tomando este estuche por el mundo?
Allí los jóvenes echan al mundo a los viejos. Estos se van volviendo cada vez más jóvenes y, en un momento determinado, paren a nuevos viejos.
Detrás de un cristal el mundo es como un recuerdo, inocente e inasible. Así, me gustaría que fluyeran delante de mí todos aquellos que yo he conocido, los que han muerto y los que están lejos. No pueden hablarme, no me ven, no saben que les estoy viendo. Tal vez uno u otro lo sospeche, pero el camino desciende, se los lleva rápidamente. De este modo vienen todos, no se conocen unos a otros, pero yo sí les conozco a todos, y ninguno de los que he conocido me es antipático. Porque el cristal que los separa de mí les ha quitado, como a mí mismo, toda culpa.
Espero ansioso a aquellos que van a venir después, cuando ya no esté detrás de un cristal. Van a ser muchos, pero cada uno de ellos tendrá su valor. En medio de todos cada uno tiene su propia manera de andar.
Tal vez son los mismos que ahora yo no conozco, cuando pasan mezclados fuera entre los míos. Tal vez los haya conocido alguna vez a todos.
Al sol, los hombres parece como si merecieran vivir. Bajo la lluvia parece como si tuvieran muchos propósitos.
Cómo se imagina él la felicidad: una vida entera leyendo tranquilamente y escribiendo sin enseñarle nunca a nadie una palabra de lo escrito, sin publicar una palabra. Dejar a lápiz todo lo que ha anotado; no cambiar nada, como si lo que ha escrito no tuviera destino alguno, como el curso natural de una vida que no sirve a ningún fin que haga más angosto el mundo, pero una vida que es totalmente ella misma y que se va anotando como quien anda o respira.
En los animales a los que les abrían las entrañas buscaban el futuro. Y estaba allí porque se las abrían. Si no los hubieran abierto, el futuro habría sido otro.
No hay nada que sea concreto ni diferenciado que no me parezca lleno de sentido: como si todo lo que existe estuviera escondido en nosotros y sólo pudiéramos hacérnoslo visible dando este rodeo por lo otro.
Cabría pensar que las horas perdidas se escurren para entrar en las que vendrán después y que, de repente, miran desde ellas. ¿No podría ser que así no estuvieran perdidas?
La conciencia de sí mismos que tienen aquellos que se muestran por todos los lados.
Los hermosos momentos de la mañana, cuando todo lo personal parece insignificante y sin importancia; cuando uno siente en sí mismo el orgullo de las leyes que está buscando.
Aversión a ensamblar las cosas; lo mantienes siempre todo abierto, todo separado. En realidad sólo quieres aprender a apuntar inmediatamente lo que has comprendido. Cada día entiendes más pero te repugna sumar; como si al fin debiera ser posible, en un solo día, en unas pocas frases, decirlo todo, pero de un modo definitivo.
Deseo inextinguible de que este día tenga lugar al fin de tu vida, lo más tarde posible.
Aix: un pequeño café, justo delante de la entrada de la cárcel. Por la noche, tarde, estaba yo una vez allí. En mi mesa estaba una anciana pobre y miserable, con cara de muerta casi. Un joven, borracho, le hacía la corte; con una obstinación increíble se metía una y otra vez con ella; la invitaba a beber; la abrazaba; le hacía proposiciones; se burlaba groseramente de ella y la ponía nerviosa; y otro hombre, apenas mayor que el primero, aplaudía entusiasmado. La vieja, como si fuera de piedra, se lo dejaba hacer todo; de vez en cuando se agitaba y decía con una voz silbante: «!déjame en paz!». Pero era inútil. No había manera de quitárselo de encima. Todo ocurría delante de la cárcel; la vieja no dejaba de mirar en aquella dirección, como si tuviera allí a su marido o a su hijo.
Una ventaja de viajar a regiones nuevas es el romper lo ominoso. Los sitios nuevos no se adaptan a viejos significados. Por un tiempo uno se abre realmente. Todas las historias pasadas, la vida de uno – llena a rebosar -, que se asfixia de tener un sólo sentido, todo queda de repente atrás; como si uno los hubiera dejado bajo custodia en algún sitio; y mientras permanece en silencio, ocurre únicamente lo no interpretado: lo nuevo.
Por la noche, llegada a Orange. Noche saturada, meridional; Pero las calles están limpias y son claras; un cierto puritanismo cubriendo el elemento romano. Callejeamos hasta llegar a la puerta del teatro: el enorme muro que da a la plaza. La pequeña puerta de entrada estaba abierta; subimos las escaleras y nos encontramos arriba en una gradería. Abajo, delante del escenario, perdidos en el espacio vacío del teatro, había unos cuantos hombres que estaban discutiendo sobre los efectos de luces de una representación que debía tener lugar dentro de pocos días. Por esto, el teatro estaba iluminado, para nosotros dos, cuya presencia nadie advertía. Fui presa de un sentimiento descabellado. qué hermoso sería escribir dramas para un teatro así. Bajamos y, una vez fuera, admiramos de nuevo los grandiosos muros. A. estaba cansado y le acompañé al hotel. Las calles estaban totalmente desiertas y bastante oscuras. Nos separamos y volví sólo en dirección al centro. Era media noche, los cafés habían cerrado; no encontré una sola persona; andaba y andaba, y esperaba que apareciera una u otra forma de vida; la ciudad me gustaba tanto y el teatro era tan grande… de repente, de un modo totalmente súbito, advertí la presencia de un nutrido grupo de personas, un tropel de hombres, mujeres, niños, niños muy pequeños; iban llegando más y más, y como no comprendía de dónde podían venir a esa hora, sobre todo los niños, todo aquello me pareció una especie de engendro de mi esperanza. Pero luego llegué a una gran plaza; allí había un circo; la lona de la carpa estaba abierta; se había acabado la función, salía un río de personas. Anduve por los alrededores del circo; la ciudad entera, por familias, volvía a casa, y, retrocediendo unos pasos, me encontré de nuevo ante los enormes muros del teatro. Ahora la plaza estaba llena a rebosar de gente que volvía a casa.
De este modo la masa me había vuelto a encontrar. Aquello me conmovió profundamente. La primera ciudad del sur, el teatro romano vacío, y en el momento mismo en que, a altas horas de la noche paseaba yo por la ciudad callada y muerta, su gente que, a modo de masa, saliendo del circo, se dirigen como un río hacia mí.
¡Que uno mire atentamente la vida y pueda amarla! Tal vez tiene una ligera idea de lo poco que significa su mirada.
Una bola que es lanzada continuamente hacia arriba para molestar al cielo: la Tierra.
Una habitación en la que hay tres personas que no se conocen ni se ven nunca.
Poco a poco voy comprendiendo cuantas cosas hay aquí. No lo puedo decir de otra manera; me refiero a lo mucho que hay en el mundo y que yo debiera conocer. Me he tomado tiempo. Tal vez antes no hubiera podido comprender la mayoría de estas cosas. pero ahora podría empezar como un alumno formal. Para mí cada vez tiene más importancia aquello de lo que tengo noticia. Ya no intento contestar con gestos particulares e irrelevantes. Todo aquello que voy conociendo se queda descansando en mí, días y semanas, y se familiariza con lo que encuentra dentro de mí. Pero ahora lo importante ya no es que estos encuentros se produzcan en mí, lo importante es que tengan lugar.
Esta ternura de la que le llena a uno todo lo inútil.
El secreto resentimiento por todo aquello que uno hubiera podido conocer y no ha conocido.
Lo quejumbroso del comerciante: sus artículos se convierten en una parte sensible de su cuerpo.
Va por la calle con una gran preocupación; en cada uno de sus pasos busca una actitud vital.
El tunante. En él se dan cita los efectos de la orden y los de la transformación, y, como no ocurre en ningún otro personaje, en él se puede leer la esencia de la libertad. Empieza como cabecilla; da órdenes y éstas son obedecidas. Pero lleva la obediencia de su gente ad absurdum y se libra de ellos.
Se los sacude a todos; destruye costumbres, obediencia, su propio carro, sus instrumentos de magia, al fin, sus armas, para desembarazarse de ellos, para estar completamente solo. Así que está solo, puede hablar a todos los seres y a todas las cosas. Quiere aislarse y persigue sus propias transformaciones.
Una vez liberado de todos aquellos que le pertenecen, se pone en camino. Pero no tiene camino. Vaga de un lado para otro, sin meta, y tiene antojos. Se entretiene con partes de su cuerpo que tienen una vida propia, con su trasero, con su miembro. Se hace cortes en su propia carne. Come de sus entrañas, no sabe de dónde provienen, le gustan. Su mano derecha riñe con la izquierda.
Lo imita todo mal; en ninguna parte se orienta; no hace más que hacer preguntas equivocadas, de las que no obtiene respuesta o sólo respuestas que le confunden.
Adopta a dos niños diminutos: no para alimentarles a ellos sino para alimentarse así mismo, y los cuida tan mal que necesariamente se mueren. Toma forma de mujer, con pechos femeninos falsos; se casa con el hijo de un cabecilla y se queda embarazado varias veces. No hay cambio que él no haga ante la gente.
Engulle a animales y personas cuando tiene hambre, pero ellos le engullen también a él; es nada menos que héroe y vencedor.
En su aislamiento puede ocurrirle todo lo que puede ocurrir en la vida. Pero este mismo aislamiento hace no dé con el fin que se propone, que dé la impresión de algo absurdo y que resulte ser un personaje tan interesante.
Es el predecesor del pícaro -no hay época ni sociedad que no pueda producir su pícaro – y siempre interesará a la gente. Les divierte explicándoselo todo por inversión.
Pero sus aventuras no pueden tener nunca una trabazón. Cualquier deducción interna, cualquier conexión les daría sentido y les quitaría su valor, es decir, su libertad.
A veces le decimos a cualquiera nuestras mejores cosas, las más importantes. No tenemos por qué avergonzarnos de esto, pues no siempre estamos hablando al oído. Las palabras quieren que se las diga para que existan.
Creo que los efectos de esta nueva «luna» van a ser positivos. El nuevo satélite va a dar un impulso completamente nuevo a la rivalidad entre las potencias técnicamente activas: su competitividad abandona por primera vez la Tierra. La guerra entre ellos es cada día menos posible. Da igual quién sea el que lleva un paso de ventaja, de todas maneras el conflicto significa la aniquilación total de los dos bandos. En cambio, trasladando su ambición al espacio exterior, pueden ganar mucho prestigio ante los demás, como el que acaban de conseguir ahora los rusos. Esto origina una rivalidad que es a la vez grandiosa e infantil: grandiosa por lo que supone de ampliación del espacio en el que tiene lugar tal rivalidad; infantil porque todo apunta claramente al vacío; el ser humano, en cambio, está inmensamente lleno y de él no se sabe todavía nada.
Porque lo que se necesita para la conquista de la Luna y de los planetas es un fragmento insignificante de la memoria humana. Todo lo restante está en barbecho. Sin embargo, la sencillez de estas metas las hace comprensibles a todos. Un único sistema de dos masas podría abarcar la totalidad de la Tierra y de sus habitantes. Todo resulta tan claro como en un campo de fútbol, pero claro para todos. La inquietud de los que han perdido la primera ronda podría llevarles, en compensación, a ser los primeros en llegar a la Luna. El orgullo de los que han empezado ganando les va a dar la seguridad suficiente para no extraviarse en una guerra. Cabría pensar que las amenazas más detonantes de los últimos años no dieran lugar más que a un enorme castillo de fuegos artificiales, un espectáculo que podría verse a muchos kilómetros a la redonda de la Tierra, una diversión para los hombres y todavía ninguna maldición para las estrellas.
Cada nueva persona cuya existencia aceptamos origina un cambio en nosotros. Tal vez es el carácter inevitable de este cambio lo que presentimos y tememos, porque ocurre antes de que hayamos agotado lo que había antes de este cambio.
Ayer leí un viejo relato sobre la vocación de mago de un hombre de la tribu de los amazulu. Tenía más fuerza, más poder de convicción, más originalidad y más verdad que los más nobles testimonios personales de nuestros ascetas y místicos. Para estos negros, de lo que se trata es de que los magos vuelvan a encontrar objetos perdidos o robados; se les prueba sobre su capacidad y según ella se les toma más o menos en serio. Lo auténtico sería, pues, el sentimiento de la vocación y no parece que lo importante sea el contenido de ésta.
Le tortura que no empiece a brillar al mismo tiempo todo lo que ha sabido alguna vez.