1967

En el mundo hay más cosas que nunca de las que habría que hablar.


El que empieza desde el principio pasa por ser un espíritu orgulloso. Es sólo más desconfiado.


«Demasiadas personas», dice el que dicen que no conoce a nadie; «demasiado pocas», dice el que empieza a conocerlas.


En la Filosofía hindú, el orgullo de la liberación es una tortura. ¿Cómo un hombre que sabe de los otros se atreve a pensar en la liberación para sí mismo? Incluso en el caso de que fuera posible alcanzarla, con ello habría perdido a los otros, que serían la única liberación verdadera.


Esta gente que, sonriendo, alegan en favor de la muerte que hay un instinto de muerte. ¿Qué otra cosa han hecho con ello sino decir que la resistencia contra la muerte es, sin duda alguna, demasiado pequeña?


Dejar al hombre completamente fuera: Matemáticas. Las consecuencias.


Un cielo animado de idiotas cósmicos. Bostezos de estrellas.


Ahora aparecen como nuevos dioses aquellos que consiguen abandonar la Tierra.


Nuevos dioses deberían serlo los que no pueden morir.


Los oídos alcanzan ya a las antípodas. Cuando los dedos sean tan largos, ya nadie sabrá de quién se está enamorando locamente.


La ambición, siempre legítima, de prolongar la vida de los hombres se ha convertido en una especialidad de la que algunos se alimentan: los médicos. Estos son los que más muertes ven y se acostumbran a ello más que los demás. Con sus fracasos profesionales, su ambición llega incluso a perder fuerza. Ellos, que desde siempre han sido los que más han hecho en contra de esta sumisión religiosa a la muerte, acaban aceptándola como algo natural. Deberíamos desear tener médicos que, de su actividad, sacaran una nueva forma de pensar y sentir: una rebeldía inquebrantable contra la muerte; que cuantas más veces fueran sus testigos más la detestaban. Sus derrotas serían el alimento de una nueva fe.


Un dolor tan grande que uno ya no lo relaciona consigo mismo.


Pascal me llega al alma. Las Matemáticas en estado de inocencia. Y ya están haciendo penitencia.


Todo viejo se ve a sí mismo como una suma de astucias conseguidas. Todo joven se siente como origen del mundo.


Dividir un río en sus arroyos. Comprender a un hombre.


En cualquier familia que no sea la propia se asfixia uno. En la propia se asfixia también pero no lo nota.


¿Cómo serán estos muchos hombres? ¿Cuánto aire quedará para cada uno?; ¿aprenderán a arreglárselas sin comer? ¿Vivirán en la atmósfera?; ¿vivirán también en el interior de la tierra, en muchos pisos? ¿Renunciarán a moverse y se limitarán a meditar? ¿No oler nada más? ¿Hablar en voz baja? ¿Despedir luz?


Un dios desconocido, oculto en Marte, nos espera insomne para, al fin, después de nuestro aterrizaje, tumbarse a descansar.


La peculiaridad de Robert Walser como escritor consiste en que nunca habla de sus motivaciones. Es el más oculto de todos los escritores. Siempre está bien; siempre está encantado con todo. Pero su entusiasmo es frío porque prescinde de una parte de su persona, y de ahí que sea también siniestro. Para él todo se convierte en realidad externa, y lo que le es propio, más íntimo, el miedo, lo está negando a lo largo de toda una vida.

Sólo después salen las voces que se vengan en él de todo lo ocultado.

Su obra literaria es un intento incansable por silenciar el miedo. Se escapa de todas partes antes de que haya en él demasiado miedo – su vida errante – y, para salvarse, se transforma a menudo en lo pequeño, en lo que sirve a los demás. Su profunda, instintiva aversión ante todo lo «grande», ante todo lo que tiene rango y pretensiones, hace de él un escritor esencial de nuestro tiempo, que se asfixia en el poder. Uno tiene miedo a seguir los usos del lenguaje y llamarle un «gran» escritor; no hay nada que le resulte más repulsivo que lo «grande». Es sólo al esplendor de lo grande a lo que él se somete, no a las pretensiones de este esplendor. Lo que le gusta es observar este brillo sin tener parte en él. No es posible leerlo sin avergonzarse de todo aquello que, en lo externo de la vida, fue importante para uno y, de este modo, este autor es un santo propio y particular, no un santo que sigue los preceptos que han sobrevivido y que se han vaciado.

Su experiencia con la «lucha por la existencia» le lleva a la única esfera en la que esta lucha ya no existe, al manicomio, el monasterio de la época moderna.


Todo escritor que ha conseguido un nombre y que lo impone sabe muy bien que, por este mismo motivo, deja de ser escritor, pues administra posiciones como un burgués cualquiera. Pero él ha conocido a algunos que hasta tal punto eran sólo escritores que precisamente por esto no pudieron conseguir este nombre. Estos terminan apagados y asfixiados y pueden escoger entre vivir como mendigos que molestan a todo el mundo o vivir en el manicomio. El escritor tenido como tal, que sabe que ellos fueron más puros que él, difícilmente los soporta por mucho tiempo a su lado; sin embargo está dispuesto a venerarlos en el manicomio. Son sus heridas abiertas y, como tales, siguen vegetando. Es noble conocer y observar las heridas siempre que uno no las sienta en su propia carne.


El tormento del éxito: el éxito se les quita siempre a los otros; sólo los que no saben nada, los limitados, son capaces de disfrutarlo: no se dicen que entre aquellos a quienes les arrebataron el éxito había siempre algunos que eran mejores que ellos.


El prestigio que los poetas toman de sus mártires: de Holderlin, Kleist, Walser. De este modo, con todas sus pretensiones de libertad, espacio e invención, lo único que hacen es formar una secta.

Estoy harto de cabalgar en el gran corcel de estas pretensiones de poeta. Yo ni siquiera soy un hombre.


«Sólo puedo respirar en las regiones bajas.» Esta frase de Robert Walser podría ser la divisa del escritor. Pero los cortesanos no la pronuncian y los que han conseguido fama ya no se atreven a pensarla. «¿No podría usted olvidarse un poco de la fama?», le dijo a Hofmannsthal, y nadie ha descrito con más fuerza lo penoso de los que están arriba.


Me pregunto si entre aquellos que construyen su vida académica – una vida confortable, segura, rectilínea – sobre la vida de un poeta que vivió en la miseria y en la desesperación hay uno que se avergüence.


Cada poeta quisiera empujar al otro hacia el pasado y, una vez allí, lamentarse de su vida.


Uno que conoce a los hombres, que llega a conocer incluso su Futuro, y que por esto no teme a ninguno.


El aburrimiento mortal que emana de aquellos que tienen razón y lo saben. El hombre que es realmente sabio esconde su razón.


Ya nadie era capaz de andar solo; la Humanidad se movía de un lado para otro en inmensas filas.


Lo heredado que baila. La zarza ardiente bengalí.


Altas Personalidades-Escalera, asomados a las ventanas, rezando.


Me reconoció desde lejos. Hacía tiempo que no le veía. El dijo: «No has cambiado». Yo dije: «Tú estás desconocido». El me envidió. Yo le envidié. Entonces, «cambiemos los papeles», propusimos al unísono. Ahora yo le reconozco desde lejos y él hace tiempo que no me ve.


Lo incomprensible que cada uno acepta como si pudiera contener una secreta justificación.


Dejó que los herederos cogieran todo lo que quisieran y no se murió.


Ella se casó con él para tenerlo siempre a su lado. El se casó con ella para olvidarla.


El no quiere llorar a nadie. Pero ¡cómo quiere que le lloren a él!


Quiero morirme, dijo ella, y se bebió diez hombres.


La viuda que se viste aquí de negro para exhibirse en España en medio de velos finos y transparentes. Seis meses allí y vuelve a su oscura vestimenta. Seis meses aquí y luego va a España a desnudarse en sus velos. Necesita las dos cosas, dice; no puede hacer lo uno sin lo otro. Su marido fue muy bueno con ella y se envenenó para su época de velos.


Alardea de preocuparse por todos los hombres, no sólo por los parientes de este o aquel país. Igual como la muerte, no hace diferencias, tampoco las hace él.


Pero se pregunta qué le parecería si de repente la Tierra estuviera bajo una invasión extranjera ¿Odiaría a los otros que no conoce, igual como se odiaron las antiguas naciones en aquella época antediluviano que precedió a la bomba atómica? ¿Diría: «aniquiladlos indiscriminadamente, cualquier medio me parece justo; de todas maneras nosotros somos los mejores»?

En toda amplificación que acogemos con júbilo está contenida ya la nueva angostura, aquella en la que otros van a asfixiarse.


Algunos nombres los llevamos mucho tiempo de un lado para otro y los arropamos con veneración. Pueden pasar veinte años hasta que lo que realmente les pertenece, su sustancia, la obra, se nos comunique seriamente. Esto ocurre en una especie de intimidad, porque el nombre estuvo mucho tiempo en nosotros; de repente entendemos y todo nos pertenece; al contrario de lo que ocurría antes frente a toda gran experiencia, ahora ya no hay resistencia alguna. Probablemente lo primero que ocurre en nosotros es siempre el nombre; pero de entre los nombres, aquellos que es posible suprimir por mucho tiempo tienen un efecto completamente distinto: nos mantienen unidos desde dentro; cristalizamos en torno a ellos; nos dan fuerza y penetración.


Los mejores pensamientos que le vienen a uno son primero extraños y terribles, y tiene que olvidarlos antes de empezar a comprenderlos.


Propio del pensamiento es que sea algo terrible, aun dejando aparte su contenido. Es el proceso mismo lo que es terrible, el proceso de desprenderse de todo lo otro, la grieta, el tirón, lo fino e hiriente del corte.


Algunos su más grande maldad la consiguen en el silencio.


A los furiosos no se les toma nunca bastante en serio. Hasta que no hay miles que se enfurecen con ellos no se les escucha con respeto, cuando precisamente entonces debería ser uno frío como un témpano ante ellos.


No dice nada, pero ¡cómo lo explica!


Un museo de cera de las parejas.


Escribir cartas para después de la muerte, para años después; dirigidas a todos aquellos a quienes uno ha amado u odiado.

O bien: preparar una especie de confesión para después de la muerte, una confesión por etapas, sin prisas, una después de otra a lo largo de los años.


El final, da igual que lo encubramos de una manera o de otra, es tan absurdo que ningún intento de explicar la Creación significa nada, ni siquiera la idea de Dios como un niño que juega: se hubiera aburrido de tanto jugar.


En estas nuevas ciudades, las casas antiguas sólo se pueden encontrar en hombres.


La tontería ha perdido interés; se extiende en un abrir y cerrar de ojos, y en todos es la misma.


Quiere ser mejor y todos los días practica antes del desayuno.


Entre tanto, la mosca a la que él no podía tocar ni un hilo de su ropa murió.


Existo, no existo. El nuevo juego de la margarita de la Humanidad.


Instintivamente tengo simpatía por todos los experimentos Y por todos los que los hacen. ¿Por qué? Porque tienen el empeño de colocarse en un punto inicial como si antes no hubiera ocurrido nada. Porque el experimento es consecuencia de un talante especial: uno piensa que todo lo que hace es importante. Porque, de un modo repentino, importa el individuo humano, cualquiera que desee poner en práctica una idea y la tome sobre sus espaldas. Porque los experimentos requieren tesón y además dos cualidades que, en su combinación, son las más importantes: resistencia y paciencia.

Instintivamente siento desconfianza frente a todos los experimentadores. ¿Por qué? Porque van en busca del éxito y quieren imponerse. A menudo se ve que la carga que han tirado les era completamente desconocida; quieren llegar a la cumbre con menos equipaje, es decir con menos esfuerzo. Aceptan a cualquier aliado; se muestran comprensivos ante la estructura del poder del mundo – tal como la encuentran – y, de un modo indiscriminado, para propagar su experimento, utilizan todo aquello que no llega al ámbito más reducido de éste. Independientemente de qué sea aquello de lo que han prescindido para alcanzar lo nuevo, he aquí que, de repente, se encuentran otra vez con lo que han dejado, como si fuera su arma. A menudo viven en grupúsculos, forman capillitas, piensan, calculan, administran. El contraste entre sus verdaderos propósitos y su modo de comportarse entre los demás clama venganza al cielo. Insisten en este contraste; tienen que hacerlo porque cualquier compromiso que intentara equilibrar los dos aspectos de su existencia sería el fin de su experimento como tal.

Pero ¿qué van a hacer? ¿Qué se puede esperar de este mundo? Su experimento quiere vivir, ¿van ellos a morir de hambre? De entre ellos, los que han nacido para mártires son los menos. La resistencia la practican en un terreno acotado y muy reducido, y es muy posible que el resto de su persona permanezca completamente incólume. Cuando se juntan con otros, piensan que éstos los entienden y están buscando lo mismo; también aquéllos imitan a éstos y de ahí es de donde se nutre su resistencia.

Lo que se espera de ellos corresponde a un postulado ascético y a menudo no tiene que ver lo más mínimo con lo nuevo que ellos intentan encontrar. En el fondo lo que la gente desea es que enloquezcan con su experimento y que al final acaben fracasando. Luego, cuando estén locos o hayan muerto, es decir, cuando ya no sean un estorbo, puede que a los otros se les ocurra lo que ellos han hecho y lo exploten. No hay que darles excesiva importancia a estos imitadores; son gente que se aprovecha de lo que los otros inventaron en cierta ocasión; sin embargo, en definitiva, nosotros hacemos lo mismo.

Por esto, lo que uno desea es la pureza del experimento, su rigor, su aislamiento de todo lo que no sea él. Sólo entonces se cree en él; se quiere un experimento que no tenga historia. Los inventores y los santos se han fundido en un solo personaje.

Es posible que este híbrido que el hombre desea sea un monstruo, un engendro de una época en la que las religiones están en quiebra. Pero es posible también que lo único que necesitamos sea este personaje.

Estructuras por todas partes; el antisueño contra la destrucción.


No he buscado la destrucción en Rimbaud; me pareció ridículo cultivar la destrucción como tradición literaria; la encontré en mi tiempo, en mi propia vida; la he sentido, la he visto, la he pesado, la he rechazado. ¿Qué me importa la vanidad de un muchacho de dieciséis años si la Tierra revienta en mil trozos y mis hombres mueren?


Cuando Nietzsche, en la «Revue Doux Mondes», alimentaba ya en su espíritu europeo con Taine, Rimbaud era ya comerciante de armas en Harrar.


La palabra «poeta» ya no me gusta; me da miedo emplearla.

¿Porque yo ya no lo soy? No lo creo, no es esto. ¿Porque ya no contiene todo aquello que exijo de mí mismo? Es posible.


El gigante Gulliver se convierte en el enano Gulliver: la inversión como instrumento de la sátira.

El satírico cambia la naturaleza del castigo. Se erige él mismo como juez, pero no tiene medida. Su ley es el arbitrio y la exageración. Su látigo es infinito y llega hasta las más remotas ratoneras. De allí saca lo que no tiene nada que ver con él y lo fustiga como si tuviera que vengar una gran afrenta que le hubieran hecho. Su efecto estriba en su irreflexión. Jamás se examina. Así que se examina está perdido; sus brazos se debilitan, se le cae el látigo.

Sería un gran error buscar justicia en el satírico. El sabe muy bien lo que es justicia, pero jamás la encuentra en los otros; y como no la encuentra, la usurpa y maneja sus instrumentos. Es siempre un tirano; tiene que serlo, de lo contrario se degrada convirtiéndose en cortesano y adulador. Como tirano tiene hambre de ternura, los demás le tienen cercado; él se la procura secretamente (Journal to Stella).

El verdadero satírico, a lo largo de los siglos es siempre un personaje terrible, Aristófanes, Juvenal, Quevedo y Swift. Su función es marcar una y otra vez las fronteras de lo humano traspasándolas de un modo despiadado. El miedo que les infunde hace retroceder a los hombres a sus fronteras.

El satírico se mete con los dioses. Cuando le resulta peligroso atacar, al dios de su propia sociedad, va a buscar otros dioses antiguos, sólo para este fin. A estos los golpea públicamente, pero todo el mundo se da cuenta de quién es el destinatario real de estos golpes.

¿Cuál es el miedo que empuja al satírico? ¿Teme a los hombres a los que quiere mejorar? Pero él mismo no cree que pueda mejorarlos, y aun en el caso de que se convenza a sí mismo de ello, no lo quiere, porque sin látigo no puede vivir.

Se dice que el satírico se odia a sí mismo, pero esto es una opinión que se presta a equívocos. Lo decisivo de él es que prescinda de sí mismo, y puede que la deformidad física le haya facilitado esta actitud. Su mirada se concentra sobre los demás, su actuación le viene como anillo al dedo. Revela más amor a sí mismo que odio: la necesidad imperiosa de no decir nada sobre sus propias deficiencias, de esconderlas mejor tras las monstruosidades de otros.


Es terrible pensar que tal vez nadie es mejor que nadie y que toda pretensión en este sentido es un engaño.


El enemigo dice: «Bien» y uno acaba de decir «Mal». Gran confusión. Daño. Bochorno.


Un escritor que lo que sabe, lo sabe sólo por frases de los demás. Su arrogancia es la suma de la arrogancia de todos aquellos a quienes ha robado. Su fuerza, que nada es suyo. Su pecado original, que de repente confía en sí mismo porque ya no encuentra nada más en los otros.


El propagandista habla mucho y le desprecian por esto. Los testigos olvidan que también Homero y Dante hicieron propaganda de sí mismos y ¿quiénes fueron los testigos que midieron el peso específico de estos propagandistas?


Empezar con lo insólito; no agotarlo nunca; respirar en él hasta que lo habitual se haya convertido en insólito: todo insólito.


Lo que durante mucho tiempo no estuvo en el espíritu, lo que sólo lo rozó de un modo rápido y enérgico es lo que más resiste al tiempo.

Pero tiene que ser un espíritu que haya conocido el esfuerzo, de lo contrario no es posible que algo pueda rozarlo con fuerza.


Los ricos en palabras son los primeros que envejecen. Primero se mustian los adjetivos, luego los verbos.


Un escritor puede proteger sus injusticias. Si está examinando una y otra vez todo aquello que le ha repugnado y está corrigiendo una y otra vez su aversión a ello, no queda nada de él.

Su «moral» es lo que él rechaza. Pero mientras su «moral» esté intacta, todo puede sugerirle algo.


Lo que muchas veces resulta aburrido de Goethe: que sea siempre completo. Cuanto más viejo se hace más desconfía de las visiones unilaterales apasionadas. Pero, naturalmente, él es tan grande que necesita un equilibrio distinto del de los otros hombres. No avanza sobre zancos, sino que su espíritu, como un inmenso globo terráqueo, descansa siempre rotundamente sobre sí mismo, y, para comprenderlo, hay que estar dando vueltas alrededor de él, como si uno fuera una pequeña luna; un papel humillante, pero el único adecuado para su caso.

Le comunica a uno fuerza, pero no para ser atrevido, sino para ser constante, y no conozco ningún otro gran poeta en cuyas proximidades la muerte se mantenga oculta por tanto tiempo.


Encontrar deseos nuevos e incumplidos hasta la más extrema vejez.


Por todas partes, a dos pasos de tus caminos cotidianos, se encuentra otro aire que te espera dudando.


Un escritor debería poder estar inventando su vida continuamente, y de este modo sería el único que sabe dónde está.


Hay un Muro de las Lamentaciones de la Humanidad y junto a éste muro estoy yo.


Mi respeto por Buda se basa exclusivamente en que lo que dio lugar a su doctrina fue la visión de un muerto.


El mayor esfuerzo de la vida es no acostumbrarse a la muerte.


Un filósofo sería aquel para quien los hombres fueran siempre tan importantes como los pensamientos.


Todos los libros que lo único que hacen es mostrar cómo se ha llegado a las opiniones de nuestros días, a las opiniones vigentes sobre los animales, el hombre, la Naturaleza, el mundo, me desagradan.

¿Y adónde hemos llegado? Buscamos en las obras de los pensadores del pasado las frases que poco a poco nos han llevado a nuestra visión del mundo y con ellas se forma un corpus. La parte más importante de sus opiniones, la errónea, la lamentamos. ¿Puede haber una lectura más estéril que ésta? Precisamente las opiniones «equivocadas» de los pensadores del pasado son las que más me interesan. Podrían contener los gérmenes de aquello que más necesitamos, lo que nos sacaría del terrible callejón sin salida de nuestra actual visión del mundo.


Hombres que pasan por pensadores porque se ufanan de nuestra maldad.


Dejar el mundo aparte – algo que de vez en cuando es tan importante – sólo está permitido cuando éste refluye con gran fuerza.


En la Historia de la Filosofía, dos veces por lo menos la idea de las masas ha sido decisiva para formar una nueva concepción del mundo. La primera, Demócrito: la multiplicidad de átomos; la segunda, Giordano Bruno: la multiplicidad de mundos.


Pensamientos como cantos rodados. Pensamientos como lava. Pensamientos como lluvia.


Desde que es posible obtenerla por medio de explosiones, la Nada ha perdido su esplendor y su belleza.


Parece que los hombres tienen más sentimientos de culpabilidad por los terremotos que por las guerras que ellos mismos maquinan.


La provisión de rostros que lleva dentro de sí un hombre que haya vivido un poco.

¿Cuál es la magnitud de esta provisión y a partir de cuándo ya no puede aumentar? Uno opera, pongamos por caso, con 500 rostros, que para él están vivos, y todos los demás que ve los relaciona con éstos. Así, el conocimiento que tiene de los hombres está ordenado pero tiene un límite. «A éste le conozco», dice al ver a un desconocido, y lo pone junto a uno que conoce. Puede que el nuevo sea distinto en todo excepto en sus rasgos; para el conocedor de hombres es el mismo.

Esta sería entonces la raíz más profunda de todas las confusiones. La provisión de rostros es distinta en cada hombre. El que ha asimilado muchos da la impresión de ser un hombre de mundo y se le tiene por tal. Sin embargo, lo único que le distingue es una determinada memoria para los rostros, y precisamente por esto puede llegar a ser especialmente tonto.

M experiencia personal es que, desde hace unos diez años, cada vez tiendo más a relacionar rostros nuevos con rostros antiguos. Antes, raras veces había parecidos que me chocaran de un modo inesperado y repentino. Yo no los buscaba, eran ellos que me buscaban a mí. Ahora soy yo quien los busca, y los fuerzo, aunque no siempre convencido del todo. Podría ser que ya no estuviera en situación de captar del todo rostros nuevos como tales.

Habría dos explicaciones posibles a este modo de reaccionar: uno ya no tiene energía suficiente para aprehender lo nuevo. La potencia animal de los sentidos ha disminuido. O bien: uno está ya superpoblado y en la ciudad interior – en el infierno interior, da igual como llamemos a aquello que llevamos con nosotros – ya no hay más sitio para nuevos inquilinos.


Tampoco hay que excluir del todo una tercera posibilidad: uno ya no se asusta tan fácilmente ante «animales» nuevos; se ha vuelto más astuto y, confía en probadas reacciones de defensa, sin someterlas a un examen minucioso.

Si realmente fueran «animales» nuevos, uno los temería lo bastante como para conocerlos.


Un hombre muy viejo que ya no toma alimento. Vive de sus años.


Mientras uno dice mañana está pensando siempre; por esto le gusta a uno tanto decir mañana.


¡Este calorcillo!, dicen todos aquellos de los cuales aquel hombre se zafa. no puede aumentar?


Toda forma de pensar y de sentir, si es que puede ser algo que haga presa en los demás, es como una obra que uno está e escribiendo continuamente y que no se acaba nunca.

Uno dice de sí mismo: a lo largo de toda mi vida no ha muerto ni un solo hombre.


A éste, a éste sólo, es a quien yo envidio de entre todos los hombres.


¡Ah!, ¡qué preciosas son las colecciones! Así nadie las va a perturbar.

Lo que podría hacerse con ellas, por lo menos, sería desordenarlas, juntarlas, mezclarlas, cambiarlas, separarlas. Se podrían encontrar distintos juegos y reglas de juego para ellas.

En las colecciones hay demasiada autosatisfacción y en sus guardianes demasiada seguridad. Es incomprensible que no se robe más en ellas, aunque no sea más que por esta razón: para cambiarlas, simplemente. Debería haber demonios especiales que día y noche trabajaran en contra de la seguridad de las colecciones. Que falsificaran cuadros hasta que las colecciones ya no pasaran por auténticas. Que, por la noche, precios de millones los dejaran reducidos a casi nada. Que intercambiaran con fortuna nombres y época.


En sueños, después de bajar muchas escaleras, salí a la cumbre del Mont Ventoux.


Predica mientras duerme. Cuando está despierto no se acuerda de nada. Sobre el sueño se llegará a saber tanto que nadie más tendrá ganas de estar despierto.


Aristófanes está lleno de hordas, y lo seductor de ello es que les gusta salir en forma de animales. Son a la vez hombres y animales, avispas, aves, aparecen como tales y hablan como si fueran hombres. De ahí que representen las metamorfosis más antiguas, la metamorfosis misma. La comedia todavía no está reducida a sus meras dimensiones humanas; la época de la comedia aburrida y sin ocurrencias todavía no ha empezado.


Para cada palabra, un sello de correos. Aprendían a conversa silencio.


Ya no soporta la música, está tan lleno de sonidos no explotados…


Habría que observar hasta qué punto el miedo hace mella en uno, en qué escondrijo se mete una vez ha sido rechazado el primer ataque.

Parece que le gusta encontrar los viejos canales.

La desconfianza misma es ya una manera de rechazar el miedo. Anticipa lo peor como si quisiera avergonzar al miedo. Postula una amenaza que sobrepasa con mucho la del miedo. De esta manera le da a uno valor para imaginar más cosas de las que el miedo se hubiera atrevido a imaginar. Así, la desconfianza podría hacerle a uno fuerte, con sólo que, por así decirlo, no se apartara de la cuestión. Pero la desconfianza no hace esto; cada vez hace entrar más objetos de desconfianza en su campo, y al final acaba convirtiéndose en un generador automático de miedo.

Pues, por muy fría y muy dura que se presente, se alimenta del mismo poder hostil contra el que quiere defendernos. Al miedo que ataca de un modo abierto y frontal se añade el miedo secreto que se mete subrepticiamente en la desconfianza. El cuerpo de la desconfianza tiene sus venas especiales; la sangre que corre por ellas es miedo. Todas las funciones que no han tenido lugar en una vida y la manera como se vengan. El que no fue nunca padre se busca hijos falsos. El que nunca anduvo en pos de ganancias aconseja a otros en sus especulaciones. El que nunca escribió sus libros los inventa para los extraños. El que no fue sacerdote construye nuevas religiones. Puede que el orgullo de renunciar a uno mismo haya sido grande pero todo aquello a lo que se ha renunciado se venga. ¿No hay ninguna renuncia verdadera?


Un hombre bueno sólo podría ser aquel que en ningún sitio se le toma por tal. Por esto, el que desde niño quería siempre que le dijeran que era bueno no puede llegar a serlo nunca.

No hay ningún disfraz de bondad, y ésta no tolera el aplauso.

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