Las anécdotas de los chinos con sus nombres monosílabos: todo reducido a fórmulas que para nosotros resultan inimitables. Incluso lo más ambiguo está bien; cada palabra, en su forma exacta, es como una nota; en ella resuenan muchas cosas y cuando junto con ella suenan otras notas, éstas tienen un carácter único y definido. Desde ahí hay algo que irradia sobre el resto del mundo: el mundo está más seguro pero no está cerrado. Lleno de puntos fijos, se da vida a sí mismo. Como si fuera un instrumento, toca órdenes pero no deja de ser libre. Todos y cada uno de estos caracteres son independientes los unos de los otros.
Proeza: lanzar algo al mundo sin que le arrastre a uno tras de sí.
Uno a quien todo lo aprendido se le transforma en objetos que, de todas partes, se precipitan sobre él y lo matan.
¿Quieres ser realmente de aquellos a quienes las cosas le van cada vez mejor?
Para tornarse en serio a sí mismo se pone agrio.
Pone frases como huevos, pero se olvida de incubarlas.
¿Qué has estado esperando durante cuarenta años ¿Falta de tiempo o experiencia?
«…Y de nuevo aplaza el final con aquella enigmática fe en una vida infinita» (Schonberg).
Dondequiera que alargo la mano encuentro pelos y, tirando de ellos, saco hombres. Algunos están enteros, de otros hay solo la mitad; a éstos puedo reconocerlos. Otros están destrozados y los vuelvo a tirar rápidamente. Si tuviera valor para mirarlos más tiempo, se juntarían con otros y se alzarían en torno a mí como una nueva población. Pero he perdido seguridad; lo extraño se mete de por medio, llama a la puerta y pide que le dejen entrar; se han hecho promesas y todavía hay sitio. No puedo privarle la entrada a nadie porque me siento culpable.
Con los restos humanos que uno ha guardado encerrados dentro de sí ya no hay manera de conseguir orden; tan sólo recordar o falsear.
Allí, como despedida, cada uno se pone de un salto sobre la mesa y se calla.
Su responsabilidad: que no sabe contestar a nada.
«L'homme est périssable. Il se peut; mais périssons en résistant et, si le néant nous est résérvé, ne faisonsque ce soit une justice». (Senancour, Obermann).
Toca demasiados instrumentos a la vez. Pero pensar no es componer. Al pensar hay algo que, sin miramiento alguno, es llevado al extremo.
El proceso del conocimiento consiste en primer lugar en tirarlo todo por la borda con el fin de llegar más rápida y fácilmente a la meta presentida. A. no puede tirar nada por la borda. Siempre se está arrastrando todo él consigo. No llega a ninguna parte.
Todo lo que sabe lo tiene siempre presente. Llama a todas las puertas y no entra en ningún sitio. Como ha llamado, cree que ha estado allí.
Su inteligencia bien empapelada.
Sus pensamientos en formas de nubes; ceden por todas partes; de repente uno ya no ve nada; entonces sabe que está en uno de sus pensamientos.
La dignidad de la cerilla.
Su última prenda de vestir la conservó: el labio arrugado despectivamente.
Narices descontentas puestas en fila.
Sólo la desnudez sin aplauso es desnudez.
Se abre una montaña; salen ochenta gigantescas lombrices de tierra, con alas, con silla de montar; en cada una de ellas cabalga un famoso poeta.
¿Cómo se queda uno sin su obra? Los demás andan manoseándola; ya no es la obra de uno; cambia bajo los ojos de los otros y entre sus dedos. La obra que uno ha dejado marchar es como una fiera que se ha escapado. Su antiguo guardián, pobre y exangüe, se limita a hacer sólo pequeños movimientos sin sentido. El, que ha respirado para la Tierra, respira ahora a hurtadillas para sí. El, que se sentía llevado por la Humanidad entera, anda ahora casi descalzo. Tenía botas para atravesar continentes, ahora se arrastra de aduana en aduana. Era generoso como un dios, ahora tiembla por unas cifras. Se lo llevaba todo a las alturas, ahora es un globo arrugado. Tenía el mundo entero tiernamente en su seno, ahora éste lo escupe como si fuera el hueso de una cereza.
Escriben como si la guerra hubiera sido un sueño, pero un sueño de los demás.
El miedo del año 1000. Un error, debía haber dicho 2000… si es que se llega a él.
Todos los días que se refieren a días que no llegarán nunca.
La alegría del más débil: darle algo al más fuerte.
Napoleón moribundo, horrible, como si jamás hubiera sabido nada de la muerte, como si la viviera por primera vez.
El litigante declamatorio. Refunfuña profusamente en períodos muy bien estudiados; calcula las interjecciones y se ilumina la noche.
De día duerme para no encontrarse con ningún enemigo. Signos de interrogación dan vida y ponen en duda su sueño. Cuando despierta se encuentra en medio del siguiente período y, en un orden distinto, sermonea sobre lo mismo.
Frases no le faltan, le falta materia de qué quejarse.
Quejas que preceden a la desgracia y que la hacen más densa, quejas-trueno.
Quejas que castran la desgracia, quejas-cuchillo.
Quejas que se abandonan a la desgracia, quejas-culpa y quejas compostura.
Ante los tronos de los animales, unos hombres esperaban humildemente la sentencia.
Voces que perturban al cielo.
Serpientes como indicadores de caminos.
Se consuela de su falta de éxito con la pureza.
El charlatán como legado.
Allí los muertos siguen viviendo en nubes y, en la lluvia, fecundan a las mujeres.
Allí los dioses no crecen; los hombres, en cambio, sí. Cuando han crecido tanto que ya no ven a los dioses, tienen que estrangularse unos a otros.
Allí, a modo de antepasados, tienen serpientes en su casa y mueren de sus picaduras.
El ladrido de los perros les sirve allí de oráculo. Cuando los perros enmudezcan se extinguirá su linaje.
Allí, en el mercado, chapurrean una extraña lengua y en casa se quedan petrificados.
Allí, a cada uno le gobierna un gusano que ha nacido en la casa; el gobernado cuida al gusano y le obedece.
Allí la gente actúa sólo en grupos de cien; el individuo que no se ha oído llamar nunca por el nombre no sabe nada de sí mismo y desaparece como agua en la arena.
Allí la gente se habla en voz baja unos a otros, y una palabra pronunciada en voz alta se castiga con el exilio.
Allí los vivos ayunan y dan de comer a los muertos.
Allí se instalan en árboles gigantescos que no abandonan jamás. Lejos, en el horizonte, aparecen otros árboles inalcanzables y malignos.
Filólogo inglés, especialista en lenguas antiguas, catedrático a los veinticinco años como Nietzsche, pero en Australia, aprende alemán para leer a Nietzsche, aprende las obras de este autor de memoria. De vuelta a Inglaterra, se dedicó a la caza del zorro. De Dante, a quien recita en italiano, sabe cómo se odiaban los partidos. Hace que lo elijan para el Parlamento y es trabajador y laborioso como un alemán, cosa que extraña a sus colegas. ¿Qué va a salir de esto?
De todos los pesebres echaron al rey de los moros por orden de la autoridad.
Rara avis: un emigrante que se avergüenza de su anterior opulencia.
En el campo de su amargura planta caña y vende esta sospechosa cosecha a alto precio.
La familia se coloca alrededor de ella, pegada a ella como una horda de lamentación; se apretó contra ella hasta que ésta entregó su espíritu y cantó sus últimas palabras.
John Aubrey, que vio a los hombres del siglo XVII como los ve hoy el más desgarrado de los poetas. Escribía frases breves sobre ellos, no olvidaba ni añadía nada. Escribía sobre todos aquellos de los que sabía algo. No pretendía encontrarlos ni buenos ni malos; por lo demás, predicadores sobraban. De uno de ellos no da más que una frase; sobre Hobbes, su amigo, deja en veinte páginas el retrato más íntimo de un filósofo que pueda encontrarse en la Literatura universal.
En su letra, difícil de leer, se encuentra todo de un modo desordenado; y cuando, al fin, después de siglos, fue descifrada y se publicó, John Aubrey seguía anticipándose a su tiempo; los hombres que él vio no empiezan a existir hasta nuestros días.