La mayor tentación espiritual de mi vida, aquella contra la que tengo que librar una dura batalla es ésta: ser completamente judío. El Antiguo Testamento, por dondequiera que lo abra, me subyuga. En cada pasaje, casi, encuentro algo que se puede aplicar a mí. Me gustaría llamarme Noé o Abraham, pero incluso mí mismo nombre me llena de orgullo. Cuando corro el peligro de abismarme en la historia de José o de David, intento decirme que estos personajes me fascinan como poeta y me pregunto a qué poeta no le hubiera ocurrido lo mismo. Pero esto no es verdad; hay mucho más todavía. Porque ¿cómo es posible que volviera a encontrar en la Biblia, como algo que pertenece al pasado y en forma de lista de viejos patriarcas, mi sueño de una futura longevidad del hombre? ¿Por qué el salmista odia la muerte como sólo yo pueda odiarla? He despreciado a mis amigos siempre que he visto cómo se libraban violentamente de las tentaciones de los muchos pueblos que hay en el mundo y, de un modo ciego se volvían a hacer judíos, judíos simplemente. Qué difícil me va a ser ahora no imitarles. Los nuevos muertos, los que murieron mucho antes de que fuera su hora, le piden a uno mucho, y quién tiene corazón para decirles que no… Pero ¿no están en todas partes los nuevos muertos, en todos los bandos, en todos los pueblos? ¿Tengo que cerrarme a los rusos porque hay judíos?, ¿a los chinos porque están lejos?, ¿a los alemanes porque están endemoniados? ¿No puedo en lo sucesivo pertenecer a todos estos pueblos, tal como he hecho hasta ahora, y, a pesar de todo, ser judío?
¿Cómo debería haber sido una Biblia para detener la autoaniquilación de la Humanidad?
Me resulta cada vez más insoportable lo casual de la mayoría de las convicciones.
No hablar más; sin decir nada, poner las palabras unas al lado de otras y mirarlas.
La resistencia contra el tiempo necesita sus frases hirientes; de no ser así, no pasa de ser una resistencia sorda y desvalida. Es difícil perder para uno mismo las frases una vez las hemos encontrado, una vez se ha visto que son hirientes, una vez estén afiladas. Pero tan sólo los pensamientos, de los cuales nadie sabe nada, le mantienen a uno con vida.
Los muchos sentidos de la lectura: las letras son como hormigas y tienen su propio estado secreto.
Una frase sola es una cosa limpia. la siguiente ya le quita algo.
No es ninguna vergüenza, no es egocentrismo, está bien y es responsable que a uno justamente ahora, ya no le llene nada como no sea la idea de la inmortalidad. ¿No vemos a esta gente a los que les mandan a morir en vagones? ¿No se ríen, bromean y presumen para ayudarse unos a otros a aguantar una falsa moral? Y luego, por encima de uno, pasan volando en grupos de veinte, de treinta, de cien, bandadas de aviones cargados de bombas; cada cuarto de hora, cada dos o tres minutos; y se les ve regresar pacíficos, destellando al sol, como flores, como peces, después de haber exterminado ciudades enteras. Ya no se puede decir «Dios»; está marcado para siempre, lleva en la frente el estigma caínita de las guerras; sólo se puede pensar en una cosa, en el único salvador: ¡la inmortalidad! ¡Si fuera nuestra, si estuviera ya aquí, qué distinto sería todo! ¡Inmortalidad! ¿Quién querría asesinar aún?, ¿quién podría aún caer en el crimen si ya no hubiera nada que matar?
Las antiguas ruinas han sido rescatadas y con las nuevas se podrán establecer comparaciones.
No te dejes cegar por el resplandor de la victoria. Con victorias se soborna a alemanes, pero, ¿a ti?
El progreso tiene sus desventajas; de vez en cuando hace explosión.
De entre los juegos en los cuales los hombres se enfrentan como enemigos unos a otros, habría que determinar de un modo experimenta¡ cuáles son aquellos que contribuyen a la formación del odio y cuáles los que lo amansan.
Es curioso, y a la vez preocupante, que, después de dos mil años, la cuestión ética fundamental siga siendo la misma; lo único que ocurre es que se ha hecho más urgente, y el que hoy en día dice: amaos los unos a los otros sabe que ya no queda mucho tiempo para ello.
La lengua de mi espíritu va a seguir siendo el alemán, y ello porque soy judío. Lo que queda del país al que han arrasado de todas las maneras posibles quiero, como judío, guardarlo dentro de mí. Su destino es también el mío; pero yo llevo también en mí una parte de la herencia común de la humanidad. Quiero devolver a esta lengua lo que le debo. Quiero colaborar a que la gente tenga algo que agradecerles.
Desconfianza frente al dolor: es siempre el dolor de uno mismo.
La lentitud de las plantas es la gran ventaja que éstas tienen por encima de los animales. Las religiones de la pasividad, como el Budismo, y el Taoísmo, quieren proporcionar al hombre una existencia vegetal. Tal vez no acaban de saber bien del todo en qué consiste la peculiaridad de las virtudes que ellas recomiendan; pero la vida activa que ellos combaten es algo eminentemente animal. Las plantas no son fieras; la dimensión preparatoria o soñadora de su manera de ser está muy por encima de la dimensión voluntaria. Con todo, dentro de su esfera, tienen algunas cosas que hacen pensar en los hombres. Sus flores son su conciencia. Llegan a ella antes que la mayoría de los animales, a quienes la acción no les deja tiempo para la conciencia. Los hombres más sabios que hace tiempo que dejaron atrás su etapa activa, llevan el espíritu como una flor. Las plantas, sin embargo, florecen de muchas maneras y de forma reiterada; su espíritu es plural y parece estar libre de la terrible tiranía de la unidad, que es propia del hombre. En eso jamás podremos equipararnos a ellas. El Uno nos ha cogido y ahora vamos a tener que estar colgados de su hocico. Las obras dispersas de los artistas tienen algo de flores; sólo que la planta produce siempre lo mismo aproximadamente; los artistas de los últimos tiempos están movidos por la fiebre de la diversidad.
En la arquitectura el hombre había adquirido su condición de planta. Sus edificios le quitaban el miedo. Ahora ha conseguido llenar de miedo hasta los edificios.
Las Historias de la Literatura se leen a veces como si todos los nombres estuviesen cambiados de sitio, como si el escritor tratara de cosas muy distintas de las que está nombrando, y como si ahora pudiera uno seguir trastocándolo todo tranquilamente; las afirmaciones, en cambio, siguen siendo las mismas.
Se vive con la ingenua idea de que después habrá más sitio que el que ha habido en todo el pasado.
Pronto dejará de haber escrituras antiguas que no estén descifradas y no saldrá ninguna escritura nueva que esté por descifrar. Con esto se le habrá quitado a la escritura su carácter sagrado.
Nos convertimos en todo aquello que más hemos detestado. Las aversiones han sido malos agüeros. Nos hemos visto en un espejo cóncavo del futuro y no hemos sabido que éramos nosotros.
¿Qué hubiera ocurrido si no hubiéramos mirado este espejo? ¿No hubiéramos llegado a ser lo que somos?
Si supieras más sobre lo que tiene que ocurrir, el pasado sería aún más duro.
Hoy en día, en la medida en que reclamamos el derecho a pensar, nos movemos casi todos en la esfera de la Psicología. Pero con ello admitimos una indigencia – una indigencia más triste apenas es posible imaginarla -. Es cierto que nos hemos vuelto modestos y humildes. Hoy en día es una cuestión de higiene mental el no querer saber demasiado. Pasaron los tiempos de los pensadores que salían en busca de todo. Sus nombres han quedado; sus soluciones ya no las tomamos en serio porque no eran especialistas. Todavía se encuentran de vez en cuando espíritus ambiciosos que quieren saber, por lo menos, todo lo que se puede saber con seguridad. Pero ¿es esto lo importante? ¿Lo importante no es justamente lo contrario? Lo incierto debería ser el auténtico reino del pensar. En lo incierto es donde el espíritu debería plantear sus cuestiones; escudriñar en lo incierto; desesperar en lo incierto.
Pero las cosas nos han vencido. Al producirlas en serie – cada día más -, nos hemos acostumbrado a no tomar en serio más que aquello que tenga suficiente efectividad. Sólo vemos y oímos objetos. Tocamos objetos. Las visiones de los valientes están llenas de objetos. Todo está dispuesto para producir y destruir objetos. La Tierra, que es un objeto redondo, tiene que llegar a estar en la mano del más ambicioso; nada más. Los objetos, fabricados en serie, deben ser repartidos de un modo justo; nada más. Estas dos maneras de ver el mundo, suficientemente extremas, ofrecen una buena ocasión para destruir a la vez la vida y los objetos.
¿Dónde está el hombre que no desprecia las cosas simplemente porque quiere tenerlas? ¿Dónde está el hombre que se sorprende, que se sorprende desde lejos, que se sorprende de lo que él jamás tocará? En todo hemos puesto las manos, y luego creemos que este todo es todo. Hasta los animales han sido mejores, porque ¡qué grande y extenso era la que estaba fuera de su ámbito! Ellos no tuvieron ideas; nosotros hemos cogido las ideas. Cogido, asesinado, masticado, engullido.
Los malos poetas borran las huellas de la transformación; los buenos las enseñan.
Así que se habla de amor, una mujer se lo cree todo. La misma credulidad se la reservan los hombres para la lucha.
Hablan de instintos como si hablaran de albatros.
Pasión creciente por todas las sectas, independientemente de la religión de que provengan. Me proporciona un gran placer espiritual estudiar sus diferencias y determinar el punto en el que se han desviado de las aguas de la religión madre. Estoy convencido de que algún día conseguiré encontrar las regularidades profundas que dominan estas escisiones religiosas. Pero incluso la misma cuestión de la fe, la más grande y terrible de cuantas cuestiones nos planteamos los humanos sólo será posible contestarla a partir de sus cambios.
Tengo todas las propiedades de un hombre religioso, Pero tengo también el profundo, íntimo imperativo de escapar del coto cerrado de cualquier fe. Es posible que al estudiar las sectas esté poniendo en práctica estas dos cualidades contradictorias.
Uno quiere conocer con exactitud todo aquello por lo que los hombres estuvieron siempre dispuestos a morir.
El hermano silencioso: un hombre, a quien durante muchos años hemos visto, se ha vuelto mudo y, de repente, sale así a nuestro encuentro.
Los sueños tienen siempre algo de joven; para el que sueña son nuevos. Incluso en los casos en los que cree reconocerlos, jamás tienen el carácter de repetición y desgaste que es propio del estado de vigilia. Brillan con los colores del paraíso y en sus terrores se le bautiza a uno con los nombres más inauditos.
Aquella mujer que en una reunión reconoció que aún no había tenido nunca un sueño; y a los ojos de todos ya se había transformado en un mono.
El que va a ver a los que interpretan los sueños dilapida lo mejor que tiene y por ello merece la esclavitud en la que irremediablemente cae.
Una reunión de todos los dioses que ha habido a lo largo de la historia: lo extraños que se resultan unos a otros, sus lenguas, sus trajes; y de qué manera ellos – ¡dioses! – tienen que palparse unos a otros para entenderse.
Un egipcio se encuentra con un chino y cambia una momia por un antepasado.
No despreciar a nadie por lo que cree. Lo que tú crees no depende en absoluto de ti. Aceptar cualquier fe de un modo ingenuo y sin animadversión. De este modo, sólo de este modo, hay una ligerísima esperanza de que llegues a conocer la naturaleza de la fe.
El que no cree en Dios toma sobre sí todas las culpas contraídas con el mundo.
Pronunciando un discurso adquiere uno demasiada grandeza; finge para sí mismo las opiniones y los sentimientos más nobles. Abusa del modo caricaturesco como la habitual ordinariez del hombre se manifiesta en palabras sucias y falsas. Las religiones padecen todas de un mal: al predicador se le permite hablar mucho tiempo y además con autocomplacencia. De este modo sus palabras están cada vez más lejos y, en vez de llegar al corazón de los que le escuchan, lo que hace es echar leña al fuego de su vanidad.