1947

Cualquier página de cualquier filosofía, da igual por donde abras el libro, nos tranquiliza: la espesa trama de una malla que fue tejida de un modo tan declaradamente al margen de la realidad; este apartar la vista del momento; este desprecio olímpico del mundo sentimental – un mundo que tampoco en los filósofos deja de tener sus marcas -; esta seguridad en una apariencia que adquiere su transparencia total en la apariencia contraria y que no por ello deja de existir; esta incesante imbricación con todos los pensamientos del pasado, de tal manera que uno que se mete en ello pensará: este tipo de esteras – exactamente este tipo – se están tejiendo desde hace varios milenios, y lo único que cambia es la muestra; ¿qué trabajo de artesanía hay que se haya conservado mejor?, ¿qué clase de alfarería se ha practicado nunca de un modo tan ininterrumpido, exactamente de la misma manera? Sea cual sea la filosofía con la que uno se ocupa; sea ésta porque es mejor o aquélla porque uno no la conoce en absoluto, en el fondo siempre es lo mismo: destacar unas pocas – contadas – palabras que se han empapado de las savias de todas las demás, y el curso minucioso que han seguido estas palabras.


Una orden según la cual el avaro debería pagarlo todo al doble de su precio.

A la avaricia se la ve como una enfermedad moral; a los que están afectados por ella se los declara oficialmente avaros y tienen que llevar un distintivo. En vez de distinguirlos por su origen, a los hombres se les distingue por sus cualidades sociales. La estrella de David de la avaricia hay que llevarla siempre puesta. Los avaros van por la calle con ella; a esto se acostumbran, a lo que no se acostumbran es al trato que reciben en las tiendas. Cuando entran el dueño debe conocer su avaricia de un modo inequívoco. Tienen que ver cómo, por el mismo artículo, los clientes que están a su lado pagan sólo la mitad de precio. No pueden refunfuñar; si lo hacen, por ley, deben pagar un suplemento. Estas rigurosas medidas contra la avaricia tienen los más peregrinos efectos. Muchos avaros se esfuerzan por convertirse en derrochadores y, sobre todo, por demostrarlo. Sus esfuerzos adquieren un carácter atlético. Cuando tiran su dinero parece como si levantasen grandes pesas de hierro que van a tirar a la cabeza de los demás. A otros, el aumento de los precios les provoca tal desesperación, que su avaricia parece estar cada vez más justificada y cada día compran menos. Estos acaban pronto deambulando como almas en pena; están en lugar de los pobres, pero son unos pobres a los que se desprecia con razón.


Una religión en la que el pecador tiene que fijar él mismo la penitencia, si no ésta no tiene efecto.


El ataque de ira del ladrón al que se lo regalan todo.


Para mí los mitos significan más que las palabras, y ésta es la diferencia fundamental que me distingue de Joyce. Pero además, yo tengo otro tipo de respeto por las palabras. Su integridad, para mí es casi sagrada. Me repugna cortarla en trozos; e incluso sus formas antiguas, aquellas que realmente fueron usadas, fluyen en mí de un modo tímido y medroso; no me gusta librarme a impías aventuras con ellas. Lo terrible que está contenido en las palabras, su corazón, no quiero arrancarlo como hacen los sacerdotes mejicanos al celebrar sacrificios; estas maneras sanguinarias me resultan odiosas. La palabra debe plasmarse sólo en personajes, debe relacionarse sólo con ellos, jamás con otras palabras. Las palabras solas, sin boca que las haya pronunciado tienen para mí algo de vertiginoso. Como escritor, vivo todavía en la época anterior a la escritura, en la época del grito.


En las lenguas extranjeras uno se ve a sí mismo mejor de lo que normalmente se ve; por eso es lo primero que aprendemos, y lo aprendemos muy deprisa, son sus insultos.


Cuando lleva tiempo sin leer, los agujeros del tamiz de su espíritu se hacen más grandes y todo pasa por ellos; y todo, incluso lo más grueso, parece que no exista. A él, la lectura le sirve para que la vida no se le escape, y si no lee nada, no vive.


Todas las expresiones despectivas que encuentro sobre la condición de poeta me satisfacen; por breves que sean como la de Pascal «Poéte et non honnete homme». Sé muy bien hasta qué punto este juicio es unilateral e injusto; lo es ya en Platón; pero algo en mí dice: «vaya, vaya, demonio de poeta…». Probablemente son las ansias de agradar, las ansias de gloria, la jactancia del poeta, lo que a mí me provoca este malestar; sin embargo, no rechazo en absoluto la gran cantidad de sus posibilidades de transformación. Una buena parte de los poetas que he conocido personalmente hasta ahora me han desagradado, por este o por aquel motivo; con todo, esto se podría explicar diciendo que a lo mejor a uno le gustaría ser el único. Sin embargo, lo que leo sobre poetas anteriores a mí casi nunca me disgusta; pueden ser miles de cosas distintas las que leo, pero siempre me conmueven; incluso Baudelaire, cuya forma de vida tiene poco atractivo, se ha convertido para mí en un ser querido desde que sé más de él. Incluso los tanteos e inseguridades del poeta con todo lo concreto tienen para mí algo de seductor. Pero lo que me conquista totalmente es la riqueza y abundancia de las fantasías que forjan con todo lo que les sucede. En relación con lo que les afecta, piensan casi siempre de un modo equivocado, sólo para poder pensar multitud de cosas distintas. ¿Dónde está en eso su gran belleza, su gran poder de fascinación ¿En la gran profusión de ilusiones o en lo equivocado de éstas? Me resulta difícil decidir. Pero lo que sé es que lo más penoso de los hombres «normales», de los hombres corrientes que encontramos todos los días, es el modo cómo, de una hora a otra, todo se va acoplando; a corta distancia, todo madura: suben al tranvía y llegan a su meta. Están empleados en una oficina y llegan realmente a su oficina. Las cosas tienen su precio y ellos lo conocen. Les gusta una mujer y se casan con ella. Tienen una calle determinada, pero para llegar a algún sitio; no como nosotros, que sólo amamos las calles que no nos han llevado a ninguna parte. Si los poetas sólo fueran «extraviados» no habría nada que decir contra ellos. Pero luego, el hecho de que estos extravíos tengan algo claramente admirado por la gente les quita a éstos la gravedad que con tanta propiedad les correspondería. Los poetas que mueren jóvenes no tienen todavía bastante experiencia en el arte de hacerse la rueda, de ahí que, lo que se sabe de ellos, sea digno de ser amado. Los otros, que se elevan hasta verse a sí mismos a vista de pájaro, van siendo cada año que pasa más repulsivos y detestables. A uno le gustaría arrancarles de la cabeza el producto de artesanía del que están tan ufanos, y de su vida los años superfluos.


A todo el mundo le han encargado velar por varias vidas y ¡ay del que no encuentra aquellas por las que tiene que velar! ¡Ay del que no sabe velar las que ha encontrado!


Oh noche, y dos luces, cuatro luces, ocho, hasta que cada una ha llevado a la otra a pensar.


Estas sintiendo siempre la muerte sin compartir ninguna de las religiones del consuelo; ¡qué proeza, qué terrible proeza!


Incluso en el caso de que hoy en día fuera ya fisiológicamente posible no morir, pudiera ser que nadie tuviera la fuerza moral para evitar su propia muerte; y esto sólo por el hecho de que hay demasiados muertos.


Libertad es todo nuevo rostro, mientras todavía no le han permitido hablarte. Libertad es cualquiera que está ante ti y que no te conoce. Libertad es el marco lleno de gente que todavía no se cierra y en el que no te asfixias. Eres libre mientras no entras en la cuenta de los otros. Eres libre allí donde no te aman. El vehículo fundamental de la falta de libertad es tu nombre. El que no lo sabe no tiene poder sobre ti. Pero muchos van a saberlo, cada vez más: mantenerte libre frente a la unión de todos estos poderes es la meta, apenas alcanzable, de tu vida.


¿Ser mejor? Aun en el caso de que uno lo consiga, en situación distinta volvería a ser como antes; de ahí que no sea verdad que ahora uno sea mejor, sólo es más astuto.


Dios sería, si hubiera Dios, el ser sin miedo: que actúa sin miedo; descansa sin miedo; crea y manda sin miedo; castiga y premia sin miedo; promete sin miedo; olvida sin miedo. Este sería Dios, éste sería un Dios inmenso, fuerte. Los otros, los pretendidos, se retuercen y sucumben al miedo. ¿Qué ventaja nos llevan?


La nostalgia que Dios tiene del mundo tal como fue antes de crearlo.


La muerte tiene una manera propia de entrar subrepticiamente en sus enemigos, de minar su voluntad de lucha, de desmoralizarlos: se presenta una y otra vez como la solución radical; recuerda que fuera de ella todavía no existe ninguna solución verdadera. El que vive con la mirada del odio fija en ella se acostumbra a ella como al único punto cero que existe. ¡Pero cómo crece este cero! ¡Cómo, de repente, confiamos en él porque ya no podemos confiar en ninguna otra cosa! Cómo nos decimos: esto es lo que nos queda cuando ya no queda nada. Ella derriba todo lo que está cerca de nosotros, y cuando ya no podemos más de dolor, dice ella sonriendo: no eres tan impotente como piensas; puedes derribarte a ti mismo también y a tu dolor contigo. La muerte nos prepara los dolores de los cuales ella luego nos puede librar. ¿Qué verdugo ha habido nunca que haya comprendido mejor su oficio?


Cuando leo algo sobre temas sagrados, me invade su recuerdo simplemente porque fueron sagrados; y mientras este recuerdo alienta en mí, estoy tranquilo. Oh, la paz que estas ideas deben haber tenido cuando no había quien las pusiera en duda; manzanas enteras, doradas, redondas y de penetrante aroma. Ando en pos de todas las cosas sagradas que hay y se me parte el corazón, porque se han ido para no volver. No encuentro nada más para después; he llamado a la muerte; la he mandado venir desnuda; ay del que ha mandado venir desnuda a la muerte. Las cosas sagradas eran sus vestiduras; mientras estuvo vestida, hasta los hombres, estos eternos asesinos, pudieron vivir tranquilos, y nada les hubiera ocurrido si no le hubieran arrancado estas vestiduras; estos saqueadores, estos bandidos no se habían hartado aún de asesinar. Yo mismo fui uno de los peores. Quise ser osado; por eso dije: «muerte, muerte y nada más» ¿Qué es la osadía? y ¡cuánto más grande no fue la precaución! Pero ahora hemos adquirido poder, por esto la hemos traído a rastras, hemos sacado a la muerte de todos los escondrijos, no hay ninguno que no conozcamos. Despreciamos el infierno; pero ¿no estaba, por lo menos, después de la muerte? ¿Qué dolor no sería mejor que nada? Osadía, oh estúpida osadía, de este modo hemos caído en las cuchillas de tu vanidad; nada, no hay nada, que no haya sido hecho trizas; y ya no hay moribundo que sepa a dónde se va.


Un Dios que mantiene en secreto su creación. «Resulta que no estaba bien».


Los pensamientos que más me desagradan son aquellos que se revelan como verdaderos, demasiado pronto. ¿Qué es lo que uno habrá dicho si al cabo de dos años se ha visto ya que tenía razón?


Las palabras que uno no encuentra cuando está ante un grupo de personas, llegan más tarde cuando uno se ha ausentado. Provienen del estado de desconcierto al que le ha llevado a uno la presencia del otro. Si no fuera por este estado no surgirían en absoluto, pero es propio de estas palabras el hecho de que no puedan aparecer de un modo inmediato. Creo que son estas palabras vehementes pero retrasadas las que constituyen la esencia del poeta.


Los gritos habran pasado; pero estoy oyendo todavía el silencio de los ahorcados.


Representar a un hombre en el que todo pasa enseguida, todas las impresiones, todas las vivencias, todas las situaciones. Un hombre en el que nada permanece. En él, el hoy, el ayer y el mañana no están unidos por nada. Le ha ocurrido todo, no le ha ocurrido nada. Su frescor. Su mortalidad llevada al extremo, hasta el punto que ni siquiera significa nada. Conoce a todo el mundo y no puede acordarse de nadie. Vive en un mundo sin hombres. No tiene miedo, pero nadie le teme a él tampoco. Su edad y sexo no están claros para nadie. No tiene ni intenciones ni planes; uno tiene la impresión de que jamás va a cogerle. No puede llegar a ser molesto. Carece de toda religión. Los momentos de los que está hecho son imprevisibles. El que le busque le encontrará siempre en un sitio distinto.


Odio a la gente que construye sistemas rápidamente, y voy a procurar que el mío no se termine nunca del todo.


¡Dónde han estado las palabras! ¡En qué bocas! ¡En qué lenguas! ¿Quién va a reconocerlas aún, quién podrá reconocerlas después de estos paseos por los infiernos, después de estos terribles abismos? Dos clases de existencia tienen las palabras: cada una de ellas se ha quedado presa alguna vez en nosotros, completamente; pero en cada una de ellas, completamente estrujados estamos nosotros. Las muchas palabras y cada una de ellas doble, torturada y torturante, víctima y victimario, compacta y vacía.


¡Que todavía nadie haya oído las palabras verdaderas, las palabras por causa de las cuales se oye; que todos escuchen, escuchen y estén esperando estas auténticas palabras! Hasta que uno las haya oído, sus oídos se convertirán en alas, y los de los demás que le sigan.


Lo más sorprendente de la desconfianza es la desconfianza frente a lo que ha ocurrido, frente al hecho. Uno puede estar recelando de las malas cualidades morales de alguien que tiene cerca, de su traición, de su doble cara, de su perfidia, sin tener una prueba contra él. Puede, de repente, oír de su propia boca lo que se temía, como una confesión en sueños, por ejemplo, de forma que no haya ni sombra de duda. Puede que salga el nombre cariñoso del amado con el que la amada le engaña. Pero así que es seguro que le engaña, a uno ya no le parece verdad. Mientras faltaban pruebas, tenía que creerlo. Así que llegó la prueba ya no pudo creerlo. Es como si la fe no existiera más que para hacer verdadero algo; como si lo que ya se nos ha hecho verdadero, ya no nos interesara; como si dejáramos escapar el aire que tenemos en el puño en el momento en que este aire se nos ha convertido en piedra.


Uno que se va haciendo inmortal milímetro a milímetro.


En el miedo hay algo que quiere oír, a cualquier precio, oír de un modo desesperado. Todo lo que se oiga está bien, lo bueno, lo malo, lo evitado, lo temido. En los casos en los que el miedo es máximo, uno, sólo por oír, oiría una orden de asesinar.


En tiempo de guerra había que callar; la vergüenza y la desesperación parecían legítimas. La guerra ha terminado y hasta ahora no conoce uno las proporciones de su propia impotencia, una impotencia que antes atribuía a la violencia y al aislamiento.


Cuando uno conoce ya a muchas personas le parece casi un sacrilegio inventar algunas más todavía.


Lo tranquilizador de la Antigüedad: que ya no es ninguna amenaza para el hombre moderno. Sus amenazas hace tiempo que han sido revisadas; ya no le cortan el aliento a nadie. Somos un instrumento musical con el que la Antigüedad puede tocar siempre; nos conoce y nos tañe bien. Hemos sido pensados por ella, sin esfuerzo, uno de sus muchos azares. Nos desprecia y ya no tiene afán de dominio.


Los días del año como un juego de cartas: podemos sacar éste o aquél, guardárnoslos, jugarlos y volverlos a barajar. Ningún día es causa del siguiente; empiezan uno al lado del otro, de un modo arbitrario, cada vez de una manera distinta. Se repiten; no obstante, los conocemos en secuencias siempre distintas. ¡Cómo podríamos actuar de una manera cada vez más inteligente con nuestros días si fueran repetibles!; ¡de qué manera los entenderíamos!; ¡de qué manera nos acercaríamos a ellos de un modo válido en sus versiones cada vez distintas! Pero, en cambio, de esta forma, con nuestra costumbre de los días que van avanzando y no se repiten, no pasamos de ser sus tristes diletantes.


Kafka carece realmente de todas las vanidades propias del escritor; jamás se envanece; no puede envanecerse. Se ve pequeño y anda a pasitos. Dondequiera que ponga el pie nota la inseguridad del suelo. Este no le sostiene a uno; mientras estamos con Kafka no hay nada que nos sostenga. De este modo renuncia al engaño y a la ilusión de los escritores. El brillo de esta ilusión que Kafka conocía tan bien, ha desaparecido de sus palabras. Tenemos que seguir sus pasitos y nos volveremos modestos. No hay nada en la literatura de los últimos tiempos que nos haga tan modestos. Reduce la ampulosidad de toda la vida. Mientras lo leemos nos volvemos buenos, pero sin estar orgullosos de ello. Los sermones enorgullecen a aquellos a quienes conmueven. Kafka renuncia al sermón. No transmite los preceptos de su padre; una extraña porfía, el más grande de sus dones, le permite interrumpir el encadenamiento de preceptos que se van transmitiendo de padres a hijos. El escapa a su imperio; lo que este imperio tiene de energía externa, de bestialidad, revienta en él. Tanto más le preocupa, en cambio, el contenido de este imperio. Para él, los preceptos se convierten en preocupaciones. De todos los escritores, es el único a quien el poder no ha contaminado lo más mínimo; no hay poder alguno, sea cual fuere su forma, que él ejerza. Ha desnudado a Dios de los últimos restos de paternalismo. Lo que queda es una malla apretada e indestructible de preocupaciones que conciernen a la vida misma y no a las pretensiones de su creador. Los otros escritores imitan a Dios y adoptan aires de creador. Kafka, que nunca quiere ser Dios, tampoco es nunca un niño. Lo que algunos encuentran terrible de él y lo que a mí también me inquieta es su permanente condición de adulto. Piensa sin mandar, pero también sin jugar.


Que Dios no sea un creador: que ante todo sea una enorme resistencia; que proteja al mundo de nosotros; que poco a poco se vaya retirando; nosotros, los hombres, seríamos más poderosos hasta poder destruir el mundo, a nosotros y a El juntos.


Conferencia de un ciego.

Un pianista ciego que está casado con una cantante y a quien yo conozco desde hace tiempo dio ayer una conferencia sobre la ceguera. Insistió en lo satisfactorio que es para él su estado. Dijo que todo el mundo era más amable con él y con su mujer; que ahí estaba la razón de la seguridad, la confianza y la jovial alegría de los ciegos. Hablaba con una mesura y una modestia que me resultaban conocidas; se me ocurrió que lo que veía en él eran rasgos generales del hombre inglés. No miraba a la derecha, no miraba a la izquierda, no miraba su alrededor – si se pudiera decir esto de él -; sus objetivos concretos, sin embargo, los tenía tan claros que parecía un inglés vidente. No era curioso; no se daba importancia; luego no se dejó influir lo más mínimo por las interrupciones de su mujer. Su reconocimiento del mundo por el que tenía que regirse -el mundo de los videntes era tan práctico y tan natural como lo es el que tiene el inglés normal con su entorno. Continuamente estaba haciendo pequeñas inclinaciones de cabeza ante los demás y les pedía excusas por faltas que apenas lo eran. Insistía en lo a gusto que se encontraba con su independencia; era tan libre como cualquier otro; se ganaba honradamente la vida y era autosuficiente.

Me gustaría dar una pintura exacta y precisa de él y de su conferencia. Pero lo que quisiera anotar hoy son algunos rasgos curiosos de la vida de los ciegos que me resultaron nuevos. Decía que para él un fuerte viento era como para los otros la niebla. Que cuando hacía viento se sentía completamente perdido y desconcertado. Los ruidos violentos le llegaban de todas partes, se fundían en uno solo y ya no tenía idea de dónde estaba. Porque al andar confiaba normalmente en un sentido certero de la proximidad de los objetos. Notaba la proximidad de una pared como la de una mesa. Decía que inmediatamente antes de llegar a ellas se paraba y que no chocaba nunca. Que esta capacidad tenía que ver de algún modo con el oído, porque dejaba de funcionar cuando estaba resfriado y, a consecuencia de ello, su oído no andaba bien.

Decía también que aventajaba a los videntes en un placer. Podía oír varios diálogos a un tiempo y de ellos podía sacar lo que le gustaba. Los videntes, que dirigen la mira a las personas con las que están hablando, por esto mismo, pensaba, no están en situación de escuchar otros diálogos que tienen lugar junto a ellos o detrás de ellos.

El humor y el carácter de la gente lo conocía por la voz. En la escuela para ciegos -decía – habían hecho este juego: juzgaban a personas desconocidas por la voz y la manera de hablar, y lo que luego podían averiguar coincidía totalmente con el juicio que habían hecho de ellas.

Decía que para las mujeres ciegas la vida no era tan fácil como para los hombres. Un vidente raras veces se decidía a: casarse con una ciega; que esto acarreaba demasiadas complicaciones.

Los gestos, a los ciegos les resultaban difíciles. Para una obra de teatro en la que tuvo un papel fue necesario enseñarle de un modo artificial todos y cada uno de los movimientos. Era increíble qué torpe había estado en esta representación. Incluso en esto veía una ventaja para los ciegos. Ahorraban energía que los otros hombres malgastaban en gestos inútiles.

Decía que ser sordo es mucho peor que ser ciego. Los sordos, por así decirlo, son ciegos en todas las direcciones. Detrás, al lado, delante. En cambio, el ciego sólo es ciego en una dirección, porque, dejando aparte su ceguera, oye por todas partes.

De los colores, decía, no podía tener ninguna idea, pero le interesaba profundamente todo lo que tenía que ver con las artes plásticas y le gustaba oír hablar de este tema. Lo que veía interiormente no era ni claro ni oscuro, era una extraña cosa intermedia que difícilmente podía describir.


Si. nadie pudiera ver, incluso los ciegos estarían perdidos. Pero como todos serían ciegos, todos estarían perdidos. No está claro cuánto tiempo podrían arreglárselas los hombres con los recuerdos de la época en que veían, si, de repente, por un accidente, se volvieran todos ciegos. Deberían guardar y transmitir cuidadosamente un tesoro de experiencias. Este tesoro iría adquiriendo poco a poco el carácter de una revelación religiosa, igual como ocurre los que profesan una fe y cuentan los milagros en los que participaron los fundadores de aquélla. Cabría pensar que el recuerdo de videntes y de cosas vistas mantendría unidos durante muchos siglos a los ciegos. Sería curioso que, de repente, uno de ellos, uno solo, volviera a ver y les contara a los demás sobre la verdad de su antigua fe.


La pregunta central de todo ética: ¿hay que decirles a los hombres hasta qué punto son malos? ¿O bien hay que dejarlos ser malos en su inocencia? Para contestar a esta pregunta habría que decidir antes si el conocimiento de su maldad le dejaría abierta al hombre la posibilidad de mejorar, o bien si este conocimiento es justo el que hace inextirpable la maldad del hombre. Porque podría ser que, una vez se le hubiera aislado y designado como tal, lo malo no pudiera hacer otra cosa que seguir siendo malo; en este caso es posible que pudiera ocultarse, pero seguiría existiendo.


Tres actitudes fundamentales del hombre que corteja a una mujer: el que se pavonea, el que promete, y el que busca una madre como quien pide limosna.


Al hombre que se ha acostumbrado a su propio pensamiento sólo hay una cosa que le pueda salvar de la desesperación: la confidencia que ha arrancado a los demás, que apunta y olvida, y luego – sólo con sorpresa – vuelve a encontrar. Porque todo lo que sigue haciendo de un modo consciente, todo aquello en que sigue pensando regularmente todos los días no hace más que aumentar, enredarle más en el mundo que te amenaza. Sólo puede seguir siendo libre si piensa inútilmente. Sus contradicciones tienen que salvarle; la multitud y variedad de éstas, su insondable carencia de sentido. Porque el hombre creativo acaba siendo la víctima de su propia exactitud; su veneno es el callejón en el que se mete; hasta la lectura se convierte para él en la continuación de sí mismo, como si las hojas que va pasando estuvieran prefiguradas en él. Una sola cosa puede ayudarle: el caos de pensamientos que él mismo ha creado; en la medida en que estos pensamientos permanezcan aislados, sin continuación; en la medida en que estén olvidados.

A los amigos los necesitamos, sobre todo, para ser más insolentes, es decir, para ser más nosotros mismos. A ellos les dedicamos nuestras fanfarronadas, nuestras arbitrariedades, nuestras vanidades; ante ellos, uno se manifiesta peor o mejor de lo que es en realidad. Ahí uno no se avergüenza de ninguna falsedad: el amigo, que nos conoce, sabe en qué medida podría llegar a ser verdad lo que decimos. Las reglas generales y las costumbres a las que normalmente hay que atenerse aburren al amigo, el cual, en los momentos serios de su vida, las sigue tan bien como nosotros mismos. Mientras está con nosotros quiere prescindir de ellas: la libertad que nos concede, nosotros se la devolvemos. Está muy satisfecho; también a él le gusta ser él mismo.


Es muy curioso pensar que entre nosotros anda gente que, día tras día, están examinando cuerpos humanos, en todos sus detalles; cuerpos feos, desnudos, deformados, de todo sexo y edad, y que nunca tienen bastante: los médicos. Mientras tanto están sentados entre nosotros, con caras inocentes, y nos hablan como los demás, y les tememos; les saludamos y les damos la mano amablemente.


Cómo me gustaría oírme alguna vez como si fuera un extraño, sin conocerme, y sólo después enterarme de que era yo.


Ver como gemelos a todos los hombres que uno conoce: cada uno tiene su dimensión de gemelo; cada uno se busca a sí mismo como si buscara a otro; como todos los hombres son distintos, cada uno busca de una manera distinta. Para la mayoría de los hombres esta búsqueda es saludable. En cambio, para aquellos que son realmente gemelos, se complica: lo que podrían buscar lo tienen ya, a modo de falso imperativo.


Inventar una nueva música en la que los sonidos contrasten con las palabras del modo más vivo posible; y que de esta manera, cambien a las palabras, las rejuvenezcan, las llenen de un nuevo sentido. Por medio de la música quitarles a las palabras su peligrosidad. Por medio de la música cargarlas de nuevo peligro. Por medio de la música hacer a las palabras odiosas, queridas. Por medio de la música hacer saltar en añicos las palabras; unirlas.

Si fuéramos mejores no necesitaríamos la música. Es la maldad de los hombres lo que les hace tan aficionados a la música. Qué pensarían de sí mismos si no tuvieran música. Un criminal sabría como consolarse si le dieran a oír la música adecuada. Mientras suena la música, todos los valores y todos los juicios son distintos; quedan superados, elevados, llenos de un nuevo contenido, cumplidos; cualquier cosa que pensemos tiene más sentido o menos; son posibles sobre todo nuevas conexiones, y bajo tales auspicios parece que éstas sean para la eternidad.


No hay ningún deseo ardiente por el que no haya que pagar algo. Sin embargo su precio más alto es el cumplimiento de este deseo.


Uno puede querer saber más y más; pero llega un punto en el que lo sabido se hace insoportable y se venga de haber encontrado demasiado.


Visitar los países como si no hubiera otros; pero visitar muchos.


Para poder vivir tenemos que ser conscientes de varias clases de injusticia; de ellas algunas tienen que estar ya cometidas y consumadas; otras, cuya posibilidad está abierta, hay que cometerlas todavía. La suma de injusticias de uno y otro tipo no debe ser ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Un santo debe inventarse pecados falsos. Aquel que pueda decirse a sí mismo sinceramente: «no he hecho nada malo» está perdido. Porque lo malo está ahí y tiene pretensiones, y no en vano la fe en un pecado original ha llegado a tener tanto prestigio.


Lo decepcionante de las lenguas: que aparezcan como algo tan vinculante – con sus sonidos, palabras y reglas – y que uno pueda luego decir casi lo mismo de un modo completamente distinto, en otra lengua.


En la traducción lo único interesante es lo que se pierde; para encontrar esto debería uno traducir de vez en cuando.


Aún existen los innumerables países por los que uno suspira; la forma y dureza de sus montañas, las curvas de sus ríos, y sus transparentes ciudades, llenas de hombres locuaces que van muriendo en distintas épocas, no de una vez, no todos de repente; todavía puede uno confundirse en el pretendido significado de sus palabras y en el sinsentido de sus destinos. Las cosas son todavía más ricas, más variadas, más distintas que nunca; justo antes de que se conviertan en una sola cosa y lleguen a su fin.


Lo mejor es estar entre personas a las que ya no volveremos a ver; las soportamos justo en tanto en que creernos que nunca van a hacernos nada.


En una ciudad realmente hermosa a la larga no se puede vivir: le quita a uno todas las nostalgias.


No hay nada más difícil de dominar que el estudio, la pasión por el estudio sin sentido; como si uno fuera el primer hombre y tuviera que prepararle a la Humanidad futura sus conocimientos. No hay modo de acostumbrarse a la idea de que uno es mucho más el último hombre que el primero.


Hacer que algo no haya sucedido, un único suceso, un único insignificante acontecimiento, una nada casi: la historia de un hombre que quiere hacer que una nada así no haya sucedido. Sus desesperados esfuerzos, del mismo modo como otros, en una enigmática concentración, persiguen una meta determinada, algo que ellos tienen que conquistar o poseer; de este modo este hombre tiene su meta negativa: separar algo de la serie de sus vivencias y echarlo a un lado.

Pero tiene que ser algo mínimo, no una culpa; porque para las culpas se han fijado expiaciones.


Viejas amenazas, como pescado cocido, se les puede sacar las espinas.


Cuando uno ha hecho muchas palabras, acaba siendo insensible a lo mucho que éstas significan para los otros. Sólo entonces empieza la verdadera maldad del hombre-palabra.


Desde que vi un estómago humano, nueve décimas partes de un estómago humano – no hacía ni dos horas que lo habían extirpado -, todavía sé menos por qué se come. Tenía exactamente el mismo aspecto que los trozos de carne que los hombres asan en sus cocinas; incluso su tamaño era el de un filete normal. ¿Por qué lo semejante vuelve a lo semejante? ¿Por qué este rodeo? ¿Por que tiene que estar pasando continuamente carne por los intestinos de otra carne? ¿Por qué precisamente esto tiene que ser la condición de nuestra vida?


Una ciudad en la que los hombres llegan a más o menos viejos según se les ame más o menos. La aversión y el afecto se equilibran el uno al otro y el resultado es decisivo para la duración una vida.


De vez en cuando uno deja lo mejor de sí mismo en la calle, como si fuera un periódico viejo, y pasa otro, se da cuenta de que es un periódico escrito en una lengua que no es la suya, que él no puede leer, y, enfadado, lo pisa para ensuciarlo más.


Llega un punto en el que uno ya no puede vivenciar más cosas, quiere que todo lo anterior cobre su sentido inequívoco y reposado. Porque los acontecimientos y las influencias que van a venir después cambian lo anterior; no es que se pierda del todo, pero cambia tanto que pierde su carácter de algo único e irrepetible. Las transformaciones usan lo que existe; en realidad no hay nada que se transforme hacia atrás. Puede que el conocer los estadios en los cuales sólo está permitido mirar hacia atrás y hablar sea el súmum del arte poético de la vida. En realidad ocurre que uno pierde la mayoría de sus obras porque va en pos de lo siguiente. Esta hambre de inmensidad en uno mismo, de poseer un caudal de mundo viviente que seguiría existiendo aún en el caso de que ya no existiera el mundo, esta hambre es grandiosa y plenamente digna de un ser humano, pero, una vez suscitada, ya no se puede saciar, y a aquel que está acosado por ella no le queda más remedio que engañarla de vez en cuando con astucias y mecerla en el sueño.


En el silencio de la noche, cuando están durmiendo todos aquellos que él conoce bien, es un hombre mejor.


Los resucitados acusan de repente a Dios en todas las lenguas: el verdadero juicio Universal.


Uno desearía que hubiera otro mundo que estuviera totalmente intacto, un mundo del cual no sospecháramos nada; sobre el cual no tuviéramos ninguna influencia; tan desconocidos nosotros para él como él para nosotros; un mundo que ninguna leyenda nos hubiera hecho más cercano; no esperado en ninguna parte, y, sin embargo, comprensible cuando de repente acudiera en nuestra ayuda en el momento en que estuviéramos asfixiándonos y nos regalara almas nuevas junto con los ojos que nos lo hicieran visible.


No hay nada más terrible que ver morir a un enemigo; que sólo con esto no termine ya toda la enemistad del mundo es algo que no comprenderé jamás. Vemos el rostro del moribundo, pero el sitio donde le hemos hecho daño no lo vemos. Pero cómo sentimos la más pequeña herida que le hayamos causado y cómo sentimos que sin ella tal vez hubiera vivido tres momentos más; tres momentos llenos de vida.


El sentido más profundo de la ascesis es el de mantener la compasión. El que come tiene cada vez menos compasión y acaba por no tener ninguna.


Un hombre que no tuviera que comer y que no obstante medrara, que desde un punto de vista espiritual y sentimental se comportara como un hombre a pesar de no comer nunca, éste sería el experimento moral más grande que cabría imaginar y si saliera bien se podría pensar seriamente en la superación de la muerte.


Lo más tonto de todo son las quejas. Siempre estamos enfadados con alguien. Siempre hay uno u otro que se nos ha acercado demasiado. Siempre hay uno u otro que ha cometido una injusticia con nosotros. ¿Por qué esto? ¿qué significa que esto y aquello no lo consentimos? Este mezquino absurdo ronda por la cabeza, mezquino porque nos afecta a nosotros mismos y, además, sólo a la más minúscula parte de nuestra persona, la frontera siempre artificial. Con estas quejas se va llenando la vida, como si fueran máximas de sabiduría. Van en aumento como pequeños bichos, proliferan más rápidamente que los piojos. Con ellas nos dormimos, con ellas nos despertamos; la «vida de negocios» del hombre no consiste en otra cosa.


¿Cómo es posible que nos llevemos a la boca cosas trituradas, que sigamos un buen rato triturándolas y que luego, de la boca salgan palabras? ¿No sería mejor que tuviéramos una y que la boca estuviera sólo para las palabras? ¿O es que en este íntimo entrelazamiento de los sonidos los labios, los dientes, la lengua, la garganta – justo los órganos de la boca que sirven para el negocio de la alimentación -, que en este entrelazamiento se expresa el hecho de que lenguaje y comida se implican mutuamente, y que siempre va a ser así, que no podemos ser nunca más noble ni mejor de lo que somos?, ¿qué, en el fondo, bajo todos los disfraces imaginables, en realidad lo que estamos diciendo son siempre las mismas cosas horribles y sanguinarias, y que en nosotros el asco sólo se presenta cuando en la comida hay algo que no está bueno?


Luego vino uno y demostró que todos los experimentos, empezando por el primero – y justo por causa de éste -, estaban mal; que luego ellos, en sí mismos y en la secuencia que formaban, estaban bien, y que, como el único que quedó sin discutir fue el primero, no se llegó nunca a descubrir el error. De ahí que, de repente, la totalidad del mundo de la técnica quedara desenmascarado como una ficción y que la Humanidad pudiera despertar de la peor de las pesadillas.


Uno vive creyendo que todo lo que le pasa por la cabeza está envenenado y que a partir de este momento debe ser evitado para siempre. La reducción de todo lo que existe a lo desconocido será su única salvación. Para protegerse de lo desconocido inventa un método para no pensar en nada. Logra ponerlo en práctica: en torno a él el mundo vuelve a florecer.


Cada una de tus palabras, junto a ella, se transforma en una nube de mosquitos; y te maravillas de que vuelvan a ti en forma de picaduras.


Intercambios de costumbres: yo te regalo ésta, tú aquélla; de ahí tiene que salir un matrimonio.


La cursilería moral del puritano: en la más profunda y compungida de sus autoacusaciones se presenta siempre mil veces mejor de lo que en realidad es.


¿Cuántas costumbres necesita uno para moverse dentro lo desacostumbrado?


Un país en el que inmensas mujeres van de un lado para otro con sus minúsculos maridos en el bolsillo. Cuando pelean, sacan de pronto a sus maridos y se los enseñan unas a otras como si fueran dioses del terror.


El se imagina que tiene que cambiar todas las frases que haya dicho o escrito. No basta con proponerse cambiar las que son accesibles; tiene que encontrar también todas las que se han perdido; rastrearlas, cogerlas y traerlas de nuevo. No le está permitido descansar hasta que no las tenga todas. Castigo que deberán sufrir en el infierno los que tuvieron una fe falsa.


El último día del mes, con la ridícula lámpara en la mano derecha, bajo a mis ruinas y, conforme voy bajando, me digo: es inútil. ¿Qué fe hay que pueda conducirnos al fondo de la tierra? Da igual lo que hagas, tú, otro o quien sea; es inútil. ¡Oh vanidad de todos los esfuerzos!; las víctimas siguen cayendo, por miles, por millones; esta vida, que tú pretendes que es santa, no es santa para nada ni para nadie. No hay ningún poder secreto que quiera mantenerla. Tal vez tampoco hay ningún poder secreto que quiera destruirla, pero se destruye ella sola. ¿Cómo puede tener valor una vida que está basada en los intestinos? Entre las plantas puede que todo este mejor… pero ¿qué sabes tú en realidad de los tormentos de la asfixia?

¡Oh, el asco hace presa de lo que le rodea y el asco proviene de la comida. Todo está contagiado por la comida, todo sucumbe a la comida. Es hipócrita el día feliz y pacífico que algunos viven. Lo que ha sido triturado es más verdadero. Los pacíficos cubren la tierra con las hojas y con la lentitud de las plantas, pero estas mallas son débiles, e incluso en aquellos sitios en los que vencen, bajo sus mantos verdes continúa la destrucción de la carne, El poderoso se enorgullece con su inmenso estómago y el vanidoso reluce con los colores irisados de sus tripas. El arte toca para que bailen el que digiere y el que se asfixia. El arte es siempre el que mejor lo hace y su herencia será guardada como el bien más precioso. Algunos coquetean con la idea de que esto podría terminar y cuentan catástrofe tras catástrofe. Pero en el fondo la intención de este tormento es una intención eterna. La Tierra sigue siendo joven, su vida se multiplica y se idean nuevas formas de miseria, más complicadas, lacerantes o más completas. Uno le suplica a otro: ¡ayúdame, haz que esto sea peor!


La gente en la que uno confía y la gente que confía en uno, un sainete.


¡Pensar que antes de esta vida hubiera habido otra, y que la nuestra fuera incluso el descanso en el que los de aquélla se recupera!


Encontrar un corneta para todo el miedo de la Tierra, cargarlo con él y mandarlo a la selva del Universo, un cometa expiatorio.

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