El que se odia a sí mismo. Un personaje que pronuncia un discurso furibundo contra sí mismo. No hay nada malo, no hay nada vulgar que el que se odia a sí mismo no se atribuya. Con ello suscita el amor unánime de todos. El que haya oído su discurso correrá en pos de este hombre y sucumbirá a él. Pero éste, lo único que hace es seguir despotricando cada vez más para defenderse del que le persigue. Empieza a ser como sus afirmaciones. Sus autoacusaciones se hacen verdaderas; su éxito crece. Es tan peligroso como atractivo. Su éxito le corta la respiración; ya no sabe qué hacer. En su desesperación llega un momento en que se olvida de sí mismo y deja escapar algunas buenas palabras sobre su persona. En este mismo momento le abandonan todos y está salvado.
Deus ex machina: Dios ha estado esperando y ahora sale del átomo.
Hay algo de terrible en el agotamiento de dioses.
Un imperio en el que los hombres se aman sólo a distancia, sin verse nunca. Un amante no puede saber nunca cómo es realmente su amada. Las indiscreciones en este sentido se castigan severamente como castigamos nosotros la violación. También en la vida de estos hombres hay tragedias: por ejemplo, cuando uno se entera de que conoce de algo a la mujer que ha escogido como amada. Cuando esto ocurre está tan desesperado como lo estaría entre nosotros un Edipo. Algunas veces no les es fácil a los amantes el evitarse el uno al otro. Pero ya saben que con el primer encuentro se acabó todo. No les es posible amar a una persona que conocen; son buenos observadores, y aquel con quien han hablado una vez ya no tiene secretos para ellos. A un ser así, conocido ¿cómo iban a amarle? Lo que más les gusta es pensar en países extraños cuyas costumbres no comprenden; allí aún podría haber algo que admirar. De este modo se forjan una imagen de los extranjeros y les escriben cartas incomprensibles.
Veo a muchos por todas partes: no lo notan. Por todas partes muchos notan que les veo: no les veo.
Vivir en una ciudad hasta que a uno le sea extraña.
La porcelana como la manera de repartir el miedo a la catástrofe y convertirlo en algo fino y elegante. A quien está rodeado de mucha porcelana apenas puede pasarle nada. ¡Y qué bonitos son sus mil pequeños miedos! ¡Cómo puede vigilarlos, guardarlos y cuidarlos!
Una súplica de Ananda en el momento preciso, hubiera podido prolongar la vida de Buda. Pero no dijo nada y Buda decidió entrar en el Nirvana en el plazo de tres meses. De la narración de los últimos tres meses de la vida de Buda no haya nada que me haya conmovido tanto como esta oportunidad perdida. La vida del maestro estaba en manos del discípulo. Si Ananda le hubiera, amado todavía mejor, si su amor hubiera sido más atento, Buda todavía no habría muerto. He aquí una muestra de la importancia que en el amor tiene el detalle. Es en él donde este sentimiento adquiere su sentido y salva o conserva la vida del ser amado.
En una religión como el budismo en la que se acepta la muerte, se habla de ella de todas las maneras posibles y se le dan todas las formas, se la llega a elevar al rango de sobre-muerte múltiple, no hay nada que le llegue a uno tan hondo como las conmociones de la vida – en contra de la doctrina, por así decirlo -, una llama que se enciende espontáneamente allí donde todo fuego debería estar apagado. Aquí, justamente aquí, es donde la vida tiene algo de inextinguible. Cumplidos sus ochenta años, Buda, curado de una grave enfermedad, habla de la belleza de las regiones por las cuales anduvo, las llama a todas por su nombre, con la secreta esperanza de que su discípulo le retenga en la vida. Repite su discurso por tres veces, pero el discípulo no se da cuenta de nada y la muda tristeza con la cual Buda renuncia a su vida es más elocuente que cualquier sermón.
Ser Dios y luego renunciar a serlo, como si esto no fuera nada. ¿Hemos sido objeto de una renuncia así?
De vez en cuando, toda nuestra vida pasada se nos resume en una breve serie de situaciones semejantes: aparecen hombres que han significado mucho para nosotros, se reúnen – en el mismo orden en el que estuvieron en la realidad -, se repiten y adquieren fuerza; y, de pronto, aunque por poco tiempo, están ante nosotros de un modo tan intenso que día y noche sus palabras nos están quemando. En estos momentos es cuando más odiamos nuestra vida. Porque aquellos que estuvieron más cerca de nosotros no debieron haber estado nunca en nuestra cercanía. Aquellos a quienes venerábamos no eran dignos de veneración. Aquellos a quienes encontrábamos bellos, son feos, quizás lo fueron siempre. Aquellos que nos ayudaron, ahora nos retiran envidiosos su ayuda. Aquellos a quienes nosotros ayudamos declaran que fue en contra de su voluntad. Si no inútil, todo fue, por lo menos, equivocado. Y si entonces fue así y, a pesar de todo, lo tomábamos tan en serio, ¿quién nos garantiza que ahora no siga siendo así?
El amor, en el imperio de mil años del Bosco está separado del mundo de los valores y de los precios. En lugar de perspectivas y valoraciones frías hay extraños animales y plantas; los frutos han crecido hasta adquirir proporciones gigantescas y ellos expresan el valor del amor. Cada animal, cada planta es una cosa especial. Uno no siempre quisiera saber para qué están: nota que están siempre para algo muy importante. Su aspecto externo es a veces más que su significado. El pintor se muestra superior a las palabras. Todos los sistemas mentales viven del re-llenado de unas pocas palabras, a costa de las cuales otras se han vaciado. El pintor que no se atiene a las proporciones naturales tiene en la mano un medio muy eficaz. En su obra una fresa puede llegar a ser más grande que un hombre.
Lo sorprendente del Bosco es la falta de color de los amantes. El colorido de sus animales y frutos, los fabulosos hallazgos de sus rocas y de sus fuentes cristalinas, las extrañas composiciones en las que pone a sus parejas de enamorados, los tormentos que se inventa para el infierno tienen todos ellos algo de desenfrenado, de rebosante, rico y sin pies ni cabeza, comparado con las figuras pálidas y siempre iguales de los hombres. Jamás lo masificado y uniforme del ser humano ha encontrado en el arte una expresión tan convincente. En este pintor, los hombres, así que están desnudos, se convierten en espejismos. Vestidos, tienen todos rostros distintos; desnudos son todos Adán y Eva. Verdaderos adamitas, los hombres de la tabla central se han desgajado de la primera pareja humana por germinación. Todos se aman, pero ¿dónde hay una mujer embarazada? Incluso en las penas del infierno no hay nada que tenga que ver con la preñez. El amor existe por sí mismo; expulsado del mundo de los valores y los precios, desprendido del mundo de las consecuencias. Allí se encuentra realmente el imperio milenario de Joachim de Fiore; son seres asexuados que se aman. Sus instrumentos los tienen más bien fuera de sus cuerpos, en plantas tropicales, espinos y frutos. Son lo contrario de los hindúes; en el arte de éstos cada uno de los cuerpos tiene la sensualidad de mil.
El principio del arte: volver a encontrar más de lo que se ha perdido.
A los grandes hombres únicamente podemos imaginárnoslos solos; uno en toda una generación: envidia y bajeza de los grandes, incluso en la idea que tenemos de ellos.
En ninguna lengua hay tanta arrogancia como en la inglesa. Estaría bien poder comparar y saber cómo hablaban los romanos después de algunos siglos de poder; jamás lo sabremos. Sin embargo, de entre las que hoy existen, la lengua de los ingleses es la arrogancia misma. Sus palabras están puestas en línea, unas al lado de otras, como si fueran estacas; ninguna es demasiado alta, ni demasiado baja. Las frases al igual que las estacas pueden romperse por cualquier sitio; un sentimiento genérico de seguridad y superioridad emana de ellas sin que tenga nada que ver con las cualidades y los méritos del individuo. La arrogancia sólo puede ser algo evidente, de lo contrario está mal vista; el que frente a la arrogancia general tiene la suya particular oculta aquélla, la general es mucho más importante. Las frases declarativas, en su aparente sequedad, son sentencias; la sentencia se ha comido la lengua. El respeto que se debe a los individuos y a cada una de sus frases es el respeto al juez. La pasión en el lenguaje despierta desconfianza, ¿de qué manera un lenguaje apasionado puede ser imparcial? Pero todos estos jueces están dispuestos a ponerse al nivel de los niños y a darles toda clase de explicaciones; en esto, su amabilidad no conoce límites. Aquí, el que pronuncia un veredicto tiene paciencia; en la ejecución de la sentencia no se tiene prisa. Esta puede incluso ser aplazada indefinidamete; es bastante con que se haya pronunciado. Lo que se podría decir al margen de ella tiene poca importancia; quizá es sólo un sentimiento, un estado de ánimo; algo provisional y, en todo caso, efímero. El hecho de que una lengua se inscriba en el sentimiento de superioridad de toda una casta le quita, no obstante, a aquélla toda vanidad; el brillo de privacidad y malicia del francés están totalmente ausentes aquí. En este país se habla menos mal de los otros; o, mejor dicho, lo malo que se dice podría decirlo igualmente otro, y por ello no tiene un efecto tan odioso como en otros sitios. La fría distinción y la distante nobleza que el inglés tiene en su lengua es algo inimitable; es algo que poseen todos o por lo menos, un buen número de ellos; y hay que haber vivido tiempo entre estos muchos para aprenderlo.
Mantener con fuerza unos pensamientos separados de otros. Se enredan fácilmente, como cabellos.
Los hombres, que sólo pueden respirar profundamente cuando todos están amenazados.
¿Y si fuesen siempre los peores los que quedaran?: el Darwinismo al revés.
La Prehistoria mata lo que es propiamente histórico. La Prehistoria trata de objetos amíticos; habla de ellos como si fueran productos nuestros. La separación que modernamente hacemos entre fe y producción se traslada así a un tiempo en que no tiene validez. El modo como ponemos estos objetos, uno al lado de otro, en los museos, les arrebata lo mejor del tiempo y la de paciencia que se empleó en hacerlos. Son tantas cosas y tan distintas las que están ahí apretadas unas junto a otras; el orden les quita a los objetos su historia.
¡Cuántas ciudades ve uno!, ¡Cuántos paisajes, espacios y caminos! En un sitio u otro se encuentran y forman un nuevo paraíso.
Un padre tiene la impresión de que la educación que los padres dan a los hijos les destruye. Manda a sus tres hijos a correr mundo y se disfraza para observarlos. La vida de los hijos bajo la mirada del padre a quien no ven.
Dios fue un error. Pero es difícil decidir si fue demasiado pronto o demasiado tarde.
Pensar que la ferocidad de los asirios, justamente la ferocidad sistemática de este pueblo, podría palidecer, y nosotros mismos hemos visto cómo esto ha ocurrido. Así, el centro de gravedad moral de la Tierra se ha desplazado para siempre, y los bárbaros cuyas historias leíamos aterrorizados de niños, éramos nosotros, nuestro tiempo, nuestra generación, sólo que éramos más bárbaros.
De repente, situaciones y relaciones que se habían ido tejiendo a lo largo de los años de una vida se juntan en una única escena de la realidad: lo que sucedió antes en semanas y meses se repite ahora en pocos momentos; todo le parece a uno conocido, sin que sepa bien de dónde; el cambio de ritmo y de tiempo lo aleja del conocimiento. Pero luego, cuando la escena ha terminado, de repente uno se siente aliviado y ve la terrible trama de todo aquello: en una o dos horas han pasado años por delante de uno, años que conoce perfectamente porque le han hecho mucho daño. Tal vez ésta es la única manera de librarse de lo padecido, y tal vez sea éste el origen del drama.
¡Muchas expresiones fiables de esperanza y de bondad habría que encontrar para compensar las de amargura y duda con las cuales uno ha sido tan generoso! ¿Quién hay que se atreva a pensar en la muerte sabiendo que uno no ha hecho más que aumentar la suma de amargura, aunque sea sólo con las mejores intenciones? Si no hubiéramos dicho nunca nada, por lo menos tendríamos derecho a morir. Pero queríamos que nos oyeran y gritamos a grandes voces. Ahora se trata de decir lo otro, y, no obstante, de que nos oigan, porque esto no se puede decir a gritos.