Estás tan seguro de lo tuyo que se podría dudar de tu inteligencia. Pero mientras el ruido no te cubra, esta seguridad no tiene por qué ser perjudicial. Lo más difícil es encontrar un agujero a través del que puedas escapar de tu obra. Te gustaría volver a estar en un mundo libre y sin reglas que no estuviera violado por ti. Todo orden es una tortura, pero el orden de uno mismo es la máxima tortura. Sabes que no todo puede estar bien, pero no permites que destruyan tu obra. Podrías intentar socavarla, pero entonces tú mismo estarías dentro todavía. Quieres estar fuera, ser libre. Podrías, como si fueras otro, escribir un terrible ataque contra ella. Pero, naturalmente, no quieres destruirla. Quieres sólo transformarte.
De Montaigne lo más bello es que no tiene nunca prisa. Incluso sentimientos y pensamientos que están llenos de impaciencia los trata despacio. El interés que tiene por sí mismo es algo inconmovible: jamás se avergüenza realmente de su persona, no es un cristiano. Para él, todo lo que contempla, sea lo que sea, es importante, pero lo inagotable de verdad es él. Hay una forma de libertad que consiste en estar con uno mismo. El es un objeto que jamás se puede perder; se tiene siempre. Esta vida que él no pierde nunca de vista transcurre con la misma lentitud que su contemplación.
El capítulo de Montaigne sobre los caníbales, que he leído hoy, ha vuelto a ganar mis simpatías por este autor. Montaigne se abre a todas las formas de vida humana, una actitud que hoy en día es general e incluso se ha elevado al rango de ciencia; sin embargo él la tiene en aquel tiempo, en una etapa que se justificaba fanáticamente a sí misma. Montaigne, en este capítulo, alaba el valor en la guerra, una virtud que en relación con el mundo que le rodeaba no debió ser muy oportuna. Cuando alaba a los brasileños por su valor, parece estar haciendo esta pregunta: «¿Somos realmente valientes nosotros? ¿Qué es nuestro valor?». El indio, como víctima en manos de sus enemigos, tiene para él los rasgos de Catón. A nadie venera tanto: no como modelo, sino como lo inalcanzable, aquello que a él le será negado siempre. Porque entre las estrellas hay algunas que nosotros hacemos bajar; otras están tan arriba que jamás podremos poner las manos en ellas.
Sin embargo, Montaigne dibuja aquí la imagen del buen salvaje que volverá a salir en Rousseau casi doscientos años más tarde. Sólo que en éste se ha convertido en una especie de modelo obligatorio, como en la Esparta de Licurgo.
El bufón de la corte, uno que posee lo mínimo junto al que lo posee todo. Actúa siempre en presencia de su señor como una forma de libertad, pero a su vez está totalmente en sus manos. El señor ve la libertad del que carece de cargas; pero, como éste le pertenece, puede tener la impresión de que la libertad también le pertenece.
Dolor con significado: cada dolor tendría un sentido perfectamente comprensible; sólo podría significar una cosa, y el remedio estaría entonces en la conducta del propio espíritu. La suspensión del dolor sería una empresa difícil y supondría siempre un mejoramiento del ser humano. En lugar de avisos, los dolores serían acicates. El ser más doliente que acertara a comportarse de un modo adecuado sería el que llegaría más lejos: su curación sería su propio invento y su propia obra.
Estás hecho solamente de estructuras. ¿Has nacido con estructuras geométricas o es que el tiempo te ha cogido y te ha obligado a meterte en sus formas irremediablemente rectilíneas? ¿Ya no conoces el gran misterio? ¿El misterio del más largo de los caminos?
Qué felicidad dejar que pensamientos que le han estado dominando a uno toda la vida se sumergieran y sólo aparecieran en sueños.
Entre los pensadores «terribles» que admiro se encuentran Hobbes y De Maistre. Admiro de éstos que puedan decir lo terrible. Sin embargo, estos autores no permiten que el miedo que les domina se convierta en un medio de autoglorificación. De ahí que mencione a estos dos, Hobbes y De Maistre: a pesar de que son muy distintos el uno del otro, tienen en común que no siempre han dejado que sus pensamientos les hagan perder la cabeza; en lo que dicen sobre su vida han sido siempre sencillos. A diferencia de ellos, hay otro tipo de pensadores que han sentido un especial placer dirigiendo su miedo contra los hombres, como si de él pudieran hacer una gloria personal. Para ellos el miedo se convierte en un látigo con el que lo mantienen todo a distancia. Admiran la «grandeza», y cuando pronuncian esta palabra están pensando en una grandeza bestial. Nietzsche es uno de éstos; su libertad contrasta lamentablemente con sus antojos de poder, antojos a los que en última instancia sucumbió. Muchas de sus frases me. repugnan profundamente, como las frases de un vulgar déspota. De Maistre ha dicho cosas más terribles, pero las ha dicho porque se dan en el mundo como instrumentos del mundo; no las ha dicho por gusto. Los pensadores que están dominados por un miedo sincero al hombre son víctimas de este miedo como todos los otros y no tratan ocultamente de emplearlo para su propio provecho. No falsean el estado del mundo; viven en él expuestos como el que más al miedo que sienten. La resistencia que sus pensamientos suscitan es sana y fecunda. Los otros adoptan una actitud a la vez peligrosa y magnífica: podríamos decir que lo que pretenden es salir del mundo y saltar sobre sí mismos. Por esto, con lo que dicen falsean la realidad hasta la médula; sus palabras sólo pueden aprovechar aquellos que se sirven de ellas para arrebatarle a la Humanidad su dignidad y su esperanza.
En sus frases sobre la guerra, De Maistre ha planteado las preguntas que hay que plantear. Esto es algo. No las ha contestado con frases piadosas. Esto es más. Sin embargo, las contestaciones que luego encuentra, aunque están pensadas de un modo original, a un hombre de nuestros días que tenga algo de experiencia le parecerán mera burla. Es difícil encontrar una incitación antibélica más eficaz, que, justamente, estas frases de De Maistre.
Es una sensación maravillosa la que sentimos cuando nos procuramos paz para pensar en medio de tanta gente. La pequeña dosis de aislamiento en que uno tiene puestas sus miras cuesta esfuerzo; no es fácil estar solo, y por esto la soledad finalmente conseguida tiene más peso. Por otra parte tampoco es posible dejar de sentir animosidad frente a los otros, que nos están limitando por todas partes. Pero no es verdadera animosidad lo que sentimos, porque tenemos intención de incluir a los demás en nuestro pensamiento, y la responsabilidad que sentimos por ellos da calor a esta animosidad y la convierte en amor.
El paranoico en forma de budista: lo que hace de Schopenhauer un ser único e irrepetible.
Burckhardt en forma de Atlas: un ciudadano de Basilea que lleva dentro de sí el mundo y lo sostiene.
Uno necesita frases infinitamente lejanas, que apenas entienda, como asidero a lo largo de los siglos.
Inventar una fe, introducirla, imponerla y luego abolirla hasta que haya desaparecido del todo de entre los hombres. Incluso uno que lograra hacer esto seguiría sin saber lo que es la fe.
Para Demócrito, en el átomo está la idea de una masa. Es curioso que la cosmología griega, que se ha revelado como la más fecunda de todas, deba su origen a la obsesión por una masa invisible formada de unidades mínimas.
Me siento cerca de Demócrito en muchas cosas; algunas de sus frases me salen del alma. Es una desgracia que en lugar de las obras completas de Aristóteles no nos hayan llegado las suyas. ¡Qué hostil me resulta el espíritu de Aristóteles! ¡Con qué repugnancia tengo que leerlo! Demócrito no fue menos polifacético; su curiosidad no tiene nada que envidiar a la de Aristóteles. Este, además es un coleccionista y tiene respeto por el poder; se le ha contagiado también la charlatanería de Sócrates. Demócrito vivió fuera de Atenas: esto fue bueno para él. Tal vez dio demasiada importancia a la probidad de aquellos que viven solos. Una ingenua autocomplacencia le mantiene de acuerdo consigo mismo, pero ésta no se proyecta coloreando ninguno de los grandes pensamientos en los que él ve algo por primera vez. Una confesión suya por la que daría todo Aristóteles: prefiere – dice – encontrar una sóla explicación que poseer el reino de Persia.
Academias cuya misión fuera suprimir de vez en cuando ciertas palabras.
Para él todas las ventanas son como si dieran al infinito. Pero si desde fuera mira por la ventana hacia dentro, a algún sitio, es como si, viniendo del infinito, se instalara en la vida.
Me interesan los hombres de carne y hueso y me interesan los personajes. Detesto los híbridos de ambas cosas.
El salto a lo universal es tan peligroso que hay que estar practicándolo siempre, y además desde el mismo sitio.
Sin libros las alegrías se pudren.
¡Qué felicidad pensar en algunas palabras y decírselas a uno mismo continuamente! No está bien que sólo palabras como «Dios» hayan llegado a este máximo grado de repetición. Los que dicen Alá, en Marrakech, me han recordado esto; ahora yo quisiera ser también servidor de muchas maravillas del lenguaje.
Ahora, cada vez más, es posible dirigir la voluntad hacia todas partes. Todas las metas parecen haberse retirado al infinito; con todo, parecen alcanzabas.
A partir del espíritu, y sólo a partir de él, se puede conseguir todo. Sin embargo, con la palabra espíritu se quiere aludir aquí a una forma aislada de actividad que cada vez necesita de menos sustratos materiales. Basta con pensar de una manera determinada, en una dirección determinada. Una propiedad de la naturaleza ascética de este pensar es su imperturbabilidad. El poder que este pensar depara es comparable con el que tenían los guías espirituales en los estados de una sola religión. Es un poder muy importante, pero le gusta mantenerse oculto y no necesita de un brillo personal inmediato.
El brillo se guarda para el momento de la aniquilación.
Para la metamorfosis creo haber encontrado una llave; la he metido en la cerradura, pero no le he dado la vuelta. La puerta está cerrada y no se puede entrar. Va a costar mucho trabajo todavía.
El orden del pensamiento en torno a cuatro o cinco palabras puede todavía tener sentido; deja algo de espacio. Lo terrible son los místicos de una palabra.
Aún en el caso de que la admire, la sutilidad de un personaje literario, como producto de este tiempo, suscita en mí contradicción: veo en este personaje una excesiva autocomplacencia. Para que el escritor le pueda dar la patada que merece tiene que haber algún sitio donde le duela.
Después de la primera guerra, para algunos escritores todavía era posible contentarse con respirar y pulir cristales. Pero hoy, después de la segunda, después de las cámaras de gas y de las bombas atómicas, el ser humano, en su estado de amenaza y humillación extremas, exige más. Hay que ir al nivel primario y elemental del ser del hombre, tal como existió siempre, y curtir las manos y el espíritu en él. Hay que tomar al hombre tal como es, duro e irredento. Pero no hay que permitirle que profane la esperanza. Sólo de la más negra de las constataciones puede emanar esta esperanza; si no es así, se convierte en una sarcástica superstición que acelera el final, cada vez más inminente.
Los relojes cada vez más graciosos, el tiempo cada vez más peligroso.
Lo más difícil es reducirse cuando uno se ha colmado tanto a sí mismo. La ilusión de este hombre, que cree que todo depende de él, es tan falsa como la autosatisfacción del que está siempre vacío. El que se ocupó de lo más terrible y al mismo tiempo de lo mejor tiene que volver a ser sencillo, como al principio. Las visiones que ha conseguido no puede utilizarlas como un bien privado, debe confiarlas a los hombres y deshacerse de ellas.
Distanciamiento de la obra sin que ésta le desagrade a uno. Leemos sin darnos cuenta de lo que leemos. Esto produce una sensación de frío como la que se tiene a la puesta del sol.
Las ciudades en las que uno ha vivido se convierten en barrios de la ciudad en la que uno muere.
Ahora vuelve a sumergirse en el mar de lo no leído y sale a la superficie rejuvenecido y resoplante; orgulloso, como si le hubiera robado el tridente a Poseidón.
La retractación de Galileo que encontramos en Brecht me ha recordado la de Fünfzig en los «Emplazados». Es una retractación para ganar tiempo, pero que no cambia en lo más mínimo el modo de pensar y sentir del que está amenazado. Fünfzig está concebido de un modo más estricto y va más lejos: no puede perder de vista lo que ha hecho con su pasión por la verdad. El Gableo de Brecht, que está concebido antes, puede comerse aún tranquilamente su asado de pato. Carece de toda una dimensión, de aquella que para los hombres de hoy es la más importante. ¿Qué derecho tengo yo a una verdad explosiva que yo solo conozco?, ¿no tengo que intentar hacerla inocua a todo precio? Justamente en mí, que soy todavía su único portador, es en quien tiene que empezar su proceso de domesticación y de difusión.
Así, la verdad tiene un doble peso. Encontrarla e imponerla es sólo una cara de este peso; la otra, infinitamente más seria, es la de la responsabilidad.
De no ser así, dando un rodeo, les devolvemos a los inquisidores la razón que habían perdido ya a medias. A Galileo no se le puede acusar porque se ha retractado; todavía no ha escrito los Discorsi. Pero se le puede acusar porque puede comerse un pato sin sospechar nada: para él el futuro es ciego.
De repente se acabó toda fe. Un sentimiento de infinita felicidad se difundió entre los hombres. Cada uno bailaba solo hasta caer redondo. A cierta distancia de los demás se volvía a levantar. El sol brillaba con más fuerza. Pero el aire era tenue. El mar se hizo incomprensible.
Las lamentaciones por los muertos intentan devolverles la vida; ésta es su pasión. Las lamentaciones deben proseguir hasta que lo consigan. Pero desisten demasiado pronto: una pasión insuficiente.
Sería posible que a aquel que se niega a matar se le impidiera al fin toda decisión libre. Y aunque se quedara petrificado del todo: no puede matar.
¡Qué miedo le dan sus propias palabras! Lo que dice tiene un poder tan grande sobre él que nunca le deja libre. Después de los primeros estadios de dolor agudo que esto que ha dicho le ha provocado, se tumba de lado y espía. Luego se levanta otra vez de un salto, se levanta seguro de un salto y se precipita sobre él como si esto se acabara de decir en aquel momento. Sus propias palabras no tienen fuerza hasta que no las ha oído. Vienen de él y sin embargo parece que vengan de un país extranjero. El se pone totalmente a merced de ellas; huir sería imposible, pero él tampoco quiere huir. A menudo se precipita entre ellas; por la derecha y por la izquierda le aplastan con gran estruendo; como más le gusta entregarse a ellas es en forma de chaparrón. No es un caos lo que provocan en él, son dolores fuertes y distintos. Lo que dicen, aunque sea muy oscuro lo comprende; de dónde vienen es para él un enigma.
Uno que halaga hasta que, para deshacerse de él, le corresponden amablemente. Sobre estas respuestas él se construye su propia reputación.
Desde casa la fama es siempre engaño. Luego, de vez en cuando ve se que detrás había algo. ¡Qué sorpresa!
En toda vida se pueden encontrar los muertos de los que uno se ha alimentado. En hombres tiernos, buenos, bastos, malos…, en todas partes hay muertos de los que se ha abusado. ¿Cómo puede soportar la vida uno que sepa esto de sí mismo? Dándoles a sus muertos la propia vida, no perdiéndola jamás y eternizándoles a ellos
Yo no soy un escritor: no puedo callar. Pero en mí callan muchos hombres que no conozco. Sus exabruptos me convierten de en vez cuando en escritor.
Todos los creyentes con los que me encuentro, basta con que lo sean de verdad, despiertan mi simpatía. La expresión ingenua y sencilla de su fe me conmueve, y cuando parece tan absurda que resulta risible, entonces es cuando más me conmueve.
Pero no pueden ser creyentes de una fe dueña del mundo de hoy. Así que detrás noto el poder de una iglesia triunfante, así que advierto que el creyente intenta cubrirse con este poder, emplearlo para amenazar y amedrentar, me entra asco y horror.
¿Es la fe lo que me conmueve o es sólo la fe derrotada?
En la tristeza se prepara siempre algo, pero no le sirve a uno de nada decírselo.
Mi tristeza no tiene nada de liberador. Porque sé muy bien, demasiado bien, que contra la muerte no he hecho absolutamente nada.
¿Ataraxia? ¿Aprender la indiferencia? ¿Allí donde uno es más vulnerable? ¡Ojalá sea esto exactamente lo que nunca se pueda aprender!
Sólo soporto los sueños como un todo virginal, como un misterio. Son algo tan extraño que uno los va comprendiendo muy lentamente. Los sueños de los otros sólo puedo entenderlos de un modo aislado. Uno los toma con cautela y repugnancia. Ay del loco que los interpreta inmediatamente; los pierde y nunca más los vuelve a tener; se marchitan antes de haber brotado.
Pero tampoco hay que ir amontonando sueños que jamás han tenido que ver los unos con los otros. Su sangre les viene de su irradiación en la realidad. Su transformación en algo verdadero y real lo es todo en el sueño, pero ésta tiene lugar de un modo distinto a como se la imaginan normalmente los intérpretes. El sueño tiene que dar vida a la realidad penetrando en ella, de todas las maneras posibles, desde ésta y desde aquella dirección, y sobre todo desde las más insospechadas. Como una bandada de pájaros, el sueño se posa aquí y allá; levanta el vuelo y da media vuelta; desaparece y apenas ha desaparecido, vuelve a oscurecer la luz del sol. Lo impalpable del sueño es lo más palpable de él; sin embargo, tiene forma, pero tiene que ganársela él mismo porque se escurre en las formas de la realidad y no se le puede dar forma desde fuera.
Son imprevisibles los daños que pueden causar los sueños interpretados. Esta destrucción permanece oculta, pero ¡cuán sensible es un sueños No se ve sangre alguna en el hacha del matarife cuando arremete contra la tela de araña, pero ¡lo que ha destruido!… y jamás vuelve a tejerse lo mismo. Muy pocos sospechan el carácter único e irrepetible de todo sueño, de qué otra manera si no podrían desnudarle y convertirlo en lugar común…
Tal vez el único que ha tratado el sueño con el respeto que merece es Klee, como lo más inviolable que tiene lugar en el ser humano.
Es difícil volver a encontrar los pasos y los sonidos de hombres inocentes después de que uno ha estado ocupado en la implacable caza de poderosos. ¡Cómo los hemos odiado y cómo nos hemos acostumbrado a este odio! ¿Y hay que volver a ser ingenuo y sencillo, dulce, complaciente? Es como si se hubiera jubilado y, después de una vida entera cazando monstruos, se pusiera a cultivar flores. El cazador no olvidará nunca lo que fue y, por lo menos en sueños, se cazará a sí mismo.
Cada palabra debe recordar que una vez fue algo que se podía coger. La redondez de las palabras: están en la mano.
Una vida que no saque de sí misma comedias y papeles es inimaginable. Hasta un idiota tiene su coquetería; hasta a un santo que no va con la gente le buscan.
Una mujer que sonríe a todo el mundo, que lleva su sonrisa a la más grande de las confusiones, que en la más gran penuria no abandona su sonrisa, que sonríe en el lecho de muerte y muere sonriendo para agradar a todos los que la vean muerta. Sonríe en el ataúd y bajo tierra.
No basta con pensar, hay que respirar también. Son peligrosos los pensadores que no han respirado lo bastante.
El que realmente supiera qué es lo que une a los hombres unos con otros estaría en situación de salvarlos de la muerte. El enigma de la vida es un enigma social. Nadie sabe nada de él.
Mística: la visión total ha ocurrido ya una vez por todas. Es siempre la misma visión. En ella no ocurre nada. No se puede retirar a sí misma.
El que quiera realmente encontrar algo nuevo debe evitar cualquier método de investigación. Puede que luego, una vez ha encontrado algo, se sienta impulsado a determinar a posteriori su método. Pero esto es una cuestión táctica, sobre todo si se trata de hacer que sus hallazgos tengan aceptación en vida. El proceso originario se distingue por una libertad y una indeterminación absolutas; y uno no puede tener la más mínima idea de la dirección de su movimiento cuando éste se produce por primera vez.
La responsabilidad está en el hombre entero y no en esta empresa particular.
Sólo puedo trabar amistad con espíritus que conocen la muerte. Sin duda me hacen feliz cuando consiguen callar sobre ella, porque yo no puedo.
Un conocimiento que no conserve nada de la ocasión de la que ha surgido carece de valor. La ocasión del que piensa revive en la del que lee. Una vieja experiencia rejuvenece de repente después de siglos. La misma estrella vuelve a lucir e ilumina los mismos ojos.
La oscuridad se sumerge en las letras que él ha escrito, y éstas adquieren otro sentido. Parece como si hubieran estado aquí mucho más tiempo, más llenas, más fuertes, penetradas desde siempre por la misma noche. Se separan unas de otras y se vuelven a juntar, seguras y amorosas, según una ley clara pero inagotable. Su miedo se ha esfumado y ya no tienen que avergonzarse de nada. Puede que algún día se sientan de esta misma manera, pero este día está lejos.
Un local en el que todos han enmudecido. Los clientes están sentados sin decir nada, solos o en grupos y toman sus bebidas. La camarera en silencio, le pone a uno una lista delante; éste señala un punto determinado, ella inclina la cabeza, le trae lo que desea y, sin decir nada, se lo pone encima de la mesa. Todos se miran unos a otros sin decir palabra. El aire de la habitación en la que no se habla se coagula. Todo es como de vidrio. Los hombres parecen más frágiles que los objetos. Se ve que las palabras les dan a los movimientos su fluidez; sin palabras todo está rígido e inmóvil. Las miradas se convierten en algo siniestro e incomprensible. Es posible que el único pensamiento sea el odio. Uno se levanta. ¿Qué va a hacer? Todo el mundo se asusta. Un niño, como si estuviera pintado, abre la boca de par en par, pero no se oye ningún grito. Los padres no dicen nada, le cogen la boca y se la cierran.
Se va la luz, se oye un tintineo. Vuelve otra vez, pero nadie se ha roto. Se paga en monedas que son cariñosas como animalitos. Un gato salta sobre la mesa y domina el local. No ha enmudecido porque siempre estuvo callado.
En este momento el lugar se anima con muertos.