A él le gustaría empezar completamente desde el principio. ¿Dónde está el principio?
El que se lo imagina todo para que no ocurra nada.
La integridad del hombre consiste en que en cada momento le está permitido decirse lo que piensa.
Sus propios conocimientos le parecen sospechosos siempre que, de un modo convincente, consigue defenderlos frente a otro.
La pregunta sería qué puede uno hacer si no está dispuesto a arriesgar inmediatamente lo que ha hecho por algo mejor.
El habla en precios. Sobre este tema hay siempre algo que decir. Suben, bajan; en otros países también hay precios. Viaja mucho y habla de precios con toda exactitud. En los otros países puede hablar de los precios de aquí. Siempre encuentra gente que se interesa por sus conversaciones, y cuando no sabe la lengua se ayuda con los dedos. Señala un objeto, hace una pausa que impresiona mucho a los otros, y señala con las manos los precios de su país.
Un hombre inagotable. Es terrible cuando se calla. Pero puede uno estar seguro de que en aquel momento está memorizando una lista de precios.
Le conocí cuando él todavía era pequeño e iba a robar precios. Escapaba corriendo y no había quien le cogiera. Era un pilluelo que se colaba en todos los precios. Hacía novillos en la escuela; si no, no hubiera llegado a ser nunca nada. Hubo un tiempo en que estuvo pensando en marcharse a América. Pero pronto llegó a la conclusión de que en Europa hay más monedas y más precios. Se quedó y nunca se ha arrepentido. Las inflaciones le ayudaron; llegó a ser un hombre importante. Todos los días da su pequeño paseo por su barrio y va silbando precios por lo bajo.
A uno le gustaría decir algo de tal manera que quedara dicho de una vez por todas; incluso en el caso de que después hubiera que decir lo contrario.
Uno se pega al hombre que ama como si éste fuera el cristal del mundo.
Uno no olvida nada y así ama mucho más. Lo más difícil de perdonar son las intrusiones. Saltan sobre lo más sagrado, que es a la vez lo más susceptible: cercanía.
Cómo se necesitan las afirmaciones solemnes en el amor y cómo se las teme; como si consumieran aquello que sin ellas viviría más tiempo.
Esta enigmática tendencia a sucumbir ante la belleza que se da incluso en personas muy bastas… ¿qué otra cosa es que un resto del antiguo politeísmo? Pero no deja de ser curioso de qué modo incluso lo más feo y lo más insignificante se atreve a acercarse a lo más bello, como si le correspondiera, como si le estuviera prometido.
Es verosímil que, gracias a la mezcla de todas las culturas, existan hoy en día más hombres y más mujeres bellos que nunca. Son los restos de los dioses perdidos. Todas las aproximaciones a éstos, las más de las veces fallidas, se han conservado en los seres hermosos.
Cree que con la cursilería puede protegerse de su futuro. Hay una cursilería feliz y una cursilería desgraciada. El confía en la desgraciada.
Parece que no podemos ser inflexibles toda una vida. Parece como si algo se vengara en nosotros y nos volviéramos como todos. Pero justamente al volverse uno como todos es cuando surge la presunción del amor.
A ella le gusta tanto la carne que querría que al morir la despedazaran las aves de rapiña.
La historia de un hombre que oculta a todo el mundo la muerte de la persona más próxima a él. ¿Se avergüenza de su muerte? ¿Y cómo consigue ocultársela a todos? ¿Va a buscar la vida de ella en los que no saben nada de su muerte? ¿Dónde está ella? ¿En su casa? ¿En qué forma? El la cuida, la viste, le da de comer. Pero ella no puede abandonar la casa y él nunca sale de viaje, nunca se aleja de ella para más de unas horas.
No recibe visitas. Dice que ella no quiere ver a nadie. Que se ha vuelto extraña y que no aguanta a nadie. Pero de vez en cuando, por teléfono, habla como ella y llega a escribir todas sus cartas.
De este modo, él vive para los dos, se convierte en los dos. Se lo cuenta todo; le lee. Comenta con ella, como antes, lo que debe hacer, y de vez en cuando se enfada por la obstinación de ella. Pero al final consigue siempre arrancarle una respuesta.
Ella está muy triste porque nunca ve a nadie y él tiene que consolarla y animarla.
Con este secreto, se convierte en el hombre más extraño del mundo, el hombre que tiene que comprender a todos para que no le comprendan.
¿Quemar todas las cuentas saldadas cuando ya han cumplido su misión? ¿Y si ardes tú con ellas?
¡Qué bella sería la magnanimidad con sólo que tuviera otro nombre!
De una palabra que se ha vuelto peligrosa no se deshace uno en un momento. Primero hay que estar mucho tiempo afanándose en emplearla mal.
Lo más penoso del tratamiento psicoanalítico es la ilusión de que al paciente le están escuchando siempre. Se pasa horas y horas hablando, pero en realidad no le escuchan; es decir, le escuchan sólo en función de lo que ya se sabe antes de que abra la boca. Hubiera dado lo mismo que en cada sesión hubiera estado mudo. Si no fuera así, haría tiempo que toda la teoría psicoanalítico se habría esfumado. Pues un solo hombre a quien realmente escuchamos nos lleva a pensamientos completamente nuevos. El trabajo del psicoanalista consiste, pues, en ofrecer resistencia a su paciente, que pueda decir lo que quiera; el resultado, como si dependiera del augurio inconmovible de un oráculo, es algo conocido de antemano, anticipado. La actitud de la escucha es presunción, nada más. Las desviaciones y los cismas de esta doctrina, sin embargo, se deben a aquellos pocos momentos en los que hubo uno que se olvidó de escuchar. Estos fenómenos son de distinta forma según la magnitud de esta «infracción», y el modo de ser del «infractor».
El mismo Freud debió de haber oído mucho; de no ser así no hubiera podido equivocarse tanto ni cambiar tanto.
Asco a «las guerras divinas», «les guerres divines» de De Maistre. La utilidad de este autor estriba en el asco que provoca: lo que uno ha estado creyendo y queriendo tanto tiempo que ha terminado por parecerle insípido, al ver la convicción con la que él defiende lo contrario, se convierte otra vez en algo importante.
Es un satírico «maigré lui», como Aristóteles con su esclavitud o Nietzsche con su superhombre. Tiene la ventaja de poseer una lengua densa y en la que no obstante no cabe el malentendido. Comprendemos también lo que este autor defiende de un modo tan minucioso, como si buscara matarlo y aniquilarlo. ¿Qué es en realidad lo que constituye la «densidad» de su lengua? Ante todo, la concentrada seguridad de su fe; De Maistre sabe lo que para él es malo; sin sombra de duda; pertenece a aquellos que tienen a Dios incondicionalmente a su lado; su opinión tiene siempre el ardor de la fe, y aunque argumenta y opera con razones, para él son superfluas. Jamás escribe como un teólogo y por esto da esta impresión de modernidad; se lee siempre como si hablara basándose en experiencias de radio cósmico.
Su punto de partida es la maldad del hombre; ella es su convicción inconmovible. Sin embargo, al poder de sujetar esta maldad se lo concede todo; del verdugo hace él una especie de sacerdote.
Una peculiaridad de todos aquellos pensadores que parten de la maldad del ser humano es su enorme poder de convicción. Suenan a hombres experimentados, valientes y poseedores de la verdad. No se encaran con ella y tienen miedo de llamarla por su nombre. De que esto no es nunca el todo de la realidad no se da uno cuenta hasta más tarde; que todavía supondría más valor ver en esta verdad – sin falsearla ni embellecerla – el germen de otra verdad, posible en otras circunstancias, lo reconoce sólo aquel que todavía sabe más de la maldad, el que la tiene, la busca y la encuentra en sí mismo, un poeta.
La escisión de la horda de lamentación que se encuentra en los «Persas» de Esquilo: entre los que son suficientemente fuertes para hacer volver al muerto y los que se quejan en vano con el superviviente.
El verdadero drama empieza con Atossa, la reina viuda: su sueño es el primer mensajero de la desgracia, y hasta que no llega el verdadero mensajero este sueño lo es todo. Luego, el mensajero, en su relato, trae la verdadera imagen de la desgracia. El coro, movido por esta imagen, se convierte en horda de lamentación y en presencia de la viuda conjura al más grande de los muertos. El veredicto de éste precede a la aparición del culpable, y es como si el muerto hubiera ido a buscar al vivo, el padre al hijo, el fundador al devastador.
De ahí que los «Persas» conste de tres conjuros sucesivos: lo soñado, o lo visto, atrae a lo real. El sueño de Atossa trae al mensajero; el relato visionario del mensajero – a través de la horda de lamentación que él despierta – atrae al más noble de los muertos y, finalmente, las palabras de éste atraen al hijo vencido.
Diez o doce jóvenes casi adolescentes, alrededor de mí, en una habitación muy pequeña, en distintas mesitas en grupos muy distintos unos de otros. Forzado por ellos, sigo escribiendo tercamente, A sus miradas frías y despectivas sólo puedo oponer la curiosidad y el calor de mi edad. Quieren mi mesa; la van ocupando poco a poco; chocan con ella rítmicamente, tal vez ni siquiera para estorbar mi trabajo sino sólo para sentir su ritmo en todos los objetos, transmitirlo a todo; la mesa es uno de estos objetos y quizás yo también. Hablan sin hacer caso de mí; rugen a mis oídos. Los soporto e intento que no se note mi incomodidad.
Se admiran de mi paciencia, para la que sólo sienten desprecio. La rigidez de un cuerpo humano en el que lo único que se mueve es un lápiz es algo que les resulta incomprensible. Podría intentar cantar, pero no sería nunca su canto. Podría intentar hablar, mis palabras serían chino para ellos. En ningún caso podría significar yo nada para estos jóvenes. Mi curiosidad, que ellos tal vez notan, despierta su desprecio. De buena gana me escupirían a la cara; si uno de ellos lo hiciera, los otros le imitarían.
Me limito a soportarlos porque los escucho. No sospechan que hay cosas aisladas que escuchar; se sienten aquí como si fueran algo universal. Tienen a sus muchachas completamente pendientes de ellos. ¿Será que me gusta una de ellas? No lo sé; no sé nada. Estoy viviendo lo que yo he imaginado como horda.