Habría que decirlo con pocas palabras como Lao-Tse o Heráclito; y mientras uno no pueda hacer esto, en realidad no tiene nada que decir.
El saber se cruza de brazos y se prepara para la lucha.
El saber dimitido le da asco, lo vomita. Sin embargo, ¡cómo le reduce el saber como enemigo!
Los hombres más temibles: los que lo saben y se lo creen todo.
Uno que hubiera vivido cien años, ¿podría, con todas las complicaciones de su vida, saber aún quién es?
¿Lo volvería a saber?
¿Es posible el personaje dramático del sabio?, ¿cómo debería ser? Desde el punto de vista teatral, el sabio sería el único que conoce a los demás; que nunca habla de sí mismo; que no tiene nada que decir de sí mismo; que vive oyendo, escuchando; que se hace sabio con lo que ha oído, y que antes de haber oído no sabe nada; que puede convertirse en tabula rasa para todo hombre pero que guarda todas las otras tablas escritas sin pensar en ellas.
El drama presenta transformaciones reversibles en un movimiento de vaivén, y de su alternancia surge lo que se llama tensión.
Las máscaras deben dar miedo, pero debe ser posible también que los actores se las quiten. Sin máscaras que se tomen totalmente en serio no hay drama. Pero un drama que se quede en las máscaras resulta aburrido.
Una ciudad en la que los nombres de las calles son un secreto; los policías, si se fían de uno, le dicen dónde está.
Uno asimila más de lo que sabe. Pero ¿cómo dispone de ello?
Diez cielos, uno encima del otro, y en cada uno de ellos los ángeles van siendo cada vez más elocuentes.
Un acto de violencia en memoria de la abolición de toda violencia.
El traductor penetra en una esfera conocida. Todo lo que le rodea está bien cultivado y él no está nunca solo. Se mueve como en un parque natural o por entre campos bien delimitados. Las palabras se dirigen a él como si fueran personas y le dan los buenos días. El camino está indicado y es muy difícil que se pierda. Tiene que creer lo que le dicen y no puede dudar. El traductor no tiene el don de la mirada que lo penetra todo. Sería un loco si ahí perdiera la confianza. Todas las parcelas están señaladas de antemano.
El pensador, en cambio, está rodeado de vacío. Lo aleja todo de sí hasta que en torno a él hay suficiente vacío, y luego empieza a saltar de esto a aquello. En estos saltos se hace su camino. Lo único seguro es el suelo porque anda sobre él; todo lo demás es duda.
Traducir a otra lengua pensamientos con los cuales uno ha estado trabajando más de veinte años. La insatisfación de estos pensamientos por no haber surgido en esta lengua. Su atrevimiento se apaga; se niegan a irradiar luz. Van arrastrando tras de sí lo que no les pertenece y van dejando caer por el camino lo importante. Palidecen, cambian de color. Se ven a sí mismos cobardes y cautelosos; han perdido su ángulo de incidencia original. Tenían el vuelo de aves de rapiña, ahora revolotean como murciélagos. Su carrera era la de los gatopardos, ahora se arrastran como culebras ciegas. ¡Es humillante pensar que, justamente en esta reducción, en esta moderación, en esta castración, es donde se les va a comprender mejor!
Para escapar a la solemnidad de la lectura – como si hubiera que aplicarlo todo exactamente igual como se lee -, el hombre, de vez en cuando, debe lanzarse a una maraña de libros: los que desprecia porque ya no los conoce y los que desprecia porque no los ha conocido nunca. Cuando consiga la confusión de sus prejuicios, entonces hay una esperanza para él; por fin va a tenerlo fácil.
Todo el mundo vive lo mismo; nadie debe saberlo. Identidad de los secretos. Los destinos irisan a una luz cambiante. Pero en la oscuridad todo vuelve a ser lo mismo.
Se confiesa inocente o culpable, según la fecha.
En cada generación muere solamente Uno, para asustar.
Por desconfianza a los adjetivos ha enmudecido.
El más ardiente puede permitirse la frialdad de la descripción.
La Tierra, un azul luminoso; el cielo, negro; inversión de las relaciones acostumbradas: como para nosotros la Tierra estaba amenazada por la oscuridad, nuestra confianza estaba en el cielo. Pero para aquel que está fuera, la Tierra pasa a ser lo luminoso, el cielo lo negro.
Ciegos bajo la mesa, sordomudos en los rincones, y él, como un gigante paralítico, asfixiándose en el ascensor. Una mujer va dando vueltas a la llave en el techo y arroja encima de él comida para las gallinas en vez de palabras. El abre la boca para coger aire y ésta se la llena de granos. Los ciegos gritan; los sordomudos andan a golpes unos con otros. El rompe el ascensor y se encuentra en la habitación entre un ovillo de personas. Los que ven y los que hablan le alaban al verle curado. El despierta en medio de un hormiguero.
Sueño al sol del mediodía en una ladera que domina Delfos.
Indestructible, el lugar más hermoso, más sabio del mundo. Un empleado con una escoba de palma, barre la fuente Castalia. Un profesor, con sus estudiantes, comprueba en francés la acústica del teatro. Una ninfa, apoyada en una columna del templo de Apolo, hojea una guía y pregunta en inglés americano: «Where is Delphi?»
Katonnia: por la mañana, temprano, el penitente inglés meditando junto al Euripo. Vestido de oscuro, enjuto, igual que el icono con barbas de un santo, saluda al paseante: «Good morning» y conversa con él sobre Oxford y las excelencias de la iglesia griega.
Lord Byron en la taberna, rodeado de seis coleccionistas de resina; en la puerta lateral, dos popes. Lord Byron, tartamudea e invita a todos.
Día de San Juan en la pequeña iglesia que está junto al mar. Se pasan pequeños cubos de pan. Un delfín, no lejos de los fieles – que se besan unos a otros -, salta sobre las aguas. Más allá del Euripo, a lo lejos, se ve el Parnaso.
Donde más íntimo parece el Cristianismo es allí donde desconoce a los dioses que duermen. La higuera de Katounia habla griego.
De qué modo cada fe contiene ciegamente a la anterior, no guarda relación alguna con ella y, de esta forma, la protege mejor, como si la tuviera claramente ante los ojos.
Un corazón que, roto a dentelladas, ha rodado a través de todos los siglos.
Un infierno hecho de los demonios del halago.
Las reacciones secundarias: uno está hablando siempre a quien no debe, porque la persona a la que se dirige – el anterior a aquel con quien está hablando – ya no está… No puede hablar en el momento adecuado porque no se da cuenta de lo que ha pensado hasta que ya es demasiado tarde. El personaje del secundario y a lo que da lugar su conducta.
A veces, cuando ya no puede ver nada más, le salva una hora en la niebla.
Todo lo que ha vivido fue en vano: el karma del derrochador.
Busca lo mejor porque lo busca para sí. A otros puede que con lo menos bueno les baste. Se siente como si lo hubieran puesto de vigilante y justifica su superioridad rechazando y siendo estricto. El esfuerzo que los demás dedican a sus obras lo dedica él al examen. Lo que no ha examinado por sí mismo carece de valor. Sólo puede llegar a tener valor aquello que ha pasado bajo su mirada. La mayoría de las cosas las pasa por alto; tienen que esfumarse porque él no las ha advertido.
Con un traje de inspector se da mucha importancia y va dando silbidos de advertencia ¡Hay que verle aspirando aire muy seleccionado y volviéndolo a sacar en forma de agudos pitidos!
Mirar a todos y a cada uno de los hombres como si los hubiéramos visto miles de veces y como si los viéramos por primera vez.
La víctima que, al morir, se transforma en el que la está sacrificando y, con la voz de éste, grita pidiendo socorro. (Ramayana).
El oído, no el cerebro, como sede del espíritu. (Mesopotamia).
Espíritus iluminadores y espíritus ordenadores. Heráclito y Aristóteles como casos extremos.
El espíritu iluminador tiene las características del rayo; se mueve a gran velocidad recorriendo grandes distancias. Prescinde de todo y va directo a una única realidad, que él mismo antes de iluminarla no conoce. Su primer efecto es caer violentamente sobre algo. Sin un mínimo de destrucción, sin miedo, no adquiere forma alguna a los ojos de los hombres. La sola iluminación es algo demasiado inconcreto, demasiado amorfo. El destino del nuevo conocimiento depende del lugar donde haya caído el rayo. Para éste, el hombre, en gran parte, todavía no es más que tierra intacta.
Lo iluminado se les deja como herencia a los ordenadores. Las operaciones de éstos son tan lentas como rápidas eran las de aquéllos; los ordenadores son los cartógrafos que van marcando los sitios donde han caído los rayos; de éstos no se fían; con todo lo que hacen aspiran a que no caigan más rayos.
Una ciudad en la que los distintos estamentos van por distintas calles. Los de arriba y los de abajo no se encuentran nunca. Las comunicaciones imprescindibles tienen lugar por medio de cables. Los trabajos penosos se hacen sin que nadie lo vea. Los unos miran hacia el suelo, a los lados los otros. Los de arriba se visten de Oídos, de Manos los de abajo. Un Mano que se pierde se encuentra, horrorizado, en medio de Oídos; mientras éstos están distraídos oyendo otras cosas, él ejecuta el castigo por haberse perdido y se estrangula. Los Oídos se abren para oír su último suspiro y alaban la conciencia de clase de este Mano. Los Oídos renegados mueren de hambre en medio de los Manos y yacen podridos en las calles de los de abajo.
Incluso sus perros están separados y no se atreven a mezclarse.
Autodisolución de la Historia en sus actos de venganza.