1971

Festival anual del crimen en Sarajevo: la población se disfraza con la piel de los animales que sacrificó Franz Ferdinand. El heredero del trono va en un coche disparando desde el Ayuntamiento hasta el Museo del Crimen. Miles de víctimas caen moribundas al pequeño río ¿Vuelve a haber guerra?, ¿sigue habiendo guerra?

En la esquina, sale de la multitud el que hace el papel de Príncipe y dispara al asesino de masas en el corazón.


Cayó en brazos del fantasma de la Humanidad.


Tolstoi disfrazado de escarabajo en un baile. ¿Le hubiera gustado a Kafka, que veneraba a Tolstoi, leer esto después de haber escrito La Metamorfosis?


El Lector que no puede dejar de leer, que lee y lee, que lee cada vez más, cada vez más libros antiguos, se ha convertido en un personaje no despreciable, una especie de hombre de confianza de los demás, que se fían de él: si no deja de leer -piensan – encontrará lo decisivo.


Lo cínico como una especie de movimiento de masas de nuestro tiempo. Un inmenso tonel de Diógenes en el que se han juntado cientos de miles de personas.


En el verdadero poeta lo que más valoro es lo que silencia por orgullo.


No me interesa comprender de un modo preciso a una persona a la que conozco. Lo que me interesa es exagerarla de un modo preciso.


Uno se pregunta lo que Dios hubiera dicho si hubiera mirado a Tolstoi. Rezar se ha rezado bastante, pero es difícil que esto pueda interesarle a Dios.

Sólo los acontecimientos debieran haber preocupado a Dios ya. Tal vez Tolstoi hubiera provocado los celos de Dios. Tal vez lo hubiera tomado por hermano.


No puedo olvidar su imagen; lo estoy viendo como si fuera un antepasado. Cuánta fuerza debe haber dado a los hombres el culto a los antepasados. ¿A qué rendimos culto? ¿A qué podemos rendir culto?


Hay que decir que Tolstoi llegó a los ochenta y dos años y Dostoyewsky sólo a los cincuenta y nueve. Veintitrés años es mucho tiempo. ¿Existiría verdaderamente Tolstoi si hubiera muerto en 1887?

Es completamente imposible escapar a la injusticia de las edades.


Quiero a Dios todo lo más como a un Tolstoi.


Mejorar sólo puede significar una cosa: saber mejor. Pero tiene que ser un saber que no le deje a uno en paz, un saber que le acose. Un saber que tranquilice es letal.

Es muy importante que uno rechace algunos saberes. Hay que poder esperar el momento en el que un saber se convierte en aguijón: todo presentimiento es el dolor de este mismo presentimiento.


¡Qué desastre tener sólo una edad determinada! A uno le gustaría tener al mismo tiempo dos edades distintas y saberlo. «¿Cuántos años tiene usted?» – «Veintisiete y sesenta y cinco.»«¿Y usted?» – Cuarenta y uno y doce.»

De estas edades dobles se podrían sacar nuevas y fascinantes formas de vida.


Desvergüenza del rico que aconseja a pobres.


Se perfectamente qué es ser «burgués». Así que uno pronuncia esta palabra, vuelvo a no saberlo.


Uno no sabe nunca qué va a pasar si de repente las cosas cambian. Pero ¿sabe uno lo que pasará si no cambian?


«Paso por encima de dos chicos pequeños que están en el suelo y que se abrazan el uno al otro como si fueran monos. Unos fugitivos dicen que hace aproximadamente una semana incendiaron su pueblo y mataron a todo el mundo excepto a ellos dos. "Hace tres días que los tenemos aquí", dice el médico, y nadie sabe quién son". Están tan horrorizados de lo que han visto que no pueden hablar. Lo único que hacen es estar aquí en el suelo y abrazarse el uno al otro. Es casi imposible separarlos, ni siquiera el tiempo necesario para darles de comer. Es difícil decir cuándo van a recuperar el habla.»

Las palabras que preceden son triplemente horribles. Algunos no pueden leerlas. Sin embargo las olvidan.

¿Sería posible que la sensibilidad de los que no están curtidos porque no lo han visto…, que su sensibilidad actuara sobre los que estuvieron presentes? Este horror que no se pudo conformar porque no se tuvo que conformar, ¿tiene esta función?

Si esto fuera así, tendría algún sentido que algunos hombres no hubieran sido nunca asesinos. Pero el número de éstos es demasiado pequeño y el de los que han matado o han sido testigos de ello es demasiado grande.


Quizá no hay ni un solo hombre que merezca tener un hijo.


¿Eran los males del infierno más pequeños cuando todavía creíamos en él? El modo de ser infernal de cada uno de nosotros ¿era más soportable cuando sabía adónde iría a parar? Ahora, orgullosos de haber suprimido el infierno, lo estamos extendiendo por todas partes.


Los últimos hombres no llorarán.


El enemigo de mi enemigo no es mi amigo.


También yo soy de los «mansos» que intentan explicar el crimen y que con ello lo disculpan a medias. Odio el castigo que los hombres seguros disponen. Detesto la coacción. Pero conozco también perfectamente los abismos de maldad del ser humano. los conozco por mí mismo.

¿Es, pues, mansedumbre para mí lo que yo consigo con estas explicaciones?

No, pidiéndome cuentas a mí mismo soy duro.

Me he salvado del crimen y con ello de todo castigo público. ¿Cómo puedo querer para otros hombres castigos que no serán nunca para mí? ¿Tendría uno que cometer crímenes para aceptar castigos? No, esto sería petulancia e hipocresía.

¿Qué procedimiento habría para reconocer la justicia que hay en los castigos sin simplificar la realidad?


Un país en el que los jueces se castigan a sí mismos junto con los reos. No hay justicia que no tengan que sentir en su propia carne. No hay castigo que no les afecte a ellos. No hay absolución que no redunde en beneficio suyo, sólo que no tienen que pagar.


Con las autoacusaciones no se adelanta nada. Cuanto más a fondo van, tanto más acaban en una confiada autosatisfacción. «¡Hay que ver cómo soy! ¡Hasta esto puedo ¡decírmelo impunemente!»


Ciertas palabras, nota uno, son demasiado terribles para todo el mundo menos para uno mismo.


Todos los pesimismos de la historia de la Humanidad juntos no tienen ningún peso en comparación con la realidad. Ninguna de las viejas religiones puede ser suficiente. Todas ellas provienen de períodos idílicos.


Encontrar el camino a través del laberinto del propio tiempo, sin sucumbir al propio tiempo pero también sin escapar de él.


Tendría más confianza en sí mismo si todavía no hubiera oído decir nada de sí mismo.


¿Si resultara que nosotros, los eternos penitentes del futuro, hubiéramos vivido en el mejor de todos los tiempos?

¿Si nos envidiaran por los millones de bengalíes que se mueren de hambre?

¿Si se rieran de nuestra insatisfacción y de nuestra miserable conciencia viéndoles como actitudes biedermeier?

¿Si investigaran una y otra vez, y de miles de maneras, cómo hemos conseguido tener tanta libertad, tanto aire, tantos pensamientos?

¿Si explicaran nuestra ignorancia con el súmun de la humanidad y vieran en nuestra aversión a la muerte una inocente afición al crimen?


Los ciegos, esta gente que saben siempre más.


Este ingenio en todos los ámbitos de la vida y que cada vez los va separando más unos de otros; y esta falta de ingenio para tender puentes que salven los abismos que separan un ámbito de otro.


¡Tantos hombres en la cabeza, y lo que estos hombres han dicho!; y, no obstante, esto tiene que encontrarlo y decirlo uno mismo.


En la vanidad de su dialéctica se reserva toda decisión hasta que ya no es capaz de decidir nada y a esto lo llama pensar.

Maneja su sierra, alternativamente por dos lados. Lo que él corta deja de existir.

Su serrín es a veces muy agudo.


Muchos pensamientos-gusano: si los cortas en dos, siguen creciendo.


Esta vida total, inmensa, que se multiplica de un modo infinito. ¿Para nosotros? Esto sólo puede creerlo Dios.


Todos los días se le ocurrían mil estructuras; de tantas estructuras ya no podía dormir; hablaba, comía, tragaba, se vaciaba de estructuras. Cuando me encontraba con él, me recitaba nuevas estructuras; cuando me marchaba, se despedía con estructuras.


A partir de determinada edad de los interlocutores, todo diálogo articulado tiene lugar de un modo caótico y diabólico, como si para ambos lo importante fuera cubrirse y zafarse con una cabellera de palabras arrancada de otro.

Con todo, no hay nada más presuntuoso que una cabellera de palabras. A las palabras sólo se las oye si se las reenvía a aquel de quien han salido. En su viaje de regreso deben suscitar sueños sobresaltados que se confían agradecidos al hombre honrado que las ha encontrado.

Un sueño que aparece y desaparece es lo más grande que los hombres pueden conseguir unos de otros.

El tiempo en el que le interesa algo es su tiempo. Estar libre del horario de otros.

Pero estar libre del propio horario: intercambiar las consecuencias, preferirlas, dejarlas para más tarde, recordarlas, olvidarlas.


No sobreestimar lo inhabitual. Poner espinos en lo habitual.


Gracias a que es una persona olvidadiza, al fin ha sido algo de él.


Para ser. libre hoy, sirve a todos los señores del pasado y del futuro.


Los cosmonautas rusos estaban muertos cuando llegaron a la Tierra. Aterrizaron felizmente y en el aterrizaje, sin ninguna herida exterior, murieron. Si les falló el corazón es que los tres corazones iban a la par. Un final más patético que si hubieran desaparecido en el espacio. Así es como les encontraron, un aviso. Lo mejor sería que jamás se llegara a saber la razón de su muerte. Pero habría que meditar muy seriamente sobre la tristeza del pueblo ruso por sus tres muertos. Si misiones de este tipo pudieran cumplir la función de las guerras, a modo de participación colectiva en una empresa que comporta un riesgo para la vida, entonces, a pesar de todo, los viajes espaciales tendrían un sentido.


Es necesario que los hombres intenten meditar sobre todo lo que hay aparte de la técnica. ¿De qué otra manera, si no, puede uno encontrar fuerzas que hagan posible la libertad frente a la prepotencia de la técnica?


El sería feliz si, de pronto, por razones inexplicables, nos encontráramos bajo otro firmamento.


El tendía a las religiones en las que los dioses se escapan unos de otros, y de los hombres, por metamorfosis.


Estoy alimentado de mitos. De vez en cuando intento escapar a ellos. Lo que no quiero es violarlos.


«El gusano de seda, salido de un gusano del paciente Job.»


Con los dioses de la Antigüedad se ha perdido tanto que cabría temer que con el nuestro, que es más sencillo, se perdiera también algo.

Pero no logro encontrar el camino que lleva a aquel que ha traído la muerte al mundo. Un Dios de la vida no lo veo por ninguna parte; sólo veo ciegos que embellecen sus fechorías con Dios.


¿Son esperanzas de niño las que tengo aún cuando descubro una grieta en la cáscara de un ser humano y siento de repente: aún no está todo perdido, con una pequeña ayuda es posible volver a poner en movimiento un corazón que se para?

Es cierto que cada día sé mejor que poseo un terrible conocimiento del hombre; pero no es el conocimiento que todo el mundo que haya vivido un poco pueda tener lo que a mí me interesa. Lo que me interesa es lo que contradice a este conocimiento, lo que lo suprime. De un usurero me gustaría hacer un filántropo, de un contable, un poeta. Me interesa el salto, la metamorfosis sorprendente.

Nunca he perdido del todo la esperanza; a menudo busco la manera de castigarme por ella y me burlo cruelmente. Pero sigue viviendo incólume en mí.

Puede que sea tan ridícula como otra, mucho mayor, aquella inmensa esperanza de que, de repente, un muerto esté ante mí y que no sea ningún sueño.


Aquel a quien le comprenden, le comprenden mal. Todo repercute únicamente en forma de malentendido. Sin embargo, sigue siendo decisivo que uno viva para que le comprendan de verdad.


Primera conversación con personas que él conoce de vista desde hace diez años, que las ha visto todos los días preguntándose sobre ellas y ellas preguntándose sobre él.

Es preciso que uno tenga muchas personas como éstas y que luego, al cabo de los años, les dirija la palabra.


El hombre de Asia, establecido en África, que, expulsado, ha salido hacia Inglaterra y que jamás ha acabado de llegar aquí.


¿Cuántos rostros puede retener un hombre? ¿Hay un umbral superior en esto? ¿Alcanzarán sólo este umbral personas como Napoleón que se acuerdan de los hombres para que mueran por ellos?


A él le gustan las frases aisladas, frases para sí mismas; se las puede ir dando vueltas en la mano, se las puede agitar, se las puede estrangular.


Los nombres chinos tienen algo de la lengua última en la que desembocarán todas las lenguas del mundo.


¿Se vengarán los libros no leídos? Si él no les hace caso, ¿se negarán a acompañarle al fin de su vida? ¿Se precipitarán sobre los libros hartos, leídos de muchas maneras y los romperán en mil pedazos?


A Musil lo admiro aunque sólo sea porque no abandona lo que ha examinado detenidamente. Permanece instalado en ello catorce años y muere cuando todavía está preso allí.


Estoy leyendo, como si fuera la Primera vez, Las Metamorfosis de Ovidio. No es lo que dicen y lo que sienten sus personajes lo que me impresiona: se encuentran demasiado en el plano de lo artístico; su retórica ha penetrado desde el principio en la literatura europea y ha sido purificada por los autores posteriores que han hecho de ella una verdad mejor. Pero la inspiración de estos versos, su tema, son las metamorfosis, y en ellas Ovidio ha anticipado algo que, hasta nuestros días, ha interesado vivamente a algunos escritores. Ovidio no se contenta con dar nombre a algunas metamorfosis, las sigue el rastro, las describe, las convierte en procesos claramente visibles por el lector. Con ello separa lo más característico del mito de su contexto habitual y le da este carácter sorprendente que ya no volverá a perder. Le interesan todas las metamorfosis, no sólo ésta o aquélla; las reúne; las coloca una detrás de otra; las sigue una por una en sus ramificaciones, e incluso allí donde por su naturaleza tienen rasgos comunes, dan siempre la impresión de milagros recientes, sentidos como algo digno de crédito.

Estas metamorfosis son a menudo fugas, pero son algo único; muchas veces son metamorfosis del dolor. Su carácter definitivo es lo que les da su seriedad. Cuando son redenciones, se han pagado a alto precio; la libertad del ser transformado se ha perdido para siempre. Pero la variedad y la riqueza de esta serie de transformaciones es lo que conserva la fluidez de todo el mito.

Es incalculable lo que, con esta obra, ha salvado Ovidio para el mundo cristiano: aquello, precisamente, que más lejos estaba de la conciencia de este mundo. A la doctrina del Cristianismo, que estaba anquilosándose con sus jerarquías, a su torpe sistema de virtudes y vicios les insufló el aliento antiguo, liberador de la metamorfosis. Ovidio es el padre de una modernidad que ha existido en todas las épocas; incluso hoy en día no sería difícil encontrar las huellas de este autor.


Hay que dejar de hablar antes de haberlo dicho todo. Algunos lo han dicho todo antes de empezar.


No encontrar nada más, ninguna forma desconocida de hombre. Este es el momento de enmarañar todo lo conocido.


El ha arrancado todos los mitos como si fueran hierba.


Ojos que sólo ven el cuerpo por dentro, pero lo ven ensangrentado y con todo detalle. Un ojo para mirar hacia dentro y otro para mirar hacia fuera. Si tuvieran esta doble visión, ¿cómo serían los hombres?


A la mayoría de los místicos no los consideramos como poetas, pero sí a los místicos persas.

En estos autores se habla más de animales; se habla también de muchachos. Su escritura es más sinuosa; su exaltación, más terrena; sus parábolas tienen el calor del aliento amoroso Y, a la vez, algo de los límites y del perfil de la vida diaria.

Les falta lo ovejil de la vida monástico. Se nota que han andado por el mundo, que han callado mucho y que, de repente, después de un largo silencio, han empezado a hablar apasionadamente.

Son sabios, pero su manera de hablar es vehemente. Balbucean y hablan de un modo maravilloso. Tienen algo de acróbatas.


El está buscando la frase única. Está pensando cientos de miles de frases para encontrar la única.

¿En qué lengua se podría encontrar la frase única? Las palabras de la frase única ¿son cuerpos del mundo? ¿Corazones? ¿Muertes? ¿Animales?

La frase única es aquella que él mismo no repite; nadie la repite.


Los destructores de la lengua buscan una nueva justicia en medio de las palabras. No la hay. Las palabras son desiguales e injustas.


La alegría y viveza de Ariosto ha pasado a Stendhal; la rapidez, la arbitrariedad y el gusto por la metamorfosis.

Stendhal ha tomado más de Ariosto que de Shakespeare.

La actitud moderada de Stendhal en relación con la muerte, a pesar de haber perdido pronto a su madre y del asco que le daba Dios, «del cual venía esto», sólo se explican por la Revolución Francesa: el sentimiento de felicidad que le produjo la ejecución del rey. Una muerte que a su odiado padre afectó tanto fue para él una dicha y esto le hizo de alguna manera culpable de esta muerte.

Los tres modelos de la infancia de Stendhal: el abuelo escéptico, que siempre estaba imaginando algo; la orgullosa tía, con su aristocrático porte español; Romain Gagnon, su tío, «bon vivant», mujeriego y amigo de disfrutar del momento. Pero más fuerza tienen todavía los anti-modelos de su juventud: el padre calculador; otra tía, la gruñona que le persigue con odio, y el jesuita Raillane, su profesor. Esta escisión de amor y odio, modelos y anti-modelos, en ninguna autobiografía se presenta de un modo tan claro y estimulante como en la de Stendhal.

Para mí, el valor teórico de Henri Brulard está precisamente en esto. Pero no hay casi nada en Brulard que no tenga un valor enorme. En esta obra, las primeras experiencias de la muerte tienen tal verdad y tal fuerza que llegan a perseguirle a uno mismo. Ahí se encuentran el obstinado localismo al que sólo algunas veces da forma pero del que continuamente esta haciendo referencias precisas. Se encuentra una libertad moral que no silencia ninguna bajeza y que, de un modo automático, se coloca siempre al lado de la magnanimidad. Se encuentra su curiosidad por el hombre y su sensibilidad, siempre despierta, por el encanto de las mujeres. El gusto que tiene luego también por la pintura no se puede entender de otra manera.

A Stendhal le debo la convicción de que todo hombre, si consigue plasmarse en un apunte, es un ser estimulante, sorprendente e insustituible.

Es la espontaneidad de su modo de pensar y de sentir lo que yo amo en él, el carácter abierto y felizmente receptor de su forma de ser, la rapidez que no olvida, el movimiento incesante que no se pierde nunca, el carácter aristocrático sin ser prosopopéyico, la gratitud que sabe perfectamente con qué está obligada, el no embellecer la realidad (excepto cuando se trata de cuadros), la manera como llena un caos en el que, no obstante, siempre hay luz. Luz la hay en todas partes en este autor; su pensamiento es luz. Pero no una luz religiosa o mística – ésta, para él, fue siempre sospechosa -, es la luz de la vida misma, de los procesos vitales que en cada detalle concreto le iluminan.


Es difícil conservar la crueldad necesaria para contemplar la realidad de un modo insobornable. El calor del recuerdo se propaga por doquier y, una vez se ha convertido uno en este calor, ya no podrá mirar a nadie con la mirada dura de la realidad.


¿A qué hombre se le permitirá seguir su camino?, ¿a qué hombre no le empujarán continuamente de un lado para otro, no le mandarán al desierto, allí donde ya no encuentra nada de sí mismo y tiene que secarse convertido en un tartamudo que pide socorro, en uno que se hunde en la sal, un ser sin hojas ni flores, chamuscado, maldito?


Ningún hombre conoce toda la amargura que le espera, y si ésta apareciera de repente, como un sueño, la negaría y apartaría la vista de ella.

A esto se le llama esperanza.


No hay dolor que no pueda ser superado por otro dolor; lo único infinito es el dolor.


Los filósofos que quisieran darle a uno la muerte, para que la llevara consigo, como si desde el principio la muerte estuviera en uno.

No pueden soportar no verla hasta el final; prefieren prolongarla hacia atrás hasta hacerla llegar al origen; la caracterizan como el más íntimo compañero de toda la vida y, de esta manera, convirtiéndola en algo más tenue y más familiar, es como se les hace soportable.

No comprenden que con ello le han dado más poder del que le corresponde. «El hecho de que mueras – parecen decir – no es nada, de todas maneras estás siempre muerto ya». No se dan cuenta de que se han hecho culpables de un truco vil y cobarde, pues de esta manera paralizan la fuerza de aquellos que podrían resistirse a la muerte. Impiden la única lucha que sería digna de ser luchada. Declaran como sabiduría lo que es capitulación. Incitan a todo el mundo a la cobardía.

Entre ellos, los que se tienen por cristianos, envenenan con estos pensamientos el verdadero núcleo de su fe, que saca su fuerza de la superación de la muerte. Según ellos, todas las resurrecciones que consiguió Cristo en los Evangelios carecerían de sentido.

«Muerte, ¿dónde está tu aguijón.» No hay aguijón, dicen, por que existe desde siempre, metido en la vida, como un hermano siamés de ella.

Abandonan al hombre a la muerte como a una sangre invisible que circula incesantemente por sus venas; habría que llamarla la sangre de la sumisión, la secreta sombra de la verdadera sangre que se renueva de un modo incesante para vivir.


El instinto de muerte de Freud es un descendiente de antiguas y oscuras doctrinas filosóficas, pero es todavía más peligroso que éstas, porque se viste con términos biológicos que gozan de prestigio en el mundo moderno.

Esta Psicología que no es Filosofía vive de lo peor de la herencia de la Filosofía.


Los filósofos del lenguaje que no se ocupan de la muerte, como si fuera algo «metafísico». Pero que la muerte haya ido a parar a la Metafísica no modifica para nada una realidad: es el factum más antiguo de todos, más antiguo y más decisivo que todas las lenguas.


Los estoicos vencen a la muerte con la muerte. La muerte que uno mismo se da no le puede hacer nada, por esto no tiene por qué temerla.


El que se ha cortado la cabeza no siente dolor alguno.


No hay nada que acabemos de saber ahora mismo: lo que creemos acabar de saber ahora mismo lo sabemos desde hace tiempo.

Sólo cuenta el saber que ha estado descansando secretamente en nosotros.


El vanidoso no le quiere pedir ayuda a Dios antes de tiempo. Primero, como en un espejo, le gusta verse a sí mismo en la fuerza que no tiene; mira cómo desaparece lo que ha pretendido tener, se alegra de su debilidad y, de repente, con una increíble desvergüenza, dice: Dios; como si éste hubiera estado siempre secretamente a su favor.


Una lengua que llega hasta el infierno.


Todos se colocaron como si fueran monumentos y esperaron impávidos. Hasta la próxima moda; luego empezaron a moverse y agitarse.


Descanso, hasta que se vuelva a encontrar la eternidad.


Un mundo que no suscite la pasión de aquel en el cual este mundo penetra, no es ningún mundo. La simple infiltración no es nada. El hombre, que es como un terreno calcáreo, tiene que formar sus ríos subterráneos, y éstos deben salir a la luz de un modo intempestuoso e inesperado.


Una tormenta que dura una semana. Oscuridad por todas partes. Leer sólo cuando relampaguea. Acordarse de lo leído a la luz de los rayos y enlazarlo.


¿Cuántas palabras de halago necesita el hombre para ser mejor? Le dicen como es según ellos, y él se gusta así mismo. No hay ninguna cabeza que no sea interesante. Lo único que hay que hacer es meterse en ella.


Uno se pregunta si hacer intencionadamente una recapitulación de sí mismo en la vejez es algo punible. Porque se podría pensar que bajo el peso de lo rememorado se cerrara uno a lo externo, no quisiera asimilar nada más y no lo asimilara.

Tal vez el valor de lo que se ha asimilado tarde es cuestionable. No siempre penetra en el hombre; resbala en la superficie; uno lleva un abrigo impenetrable contra lo nuevo.

En cambio, la actitud de abertura hacia dentro crece de tal manera que uno tiene que ceder a ella con sólo que la cosecha de tal actitud esté mínimamente justificada. La dificultad está en que sobre todo lo pasado, por el mero hecho de ser pasado, se posa un brillo, que es fundamentalmente un brillo que proviene de los muertos. A uno no le es posible desconfiar de este brillo porque contiene la gratitud por lo vivido. No puede ser más que lo autovivido, lo propio, y la culpa que uno pueda sentir a veces porque esto que ha vivido no es lo que han vivido los demás, porque, por así decirlo, los excluye es una culpa llena de presunción, pues ¿cómo hubiera uno podido vivir la vida de todos?


El recuerdo es bueno porque aumenta la medida de lo conocible. Pero hay que tener especial cuidado en no excluir nunca lo terrible.

Puede que el recuerdo de lo terrible aprehenda la realidad de un modo distinto a como lo terrible se presenta ante el hombre, distinto pero no menos cruel, no más soportable, no menos absurdo, hiriente, amargo; este recuerdo no debe estar contento de que lo terrible haya pasado: jamás hay nada que haya pasado.

El verdadero valor del recuerdo consiste en ver que no hay nada que haya pasado.


Uno no puede verse a sí mismo con suficiente rigor. Y tiene que ser un rigor exhaustivo; así que simplifica, se convierte en una pose condenatoria carente de valor, una actitud que proporciona un placer engañoso.


Un suspiro de alivio entre animales: ellos no saben lo que les espera.


Mucho antes de la creación del mundo hubo filósofos. Estaban espiando para poder decir que todo estaba bien. Pues ¿no lo habían pensado ellos? ¿Cómo podía haber algo pensado por ellos que no estuviera bien?

De sus pensamientos sacaron este producto mental ambivalente y se rieron por lo bajo al ver cómo habían acertado en sus predicciones.


La culpa como karma… inaudita presunción del ser humano: el alma humana, dicen, purga sus bajezas en los animales en los que mora.

¿Cómo se atreve el hombre a castigar a los animales con su alma? ¿Acaso éstos le han invitado? ¿Pueden desear ser degradados por ella? Los animales no quieren el alma del hombre, la detestan; para ellos es demasiado gorda, demasiado fea. Prefieren su propia pobreza, su atractiva pobreza, y mucho antes que por hombres se dejan devorar por animales.

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