1943

Desde que hay guerra los pensamientos y las frases son más cortos, adaptados al tono de las órdenes. La gente lo que quiere es no prolongar ni continuar todo lo que ha surgido en este tiempo. Quieren dejarlo tras sí como si fueran los tiros de una ametralladora. Nadie sabe quién va a venir a su casa ni nadie sabe dónde va a estar en casa. De ahí que la gente no se instale demasiado a sus anchas en ninguna frase y que pase por todas ellas rozándolas, como si fueran hojas que bordean el camino. El periódico, «en el que todos los días viene una cosa distinta», y los partes radiofónicos son los monos del momento; cuando se advierte su presencia en un árbol ya han saltado al siguiente. El Matusalén de la guerra ya no es ningún vicio, nació ayer; una existencia normal se cuenta por horas. Debe haber ocurrido que uno ya no sabe para qué ha estado luchando el momento anterior; y algunos dicen que cientos de miles de muertos desfiguran la más clara de las metas. No siempre se encuentran ríos dispuestos a llevarse los cadáveres flotando. Los hornos crematorios rodantes llegan muchas veces con retraso. Las torres de calaveras unidas con cemento que construían los tártaros eran más recomendables; ofrecían una amplia perspectiva. Con todo, los experimentos de utilización de corazones e intestinos muertos han hecho grandes progresos; no está excluido que se dé nueva vida a los cadáveres propios sirviéndose de los de los enemigos. Entonces las guerras tendrían un sentido, un sentido profundo que hasta hoy sólo han augurado los profetas de la guerra. No se había llegado demasiado lejos en la interpretación de procesos de proporciones tan colosales; pero los números hablan por sí solos a favor de un hecho: tiene que tratarse de acontecimientos de suma importancia para la vida, pues ¿iba a ser inútil la muerte de millones de hombres? ¿Y qué decir de que los hombres vayan gustosos a la muerte, estén orgullosos de morir y de que anden a la greña por el privilegio que esto supone? Son siempre los números lo que avergüenza a los escépticos.

Al hombre no le gusta morir. En la guerra muere la gente por millones. De ahí que las guerras tengan que tener un significado especial y quizá lo que ocurre es que no hemos sabido moler adecuadamente los cadáveres del enemigo. Nos hemos reído de los cazadores de cabezas y hemos hecho burla de los caníbales. Pero dentro de estos hijos de la Naturaleza hay un meollo sano, y de la misma manera como entienden de hierbas medicinales y de venenos, seguro que saben muy bien, y en todo caso mejor que nosotros, por qué tienen que comerse precisamente a los enemigos. Una cosa no se les puede negar: son consecuentes, y el ridículo sentimentalismo de nuestra pseudo-cultura no les ha llevado a moler un corazón por el simple hecho de que es el corazón de un hombre, todo lo contrario, prefieren corazones de animales.


En la Historia se habla poco, demasiado poco, de animales.


El hombre de Neandertal piensa: siempre habrá guerras, incluso dentro de trescientos millones de años; puede contar ya hasta el millón.


Reniega de todos los que aceptan la muerta. ¿Quién te queda?


La herencia de Dios está envenenada.


El futuro que cambia a cada momento.


Un tropel de mujeres en cinta, en muy avanzado estado; a su encuentro, en dirección contraria, vienen camiones, tanques, camiones, tanques llenos de soldados armados y equipados con toda exactitud. Los coches han pasado; las mujeres, en mitad de la carretera, empiezan a cantar.


La guerra es algo tan ordenado que la gente acaba encontrándose en ella como en su casa.


Desde que están sentados en sillones y comen en mesas hacen guerras más largas.


Los muertos tienen miedo de los vivos. Los vivos, en cambio, que no lo saben, temen a los muertos.


Todas las fronteras que ha habido en la Tierra desde que hay hombres y una comisión que vigile si son o no reales: la academia de las Fronteras. Un diccionario de fronteras, corregido a cada nueva edición. Una evaluación de los gastos que comportan estas fronteras. Los héroes que han muerto por ellas y sus descendientes que les quitan la frontera debajo de sus tumbas. Muros en sitios donde no deben estar, y sitios donde habría que levantarlos en realidad, si no fuera que desde tiempo están ya en otro sitio. Los uniformes de guardias de frontera que han muerto y los desaguisados que tienen lugar en los pasos difíciles, las eternas infracciones, corrimientos y terrenos movedizos. El presuntuoso mar; los incontrolables gusanos; pájaros que van de un país a otro, propuesta de exterminio de estos pájaros.


La ciencia se ha traicionado al hacerse objeto de sí misma. Se ha convertido en religión, en religión del matar y quiere hacer creer que de las religiones tradicionales del morir a esta religión del matar ha habido un progreso. Muy pronto habrá que poner a la ciencia bajo el imperio de una fuerza más alta que, convirtiéndola en su servidora, la oprima sin destruirla. Para este sojuzgamiento de la ciencia hay que darse prisa. Está contenta con ser una religión y se apresura a exterminar a los hombres antes de que éstos tengan el valor suficiente para destronarla. De este modo, saber es realmente poder, pero un poder que se ha vuelto furioso, un poder al que se adora sin rubor; sus adoradores se contentan con pelos y escamas de él; si no pueden sacarle nada más, con las huellas de sus pies artificiales, de sus pies pesados.


Los viejos relatos de viajes van a ser algo tan precioso como las grandes obras de arte; porque la tierra desconocida era algo sagrado y jamás podrá volver a serlo.


El diablo fue una gran sinvergüenza siendo inofensivo, meciendo a los hombres en una engañosa seguridad.


Antes del hundimiento de Alemania, en este país había vendedores ambulantes que iban por las casas con retratos del Führer que se inflamaban de un modo espontáneo cuando la gente los miraba a los ojos.


Hay muchas personas sencillas que le preguntan a uno: «¿Cree usted que va a terminar pronto la guerra?», y si uno ingenuamente les contesta: «Sí, muy pronto», advierte de repente – primero no quiere uno creerlo – cómo el miedo y el horror se dibujan en sus rostros. Se avergüenzan un poco de esto y saben siempre que por motivos de humanidad deberían alegrarse. Pero la guerra les ha reportado el pan y una ganancia considerable, a algunos por primera vez en la vida; otros, al fin, después de muchos años, han recuperado este pan y estas ganancias; y así ocurre que lo único que les tortura es este sentimiento: ¡si durara un poco más!, ¡si todavía no se acabara! Pueblos enteros hasta sus estratos más bajos se han convertido en ganadores de esta guerra, con todas las reacciones con respecto al mundo que una contienda así conlleva. Si tuviera que decir qué es lo que durante esta guerra me ha estado llenando de la mayor de las desesperaciones, diría que esta experiencia cotidiana: la guerra como lo que trae el pan y la seguridad.


Los aduladores apasionados son los hombres más desgraciados del mundo. De vez en cuando les acomete un odio feroz e imprevisible contra la criatura que durante mucho tiempo han estado adulando. No son dueños de este odio; por nada del mundo pueden amasarlo; ceden a él como un tigre a su sed de sangre. Es un espectáculo sorprendente; el hombre que antes, para su víctima, no tenía otra cosa que palabras de la más ciega adoración, retira cada una de estas palabras y las convierte en una serie de dicterios igualmente exagerados. No olvida nada de lo que hubiera podido agradar al otro. En medio de su enloquecida rabia, recorre la lista entera de sus viejas melifluidades y las traduce justo a la lengua del odio.


De todo lo que contemplamos, ¿qué es lo que debe darnos ánimo sino la contemplación misma?


Ni siquiera las acciones más depravadas de los muertos hay que silenciar; hasta tal punto les interesa seguir viviendo como sea.


Es una época que se distingue por cosas nuevas y en modo alguno por pensamientos nuevos.


Lo más atrevido de la vida es el odio a la muerte, y son despreciables y desesperadas las religiones que borran este odio.


Si un consejo que yo tuviera que dar, un consejo técnico, acarreara la muerte de un solo ser humano, ya no podría arrogarme derecho alguno a la vida.


La cultura se cuece juntando todas las vanidades de aquellos que la fomentan. Es un filtro peligroso que distrae del pensamiento de la muerte. La más pura expresión de cultura es una tumba egipcia, en la que todo lo que está alrededor es inútil, cacharros, joyas, comida, imágenes, esculturas, oraciones, y el muerto, a pesar de todo, está muerto.


No es posible leer la Biblia sin indignación y sin fascinación. ¡Qué es lo que ella no hace de los hombres, seres malvados, hipócritas, déspotas, y qué es que no se hace contra ellos! La Biblia es la digna imagen del género humano, modelo de la Humanidad, un ser inmenso, a la vez visible y secreto; es la verdadera Torre de Babel, y Dios lo sabe.


El verdadero arte sería, pues, amar esto sin almacenar el odio que corresponde a este amor.


En el Humanismo, el hombre se tomó las cosas de un modo excesivamente fácil; todavía no se sabía casi nada; en el fondo, el esfuerzo más importante se dirigía a una única tradición. Pero aunque de este movimiento no quedara más que el nombre que lo designa, este movimiento sería santo; y la ciencia que hoy en día lo continúa, llevándolo mucho más lejos y sabiendo mucho más que él, su auténtica heredera, la antropología, lleva un nombre que, si bien está emparentado con aquél, sin embargo es mucho menos de fiar.


Hay libros que tenemos a nuestro lado veinte años sin leerlos, libros de los que no nos alejamos, que los llevamos de una ciudad a otra, de un país a otro, cuidadosamente empaquetados, aunque haya muy poco sitio, y que tal vez hojeamos en el momento de sacarlos de la maleta; sin embargo, nos guardamos muy bien de leer aunque sólo sea una frase completa. Luego, al cabo de veinte años, llega un momento en el que, de repente, como si estuviéramos bajo la presión de un operativo superior, no podemos hacer otra cosa que coger un libro de estos y leerlo de un tirón, de cabo a rabo: este libro actúa como una revelación. En aquel momento sabemos por qué le hemos hecho tanto caso. Tenía que estar mucho tiempo a nuestro lado; tenía que viajar; tenía que ocupar sitio; tenía que ser una carga y ahora ha llegado a la meta de su viaje; ahora levanta su velo; ahora ilumina los veinte años transcurridos en los que ha vivido mudo a nuestro lado. No hubiera podido decir tantas cosas si no hubiera estado mudo durante este tiempo, y qué imbécil se atrevería a afirmar que en el libro hubo siempre lo mismo.


Quizás la razón por la que desprecio la acción es simplemente ésta: porque deseo que todas las acciones, incluso la más insignificante, tengan un sentido universal, que proyecten su sombra de una manera muy particular y que cubran al mismo tiempo el ciclo y la tierra. Sin embargo, el hacer real del hombre se ha atomizado, y tienen que chocar violentamente unos contra otros para que se den cuenta de que cada uno de ellos hace algo. ¡Qué vacío el que hay entre ellos! ¡Qué grandes humillaciones! ¡De qué manera rugen todos! Les calientan desde fuera y cada vez rugen y se agitan con mayor violencia.


Su primer mandamiento es: actúa, lo que hagan es casi indiferente. Uno pensaría que es la mano, que se ha convertido en un ser furioso, la que les empuja de una acción a otra; y lo cierto es que los pies cuentan cada vez menos. Podríamos mandarles cortar las manos a todos a un tiempo; pero es de temer que entonces apretaran botones con la nariz, botones no menos peligrosos. Actúan y lo que hacen no es nada, y porque no es nada es malo. Bien es verdad que cuenta con una vida corta, pero para ellos ni siquiera el momento es sagrado. Por una acción entregan la vida de cualquier persona y a menudo la suya propia. Son los papagayos de los dioses y se reúnen con ellos para hablar de acciones; siempre hay una u otra que les gusta a los dioses; la que más, matar. Del ritual del sacrificio ha nacido, dicen, toda la literatura sapiencial, y de este modo la sabiduría misma sería hija de la acción. Hay muchos de ellos que creen en esto y para muchos más todavía, la guerra ha ocupado el lugar del sacrificio; la masacre es más costosa y dura más tiempo. Es muy posible que ya no haya manera de separar la acción del matar y si la Tierra no quiere sucumbir de un modo esplendoroso, los hombres deberían perder por completo la costumbre de actuar. Oh, si, al fin, con las piernas cruzadas, estuvieran sentados delante de sus casas derruidas, misteriosamente alimentados del aire que respiran y de sueños; lo único que les haría mover un dedo sería una mosca a la que ahuyentarían porque les molestaría su diligencia y su asiduidad, que les recordaría viejos tiempos superados, vergonzosos, los tiempos de los átomos y de la acción.


La Historia desprecia a aquel que la ama.


No es posible hacerse idea de hasta qué punto va a ser peligroso el mundo sin animales.


Imperios de mil años los ha habido: el de Platón, el de Aristóteles, el de Confucio.


¿Cuántas cargas puede sacarse de encima el espíritu? ¿Cuántas cosas puede olvidar de modo que no las vuelva a saber nunca más?, y ¿puede olvidar algo como si no lo hubiera sabido nunca?


Para los historiadores las guerras son como algo sagrado; a modo de tormentas benéficas o inevitables, viniendo de la esfera de lo sobrenatural, irrumpen en el curso evidente y claro del mundo.

Odio el respeto que los historiadores tienen a cualquier cosa por el solo hecho de que ha ocurrido; sus módulos falsos y elaborados a posteriori; su impotencia, caída de bruces ante cualquier forma de poder, ¡Estos cortesanos, estos aduladores, estos juristas siempre interesados! A uno le gustaría hacer trizas la historia de manera que sus girones ya no hubiera quien los encontrara; ni una colmena entera de historiadores. La historia escrita, con su impertinente costumbre de defenderlo todo, hace que la situación de por sí desesperada de la Humanidad desespere todavía más de todas las falaces tradiciones.

Todo el mundo encuentra sus armas en este arsenal; está abierto y es inagotable. Con cachivaches viejos y oxidados que se encontraban en él en pacífica convivencia, fuera, arremeten unos contra otros. Luego, los partidos, una vez han muerto, se dan la mano en señal de reconciliación y entran en la historia. Estas herramientas oxidadas las recogen luego del campo esta especie de samaritanos que son los historiadores; después las devuelven a la armería. Tienen buen cuidado de no quitar ni una sola mancha de sangre. Desde que murieron los hombres en cuyas venas circuló esta sangre, cada gota seca es sagrada.

Todo historiador tiene un arma antigua por la que siente un especial apego y a la que convierte en centro de su historia. Y he aquí que esta arma se levanta allí orgullosa como si fuera un símbolo de fecundidad cuando en realidad es un asesino frío y petrificado.

Desde hace tiempo, no mucho, los historiadores tienen puestas sus miras sobre todo en el papel. De abejas que eran se han convertido en termitas y sólo digieren celulosa. Prescinden de todos los colores de su época de abejas; ciegos, en ocultos canales, pues odian la luz, la emprenden con su viejo papel. No leen, se lo comen, y lo que luego sacan se lo comen otras termitas. En su ceguera los historiadores se han convertido, naturalmente, en videntes. No hay pasado, por repulsivo y odioso que haya sido, que no tenga algún historiador que imagine algún futuro que venga después de este pasado. Sus sermones, creen ellos, están hechos de viejas realidades; sus profecías, mucho antes de que se cumplan, están ya probadas. Además del papel les gustan también las piedras, pero éstas no las comen ni las digieren. Se limitan a ordenarlas en ruinas siempre nuevas y completan lo que falta con palabras de madera.


Juzgar a los hombres según acepten la historia o se avergüencen de ella.


Ya no se encontrarán más objetos desconocidos. Habrá que hacerlos, ¡qué pena!


Estar tan solo que uno ya no deje de ver a nadie, a nadie, a nada.


El estudio del poder, si se toma en serio, comporta los mayores riesgos. Uno acepta metas equivocadas porque, entretanto, hace tiempo que han sido alcanzadas y superadas. La generosidad y la nobleza le mueven a uno a perdonar allí donde menos debería hacerlo. Los Poderosos y los que aspiran a serlo, con todos sus disfraces, se sirven del mundo, y el mundo para ellos es lo que han encontrado. No les queda tiempo para poner nada seriamente en cuestión. Lo que un día produjo masas tiene que proporcionarles sus propias masas. De ahí que oteen la historia en busca de pastos y que se apresuren a instalarse en aquellos sitios en los que pueden hartarse. Tanto los viejos imperios como Dios, la guerra como la paz, todo se ofrece a ellos, y ellos escogen aquello que van a poder manejar mejor. En realidad no hay ninguna diferencia entre los Poderosos; cuando las guerras han durado mucho tiempo y los adversarios, por amor a su victoria, se han tenido que equiparar el uno al otro, de repente esto se ve claro. Todo es éxito y en todas partes el éxito es lo mismo. Cambiar sólo ha cambiado una cosa: el número creciente de hombres ha llevado a masas cada vez mayores. Lo que se descarga en algún sitio de la Tierra se descarga en todas partes; a ninguna aniquilación se le pueden poner fronteras ya. Sin embargo, los poderosos, con sus viejas metas, siguen viviendo en su viejo y limitado mundo. Son los auténticos provincianos y aldeanos de este tiempo; no hay nada más alejado del mundo que el realismo de gabinetes y ministros, a excepción del de los dictadores, que se tienen por más realistas todavía. En lucha contra las formas anquilosadas de la fe, los ilustrados han dejado intacta una religión, la más absurda de todas: la religión del poder. Hubo dos actitudes posibles en relación con éste: una de ellas, a la larga la más peligrosa de las dos, prefirió no hablar de ella, a la manera tradicional seguir ejerciéndolo en silencio, fortalecido como estaba por los inagotables y por desgracia inmortales modelos tomados de la Historia. La otra, muchos más agresiva, empezó glorificándose antes de entrar en acción: se declaró abiertamente como religión que venía a sustituir a las religiones moribundas del amor de las cuales se mofó con la fuerza y con el chiste. Predicó: Dios es poder, y el que pueda, su profeta.


El poder se les sube a la cabeza incluso a aquellos que no lo tienen, pero allí se esfuma más deprisa.


No puedo ser modesto; en mí hay demasiado fuego; las viejas soluciones se desmoronan; para las nuevas todavía no se ha hecho nada… Por esto voy a empezar por todas partes al mismo tiempo, como si tuviera cien años por delante. Cuando se hayan acabado los pocos años que realmente me quedan, ¿van a poder hacer algo los otros con estas ideas vagas y en bruto? No me puedo limitar: el limitarse a una sola cosa como si esto lo fuera todo, es algo demasiado despreciable. Quiero sentirlo todo en mí mismo antes de pensarlo. Necesito una larga historia para que las cosas que hay en mí se hagan mías, de mi casa, antes de que pueda mirarlas con justicia. Tienen que casarse en mí y tener hijos y nietos y por ellos voy a probarlas. ¿Cien años? ¡Cien miserables años! ¿Es esto demasiado para una intención seria?


Los de antes se ríen de mí. A ellos les basta con que sus pensamientos se muerdan bien la cola. Creen que con esto han comprendido realmente algo, y éste es el único pensamiento que tienen, ¡que, a su vez, vuelve a morderse la cola! Cuantas más veces lo hacen, tanto más acertado es, piensan, y cuando llega a alimentarse de su propio cuerpo, entonces se vuelven locos de alegría. Sin embargo yo vivo con un miedo sólo, que mis pensamientos casen demasiado pronto, y es por esto por lo que les dejo tiempo para que desenmascaren toda su falsedad o, por lo menos, para que también de piel.


Uno quisiera descomponer a cada hombre en sus animales y luego, de un modo profundo y benéfico, ponerse de cuerdo con ellos.


Nos engañamos teniendo alguna clase de esperanza para después de la guerra, Hay esperanzas particulares y éstas son legítimas: Volveremos a ver a nuestro hermano, le pediremos perdón aunque no le hayamos hecho nada, simplemente porque podríamos haberle hecho algo, y porque después de separaciones como ésta estamos firmemente decididos a ser tan sensibles y tiernos como nos sea posible. Sobre la tumba de una ciudad iremos a visitar la tumba de nuestra madre y a bendecir a esta mujer por haber muerto antes de esta guerra. Hasta tal punto actuaremos contra nuestra naturaleza más íntima. Buscaremos ciudades conocidas y encontraremos en ellas algunos seres conocidos y que todavía viven; sobre los demás correrán las más peregrinas historias. Uno podrá instalarse en mil seductores recuerdos; entre los hombres, entre los individuos humanos, habrá mucho amor. Pero las verdaderas esperanzas, las esperanzas puras, las que uno no tiene para sí mismo, aquellas cuyo cumplimiento no va a redundar en beneficio propio, las esperanzas que uno tiene guardadas para todos los demás, para los nietos que no van a ser sus nietos, para los no nacidos, de buenos y malos padres, de soldados y dulces apóstoles, como si uno fuera el patriarca secreto de todos los nietos: estas esperanzas hechas de la bondad innata de la naturaleza humana – que también la bondad es innata -, estas esperanzas que tienen el amarillo del sol hay que lamentarlas, hay que guardarlas cuidadosamente, hay que admíralas, acariciarlas y mecerlas, aunque sean inútiles, aunque con ellas se engañe uno, aunque no vayan a cumplirse ni tan sólo por un momento, pues no hay engaño más santo que éste y de nada como de él depende tanto que no nos asfixiemos del todo.


Mi aversión por los romanos, como observo con pasmo, tiene que ver con su indumentaria. Me imagino siempre a los romanos como los veíamos de niños, en los grabados. El carácter estatuario de su túnica – sobre todo que uno se los imagina sólo de pie, tumbados o luchando – es molesto. El mármol y las coronas que se ven en las pinturas que representan solemnidades tienen su parte en esto. A estos romanos les gusta perdurar y se preocupan de que su nombre sobreviva en piedra, pero ¡qué vida es ésta que quiere perdurar! Nuestro alegre ir y venir les parecería cosa de esclavos, y si, de repente, se encontraran entre nosotros, se considerarían nuestros señores naturales. Su vestimenta tiene la seguridad del mando. Expresa una dignidad absoluta, pero ninguna humanidad. Tiene mucho de la piedra; y no hay indumentaria que esté más lejos de la piel viviente del animal; es esto precisamente lo que en aquélla me parece inhumano. Los muertos pliegues son siempre como una ceremonia puntual, y cada uno de ellos es como los demás, y a todos los llevan con ligereza a dondequiera que van. ¡Cómo se alegra mi corazón cada vez que veo a un grupo de esquimales bajar de sus botes! ¡Cómo los quiero así que los veo y cómo me avergüenza ver que me separan tantas cosas de ellos y que entre ellos jamás me sentiré realmente como uno más! El romano, en cambio, se le acerca a uno frío y extraño y enseguida quiere darle alguna orden. Tiene infinidad de esclavos que se lo hacen todo, pero no para que él pueda hacer algo mejor o más complicado, sino para poder dar órdenes siempre que le venga en gana ¡Y qué órdenes! jamás se ha tramado bajo el sol una ridiculez que un romano u otro, sediento de mando, no se la haya apropiado y que por el hecho de haberla mandado llevar a cabo no la haya convertido en una ridiculez todavía mayor. ¡Pero la indumentaria! ¡La indumentaria! La indumentaria tiene parte de culpa. La orla de púrpura que indica el rango. El modo como la túnica cae hasta los pies sin que con algunas arrugas especiales, pida excusas por esta brusquedad. Todo cubierto de pliegues y de órdenes y todo se hace tan intocable. ¡El espacio que un romano necesita para tropezar! ¡Esta segura superioridad! ¡Estos derechos, este poder! ¿Para qué?


La historia de los romanos es la razón particular más importante para eternizar las guerras. Sus guerras se han convertido en el auténtico modelo del éxito. Para las culturas son el ejemplo de los imperios; para los bárbaros, el ejemplo del botín. Pero como en cada uno de nosotros se encuentran las dos cosas, cultura y barbarie, es posible que la Tierra sucumba por culpa de la herencia de los romanos.

¡Qué desgracia que la ciudad de Roma haya seguido viviendo después de que su imperio se hiciera añicos! ¡Que el Papa la haya continuado! ¡Que emperadores vanidosos pudieran llevarse el botín de sus ruinas vacías y en ellas el nombre de Roma! Roma venció al Cristianismo al convertirse ella en la Cristiandad. Cada caída de Roma, no fue más que una nueva guerra de grandes proporciones. Cada conversión a Roma, en los confines más alejados del mundo, la continuación de los pillajes de la época clásica. ¡América, descubierta para dar vida a la esclavitud! España, como provincia de Roma, la nueva señora del mundo. Luego la renovación de las razzias germánicas del siglo xx. Sólo que los módulos aumentaron hasta adquirir proporciones gigantescas; en lugar del Mediterráneo, la Tierra entera tomó parte en esta renovación, y el número de personas a las que alcanzó esta aniquilación se multiplicó por cien. De ahí que fueran precisos veinte siglos de Cristianismo para darle a la vieja y desnuda idea de Roma una túnica con que cubrir sus vergüenzas y una conciencia moral para sus momentos bajos. Hela aquí ya completa y pertrechada con todas las fuerzas del alma. ¿Quién va a destruirla? ¿Es indestructible? ¿Es exactamente su ruina lo que la Humanidad se ha conquistado con mil esfuerzos y fatigas?


Estamos agradecidos a nuestros antepasados porque no los conocemos.


En cada pensamiento lo importante es lo que éste no dice, hasta qué punto ama esto que no dice y hasta qué punto se acerca a ello sin tocarlo.

Ocurre también que algunas cosas se dicen para que no se puedan volver a decir nunca más. De esta especie son los pensamientos atrevidos; al repetirlos muere su atrevimiento. El rayo no debe caer dos veces en el mismo sitio. Su tensión es su bendición; su luz, en cambio, es sólo algo fugaz y huidizo. Allí donde surge un fuego, este fuego ya no es el rayo.

Los pensamientos que se ensamblan formando un sistema son despiadados. Van excluyendo poco a poco aquello que no dicen y luego lo dejan detrás de sí hasta que se muere de sed.


Uno desea que de todo el mundo los que menos se ocupen de la antigua Roma sean los italianos. Ellos la han sobrevivido.


El viento, lo único libre de la civilización.


Desde que tienen que saber más, los poetas se han vuelto mala gente.


Únicamente en el exilio se da uno cuenta de hasta qué punto el mundo ha sido siempre un mundo de proscritos.


Qué astucias, qué subterfugios, qué pretextos y falacias no emplearíamos sólo para que un muerto volviera a vivir.


El inglés quiere llegar a un juicio exigido por las circunstancias y no quiere hacer una lista de juicios abstractos. Para él, el pensar es una manera inmediata de ejercer el poder. El pensar por el pensar le resulta sospechoso y le repugna; para él el pensador es siempre un extraño, y sobre todo en su propia lengua. Le gusta buscarse un círculo reducido en el que sus propios pensamientos sean superiores, y en él, realmente, no tenga que someterse a nadie. El que ha puesto sus miras en muchos de estos círculos le resulta desagradable al inglés; husmea en él a un conquistador sediento de tierras y no le falta razón. Le resultan enigmáticos los hombres que no persiguen nada con su saber. Estos, si no quieren resultar ridículos en este país, prefieren mantener escondida su luz.


La esencia de la vida inglesa es la autoridad repartida y la inevitable repetición. Precisamente porque la autoridad es tan importante tiene que ocultar su omnipotencia con disfraces y tiene que meterse en frases modestas. El más mínimo abuso lo notan enseguida los demás y lo rechazan de un modo frío y decidido, aunque cortés. Las fronteras, como expresión de lo permitido, en ningún sitio son tan seguras como aquí, y en definitiva, ¿qué es una isla sino un país claramente delimitado? La repetición, sin embargo, le da a la vida de este país su infinita seguridad; los años se han ramificado hasta llegar a los más mínimos detalles de la existencia, y no es sólo en el tiempo donde volverá a ser todo como fue ya mil veces.


La tristeza ya no le inspira palabras cálidas, se ha vuelto fría y dura como la guerra. ¿Quién hay que pueda quejarse todavía? En tanques y bombarderos hay un número fijo y calculado de criaturas que aprietan botones y que saben perfectamente por qué. Lo hacen todo bien. Cada uno de ellos sabe más que el senado romano entero. Ninguno de ellos sabe nada. Algunos no sucumbirán a esto y en un tiempo inimaginablemente lejano que se llama paz les programarán de nuevo para otros trabajos.


Un sentimiento angustioso de extrañeza al leer a Aristóteles. En el primer libro de la Política, que defiende de todas las maneras posibles la esclavitud, a uno le parece estar leyendo el Matens maleficarum. Otro aire, otro clima y un orden completamente distinto. El modo como hasta nuestros días la ciencia depende de las clasificaciones de Aristóteles se le convierte a uno en una pesadilla cuando entra en contacto con la parte «anticuada» de aquellas opiniones que comportan las otras, las que todavía son válidas. Podría ser muy bien que el mismo Aristóteles – cuya autoridad tuvo la culpa del estancamiento que la ciencia natural experimentó durante la Edad Media -, así que se produjo la quiebra de su autoridad, siguiera ejerciendo su nefasta influencia de una forma nueva. Llama la atención hasta qué punto la yuxtaposición de los modernos quehaceres científicos, la frialdad que encierra esta yuxtaposición, la especialización de las distintas ramas del saber tienen mucho de aristotélico. El carácter especial de su ambición ha determinado la estructura de nuestras universidades. La investigación como fin en sí misma, tal como él la practica, no es algo realmente objetivo: para el investigador supone sólo no dejarse arrastrar por ninguna de sus empresas. Excluye el entusiasmo y la transformación del hombre. Quiere que el cuerpo no se dé cuenta de lo que hacen las puntas de los dedos. Todo lo que uno es lo es independientemente del modo como hace ciencia. Lo único que en realidad es legítimo es la curiosidad y una forma especial de disponibilidad que hace sitio a todo lo que la curiosidad almacena. El ingenioso sistema de casilleros que uno ha montado en sí mismo se llena con todo aquello que la curiosidad señala. Basta que se haya encontrado algo para que tenga que entrar allí, y en su casillero tiene que estar en silencio, como si estuviera muerto. Aristóteles es un omnívoro; le demuestra al hombre que no hay nada que no se pueda comer, basta con que sepamos meterlo en su sitio. Las cosas que se encuentran en sus colecciones, tanto si están vivas como si no lo están, son única y exclusivamente objetos y sirven para algo, aunque se pueda demostrar que son altamente dañinas.

En él, pensar es antes que nada compartimentar. Tiene un gran sentido para las clases, lugares, relaciones de parentesco, y algo así como un sistema de clases es lo que él introduce en todo lo que investiga. En sus compartimentaciones lo que le importa es la uniformidad y la pulcritud, mucho más que el hecho de que tales compartimentaciones, estén bien. Es un pensador carente de capacidad para el sueño (todo lo contrario de Platón); el desprecio que le merecen los mitos lo exhibe de un modo claro y manifiesto; incluso los poetas son para él algo útil; si no es así no los valora. Hoy en día sigue habiendo hombres que no son capaces de acercarse a un objeto sin aplicarle sus compartimentaciones, y más de uno cree que en los casilleros y en los cajones de Aristóteles las cosas aparecen con mayor claridad cuando, realmente, lo único que ocurre es que allí están más muertas.


Un pueblo no ha desaparecido del todo hasta que incluso sus enemigos no lleven un nombre distinto.


Vivir por lo menos el tiempo suficiente para conocer todas las costumbres de los hombres y todo lo que a éstos les ha ocurrido; recuperar toda la vida pasada, ya que la futura no es posible; concentrarse antes de disolverse; merecer haber nacido; pensar en las víctimas que cuesta cada respiración; no glorificar el dolor, aunque vivamos de él; guardar para nosotros únicamente aquello que no podamos dar a los demás, hasta que madure para éstos y podamos dárselo; odiar la muerte de cada uno de los hombres como si fuera la nuestra; hacer las paces alguna vez con todo, menos con la muerte.


El postulado de que cada uno debe reunir los artículos de su pensamiento y de su fe tiene algo de locura, como si cada uno tuviera que construir solo la ciudad en que vive.


¿Y cuál es el pecado original de los animales? ¿Por qué los animales padecen la muerte?


Uno empieza a amar a un país así que en él conoce bien a muchos hombres ridículos.


En la guerra los hombres se comportan como si cada uno de ellos tuviera que vengar la muerte de todos sus antepasados, y como si de éstos ninguno hubiera muerto de muerte natural.


El ciego le pide perdón a Dios.


El misterioso sistema de los prejuicios. De su consistencia, su número, su orden depende que el hombre envejezca más o menos deprisa. Dondequiera que uno tema una transformación, allí tiene un prejuicio. Sin embargo, no escapamos a la transformación: la recuperamos con gran fuerza y sólo entonces volvemos a ser libres. No ocurre que podamos estar retrasando continuamente transformaciones que debían haber tenido lugar. Estas nos lanzan en dirección contraria; pero el hombre tiene un alma elástica, y en algún momento u otro, con ímpetu y con seguridad, vuelve a caer justo sobre ellas. Muchas transformaciones están marcadas simplemente por los exorcismos de los padres; éstas son las más peligrosas. Otras llevan el odio de toda la humanidad; en éstas caen sólo unos cuantos espíritus, pocos y escogidos.

El que se transforma mucho necesita muchos prejuicios. En un hombre de gran vitalidad estos prejuicios no deben ser un estorbo; a este hombre hay que medirlo por sus vibraciones y no por aquello que le mantiene firme.


La doctrina de la evolución promete convertirse en una panacea, aun antes de que se la piense hasta sus últimas consecuencias. Es algo así como un transmigracionismo o un darwinismo pero sin que, estrictamente, comporte un giro religioso o científico; una doctrina relacionada con la Psicología y la Sociología, donde ambas disciplinas se convierten en una sola, y ello con una intensidad dramática, pues todo lo que se distribuye en generaciones de la vida o incluso en períodos geológicos se convierte en algo yuxtapuesto y a la vez posible.


A los ingleses sólo se les puede hablar de lo que uno realmente ha visto. Lo importante es la presencia; todo se desarrolla como ante un tribunal. No se pronuncia ninguna sentencia sin haber visto al acusado, una ciudad o todo un paisaje. A uno le llaman para testificar y tiene que atenerse estrictamente a la verdad, a lo que ante el tribunal se entiende por verdad. No se pleitea. La acción de influir se deja para los que son realmente profesionales. Uno quiere ser juez o, por lo menos, testigo; si no en la sentencia, uno participa de un modo directo en los acontecimientos mismos. Por lo que hace a los deseos, uno no se explaya con los extraños; como meros sueños, los deseos son despreciables. Como decisiones, no han sido llevadas a cabo; sólo los objetivos cuentan. Un deseo que no conduzca a una acción no importa lo más mínimo a nadie, uno lo guarda para sí. Las acciones, en cambio, son públicas; como están a la vista de todos, el hablar de ellas lo único que hace es perjudicarlas. Sobre ellas son los otros los que tienen que juzgar; uno no influye en la sentencia. El inglés celebra muchos juicios, pero él mismo se somete a ellos. No tiene la impresión de que, de repente, una fuerza misteriosa y despótica le ya a sojuzgar independientemente de lo que haga; para él incluso Dios es justo.


Entre vivir algo y juzgarlo hay la misma diferencia que entre respirar y morder.


No está bien que los animales sean tan baratos.


Los hombres sólo pueden salvarse unos a otros. Por esto Dios se disfraza de hombre.


Un estudio detallado y preciso de los cuentos nos enseñaría qué es lo que todavía podemos esperar en el mundo.


Aquellos a los que ya no es posible encontrar rebuscando en la historia están perdidos, y con ellos todos sus pueblos.


¡Qué es el hombre sin respeto y qué es lo que el respeto ha hecho del hombre!


La guerra divide a los hombres en dos bandos: los que son decididamente peleones y los que son decididamente pacíficos. Los unos prolongan la guerra en forma de planes de venganza; los otros, mucho antes de haberla ganado, celebran la reconciliación.


Toda mi vida no es otra cosa que un desesperado intento de superar y suprimir la división del trabajo y de pensarlo todo por mí mismo con el fin de que en una cabeza se reúna todo y vuelva a ser una sola cosa. No es saberlo todo lo que yo quiero, sino reunir lo que está hecho añicos. Es casi seguro que una empresa así no puede tener éxito. Pero la más mínima esperanza de que esto salga bien merece ya todos los esfuerzos.


Es hermoso ver a los dioses como precursores de nuestra propia inmortalidad como seres humanos. Es menos hermoso mirar al Dios único, ver cómo se apropia de todas las cosas.


Con los avances del conocimiento, los animales se irán acercando a los hombres. Luego, cuando vuelvan a estar tan cerca como lo estuvieron en los antiguos mitos, apenas habrá ya animales.


Estudiar todas las maldiciones, las más antiguas, las más alejadas, de este modo uno sabrá lo que aún tiene que venir.


¿Cantar? ¿Cantar qué? Las realidades antiguas, poderosas que están muertas. La guerra también morirá.


En la ebriedad los pueblos son como si fueran uno y el mismo pueblo.


La lectura de los grandes aforistas da la impresión de que todos ellos se han conocido muy bien.


Si a pesar de todo sigo vivo se lo debo a Goethe, como sólo a un dios puede debérsele algo. No es una de sus obras, es el clima sentimental y el cuidado y la minuciosidad de una existencia llena lo que de repente me subyugó. Da igual por dónde lo abra, puedo leer aquí unos poemas, allí unas cartas o algunas páginas de un relato; a las pocas frases se apodera de mí y me llena de una esperanza que ninguna religión puede darme. Sé muy bien qué es lo que las más de las veces actúa sobre mí. A lo largo de los años, he creído, de un modo supersticioso que la tensión de un espíritu rico, amplio y abierto tiene que expresarse en cada uno de sus momentos. Que nada podía ser pálido e indiferente; es más, que ni siquiera apaciguadoras deberían ser las cosas. Desprecié la salvación y la alegría. La revolución fue para mí una especie de modelo, y algo así como una revolución incesante, jamás satisfecha, iluminada por momentos súbitos e imprevisibles era la vida del ser humano. Me avergonzaba de tener algo; incluso para el hecho de tener libros inventé ingeniosas excusas y complicados subterfugios. Me avergonzaba del sillón en el que me sentaba para trabajar si no era suficientemente duro, y en ningún caso aquel sillón podía ser mío. Sin embargo, este modo de ser fogoso y caótico era así sólo en teoría. En realidad cada vez había más zonas del saber y del pensar que despertaban mi interés sin que yo las tragara inmediatamente, que iban tomando cuerpo sin hacer ruido e iban creciendo de año en año – como ocurre con las personas sensatas también -, zonas del saber y del pensar que yo no rechazaba como extrañas, a no ser que empezaran a hacer ruido inmediatamente; que prometían frutos para mucho más tarde y que luego, realmente, de vez en cuando los daban. De este modo, casi sin darme cuenta, fue creciendo algo así como un espíritu; pero este espíritu estaba bajo el dominio de un déspota antojadizo que ponía inquietud y violencia en todo, que hacía una política exterior tan falsa, perezosa e impulsivo que todo iba siempre al revés y que, por lo demás, era sensible al halago de cualquier gusano.

Creo que a Goethe le toca liberarme de este despotismo. Antes de leerle por segunda vez – para dar sólo este ejemplo – me había avergonzado siempre un poco de mi interés por los animales y de los conocimientos sobre ellos que poco a poco había ido adquiriendo. No me atrevía a confesarle a nadie que en estos momentos, en medio de esta guerra, las yemas de las plantas pueden fascinarme y estimularme tanto como un ser humano. Prefería leer mitos que cualquiera de los complicados productos de la Psicología moderna; y para justificar ante mí esta sed de mitos, convertía a éstos en una cuestión científica, fijaba toda mi atención en los pueblos de los que habían surgido y los ponía en conexión con la vida de estos pueblos. Pero lo único que me importaba eran los mitos mismos. Desde que leo a Goethe, todas mis empresas me parecen legítimas y naturales; no es que sean sus empresas, son otras, y es muy dudoso que puedan conducir a algún resultado concreto. Pero él me autoriza: ¡haz lo que tengas que hacer – dice -, aunque no sea nada arrebatado y ardiente, respira, observa, medita!


Uno necesita noticias sencillas, noticias escuetas que nos hablen de la vida de los hombres de nuestra misma condición, aunque sólo sea para quitarle su espina mortal al desengaño que ocasiona nuestro propio fracaso.

¡Oh animales, queridos, terribles, moribundos animales!; ¡pateáis, os comen, os digieren y os asimilan; animales de presa y despedazados entre sangre; animales huidos, reunidos, solitarios, avistados, acosados, destrozados!; ¡animales no creados, robados por Dios; expuestos a una vida de trampas, como niños expósitos!


La maldición del tener que morir debe ser transformada en bendición: que uno pueda morir cuando vivir es insoportable.


No hay que dejarse atemorizar por los melancólicos. Su enfermedad es una especie de preocupación heredada por la digestión. Se quejan como si hubieran sido devorados y estuvieran en el estómago de otro. Jonás sería más bien Jeremías. Por esto, en realidad, cuando hablan, lo que sale de su boca es lo que ellos tienen en el estómago; la voz de la presa asesinada alevosamente pinta la muerte con colores seductores. «Ven conmigo», dice, «donde yo estoy está la corrupción. ¿No ves cómo amo la corrupción?». Pero hasta la corrupción muere y el melancólico, curado de repente, sale de caza sin dificultad alguna y de un modo inesperado.


De todas las palabras de todas las lenguas que conozco, la que mayor concentración tiene es el «I» inglés.


¿No será que estás sobrevalorando las transformaciones de los otros? Hay tanta gente que lleva siempre la misma máscara y cuando queremos arrancársela, nos damos cuenta de que es su rostro.


La mayoría de los filósofos tienen una idea muy mezquina de la variabilidad de las costumbres y de las posibilidades de los hombres.


Lo más difícil será no odiarse a uno mismo, no sucumbir al odio a pesar de que todo está lleno de odio; no odiarse sin motivo, ser justo con uno mismo como con los demás.


He aquí que vives como un mendigo de los mendrugos de los griegos ¿Qué dice de esto tu orgullo? Si encuentras en ellos lo que has pensado por ti mismo, no olvides nunca que esto, de una manera u otra, ha encontrado el camino para llegar hasta ti. Es decir, que te viene de ellos. Tu espíritu es su juguete. Eres una caña en su viento. Hace tiempo que puedes conjurar las tormentas de los bárbaros: pensar, sólo puedes pensar en el viento claro, sano y vigorizante de los dioses.


Desde hace muchos años nada ha agitado y ocupado tanto mi espíritu como el pensamiento de la muerte. El fin concreto y preciso de mi vida, la meta que, de uno modo declarado y explícito, me he propuesto seriamente es conseguir la inmortalidad para los hombres. Hubo épocas en las que quise prestarle esta meta a un personaje central de una novela al que, para mí, puse el nombre de «Enemigo de la Muerte». Durante esta guerra me he dado cuenta de que las convicciones de este género, que propiamente son una religión, hay que expresarlas de un modo inmediato y sin disfraz. De este modo voy anotando todo lo que tiene que ver con la muerte de la forma como quiero comunicárselo a los demás, y al «Enemigo de la Muerte» lo he dejado completamente en segundo término. No quiero decir que la cosa vaya a quedar así; puede que en los años venideros este personaje resucite de un modo distinto a como yo me lo había imaginado antes. En la novela tenía que fracasar en su desmedida empresa; le estaba designada una muerte honrosa; debía matarle un meteoro. Es posible que lo que más me moleste hoy sea el hecho de que tenga que fracasar. No puede fracasar, no le está permitido. Pero tampoco puedo dejarle vencer mientras sigan muriendo los hombres por millones. En los dos casos acaba siendo una pura ironía lo que está pensado con amarga seriedad. Tengo que burlarme de mí mismo. Mandando cobardemente por delante a un personaje no se hace nada. En este campo del honor me está permitido caer aun cuando me arrastren como a un chucho anónimo, aunque me denigren llamándome loco furioso, aunque me eviten como a una plaga amarga, tenaz e incurable.


A cuántos les va a merecer la pena vivir aún, cuando la gente ya no muera.


No puedo ver más mapas. Los nombres de las ciudades apestan a carne quemada.


Seis personas de uniforme alrededor de una mesa, no son dioses; deciden qué ciudades van a desaparecer en una hora.


De cada bomba un trozo rebota y vuelve a los siete días de la creación.


La Biblia está hecha a la medida de la desgracia del hombre.


Uno no está nunca lo bastante triste para mejorar el mundo. Enseguida vuelve a tener hambre.


Es horrible ver de qué manera la revolución rusa desemboca en la guerra de la que salió.


Cada vez veo con mayor claridad que en Francis Bacon se da uno de aquellos poquísimos personajes, de aquellas figuras centrales, de quienes se puede aprender todo lo que uno quiere aprender de los hombres. No sólo sabe lo que se podía saber en su tiempo; continuamente está diciendo lo que piensa sobre esto que sabe, y con lo que dice persigue metas muy claras. Hay dos tipos de grandes espíritus; los abiertos y los cerrados. Él pertenecía a los últimos: ama los fines; sus intenciones son limitadas, siempre quiere algo y sabe lo que quiere. Instinto y conciencia coinciden totalmente esta clase de hombres. Lo que la gente ha llamado su enigma es el hecho de que sea tan poco enigmático. Tiene mucho en con Aristóteles, con quien se está midiendo continuamente; quiere terminar con el imperio de Aristóteles. Essex es su Alejandro. Por medio de él quiere conquistar el mundo; muchos de sus mejores años los dedica a este plan. Así se da cuenta que se está condenado al fracaso, abandona sin más. El poder en cualquiera de sus formas es lo que le interesa a Bacon. Es un hombre sistemáticamente enamorado del poder. No deja de investigar ninguno de sus escondrijos. Las coronas sólo no le bastan, por mucho que a sus ojos aparezcan como algo resplandeciente y maravilloso. Sabe hasta qué punto es posible gobernar en secreto. Lo que le fascina de un modo especial es que el hombre, después de su muerte, pueda seguir gobernando como legislador y filósofo. Las ingerencias de fuera, los milagros, los desprecia, a no ser que sean medios escogidos para gobernar a los crédulos. Para quitarles fuerza a los milagros del pasado tiene que intentar hacer él milagros. Su filosofía del experimento es un método de atacar a los milagros y robarlos.


El carácter efímero de las teorías científicas las hace despreciables, pero ¿cuán efímeras son las grandes religiones de la Humanidad comparadas con lo que les precedió?


¿Qué es lo que uno puede contar sin gran desvergüenza?


Es reconfortante ver cómo todo el mundo se prepara una tradición. Junto a lo nuevo que tira de uno por todas partes, necesitamos muchos contrapesos tomados de la Antigüedad. Acudimos a hombres y tiempos pasados como si pudiéramos cogerlos por los cuernos y luego, cuando se ponen furiosos, salimos corriendo aterrorizados. La India, decimos con gravedad y suficiencia así que hemos escapado de Buda. Egipto, decimos así que en mitad del tercer capítulo del «De Iris y Osiris» de Plutarco cerramos el libro. Sin duda es hermoso que sepamos ahora con seguridad que bajo estos nombres han vivido seres humanos de carne y hueso, y que apenas se los nombra; de ahí que corran furiosos hacia nosotros. ¡Cómo les gustaría volver a vivir! ¡Cómo andan mendigando mirando, amenazando! ¡Creen que pensamos en ellos porque les llamamos por el nombre!; ¡cómo se olvidan de lo que ellos hicieron con los antiguos! ¿No viajaron a Egipto Tales y Solón? ¿No estuvo el sabio peregrino chino en la India, en, la corte de Harsha? ¿No le robó Cortés a Moctezuna el imperio y la vida? Se encontró la cruz, pero la habían llevado ellos. Tienen que respirar, los antiguos, para que

los veamos de un modo más completo, pero en el otro mundo tienen que permanecer en las sombras. Tienen que estar dormitando a la espera de que les hagamos una seña; pero luego, deben estar en su sitio. No tienen que tener ninguna pretensión sobre sí mismos, como que no tienen sangre. Tienen que revolotear de un lado para otro, no andar pisando fuerte; los cuernos deben dejarlos en el más allá, en las sombras; no deben enseñar sus afilados dientes; deben tener miedo y componer un poema pidiendo indulgencia. Porque no hay ningún sitio vacío para ellos; su aire está consumido desde hace tiempo. Como ladrones pueden colarse en los sueños; allí es donde es posible atraparlos.


Hay una vieja seguridad en la lengua que se atreve a darse nombres. El escritor que vive en el exilio, y de un modo muy especial el dramaturgo, está seriamente debilitado en más de una dimensión. Alejado de su aire lingüístico, carece del alimento familiar de los nombres. Puede que antes no se diera cuenta en absoluto de los nombres que oía a diario; pero ellos sí se daban cuenta de él y le llamaban seguros, redondos, perfectos. Cuando planeaba sus personajes los sacaba de la seguridad de una enorme tormenta de nombres, y aunque luego pudiera utilizar uno que en la claridad de sus recuerdos ya no significara nada, una vez u otra este personaje había estado allí y se había oído llamar. Ahora, para el que ha emigrado, el recuerdo de sus nombres no está perdido, sin duda, pero ya no es un viento vivo el que se los trae; el exiliado los guarda como un tesoro muerto, y cuanto más tiempo tenga que permanecer alejado de su antiguo clima, con tanta mayor codicia acariciarán sus dedos los viejos nombres.

De ahí que al escritor que vive en el exilio, si es que no se da totalmente por vencido, lo único que le queda es una cosa: respirar el nuevo aire hasta que éste le llame a él también. Durante mucho tiempo este aire quiere hacerlo, se está preparando y no dice nada. El escritor lo nota y se siente herido; puede que cierre los oídos, entonces ya no puede llegarle ningún nombre. Lo extranjero crece y, cuando se despierta, lo que encuentra a su lado es el viejo granero que se ha secado, y sacia su hambre con granos de trigo que vienen de su juventud.


La felicidad es perder en paz la propia unidad; las conmociones del espíritu llegan, permanecen en silencio y se marchan, y cada una de las partes del cuerpo escucha para sí.


Sobre la metamorfosis. Hoy, al ir a comer, ha venido hacia mí, por la derecha, una furgoneta de las que usan las tiendas para repartir paquetes. Al volante iba una mujer, de la cual se podía ver poco más que la cabeza. En una furgoneta como éstas me traen habitualmente el petróleo para la calefacción; una muchacha muy fea, con la cara destrozada, conduce el coche y luego llena mi bidón de petróleo. El destino de esta muchacha me ha interesado siempre; apenas sé nada sobre ella. Me ha preguntado si era ella la que ahora pasaba en la furgoneta, y he mirado con toda la atención que he podido. No puedo decirlo con seguridad, pero he tenido la impresión de que de un modo muy concreto, su mirada se posaba en mí. Quizás un segundo o dos después de que hubiera pasado me he preguntado si realmente era ella. Luego he mirado a la izquierda y de repente he tenido la sensación de que yo iba conduciendo y circulaba muy deprisa al lado de las casas. Estas iban deslizándose junto a mí como si yo fuera en coche. Esta sensación ha sido tan fuerte y tan imperiosa que he empezado a reflexionar sobre ella. No hay ninguna duda de que ahí se trata simplemente de un caso concreto de lo que yo llamo metamorfosis. Mirando yo hacia ella y mirando ella hacia mí, me había convertido en la muchacha que estaba al volante, y ahora, en su furgoneta continuaba yo mi camino.


Representar la muerte como si ésta no existiera. Una comunidad en la que todo marcha de tal manera que nadie sabe nada de la muerte. En la lengua de esta gente no hay ninguna palabra para designar la muerte, y tampoco hay ninguna manera de referirse a ella conscientemente dando un rodeo. Incluso en el caso de que uno se propusiera quebrantar las leyes, y sobre todo este precepto – que no está escrito ni está formulado de palabra – y quisiera saber de la muerte, no podría hacerlo, porque para este concepto no encontraría ninguna palabra que los demás entendieran. A nadie se le entierra y a nadie se le incinera. Nadie ha visto aún un cadáver. Los hombres desaparecen, nadie sabe adónde van; un sentimiento de vergüenza les aparta de repente; como el estar solo se ve como algo pecaminoso, la gente no menciona a los ausentes. A menudo vuelven y la gente se alegra de que alguien vuelva a estar allí. El tiempo en que estuvieron separados y solos lo ven como una pesadilla de la que no están obligados a hablar. De estos viajes, las embarazadas traen niños; dan a luz solas, en casa podrían morir durante el parto. Incluso los niños muy pequeños se marchan de repente.


Un día se verá que con cada muerte los hombres se vuelven peores.


En una vida muy larga, ¿desaparecerá la muerte como solución?


Esta ternura convulsiva para con seres humanos que uno sabe que podrían morir pronto; este desprecio por todas aquellas cualidades suyas que antes considerábamos positivas o negativas; este amor gratuito hacia su vida, su cuerpo, sus ojos, su respiración. Y luego, si llegan a curarse, ¡cuánto más se les quiere!, ¡cómo se les suplica que no vuelvan a morirse!


A veces, en el momento en que acepto la muerte, pienso que el mundo se va a disolver en Nada.


Ni siquiera las consecuencias racionales de un mundo sin muerte han sido nunca pensadas hasta sus últimas consecuencias.


No es previsible aquello en que los hombres van a poder creer una vez se haya eliminado la muerte del mundo.


Todos los que mueren son mártires de una futura religión del mundo.


La dificultad de las notas personales – si es que éstas deben ser concienzudas y exactas – está en que son personales. Es justamente de lo personal de lo que queremos huir; tememos fijarlo, como si luego ya no pudiera transformarse. En realidad todo sigue transformándose de muchas maneras, basta con que, una vez anotado, lo dejemos en paz. Es la relectura lo que traza las divisiones en las calles del espíritu. Seguiremos siendo libres mientras tengamos la fuerza de voluntad de releernos las menos veces posibles. El miedo a las notas personales, no obstante, puede vencerse. Basta con hablar de uno mismo en tercera persona; «él» es menos molesto y menos voraz que «yo»; y mientras uno tenga ánimo para meter «le» al lado de otras terceras personas, «él» está expuesto a toda clase de confusiones y sólo puede ser reconocido por el escritor mismo. Con esto se corre el riesgo de que luego estas notas lleguen a manos de gente que no sepa distinguir entre las distintas terceras personas y que, de este modo, falsas interpretaciones den lugar a que sobre nosotros caiga más de una sombra que no hemos merecido. A quien le importe la verdad y la inmediatez de lo que anota, el que ame los pensamientos y las anotaciones como tales, tomará sobre sí este riesgo y guardará la primera persona para ocasiones solemnes en las cuales el hombre no puede ser más que «yo».


Es curioso: para lo que está ocurriendo hoy en día sólo la Biblia tiene fuerza suficiente y es su carácter terrible lo que consuela.


En el exilio los hombres se dan a sí mismos los títulos que corresponden a aquello que con el tiempo hubieran llegado a ser en su patria.


El profeta es, por lo que se ve, hombre que no deja que se disperse la insatisfacción que le causa todo cuanto sucede a su alrededor. Su insatisfacción le mantiene concentrado y le confiere la apasionada orientación de su existencia. La vida, para él, llega siempre después; jamás puede estar exactamente ahí. Predice las cosas para quitarles valor. Lo que sucede es ya despreciable por el solo hecho de ocurrir realmente. Hay que ver siempre al verdadero profeta en enemistad con sus predicciones. Con las cosas terribles que aún tienen que venir expresa hasta qué punto le tortura esto que ya está ahí. Sus exageraciones son el futuro. La presión bajo la que vive sólo puede soportarla porque se imagina maravillas que van a disipar el mal. Pero siempre ocurre que estas maravillas no llegan hasta mucho más tarde. También hay algo de envidioso en él. A nadie, ni tan sólo a sí mismo, le concede esta maravilla ahora. Ahora todo está mal porque todo el mundo es malo. Luego habrá sólo felicidad y gloria, en una lejanía que la envidia coloca muy lejos. Mientras tanto lo que hay son grandes y merecidas tinieblas. Es la bajeza de los hombres lo que fuerza al profeta a sus predicciones mezquinas, a sus predicciones concretas. El quiere demostrarles hasta qué punto son malos. Ellos, después de sus predicciones, quieren reafirmarse en su maldad.


Ya no hay grandes palabras. La gente, de vez en cuando, dice «Dios», simplemente para pronunciar una palabra que una vez fue grande.


La Historia devuelve a los hombres su falsa confianza.


Cuanto más precisos son los relatos que leemos sobre pueblos primitivos», con tanta mayor fuerza sentimos la necesidad de no preocuparnos por ninguna de las teorías etnológicas dominantes – o de las discutidas -, y de empezar a pensar desde el principio. Lo más importante, lo que primero nos dice algo, queda siempre fuera de las teorías. Tenemos que preocuparnos de hacer su propia selección. Cómo podemos fiarnos de las reflexiones de personas cuya fuerza no estuvo nunca en el pensamiento; cuya fantasía estuvo siempre paralizada por la precisión y la exactitud; a quienes les importa mucho más decirlo todo que decirlo con claridad; que vivían para coleccionar y, sólo de un modo secundario, para conocer; cuya mezquindad llegó hasta el desprecio, o el amor exclusivo, de lo que veían. El antiguo viajero sólo era curioso si en ello no le iba el alma… o alguna otra presa. El etnólogo moderno es metódico; lo que le han enseñado le capacita para observar, pero no para pensar de un modo creativo; se le equipa con las redes más finas y sutiles, y él es el primero en quedar atrapado en ellas. Por lo que hace al material que él aporta, nunca estaremos bastante agradecidos; merece los monumentos que antes se les levantaba a los reyes y a los presidentes. Pero los relatos de los antiguos viajeros habría que protegerlos mejor todavía que las más preciosas obras de arte. Las reflexiones, no obstante, tiene que hacérselas uno mismo. Uno no debe permitirse anticipar nada, y a las conclusiones a las que se llega después de lecturas amplias y detenidas hay que dejarles tiempo y ventilarlas con el aire de la vida. Se adelanta poco repitiendo viejas teorías. Los relatos, llenos de riqueza, en los que hoy en día realmente ya no falta nada, deben llevarnos a una contemplación tranquila y plenaria de los hombres tal como viven, siempre de un modo distinto, en las distintas partes del mundo. No debemos espigar y ensamblar detalles y cosas aisladas; su vecindad es artificial y casual. Lo que puede concebirse como un todo debemos guardarlo en nosotros hasta que se pueda contraponer a otro todo que venga después. Cuanto más se junten dentro de nosotros tanto más ricas y verdaderas serán las imágenes que vamos teniendo.


La distancia: la virtud nacional inglesa. La influencia que en la Historia ha tenido sobre el carácter de la ciencia moderna.


Temo a la Historia, su marcha libre de toda influencia, y ello por los nuevos modelos falsos que va creando todos los días.


La lucha por la Tierra tiene lugar hoy entre cuatro pueblos: los anglosajones, los alemanes, los rusos y los japoneses. Los otros fueron satélites. Francia e, Italia, que se creyeron demasiado antiguas para ser satélites, han colaborado sólo con parte de su alma. Los anglosajones llevan sobre los demás una ventaja que no es posible recuperar. De dos maneras se han hecho invencibles e imprescindibles. Primero, colonizando toda la Tierra con hombres de su raza. Por todas partes hay ingleses; y los hay no sólo en tanto que señores de otros pueblos. Luego, convirtiendo la mejor parte de un continente en asilo, y allí, en América, fundiendo a la gente más emprendedora de todos los pueblos y convirtiéndolos en una especie de anglosajones. Así es como se han asegurado las regiones y los hombres. De ahí que hoy en día existan en dos grandes formas distintas: como el viejo pueblo de señores y como una mezcla de razas, moderna y pletórica de vida. Los rusos, en cambio, tienen que establecer en el mundo su verdadero continente, una nueva fe social y unos hombres partidarios de la revolución. Es muy posible que sus verdaderas conquistas no empiecen hasta ahora. Los alemanes y los japoneses, con una incomprensible ceguera, empezaron a la manera de los viejos conquistadores y confiaron únicamente en la técnica moderna, que era tan asequible a sus enemigos como a ellos mismos. Partieron, como los romanos, de un solo punto – si tenemos en cuenta que el número de hombres es hoy en día mayor – y quisieron alcanzar en años lo que los romanos lograron en siglos. El estado de la tierra que les rodeaba, que era muy distinto al de antaño, no lo tuvieron en cuenta para nada. Les bastó con un sentimiento puramente subjetivo de superioridad, que intentaron atizar de todas las formas posibles. Les bastó con saber poco de los demás. El haberse estado midiendo durante mucho tiempo con los pacíficos judíos llevó a los alemanes a una especial fatalidad. Se tomaron tan a pecho la tarea de hacerlos sus enemigos que, poco a poco, todos los enemigos fueron tomando algo así como color de judío. De este modo, su fe en la escasa belicosidad de los ingleses y de los rusos llegó a ser para ellos un dogma catastrófico.


Hay una tensión legítima en el poeta: la proximidad del presente y la fuerza con la que él lo aparta de sí; la nostalgia del presente y la fuerza con la que vuelve a tirar de él para sí. De ahí que jamás pueda estar lo bastante cerca de él. De ahí que jamás pueda apartarlo lo bastante de sí. Todo hombre necesita una esfera legítima de opresión en la que le sea permitido despreciar y poner su orgullo por las nubes. La elección de esta esfera, que muchas veces tiene lugar muy pronto, es, probablemente, el acontecimiento más importante de una vida. Aquí es donde un educador puede realmente hacer algo; tiene que estar mucho tiempo a la expectativa, sintonizar cautelosamente con

que estar mucho tiempo a la expectativa, sintonizar cautelosamente con los sentimientos del educando y, una vez ha encontrado lo que buscaba, trazar con energía los límites de esta esfera. Lo importante son estos límites; deben ser firmes y resistir cualquier ataque; tienen que proteger al resto del hombre de los apetitos depredadores de la arrogancia. No basta con que uno se diga: soy un gran pintor. Tiene que sentir que en las otras cosas es muy poco, mucho menos que la mayoría de los otros. La esfera del orgullo, por su parte, debe ser espaciosa y estar aireada. Sus súbditos, donde mejor viven es fuera, a gran distancia unos de otros. Sólo en contadas y muy especiales ocasiones se les hará sentir que son súbditos. En realidad, lo único importante aquí es que uno lleve la bola de cristal consigo y que proteja el aire enrarecido de esta bola. En ella se respira de un modo más puro y con más paz, y uno está completamente solo. Únicamente los malhechores y los locos quieren que la esfera crezca hasta convertirse en una cárcel para todo el mundo. El hombre que tiene experiencia mantiene esta esfera de modo que pueda cogerla con la mano; y cuando, a modo de juego, la hace crecer, no olvida jamás que, antes que él se dedique a cosas más banales, esta esfera tiene que volver a encogerse hasta caber en la mano.


Para poder resistir se necesita un arsenal de nombres sobre los que no quepa duda alguna. El hombre que piensa va sacando de su tesoro un nombre tras otro, les da un mordisco y los mira al trasluz; y cuando se da cuenta del modo falso como este nombre está unido a la cosa que tiene que designar, entonces lo desprecia y lo tira como si fuera chatarra. De este modo, el arsenal de nombres indubitables se va haciendo cada vez más pequeño; el hombre se va quedando cada día más pobre. Puede quedarse en el vacío y en la miseria si no se ocupa de buscar ayuda. No es difícil encontrarla, el mundo es rico; cuántos animales, cuántas plantas, cuántas piedras hay que no ha conocido jamás. Entonces si se preocupa de ellas, a la primera impresión toma de la figura de estas cosas sus nombres, que son todavía seguros, hermosos y frescos como para el niño que aprende a hablar.


Los animales que faltan: las especies que no han aparecido porque el progreso del hombre se lo ha impedido.


El reducido número de sus ideas fundamentales constituye la esencia del filósofo, y también la obstinación y pesadez con que las repite.


¡Pensar que uno todavía tiene que pleitear por la muerte como si ésta no tuviera ya de por sí una aplastante preponderancia! Los espíritus «más profundos» tratan a la muerte como si fuera un juego de manos con cartas.


El saber sólo puede perder su carácter letal con una nueva religión que no reconozca a la muerte.


El Cristianismo es un paso atrás en relación con la fe de los antiguos egipcios. Acepta la decadencia del cuerpo e, imaginándose esta decadencia, lo hace despreciable. El embalsamiento es la verdadera gloria del muerto mientras no sea posible volver a despertarle.


Para un hombre que ronda los cuarenta, las seducciones del poder son irresistibles. No puede dejarse engañar en este punto, de lo contrario es muy fácil que se convierta en una víctima de él. Tiene que ver sus responsabilidades en su verdadera escala y luego decidirse por la más alta de todas. Si ésta se encuentra por encima y más allá de su propia vida, tiene que huir, como del diablo, del poder que le ata a situaciones reales.


La verdad es un mar de hierba que se mueve al viento; quiere que la sintamos como movimiento y que la respiremos como aire. Una roca lo es sólo para el que no la siente ni la respira; éste tiene que darse de cabeza con ella hasta abrírsela.


Para mí es mejor leer cosas sobre los pueblos primitivos que verlos. Un solo pigmeo de África me llevaría a plantearme más preguntas desconcertantes que las que permite la ciencia en los últimos cien años. Pienso la realidad de un modo despectivo por el sólo hecho de ejercer sobre mí una influencia tan enorme. Ella en modo alguno es ya aquello que los otros llaman realidad, ni algo duro ni algo idéntico a sí mismo, ni acción ni cosa; es como una selva virgen que crece ante mis ojos, y mientras crece ocurre en ella todo lo que es propio de la vida de una selva virgen. De ahí que tenga que defenderme de un exceso de realidad, de lo contrario mis selvas vírgenes me destrozan. De una forma más suave, y por esto mismo aún soportable, la gente se agencia la realidad mediante imágenes y descripciones. También ellas cobran vida en nosotros, pero tienen una forma más lenta de crecer. Son más tranquilas y están más diseminadas y andan a tientas cautelosamente buscándose unas a otras. Pasa bastante tiempo hasta que se encuentran. Pero lo que en ellas falta sobre todo, es la terrible fuerza con que la realidad salta sobre nosotros, un hermoso, resplandeciente animal de presa que devora al hombre.


Quisiera quedarme simplemente para no mezclar los muchos personajes de los que estoy hecho.


Todo aquello que uno no ha logrado hacer le parece tremendamente grande e importante.


La Naturaleza, con la teoría de la evolución, se ha vuelto más angosta. Estaría bien encontrar el momento espiritual en el que ella tuvo a un tiempo su mayor amplitud y su mayor riqueza. Aunque sólo sea como esfuerzo estrictamente genealógico, la doctrina de la evolución es sorda y mezquina porque lo relaciona todo con el hombre, que, como sea, ha conseguido dominar la Tierra. Esta doctrina, colocando al hombre en el extremo de aquel proceso, legitima las pretensiones de aquél. Le libra de cualquier tutela que puedan ejercer sobre él seres superiores. Nada ni nadie le da a entender esta doctrina; puede hoy en día tratar al hombre como él trata a los animales. El terrible error está en la expresión «el hombre»; el hombre no es ninguna unidad; lo que él ha violado lo tiene él en sí mismo. Todos los hombres lo tienen pero no en la misma medida; y de ahí que unos a otros puedan hacerse lo peor. Los hombres tienen la obstinación y la fuerza de llegar hasta el exterminio total. Pueden conseguirlo, y quizá quedarán todavía animales esclavizados cuando ya no haya hombres.

Ni siquiera la utilidad científica de la teoría de la evolución me parece que sea algo importante. Se hubieran hecho descubrimientos de mayor alcance, si se hubiera partido de la idea más generosa de que, en determinadas condiciones, cualquier animal es capaz de convertirse en cualquier otro.


Lo más peligroso de la técnica es que distrae de aquello que realmente constituye al ser humano, de aquello que éste realmente necesita.


La Etnología, la ciencia de los pueblos «primitivos», es la más melancólica de todas las ciencias. Con qué minuciosidad y precisión, con qué rigor, con qué esfuerzo se han mantenido fieles los pueblos a sus viejas instituciones, y, no obstante, se han extinguido.


Mi amigo, el poeta local. Vuelvo a estar cerca de aquel extraño producto que se llama poeta local y creo que, por fin, estoy sobre la pista de su secreto.

Mi poeta local ama lo más próximo. Sin embargo, es un error creer que las vacas o las chimeneas son lo más próximo. Hay cosas todavía más próximas, son los órganos de su cuerpo. Un proceso que le fascina, que de hora en hora le llena de renovada tensión, un proceso que le conmueve, le emociona y le entusiasma es su propia digestión. Ni siquiera los latidos de su corazón significan tanto; no tragan ni dejan huellas. La digestión es una vivencia central; en su mundo, turbio y oscuro, la digestión ocupa el lugar central que en los mundos más claros ocupa el sol. Estando como huésped en casa de otra persona, lo primero que encontrará será el retrete y luego, seguro, la cocina. Mientras el vientre se lo permite, recorre el país de cocina en cocina, de retrete en retrete. Va a pie, no toma ningún vehículo, pues se le parte el corazón de ver que casas que él no conoce pasan volando a su lado antes de haberlas husmeado en busca de sus procesos digestivos.

Ama a los campesinos porque se sientan unos al lado de otros en torno a una gran escudilla, y se las agencia para que algunos de ellos, por turno, le vayan invitando a sus casas. Cuando está con los trabajadores es socialista. Pertenece a su partido y está a favor de la elevación de su actual nivel de vida. Detesta las fábricas; en cambio, las cocinas satisfacen sus inclinaciones; con el fin de que lo que a uno le ofrecen se pueda comer, los trabajadores deberían ocupar la dirección de las empresas. En contra de una revolución hay que objetar que podría poner en peligro, durante un tiempo, el suministro de alimentos. Sin embargo, no censura a los burgueses por el hecho de que sean ricos, si le invitan a comer y te admiten con ellos en la mesa. A cambio de esto les entretiene contándoles historias de digestiones de todos sus años pasados. En tales ocasiones insiste en que él es un mendigo. Se le puede mandar dinero tranquilamente, porque en días menos festivos tiene que comprarse él mismo la carne. En las comidas no se le ofende con tal que le guste lo que se le da y se le vaya dando más. Tiene un sentido muy desarrollado de los distintos estamentos. Entiende en cuestiones intestinales de campesinos, obreros, burgueses… Desde la comida hasta los excrementos, para él lo más importante es lo que se puede tocar. Las imágenes y los sueños los desprecia; y de la ciencia tiene simpatía sólo por aquello que tiene que ver con lo que se puede transformar en comida. Es de suponer que en tiempos pretéritos, cuando en las fiestas principescas se asaban ensartados bueyes enteros, este poeta hubiera llegado a ser un fiel y honrado cantor de su príncipe, pero estas grandes ocasiones hace tiempo que han pasado y hoy en día los aristócratas hambrientos de su país son para él una indecible tortura.

Según él las amistades se expresan en invitaciones. El, por su parte, jamás invita a nadie. Juzga a los hombres única y exclusivamente por la cantidad y calidad de comida que le han dado. La palabra «escribir» tiene en su boca un acento inimitable. No suena de un modo tan decidido como «cagar» pero lo recuerda mucho. Esta palabra tiene casi algo de casto, pues en todos los poemas puede él escribir sobre aquello que le preocupa, y, de este modo, al escribir tiene que abstenerse de muchas cosas. Esta palabra tiene, sin embargo, un acento práctico pues él paga con esta moneda.

Sus exageraciones tienen una frontera clara. Llegan exactamente hasta la indigestión, no más allá.


Hay toda clase de opiniones morales; es decir, no hay nada tan inmoral que, en algún sitio u otro, no pudiera ser válido y vinculante. De ahí que, una vez nos hemos informado sobre las costumbres de todos los hombres, seguimos sin saber nada y. tenemos derecho a empezar desde el principio en nosotros mismos. Pero ninguna molestia ha sido en vano. Nos hemos vuelto más honrados y menos orgullosos. Conocemos mejor a nuestros antepasados y sentimos cuán descontentos estarían de nosotros. Pero ya no son santos; lo son sólo de una manera: no viven; y pronto en esta santidad no les llevaremos ninguna ventaja.


La más terrible de todas las frases: alguien ha muerto «a tiempo».


En el juicio Final, de cada fosa común saldrá una sola criatura ¡Y Dios tendrá que atreverse a juzgarla!


Las lágrimas de alegría de los muertos por el primero que ya no muere.


¡Todo el mundo es demasiado bueno para morir! No se puede decir. Primero deberíamos todos vivir más tiempo.


Un pensamiento demoledor: que tal vez no hay nada que saber; que todo lo falso surge sólo porque lo queremos saber.


A veces sentimos que está terminando una guerra y estamos felices como niños de que quede gente; y antes de que termine empezamos a llamarlos; ellos contestan; han tenido la misma impresión.


En la gran cantidad de sucesos contradictorios, los filósofos se hacen sitio los unos a los otros. De entre los movimientos que agitan el espíritu del hombre no hay ninguno más hermoso ni más desesperado que el deseo de que le amen a uno por sí mismo. ¿Quién es uno, entre tantos y tantos otros, para poder reclamar para sí esta preferencia? Uno quiere no ser intercambiable. Nadie debe poder sustituirle a uno. No basta con que uno sea inconfundible a los sentidos, debe serlo también desde un punto de vista espacial y espiritual. Como si la Tierra sólo tuviera un Cielo y el Cielo sólo una Tierra, reclamamos la validez de estos dos elementos y cuando tenemos uno queremos justamente ser el otro. En realidad estamos llenos de planetas, y un número incontable de cielos nos abren sus puertas.


El sistema de premios y castigos alcanza niveles sarcásticos, hasta el punto de que en el cielo y en el infierno tendremos que avergonzarnos de este sistema.


Puede que hace 120 generaciones o más haya vivido yo entre los egipcios. ¿Los admiré tanto entonces?


Lo que tiene uno que decir para que le oigan cuando uno, al fin, se calla.


Uno quisiera escribir exactamente lo necesario para que las palabras se dieran vida unas a otras y no más de lo necesario para que todavía las tomara en serio.


Conforme aumenta la madurez, se advierte una aversión por las voces aisladas de los poetas. Se busca lo anónimo, los grandes relatos de los pueblos – que existieron siempre para todo el mundo -, como la Biblia, Homero y los mitos de las razas que permanecieron en estado primitivo. Sin embargo, al otro lado del océano la gente se interesa por las debilidades más privadas y particulares Y por las miserias de aquellos que pueden hablar de ellas; y así es como volvemos a parar a los poetas-privados. Pero no es como poetas como pueden cautivarnos, es sólo como guardianes de lo más íntimo y privado; nos encantaría – más de lo que debiera ser – hacer añicos la porcelana que ellos pintan y que exponen como producto genuino.


Al hablar va colocando las palabras de un modo excesivamente tranquilo y reposado; domina siempre sus palabras; ellas jamás le empujan, jamás se mofan de él, jamás le ponen en ridículo; ¿cómo voy a fiarme de este hombre?


Estoy harto de penetrar con la mirada a los seres humanos; es tan fácil… y además no lleva a nada.


Es casi insoportable pensar cuántas cosas de las que se pueden saber no va a poder uno integrar jamás en su vida. Pero es completamente imposible llegar uno mismo a excluir este saber.


En un solo hombre podemos aprender la desgracia de todo el mundo, y mientras no le entregamos, no hay nada entregado; y mientras este hombre respira, respira el mundo.


Estás hablando siempre de animales, estás entusiasmado con ellos; pero luego ni siquiera te das cuenta de cuándo estás más cerca de la vida animal: entre estafadores y estafado.


Otra vez – es la segunda o la tercera – he estado pensando en la muerte como mi salvación. Temo que todavía pueda experimentar grandes cambios. Tal vez pronto voy a ser uno de estos que cantan alabanzas a la muerte, uno de estos que luego, en su ancianidad, imploran a la muerte. De ahí que quiera dejar aquí bien claro, de una vez por todas, que este segundo período de mi vida, en caso de que tenga lugar, no tiene validez. No quiero haber existido para luego anular aquello para lo cual existí. Que me traten como si fuera dos hombres, uno fuerte y otro débil, y que escuche. la voz del fuerte, pues el débil no va a ayudar a nadie. No quiero que las palabras del anciano anulen las del joven. Prefiero que me interrumpan. Prefiero llegar sólo a la mitad.


A la muerte la quiero grave, a la muerte la quiero terrible, y que donde más terrible sea, sea allí donde sólo hay que temer la nada.


Sería aún más difícil morir si supiéramos que vamos a seguir viviendo, pero obligados al silencio.


Todo lo que anotamos contiene todavía un ápice de esperanza, por mucho que provenga de la desesperación.

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