Capítulo 7

Me concedieron un par de horas para mí solo, en un gesto de delicadeza que no había previsto, antes de venir en mi búsqueda. Kevin fue el primero en aparecer: asomó la cabeza por la puerta como un crío jugando al escondite, envió un rápido y astuto mensaje de móvil mientras el camarero le servía una cerveza, y se quedó erguido junto a mi mesa, arrastrando los pies, hasta que lo liberé de su sufrimiento y con un gesto le invité a que se sentara a mi lado. No hablamos. Las chicas tardaron unos tres minutos en unírsenos. Llegaron sacudiéndose la lluvia de los abrigos, entre risitas, mientras lanzaban miraditas de soslayo al pub.

– ¡Madre mía! -exclamó Jackie en lo que a ella se le antojó un susurro, al tiempo que se quitaba la bufanda-. Recuerdo cuando nos moríamos de ganas de entrar en este lugar sólo porque no se permitía la entrada a las mujeres. Ahora que lo pienso, mejor para nosotras.

Carmel miró el asiento con recelo y lo sacudió con un pañuelo antes de sentarse.

– Gracias al cielo que mamá al final no ha venido. Este lugar la mataría.

– ¡¿Qué?! -preguntó exclamado Kevin alzando la mirada-. ¿Mamá iba a venir?

– Está preocupada por Francis.

– Lo que le pasa es que se muere por sorberle el coco. No os habrá seguido, ¿verdad?

– Yo no lo descartaría -replicó Jackie-. Mamá, la Agente Secreta.

– Seguro que no. Le he dicho que te habías ido a casa -me explicó Carmel con las yemas de los dedos sobre los labios, en un gesto entre culpable y malicioso-. ¡Dios me perdone!

– Eres un genio -comentó Kevin sin malicia al tiempo que se repantingaba de nuevo en su asiento.

– Kevin tiene razón. Lo único que habría conseguido es provocarnos un dolor de cabeza. -Jackie estiró el cuello, intentando atraer la mirada del camarero-. ¿Me servirá algún día?

– Voy a pedir -se ofreció Kevin-. ¿Qué te apetece?

– Una gin-tonic, por favor.

Carmel acercó su taburete hasta la mesa.

– ¿Crees que tendrán sidra de peras?

– Uf, por favor, Carmel.

– No me gustan las bebidas fuertes. Ya sabes que no me sientan bien.

– Yo no voy a pedir una puñetera sidra de peras en la barra, que te quede claro. Me van a enviar de vuelta de una patada en el culo.

– No creo que se asusten -aventuré-. Parece que estemos en 1980. Probablemente tengan un cajón entero de sidra de peras detrás del mostrador.

– Sí, y un bate de béisbol esperando a que alguien pida una.

– Iré yo.

– Ahí viene Shay. -Jackie se incorporó ligeramente y le hizo una señal con la mano para captar su atención-. Que vaya a pedir él, ya que está de pie.

Kevin preguntó:

– ¿Quién lo ha invitado?

– Yo -contestó Carmel-. Y, por una vez en la vida, ya podéis empezar los dos a comportaros como los hombres adultos que sois. Esta noche quien importa es Francis, y no vosotros.

– Brindo por eso -dije.

En aquellos momentos estaba ya agradablemente borracho, a punto de entrar en esa fase en la que todo parece colorido y desdibujado y nada, ni siquiera ver a Shay, podría alterarme. Normalmente, en cuanto empiezo a notar un leve cosquilleo me paso al café sin pensármelo dos veces. Pero aquella noche tenía previsto disfrutar de cada segundo de evasión.

Shay se acercó despacio hasta el rincón donde nos encontrábamos, mesándose el cabello con una mano para sacudirse las gotas de lluvia.

– Jamás habría dicho que este antro estaba a tu altura -me dijo-. ¿Has traído aquí a tu amigo el poli?

– Ha sido de lo más reconfortante. Todo el mundo lo ha recibido como a un hermano.

– Habría pagado por verlo. ¿Qué bebéis?

– ¿Vas a pagar una ronda?

– ¿Por qué no?

– ¡Qué amable! -exclamé-. Kevin y yo, cerveza; Jackie, un gin-tonic, y Carmel una sidra de peras.

– Nos morimos de ganas de ver cómo vas y la pides -bromeó Jackie.

– No me inquieta en absoluto. Observad y aprended.

Shay se dirigió hasta la barra, llamó la atención del camarero como si aquél fuera su bar habitual y blandió la botella de sidra en el aire hacia nosotros con gesto de victoria.

– Maldito fanfarrón -se lamentó Jackie.

Shay regresó haciendo equilibrismos con todas las bebidas de golpe, con esa precisión que uno adquiere con la práctica.

– Y bien -dijo, mientras las depositaba sobre la mesa-. Cuéntanos, Francis: ¿era ésa tu chica? ¿La causante de todo este lío? -Al ver que todos se quedaban boquiabiertos, añadió-: ¿Qué pasa? ¡Espabilad! Si os morís de ganas de preguntárselo. ¿Lo era, Francis?

Carmel dijo con la mejor voz maternal que fue capaz de entonar:

– Deja en paz a Francis. Se lo he advertido a Kevin y ahora te lo advierto a ti: esta noche vais a tener que comportaros como adultos.

Shay soltó una carcajada y acercó un taburete. Yo había dispuesto de tiempo suficiente durante el último par de horas, cuando aún no tenía el cerebro encurtido, para determinar exactamente qué quería compartir con la gente de Faithful Place, o con mi familia, que en resumidas cuentas era prácticamente lo mismo.

– No pasa nada, Melly -la tranquilicé-. Aún no se sabe nada definitivo, pero, sí, todo apunta a que son los restos de Rosie.

Jackie contuvo el aliento. Se produjo un silencio. Shay emitió un largo y grave silbido.

– Que Dios la tenga en su gloria -musitó Carmel con voz queda.

Ella y Jackie se santiguaron.

– Eso ha sido lo que tu amigo les ha explicado a los Daly -añadió Jackie-. Ese tipo con el que hablabas. Pero nadie sabía si creerlo o no… Ya sabes lo que pasa con la policía, que siempre dice cualquier cosa. Tú no, pero el resto de policías sí… Podría haberle interesado que creyéramos que se trataba de ella.

– ¿Cómo lo saben? -preguntó Kevin con la tez lívida.

– Aún no lo saben -aclaré-. Tienen que hacerle las pruebas.

– ¿La de ADN y esas cosas?

– No lo sé, Kev, no es mi campo.

– Tu campo -repitió Shay, dándole vueltas a su vaso entre los dedos-. Siempre me lo he preguntado: ¿en qué campo trabajas tú exactamente?

– En esto y aquello -contesté.

Por motivos evidentes, los agentes secretos acostumbran a decirles a los civiles que trabajan en Derechos de Propiedad Intelectual o algo que suene lo bastante aburrido como para atajar la conversación de golpe. Jackie cree que yo implemento soluciones estratégicas de uso del personal.

– ¿Pueden averiguar… ya sabes… pueden averiguar qué fue lo que le sucedió a Rosie? -preguntó Kevin.

Abrí la boca, pero la volví a cerrar; me encogí de hombros y di un largo trago a mi cerveza.

– ¿Acaso no les ha explicado Kennedy eso a los Daly?

Carmel respondió con la boca fruncida:

– No ha soltado prenda. Le han suplicado que les explicase qué le había ocurrido, pero no les ha dicho ni mu. Se ha marchado y los ha dejado con la duda.

Jackie estaba encrespada de la indignación; incluso parecía que se le había cardado más el pelo.

– ¡Su propia hija, y les ha dicho que no era de su incumbencia si la habían asesinado o no! Me da igual que sea tu amigo, Francis, pero eso está muy feo, mucho.

Scorcher estaba causando una impresión aún mejor de la que yo había anticipado.

– Kennedy no es mi amigo. No es más que un gusano con el que colaboro de vez en cuando.

– Apuesto lo que sea a que sois lo bastante amigos como para que te haya explicado qué le sucedió a Rosie -aventuró Shay.

Eché un vistazo alrededor del pub. Las conversaciones habían aumentado un poco de volumen, o quizá no fuera eso, sino que ahora eran más aceleradas y concretas: por fin se había difundido la noticia. Nadie nos miraba, en parte por cortesía con Shay y en parte porque era la clase de local donde la mayoría de los parroquianos tenían problemas propios y conocían el valor de la intimidad. Me acodé en la mesa y con voz muy baja comenté:

– Está bien. Podrían despedirme por revelaros esto, pero los Daly merecen saber lo que nosotros sabemos. Necesito que me prometáis que no llegará a oídos de Kennedy.

Shay me miraba con un escepticismo de mil vatios, pero los otros tres me contemplaban fijamente, asintiendo a mis palabras, más contentos que unas pascuas: nuestro Francis, después de todos aquellos años, seguía siendo un muchacho de Liberties antes que un policía; qué felicidad ser una familia tan unida.

Eso sería lo que mis hermanas harían saber al resto del vecindario, como salsa de acompañamiento a mis pequeños bocaditos de información suculenta: Francis está de nuestro lado.

– Tiene toda la pinta de que alguien la asesinó -comuniqué.

Carmel ahogó un grito y se santiguó de nuevo.

– ¡Que Dios nos bendiga! -exclamó Jackie.

Kevin seguía pálido.

– ¿Cómo? -preguntó.

– Aún no se sabe nada acerca de eso.

– Pero lo descubrirán, ¿verdad?

– Probablemente. Después de todo este tiempo puede resultar difícil, aunque el equipo del laboratorio sabe bien lo que se hace.

– ¿Cómo en CSI? -preguntó Carmel con los ojos abiertos como platos.

– Sí -contesté, cosa que habría provocado al inútil del agente de la policía científica un aneurisma (los de la científica detestan CSI con todas sus fuerzas), pero que sin duda alegraría el día a las viejecitas del barrio-. Exactamente.

– Aunque sin magia -terció Shay con sequedad, con la vista clavada en su cerveza.

– Te sorprenderías. Esos muchachos son capaces de encontrar casi cualquier cosa que se propongan: una salpicadura de sangre añeja, muestras minúsculas de ADN, cientos de tipos de lesiones, lo que se te ocurra. Y mientras averiguan qué le sucedió a Rosie, Kennedy y su equipo intentarán adivinar quién fue el culpable. Interrogarán a todo el mundo que viviera por aquí en la época. Querrán saber quiénes eran sus amigos, si había discutido con alguien, con quién se llevaba bien y con quién mal, qué hizo en cada momento de sus últimos días con vida, si alguien notó algo raro la noche en que desapareció, si alguien vio a algún desconocido merodeando por el lugar o con un comportamiento extraño en torno a la hora de su muerte o poco después… Van a ser puñeteramente exhaustivos y van a tomarse todo el tiempo que necesiten. Todo, cualquier cosa, hasta el detalle más nimio, puede ser crucial.

– Madre del cielo -suspiró Carmel-. Es como en la tele, ¿a que sí? Es una locura.

En los bares, las cocinas y los salones de los hogares que nos rodeaban todo el mundo hablaba ya: rememoraba el pasado, desenterraba viejos recuerdos, los comparaba, los contrastaba y los ponía en común para conjugar un millón de teorías. En mi vecindario, el cotilleo es un deporte competitivo elevado al nivel de categoría olímpica, y nunca hay que desmerecer un buen cotilleo; yo los reverencio con todo mi corazón. Tal como le había comentado a Scorch, la información es munición, y la munición iba a ir que volaba por el barrio, salpicada, eso sí, con alguna que otra granada que no estalla. Yo quería que todos los buenos cotilleos se centraran en desempolvar las cargas vivas, y quería asegurarme de que llegaran a mis oídos, fuera como fuese. Si Scorcher había desairado a los Daly, lo iba a pasar mal extrayéndole información a cualquiera en un radio de un kilómetro a la redonda. Y yo quería que si alguien andaba suelto por ahí con algo de qué preocuparse, tuviera motivos para preocuparse de verdad.

– Si me entero de algo más que considero que los Daly deberían saber, no consentiré que queden fuera del círculo -les aseguré.

Jackie alargó una mano y me acarició la muñeca.

– Lo siento muchísimo, Francis -me reconfortó-. Albergaba la esperanza de que acabara siendo otra cosa, una confusión, no sé…

– Pobrecilla -se compadeció Carmel en voz baja-. ¿Qué edad tenía? ¿Dieciocho?

– Diecinueve años y unos meses -contesté.

– Madre mía, poco más que mi Darren. Y todos estos años ha estado en esa casa. Con sus padres preguntándose dónde andaría todo este tiempo…

– Jamás pensé que diría esto, pero gracias a Dios que Lavery compró esa casa -apuntó Jackie.

– Ojalá sea así -convino Kevin. Apuró su cerveza-. ¿A alguien le apetece otra ronda?

– A mí -contestó Jackie-. ¿A qué te refieres con lo de «Ojalá sea así»?

Kevin se encogió de hombros.

– Lo único que digo es que ojalá que todo salga bien.

– Por todos los santos, Kevin, ¿cómo podría esto salir bien? Esa pobre muchacha está muerta. Lo siento, Francis.

Shay aclaró:

– Lo que Kevin quiere decir es que esperemos que la policía no descubra algo que nos haga desear a todos que los obreros de Lavery hubieran arrojado esa maleta a un contenedor y no hubieran abierto la caja de Pandora.

– ¿Como qué? -preguntó Jackie-. ¿Kev?

Kevin arrastró hacia atrás su taburete y dijo, con un estallido repentino de autoridad:

– Ya he tenido suficiente de esta conversación, y probablemente Frank también. Voy a pedir a la barra. Si seguís hablando de este asunto cuando regrese, os dejo las bebidas y me largo a casa.

– ¡Vaya, vaya! -exclamó Shay con una sonrisa chueca-. El pequeño ratoncito ruge como un león. Bien hecho, Kev. Tienes toda la razón. Hablemos de Supervivientes. Venga, ve a pedirnos una copa.

Nos tomamos otra ronda, y luego otra. Una lluvia severa aporreaba las ventanas, pero el camarero tenía la calefacción alta y el único momento en que entraba aire frío era cuando se abría la puerta. Carmel reunió el coraje de acercarse a la barra y pedir media docena de sándwiches a la plancha, y entonces yo caí en la cuenta de que mi última comida había sido el desayuno de mi madre que me había dejado a la mitad y de que me rugían las tripas, con ese hambre feroz que podría hacerte arponear algo y comértelo aún caliente. Shay y yo nos turnamos para contar chistes que hicieron que a Jackie se le saliera el gin-tonic por la nariz y a Carmel lanzar chillidos y darnos palmaditas en las muñecas una vez entendió los remates; Kevin realizó una imitación magistral de mamá en la comida de Navidad que nos hizo desternillarnos, indefensos, hasta doblarnos de dolor.

– ¡Para! -le suplicó Jackie entre jadeos, dándole una torta en la mano-. Te juro por Dios que me va a estallar la vejiga. Si no paras, me meo encima.

– Habla en serio -añadí yo, intentando recobrar el aliento-. Y serás tú el que tendrá que ir a coger una bayeta y secarlo.

– No sé de qué te ríes tanto -dijo Shay-. Estas navidades tú estarás ahí sufriendo con el resto de nosotros.

– ¡Y un cuerno! Yo estaré a salvo en mi casa, bebiendo malta y descuajaringándome cada vez que piense en vosotros, pobres diablos.

– Espera a verlo, amiguito. Ahora que mamá te ha vuelto a poner las zarpas encima, no creas que te dejará marchar tan fácilmente con las navidades a la vuelta de la esquina ¿Crees que dejaría pasar la oportunidad de que todos nos sintiéramos como unos miserables? Espera y verás.

– ¿Qué te apuestas?

Shay alargó una mano.

– Cincuenta libras a que estarás sentado al otro lado de la mesa, delante de mí, en la comida de Navidad.

– Trato hecho -sentencié.

Sellamos nuestra apuesta con un apretón de manos. Shay tenía la piel reseca, una mano fuerte y callosa y, al tocarnos, saltó una chispa de electricidad estática entre nosotros. Ninguno de los dos se estremeció.

– ¿Sabes, Francis? -intervino Carmel-. Habíamos quedado en no preguntarte algo, pero no puedo contenerme. ¡Jackie, deja de pellizcarme de una vez!

Jackie volvía a tener su vejiga bajo control y miraba a Carmel como si fuera a matarla.

Carmel dijo, muy digna:

– Si no quiere hablar de ello, basta con que me lo diga él mismo y ya está. ¿Por qué no regresaste nunca, Francis?

– Tenía demasiado miedo de que mamá agarrara el cucharón de plata y me inflara a palos -contesté-. ¿Me culpas acaso?

Shay lanzó un bufido. Carmel continuó:

– Hablo en serio, Francis. ¿Por qué?

Ella, Kevin e incluso Jackie, que me había formulado la misma pregunta infinidad de veces y jamás había obtenido una respuesta, me miraban de hito en hito, algo achispados, perplejos y un punto heridos. Shay intentaba sacar una mota de algo de su cerveza.

– Permitidme que os pregunte algo -dije-. ¿Por qué daríais la vida?

– ¡Joder! -exclamó Kevin-. Eres la alegría de la huerta.

– Calla -lo reprendió Jackie-. ¿A qué te refieres, Francis?

– En una ocasión, papá me dijo que daría la vida por Irlanda -expliqué-. ¿Vosotros haríais algo así?

Kevin puso los ojos en blanco.

– Papá sigue anclado en los años setenta. Ya nadie piensa así.

– Medítalo un segundo. Aunque sólo sea por echarnos unas risas. ¿Lo harías?

Me miró desconcertado.

– ¿Por qué?

– Imagina que Inglaterra volviera a invadirnos.

– No se atrevería.

– He dicho «imagina», Kev. No te desvíes del tema.

– No lo sé. Nunca me lo he planteado.

– Eso -dijo Shay, en un tono no excesivamente agresivo, apuntando con su cerveza a Kevin-, eso que acabas de hacer habría supuesto la ruina de este país.

– ¿Yo? ¿Pero qué he hecho?

– Tú y los que son como tú. Toda vuestra maldita generación. Pero ¿es que lo único que os preocupa son los Rolex y la ropita Hugo Boss? ¿En qué más pensáis, si es que lo hacéis? Por una vez, Francis tiene razón. Tiene que haber algo por lo que darías la vida, tío.

– ¡No me jodas! -gritó Kevin-. ¿Por qué darías tú la vida? ¿Por Guinness? ¿Por un buen polvo?

Shay se encogió de hombros.

– Por mi familia.

– Pero ¿qué diantres dices? -saltó Jackie-. Si odias con toda tu alma a mamá y a papá.

Estallamos los cinco en carcajadas; Carmel tuvo que reclinar la cabeza hacia atrás y enjugarse las lágrimas de las comisuras de los ojos.

– Es verdad -reconoció Shay-, pero eso no importa.

– ¿Morirías tú por Irlanda? -me preguntó Kevin, aún un poco picado.

– No te quepa la menor duda -respondí, cosa que provocó otra risotada generalizada-. Me destinaron a Mayo [7] durante un tiempo. ¿Alguno de vosotros ha estado alguna vez en Mayo? Sólo hay campesinos, ovejas y paisajes bucólicos. Por eso te aseguro que no moriría.

– Entonces ¿por qué?

– Como dice aquí el amigo Shay -le dije a Kev, alzando mi vaso hacia Shay-, eso no es lo que importa. Lo que importa es que yo sé por qué moriría.

– Yo daría mi vida por mis hijos -intervino Carmel-. Que Dios me perdone.

Jackie se sumó:

– Supongo que yo moriría por Gav. Pero si lo necesitara de verdad, eso sí. ¿No os parece una conversación muy malsana, Francis? ¿Por qué no hablamos de otra cosa?

– En aquel entonces, yo habría dado mi vida por Rosie Daly -expliqué-. Eso es lo que intento deciros.

Se produjo un silencio. Shay alzó su copa.

– Brindo por todo por lo que moriríamos -dijo.

Entrechocamos nuestros vasos, dimos un trago largo a nuestras bebidas y nos relajamos en nuestros asientos. Sabía que probablemente se debiera a que estaba como una cuba, pero estaba jodidamente encantado de que hubieran venido a verme, incluso Shay. Más aún: les estaba agradecido. Es posible que fueran una panda de chalados y que sus sentimientos por mí fueran confusos, pero los cuatro habían dejado lo que fuera que estuvieran haciendo, habían aparcado sus vidas sin previo aviso y habían acudido a aquel bar a ayudarme a sobrellevar la noche. Encajábamos como piezas de un rompecabezas y sentí a mi alrededor algo parecido a un resplandor dorado y cálido, como si hubiera caído, por algún accidente perfecto, en el lugar adecuado. Por suerte, aún estaba lo bastante sobrio como para no intentar expresarlo en palabras.

Carmel se inclinó hacia mí y me dijo, casi con timidez:

– Cuando Donna era apenas un bebé tuvo un problema en los riñones; pensaron que podía necesitar un trasplante. Les dije sin pensármelo ni un segundo que podían quitarme los dos a mí. Al final todo salió bien y, de todas maneras, sólo habrían necesitado uno, pero nunca lo olvidaré. ¿Entiendes lo que digo?

– Sí -le contesté con una sonrisa-. Claro que te entiendo.

– Es tan bonita -dijo Jackie-, me refiero a Donna. Es adorable, siempre riendo. Ahora tendrás que conocerla, Francis.

Carmel añadió:

– Darren se parece mucho a ti, ¿sabes? Se ha parecido siempre, desde que era un niño.

– ¡Lo compadezco! -exclamamos Jackie y yo al unísono.

– No seáis tontos. Lo digo en el buen sentido. Está estudiando en la universidad. Eso no lo ha sacado de mí ni de Trevor; nosotros nos habríamos dado por satisfechos si hubiera decidido trabajar de lampista con su padre. No. Darren lo decidió todo por sí solito, nunca nos dijo nada: se limitó a reclamar los formularios de inscripción en los cursos, escogió el que le interesaba y se esforzó como un loco para aprobar la Selectividad. Se empeñó como un toro, él sólito. Como tú. Yo siempre deseé ser así.

Por un instante atisbé una ola de tristeza recorrerle el rostro.

– Si no recuerdo mal, tú también conseguías siempre lo que te proponías -repliqué-. ¿Qué me dices de Trevor?

La tristeza se desvaneció y afloró una sonrisita traviesa que la hizo parecer una niña de nuevo.

– Es verdad, sí. Aquel baile, la primera vez que lo vi: nada más verlo le dije a Louise Lacey: «Ése es para mí». Entonces llevaba aquellos pantalones de campana que estaban tan de moda…

Jackie se echó a reír.

– No te rías -la reprendió Carmel-. Gavin va siempre con tejanos gastados; a mí me gustan los hombres que hacen un esfuerzo por estar guapos. Trevor tenía un culito precioso con aquellas campanas, para que te enteres. Y olía de maravilla. ¿De qué diantre os reís vosotros dos?

– ¡Eras una golfa! -exclamé yo.

Carmel le dio un sorbito recatado a su sidra de peras.

– No lo era. Entonces las cosas eran distintas. Si te gustaba un muchacho, preferías morir a que se enterara. Te las tenías que ingeniar para que fuera él quien te persiguiera.

– ¡Joder! -exclamó Jackie-. Esto parece la puñetera Orgullo y prejuicio. Yo le pedí a Gavin para salir.

– Pues os digo que funcionó; mucho mejor que todas esas tonterías de hoy en día, esas chicas que van a las discotecas sin bragas. Yo conseguí al hombre que quería, ¿no es cierto? Prometida a los veintiún años. ¿Tú estabas aún aquí, Francis?

– Por los pelos -aclaré-. Me marché unas tres semanas después.

Recuerdo la fiesta de compromiso: las dos familias nos apretujamos en el salón de casa; las respectivas madres se repasaban de arriba abajo como un par de pitbulls obesos; Shay interpretaba su papel de hermano mayor y le disparaba a Trevor roña; Trevor convertido en la manzana de Adán, con los ojos como platos, aterrorizado; Carmel sonrojada, triunfante, embutida en un espantoso vestido plisado rosa que la hacía parecer un pescado con las tripas fuera. Por entonces yo era aún un capullo más integral de lo que lo soy ahora; me quedé sentado en el alféizar de la ventana, al lado del hermano cerdito de Trevor, ignorándolo y congratulándome fervientemente porque iba a largarme de una vez por todas de Dodge y nunca más tendría que enfrentarme a una fiesta de compromiso con huevos rellenos y emparedados. Hay que andarse con cuidado con lo que se desea. Observándolos allí a los cuatro, alrededor de aquella mesa del bar, tuve la sensación de haberme perdido algo aquella noche, como si una fiesta de compromiso, al menos a largo plazo, pudiera haber sido algo bueno que celebrar.

– Llevaba mi vestido rosa -apuntó Carmel con satisfacción-. Todo el mundo me decía que estaba guapísima.

– Y lo estabas -comenté yo, guiñándole el ojo-. De no haber sido mi hermana, te aseguro que incluso a mí me habrías gustado.

Jackie y ella soltaron un gritito seguido de un:

– ¡Venga ya!

Pero yo ya no les prestaba atención. En el otro extremo de la mesa, Shay y Kevin mantenían una conversación privada, y el tono defensivo en la voz de Kevin había ascendido lo suficiente como para despertar mi curiosidad.

– Es un trabajo. ¿Qué tiene de malo?

– Un trabajo en el que te rompes los cuernos lamiéndole el culo a un pijo, «sí, señor», «no, señor», «tres bolsas llenas, señor», y todo por el bien de una gran empresa que te arrojará a los lobos en cuanto la cosa se ponga fea. Les haces ganar miles de libras a la semana y ¿qué obtienes tú a cambio?

– Me pagan. El verano que viene quiero ir a Australia, quiero ir a bucear alrededor de la Gran Barrera de Arrecifes y comer hamburguesas de canguro y emborracharme en barbacoas en Bondi Beach con unas australianas despampanantes gracias a este empleo. ¿Qué pega le ves?

Shay soltó una carcajada ronca.

– Será mejor que ahorres tu dinero.

Kevin se encogió de hombros.

– Ganaré mucho más invirtiéndolo.

– Y un cuerno. Eso es lo que quieren que creas.

– ¿Quién? ¿De qué habláis?

– Los tiempos cambian, amigo. ¿Qué crees que PJ Lavery…?

– Maldito capullo -lo interrumpimos todos al unísono, salvo Carmel, que con la maternidad se había vuelto más fina.

– ¿Por qué crees que está demoliendo el interior de esas casas? -continuó Shay.

– ¿A quién le importa eso? -Kev empezaba a irritarse.

– Pues debería importarte a ti. Ese Lavery es un viejo zorro; sabe de dónde sopla el viento. El año pasado compró esas tres casas de un porrazo, envía esos folletos promocionando apartamentos de lujo, y ahora de repente desestima la idea y las vende por partes.

– ¿Y qué? Quizás está en pleno divorcio o lo acosan los impuestos o algo por el estilo. ¿Por qué debería eso ser problema mío?

Shay miró a Kevin como si hubiera perdido la razón por un momento, inclinándose hacia delante, con los codos apoyados en la mesa. Luego soltó otra carcajada y sacudió la cabeza.

– No lo entiendes, ¿verdad? -dijo, estirando la mano para asir su cerveza-. No tienes ni puñetera idea de nada. Te tragas hasta el último pedacito de mierda que te echan; crees que todo será vino y rosas. Me muero de ganas de ver tu careto.

– Estáis borrachos -sentenció Jackie.

Kevin y Shay nunca se habían gustado demasiado, pero aquel día se me escapaban muchas capas de significado de su conversación. Era como escuchar la radio con un exceso de electricidad estática: sólo captabas el tono, pero no el sentido de lo que estaba ocurriendo. Me resultaba imposible determinar si la interferencia procedía de los veintidós años de distancia o de las ocho cervezas. Mantuve el pico cerrado y los ojos abiertos.

Shay dejó el vaso con contundencia en la mesa.

– Te diré por qué Lavery no se gasta su dinero en los apartamentos de lujo. Para cuando los haya acabado de construir, nadie tendrá dinero para comprarlos. Este país está a punto de irse por la cloaca. Está al borde del precipicio, a punto de caer rodando a mil por hora.

– Así que nada de apartamentos -se lamentó Kev, con un encogimiento de hombros-. Pues estupendo, ¿qué quieres que te diga? Sólo le habrían aportado a mamá más pijos a los que maldecir.

– Los pijos son tu necesidad básica, tío. Cuando ellos se extingan, tú también lo harás. ¿Quién va a comprar tus televisores para fanfarronear una vez estén todos en el paro? ¿De qué vive un chapero si sus clientes se arruinan?

Jackie le dio una palmada en el brazo a Shay.

– Calla. No seas desagradable.

Carmel se tapó la cara con la mano y me deletreó «Borracho», en un gesto a medio camino entre la extravagancia y la disculpa, pero ella también se había bebido ya tres sidras y utilizó la mano equivocada. Shay los ignoró a ambos.

– Este país está construido sobre la nada y buenas relaciones públicas. Una patada y todo se irá al carajo, y la patada está a punto de llegar.

– No sé por qué estás tan contento -replicó Kevin enfurruñado. Él también estaba un poco ebrio, pero, en lugar de ponerse agresivo, le daba por la introspección; estaba repantingado sobre la mesa, enfurruñado, con la vista clavada en su bebida-. Si el barco se hunde, tú te hundirás con el resto de nosotros.

Shay negó con la cabeza, sonriendo.

– Ah, no, no, no. Lo siento, tío; no tendrás esa suerte. Yo tengo un plan.

– Tú siempre tienes un plan. ¿Y adónde te han llevado hasta ahora tus planes?

Jackie suspiró sonoramente.

– Hace buen tiempo -me dijo.

– Esta vez es distinto -le contestó Shay a Kevin.

– Seguro que sí.

– Espera y verás, amiguito. Espera y verás.

– Suena estupendo -replicó Carmel con firmeza, como una anfitriona intentando recuperar el control de su cena. Había acercado su taburete a la mesa y estaba sentada muy erguida, con el dedo meñique levantado del vaso con gesto finolis-. ¿Por qué no nos hablas de ese plan?

Transcurrido un momento, Shay desvió los ojos hacia ella, se repanchingó en su asiento y se echó a reír.

– Ah, Melly -dijo-. Tú siempre has sido la única que me ha sabido enseñar modales. ¿Sabéis que cuando yo no era más que un adolescente nuestra Carmel me sacudió en las piernas hasta que me escapé corriendo por llamar a Tracy Long «putilla»?

– Te lo merecías -le regañó Carmel con remilgo-. Ésas no son maneras de hablar de una chica.

– Lo sé. El resto de esta tropa no sabe apreciarte, pero yo sí, Melly. Tú sigue así. Llegaremos lejos.

– ¿Dónde? -preguntó Kevin-. ¿A la oficina del paro?

Shay reconcentró la atención de nuevo en Kevin, haciendo un esfuerzo.

– Te voy a explicar lo que ellos no te cuentan -le advirtió-. En épocas de bonanza económica, todas las grandes oportunidades van a parar a manos de los peces gordos. Los trabajadores consiguen sobrevivir, pero sólo los ricos se vuelven más ricos.

– ¿Y un obrero no podría disfrutar de su cerveza y una agradable conversación con sus hermanos y hermanas? -inquirió Jackie.

– Cuando las cosas empiezan a ponerse feas, entonces es cuando cualquiera con cerebro y un plan puede hacerse con un buen puñado de los restos del naufragio. Y eso es precisamente lo que yo pretendo.

«Tengo una cita importante esta noche», solía decir Shay, agachándose para repeinarse hacia atrás frente al espejo, pero nunca revelaba con quién; o «He ganado un poco de lana extra, Melly, ve a comprarte un helado con Jackie», pero nadie sabía nunca de dónde procedía ese dinero.

– Cuenta, cuenta -lo alenté yo-. ¿Vas a explicarnos tu plan o te vas a limitar a fanfarronear toda la noche?

Shay me miró con severidad; yo le devolví una sonrisa amplia e inocente.

– Francis -dijo-. Nuestro hombre dentro. Nuestro hombre en el sistema. ¿Por qué tendría que preocuparte lo que un renegado como yo haga con su vida?

– Amor fraternal.

– Más bien creo que consideras que mi plan es una basura y te apetece saborear esa dulce sensación de haberme vuelto a derrotar. Pues a ver qué te parece. Voy a comprar la tienda de bicicletas.

Sólo mencionarlo se le ruborizaron las mejillas. Kevin soltó una risotada; las enarcadas cejas de Jackie se alzaron aún más.

– ¡Mira por dónde! -exclamó-. Nuestro Shay, empresario, ¿qué me decís de eso?

– Es estupendo -contesté yo-. Cuando te conviertas en el Donald Trump del mundo del ciclismo, vendré a comprarte mi BMX.

– Conaghy se jubila el año que viene y su hijo no quiere ocuparse del negocio; se dedica a vender coches de lujo, las bicis no le parecen suficientemente buenas para él. De manera que Conaghy me lo ha ofrecido a mí antes que a nadie.

Kevin había emergido de su enfurruño lo suficiente como para mirar por encima de su cerveza.

– ¿De dónde vas a sacar la pasta? -preguntó.

La chispa de fuego en los ojos de Shay me reveló por qué seducía a las mujeres.

– Ya tengo la mitad. Llevo ahorrando mucho tiempo. El banco me presta el resto. Están endureciendo las condiciones de los créditos, porque saben que se avecinan malos tiempos, al igual que Lavery, pero yo he llegado justo a tiempo. El próximo año por estas fechas, amigos míos, seré un hombre de medios independientes.

– Bien hecho -lo felicitó Carmel, aunque algo en su voz, una suerte de reserva, captó mi atención-. Es fantástico. Me alegro por ti.

Shay dio un trago a su cerveza y fingió que no ocurría nada, pero las comisuras de sus labios esbozaban una sonrisa.

– Tal como le he explicado a Kev, no tiene sentido malgastar tu vida trabajando para que otro se llene los bolsillos. La única manera de llegar a algún sitio es ser tu propio jefe. Sólo voy a invertir mi dinero en algo que me permita alimentarme.

– Pero si estás en lo cierto y este país se va a pique, ¿tú también te hundirás con él, no? -le rebatió Kevin.

– Ahí es donde te equivocas, colega. Cuando los ricos de esta semana descubran que están en el fango será cuando se presente mi oportunidad. En los años ochenta, cuando ninguno de nuestros conocidos tenía dinero para comprarse un coche, ¿cómo solventamos el problema? Usando bicis. En cuanto estalle la burbuja, papá no va a ser capaz de regalarle a su hijito un BMW para que conduzca un kilómetro hasta la escuela. Entonces será cuando aparezca en mi puerta. Me muero de ganas de ver las caras de esos pequeños capullos.

– Como tú digas -replicó Kevin-. Es fantástico, de verdad, me alegro. -Y volvió a clavar la vista en su cerveza.

– ¿Y vivirás encima de la tienda? -preguntó Carmel.

Shay desvió hacia ella sus ojos y un oscuro velo se interpuso entre ellos.

– Así es, sí.

– ¿Y trabajar toda la jornada? ¿Dejarás de tener un horario flexible?

– Melly, todo saldrá bien -la tranquilizó Shay en un tono mucho más afable-. Conaghy aún tardará unos meses en retirarse. Para entonces…

Carmel respiró rápidamente y asintió, como si le faltara el aliento.

– De acuerdo -musitó, casi para sí misma, y se llevó el vaso a los labios.

– Créeme. No te preocupes por nada.

– No, claro, seguro. Dios sabe que te mereces una oportunidad. Por cómo te habías comportado últimamente, además, yo sabía que te guardabas un as en la manga; simplemente no… Estoy encantada por ti. Enhorabuena.

– Carmel -inquirió Shay-. Mírame. ¿Crees que te haría algo así?

– Vosotros dos -interrumpió Jackie-. ¿Se puede saber de qué va todo esto?

Shay puso un dedo en el vaso de Carmel y lo bajó para poder mirarla a la cara.

Nunca antes había visto tal ternura en él, y me resultó incluso menos tranquilizadora que a Carmel.

– Escúchame. Los médicos dijeron que es cuestión de meses. Seis a lo sumo. Para cuando yo compre la tienda, estará en una residencia o en una silla de ruedas, o demasiado débil para hacer ningún daño.

– ¡Válgame Dios! -exclamó Carmel en un tono bajo-. Esperar a que…

– ¿Qué sucede? -pregunté yo.

Se volvieron para mirarme, dos pares idénticos de enigmáticos ojos azules. Fue la primera vez que les vi el parecido.

– ¿Insinuáis que papá aún pega a mamá?

Un temblor rápido como un electrochoque recorrió la mesa, un silbido imperceptible de aliento contenido.

– Tú ocúpate de tus asuntos -me espetó Shay- y nosotros nos ocuparemos de los nuestros.

– ¿Quién ha elegido a este portavoz de mierda?

– Simplemente hemos preferido que hubiera alguien cerca, eso es todo. Por si acaso papá reincidía -aclaró Carmel.

– Jackie me aseguró que eso se había acabado hace años -añadí.

– Tal como te he dicho, Jackie no tiene ni idea -replicó Shay-. Ninguno de vosotros la ha tenido nunca. Así que no metáis las narices donde no os llaman.

– ¿Quieres que te diga una cosa? -pregunté-. Empiezo a estar un poquitín harto de que actúes como si fueras el único que se ha tenido que tragar la mierda de papá.

Nadie respiraba.

Shay profirió una risa grave y desagradable.

– ¿En serio crees que tú has tragado mierda? -me preguntó.

– Tengo cicatrices que lo demuestran. Tú y yo vivíamos bajo el mismo techo, ¿recuerdas? La única diferencia es que yo, ahora que soy mayorcito, puedo mantener toda una conversación sin quejarme de ello.

– No tenéis ni puta idea. Vivíais en la inopia. No vivimos bajo el mismo techo ni un solo día. Tú, Jackie y Kevin vivíais en el dulce regazo del bienestar en comparación con lo que sufrimos Carmel y yo.

– No te atrevas a decirme que yo me libré sin más.

Carmel intentaba fulminar con la mirada a Shay, pero él no se daba cuenta: tenía los ojos clavados en mí.

– Unos mimados, eso es lo que fuisteis los tres. ¿Crees que lo pasasteis mal? Eso es porque nosotros nos aseguramos de que nunca descubrierais lo que era pasarlo realmente mal.

– Si quieres ir a pedirle una cinta de medir al camarero -repliqué yo-, podemos comparar las dimensiones de nuestras cicatrices, el tamaño de nuestra polla o lo que te dé la realísima gana. De lo contrario, podremos disfrutar de una noche mucho más agradable si aparcas el complejo de mártir en tu lado de la mesa y no intentas decirme cómo ha sido mi vida.

– Claro. Tú siempre te has creído más listo que nosotros, ¿verdad?

– Sólo más que tú, encanto. Y acabas de demostrármelo.

– ¿Y qué te hace más listo? ¿El hecho de que Carmel y yo dejáramos la escuela cuando cumplimos dieciséis años? ¿Acaso crees que se debió a que éramos demasiado obtusos como para continuar estudiando? -Shay estaba inclinado hacia delante, con las manos aferradas al borde de la mesa; un destello de rubor rojo encendido le cubría los pómulos-. Fue para poder llevar un salario a la mesa y que papá no tuviera que hacerlo. Para que pudierais comer. Para que vosotros tres pudierais compraros los libros de texto y vuestros pequeños uniformes y acabar el bachillerato.

– Madre mía -murmuró Kevin mirando su cerveza-. Ahí va la caballería…

– Sin mí, tú probablemente hoy no serías policía. No serías nada. ¿Crees acaso que estaba fardando cuando he dicho que moriría por mi familia? Casi lo hago. Perdí mi educación. Renuncié a todas las oportunidades que tenía en la vida.

Arqueé una ceja.

– ¿Qué ocurre? ¿Acaso te habrías convertido en profesor universitario de haber sido otras las circunstancias? No me hagas reír, por favor. Tú no perdiste nada.

– Nunca sabré qué perdí. Pero ¿a qué has renunciado tú en tu vida? ¿Qué te ha robado esta familia a ti? Dime solamente una cosa. Una.

– Esta puta familia me robó a Rosie Daly -contesté.

Silencio absoluto, congelado. Todos me miraban estupefactos; Jackie sostenía el vaso en alto con la boca entreabierta, atrapada a medio sorbo. Lentamente me di cuenta de que me había puesto en pie, de que me balanceaba y de que mi voz había bordeado un rugido.

– Dejar los estudios no es nada; unos cuantos cachetes no son nada. Yo lo habría asumido todo, lo habría suplicado, mucho antes que perder a Rosie. Y ahora ella está muerta.

Carmel preguntó en tono de perplejidad:

– ¿Crees que te dejó por nosotros?

Yo era plenamente consciente de que había algo malo en lo que había dicho, algo que había cambiado, pero no sabía detectar con precisión qué era. En cuanto me incorporé, la bebida me golpeó directamente en las corvas.

– ¿Qué demonios crees que pasó, Carmel? -pregunté-. Un día estábamos locamente enamorados el uno del otro, amor verdadero para siempre jamás, amén. Íbamos a casarnos. Habíamos comprado los billetes del ferry. Juro ante Dios que habríamos hecho lo que fuera, Melly, cualquier cosa concebible por estar juntos. Y al día siguiente, al puto día siguiente huyó de mí.

Los parroquianos comenzaban a mirar en nuestra dirección, sus conversaciones se deshilvanaban, pero me sentía incapaz de bajar la voz. Siempre soy la persona con la cabeza más fría en cualquier pelea y con el nivel más bajo de alcohol en sangre en cualquier bar. Aquella noche se había salido de madre, y era demasiado tarde para reencauzarla.

– ¿Qué fue lo único que cambió entretanto? Que papá se fue de juerga e intentó entrar a la fuerza en casa de los Daly a las dos de la madrugada, y luego todos vosotros, mi gran familia con clase, tuvo una pelea a gritos y porrazos en medio de la calle. Tú recuerdas aquella noche, Melly. Todo Faithful Place recuerda aquella noche. ¿Cómo no iba a cambiar Rosie de opinión después de aquello? ¿A quién le apetece tener a gente así como familia? ¿Quién quiere esa sangre para sus hijos?

Carmel preguntó, en voz muy baja y aún sin expresión alguna en el rostro:

– ¿Por eso nunca regresaste a casa? ¿De verdad has pensado eso todo este tiempo?

– Si papá hubiera sido una persona decente -contesté-, si no hubiera sido un borracho o si al menos lo hubiera llevado con discreción… Si mamá no hubiera sido mamá… Si Shay no hubiera andado metiéndose en problemas día sí y día también… Si todos nosotros hubiéramos sido diferentes…

Kevin dijo, fuera de sí:

– Pero si Rosie no fue a ningún sitio…

No entendí lo que decía. El día acabó por vencerme y estaba tan cansado que notaba mis piernas fundirse en aquella alfombra raída.

– Rosie me dejó porque mi familia era una pandilla de animales -concluí-. Y no la culpo por ello.

Jackie replicó con un matiz de dolor en la voz:

– Eso no es cierto, Francis. No es justo.

– Rosie Daly no tenía ningún problema conmigo, amiguito -aclaró Shay-. De eso que no te quepa duda.

Shay había recobrado el control; se había desparramado en su silla y el rojo se había desvanecido de sus pómulos. Fue su manera de decirlo…, aquella chispa de arrogancia en sus ojos, aquella sonrisita perezosa curvándose en las comisuras de sus labios…

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Rosie era una muchacha encantadora. Muy agradable, muy… sociable: ésa es la palabra que buscaba.

Se me había desvanecido el cansancio.

– Si vas a insultar a alguien que no está presente para defenderse, al menos hazlo sin tapujos, como un hombre. Y si no tienes agallas para hacerlo, cierra el pico.

El camarero asestó un golpe en la barra con un vaso.

– ¡Eh! ¡Pandilla! ¡Ya está bien de jaleo! Si no os calmáis, os pongo a todos de patitas en la calle.

– Simplemente te felicito por tu buen gusto -replicó Shay-. Unas tetas espléndidas, un culo espléndido y una actitud espléndida. Era toda una golfa, ¿no es cierto? De cero a cien en un abrir y cerrar de ojos.

Una voz aguda en algún rincón de mi cerebro me aconsejaba que me marchara de allí, pero me llegaba neblinosa y vaga a través de todas aquellas capas de bebida.

– Rosie no te habría tocado ni por todo el oro del mundo.

– Piensa un poco, amiguito… porque hizo mucho más que tocarme. ¿Nunca notaste mi olor en su cuerpo al desnudarla?

Lo arranqué de la silla por el cuello de la camisa y estaba a punto de encajarle un puñetazo cuando los otros entraron en acción con esa eficacia torpe e instantánea que sólo tienen los borrachos. Carmel se interpuso entre nosotros, Kevin me agarró del brazo que tenía preparado para sacudirle y Jackie apartó las bebidas de en medio para evitar accidentes. Shay consiguió zafarse de mi otra mano (escuché un desgarro) y ambos nos fuimos dando tumbos hacia atrás. Carmel agarró a Shay por los hombros, lo obligó a sentarse y, apantallando mi presencia con su cuerpo, intentó tranquilizarlo diciéndole una sarta de tonterías. Kevin y Jackie me agarraron por debajo de los hombros, me dieron media vuelta y me condujeron en dirección a la puerta; a medio camino recuperé el equilibrio y recordé lo que estaba ocurriendo.

– Soltadme -los conminé-. Soltadme.

Siguieron avanzando como si oyeran llover. Intenté desembarazarme de ellos, pero Jackie se había cerciorado de engancharse a mí de tal manera que me fuera imposible separarme de ella sin hacerle daño, y aún me faltaba mucha bebida para tal cosa. Shay gritó alguna maldad por encima del hombro de Carmel, quien con más ímpetu empezó a sisearle que se callara, mientras Kevin y Jackie maniobraron expertamente arrastrando de mí entre mesas, taburetes y una concurrencia atónita, consiguieron sacarme del bar y me llevaron hasta la esquina para que me diera el aire fresco. La puerta se cerró de un portazo a nuestras espaldas.

– ¿Qué cojones…?

Jackie intentó apaciguarme hablándome como a un chiquillo:

– Escucha, Francis. Sabes perfectamente que no puedes pelearte aquí.

– Ese capullo estaba pidiendo a gritos que le partiera la cara, Jackie. Lo estaba suplicando. Ya has oído lo que ha dicho. Dime que no se merece una buena tunda.

– Claro que se la merece, pero no podéis destrozar el bar. ¿Te apetece que demos un paseo?

– ¿Qué pretendéis? ¿Por qué me sacáis a mí a rastras de ese antro? Shay es quien…

Me agarraron de los brazos y echamos a andar.

– Te sentirás mucho mejor si te da el aire fresco -comentó Jackie en un tono tranquilizador.

– No. No. Yo me estaba tomando una cerveza tranquilamente, solo, sin hacer daño a nadie, hasta que ese gilipollas ha venido en busca de follón. ¿Habéis oído lo que ha dicho?

Kevin contestó:

– Está bloqueado y ha decidido comportarse como un gilipollas. ¿Te sorprende acaso?

– Y entonces ¿por qué me habéis sacado a mí del bar?

Era consciente de sonar como un chiquillo lloriqueando un «Pero si ha empezado él…», pero me resultaba imposible reprimirme.

Kevin contestó:

– Shay es del barrio. Es su bar.

– Shay no es el propietario de este maldito vecindario. Yo tengo tanto derecho como él…

Intenté zafarme de ellos y regresar al pub, pero el esfuerzo a punto estuvo de hacerme perder el equilibrio. El aire frío no me estaba ayudando a serenarme; más bien me sacudía desde todos los ángulos, desconcertándome y haciendo que me zumbaran los oídos.

– Claro que sí -confirmó Jackie, manteniéndome encarado en dirección contraria al bar-, pero, si te quedas ahí, no va a dejar de pincharte. Y no tiene sentido quedarse para eso. Nos vamos nosotros a otro sitio y ya está, ¿te parece?

Fue en aquel momento cuando una fría aguja de sentido común logró perforar la neblina de Guinness. Me detuve en seco y sacudí la cabeza hasta que la borrachera se me pasó ligeramente.

– No -contesté-. No, Jackie, no me parece bien.

Jackie volvió el rostro hacia mí con expresión de angustia.

– ¿Te encuentras bien? ¿Tienes ganas de vomitar?

– No, no voy a vomitar. Pero no tengo ninguna intención de ir a ningún otro sitio porque tú lo digas.

– Vamos, Francis, no seas…

– ¿Recuerdas cómo empezó toda esta historia, Jackie? -pregunté-. Me telefoneaste y me convenciste para que trajese mi trasero a este lugar de mala muerte. Ojalá me hubiera golpeado la cabeza en la puerta de un coche a medio camino o sencillamente te hubiera dicho que te metieras tu genial idea por el culo. Porque mira qué ha acabado pasando, Jackie. Mira bien. ¿Qué? ¿Te sientes bien contigo misma ahora? ¿Disfrutas de la satisfacción del trabajo bien hecho? ¿Ya estás contenta? -Me balanceaba. Kevin intentó pasar un hombro por debajo del mío, pero yo me desembaracé de ambos, me desplomé con todo mi peso en una pared y me cubrí el rostro con las manos. Al cerrar los ojos vi miles de estrellitas-. Sabía que no tenía que venir. ¡Joder! Sabía que no tenía que venir…

Guardamos silencio durante un rato. Notaba a Kevin y a Jackie intercambiarse miradas, intentando urdir un plan mediante el código de los movimientos de cejas. Finalmente, Jackie inquirió:

– No sé vosotros dos, pero a mí se me están congelando las tetas. Voy a entrar a por mi abrigo, ¿me esperáis?

– Coge el mío también -le pidió Kevin.

– Estupendo. No os vayáis a ningún sitio, ¿eh? ¿Francis?

Me apretó tímidamente el codo, tanteando. La ignoré. Al cabo de un momento la oí suspirar y luego el taconeo orgulloso de sus zapatos rehaciendo el camino por el que habíamos venido.

– ¡Puñetero día de los cojones! -exclamé.

Kevin se apoyó en la pared a mi lado. Lo escuchaba respirar, soplando para quitarse el frío.

– Es cierto, pero no es culpa de Jackie -terció.

– Así es, Kev. Ya lo sé. Pero vais a tener que perdonarme porque en este preciso instante eso me importa un comino.

El callejón olía a grasa y a orines. En algún lugar, a una o dos calles de distancia, un par de tipos habían empezado a gritarse, sin palabras, sólo un gruñido ronco y salvaje. Kevin se recostó con todo su peso contra la pared.

– Lo entiendo -dijo-. No sé si sirve de algo, pero me alegro de que hayas regresado. Ha estado bien verte. No por todo lo de Rose, claro está, ya me entiendes… Pero me alegra de verdad volver a verte.

– Tal como ya he dicho, así debería ser, pero las cosas no siempre son como deberían.

Kevin continuó:

– A mí la familia me importa mucho. Siempre me ha importado. Yo no he dicho que moriría por vosotros cuando Shay ha salido con todas esas tonterías. Sencillamente no me apetecía que me dijera qué tengo que pensar.

– No te preocupes. Nadie moriría por nadie.

Me destapé la cara y aparté la cabeza unos centímetros de la pared para comprobar si el mundo había empezado a estabilizarse. No me pareció que nada se inclinase de manera excesivamente peligrosa.

– Antes todo era mucho más sencillo -continuó Kevin-. Me refiero a cuando éramos niños.

– Pues te aseguro que yo no lo recuerdo así.

– Bueno, ya sé que no era sencillo, entiéndeme, pero… no sé… Al menos sabíamos lo que se suponía que teníamos que hacer, aunque hacerlo fuera una gaita a veces. Al menos lo sabíamos. Creo que echo eso en falta. ¿Sabes a qué me refiero?

– Kevin, amigo mío, te lo confieso: te aseguro que no te entiendo -contesté.

Kevin giró la cabeza sobre la pared para mirarme. El aire frío y la bebida le habían sonrosado las mejillas y le conferían un aspecto como de ensueño; tiritaba ligeramente y, con su peinado de moda desaliñado, parecía un chaval de una postal navideña antigua.

– Bueno -replicó con un suspiro-. Probablemente no. No importa.

Me separé cautelosamente de la pared, dejando una mano apoyada por si acaso, pero las rodillas me respondieron bien.

– Jackie no debería andar por ahí sola a estas horas -observé-. Ve a buscarla.

Me miró con un pestañeo.

– ¿Vas a… nos vas a esperar aquí, verdad? Regreso en un segundo.

– No.

– Ah. -Parecía confuso-. ¿Y qué hay de mañana?

– ¿Qué pasa con mañana?

– ¿Seguirás por aquí?

– Lo dudo.

– ¿Volverás… algún día?

Parecía tan jodidamente joven y perdido que me desarmó.

– Ve a buscar a Jackie.

Conseguí recuperar el equilibrio y eché a andar. Transcurridos unos segundos escuché las primeras pisadas de Kevin, lentas, avanzando en la dirección opuesta.

Загрузка...