Mamá había arrancado a todo el mundo de delante del televisor y había vuelto a dar forma al idilio navideño: la cocina estaba infestada de mujeres y humo y voces, los hombres eran arreados arriba y abajo con agarradores y platos, y el aire estaba invadido por el chisporroteo de la carne y el aroma a patatas asadas. Me aturdió. Tuve la sensación de haberme ausentado durante años.
Holly estaba poniendo la mesa con Donna y Ashley; la estaban decorando con servilletas de papel con angelotes impresos mientras cantaban un villancico inventado. Me concedí una fracción de segundo para contemplarlas, sólo para registrar en la memoria esa imagen mental. Luego le puse una mano en el hombro a Holly y le susurré al oído:
– Cielo, tenemos que irnos.
– ¿Irnos? Pero si…
Estaba estupefacta de indignación y lo bastante desconcertada como para que le llevara un segundo empezar a discutir. Le dediqué una mirada de alerta máxima paternal y se le bajaron los humos.
– Recoge tus cosas -le ordené-. Rápido.
Holly dejó el puñado de cubiertos que llevaba en la mano sobre la mesa con un golpe y se dirigió arrastrándose hacia el recibidor tan despacio como pudo. Donna y Ashley me miraron como si acabara de degollar a un cordero. Ashley se apartó de mi camino.
Mamá asomó la cabeza por la puerta de la cocina blandiendo un tenedor de servir enorme como si fuera una aguijada para el ganado.
– ¡Francis! Ya era hora, maldita sea. ¿Ha venido Seamus contigo?
– No, madre…
– Te tengo dicho que no me llames «madre». Anda a buscar a tu hermano ahora mismo y venid los dos a sacar a tu padre para la cena antes de que se me queme de tanto esperaros. ¡Ve ahora mismo!
– Mamá. Holly y yo tenemos que irnos.
Mi madre dejó caer la mandíbula. Por un segundo, incluso se quedó sin habla. Luego saltó como una sirena antiaérea:
– ¡Francis Joseph Mackey! Supongo que me estás tomando el pelo. Dime ahora mismo que es una broma.
– Lo siento, mamá. Me he entretenido charlando con Shay y he perdido la noción del tiempo. Ya sabes lo que pasa. Vamos tarde. Tenemos que marcharnos de inmediato.
Mamá tenía la barbilla, los pechos y la barriga hinchados, listos para pelear.
– Me importa un bledo la hora que sea. La cena está lista y no vais a ir a ninguna parte hasta que os la hayáis comido. Sentaos ahora mismo a esa mesa. Es una orden.
– Imposible. Siento el lío. De verdad. Holly… -Holly estaba ya en la puerta, con el abrigo colgando a medio poner por un brazo y los ojos como platos-. Coge la mochila del cole. Ya.
Mi madre me sacudió en el brazo con el tenedor, con la fuerza suficiente como para que me saliera un morado.
– ¡No te atrevas a no hacerme caso! ¿Acaso pretendes provocarme un infarto? ¿Para eso has regresado, para ver a tu madre caer muerta ante tus propios ojos?
Con mucha precaución, el resto de la pandilla fue apareciendo en la puerta de la cocina, uno a uno, a espaldas de mi madre, para comprobar qué ocurría. Ashley se agachó para esquivar a mi madre y se agazapó entre la falda de Carmel.
– Bueno, no era lo que más me entusiasmaba, pero, si es así como quieres pasar la velada, yo no puedo impedírtelo. Holly, he dicho que cojas la mochila ya.
– Porque, si eso es lo que más feliz te haría, vete, y espero que te sientas satisfecho cuando caiga muerta. Venga, lárgate de aquí. Tu pobre hermano ha muerto, ya no me queda nada en esta vida…
– ¡Josie! -gritó mi padre desde el dormitorio, con un bramido furioso-. ¿Qué demonios pasa ahí? -Y el inevitable estallido de tos. Estábamos hasta el cuello de todas y cada una de las mierdas de aquel lugar de las que yo había querido proteger a Holly, y nos hundíamos a toda prisa.
– … y, sin embargo, aquí sigo yo, matándome por ofreceros unas navidades como Dios manda, día y noche pegada a los fogones…
– ¡Josie! ¡Deja de gritar de una puñetera vez!
– ¡Papá! Que hay niños delante… -lo reprendió Carmel.
Le tapaba los oídos a Ashley con las manos y parecía querer que la tierra la tragara.
Mi madre no dejaba de dar alaridos, cada vez a un volumen más alto. Casi podía notarla provocándome un cáncer.
– … y tú, pequeño cabrón desagradecido, ni siquiera tienes la decencia de sentarte a cenar con nosotros…
– Que sí, mamá, es muy tentador, pero voy a pasar… Holly, ¡despierta! Coge ahora mismo tu mochila. Vamos.
Holly parecía presa de una neurosis de guerra. Incluso en nuestros peores momentos, Olivia y yo habíamos conseguido siempre, siempre mantener los insultos alejados de sus oídos.
– ¡Que Dios se apiade de mí! Perdonadme, criaturas, por emplear ese vocabulario delante de vosotros. ¿Has visto lo que has conseguido?
Otro porrazo con el tenedor. Tropecé con la mirada de Carmel por encima del hombro de mi madre, di unos golpecitos en el reloj y dije:
– Acuerdos de la custodia -en un tono de urgencia.
Estaba convencido de que Carmel había visto un montón de películas en las que ex maridos insensibles torturaban a valientes divorciadas discutiendo a la ligera los acuerdos de custodia. Abrió unos ojos como platos. Dejé que fuera ella quien le explicara el concepto a mamá, agarré a Holly de un brazo y su mochila con la otra mano y la saqué de allí como si se nos llevara el viento. Mientras descendíamos apresuradamente las escaleras («Fuera de aquí. Si no hubieras regresado nunca, tu hermano aún seguiría vivo…»), oí la cadencia uniforme de la voz de Stephen un piso más arriba, manteniendo una conversación tranquila y civilizada con Shay.
Y ya estábamos fuera del número ocho, en plena noche, bajo la luz de las farolas y en el más absoluto silencio. La puerta del vestíbulo se cerró de un portazo detrás de nosotros.
Me llené los pulmones del aire frío y húmedo del anochecer y exclamé:
– ¡Madre del amor hermoso!
Habría matado por un cigarrillo.
Holly apartó su hombro de mí y me arrancó la mochila de la mano.
– Siento lo que acaba de ocurrir. De verdad. No deberías haberlo presenciado.
Holly no se dignó a responder, ni siquiera me miraba. Recorrió todo Faithful Place con los labios fruncidos y la barbilla en un ángulo de rebelión que me indicó que me iba a caer un buen chaparrón en cuanto encontráramos un momento de intimidad. En la calle Smith, a tres coches del mío, divisé el Toyota de chuloputas que Stephen había elegido entre el parque de coches de la comisaría para armonizar con el entorno. Tenía buen ojo; solamente lo detecté por el tipo sentado de manera informal en el asiento del copiloto, que se negaba a mirar en mi dirección. Stephen, como buen explorador, había venido preparado para todo.
Holly se subió de un brinco a la silla alzadora y cerró la puerta del coche de un portazo lo bastante fuerte como para casi arrancarla de las bisagras.
– ¿Por qué tenemos que irnos?
Realmente no tenía ni idea. Había delegado la situación con Shay en las capaces manos de papaíto; por cuanto a ella concernía, eso significaba que el problema estaba zanjado para siempre. Una de mis principales metas en la vida había sido que Holly no tuviera que descubrir, al menos en unos cuantos años más, que la cosa no funcionaba así.
– Cielo -dije. No encendí el motor; no estaba seguro de poder conducir-. Escúchame.
– ¡La cena está lista! ¡Han puesto platos para ti y para mí!
– Ya lo sé. A mí también me habría gustado quedarme.
– Y entonces ¿por qué…?
– ¿Sabes esa conversación que has mantenido con el tío Shay? ¿Justo antes de que yo llegara?
Holly dejó de moverse. Aún tenía los brazos cruzados con gesto de enfado sobre el pecho, pero la mente le iba a mil por hora, pese a que su rostro no lo reflejara, mientras intentaba aclarar qué sucedía.
– Supongo -contestó.
– ¿Crees que podrías explicarle esa conversación a otra persona?
– ¿A ti?
– No, a mí no. A un compañero del trabajo que se llama Stephen. Sólo es un par de años mayor que Darren y es muy bueno y muy simpático. -Stephen había hablado de sus hermanas; deseé que se llevara bien que ellas-. Necesita saber de qué hablabais el tío Shay y tú.
Holly pestañeó.
– No me acuerdo.
– Cielo. Sé que le has prometido que no se lo contarías a nadie. Te he oído.
Una mirada rápida de recelo.
– ¿Qué has oído?
– Espero que todo.
– Pues si lo has oído, cuéntaselo tú a ese tal Stephen.
– No sirve, cariño. Necesita que se lo cuentes tú directamente.
Empezaba a apretar los puños bajo el jersey.
– Bueno, pues no puedo contárselo.
– Holly -la llamé-, mírame a los ojos. -Al cabo de un momento volvió la cabeza, a desgana, uno o dos centímetros en mi dirección-. ¿Recuerdas cuando hablamos de que a veces hay que contar los secretos porque otras personas tienen derecho a saberlos?
Se encogió de hombros.
– Sí, ¿y qué?
– Pues que éste es uno de esos secretos. Stephen intenta averiguar qué le pasó a Rosie. -Dejé a Kevin al margen: ya estábamos a varios años luz de cualquier cosa que deba afrontar un crío de su edad-. Es su trabajo. Y para hacerlo, necesita que le cuentes esa historia.
Un encogimiento de hombros más elaborado.
– No me importa.
Por un instante, su barbilla tozuda y arrogante me recordó a mi madre. Me enfrentaba a todos sus instintos, a todo lo que yo mismo le había introducido en la sangre por el mero hecho de engendrarla.
– Pues tendría que importarte, cariño -observé-. Guardar secretos es importante, pero a veces alcanzar la verdad lo es aún más. Y cuando han matado a alguien, normalmente lo es.
– Vale. Pues que el tal Stephen vaya a molestar a otra persona y me deje en paz, porque yo no creo que el tío Shay haya hecho nunca nada malo.
La observé, tensa y quisquillosa, echando chispas como un gatito salvaje acorralado. Unos meses antes habría hecho cualquier cosa que yo le hubiera pedido, sin cuestionarlo, y aun así habría conservado intacta su fe en el adorable tío Shay. Tuve la sensación de que cada vez que la veía la cuerda se volvía más fina y más larga, hasta que llegase el día inevitable en que yo perdiera el equilibrio, diera un traspié, sólo uno, y nos arrastrara a ambos al vacío. Sin alzar la voz dije:
– Está bien, cariño. Entonces déjame preguntarte algo. Habías planeado lo de hoy hasta el último detalle, ¿me equivoco?
De nuevo ese destello azul en sus ojos.
– No.
– Vamos, cielo. A mí no me engañas. Mi trabajo consiste exactamente en planear este tipo de cosas y me doy cuenta de cuándo otra persona lo hace. Mucho antes de que tú y yo habláramos de Rosie empezaste a pensar acerca de esa nota que habías visto. Por eso me preguntaste por ella, así, de pasada, y cuando descubriste que había sido mi novia, supiste que tenía que ser ella quien la había escrito. Entonces fue cuando empezaste a preguntarte por qué tu tío Shay tenía una nota de una chica muerta guardada en un cajón. Corrígeme si me equivoco.
No reaccionó. Interrogarla como a un testigo me agotaba de tal manera que me dieron ganas de arrancar el asiento y echarme a dormir allí mismo, en el suelo del coche.
– Por eso me presionaste hasta convencerme de que te trajera a casa de la abuelita hoy. Te dejaste los deberes de matemáticas para el final, todo el fin de semana, para poder traerlos y usarlos para quedarte a solas con el tío Shay. Y luego estuviste punzándolo hasta que conseguiste que te hablara de esa nota.
Holly se mordía con fuerza el labio por dentro.
– No te estoy regañando; la verdad es que has hecho un trabajo impresionante. Simplemente expongo los hechos.
Se encogió de hombros.
– ¿Y qué pasa?
– Mi pregunta es la siguiente. Si no pensabas que tu tío Shay hubiera hecho nada malo, ¿por qué te tomaste tantas molestias para hablar con él a solas? ¿Por qué no me dijiste sencillamente lo que habías encontrado y dejaste que fuera yo quien hablara con él?
Sin levantar la mirada, con una voz apenas inteligible:
– No era asunto tuyo.
– Por supuesto que lo era, cielo. Y tú lo sabías perfectamente. Sabías que Rosie había sido una persona a la que había querido, sabes que soy detective y sabías que estaba intentando averiguar qué le había ocurrido. Todo lo cual convierte esa nota en asunto mío. Y, además, al principio nadie te había pedido que guardaras ningún secreto. Así que ¿por qué no ibas a contármelo, a menos que pensaras que había algo raro en todo ello?
Holly desenredó con cuidado una hebra de lana roja de la manga de su rebeca, la estiró entre sus dedos y la examinó. Por un segundo pensé que iba a contestarme, pero lo que hizo fue preguntarme:
– ¿Cómo era Rosie?
– Era valiente. Y cabezona. Y muy divertida. -No estaba seguro de adonde nos encaminábamos, pero Holly me observaba de soslayo, con atención, interesada. La luz amarillenta y mustia de las farolas imprimía a sus ojos un tono más oscuro que hacía que resultaran más complejos de interpretar-. Le gustaban la música, las aventuras y las joyas. Y quería mucho a sus amigas. Era la persona con los planes más fantásticos que yo conocía. Y cuando algo le importaba, no se rendía por nada en el mundo. Creo que te habría caído bien.
– Pues yo creo que no.
– Me creas o no, cielo, estoy seguro de que sí. Y a ella le habrías caído bien tú.
– ¿La querías más que a mamá?
Ah.
– No -contesté, y lo hice de una forma tan limpia y tan automática que ni siquiera estuve seguro de si mentía-. La quería de otra manera. Más no. La quería de un modo distinto.
Holly dejó vagar la vista al otro lado de la ventanilla, mientras se enroscaba la hebra de lana alrededor de los dedos y meditaba mis palabras. No quise interrumpirla.
En la esquina de la calle, una tropa de críos poco mayores que ella se daban empellones contra una pared, gruñían y cotorreaban como monos. Divisé el destello de un cigarrillo y el brillo metálico de las latas de cerveza.
Al fin, Holly preguntó, con voz tensa y uniforme:
– ¿Mató el tío Shay a Rosie?
– No lo sé -contesté-. No soy yo quien debe determinarlo, ni tú tampoco. Deben decidirlo un juez y un jurado.
Procuraba hacerla sentir mejor, pero apretó los puños y se golpeó con ellos las rodillas.
– Papi, no, no es a eso a lo que me refiero. ¡No me importa lo que nadie decida! Lo que pregunto es si la mató de verdad.
– Sí -respondí-. Estoy casi convencido de que sí.
Otro silencio, esta vez más prolongado. Los monos de la pared habían pasado a aplastarse patatas fritas de bolsa en la cara los unos a los otros entre gritos de aliento. Holly, aún con el mismo hilillo de voz, añadió:
– Si le cuento a Stephen lo que hablamos el tío Shay y yo…
– ¿Sí?
– ¿Qué pasará entonces?
– No lo sé -contesté-. Tendremos que esperar a averiguarlo.
– ¿Irá el tío Shay a la cárcel?
– Podría ser. Depende.
– ¿De mí?
– En parte sí. Pero en parte de muchas otras personas también.
Le flaqueó la voz, sólo un poco.
– Pero a mí nunca me ha hecho nada malo. Me ayuda a hacer los deberes y nos enseñó a Donna y a mí a hacer sombras con las manos. Y me deja darle sorbitos a su café.
– Ya lo sé, cielo. Ha sido buen tío contigo, y eso es importante. Pero también ha hecho otras cosas.
– Pero yo no quiero que lo metan en la cárcel por mi culpa.
Busqué su mirada.
– Cielo, escúchame. Lo que suceda ahora no será culpa tuya. Lo que el tío Shay hiciera en el pasado, lo hizo él. No tú.
– Pero se enfadará conmigo. Y la abuela también, y Donna y la tía Jackie. Todos me odiarán por decirlo.
El temblor de su voz se estaba tornando por momentos más acusado.
– Claro que se pondrán tristes. Y es posible que se enfaden contigo un tiempo, pero sólo al principio. Aun así, aunque eso ocurra, acabará pasándoseles. Todos sabrán que no es culpa tuya, tal como yo lo sé.
– Tú no lo sabes seguro. Podrían odiarme para siempre. No puedes prometérmelo.
Tenía un borde blanco alrededor de los ojos, como un animalillo atrapado. Deseé haber golpeado a Shay mucho más fuerte cuando aún estaba a tiempo.
– No -repliqué-. No puedo.
Holly dio una patada con ambos pies en el respaldo del asiento del copiloto.
– ¡No quiero que pase esto! ¡Quiero que todo el mundo se vaya y me deje en paz! ¡Ojalá nunca hubiera visto esa estúpida nota!
Otra patada que desplazó el asiento hacia delante. Por mí como si destrozaba el coche a puntapiés, si eso la hacía sentir mejor, pero, si seguía golpeando con esa fuerza, iba a acabar haciéndose daño. Me di la vuelta, rápidamente, y coloqué un brazo entre sus pies y el respaldo del asiento. Emitió un gruñido salvaje de impotencia y se revolvió con furia, mientras intentaba dar otra patada sin golpearme a mí, pero la agarré por los tobillos y se los aguanté.
– Ya lo sé, amor mío, ya lo sé. Yo tampoco quiero vivir nada de esto, pero no podemos evitarlo. Y ojalá pudiera asegurarte que todo saldrá bien una vez cuentes la verdad, pero no puedo. Ni siquiera puedo prometerte que vayas a sentirte mejor; es posible que sí, pero también lo es que incluso acabes sintiéndote peor. Lo único que puedo decirte es que es necesario hacerlo, sea como sea. Algunas cosas en la vida no son «opcionales».
Holly se había dejado caer de nuevo en su silla alzadora. Respiró hondo e intentó decir algo, pero, en su lugar, se tapó la boca con la mano y rompió a llorar.
Estuve a punto de salir del coche y subirme a la parte trasera para estrecharla entre mis brazos. Entonces me di cuenta de algo: había dejado de ser una niña que aúlla a la espera de que su papi la meza entre los brazos y le diga que lo arreglará todo. Habíamos rebasado ese punto, había quedado atrás en algún lugar de Faithful Place.
Así que lo que hice fue alargar el brazo para asir su mano libre. Se aferró a mí como, si se estuviera cayendo. Así permanecimos sentados durante un largo rato, Holly con la cabeza apoyada en la ventanilla y temblando con todo el cuerpo con aquellos inmensos sollozos silenciosos. Oí voces de hombres a nuestra espalda intercambiando comentarios toscos y luego puertas de coche dando portazos y luego a Stephen conduciendo lejos de allí.
Ninguno de los dos teníamos hambre. Pese a ello, obligué a Holly a comerse un cruasán relleno de un queso de aspecto radiactivo que compramos en un supermercado de camino, más por mi salud que por la suya. Luego la llevé de regreso a casa de Olivia.
Aparqué delante de la casa y volví la cabeza para mirar a Holly. Iba chupeteándose un mechón de cabello mientras miraba por la ventana con grandes ojos soñadores y perdidos, como si la fatiga y la sobrecarga emocional la hubieran sumido en un trance. En algún momento del trayecto había sacado a Clara de la mochila.
– No has acabado tus deberes de matemáticas. ¿Crees que la señorita O'Donnell se enfadará contigo?
Por un segundo, Holly pareció haber olvidado quién era la señorita O'Donnell.
– Me da igual. Es tonta.
– Seguro que sí. Pero no hay razón para que escuches sus tonterías por algo tan simple, con todo lo que ha sucedido. ¿Dónde tienes el cuaderno?
Lo sacó de la mochila, a cámara lenta, y me lo entregó. Busqué la primera página en blanco y escribí: «Querida señorita O'Donnell, le ruego que disculpe a Holly por no haber acabado sus deberes de matemáticas. No ha pasado un buen fin de semana. Si hay algún problema, no dude en telefonearme. Muchas gracias. Frank Mackey». En la página opuesta vi la caligrafía redonda y esmerada de Holly: «Si Desmond tiene 342 piezas de fruta…».
– Ten -le dije, devolviéndole el cuaderno-. Si te echa bronca, le das mi número de teléfono y yo le diré que te deje en paz. ¿Vale?
– Sí. Gracias, papi.
– Tu madre tiene que saber lo que ha pasado. Déjame que sea yo quien se lo explique.
Holly asintió con la cabeza. Guardó el cuaderno, pero se quedó donde estaba, abriéndose y cerrándose el cinturón de seguridad de manera mecánica.
– ¿Qué te preocupa, cielo?
– Tú y la abuela habéis sido malos el uno con el otro.
– Sí. Es verdad.
– ¿Por qué?
– No deberíamos haberlo hecho. Pero de vez en cuando sencillamente nos sacamos de las casillas mutuamente. No hay nadie en el mundo capaz de volverte tan loco como tu familia.
Holly metió a Clara en la mochila y se la quedó mirando, al tiempo que le acariciaba la raída nariz con un dedo.
– Si yo hiciera algo malo -continuó-, ¿le mentirías a la policía para evitar que me metiera en problemas?
– Sí -contesté-. Lo haría. Mentiría a la policía, al Papa y al presidente del mundo como un loco, si eso fuera a ayudarte. No sería lo correcto, pero lo haría de todos modos.
Holly me rompió el corazón al inclinarse hacia delante entre los asientos, echarme los brazos al cuello y apretar su mejilla contra la mía. La apreté con tanta fuerza que notaba sus latidos contra mi pecho, rápidos y ligeros, como los de un animalillo salvaje. Me habría gustado decirle un millón de cosas, todas ellas cruciales, pero no se me ocurría nada.
Finalmente, Holly suspiró, un enorme suspiro tembloroso, y se desenmarañó de mí. Salió del coche y se echó la mochila a la espalda.
– Si tengo que hablar con ese tal Stephen -dijo-, ¿podría ser un día que no sea miércoles? Porque quiero ir a jugar a casa de Emily.
– Por descontado que sí, cariño. Lo haremos el día que te vaya bien. Y ahora entra en casa. Yo iré dentro de un momento. Antes tengo que hacer una llamada telefónica.
Holly asintió con la cabeza. Andaba con los hombros caídos por el cansancio, pero al avanzar por el sendero de casa sacudió la cabeza y recobró la compostura. Cuando Liv abrió la puerta con los brazos abiertos, aquella espaldita volvía a estar recta y fuerte como una espada de acero.
Yo permanecí donde estaba, encendí un cigarrillo y me lo fumé hasta la mitad de una sola calada. Cuando estuve seguro de que podía mantener la voz firme, telefoneé a Stephen.
Se hallaba en algún sitio con mala cobertura, presumiblemente en el laberinto de las salas de Homicidios, en el castillo de Dublín.
– Soy yo -lo saludé-. ¿Cómo va?
– No del todo mal. Tal como usted ha anticipado, por ahora lo niega todo, y eso cuando se digna a contestar a alguna pregunta; la mayor parte del tiempo no habla, salvo para preguntarme qué sabor tiene su culo.
– Es encantador. Le viene de familia. No dejes que te engatuse.
Stephen rió.
– Ja, ja, ja. No me preocupa lo más mínimo. Que diga lo que quiera; al final, el que se va a ir a casa cuando todo esto acabe soy yo. Pero, dígame algo, ¿qué tiene? ¿Tiene algo que pueda aflojarle un poco la lengua?
Stephen tenía las pilas puestas y estaba dispuesto a continuar el tiempo preciso. Su voz rezumaba una nueva confianza en sí mismo.
Tenía el tacto necesario como para sonar sometido, pero, en lo más hondo de su ser, aquel chaval estaba saboreando el mejor momento de su vida.
Le dije todo lo que sabía y cómo lo había averiguado, hasta el último detalle rancio de información: la información es munición, y a Stephen no le convenía tener lagunas en su arsenal. Al terminar mi relato, comenté:
– Quiere mucho a nuestras hermanas, sobre todo a Carmel, y a mi hija, Holly. Por lo que yo sé, ahí se acaban sus afectos. A mí me odia con todas sus fuerzas, y también odiaba a Kevin, aunque no lo reconozca, y odia su vida. Siente unos celos patológicos de cualquiera que esté satisfecho con la suya, tú incluido, no me cabe duda. Y, como seguramente te habrás percatado ya, tiene un genio considerable.
– De acuerdo -farfulló Stephen como si hablara para sí mismo; la mente le iba a toda velocidad-. Sí. Creo que podré usar esa información de algún modo.
El chico se estaba transformando en un hombre que me gustaba mucho.
– Adelante. Y una cosa más, Stephen: hasta esta noche, mi hermano pensaba que estaba a punto de salvarse. Estaba convencido de que iba a comprar la tienda de bicicletas en la que trabaja, abandonar a nuestro padre en una residencia, mudarse a otra casa y disfrutar por fin de la oportunidad de vivir su vida. Hasta hace unas horas, el mundo era su ostra.
Silencio, y por un segundo me pregunté si Stephen habría interpretado mis palabras como una invitación a compadecerse de él. Luego contestó:
– Si no consigo hacerlo hablar con lo que tengo, entonces no lo conseguiré de ningún modo.
– Eso creo yo. Adelante, chaval. Mantenme informado.
– ¿Recuerda…? -empezó a decir, y luego la recepción se volvió loca y se convirtió en un puñado de ruidos y chirridos inconexos. Escuché «lo que tienen…» antes de que la línea se cortara y no quedara más que un pitido inútil.
Bajé la ventanilla y me fumé otro cigarrillo. Las decoraciones navideñas también habían invadido el barrio: coronas en las puertas, un cartel torcido en un jardín que rezaba «Papá Noel, recuerda detenerte aquí», y el aire nocturno se había vuelto tan gélido que ahora sí transmitía sensación de invierno. Arrojé la colilla por la ventanilla y respiré hondo. Luego me dirigí hasta la puerta de Olivia y llamé al timbre.
Liv acudió con las pantuflas y la cara recién lavada, lista para meterse en la cama.
– Le he dicho a Holly que vendría a darle las buenas noches.
– Holly está dormida, Frank. Hace ya rato que está en la cama.
– Ah. Vale. -Sacudí la cabeza, para intentar despejarme-. ¿Cuánto rato he pasado aquí fuera?
– El suficiente como para que a mí me haya asombrado que la señora Fitzhugh no haya telefoneado a la policía. Últimamente ve acosadores por todos sitios.
Sonreía y el hecho de que no estuviera molesta por mi presencia hizo que me recorriera un ridículo destello de calidez.
– Esa mujer está como una chota. ¿Recuerdas el día que…? -Detecté el alejamiento en los ojos de Liv y me refrené antes de que fuera demasiado tarde-. Escucha, ¿me dejas entrar unos minutos de todos modos? Sólo para tomar una taza de café y aclararme la cabeza antes de regresar conduciendo a casa. Y quizá para mantener una pequeña charla sobre cómo lo está llevando Holly. Te prometo que no me quedaré más tiempo del necesario.
Debía de tener un aspecto terrible, o al menos lo bastante malo como para activar los botones de la compasión de Liv. Transcurrido un momento asintió y me abrió la puerta.
Me condujo hasta el jardín de invierno, donde la escarcha empezaba a acumularse en las ventanas, pero la calefacción estaba puesta y la sala era acogedora y cálida.
Se dirigió a la cocina a preparar el café. La luz era tenue; me quité la visera de Shay y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta. Olía a sangre.
Liv trajo el café en una bandeja, con las tazas buenas e incluso con una jarrita de nata. Mientras se acomodaba en su sillón, apuntó:
– Parece que has tenido un fin de semana durillo…
No fui capaz de explicárselo.
– Familia -dije-. ¿Qué hay de ti? ¿Cómo está Dermo?
Se produjo un silencio mientras Olivia removía su café y decidía cómo contestar a mi pregunta.
Finalmente suspiró, un sonido mínimo que no pretendía que yo oyera. Luego respondió:
– Le he dicho que considero que no debemos vernos más.
– ¡Ah! -exclamé. La rápida y dulce descarga de felicidad abriéndose paso entre todas las oscuras capas que se apretaban alrededor de mi pensamiento me tomó por sorpresa-. ¿Por alguna razón en particular?
Un elegante encogimiento de hombros.
– No creo que encajáramos.
– ¿Y Dermo está de acuerdo?
– Lo habría estado pronto si hubiéramos salido unas cuantas veces más. Es sólo que yo lo he descubierto antes.
– Como de costumbre -repliqué yo. No pretendía ser capullo y a Liv se le escapó una media sonrisa, aunque no alzó la vista de la taza-. Lamento que no haya funcionado.
– Bueno. No pasa nada… ¿Qué hay de ti? ¿Te has estado viendo con alguien?
– Últimamente no. Lo habrías notado. -El hecho de que Olivia hubiera dejado a Dermot era el mejor regalo que la vida me había hecho en un tiempo, pequeño, mas perfecto; una pequeña pero gran satisfacción, y yo sabía que, si tentaba a la suerte, probablemente lo haría añicos, pero me resultó imposible contenerme-. Alguna noche, quizá, si estás libre y encontramos una canguro, ¿te apetece salir a cenar? No estoy seguro de poder costearme el Coterie, pero probablemente pueda encontrar algo mejor que un Burger King.
Liv arqueó las cejas y volvió el rostro hacia mí.
– ¿Te refieres a…? ¿Qué quieres decir? ¿Me estás pidiendo una cita?
– Bueno -contesté-. Supongo que sí. Algo parecido a una cita.
Un prolongado silencio, durante el cual los pensamientos se desplazaron tras sus ojos.
– He estado pensando en lo que dijiste la otra noche, ¿sabes? En lo de las personas que se dedican a fastidiar a los demás. Aún no sé si estoy de acuerdo contigo, pero intento actuar como si tuvieras razón. Lo estoy intentando con todas mis fuerzas, Olivia.
Liv echó la cabeza hacia atrás y contempló la luna avanzar por las ventanas.
– La primera vez que te llevaste a Holly de fin de semana -explicó- estaba aterrorizada. No pegué ojo durante todo el tiempo que estuvo fuera. Sé que pensabas que había estado combatiendo contigo por quedármela los fines de semana sin tener en cuenta sus sentimientos, pero no tenía nada que ver con eso. Estaba convencida de que vendrías a recogerla, la montarías en un avión y jamás volvería a veros a ninguno de los dos.
– Si te soy sincero, lo pensé.
Percibí el escalofrío que le recorrió los hombros, pero mantuvo la voz inalterada.
– Ya lo sé. Pero no lo hiciste. No soy tan ingenua como para creer que no lo hiciste por mi bien; en parte sé que marcharte habría significado abandonar tu trabajo también, pero sé que no lo hiciste, principalmente, por no herir a Holly. Por eso te quedaste.
– Sí -confirmé-. Bueno. Lo hago todo lo bien que sé.
Yo estaba menos convencido que Liv de que el hecho de quedarme hubiera respondido a querer lo mejor para Holly. La niña podría haberme ayudado a regentar un bar en una playa de Corfú, bronceándose y dejándose mimar hasta el infinito por los lugareños, en lugar de exponerla a que toda mi familia le destrozara la cabeza.
– A eso es a lo que me refería el otro día. A que las personas no tienen que hacerse daño sólo porque se quieren. Tú y yo nos lo hicimos porque ambos lo decidimos, no porque fuera un destino inevitable.
– Liv, necesito explicarte algo.
Me había pasado todo el trayecto en coche intentando encontrar la manera menos dramática de hacerlo. Pero resultó que no existía. Omití todo lo que pude y suavicé el tono a los demás, pero para cuando terminé mi relato, Olivia me miraba boquiabierta, con unos ojos como platos, mientras se apretaba los labios con dedos temblorosos.
– Madre mía -exclamó-. Madre mía… Holly.
– Se pondrá bien -contesté yo con toda la convicción de la que pude hacer acopio.
– Sola con un… Dios mío, Frank, tenemos que… ¿qué tenemos…?
Hacía mucho tiempo que Liv no me dejaba observarla sin su armadura perfecta, impenetrable y resplandeciente. Verla de aquella manera, abierta en canal, temblorosa y buscando salvajemente un modo de proteger a su cachorro, me partió el alma. Tuve el sentido común de no rodearla con los brazos; en su lugar, me incliné hacia delante y le estreché los dedos entre mis manos.
– Chisss, cielo. Tranquila. Todo saldrá bien.
– ¿La amenazó? ¿La ha asustado?
– No, cielo. La ha hecho sentir preocupada, confusa e incómoda, pero estoy bastante seguro de que a Holly no se le ha ocurrido pensar que estaba en peligro. Y, además, no creo que lo estuviera. A su manera increíblemente retorcida, la quiere.
Liv ya había avanzado con el pensamiento.
– ¿Es un caso sólido? ¿Holly tendrá que testificar?
– No estoy seguro. -Ambos sabíamos cómo funcionaba aquello: si el fiscal general del Estado decidía juzgar a Shay y él se declaraba inocente y el juez pensaba que Holly era capaz de relatar los acontecimientos de manera precisa…-. Pero, si tuviera que apostar dinero, diría que sí, que tendrá que declarar.
– Pobrecita -suspiró Olivia.
– Para eso aún falta tiempo.
– ¿Qué importa eso? He visto lo que un buen abogado puede hacerle a un testigo. Yo misma lo he hecho. No quiero que nadie se lo haga a Holly.
– Sabes perfectamente que no podemos evitarlo. Tendremos que confiar en que estará bien. Es una niña fuerte. Siempre lo ha sido -procuré tranquilizarla.
Durante una fracción de segundo me acordé de mí mismo sentado en aquel jardín de invierno las noches de primavera, viendo cómo la barriga de Olivia se movía con las pataditas fieras y diminutas de Holly, lista para comerse el mundo.
– Sí, es fuerte. Pero eso carece de importancia. Ningún niño del mundo es lo bastante fuerte para esto.
– Holly tendrá que serlo, porque no le queda otra alternativa. Y Liv…, lógicamente ya lo sabes, pero no puedes hablar del caso con ella.
Olivia apartó su mano de la mía con rabia y levantó la cabeza, lista para defender a su pequeña.
– Pues va a necesitar hablar de ello, Frank. No quiero ni imaginarme lo que ha supuesto para ella. Y no pienso tolerar que se lo guarde dentro…
– De acuerdo, pero ni tú ni yo somos las personas indicadas para hablar con ella de este asunto. Por lo que a los tribunales concierne, tú sigues siendo una abogada y eres parcial. Sólo una pista de que la has estado aconsejando y el caso se va a pique.
– Me importa un bledo el puñetero caso. ¿Con quién más se supone que puede hablar? Sabes perfectamente que no hablará con un psicólogo; cuando nos separamos no le dijo ni una sola palabra a aquella mujer. No pienso permitir que esto la perjudique el resto de su vida. Lo siento, pero no.
Su optimismo y su fe en que el daño aún no estuviera hecho me enternecieron.
– No -dije-. Ya lo sé. ¿Por qué no hacemos una cosa? Haz que Holly te cuente todo lo que quiera. Pero asegúrate de que nadie lo descubre, ni siquiera yo, ¿de acuerdo?
Olivia frunció los labios, pero no dijo nada.
– Sé que no es la circunstancia ideal -aclaré.
– Pensaba que te oponías frontalmente a que guardara secretos.
– Y me opongo. Pero ya es un poco tarde para que eso se convierta en una máxima prioridad, así que ¿qué más da?
Liv contestó con una nota crispada de agotamiento subyacente a su voz:
– Supongo que eso se traduce en un: «Ya te lo dije».
– No -negué, y hablaba en serio. Percibí su sorpresa en la rapidez con la que volvió la vista hacia mí-. En absoluto. Significa que la hemos cagado los dos, tú y yo, y que lo mejor que podemos hacer es contener los daños. Y confío en que tú lo harás maravillosamente bien. -Seguía mirándome con recelo y cansancio, a la espera de un «pero»-. Nada de segundas lecturas esta vez, te lo prometo. Ahora mismo, me alegro de que Holly te tenga a ti por madre.
Había sorprendido a Liv con la guardia baja; apartó los ojos de los míos y se removió inquieta en su butaca.
– Deberías habérmelo explicado en cuanto habéis llegado. Me has dejado meterla en la cama como si no pasara nada, como si todo fuera normal…
– Soy consciente de ello. He considerado que le sentaría bien un poco de normalidad esta noche.
Volvió a removerse.
– Necesito ir a comprobar cómo está.
– Si se despierta, nos llamará o bajará.
– Quizá no. Sólo será un momento…
Y se fue. Subió a toda prisa las escaleras, sigilosa como una gata. Había algo inquietantemente reconfortante en aquella pequeña rutina. Solíamos llevarla a cabo una docena de veces por noche cuando Holly era bebé: un chirrido del walkie-talkie y Olivia necesitaba ir a comprobar si seguía dormida. Poco importaba que yo intentara tranquilizarla diciéndole que nuestra hija tenía unos pulmones excelentes y era perfectamente capaz de hacernos saber que se había despertado si le apetecía. Liv jamás temió que padeciera muerte súbita o que se cayera de la cuna y se golpeara la cabeza ni ninguno de esos accidentes tremebundos que suelen acechar a los padres. Lo único que le inquietaba es que Holly se despertara en plena noche y pensara que estaba sola.
Al regresar, Olivia aclaró:
– Duerme como un angelito.
– Estupendo.
– Parece tranquila. Hablaré con ella por la mañana. -Se desplomó en su butaca y se apartó el cabello de la cara-. ¿Te encuentras bien, Frank? Ni siquiera se me ha ocurrido preguntártelo, pero, madre mía, esta noche debe de haber sido espantosa para ti…
– Estoy bien -contesté-. Y ahora debería marcharme ya. Gracias por el café. Lo necesitaba.
Liv no insistió.
– ¿Podrás conducir bien hasta tu casa? ¿No te dormirás al volante? -preguntó.
– ¡Qué va! Nos vemos el viernes.
– Llama a Holly mañana. Aunque creas que no deberías hablar con ella… de todo esto. Llámala de todos modos.
– Por supuesto. Pensaba hacerlo. -Apuré mi café de un trago y me puse en pie-. Sólo para tenerlo claro… -añadí-, supongo que lo de la cita ha quedado descartado.
Olivia me contempló durante un largo rato. Luego dijo:
– Tendríamos que ser muy cuidadosos con no darle falsas esperanzas a Holly.
– Yo creo que somos capaces de hacerlo.
– Porque no veo muchas posibilidades de llegar a ningún sitio. No después de… Uf. De todo esto.
– Ya lo sé. Aun así, me gustaría intentarlo.
Olivia se agitó en su butaca. La luz de la luna le cubrió el rostro y sus ojos se desvanecieron en la sombra, dejando sólo a la vista las orgullosas y delicadas curvas de sus labios.
– Para saber que lo has intentado todo. Más vale tarde que nunca, supongo.
– No -contesté-. Porque me gustaría muchísimo tener una cita contigo.
La notaba observarme entre las sombras. Al fin dijo:
– A mí también. Gracias por pedírmelo.
Por una fracción de segundo estuve a punto de perder la cabeza y avanzar hacia ella, no sé ni siquiera con qué intención: agarrarla, estrecharla entre mis brazos, caer de rodillas sobre aquellas losas de mármol y enterrar mi rostro en su tierno regazo. Me contuve apretando los dientes tan fuertemente que casi me rompo la mandíbula. Cuando fui capaz de volver a moverme, llevé la bandeja hasta la cocina y me marché.
Olivia no se movió. Me dirigí solo hasta la puerta; quizá me despidiera con un «buenas noches», no lo recuerdo. Durante todo el paseo hasta mi coche la noté detrás de mí, noté su calor, como una luz blanca transparente que ardía sin cesar en aquel jardín de invierno en penumbra. Fue la fuerza que me impulsó a llegar a casa.