Capítulo 2

Faithful Place no se encuentra a menos que se sepa cómo buscarla. El barrio de Liberties se desarrolló a su libre albedrío durante el transcurso de varios siglos sin la intervención de urbanista alguno, y Faithful Place es una angosta calle sin salida enclavada en medio del caos, como un giro equivocado en un laberinto. Está a diez minutos a pie del Trinity College y de la elegante calle comercial Grafton, pero en mi época no estudiábamos en Trinity y los alumnos de la universidad no se dejaban caer por nuestros lares. No era una zona peligrosa, sino simplemente marginal, poblada por obreros, albañiles, panaderos, parados y algún que otro suertudo que trabajaba en la cervecería Guinness y disfrutaba de cobertura sanitaria y clases nocturnas. La zona de Liberties fue bautizada así hace cientos de años porque se expandió a sus anchas, libremente, sin seguir ninguna regla. Las normas en mi calle eran las siguientes: da igual lo pelado que estés, si uno va al pub, tiene que pagar una ronda; si un amigo se mete en una pelea, hay que quedarse y arrastrarlo fuera de ella al menor atisbo de sangre, para que a nadie le partan la cara; la heroína se reserva para los que habitan en los pisos de protección oficial; aunque este mes vayas de punk anarquista, acudes a misa el domingo, y, nunca, bajo ninguna circunstancia, se delata a nadie.

Aparqué el coche a unos minutos de distancia y fui caminando; no había razón alguna para que mi familia supiera qué modelo conduzco ni que llevo instalada una silla infantil en el asiento trasero. El aire nocturno en Liberties seguía siendo el mismo, cálido y agitado; bolsas de patatas y billetes de autobús se arremolinaban en la acera, y de los pubs salía un zumbido escandaloso. Los yonquis que merodeaban por las esquinas habían incorporado tejidos brillantes a sus chándales, añadiendo un toque de sofisticación a su estilo de moda. Dos de ellos me divisaron y comenzaron a acercarse hacia mí caminando a empujones, pero les dediqué una enorme sonrisa de tiburón y cambiaron de opinión ipso facto.

Faithful Place consiste en dos hileras de ocho casas viejas de ladrillo rojo con unas escaleritas que conducen hasta la puerta de entrada. En los años ochenta, en cada una de esas viviendas habitaban tres o cuatro familias, en ocasiones incluso más. Tales unidades familiares englobaban cualquier formato entre el loco Johnny Malone, un veterano de la Primera Guerra Mundial a quien encantaba enseñar su tatuaje de Ypres, y Sallie Hearne, que si bien no era exactamente una prostituta, tenía que buscarse la vida para criar a todos sus vástagos. Los desempleados recibían un piso en el sótano y la carencia de vitamina D correspondiente; las personas con empleo disfrutaban al menos de parte de la primera planta, y las familias que llevaban en el barrio varias generaciones ostentaban cierto estatus y ocupaban las dependencias de la planta superior, donde se contaba con el privilegio de no oír pasos sobre la cabeza.

Normalmente, cuando uno regresa a un lugar lo encuentra más pequeño de lo que recordaba, pero mi calle simplemente se me antojó esquizoide. Un par de casas habían sido sometidas a una rehabilitación con gusto que incluía ventanas de doble acristalamiento y una divertida pintura pastel falsamente anticuada, pero la mayoría de ellas no habían cambiado. El número dieciséis parecía a punto de exhalar su último suspiro: el tejado estaba destrozado, junto a la escalera de la entrada había un montón de ladrillos y una carretilla abandonada, y en algún momento en los últimos veinte años alguien le había prendido fuego a la puerta. En el número ocho había luz en una ventana de la primera planta, una luz dorada, acogedora y más peligrosa que el infierno.

Carmel, Shay y yo nacimos justo después de que mis padres se casaran, uno al año, como es de esperar en el país de los condones de contrabando. Kevin nació cinco años después, cuando mis padres recuperaron el aliento, y Jackie cinco años más tarde, previsiblemente como resultado de uno de esos breves intervalos en los que no se odiaban con toda su alma. Vivíamos en la primera planta del número ocho. Teníamos cuatro estancias: el dormitorio de las chicas, el dormitorio de los chicos, la cocina y el salón. El inodoro se encontraba en un cobertizo en la parte posterior del jardín y nos lavábamos en una bañera de hojalata en la cocina. Ahora mis padres tenían todo ese espacio para ellos solos.

Veo a Jackie cada pocas semanas y más o menos me mantiene informado, en función de la definición que cada uno dé a esa expresión. Ella cree que debo saber hasta el último detalle de la vida de todo el mundo, mientras que yo considero que lo único que debería comunicarme es si alguien muere, de manera que tardamos un tiempo en encontrar un punto intermedio feliz. Por esa razón, al volver a pisar Faithful Place, yo ya sabía que Carmel tenía cuatro hijos y un pandero como una plaza de toros, que Shay vivía un piso por encima de nuestros padres y trabajaba en la misma tienda de bicicletas por la que abandonó los estudios, que Kevin vendía televisores de pantalla plana y cambiaba de novia cada mes, que papá tenía una dolencia extraña en la espalda y que mamá seguía siendo mamá. Jackie, para rematar la fotografía, es peluquera y vive con un tipo llamado Gavin con quien cree que se casará algún día. Si había acatado mis órdenes, cosa que yo dudaba, los demás no debían saber un carajo de mí.

La puerta del vestíbulo estaba abierta, así como la del apartamento. Ya nadie deja las puertas abiertas en Dublín. Jackie, con mucho tacto, se las había ingeniado para que yo pudiera entrar a mi antojo. Escuché voces procedentes del salón; frases cortas, pausas largas.

– ¿Hay alguien en casa? -pregunté desde el umbral. Una oleada de tazas descendiendo sobre la mesa y de cabezas volviéndose hacia mí. Los ojos negros e irascibles de mi madre y los cinco pares de ojos azul celeste exactamente iguales a los míos, todos ellos posados sobre mí.

– Esconde la heroína -bromeó Shay. Estaba apoyado en el vano de la ventana, con las manos en los bolsillos; me había visto acercarme por la carretera-. Viene la pasma.

El propietario de la casa por fin se había decidido a enmoquetarla con algo floreado en tonos verdes y rosas. La estancia seguía oliendo a tostadas, a humedad y a lustramuebles, bajo todo lo cual percibí un sutil tufillo subyacente que no logré descifrar. Había una bandeja rebosante de tapetes y galletas digestivas sobre la mesa. Mi padre y Kevin ocupaban sendos sillones; mi madre estaba sentada en el sofá con Carmel a un lado y Jackie al otro, como un coronel que exhibe dos prisioneros de guerra.

Mi madre es la típica madre dublinesa: una mujer anodina de un metro cincuenta con el pelo rizado, forma de tonelillo, cara de pocos amigos y una batería inagotable de desaprobaciones. El recibimiento del hijo pródigo aconteció como sigue:

– Francis -dijo mamá. Volvió a recostarse en el sofá, cruzó los brazos sobre lo que en el pasado debió de ser su cintura y me repasó de arriba abajo-. Ni siquiera has tenido la decencia de ponerte una camisa limpia.

– ¿Qué tal, madre? -contesté.

– Mamá, no me llames «madre». ¡Mira qué facha llevas! Los vecinos pensarán que he criado a un indigente.

En algún punto de mi vida había cambiado mi parka militar por una chaqueta de piel marrón, pero, aparte de eso, sigo vistiendo más o menos igual que cuando me fui de casa. De haber ido trajeado, mi madre se habría encargado de reprenderme por darme demasiados aires. Con mi madre era imposible ganar.

– A juzgar por lo que Jackie me ha dicho, parecía un tema urgente -repliqué- ¿Qué tal estás, papá?

Mi padre tenía mejor aspecto de lo que había anticipado. Antiguamente me parecía a él, con el mismo pelo castaño y los mismos rasgos afilados y duros, pero el parecido entre ambos se había desvanecido con el tiempo, lo cual me resultaba reconfortante. Empezaba a convertirse en un anciano, con el pelo cano y las perneras del pantalón por encima de los tobillos, pero aún estaba lo bastante fuerte como para pensárselo dos veces antes de meterse con él. Daba la impresión de estar completamente sobrio, si bien con él era imposible estar seguro de ello hasta que ya era demasiado tarde.

– Gracias por honrarnos con tu visita -me saludó. Su voz se había tornado más profunda y ronca; demasiados cigarrillos Camel-. Sigues teniendo el cuello como el culo de un jinete.

– Sí, suelen decírmelo. ¿Cómo estás, Carmel? ¿Kev? ¿Shay?

Shay ni siquiera se molestó en responder.

– Francis -balbuceó Kevin. Me miraba como si fuera un fantasma. Se había convertido en un tipo corpulento, rubio y guapo, más alto que yo-. Ostras…

– ¡Esa lengua! -espetó mi madre.

– Tienes buen aspecto -me informó Carmel, como era previsible.

Si a Carmel se le apareciera el mismísimo Cristo resucitado una mañana, le diría que tiene buen aspecto. Su culo, a decir verdad, había adquirido unas dimensiones impactantes, y había desarrollado un refinado acento gangoso que no me sorprendió en absoluto. Las cosas por allí eran como siempre, si acaso en un grado superlativo, más de lo que lo habían sido nunca.

– Muchísimas gracias -contesté-. Tú también.

– Ven aquí -me invitó Jackie. Jackie tiene una complicada melena rubia de bote y viste como si hubiera ido a cenar con Tom Waits; aquel día llevaba unos pantalones capri y una blusa de topos con volantes en lugares desconcertantes-. Siéntate aquí y tómate una taza de té. Voy a buscar una taza. -Se puso en pie y, antes de poner rumbo a la cocina, me guiñó el ojo en gesto de aliento y me dio un pellizco.

– Estoy bien aquí -repliqué, frenándole los pies. La idea de sentarme junto a mi madre me erizaba los pelillos de la nuca-. Echemos un vistazo a la famosa maleta.

– ¿A qué vienen tantas prisas? -preguntó mi madre-. Siéntate aquí.

– El trabajo antes que el placer. ¿Dónde está la maleta?

Shay hizo un gesto con la cabeza en dirección a sus pies.

– Toda tuya -dijo.

Jackie se desplomó en el sofá. Me abrí camino entre la mesita del café, el sofá, los sillones y la atenta mirada de todos.

La maleta estaba junto a la ventana. Era de color azul claro con las esquinas redondas, tenía bastantes manchas de moho negro y estaba abierta; alguien había forzado los patéticos cierres de hojalata. Lo que más me sorprendió fue que fuera tan pequeña. Olivia solía empaquetar todas sus pertenencias, incluida la tetera eléctrica, cada vez que nos íbamos de fin de semana. Rosie, en cambio, afrontaba una nueva vida con un equipaje que podía arrastrar con una sola mano.

– ¿Quién la ha tocado? -pregunté.

Shay soltó una carcajada, un sonido ronco procedente del fondo de su garganta.

– ¡Vaya por Dios! ¡Pero si tenemos aquí al teniente Colombo! ¿Vas a tomarnos una muestra de las huellas digitales?

Shay es sombrío, enjuto, nervudo e impaciente, pero se me había olvidado lo que significaba tenerlo tan cerca. Es como estar junto a una torre de alta tensión: te pone los nervios de punta. Con los años le habían salido unos pronunciados y fieros surcos entre la nariz y la boca y en el entrecejo.

– Sólo si me lo solicitáis amablemente -respondí-. ¿La habéis tocado todos?

– Yo no me acercaría a eso ni por todo el oro del mundo -saltó Carmel, con un pequeño escalofrío-. Está sucísima.

Kevin y yo intercambiamos una miradita. Por un instante tuve la sensación de no haberme ausentado nunca.

– Tu padre y yo intentamos abrirla -explicó mi madre-, pero estaba cerrada. Así que le pedí a Shay que bajara y que intentara forzar los cierres con un destornillador. No nos quedaba otra alternativa, lógicamente; nada en el exterior revelaba quién era el dueño.

Me miró con agresividad.

– Habéis hecho bien -le concedí.

– Cuando descubrimos lo que había dentro… Créeme si te digo que me llevé un susto de muerte. Parecía que se me iba a salir el corazón por la boca; pensé que me iba a dar un infarto. Le dije a Carmel: «Gracias a Dios que has venido con el coche, por si tienes que llevarme al hospital».

La mirada de mi madre revelaba que, en tal caso, habría sido mi culpa, aunque aún no se le hubiera ocurrido cómo achacármela.

– A Trevor no le importa darles la cena a los niños, al menos no cuando se trata de una emergencia -me explicó Carmel-. Es un hombre muy bueno en ese sentido.

– Kevin y yo echamos un vistazo al interior cuando llegamos -añadió Jackie-. Hemos tocado algunas cosas, pero no recuerdo exactamente cuáles…

– ¿Has traído el polvo ese para tomar las huellas dactilares? -preguntó Shay. Estaba repantingado en el marco de la ventana y me observaba con los ojos entrecerrados.

– Si te portas bien, algún día te enseñaré cómo se hace.

Extraje mis guantes quirúrgicos del bolsillo de la chaqueta y me los enfundé. Papá soltó una carcajada ronca y desagradable que degeneró en un ataque de tos irreprimible que hacía temblar su sillón con cada acceso.

El destornillador de Shay estaba en el suelo, junto a la maleta. Me arrodillé y lo utilicé para abrir la tapa. Dos de los muchachos del laboratorio me debían algún que otro favor y había un par de jovencitas encantadoras pirradas por mí; podía recurrir a cualquiera de ellos para que efectuaran algunos análisis en secreto, pero me agradecerían sobremanera que no echara a perder las pruebas. En la maleta había una maraña de ropa manchada de negro y hecha harapos a causa del paso del tiempo y el moho. Un olor acre y penetrante, como a tierra mojada, manaba de ella. Era el tenue olor que había percibido al entrar en la casa.

Levanté las cosas despacio, una a una, y fui amontonándolas sobre la tapa para evitar que se contaminaran. Un par de tejanos anchos con retales de cuadros cosidos bajo los desgarros de las rodillas. Un jersey de lana verde. Un par de vaqueros tan ajustados que tenían cremalleras en los tobillos para poder metérselos y que, por todos los santos, yo conocía a la perfección… Recordar las caderas bamboleantes de Rosie enfundadas en ellos me dejó sin aliento un instante. Seguí a lo mío, sin pestañear. Una camisa masculina de franela y sin cuello con finas rayas azules sobre un fondo que en su día fue de color crema. Seis pares de braguitas de algodón blancas. Una blusa larga azul y morada con estampado de cachemir hecha jirones. Y al levantarla cayó al suelo el certificado de nacimiento.

– Ahí está -intervino Jackie. Estaba inclinada sobre el brazo del sofá y me miraba con nerviosismo-. ¿Lo ves? Hasta que lo encontramos no nos preocupamos; pensamos que podía ser cosa de niños o que alguien había robado algo de ropa y había necesitado esconderla, o quizá que perteneciera a una pobre mujer maltratada que estuviera preparándose para cuando reuniera el valor de abandonarlo… Ya sabes, el tipo de historia que cuentan en las revistas.

Jackie empezaba a animarse de nuevo. «Rose Bernadette Daly, nacida el 30 de julio de 1966.» El documento estaba a punto de desintegrarse.

– Sí -dije-. Si esto es cosa de niños, no han dejado escapar ni un detalle.

Una camiseta de U2, que habría valido cientos de libras de no haber estado agujereada por la podredumbre. Una camiseta a rayas blancas y azules. Un chaleco negro de hombre; por entonces imperaba la estética Annie Hall. Un jersey de lana morado. Un rosario de plástico de color azul claro. Dos sujetadores de algodón blancos. Un walkman de una marca cualquiera que yo le había comprado con los ahorros de varios meses; conseguí el último par de libras una semana antes de su decimoctavo cumpleaños ayudando a Beaker Murray a vender vídeos de contrabando en el mercado de Iveagh. Un desodorante en spray. Una docena de casetes grabados; aún la escuchaba escribir a mano los encartes: REM, Murmur; U2, Boy; Thin Lizzy, Boomtown Rats, The Stranglers, Nick Cave and The Bad Seeds. Rosie podia dejarlo todo atrás, pero su colección musical la acompañaba a todas partes.

En el fondo de la maleta había un sobre marrón. Los fragmentos de papel del interior se habían transformado en un bulto duro a causa de los veintidós años de humedad a que habían estado sometidos; cuando tiré con delicadeza del borde, se desintegró como papel higiénico mojado. Otro favor que pedir a los del laboratorio. A través de la ventanilla de plástico de la parte frontal del envoltorio aún podían apreciarse algunas palabras borrosas escritas a máquina: «LAOGHAIRE-HOLYHEAD […] SALIDA [,…]:30AM […]». Dondequiera que hubiera ido, Rosie había llegado sin nuestros billetes para el ferry.

Todos tenían sus ojos clavados en mí. Kevin parecía profundamente apenado.

– Sí, definitivamente parece la maleta de Rosie Daly -sentencié.

Empecé a guardar de nuevo las prendas que había depositado en la tapa a la maleta, dejando los papeles para lo último para no chafarlos.

– ¿Vamos a llamar a la policía? -quiso saber Carmel.

Papá se aclaró la garganta, como si fuera a escupir, pero mi madre le soltó una mirada feroz.

– ¿Y decirles qué exactamente? -pregunté yo. Era evidente que nadie había pensado en ello-. ¿Que alguien escondió una maleta detrás de una chimenea hace veintitantos años? -añadí-. Que llamen los Daly a la policía si quieren, pero os advierto algo: dudo mucho que saquen los cañones para solucionar el Caso de la Chimenea Bloqueada.

– Pero seguramente Rosie… -farfulló Jackie, mordisqueándose como un conejo un mechón de pelo y mirándome con atención, con sus ojos azules abiertos como platos y llenos de preocupación-. Sigue desaparecida. Y ese canesú de ahí es una pista, sin duda, una evidencia o como queráis llamarlo. ¿No deberíamos…?

Intercambio de miradas: nadie sabía qué hacer. Yo dudaba seriamente. En Liberties, los policías son como las medusas en el juego del Comecocos: forman parte de la fauna, pero lo mejor es evitarlos y, desde luego, lo que definitivamente no hay que hacer nunca es salir en su busca.

– En cualquier caso, ahora ya es un poco tarde -sentencié yo, cerrando la maleta con la yema de los dedos.

– Pero… -alegó Jackie-. Un momento. ¿Acaso esto no tiene aspecto de…? Ya sabes. Al fin y al cabo parece que no huyó a Inglaterra. ¿No parece más bien que alguien podría haberla…?

– Lo que Jackie intenta decir -aclaró Shay- es que todo apunta a que alguien acabó con Rosie, la metió en un contenedor, la trasladó a una pocilga, la arrojó allí y escondió la maleta detrás de la chimenea para quitarla del medio.

– ¡Seamus Mackey! ¡Que Dios nos bendiga! -exclamó mi madre.

Carmel se santiguó. A mí ya se me había ocurrido esa posibilidad.

– Podría ser -contesté-, desde luego. Pero también podrían haberla abducido unos extraterrestres y haberla liberado en Kentucky por error. Personalmente, prefiero inclinarme por la explicación más sencilla, que es que fue ella misma quien ocultó la maleta detrás de la chimenea, luego no tuvo tiempo de sacarla y se dirigió a Inglaterra sin siquiera una muda. No obstante, si os apetece añadirle una nota dramática, adelante.

– Está bien -replicó Shay. Shay puede ser muchas cosas, pero no es estúpido-. Y por eso necesitas esa cosa, ¿no es cierto? -Se refería a los guantes, que justo en ese momento yo estaba volviendo a guardar en mi chaqueta-. Porque no crees que haya existido ningún delito…

– Acto reflejo -le respondí con una sonrisa-. Un cerdo es un cerdo las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana, ya sabes a qué me refiero.

Shay emitió un sonido de disgusto. Mamá, con una mezcla de terror, envidia y sed de sangre, terció:

– Theresa Daly se volverá loca. Loca.

Por razones diversas, necesitaba ponerme en contacto con los Daly antes de que nadie se me anticipara.

– Yo hablaré con ella y con el señor Daly para averiguar qué desean hacer. ¿A qué hora regresan a casa los sábados?

Shay se encogió de hombros.

– Depende. Algunas semanas después de comer y otras a primera hora de la mañana. En función de cuándo puede traerlos Nora.

Vaya fastidio. Por la mirada de mi madre podía deducir que planeaba abalanzarse sobre ellos antes de darles tiempo a meter la llave en la cerradura. Sopesé la posibilidad de dormir en el coche y cortarle el paso, pero no había ningún aparcamiento en un radio de acción que me permitiera ocuparme de la vigilancia. Shay me observaba entretenido. Entonces mamá se colocó en su sitio la pechera y dijo:

– Puedes pasar la noche aquí si quieres, Francis. El sofá sigue siendo un sofá-cama.

Yo era plenamente consciente de que la oferta de mi madre no respondía a un arrebato de ternura. A mi madre le gusta que los demás estén en deuda con ella. Era una idea pésima, pero no se me ocurría ninguna alternativa mejor.

– A menos que te hayas vuelto demasiado señorito para eso -añadió, por si se me había pasado por la cabeza que su oferta respondiera a un gesto de cariño.

– Nada de eso -contesté, al tiempo que le dedicaba una amplia sonrisa a Shay-. Sería genial. Gracias, madre.

– «Mamá», no me llames «madre». Supongo que te quedarás a desayunar y todo eso.

– ¿Puedo quedarme yo también? -preguntó Kevin con gran tristeza.

Mamá lo miró con recelo. Kevin parecía tan sobresaltado como yo.

– No puedo impedírtelo -respondió ella al final-. Pero no me estropeéis las sábanas buenas -añadió, tras lo cual se levantó del sofá y empezó a recoger las tazas del té.

Shay soltó una desagradable risotada.

– Paz en la montaña de los Walton -dijo, empujando la maleta con la punta de la bota-. Justo a tiempo para Navidad.


Mi madre no permite que se fume en su casa. Shay, Jackie y yo salimos a disfrutar de nuestro vicio fuera; Kevin y Carmel nos siguieron. Nos sentamos en las escaleras frontales, tal como solíamos hacer cuando éramos niños y esperábamos lamiendo helados después del té a que ocurriera algo emocionante. Tardé un rato en caer en la cuenta de que aún esperaba que hubiera algo de acción: niños con una pelota, una pareja gritándose, una mujer atravesando la calle apresuradamente para intercambiar unos cotilleos por unas bolsas de té, lo que fuera… Pero no iba a suceder. En el número once, una pareja de estudiantes melenudos cocinaba algo mientras escuchaban Keane [2], y ni siquiera lo hacían a un volumen excesivo. Y en el número siete, Sallie Hearne planchaba mientras alguien veía la televisión. Al parecer, ésa era toda la actividad que se vivía en nuestra calle en aquellos días.

Habíamos gravitado a nuestros antiguos sitios como por inercia: Shay y Carmel ocupaban extremos opuestos en el escalón superior; Kevin y yo nos sentamos bajo ellos, y Jackie en el escalón inferior, entre nosotros. De tanto usarlos, habíamos desgastado aquellos escalones con la huella personal de nuestros traseros.

– ¡Qué calor hace! -exclamó Carmel-. No parece diciembre. El tiempo se ha vuelto loco.

– Calentamiento global -apuntó Kevin-. ¿Alguien me da un pitillo?

Jackie le tendió su paquete.

– Preferiría que no empezaras a fumar. Es un vicio malo.

– Sólo lo hago en ocasiones especiales.

Encendí el mechero y se inclinó para prender su cigarrillo. La llama proyectó la sombra de sus pestañas en sus mejillas y por un instante pareció un crío dormido, sonrosado e inocente. Cuando éramos pequeños, Kevin me adoraba; me seguía a todas partes como un perrito faldero. En una ocasión le reventé la nariz a Zippy Hearne por robarle a Kevin su bolsa de caramelos. Y ahora mi hermano pequeño olía a loción para después del afeitado.

– Sallie -dije, haciendo un gesto con la cabeza hacia ella-. ¿Cuántos hijos tuvo al final?

Jackie alargó la mano por encima de ella para recuperar su paquete de cigarrillos.

– Catorce. Me duele sólo de pensarlo.

Me reí por lo bajini, tropecé con la mirada de Kevin y me sonrió. Al cabo de un momento, Carmel me informó:

– Yo tengo cuatro: Darren, Louise, Donna y Ashley.

– Sí, Jackie ya me lo había dicho. Me alegro. ¿A quién se parecen?

– Louise se parece a mí, por desgracia para ella. Darren es como su padre.

– Donna es clavada a Jackie -intervino Kevin-, con los dientes de conejo incluidos.

Jackie le dio una colleja.

– ¡Cállate ya!

– Deben de estar haciéndose grandes ya -aventuré.

– Sí, así es. Darren se examinará de la Selectividad este año. Quiere estudiar ingeniería en la Universidad de Dublín, ¿qué te parece?

Nadie preguntó por Holly. Quizá me hubiera equivocado con Jackie y al final resultaba que sí sabía guardar un secreto.

– Mira -dijo Carmel, rebuscando en su bolso. Sacó su teléfono móvil, toqueteó unas cuantas teclas y me lo entregó-. ¿Quieres verlos?

Examiné las fotografías. Cuatro críos normales, pecosos; Trevor, que estaba como siempre, salvo por las entradas, que eran ahora más pronunciadas; y una casa adosada de los setenta con guijarros en una zona residencial deprimente cuyo nombre no lograba recordar. Carmel se había convertido exactamente en lo que había soñado ser. Muy pocas personas pueden afirmar lo mismo. La vida le había sonreído, aunque a mí su sueño me provocara ganas de cortarme las venas.

– Parecen buenos chicos -opiné, al tiempo que le devolvía el teléfono-. Felicidades, Melly.

Un leve aliento se cernió sobre mí.

– Melly… Madre mía, hacía ya mucho que nadie me llamaba así.

Aquella luz hacía que volvieran a parecer ellos mismos. Les borraba las arrugas y los cabellos canos, suavizaba la dureza de la mandíbula de Kevin y limpiaba de maquillaje el rostro de Jackie. Allí estábamos de nuevo los cinco, frescos, con ojos de gato e inquietos en medio de la oscuridad, cada uno dándole vueltas a sus propios sueños.

Si a Sallie Hearne se le hubiera ocurrido asomarse a la ventana, nos habría visto tal como nos recordaba: los pequeños de los Mackey, sentados en las escaleras. Por un fugaz instante de locura me sentí feliz de estar allí.

– ¡Auch! -exclamó Carmel agitándose. Carmel nunca ha sabido disfrutar del silencio-. Mi culo me está matando. ¿Estás seguro de que eso fue lo que ocurrió, Francis? ¿Lo que has dicho en casa? ¿Eso de que Rosie posiblemente tenía previsto regresar a por esa maleta?

Shay expulsó el humo entre los dientes, emitiendo un grave silbido que bien podría haber ocultado una risa.

– ¡Y una mierda! Eso no son más que patrañas y Francis lo sabe tan bien como yo.

Carmel le dio una palmada en la rodilla.

– ¡Vigila ese vocabulario! -Shay no se movió-. ¿A qué te refieres? ¿Por qué crees que no son más que patrañas?

Shay se encogió de hombros.

– No estoy seguro de nada -contesté yo-, pero sí, creo que existen bastantes posibilidades de que se marchara a Inglaterra y viva feliz después de todo.

Shay preguntó:

– ¿Sin billete ni identificación?

– Había ahorrado dinero. De no haber conseguido recuperar su billete, podría haber comprado otro perfectamente. Y en aquel entonces no se necesitaba ningún documento de identidad para viajar a Inglaterra.

Todo era cierto. Habíamos decidido llevarnos el certificado de nacimiento porque sabíamos que deberíamos registrarnos en el paro mientras buscábamos un empleo y porque pensábamos casarnos.

Jackie preguntó en voz baja:

– ¿He hecho bien en llamarte? O debería…

Se tensó el ambiente.

– Haberte dejado en paz -concluyó Shay.

– No, no -contesté yo-. Has hecho lo que debías, cariño. Tienes un instinto que es un diamante en bruto, ¿lo sabías?

Jackie estiró las piernas y examinó sus tacones altos. Yo sólo alcanzaba a verle la nuca.

– Quizá -dijo.

Permanecimos allí sentados fumando un rato. El olor a malta y lúpulo quemado había desaparecido; Guinness había implementado algún proceso respetuoso con el medio ambiente en los años noventa, de manera que ahora Liberties olía a gasóleo, lo cual, al parecer, era una mejora. Las polillas dibujaban círculos alrededor de la luz de la farola que se alzaba al final de la calle. Alguien había descolgado la cuerda que en su día colgaba de ella y servía a los niños para columpiarse.

Había algo que me intrigaba.

– Papá tiene buen aspecto -comenté.

Silencio. Kevin se encogió de hombros.

– Le duele la espalda -explicó Carmel-. ¿Te contó Jackie…?

– Me contó que tiene problemas. Pero está mejor de lo que esperaba encontrarlo.

Carmel suspiró.

– Tiene días buenos, eso es cierto. Hoy es uno de ellos. Hoy se encuentra bien. Pero en los días malos…

Shay dio una calada al pitillo; aún lo sostenía entre el dedo pulgar y el índice, como un gánster en una película antigua.

– En los días malos tengo que acompañarlo al lavabo -aclaró simple y llanamente.

– ¿Saben qué le ocurre? -pregunté.

– Qué va. Quizá tenga algo que ver con el trabajo, quizá… No consiguen averiguarlo. En cualquier caso, cada día empeora más.

– ¿Ha dejado de beber?

– ¿Y a ti qué te importa? -preguntó Shay.

– ¿Ha dejado papá la bebida? -insistí.

Carmel se removió.

– Bueno, lo lleva mejor.

Shay soltó una carcajada que sonó a ladrido.

– ¿Trata bien a mamá?

– ¡No es asunto tuyo! -espetó Shay.

Los otros tres contuvieron el aliento y aguardaron expectantes a ver si teníamos intención de saltarnos al cuello. Cuando yo tenía doce años, Shay me abrió la cabeza en aquellas mismísimas escaleras; aún conservo la cicatriz. Poco después lo superé en altura. Él también tiene cicatrices.

Me volví hacia él despacio, tomándome mi tiempo.

– Os estoy formulando una pregunta civil -expliqué.

– Que no te has molestado en formular en los últimos veinte años.

– Me lo ha preguntado á mí montones de veces -me defendió Jackie con voz sosegada.

– ¿Y qué? Tú tampoco vives aquí ya. No sabes mucho más que él.

– Precisamente por eso te lo pregunto -aclaré-. ¿Trata bien papá a mamá?

Nos miramos fijamente presos de la rabia. Me preparé para desprenderme del cigarrillo rápidamente.

– Si digo que no -comenzó a decir Shay-, ¿abandonarás tu excelente apartamento de soltero para mudarte aquí a cuidar de ella?

– Un piso por debajo de ti… ¡Caramba, Shay! ¿Tanto me echas de menos?

Se abrió una ventana por encima de nuestras cabezas y mamá gritó:

– ¡Francis! ¡Kevin! ¿Vais a entrar o no?

– ¡Ahora mismo! -contestamos ambos.

Jackie soltó una carcajada, un sonido agudo, frenético y comedido:

– ¡Quien nos escuche…!

Mamá cerró la ventana de un golpe. Transcurrido un instante, Shay se repantingó y lanzó un escupitajo a través de la barandilla. En el preciso momento en que apartó los ojos de mí, todo el mundo se relajó.

– Bueno, tengo que irme -anunció Carmel-. A Ashley le gusta dormirse conmigo al lado. No le gusta que la duerma Trevor, siempre le origina unos follones tremendos. A ella le parece divertido.

Kevin preguntó:

– ¿Cómo vuelves a casa?

– Tengo el Kia aparcado a la vuelta de la esquina. El Kia es mío -me explicó-. Trevor usa el Range Rover.

Trevor siempre fue un cabroncete deprimente. Me reconfortaba saber que había evolucionado de acuerdo a las expectativas.

– Magnífico -opiné.

– ¿Me acercas? -preguntó Jackie-. He venido directamente del trabajo y hoy le toca a Gav el turno de usar el coche.

Carmel irguió la barbilla e hizo un chasquido de desaprobación con la lengua.

– ¿Por qué no viene a buscarte?

– Porque en estos momentos el coche estará ya aparcado frente a casa y él estará en el pub con sus amigos.

Carmel se puso en pie ayudándose de la barandilla y se recolocó la falda con recato.

– Te acercaré hasta casa entonces. Pero dile a Gavin que, si piensa dejar que sigas trabajando, lo mínimo que podría hacer es comprarte un coche para que puedas desplazarte. Y vosotros, ¿de qué os reís si puede saberse?

– La liberación de las mujeres está en plena forma -bromeé.

– Yo nunca me he metido en todo ese rollo. No tengo ningún inconveniente en llevar un buen sujetador firme y resistente. Y tú, señorita, deja de reírte y ponte en marcha antes de que te deje aquí con esta pandilla.

– Ya voy, espera… -Jackie guardó los cigarrillos en su bolso y se lo colgó del hombro-. Regresaré mañana. ¿Te veré por aquí, Francis?

– Mañana lo descubrirás. Pero, si no nos vemos, estamos en contacto.

Jackie me tendió la mano y me dio un fuerte apretón.

– En todo caso, me alegro de haberte llamado -dijo en un tono desafiante, casi íntimo-. Y me alegro de que hayas venido. Eres un cielo, créeme. Cuídate, ¿vale?

– Tú sí que eres buena. Hasta pronto, Jackie.

Carmel vaciló y finalmente dijo:

– Francis, ¿te…? ¿Volverás a venir más adelante? Me refiero a ahora que…

– Primero solucionemos este asunto -contesté, sonriéndole- y luego ya veremos qué sucede, ¿de acuerdo?

Carmel descendió las escaleras y los tres las contemplamos alejarse por la calle, con el repiqueteo de los tacones de aguja de Jackie reverberando en las casas y Carmel pisando fuerte junto a ella, intentando darle alcance. Jackie es mucho más alta que Carmel, aun sin contar el pelo y los tacones, pero Carmel la supera con creces en cuestión de circunferencia. Parecían una pareja cómica extraída de unos dibujos animados tontorrones prestos a sufrir todo tipo de desaventuras hasta que finalmente atraparan al villano y salvaran al mundo.

– Son estupendas -comenté en voz baja.

– Sí -convino Kevin-. Lo son.

Shay dijo:

– Si queréis hacerles un favor, no volváis por aquí.

Probablemente estuviera en lo cierto, pero pasé por alto su comentario. Mi madre volvió a interpretar el numerito de la ventana:

– ¡Francis! ¡Kevin! Tengo que cerrar con llave esta puerta. Entrad ahora mismo o acabaréis durmiendo en la calle.

– Entrad antes de que despierte a todo el vecindario -nos recomendó Shay.

Kevin se puso en pie, se desperezó y se crujió el cuello.

– ¿Tú no vienes?

– No -contestó Shay-. Voy a quedarme a fumar otro pitillo.

Cuando cerré la puerta del vestíbulo seguía sentado en los escalones, dándonos la espalda, con el mechero encendido y la vista perdida en la llama.


Mamá había arrojado un edredón, dos almohadas y un juego de sábanas sobre el sofá y ya se había ido a la cama, para que nos quedara claro que nos habíamos entretenido demasiado fuera. Ella y papá se habían mudado a nuestro antiguo dormitorio; la habitación de las chicas había sido transformada en un cuarto de baño en los años ochenta, a juzgar por los bonitos artículos de baño de color verde aguacate. Mientras Kevin se lavaba salí al descansillo (mi madre tiene el oído afilado como un murciélago) y telefoneé a Olivia. Eran más de las once.

– Está dormida -dijo Olivia- y muy decepcionada.

– Ya lo sé. Simplemente quería darte las gracias otra vez. ¿Te he hundido la cita por completo?

– Por supuesto. ¿Qué pensabas que ocurriría? ¿Que en el Coterie sacarían otra silla y Holly podría debatir la lista de los premios Booker con nosotros mientras degustábamos un salmón en croute?

– Me quedan algunos asuntos por resolver aquí mañana, pero intentaré pasar a recogerla antes de la hora de cenar. Quizá Dermot y tú podáis reprogramar vuestra cita.

Suspiró.

– ¿Qué sucede? ¿Están todos bien?

– Aún no estoy seguro -contesté-. Estoy intentando averiguarlo. Mañana debería tener una idea más precisa.

Silencio. Pensé que Liv estaba molesta conmigo por no soltar prenda, pero entonces dijo:

– ¿Y tú, Frank? ¿Estás bien?

Su voz se había suavizado. Lo último que yo necesitaba aquella noche era que Olivia se mostrase comprensiva conmigo. Meció mis huesos como el agua, tranquilizadora y traidora.

– Nunca he estado mejor -contesté-. Tengo que dejarte. Dale un beso a Holly de mi parte cuando se despierte. Te llamaré mañana.

Kevin y yo montamos el sofá-cama y nos tumbamos con la cabeza a los pies, como si fuéramos un par de fiesteros que se hubieran desplomado tras una noche salvaje en lugar de dos críos pequeños compartiendo cama. Allí yacimos tumbados, bajo los tenues estampados que dibujaba la luz al penetrar a través de los visillos, escuchando la respiración del otro. En el rincón, la estatua del Sagrado Corazón de mamá resplandecía en un color rojo chillón. Imaginé la cara que pondría Olivia si alguna vez viera aquel espanto.

– Me alegro de verte, ¿sabes? -susurró Kevin transcurrido un rato.

La sombra le ocultaba el rostro; lo único que le veía eran las manos sobre el edredón, frotándose con ademán ausente un nudillo con el dedo gordo.

– Yo también -contesté-. Tienes buen aspecto. Me cuesta creer que te hayas hecho más alto que yo.

Un resoplido y una carcajada.

– Aun así, no me gustaría tener que enfrentarme a ti.

Yo también reí.

– Y haces bien. Últimamente me he especializado en los combates cuerpo a cuerpo.

– ¿De verdad?

– No. En realidad soy un experto en burocracia y en meterme en jaleos.

Kevin se recostó sobre un lado para poder mirarme y apoyó la cabeza en el brazo.

– ¿Puedo preguntarte algo? ¿Por qué te hiciste policía?

Existe un motivo para que los policías como yo no sean destinados a sus lugares de origen. Si nos ponemos técnicos, todo el mundo con quien me he criado probablemente sea un delincuente de poca monta, en uno u otro sentido, y no por maldad, sino porque es la única manera que tienen de salir adelante. La mitad de los habitantes de Faithful Place estaban en el paro y todos ellos operaban en el mercado negro, sobre todo cuando se aproximaba el inicio del año escolar y había que comprar libros y uniformes a los críos. Un invierno en que Kevin y Jackie tuvieron bronquitis, Carmel traía a casa carne del Dunne's, el supermercado donde trabajaba, para ayudarlos a recobrar las fuerzas; nunca nadie preguntó cómo la pagaba. A los siete años de edad yo ya sabía cómo trucar el contador del gas para que mi madre pudiera preparar la cena. Ningún asesor sobre salidas profesionales en la escuela habría apostado nunca que yo acabaría convirtiéndome en agente de policía.

– Sonaba emocionante -aclaré-. Tan sencillo como eso. Cobrar a cambio de vivir algo de acción; ¿qué hay de malo en eso?

– ¿Y lo es? ¿Es emocionante?

– A veces.

Kevin me observaba expectante.

– Papá se quedó destrozado cuando Jackie nos lo dijo -me confesó al fin.

Mi padre había empezado a trabajar como yesero, pero para cuando nosotros nacimos era ya un alcohólico a tiempo completo con una actividad complementaria a media jornada vendiendo artículos que se caían de las cajas de los camiones. Creo que habría preferido que me hubiera convertido en un chapero o en un gigoló.

– Ya, me lo imagino -repliqué-. No me sorprende. Pero dime algo. ¿Qué ocurrió el día después de que me marchara?

Kevin se tumbó de espaldas y enlazó las manos bajo la cabeza.

– ¿Nunca se lo has preguntado a Jackie?

– Jackie tenía nueve años. No está segura de qué recuerda y qué ha imaginado. Dice que un médico con bata blanca se llevó a la señora Daly y cosas por el estilo.

– No hubo ningún médico -refutó Kevin-. Al menos, yo no vi a ninguno. -Tenía la vista clavada en el techo. La luz de la farola que se filtraba a través de la ventana hacía que sus ojos refulgieran como el agua oscura-. Recuerdo a Rosie -continuó-. Sé que sólo era un niño… pero la recuerdo perfectamente, ¿sabes? Su cabello, su risa y su forma de caminar… Era guapísima.

– Sí que lo era -convine yo.

En aquel entonces, Dublín era una ciudad de tonos grises, marrones y beis, y Rosie era un estallido de vivos colores, con su catarata de rizos cobrizos hasta la cintura, sus ojos como fragmentos de vidrio verde sostenido a contraluz, su boca roja, su piel blanca y sus pecas doradas. La mitad de los chicos de Liberties estaban colgados por Rosie Daly y lo que la hacía aún más atractiva es que a ella le daba igual; nada de ello la hacía sentir especial. Tenía unas curvas de vértigo y las llevaba con la misma tranquilidad con las que se enfundaba sus vaqueros remendados.

Hablaré de Rosie, de la Rosie que vivió en un tiempo en que las monjas habían convencido a muchachas la mitad de guapas que ella de que sus cuerpos eran un cruce entre una fosa séptica y una caja fuerte y de que los chicos eran todos unos pervertidos. Una tarde de verano, cuando teníamos unos doce años de edad, antes de que nos diéramos cuenta de que estábamos enamorados, los dos jugamos al «te enseño lo mío si me enseñas lo tuyo». Lo más cerca que yo había estado antes de ver a una mujer desnuda había sido asomándome a algún escote en fotografías en blanco y negro. Y entonces Rosie arrojó su ropa a un rincón, como si le estorbara y giró sobre sí misma bajo la pálida luz del número dieciséis, con los brazos en alto, luminosa, riendo, lo bastante cerca como para rozarla. Sólo de pensarlo se me corta la respiración. Yo era demasiado niño para saber qué quería hacer con ella; no sabía nada de la vida, pero ni la Mona Lisa atravesando el Gran Cañón del Colorado con el Santo Grial en una mano y un boleto ganador de la lotería en la otra me habría parecido tan bella como Rosie en aquel instante.

Kevin dijo en voz baja, mirando al cielo:

– Al principio ni siquiera pensamos que ocurriera nada. Shay y yo nos dimos cuenta de que no te habías levantado (obviamente), pero simplemente pensamos que habrías salido a algún sitio. Luego, mientras estábamos desayunando, la señora Daly entró hecha un basilisco buscándote. Cuando le dijimos que no estabas en casa estuvo a punto de darle una trombosis: Rosie se había llevado todas sus cosas y la señora Daly gritaba que te habías escapado con ella o que la habías secuestrado, la verdad es que no lo recuerdo bien. Papá empezó a chillarle mientras mamá intentaba que bajaran la voz a toda costa antes de que se enteraran los vecinos…

– Vaya panorama… -observé.

La señora Daly es una versión anfetamínica de mi madre.

– Ni que lo digas… Además oíamos a alguien más gritar desde el otro lado de la calle, de manera que Jackie y yo fuimos a echar un vistazo. El señor Daly estaba tirando el resto de las cosas de Rosie por la ventana y toda la calle empezaba a asomarse para comprobar qué ocurría… Te seré sincero: a mí me parecía divertidísimo.

Sonreía. Y yo no pude evitar sonreír también.

– Habría pagado por verlo.

– Te aseguro que sí. Parecía una pelea de gatos. La señora Daly te llamó matón y mamá llamó a Rosie golfa y añadió: «De tal palo tal astilla». La señora Daly por poco estalla de rabia.

– Vaya, yo habría apostado por mamá, por la ventaja del peso.

– Que no te escuche decir eso.

– Podría haberse sentado sobre la señora Daly hasta que ésta se rindiera.

Nos reíamos a carcajada limpia en la oscuridad, como un par de críos.

– Pero la señora Daly iba armada -apuntó Kevin-, con esas uñas que tiene…

– ¡Joder! ¿Sigue teniéndolas?

– Más largas aún. Es una… ¿cómo lo llaman?

– ¿Un rastrillo humano?

– ¡No! Una estrella ninja humana.

– ¿Y quién ganó?

– Podría decirse que mamá. Empujó a la señora Daly hasta el descansillo y cerró la puerta de un portazo. La señora Daly continuó gritando, dándole patadas a la puerta y toda la mandanga, pero al final se rindió. Entonces empezó a discutir con el señor Daly por haber tirado por la ventana las cosas de Rosie. Los vecinos prácticamente vendían entradas para ver el espectáculo. Era infinitamente más entretenido que Dallas.

En nuestro antiguo dormitorio, papá tuvo un ataque de tos que hizo que la cama retumbara contra la pared. Nos quedamos inmóviles, escuchando. Luego recuperó la respiración a base de largos resuellos.

– En cualquier caso -continuó Kevin casi en un murmullo-, la cosa prácticamente acabó ahí. Fue el rumor de moda durante dos semanas, pero luego todo el mundo se olvidó de ello. Mamá y la señora Daly no se hablaron durante unos cuantos años; papá y el señor Daly de hecho nunca se habían hablado, así que en ese aspecto no cambió nada. Mamá armaba el número cada Navidad cuando no enviabas una postal, pero…

Pero corrían los años ochenta del siglo xx y la emigración era una de las tres principales salidas profesionales, junto con el despacho «de papá» y el paro. Seguramente mi madre había previsto que al menos uno de nosotros acabara con un billete de ferry sólo de ida.

– ¿Nunca pensó que podían encontrarme muerto en una cuneta?

Kevin resopló.

– ¡Qué va! Decía que, si alguien resultaba herido, desde luego no sería nuestro Francis. No llamamos a la policía ni informamos de tu desaparición ni nada por el estilo, pero no fue porque… No fue porque no nos importaras… Simplemente nos figuramos que…

El colchón se movió con su encogimiento de hombros.

– Que Rosie y yo nos habíamos escapado juntos.

– Sí. Bueno, todo el mundo sabía que vosotros dos estabais coladitos el uno por el otro. Y todo el mundo sabía la opinión que el señor Daly tenía sobre eso. De manera que ¿por qué no? ¿Me entiendes?

– Claro -contesté-. ¿Por qué no?

– Además, estaba la nota. Creo que eso fue lo que hizo que a la señora Daly le saltaran los fusibles: alguien andaba merodeando por el número dieciséis y encontró aquella nota. La nota de Rosie. No sé si Jackie te lo explicó…

– La leí -aclaré.

Kevin volvió la cabeza hacia mí.

– ¿Sí? ¿La viste?

– Sí.

Esperó, pero yo no añadí más información.

– ¿Cuándo…? ¿La leíste antes de que se marchara? ¿Te la enseñó?

– Después. Aquella noche, de madrugada.

– Y entonces… ¿qué ocurrió? ¿La dejó para ti? ¿No para su familia?

– Eso creí yo. Habíamos planeado encontrarnos esa noche, pero no apareció y encontré la nota. Creí que iba dirigida a mí.

Cuando finalmente me convencí de que hablaba en serio, de que no iba a escapar conmigo, porque ya se había escapado, me eché la mochila al hombro y comencé a andar. Era lunes por la mañana, cerca del amanecer; la ciudad estaba helada y desierta, salvo por mí, el barrendero y unos cuantos obreros del turno de noche que se dirigían a sus hogares agotados bajo la tenue y gélida luz. El reloj del Trinity College anunciaba que el primer ferry partía de Dun Laoghaire.

Acabé en una casa okupa cerca de la calle Baggot donde un puñado de roqueros malolientes vivían con un chucho bizco llamado Keith Moon y un alijo impresionante de hachís. Los conocía superficialmente, de haber tropezado con ellos en unos cuantos conciertos; todos pensaron que alguno de ellos me había invitado a quedarme allí por una temporada. Uno de ellos tenía una hermana limpia que vivía en un piso en Ranelagh y nos dejaba utilizar su dirección para registrarnos en el paro si le gustaba nuestro aspecto, y resultó ser que yo le gusté mucho. Cuando anoté su dirección en mi inscripción a la academia de policía era prácticamente cierto que vivía allí. Fue. un alivio que me aceptaran y tener que partir a Templemore a realizar mi formación. Había empezado a insinuar algo de matrimonio.

La muy zorra de Rosie… La creí, creí cada palabra que me dijo. Rosie no era de las que se andaba con rodeos; abría la boca y hablaba sin tapujos, a la cara, aunque doliera. Era uno de los motivos por los que la amaba. Tras vivir con una familia como la mía, alguien que no juega a intrigar resulta de lo más intrigante. De manera que cuando dijo «Juro que regresaré algún día» me lo creí durante veintidós años. Todo el tiempo que pasé durmiendo con la hermana del roquero apestoso, todo el tiempo en que salí con chicas batalladoras, guapas y temporales que se merecían a alguien mejor, todo el tiempo que estuve casado con Olivia y fingí pertenecer a Dalkey estuve esperando a que Rosie Daly traspusiera mi puerta.

– ¿Y ahora? -preguntó Kevin-. ¿Qué crees que ocurrirá después de hoy?

– No lo sé -respondí-. Sinceramente, no tengo ni puñetera idea de lo que le pasa a Rosie por la cabeza.

Kevin comentó en un murmullo:

– Shay cree que está muerta, ya lo sabes. Y Jackie también.

– Sí -contesté-. Parece que eso es lo que piensan.

Lo escuché inspirar con fuerza, como si se estuviera preparando para decir algo. Al cabo de un instante soltó el aire.

– ¿Qué? -pregunté.

Sacudió la cabeza.

– ¿Qué, Kev?

– Nada.

Esperé.

– Sólo que… ¡Ay! No sé… -Se removió inquieto en la cama-. Shay se tomó fatal tu huida.

– Pues ni que fuéramos amigos del alma…

– Ya sé que os peleabais todo el tiempo. Pero en el fondo… Me refiero a que seguís siendo hermanos, ¿sabes?

Aquello no sólo era una chorrada evidente (mi primer recuerdo es despertarme con Shay intentando meterme un lápiz en el oído), sino que Kevin estaba recurriendo a esa chorrada evidente para distraerme de lo que verdaderamente quería decir. Casi conseguí sacárselo; sigo preguntándome qué habría ocurrido de haberlo hecho. Pero antes de lograrlo, la puerta del vestíbulo se cerró con un clic, un sonido ligero y deliberado: Shay había entrado.

Kevin y yo yacimos en silencio, escuchando. Pasos cautelosos, una pausa breve en el descansillo, al otro lado de la puerta, y luego el ascenso por el siguiente tramo de escaleras; el clic de otra puerta y las tablas del suelo crujiendo sobre nuestras cabezas.

– Kev -dije.

Kevin se hizo el dormido. Al cabo de un rato su boca se abrió y empezó a resoplar.

Shay aún tardó un rato en dejar de moverse con sigilo por su piso. Cuando la casa quedó sumida en el silencio dejé transcurrir quince minutos, me senté con cuidado (Jesús, refulgiendo en aquel rincón, me lanzó una miradita con la que me insinuó que tenía calados a los de mi calaña) y miré por la ventana. Había empezado a llover. Todas las luces de Faithful Place estaban apagadas, salvo una que proyectaba vetas de color amarillo húmedo sobre los adoquines desde encima de mi cabeza.

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