Capítulo 19

Aquella noche duró una eternidad. Estuve a punto de telefonear a mi encantadora amiguita del laboratorio de la Científica, pero no hay nada como un compañero que sabe demasiadas cosas acerca de cómo murió tu ex para arruinar un polvo alegre. Pensé en ir al bar, pero no tenía sentido a menos que planeara ponerme como una cuba, cosa que se me antojó una pésima idea. Incluso barajé durante un buen rato la idea de telefonear a Olivia y preguntarle si podía ir a su casa, pero me figuré que probablemente ya había forzado demasiado mi suerte aquella semana. Acabé en el Ned Kelly de la calle O'Connell, jugando partida tras partida en los billares del cuarto trasero con tres tipos rusos que no hablaban demasiado inglés pero que sabían detectar las señales internacionales de un hombre en apuros. Cuando el Ned cerró, regresé a casa y me senté en el balcón, donde fumé como una carretilla hasta que el trasero empezó a congelárseme, momento en el cual decidí entrar en el salón y mirar cómo unos chavales blancos llenos de falsas ilusiones hacían gestos de rapero en un reality show hasta que se hizo lo bastante de día para desayunar. Cada cinco minutos intenté con todas mis fuerzas apagar el interruptor que iluminaba los rostros de Rosie, Kevin y Shay en mi cabeza.

No era al Kev adulto al que veía, sino al crío con la cara sudorosa que había compartido colchón conmigo tanto tiempo que aún podía notar sus pies metidos entre mis espinillas para calentárselos en invierno. Había sido el más guapo de nosotros con diferencia, un querubín rubio salido de un anuncio de cereales; Carmel y sus amigas solían sacarlo de paseo como si fuera un muñeco de trapo, le cambiaban la ropa, lo atiborraban de golosinas y ensayaban con él a ser madres algún día. Él permanecía tumbado en los cochecitos de juguete de ellas, boca arriba, con una gran y feliz sonrisa en el rostro, deleitado con ser el centro de atención. Incluso a aquella edad, Kev adoraba a las mujeres. Esperaba que alguien hubiera explicado a sus múltiples novias con el tacto requerido por qué no regresaría a verlas nunca más.

Y no era la Rosie resplandeciente con su primer amor y sus grandes planes quien me venía a la cabeza; era Rosie enfadada. Una tarde de otoño, cuando a mis diecisiete años, Carmel, Shay y yo estábamos fumando en los escalones de la entrada a casa. En aquel entonces, Carmel fumaba y me dejaba gorronearle tabaco durante los meses de escuela, cuando yo no trabajaba y no podía costearme comprarme el mío propio. El aire olía a humo de turba, a bruma y a Guinness, y Shay silbaba entre dientes una canción para sí mismo. Entonces empezaron los gritos.

Era el señor Daly y estaba hecho un basilisco. Su voz no nos llegaba clara, pero pudimos captar lo esencial: que no pensaba permitir que lo humillaran bajo su propio techo y que alguien iba a recibir una buena bofetada si no se andaba con cuidado. Mis tripas se transformaron en un bulto de hielo sólido.

– Una libra a que ha sorprendido a su hijita con algún jovenzuelo -apostó Shay.

Carmel chasqueó la lengua.

– No seas guarro.

– Acepto la apuesta -pronuncié sin alterarme.

Rosie y yo llevábamos saliendo más de un año. Nuestros amigos lo sabían, pero lo manteníamos en relativo secreto para que no se extendiera demasiado: sólo lo necesario para poder divertirnos y andar por ahí, nada serio. A mí me fastidiaba bastante, pero Rosie insistía en que a su padre no le haría ninguna gracia, y lo decía convencida. Parte de mí se había pasado el año esperando a que aquella tarde me estampara un bofetón en plena cara.

– Pero si tú no tienes una libra…

– Es que no la necesitaré.

Las ventanas del vecindario empezaban a abrirse: los Daly discutían menos que cualquier otra familia del barrio, así que aquello era un escándalo de primera categoría.

– ¡No tienes ni puñetera idea de lo que pasa! -gritó Rosie.

Di una última calada al pitillo, apurándolo hasta el filtro.

– Me debes una libra -le dije a Shay.

– Te la daré cuando cobre.

Rosie salió hecha una furia del número tres, pegó un portazo lo bastante contundente como para que las viejecitas cotillas regresaran a sus guaridas a disfrutar del escándalo en privado, y se dirigió hacia nosotros. Recortado contra aquel día de un cielo gris otoñal, su cabello parecía a punto de incendiar el aire y hacer que todo Faithful Place estallara en mil pedazos.

– Hola, Rosie. Estás guapísima, como siempre -dijo Shay.

– Y tú estás igual de gilipollas que siempre también. Francis, ¿podemos hablar?

Shay silbó; Carmel estaba boquiabierta.

– Sí, claro – le contesté y me puse en pie-. Vamos a dar una vuelta.

Lo último que oí a mis espaldas, cuando girábamos la esquina con la calle Smith, fue la risa más obscena de Shay.

Rosie llevaba las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de su chaqueta tejana y caminaba tan rápido que me costaba seguirle el paso.

– Mi padre lo ha descubierto -me indicó, mascullando las palabras.

Yo lo había visto venir, pero ello no obstó para que me sentara como un mazazo.

– ¡Joder! -exclamé-. Eso me ha parecido. ¿Cómo ha sido?

– Cuando estuvimos en el Neary's. Debería haber sabido que no era un lugar seguro; mi prima Shirley y sus amigas lo frecuentan y tiene una boca del tamaño de la puerta de una iglesia. La muy zorra nos vio. Se lo contó a su madre, su madre se lo contó a la mía y a mi madre le faltó tiempo para explicárselo a mi padre.

– Y se ha puesto hecho una furia…

Rosie explotó:

– ¡Pedazo de cabrona! ¡Maldita gilipollas! La próxima vez que vea a Shirley le voy a cruzar la cara de un bofetón. Mi padre no atiende a razones, ha sido igual que hablarle a una pared.

– Rosie, tranquilízate…

– Me ha advertido que no le vaya llorando cuando aparezca preñada, abandonada y cubierta de morados. Dios, Frank, me daban ganas de matarlo. Te lo juro…

– Y entonces ¿qué haces aquí? ¿Sabe tu padre que…?

– Sí, claro que lo sabe -respondió Rosie-. Me ha enviado a dar una vuelta contigo para poner fin a nuestra relación.

Ni siquiera tuve conciencia de haberme detenido en medio de la acera hasta que Rosie giró la cabeza para comprobar dónde estaba.

– No pienso hacerlo, tonto. ¿De verdad crees que te dejaría porque mi padre me diga que lo haga? ¿Es que te has vuelto idiota?

– ¡Joder! -exclamé. Poco a poco el corazón se me deslizó de nuevo a su sitio-. ¿Es que quieres provocarme un infarto? Pensaba que… Por Dios…

– Frank -regresó a mi lado y entrelazó sus dedos con los míos, con tanta fuerza que casi me dolía-, no voy a romper contigo, ¿entendido? Simplemente no sé qué hacer.

Habría dado un riñón por ser capaz de dar con la respuesta mágica.

Salí con la oferta más caballeresca que se me ocurrió.

– Iré a hablar con tu padre. De hombre a hombre. Le explicaré que no pretendo hacerte daño.

– Eso ya se lo he dicho yo. Cientos de veces. Pero él cree que lo único que quieres es llenarme la cabeza de pájaros para meterte en mis bragas y que yo soy idiota y me lo trago todo. ¿Crees que te escuchará? Si no me escucha ni a mí…

– Pues se lo demostraré. Una vez compruebe con sus propios ojos que te trato bien…

– ¡No tenemos tiempo! Me ha dicho que o rompo contigo esta noche o me echa de casa, y lo hará, te juro que lo hará. A mi madre se le rompería el corazón, pero a él le importa un bledo. Y si él le dice que no vuelva a verme siquiera, que Dios la ampare, te aseguro que ella lo obedecerá.

Tras diecisiete años con mi familia, mi solución por defecto a cualquier cosa era mantener la boca cerrada.

– Pues dile que lo has hecho. Que me has dejado. Nadie tiene por qué saber que seguimos siendo novios.

Rosie se quedó inmóvil; noté los engranajes de su mente moverse a toda velocidad.

Al cabo de un momento preguntó:

– ¿Durante cuánto tiempo?

– El que haga falta hasta que se nos ocurra un plan mejor o hasta que tu padre se calme, no lo sé. Si seguimos juntos lo suficiente, algo tiene que cambiar.

– Quizá. -Seguía pensando atropelladamente, con la cabeza gacha sobre nuestras manos entrelazadas-. ¿Crees que lo conseguiremos? La gente de por aquí es tan chismosa…

– No digo que vaya a ser fácil -contesté-. Tendremos que explicarle a todo el mundo que hemos cortado y conseguir que suene creíble. No podremos dejarnos ver juntos. Y tú siempre estarás preocupada por si tu padre nos descubre y te echa de casa.

– Me importa un comino. Pero ¿qué hay de ti? Tú no tienes por qué andar por ahí escapándote a hurtadillas; tu padre no intenta convertirte en una monja. ¿Crees que merece la pena?

– Pero ¿se puede saber qué pregunta es ésa? -repliqué-. Rosie, yo te quiero.

Me quedé perplejo. Jamás lo había dicho antes. Y sabía que nunca volvería a decirlo, no de verdad; sabía que sólo se tiene una oportunidad en la vida. A mí se me presentó de la nada, una nublada tarde otoñal, bajo la luz amarillenta de una farola reflejándose en el pavimento mojado y brillante, con los fuertes dedos de Rosie entrelazados a los míos.

Rosie abrió la boca y exclamó:

– ¡Oh! -Luego emitió algo parecido a una risa maravillosa, incontenible, sin aliento.

– Ya lo he dicho -anuncié.

– Bueno, en ese caso… -Otro semiestallido de risa-. En ese caso, de acuerdo.

– ¿De acuerdo?

– Sí. Yo también te quiero. Encontraremos una solución. ¿Verdad?

Me había quedado sin palabras; no podía pensar en nada más que no fuera estrecharla entre mis brazos. Un anciano pasó paseando a su perro junto a nosotros y farfulló algo acerca de armar jaleo, pero yo no habría podido moverme ni aunque lo hubiera querido. Rosie presionó su rostro contra el hueco de mi cuello; noté sus pestañas rozarme la piel y luego el rastro de humedad que dejaron en su estela.

– Claro que sí -contesté entre su cálido cabello, y estaba convencido de que así sería porque guardábamos en la manga la carta del triunfo, el comodín que se impondría a toda la baraja-. Encontraremos una salida.

Regresamos a casa, después de haber paseado y haber hablado hasta extenuarnos, para iniciar el cauteloso y crucial proceso de convencer a todo Faithful Place de que habíamos pasado a ser historia. Aquella noche, de madrugada, pese a la larga e ingeniosa espera que habíamos planeado, nos citamos en la casa del número dieciséis. Nos daba exactamente igual que fuera peligroso citarnos a aquella hora. Nos tumbamos sobre los chirriantes tablones del suelo y Rosie nos cubrió con la suave mantita azul que siempre llevaba con ella, y aquella noche no pronunció un «¡Para!» en ningún momento.

Aquella noche fue uno de los motivos por los que jamás imaginé que Rosie pudiera estar muerta. Por la ira que la invadía cuando se enfadaba: podrías haber encendido una cerilla con sólo rozarle la piel, podrías haber iluminado varios árboles de Navidad, habría sido posible divisarla desde el espacio. Y que todo eso se hubiera desvanecido en la nada, que hubiera desaparecido para siempre, se me antojaba impensable.

Si se lo pedía, Danny el Fósforos incendiaría la tienda de bicicletas y apañaría artísticamente todas las pruebas para que Shay pareciera el culpable. Si no, conocía a varios tipos capaces de dejar a Danny a la altura del betún que harían un fantástico trabajo, coronado con el grado de dolor que yo solicitase, para asegurarse de que ni una sola de las piezas de recambio de Shay volviera a aparecer nunca en la vida.

El problema es que yo no quería contar con Danny el Fósforos ni con la Brigada de los Tornillos ni con nadie más. Scorcher estaba descartado: si necesitaba a Kevin para ocupar el papel del malo de la película, podía quedárselo. Olivia tenía razón: ya nada de lo que nadie dijera podía herir a Kev, y la justicia había descendido varios peldaños en mi lista de deseos navideños. Lo único en el mundo que yo quería en aquellos momentos era a Shay. Cada vez que me asomaba por el Liffey, lo veía en su ventana, en medio de aquella maraña de luces, fumando y devolviéndome la mirada al otro lado del río, aguardando pacientemente a que fuera a su encuentro. Jamás había deseado a ninguna chica, ni siquiera a Rosie, tanto como lo deseaba entonces a él.


El viernes por la tarde le envié un mensaje de móvil a Stephen: «En el mismo lugar, a la misma hora». Llovía, esa aguanieve densa que te empapa toda la ropa y te cala el frío en los huesos.

El Cosmo estaba abarrotado de personas cansadas y cargadas con las bolsas de las compras que albergaban la esperanza de entrar de nuevo en calor si se guarecían allí el tiempo suficiente. Esta vez sólo pedí un café. Ya sabía que aquel encuentro no iba a prolongarse mucho.

Stephen parecía un poco inseguro acerca de qué estábamos haciendo allí, pero era demasiado educado para preguntar.

– Aún no nos ha llegado el desglose de las llamadas telefónicas de Kevin -me informó.

– Ya lo suponía. ¿Sabes cuándo tienen previsto cerrar la investigación?

– Nos han dicho que probablemente el martes. El detective Kennedy dice que… bueno… piensa que contamos con suficientes pruebas para dar el caso por concluido. Por ahora, simplemente estamos ordenando el papeleo.

– Tengo la impresión de que has oído hablar de la encantadora Imelda Tierney -observé.

– Sí, bueno…

– El detective Kennedy piensa que su declaración es la pieza final del rompecabezas, encaja a la perfección, ahora ya lo puede envolver todo en un bonito paquetito, hacerle unos preciosos lazos y presentárselo a la Fiscalía General del Estado. ¿Estoy en lo cierto?

– Más o menos, sí.

– ¿Y qué opinas tú?

Stephen se rascó el pelo y se le quedaron algunos mechones de punta.

– Por lo que ha explicado el detective Kennedy, y corríjame si me equivoco -empezó a decir-, diría que Imelda Tierney está bastante cabreada con usted.

– Ahora mismo no soy su persona favorita, desde luego.

– Usted la conoce, aunque sea desde hace siglos. En caso de estar lo bastante enfadada, ¿cree que podría inventarse una historia así?

– Diría que lo haría sin pestañear, aunque eso pueda sonar tendencioso viniendo de mí.

Stephen sacudió la cabeza.

– Podría ser, pero sigo teniendo el mismo problema con las huellas dactilares que tenía antes. A menos que Imelda Tierney sea capaz de explicar quién limpió la nota, por lo que a mí respecta su historia queda descartada. La gente miente, las pruebas no.

Aquel muchacho valía diez veces más que Scorcher y probablemente diez veces más que yo.

– Me gusta tu manera de pensar, detective -dije-. Por desgracia, estoy bastante seguro de que Scorcher Kennedy no va a plantearse ese tema en el futuro previsible.

– No a menos que le presentemos una teoría alternativa que resulte demasiado sólida como para ignorarla. -Seguía usando el tímido «nosotros», como un adolescente al hablar de su primera novia. Trabajar conmigo había sido una experiencia importante para él-. Así que en eso es en lo que me he estado concentrando. He dedicado un montón de tiempo a darle vueltas a este caso en mi cabeza, buscando algo que se nos hubiera escapado y anoche di con ello.

– ¿Sí? ¿Y de qué se trata?

– Se lo explico. -Stephen respiró hondo; había ensayado, quería impresionarme-. Hasta ahora ninguno de nosotros ha prestado atención a que el cadáver de Rose Daly estuviera oculto, ¿verdad? Hemos pensado en las implicaciones de dónde lo habían escondido, pero no en el hecho de que lo hubieran escondido en sí. Yo opino que se trata de un hecho revelador. Todo el mundo coincide en que fue un homicidio involuntario, ¿no es así? En que al asesino simplemente le saltaron los plomos.

– Eso parece.

– Pues entonces debió de quedarse destrozado al comprobar lo que había hecho. Yo habría salido de aquella casa como si me llevara la peste. En cambio, el asesino tuvo el temple necesario para recobrar la compostura, encontrar un escondrijo y esconder un cuerpo pesado bajo una pesada losa de hormigón… Eso requiere tiempo y esfuerzo en grandes dosis. Por algún motivo, necesitaba esconder el cadáver. Lo necesitaba con todas sus fuerzas. Pero ¿por qué? ¿Por qué no abandonarlo simplemente y dejar que alguien lo encontrara por la mañana?

Pese a su corta experiencia, ya era capaz de trazar perfiles de asesinos.

– Dímelo tú -lo insté.

Stephen estaba inclinado sobre la mesa, con los ojos clavados en los míos, completamente inmerso en su historia.

– Porque sabía que alguien podía vincularlo o con Rose o con la casa. Tiene que ser por eso. Si hubieran hallado el cadáver de Rose al día siguiente, alguien habría podido decir: «Un momento, yo vi a Fulanito de Tal entrar en el número dieciséis anoche» o «Creo que Fulanito de Tal tenía previsto citarse con Rose Daly». Nuestro tipo no podía permitirse que hallaran el cadáver.

– A mí me suena coherente.

– De manera que lo único que necesitamos es desentrañar ese vínculo. Estamos descartando la historia de Imelda, pero hay alguien por ahí con otra historia muy parecida, aunque cierta. Probablemente la haya olvidado, porque nunca fue consciente de lo importante que era, pero si podemos estimular su memoria… Yo empezaría por hablar con las personas más cercanas a Rose, su hermana y sus mejores amigas, y con las personas que vivían en las casas del lado impar de Faithful Place. La declaración que usted efectuó explica que oyó a alguien atravesar esos jardines; quizás algún vecino lo viera por una ventana trasera.

Unos cuantos días más trabajando en esa dirección y llegaría a algún sitio. Parecía tan esperanzado que me destrozaba tener que desencantarlo: era como darle una patada a un perro labrador casi adiestrado que me había traído su mejor juguete para mascar, pero no me quedaba más remedio.

– Bien pensado, detective. Todo encaja como la seda. Pese a ello, vamos a tener que abandonar la investigación -anuncié.

Me miró perplejo.

– ¿Qué…? ¿A qué se refiere?

– Stephen, ¿por qué crees que te he convocado hoy? Sabía que no me traerías el registro de las llamadas telefónicas y ya sabía lo de Imelda Tierney. Estaba bastante seguro de que te habrías puesto en contacto conmigo de haber averiguado algo trascendental. ¿Por qué crees que te he citado?

– He pensado que quería… que lo pusiera al día.

– Bueno, puedes llamarlo así. Vamos a ponernos al día: a partir de ahora vamos a dejar que este caso evolucione por sí solo. Yo retomo mis vacaciones y tú regresas a tus labores como tipógrafo. Que lo disfrutes.

Stephen dejó caer la taza de café sobre la mesa con un golpe seco.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– ¿Acaso tu mamá nunca te dijo: «Porque yo lo digo»?

– Usted no es mi madre. ¿Qué demonios…? -Entonces se le encendió la bombilla y se detuvo a mitad de frase-. Ha averiguado algo -aventuró-, ¿no es cierto? La última vez, cuando se marchó de aquí de estampida, tuvo una idea. La ha investigado durante un par de días y ahora…

Negué con la cabeza.

– Otra teoría interesante, pero no. Me habría encantado que este caso se resolviera con un destello cegador de inspiración, aunque detesto defraudarte: no ocurre así tan a menudo como piensas.

– … y ahora que lo ha resuelto, se lo queda para usted. Adiós, Stephen, gracias por participar, ahora vuelve a tu cajita. Supongo que debería sentirme halagado de que se haya molestado en informarme, ¿no es así?

Suspiré, me recosté en la silla y me masajeé la nuca.

– Mira, chico, si no te molesta recibir consejo de alguien que lleva en este oficio mucho más tiempo que tú, déjame que comparta un secreto contigo: prácticamente sin excepciones, la explicación más simple es la correcta. No existen maniobras de encubrimiento, no existen grandes conspiraciones y el Gobierno no te ha implantando un microchip detrás de la oreja. Lo único que he descubierto en el último par de días es que ha llegado el momento de que tanto tú como yo dejemos en paz este caso.

Stephen me miraba como si me hubiera salido una segunda cabeza.

– Aguarde un momento. ¿Qué ha pasado con nuestra responsabilidad para con las víctimas? ¿Qué ha ocurrido con el «Ahora sólo nos tienen a ti y a mí»?

– Pues que ha dejado de tener sentido, chico -respondí-. Eso es lo único que ha ocurrido. Scorcher Kennedy tiene razón: tiene un bonito caso entre manos. Si yo formara parte de la Oficina del Fiscal General, le daría el «adelante» sin pestañear. No existe ninguna razón en el mundo por la que Scorcher echara por la borda toda su teoría y empezara otra vez de cero, ni aunque el arcángel Gabriel descendiera del cielo para anunciarle que está equivocado, por no mencionar ya el hecho de que aparezca algo que chirríe en el registro telefónico de Kevin, o que tú y yo pensemos que la teoría de Imelda apesta. Nada importa lo que ocurra entre hoy y el martes: el caso está cerrado.

– ¿Y a usted le parece bien?

– No, encanto, no me parece bien. No me parece nada bien. Pero ya soy mayorcito. Si voy a colocarme delante de una bala, lo haré por algo que pueda cambiar las cosas. No me gustan las causas perdidas, por muy románticas que sean, porque son un desperdicio. De la misma manera que sería un desperdicio que tú volvieras a enfundarte el uniforme y las botas y te enviaran a hacer tareas de oficinista en una comisaría de provincias durante el resto de tu carrera porque te han pillado filtrándome información inútil.

El chico tenía el temperamento de un pelirrojo: estaba aferrado a la mesa y parecía a punto de volcármela en la cara.

– Eso es decisión mía. Yo también soy mayorcito ya. Soy perfectamente capaz de ocuparme de mí mismo. Solté una carcajada.

– No te equivoques. No pretendo protegerte. No tendría ningún inconveniente en que arriesgaras tu carrera de aquí al 2012, así que mucho menos hasta el próximo martes, si pensara aunque sólo fuera por un segundo que podría reportarnos algún beneficio. Pero no lo creo.

– Usted quiso que me implicara en este caso, prácticamente me empujó a ello… Pues bien, ahora ya estoy implicado y no pienso tirar la toalla. No vale cambiar de opinión cada pocos días: ve a buscar el palo, Stephen, suelta el palo, Stephen, ve a buscar el palo, Stephen… Yo no soy ni su chapero ni el del detective Kennedy.

– En realidad -lo corté-, sí que lo eres. Te voy a tener vigilado, Stevie, amiguito, y si intuyo siquiera que sigues metiendo las narices donde no te llaman, voy a sacar ese informe de la autopsia y ese informe de huellas dactilares, se los voy a llevar al detective Kennedy y le voy a explicar cómo los he obtenido. Entonces tú entrarás a formar parte de su lista negra, formarás parte de mi lista negra y es más que probable que te destinen a una comisaría en el culo del mundo. Así que te lo repito una vez más: aléjate de este caso. ¿Lo has entendido?

Stephen estaba demasiado estupefacto y era demasiado joven para camuflar su conmoción; me devolvía una mirada con una mezcla desnuda y abrasadora de ira, diversión y asco. Precisamente lo que yo quería: cuanto más altanero se pusiera conmigo, menos desagradable me resultaría, pero eso no impedía que aun así me doliera.

– Sinceramente, no lo entiendo -dijo, con una sacudida de cabeza-. De verdad que no lo entiendo.

– Pues así están las cosas -respondí yo, al tiempo que echaba mano de mi cartera.

– No necesito que me invite al café. Ya me pago yo el mío.

Si le golpeaba con excesiva contundencia en el ego, me arriesgaba a que Stephen se dedicase a solventar el caso sólo para demostrarse que aún tenía un par bien puestos.

– Tú mismo -dije-. Y Stephen. -Tenía la cabeza gacha, mientras rebuscaba en sus bolsillos-. Detective. Necesito que me mires a los ojos. -Esperé hasta que accedió y me miró a la cara a regañadientes, y entonces añadí-: Has hecho un trabajo excelente. Sé que no es así como ninguno de ambos queríamos que acabara, pero lo único que puedo decirte es que no olvidaré lo que has hecho. Cuando necesites algo de mí (y lo necesitarás), te devolveré el favor con creces.

– Tal como ya he dicho, me las apaño bien sólito.

– Ya lo sé, pero a mí también me gusta saldar mis deudas, y estoy en deuda contigo. Ha sido un placer trabajar contigo, detective. Espero que volvamos a encontrarnos en el futuro.

No intenté darle la mano. Stephen me lanzó una mirada sombría e inexpresiva, dejó de malas maneras un billete de diez libras en la mesa (lo cual suponía un gesto nada desdeñable para alguien con un sueldo de novato) y se enfundó el abrigo. Yo permanecí donde estaba y dejé que fuera él quien se largara primero.


Y allí estaba de nuevo, en el mismo sitio en el que había estado una semana antes, el coche estacionado delante de casa de Liv para recoger a Holly y pasar con ella el fin de semana. Tenía la sensación de que habían transcurrido años.

Olivia iba vestida con un discreto modelo de color caramelo, en lugar de con el sobrio vestido corto negro de la semana pasada, pero el mensaje era el mismo: Dermo el Pseudopedófilo estaba de camino y era su día de suerte. En esta ocasión, en cambio, en lugar de levantar una barricada en la puerta, me la abrió de par en par y me condujo rápidamente hasta la cocina. Cuando estábamos casados yo sentía pavor ante los gestos de «Tenemos que hablar» de Liv, pero a estas alturas ya casi los acogía con agrado. Eran mucho mejores que su habitual «No tengo nada que hablar contigo» con las manos caídas a los lados.

– ¿Aún no está lista Holly? -pregunté.

– Está en el baño. Hoy dejaban entrar a una amiga en las clases de hip hop de Sarah y ha ido con ella; acaba de regresar a casa y está sudada como un pollo. Estará lista dentro de unos minutos.

– ¿Cómo lo lleva?

Olivia suspiró mientras se pasaba una mano pensativa por su peinado inmaculado.

– Creo que está bien. O al menos todo lo bien que podemos esperar. Anoche tuvo una pesadilla y ha estado bastante callada hoy, pero no parece… No sé. Se lo ha pasado en grande en la clase de hip hop.

– ¿Está comiendo bien? -pregunté.

Cuando me marché de casa, Holly se declaró en huelga de hambre durante un tiempo.

– Sí. Pero ya no tiene cinco años; ahora ya no muestra sus sentimientos tan a las claras. Lo cual no significa que no los tenga. ¿Intentarás hablar con ella? Quizá tú consigas averiguar algo más de cómo lo lleva.

– De manera que se lo está guardando para ella -especulé, con mucha menos crueldad de la que era capaz-. Me pregunto dónde habrá aprendido a hacerlo.

Las comisuras de los labios de Olivia se tensaron.

– Cometí un error. Un error terrible. Ya lo he reconocido, me he disculpado por ello y estoy haciendo cuanto está en mi mano por enmendarlo. Créeme: nada de lo que puedas decir me hará sentir peor por haberla herido.

Saqué un taburete y aparqué mi trasero sobre él pesadamente, no para incordiar a Olivia, esta vez no, sino simplemente porque estaba tan molido que incluso sentarme durante dos minutos en una cocina que olía a tostadas con mermelada de fresa me parecía una bendición del cielo.

– La gente se hace daño todo el tiempo. Así es la vida. Al menos tus intenciones eran buenas. No todo el mundo puede alegar lo mismo.

La tensión se había extendido a los hombros de Liv.

– No todo el mundo se hace daño -replicó.

– Sí, Liv, sí se lo hace. Padres, amantes, hermanos y hermanas, todo el mundo. Cuanto más te quieres, más daño te produces.

– Bueno, a veces sí. Por supuesto. Pero hablar de ello como si fuera una ley inapelable de la naturaleza… eso es escurrir el bulto, Frank, y lo sabes.

– Permíteme que te sirva una refrescante copa de realidad. La mayoría de las personas disfrutan de lo lindo machacándoles la cabeza a los demás. Y el mundo se encargará de poner en su sitio a esa reducida minoría que pone todo su patético empeño en no hacerlo.

– A veces me gustaría que pudieras oírte -comentó Olivia con frialdad-. Pareces un adolescente. ¿Es que no te das cuenta? Un adolescente autocompasivo con demasiados discos de Morrissey.

Buscaba una vía de escape.

Tenía la mano en el pomo de la puerta y yo no quería que se marchara de allí. Quería que permaneciera en aquella acogedora cocina y discutiera conmigo.

– Hablo por experiencia -apunté-. Quizás haya gente en el mundo que lo más destructivo que hace en su vida es prepararse tazas de chocolate caliente con churros, pero, personalmente, yo nunca me he encontrado a nadie así. Si tú sí, te ruego que me alumbres el camino. Soy una persona abierta de miras. Nómbrame una relación que hayas visto, sólo una, que no haya causado daño.

Si hay algo que se me da de maravilla es hacer discutir a Olivia. Soltó el pomo de la puerta, se apoyó en la pared y cruzó los brazos.

– Está bien -contestó-. De acuerdo. Esa tal Rose. Cuéntame: ¿te hirió en algún momento? No me refiero a la persona que la asesinó. Me refiero a ella. A Rose.

Otra cosa que se me da de maravilla con Liv es arrepentirme de haber iniciado una discusión.

– Creo que ya he tenido más que suficiente de Rose Daly por una semana, si no te importa cambiar de tema.

– No te abandonó, Frank -continuó Liv-. No lo hizo. Y antes o después vas a tener que aceptarlo.

– Déjame adivinar. ¿Quién te lo ha contado? ¿La bocazas de Jackie?

– Yo no necesitaba que Jackie viniera a explicarme que una mujer te había hecho daño o que al menos tú pensabas que así había sido. Lo he sabido prácticamente desde que nos conocimos.

– Detesto hacer estallar tu burbuja, Liv, pero tus dones telepáticos hoy están de capa caída. Quizás otro día.

– Te aseguro que tampoco necesito ningún don telepático. Pregúntaselo a cualquier mujer que haya mantenido una relación contigo: te garantizo que todas se habrán sentido el segundo plato, como si estuvieran rellenando el hueco hasta que encontraras a quien verdaderamente amabas.

Iba a añadir algo más, pero se mordió la lengua. Tenía la mirada inquieta, casi desconcertada, como si acabara de caer en la cuenta de lo profundas que eran las aguas que la rodeaban.

– Adelante. Sácalo todo -la alenté-. Ya que has empezado, acaba de una vez.

Al cabo de un momento, Liv realizó un leve gesto parecido a un encogimiento de hombros.

– De acuerdo. Ése fue uno de los motivos por los que te pedí que te marcharas.

Solté una risotada.

– Vaya, ¡qué bien! Entonces ¿qué eran todas esas peleas inacabables acerca del trabajo y de que no pasaba el tiempo suficiente en casa? ¿Mera diversión? ¿Qué pretendías? ¿Volverme loco?

– Sabes perfectamente que no es eso lo que he dicho. Y también sabes perfectamente que tenía motivos de sobras para estar más que harta de no estar nunca segura de si un «Nos vemos a las ocho» significaba a las ocho de esta noche o del martes que viene, o de preguntarte qué habías hecho durante el día y que me contestaras «Trabajar» o…

– Lo único que sé es que debería haber hecho constar por escrito en el acuerdo de divorcio que no quería volver a mantener esta conversación nunca más en la vida. Además, ¿qué tiene que ver Rose Daly con…?

Olivia me hablaba sin alzar la voz, pero la fuerza del trasfondo de sus palabras podría haberme derribado del taburete.

– Pues tuvo mucho que ver. Siempre supe que el resto de nuestros problemas estaban provocados por el hecho de que yo no era esa otra mujer, fuera quien fuese. Si ella te hubiera telefoneado a las tres de la madrugada para comprobar por qué no habías llegado aún a casa, le habrías respondido al puñetero teléfono. O, lo que es aún más probable, para empezar sí habrías estado en casa a esas horas.

– Si Rosie me hubiera telefoneado a las tres de la madrugada, me habría hecho millonario con mi línea telefónica de contacto con el más allá y habría emigrado a las Barbados.

– Sabes exactamente a qué me refiero. Jamás de los jamases la habrías tratado como me tratabas a mí. A veces, Frank, a veces te prometo que tenía la sensación de que me dejabas fuera de tu vida para castigarme por lo que fuera que ella te había hecho o por no ser ella. Sentía como si quisieras que yo te dejara para que, cuando ella regresara, no encontrara a nadie ocupando su puesto. Eso es lo que sentía.

– A ver si nos queda claro de una vez por todas: tú me dejaste porque quisiste. No digo que me sorprendiera demasiado, ni siquiera digo que no lo mereciera. Lo que digo es que Rose Daly, sobre todo habida cuenta que tú ni siquiera supiste nunca de su existencia, no tuvo absolutamente nada que ver con ello.

– Y tanto que sí, Frank. Tú te casaste conmigo convencido, sin ningún género de dudas, de que no era un matrimonio para toda la vida. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de ello, pero, una vez lo hice, no le vi sentido a continuar jugando.

Estaba tan guapa y tan cansada. Su piel empezaba a dar muestras de envejecimiento y fragilidad, y la enfermiza luz de la cocina le realzaba las patas de gallo alrededor de los ojos. Pensé en Rosie, redonda, firme y acabada de desarrollar, como un melocotón maduro, y en el hecho de que la vida no le hubiera permitido ser otra cosa más que perfecta. Deseé que Dermot fuera capaz de apreciar la belleza de las arrugas de Olivia.

Lo único que yo buscaba era tener una discusión trivial con ella, por los viejos tiempos. Pero en el horizonte cobraba fuerza un altercado que conseguiría que todo el daño que Olivia y yo nos habíamos causado a lo largo de la vida quedara reducido a una nimiedad inofensiva. Cada partícula de enfado que yo generaba era succionada por ese inmenso vórtice; se me hacía un mundo imaginar el tener una discusión profunda y contundente con Liv.

– Oye, ¿por qué no subo a buscar a Holly? -sugerí-. Si nos quedamos aquí más rato, me voy a seguir comportando como un capullo integral y vamos a acabar teniendo una trifulca monumental, te voy a poner de mal humor y voy a arruinar tu cita. Ya lo hice la semana pasada; no me gustaría convertirme en una persona predecible.

Olivia soltó una carcajada, seguida de un suspiro de alivio y desconcierto a la par.

– ¡Menuda sorpresa! -exclamó.

– Bueno, no soy tan cabrón como parezco.

– Ya lo sé. Nunca he pensado que lo fueras.

Le lancé una mirada escéptica con arqueo de ceja incluido y empecé a bajar del taburete, pero me detuvo.

– Yo la bajo. No creo que le guste que llames a la puerta mientras está en la bañera.

– ¿Qué? ¿Desde cuándo?

Los labios de Olivia esbozaron una sonrisita medio atribulada.

– Se está haciendo mayor, Frank. Ni siquiera me deja a mí entrar en el cuarto de baño hasta que está vestida del todo; hace unas semanas abrí la puerta para entrar a coger algo y soltó un grito como un alma en pena y luego, enfadadísima, me echó un sermón sobre la necesidad de intimidad de las personas. Si te acercas a ella, te garantizo que te va a leer la cartilla.

– Por el amor de Dios… -lamenté. Recordaba a Holly con dos añitos, trepando sobre mí recién salida de la bañera, desnuda, tal como vino al mundo, empapándome de agua por todos sitios y riendo como una loca cuando le hacía cosquillitas en sus delicadas costillas-. Pues sube a buscarla y tráela rápido, antes de que le salga pelo en las axilas o algo por el estilo.

Liv estuvo a punto de reír de nuevo. Antes la hacía reír todo el rato, pero, en los tiempos que corrían, dos veces en una noche habría podido parecer un récord.

– No tardo nada.

– Tranquila. Tómate el tiempo que necesites. No tengo ningún sitio mejor adonde ir.

Cuando estaba a punto de salir de la cocina dijo, casi con renuencia:

– La cafetera está encendida, si te apetece tomar una taza de café. Pareces cansado.

Y cerró la puerta tras de sí, con un pequeño y firme clic que me indicó que siguiera tal y como estaba por si acaso llegaba Dermo y decidía abrirle la puerta en calzoncillos. Me deshice del taburete y me preparé un café solo doble. Era plenamente consciente de que Liv tenía multitud de argumentos interesantes, algunos de ellos relevantes y un par profundamente irónicos. Pero eso podía esperar hasta que yo resolviera qué podía hacer en este tenebroso y truculento mundo con Shay, y luego actuara en consecuencia.

Escuché el agua de la bañera colarse por el desagüe en el piso de arriba y a Holly hablar como una cotorra, con alguna interrupción esporádica por parte de Olivia. Quise, con una urgencia y una fuerza que casi me sobrecogieron, subir corriendo junto a ellas y rodearlas con mis brazos, desplomarnos los tres hechos uno en la cama de matrimonio que Liv y yo habíamos compartido, como solíamos hacer las tardes de los domingos, y permanecer allí susurrando y riendo mientras Dermo llamaba al timbre de casa, se enfurruñaba cada vez más y acababa por desaparecer en su Audi recortándose contra la puesta de sol y nosotros encargábamos avalanchas de comida para llevar y permanecíamos allí encerrados todo el fin de semana, y la semana siguiente. Por un instante estuve a punto de perder la razón e intentarlo.


Holly tardó un rato en desviar la conversación hacia los acontecimientos recientes. Durante la cena me habló de su clase de hip hop, al tiempo que me hacía demostraciones en directo y comentaba cosas casi sin aliento; luego se dispuso a hacer sus deberes del colegio, con muchas menos quejas de lo habitual, y finalmente se acurrucó junto a mí en el sofá para ver una película de Hannah Montana. Mientras veíamos la tele anduvo chupándose un mechón de cabello, costumbre que había perdido hacía tiempo, y casi podía oírla pensar.

La dejé a su ritmo. No quería forzarla. Finalmente, arropada ya en la cama, con mi brazo a su alrededor, el vaso de leche caliente bebido y el cuento leído, dijo:

– Papi.

– ¿Qué quieres?

– ¿Vas a casarte?

¡Qué diantres…!

– No, cielo. Bajo ningún concepto. Ya tuve bastante con estar casado con tu madre. ¿Qué te hace pensar eso?

– ¿Tienes novia?

Mi madre, seguro. Probablemente le había estado hinchando la cabeza con el divorcio y no volver a casarse por la Iglesia.

– No. Ya te lo dije la semana pasada, ¿te acuerdas?

Holly reflexionó un instante.

– Esa chica, Rosie, la que murió -dijo-. La que conociste antes de que yo naciera.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Era tu novia?

– Sí, lo era. Aún no había conocido a mamá.

– ¿Ibas a casarte con ella?

– Ese era el plan, sí.

Parpadeo. Sus cejas, finas como pinceladas, estaban muy fruncidas; seguía reconcentrada.

– ¿Y por qué no lo hiciste?

– Porque Rosie murió antes de que pudiéramos dar ese paso.

– Pero dijiste que no sabías que había muerto.

– Así es. Pensaba que me había dejado.

– ¿Y por qué no lo sabías?

– Porque un día sencillamente desapareció -le expliqué-. Dejó una nota diciendo que se iba a Inglaterra. La encontré y pensé que me había abandonado. Pero resulta que estaba equivocado.

– Papi -dijo Holly.

– ¿Sí?

– ¿La mató alguien?

Llevaba puesto el pijama de flores rosas y blancas que yo mismo le había planchado un rato antes (a Holly le encanta la ropa recién planchada) y tenía las rodillas dobladas y a Clara apoyada en ellas. Bajo el tenue halo dorado de la lámpara de la mesilla de noche, lucía un aspecto perfecto e intemporal, como una niñita sacada de una acuarela de un cuento. Estaba aterrorizado. Habría dado un riñón por saber que estaba conduciendo aquella conversación como era debido, o sólo por saber que no lo estaba haciendo espantosamente mal.

– Parece que eso pudo ser lo que ocurrió, sí -contesté-. Sucedió hace mucho, mucho tiempo, de manera que es muy difícil estar seguro de nada.

Holly miró fijamente a Clara a los ojos, mientras procesaba mi respuesta. El mechón de pelo había vuelto a abrirse camino hasta su boca.

– Si yo desapareciera -especuló-, ¿pensarías que me he escapado?

Olivia había mencionado una pesadilla.

– Da igual lo que yo pensara. Incluso aunque saltaras en una nave espacial y pusieras rumbo a otra planeta, yo iría a buscarte y no pararía hasta encontrarte.

Holly soltó un profundo suspiro y noté su hombro acercarse más al mío. Por un instante pensé que, por casualidad, había conseguido tranquilizar su inquietud.

– Si te hubieras casado con esa Rosie -añadió entonces-, ¿yo habría nacido?

Le saqué el mechón de pelo de la boca y se lo coloqué en su lugar. El cabello le olía a champú infantil.

– No sé cómo funcionan esas cosas, cariño. Todo eso es un gran misterio. Lo único que sé es que tú eres tú y, personalmente, creo que habrías encontrado un modo de existir al margen de lo que yo hubiera hecho.

Holly se embutió un poco más en la cama y con el tono de voz que emplea cuando tiene ganas de discutir dijo:

– El domingo por la tarde quiero ir a casa de la abuela.

Claro, y yo podría mantener una alegre cháchara con Shay mientras degustábamos unas aromáticas tazas de té.

– Bueno -contesté con cautela-. Ya veremos qué podemos hacer… Si encaja con el resto de nuestros planes y eso. ¿Hay algún motivo especial por el que quieras ir?

– Donna siempre va los domingos, después de que su padre juegue al golf. Dice que la abuela prepara una cena buenísima con tarta de manzana y helado de postre y que, a veces, la tía Jackie les hace peinados muy bonitos y otros días todos ven juntos una película en la tele. Donna, Darren, Ashley y Louise la escogen por turnos, pero la tía Carmel me dijo que, si alguna vez yo iba a pasar el domingo con ellos, la escogería yo. Y nunca he podido ir porque tú no sabías que yo iba a casa de la abuela, pero ahora que ya lo sabes quiero hacerlo.

Me pregunté si mi madre y mi padre habrían firmado algún tipo de tratado de respeto mutuo para las tardes dominicales o si mi madre sencillamente le había añadido unas cuantas píldoras de la felicidad machacadas al plato de él y luego lo había encerrado en su dormitorio con su tabla del suelo rezongando y reclamando compañía.

– Ya veremos cómo nos las apañamos.

– Una vez el tío Shay los llevó a todos a la tienda de bicicletas y les dejó que probaran las bicis. Y algunas veces el tío Kevin trae su Wii y tiene mandos de sobra, y la abuela se agota porque todos se ponen a saltar y dice que van a tirar la casa abajo.

Incliné la cabeza para mirar a los ojos a Holly. Tenía a Clara abrazada con demasiada fuerza, pero no pude averiguar qué pensaba por la expresión de su cara.

– Cielo -dije-, sabes que el tío Kevin no estará este domingo, ¿verdad?

Holly agachó la cabeza sobre Clara.

– Sí. Porque está muerto.

– Así es, amor mío.

Una rápida mirada de reojo.

– A veces se me olvida. Como hoy, que Sarah me ha contado un chiste y yo quería contárselo a él, pero luego me he acordado.

– Lo sé, cielo. A mí también me ocurre. Aún tenemos que acostumbrarnos a su ausencia. Tardaremos un tiempo.

Asintió con la cabeza, mientras le cepillaba la melena a Clara con los dedos.

– Y supongo que también sabes que este fin de semana en casa de la abuela todo el mundo estará bastante triste, ¿no es así? No será divertido, como todas esas veces que te ha explicado Donna.

– Ya lo sé. Quiero ir porque quiero estar allí.

– De acuerdo, cariño. Veremos qué podemos hacer.

Silencio.

Holly le hizo una trenza a Clara y la examinó atentamente. Y luego:

– Papi.

– ¿Sí?

– Cuando pienso en el tío Kevin, a veces no lloro.

– No pasa nada, cielo. No hay nada malo en ello. Yo tampoco lloro.

– Pero, si lo quería, ¿no se supone que debería llorar?

– No creo que existan reglas sobre cómo se supone que hay que reaccionar cuando muere un ser querido, cariño. Creo que uno va descubriendo qué siente a medida que transcurre el tiempo. Unas veces tendrás ganas de llorar y otras no, y a veces incluso te enfadarás con él por haber muerto. Lo único que tienes que recordar siempre es que todas esas reacciones son normales, como cualquier otra que te salga…

– En Operación Triunfo siempre lloran cuando hablan de alguien que ha muerto.

– Cariño, esas cosas tienes que tomarlas con pinzas. Es la tele.

Holly sacudió la cabeza con tal fuerza que el pelo le azotó las mejillas como un látigo.

– No, papi, no es como en las películas, es gente de verdad. Cuentan las cosas que les pasan, como que su abuelita era muy buena y creía en ellos y luego murió, y siempre lloran. Y a veces la presentadora también llora.

– Apuesto lo que sea a que sí. Pero eso no significa que tú tengas que hacerlo. Cada cual es cada cual. Y déjame que te cuente un secreto: muchas veces esa gente finge y exagera para conseguir más votos.

Holly seguía sin parecer convencida. Recordé la primera vez que yo vi la muerte en directo: tenía siete años y un primo lejano que vivía en New Street tuvo un infarto y mamá nos llevó a todos al velatorio. Fue más o menos como el de Kevin: lágrimas, risas, anécdotas, montañas infinitas de emparedados, bebida, canciones y bailes hasta altas horas de la madrugada; alguien trajo un acordeón y había alguien más que se sabía todo el repertorio de Mario Lanza. Como guía de inicio para aprender a lidiar con el dolor, había sido mucho más sano mentalmente que nada relacionado con Paula Abdul. Fue entonces cuando me planteé si, incluso a pesar de la contribución habitual de mi padre a las celebraciones, debería haber llevado a Holly al velatorio de Kevin.

La idea de estar en la misma habitación que Shay y no poder pegarle hasta quedarme sin fuerzas me exaltaba. Imaginé que había crecido como un hombre mono, en la selva, dando vertiginosos saltos porque Rosie necesitaba que así fuera y me acordé de mi padre diciéndome que un hombre debería saber por qué daría la vida. Uno debe hacer todo lo que su mujer o sus hijos necesiten, aunque parezca mucho más duro que morir.

– Ya sé lo que vamos a hacer -anuncié al fin-. El domingo por la tarde iremos a casa de tu abuela, aunque sólo sea un ratito. Seguramente se hablará mucho del tío Kevin, pero te garantizo que cada uno lo hará a su manera: no se pondrán todos a llorar todo el rato ni pensarán que estás haciendo nada malo si no lloras, aunque no derrames una sola lágrima. ¿Crees que eso te ayudará a aclararte tus ideas?

Holly pareció animarse. Fijó su mirada en mí, en lugar de en Clara.

– Sí. Probablemente.

– Estupendo -añadí. Algo parecido a agua gélida descendió por mi columna vertebral, pero iba a tener que afrontar aquello como un niño grande-. Pues entonces trato hecho.

– ¿En serio? ¿Seguro?

– Sí. Voy a enviarle un mensaje a tu tía Jackie ahora mismo para que le diga a la abuela que iremos a verlos.

– Bien -dijo Holly con otro hondo suspiro, y en esta ocasión noté sus hombros relajarse.

– Y ahora a dormir, que un buen sueño te resultará muy reparador y mañana lo veremos todo con otros ojos.

Se tumbó boca arriba y se colocó a Clara bajo la barbilla.

– ¿Me arropas?

La arropé con el edredón, remetiéndolo con fuerza, aunque no demasiada, a su alrededor.

– Y nada de pesadillas esta noche, ¿vale, amor mío? Sólo están permitidos los sueños bonitos. Es una orden.

– Vale. -Ya se le cerraban los ojos y sus dedos, enroscados en el cabello de Clara, empezaban a aflojarse-. Buenas noches, papi.

– Buenas noches, cielo.

¿Cómo era posible que se me hubiera escapado algo así? Había dedicado casi quince años luchando por mantenerme tanto a mí como a mis chicos y chicas vivos sin pasar por alto una sola señal: el olor del papel recién quemado en el aire cuando se entra en una habitación, el matiz tosco y animal de una voz en una llamada telefónica informal… Ya era bastante lamentable que no los hubiera percibido en Kevin, pero cómo era posible, cómo en el mundo, que se me hubieran pasado por alto en Holly. Debería haberlos percibido como una luz parpadeante alrededor de los muñecos de peluche, llenando su acogedor dormitorio como un gas venenoso: peligro.

Me levanté de la cama, apagué la luz y aparté la mochila de la escuela para que no le bloqueara la lamparilla que le dejábamos encendida por la noche. Me miró y murmuró algo; me incliné sobre ella para darle un beso en la frente y ella se acurrucó aún más bajo el edredón y exhaló un suspiro de satisfacción. La miré largamente, con su pálido cabello enroscado sobre la almohada y sus pestañas proyectando sombras puntiagudas sobre sus mejillas. Luego salí sin hacer ruido de la habitación y cerré la puerta a mi espalda.

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