Capítulo 5

Kevin estaba repantingado contra la verja de nuestra casa con el mismo semblante que ponía cuando éramos niños y lo dejábamos atrás por ser demasiado pequeño; la única diferencia es que ahora tenía un teléfono móvil y se encontraba enviando mensajes a la velocidad del rayo.

– ¿Tu novia? -pregunté, señalando el teléfono con la cabeza.

Se encogió de hombros.

– Más o menos. No es mi novia de verdad. No tengo intención de sentar cabeza todavía.

– Eso significa que tienes a unas cuantas en la recámara. Vaya, vaya con el pequeño Kev.

Sonrió.

– ¿Qué hay de malo? Todas lo saben. Tampoco es que ellas tengan intención de casarse todavía; simplemente nos estamos divirtiendo. No hay nada malo en eso.

– Nada en absoluto -convine-, salvo que yo te hacía discutiendo con mamá en mi lugar, en lugar de jugando a los Dedos del Amor con tu amiguita de turno. ¿Qué ha sucedido con tu misión?

– Estoy conteniéndola desde aquí. Me estaba poniendo la cabeza como un bombo. He pensado que si se le ocurría salir para ir a ver a los Daly le cortaría el paso.

– Pero es que tampoco me interesa para nada que llame a todo quisqui.

– No llamará a nadie, no hasta que haya hablado con la señora Daly y disponga de todos los detalles escabrosos. Ahora mismo está fregando los platos, extenuándose una vez más. He intentado echarle una mano y se ha puesto hecha un basilisco porque he colocado mal un tenedor en el escurridero y alguien podía caerse y perder un ojo, así que me he largado. ¿Dónde estabas? ¿Has ido a ver a Mandy Brophy?

– Imaginemos que quisieras llegar desde el número tres a la parte alta de la calle y no pudieras salir por la puerta principal de la casa. ¿Qué harías? -le pregunté.

– Usaría la puerta trasera -contestó Kevin sin más, y volvió a concentrarse en su mensaje-. Saltaría las tapias de los jardines. Lo he hecho un millón de veces.

– Yo también -dije, señalando con el dedo la hilera de casas, desde la número tres hasta la número quince, al final de la calle-. Son seis jardines. -Siete, contando el de los Daly. Rosie podía estar esperándome todavía en cualquiera de ellos.

– Espera un momento. -Kevin alzó la vista de su teléfono-. ¿Te refieres a ahora o a entonces?

– ¿Cuál es la diferencia?

– El puñetero perro de los Halley, ésa es la diferencia. Rambo, ¿te acuerdas? El cabroncete que me arrancó el culo de los pantalones cuando éramos niños.

– ¡Claro! -exclamé-. Había olvidado a ese pequeño capullo. Yo lo lancé por los aires de un puntapié en una ocasión.

Rambo era un chucho con algún parecido a un terrier que pesaba unos dos kilos mojado. El nombre le había conferido una especie de complejo de Napoleón que incluía la defensa de su territorio con uñas y dientes.

– Ahora que en el número cinco viven esos idiotas con su pintura de Teletubby seguiría el recorrido que tú has indicado -Kevin trazó con el dedo la misma línea que yo había trazado-, pero entonces, con Rambo esperando a arrancarme otra vez una pernera, bajo ningún concepto. Yo iría por allí.

Se giró y seguí su dedo con la mirada: dejaría atrás el número uno, seguiría por la tapia alta situada en la parte inferior de la calle, subiría por los jardines impares y saltaría la tapia del número dieciséis para llegar a la farola.

– ¿Y no sería más sencillo saltar la tapia de la parte baja y subir caminando por la calle? ¿Por qué te molestarías en saltar todos los jardines de nuestro lado? -pregunté.

Kevin sonrió.

– Me cuesta creer que no lo sepas. ¿Es que nunca tiraste piedrecitas a la ventana de Rosie?

– No, porque el señor Daly dormía en la habitación de al lado. Y me gusta tener testículos.

– Yo tonteé durante un tiempo con Linda Dwyer, cuando teníamos dieciséis años más o menos. ¿Te acuerdas de los Dwyer, los que vivían en el número uno? Solíamos encontrarnos en su jardín trasero por la noche, para que no tuviera que frenarme al meterle la mano por debajo de la blusa. Esa tapia -señaló a la parte baja de la carretera- además es muy lisa. No tiene puntos de apoyo. Sólo puede saltarse por las esquinas, donde puedes ayudarte de la otra tapia para impulsarte. Así que lo mejor es usar los jardines traseros.

– Eres una fuente de conocimientos -apunté-. ¿Conseguiste meterle la mano por debajo del sujetador alguna vez a Linda Dwyer?

Kevin puso los ojos en blanco y empezó a explicarme la compleja relación de Linda con la Legión de María, pero yo ya andaba sumido en mis pensamientos. Se me hacía difícil imaginar a un psicópata asesino o a un violador aleatorio merodeando por los jardines traseros un domingo por la noche, aguardando tristemente a que una víctima pasara por allí. Si alguien había agarrado a Rosie, sin duda era alguien conocido, alguien que sabía que iba a pasar por allí y como mínimo se había trazado un plan básico.

Al otro lado de la tapia trasera discurría Copper Lane, una calle muy parecida a Faithful Place, pero más grande y más ajetreada. De haber querido concertar una cita clandestina, una emboscada o demás por la ruta que Kevin había señalado, sobre todo un encuentro a escondidas que podía implicar una refriega o deshacerse de un cadáver, yo habría utilizado el número dieciséis.

Aquellos ruidos que había oído mientras esperaba bajo la farola, balanceándome sobre mis pies para evitar congelarme. Un hombre gruñendo, gritos sofocados de una mujer, golpetazos. Cualquier adolescente enamorado es un idiota con patas que ve la vida de color rosa: había dado por supuesto que el amor se respiraba en el ambiente. Creo que pensaba que lo que Rosie y yo compartíamos era tan salvaje que aquella noche en la que todo empezaba a cobrar sentido impregnaba el aire como una droga resplandeciente, se arremolinaba por todo Liberties y sumía a quien lo respiraba en una especie de frenesí: obreros de fábrica exhaustos se buscaban en sueños, los adolescentes en las esquinas de repente se fundían en besos como si su vida dependiera de ello, las parejas de ancianitos escupían sus dentaduras postizas y se arrancaban sus pijamas de franela… Di por sentado que lo que escuchaba era a una pareja haciendo el amor. Pero quizá me equivoqué.

Me costaba horrores asumir, aunque sólo fuera por un instante, que Rosie sí tenía intención de reunirse conmigo. De ser así, entonces aquella nota revelaba que probablemente lo había hecho siguiendo la ruta de Kevin hasta la casa número dieciséis. Y la maleta probaba que no había salido con vida de ella.

– Vamos -dije, interrumpiendo a Kev, que seguía con sus explicaciones («… no es que me volviera loco, pero tenía las tetas más grandes del…»)-. Vamos a jugar donde mamá nos lo tenía prohibido.


La casa del número dieciséis estaba en peores condiciones de lo que había imaginado. Al sacar las chimeneas, los obreros habían dejado grandes boquetes por todas las escaleras frontales y alguien había birlado las cancelas de hierro forjado de ambos lados, o quizás el Rey de las Propiedades también las había vendido. El colosal rótulo que anunciaba CONSTRUCCIONES PJ LAVERY se había caído en el hueco de la escalera y descansaba junto a las ventanas del sótano: nadie se había molestado en recogerlo.

– ¿Qué hacemos aquí? -preguntó Kevin.

– Aún no estoy seguro -contesté, lo cual era cierto. Lo único que sabía es que estábamos persiguiendo a Rosie, recorriendo su camino paso a paso hasta descubrir adónde nos llevaba-. Lo averiguaremos sobre la marcha, ¿de acuerdo?

Kevin abrió la puerta de un toquecito y se inclinó hacia delante, con cautela, para asomarse en el interior.

– Si no acabamos con los huesos en el hospital…

El recibidor era una maraña de densas sombras entrecruzadas proyectadas por los tenues rayos de luz que penetraban en mil ángulos a través de las estancias vacías con las puertas semiarrancadas o de los cristales sucios de la ventana del descansillo y descendían por el vertiginoso hueco de la escalera arrastrados por una fría brisa. Saqué mi linterna. Oficialmente podía no estar de servicio, pero siempre hay que estar preparado para cualquier imprevisto. Había decidido ponerme la cazadora de cuero porque es lo bastante cómoda como para no romperse en ninguna circunstancia y, además, tiene bolsillos suficientes para guardar todo lo básico: a Fifi Huellasdactilares, tres bolsitas de plástico para pruebas, mi cuaderno de notas, un bolígrafo, una navaja suiza, las esposas y una delgada linterna muy potente de la marca Maglite. Mi pistola Colt especial para detectives se enfunda en un arnés de diseño específico que permite colocársela discretamente en la región baja de la espalda, bajo la cinturilla de los tejanos; forma un bultito casi imperceptible.

– No bromeo -añadió Kevin, escudriñando las sombrías escaleras-. Esto no me gusta nada. La casa entera podría desplomarse sobre nosotros con un simple estornudo.

– No te preocupes: llevo implantado un detector GPS en el cuello para que mi brigada me encuentre en caso necesario. Vendrían a rescatarnos.

– ¿En serio?

– No. Venga, Kev, pórtate como un hombre. No va a pasarnos nada.

Encendí la linterna y entramos en el número dieciséis. Noté las décadas de motas de polvo suspendidas en el aire, las noté agitarse, moverse y ascender describiendo fríos remolinos a nuestro alrededor.

Las escaleras crujían y se combaban de manera alarmante bajo nuestro peso, pero aguantaron. Empecé por el salón de la planta superior, donde había encontrado la nota de Rosie y donde, según mamá y papá, los tipos polacos habían hallado su maleta. Al arrancar la chimenea habían dejado un orificio enorme en la pared, que por lo demás estaba repleta de pintadas desvaídas que explicaban quién estaba enamorado de quién, quién era gay y quién podía irse a tomar por saco. En algún punto de esa chimenea que viajaba rumbo a la mansión de alguien en Ballsbridge estaban talladas mis iniciales y las de Rosie.

El suelo estaba sembrado de la típica basura: latas, colillas y bolsas de plástico, pero sobre todo estaba cubierto de polvo (los niños de hoy en día tenían lugares mejores en los que divertirse, y dinero para hacerlo), mezcla que se había decorado de manera atractiva con condones usados. En mis tiempos los condones eran ilegales; si tenías la suerte de encontrarte en una situación en la que necesitaras uno, te arriesgabas y te pasabas las siguientes semanas cagado de miedo por lo que pudiera suceder. Las esquinas de los techos estaban cuajadas de telarañas y un viento fino y frío susurraba al filtrarse por entre las rendijas de los marcos de las ventanas de guillotina. Dentro de nada esas ventanas también habrían desaparecido, seguramente adquiridas por algún comerciante gilipollas cuya esposa quería imprimir a su hogar un adorable toque de autenticidad.

– Yo perdí la virginidad en esta habitación -confesé; aquel lugar me hacía hablar con suavidad.

Noté la mirada de Kevin clavada en mí, deseoso de preguntar, pero se contuvo.

– Se me ocurren muchos lugares más cómodos para echar un polvo -comentó.

– Teníamos una manta. Y la comodidad no lo es todo. No habría cambiado este antro ni por un ático con terraza en Shelburne.

Al cabo de un momento, Kevin se estremeció.

– ¡Dios! Este lugar es deprimente.

– Imagínatelo como un escenario, como un viaje por la Calle del Recuerdo.

– ¡Al diablo con eso! Yo prefiero mantenerme lo más lejos posible de la Calle del Recuerdo. ¿Has oído a los Daly? Los domingos en los años ochenta eran miserables. Misa y luego esa gilipollez de la comida en familia. ¿Qué te apuestas a que comían beicon hervido, patatas asadas y col?

– No te olvides del pudín. -Recorrí con el haz de luz de la linterna los tablones del suelo: había algún que otro agujero sin importancia y unos cuantos bordes astillados, pero ningún boquete parcheado… y es que en aquel lugar cualquier cosa remendada habría cantado como una almeja-. Delicia de ángeles, siempre lo mismo. Sabía a tiza con aroma a fresa, pero, si no te lo comías, hacías que los bebés negros pasaran hambre.

– Fuá, es verdad. Y luego nada que hacer en todo el día salvo perder el tiempo en una esquina, a menos que pudieras dormir en el cine o que quisieras quedarte aguantando a mamá y a papá. No había nada en la tele salvo el sermón del Padre Fulanito explicando que los anticonceptivos provocaban ceguera e incluso para eso tenías que pasarte horas moviendo la maldita antena para sintonizar bien el canal… Te juro que algunos domingos por la tarde estaba tan aburrido que me apetecía que llegara el lunes para ir a la escuela.

No había nada en el hueco que había ocupado la chimenea ni tampoco en el tiro de ésta; sólo un nido en la parte superior y años de cagarrutas blancas de pájaro decorando las paredes. La chimenea era tan estrecha que apenas cabía la maleta. Era imposible que alguien hubiera metido por ella el cuerpo de una mujer adulta, ni aunque fuera temporalmente.

– Déjame que te diga, colega, que deberías haber venido a este lugar. Aquí era donde se vivía toda la acción: sexo, drogas y rock'n'roll.

– Para cuando yo alcancé la edad de la acción, ya nadie venía por aquí. Lo único que había eran ratas.

– Siempre las hubo. Añadían un poco de ambiente. Ven.

Me adentré en la estancia contigua. Kevin me siguió arrastrando los pies.

– Lo que añadían eran gérmenes. Tú ya no vivías aquí, pero alguien echó veneno o algo; creo que fue el loco de Johnny; ¿te acuerdas de que tenía fobia a las ratas porque había luchado en las trincheras? En cualquier caso, un puñado de ratas se arrastraron hasta las paredes y murieron, y te juro que el hedor era espantoso. Peor que una pocilga. Habríamos podido morir todos de fiebre tifoidea.

– A mí no me desagrada el olor.

Realicé de nuevo la rutina de la linterna. Empezaba a preguntarme si no sería el tío más tonto del mundo. Una noche con mi familia y ya empezaba a pensar que estaba chiflado.

– Hombre, claro, con el tiempo la peste se fue. Pero para entonces todos habíamos buscado ya otro sitio donde pasar el rato, un solar vacío en la esquina con Copper Lane, ¿lo conoces? También era una porquería: en invierno se te congelaban las pelotas y había agujas de pino y alambre de púas por todas partes, pero los chavales de Copper Lane y la calle Smith también solían andar por allí, de manera que era mucho más fácil conseguir bebida o un beso o lo que fuera que anduvieras buscando. Ya no regresamos más aquí…

– Y este lugar cayó en el olvido…

– Sí. -Kevin echó un vistazo a su alrededor, dubitativo. Tenía las manos en los bolsillos y se había arrebujado bien la chaqueta para evitar tocar nada-. Y no me arrepiento. Éste es el tipo de cosas que no soporto de cuando la gente se pone nostálgica al hablar de los años ochenta. En aquella época los niños nos aburríamos como ostras, jugábamos con alambradas o follábamos en ratoneras… ¿Por qué habría que echar eso de menos?

Lo observé, allí de pie con sus logotipos Ralph Lauren, su vistoso y elegante reloj y su peinado de peluquería cara, rebosante de una indignación justificada y con aspecto de pertenecer a otro planeta. Me acordé de cuando era un niño flacucho y revoltoso vestido con la ropa remendada heredada de mí que entraba y salía corriendo de aquella casa sin pensar que no era lo bastante buena para él.

– Bueno, los ochenta tuvieron muchísimas cosas buenas -dije.

– ¿Como qué? ¿Qué hay de maravilloso en perder la virginidad en un nido de ratas?

– No digo que volvería a los ochenta si fuera posible, pero tampoco lo tiraría todo por la alcantarilla. Y no sé tú, pero yo nunca me aburrí. Nunca. Quizá te convendría pensar en ello.

Kevin se encogió de hombros y farfulló algo que sonó a: «No tengo ni idea de a qué te refieres».

– Piénsalo, en serio. Te acordarás.

Me dirigí a las estancias posteriores sin preocuparme por esperarlo; si atravesaba un tablón podrido con el pie en medio de la penumbra era su problema. Al cabo de un momento acudió enfurruñado tras de mí.

No había nada interesante en la parte, posterior ni tampoco en las estancias de la planta del vestíbulo, salvo un alijo inmenso de botellas de vodka vacías que al parecer alguien había preferido no sacar con su basura. En el descansillo superior de las escaleras del sótano, Kevin se plantó.

– De eso nada. Yo ahí no bajo. Hablo en serio, Frank.

– Cada vez que le dices no a tu hermano mayor Dios mata a un gatito. Venga.

– Shay nos encerró ahí en una ocasión. A ti y a mí… Yo era muy pequeño. ¿Te acuerdas? -preguntó Kevin.

– No. ¿Es por eso por lo que este lugar te da escalofríos?

– No me da escalofríos. Sencillamente no entiendo por qué intentamos que nos entierren vivos sin motivo alguno.

– Está bien, espérame fuera entonces -dije.

Un segundo después sacudió la cabeza. Me siguió por la misma razón que yo había querido que me acompañara hasta allí: porque las viejas costumbres permanecen.

Yo había bajado a aquel sótano en tres ocasiones en toda mi vida. La leyenda urbana afirmaba que alguien llamado Higgins el Navajas le había rebanado el cuello a su hermano sordomudo y lo había enterrado allí; si te atrevías a invadir el territorio de Higgins Sincuello, vendría a por ti agitando sus manos en descomposición y profiriendo terribles gruñidos. Probablemente los hermanos Higgins no fueran más que una invención de los padres preocupados. Ninguno de nosotros creía en su existencia, pero aun así nos manteníamos alejados de aquel sótano. Shay y sus amigos a veces merodeaban por allí sólo para demostrar lo machotes que eran, y de vez en cuando alguna pareja también se refugiaba en aquel lugar, si estaban verdaderamente desesperados por echar un clavo y todas las demás estancias estaban ocupadas, pero lo suculento sucedía en las plantas superiores: los diez paquetes de Marlboro y las litronas baratas, los porros finos como cerillas y las partidas de strip poker que siempre se quedaban a la mitad. En una ocasión, cuando Zippy Hearne y yo teníamos alrededor de nueve años, nos retamos a bajar y tocar la pared del fondo del sótano, y yo tenía el vago recuerdo de llevar a Michelle Nugent allí abajo unos años más tarde con la esperanza de que se asustara lo bastante como para agarrarse a mí y, con suerte, darme un beso. Pero no fue así; incluso a esa edad me gustaban ya las chicas que no se asustan con facilidad.

La otra vez que había estado en aquel sótano había sido cuando Shay nos había encerrado en él a los dos. Probablemente nos dejara allí durante una hora, pero parecieron días. Kevin debía de tener dos o tres años y estaba tan aterrorizado que ni siquiera podía gritar. Se meó encima. Le aseguré que no pasaba nada, intenté derribar la puerta a puntapiés o arrancar algún tablón de las ventanas con los dedos y me juré a mí mismo que algún día Shay pagaría por ello.

Hice un barrido lento con el haz de la linterna. Aquel sótano se parecía mucho a como yo lo recordaba, salvo en una cosa: ahora entendía claramente por qué nuestros padres no querían que jugáramos allí. Las ventanas seguían estando canceladas con tablas de manera bastante chapucera; finos hilillos de luz se filtraban entre las rendijas; el techo se combaba de un modo que no me gustaba y se habían desprendido grandes trozos de yeso, dejando a la vista unas vigas torcidas y astilladas. Los tabiques divisorios también habían ido combándose y desmoronándose, de manera que el lugar era ahora básicamente una enorme estancia única y en algunos puntos el suelo se había abierto y dejaba a la vista los cimientos. Quizás acabaría hundiéndose, pues no había nada que sujetara la casa por el flanco en que lindaba con la casa contigua. Largo tiempo atrás, antes de dejar aquel lugar por imposible, alguien había intentado, sin mucho ahínco, tapar unos cuantos de los boquetes más importantes metiendo en ellos losas de hormigón y depositando todas sus esperanzas en la buena fortuna. Aquel sótano también olía como yo recordaba: a pis, a moho y a suciedad, aunque ahora con mayor intensidad.

– ¡Qué asco! -refunfuñó Kevin con hastío, manteniéndose inmóvil al pie de las escaleras-. ¡Qué asco, por favor!

Su voz reverberó en los rincones, rebotó en las paredes en ángulos extraños e hizo que pareciera que alguien más susurraba desde el abismo de la penumbra. Kevin se estremeció y guardó silencio.

Dos de los bloques de hormigón tenían el tamaño de una persona y quienquiera que los hubiese colocado había limpiado los rebordes con una espátula, sólo por darse la satisfacción de hacer el trabajo bien hecho. El tercero estaba ligeramente peor acabado: era poco más que un bulto desigual de aproximadamente un metro veinte de alto por un metro de ancho con el cemento aplicado de cualquier manera.

– Bueno -dijo Kevin, en voz demasiada alta, a mis espaldas-. Ya lo ves. El sótano sigue estando donde estaba y sigue siendo el mismo antro que era. ¿Podemos largarnos ya?

Avancé con cuidado hasta el centro del suelo y presioné una esquina del bloque de hormigón con la punta de la bota. Años de mugre se acumulaban en aquel lugar, pero cuando dejé mi peso encima noté un movimiento muy tenue: se balanceaba. De haber tenido algún tipo de palanca, haber encontrado una barra de hierro o un trozo de metal en uno de los montones de basura que había en los rincones, podría haberlo levantado.

– Kev -dije-, hazme un favor, ¿quieres? Intenta recordar. Esas ratas que murieron en las paredes, ¿ocurrió el invierno en que yo me marché?

Lentamente, Kevin abrió los ojos como platos. Las horribles bandas de luz grisácea lo hacían parecer transparente, como una proyección parpadeando en una pantalla.

– No, Frank, por favor. Eso no.

– Te estoy formulando una pregunta. ¿Lo de las ratas en las paredes sucedió justo después de que yo me marchara o no?

– Frank…

– ¿Sí o no?

– Sólo eran ratas, Frank. Estaban por todo el sótano. Las vimos un montón de veces.

De ese modo, para cuando llegara la primavera y empezara a hacer calor, no habría nada que provocara un auténtico hedor y motivara las quejas de los inquilinos ante el propietario o la agencia inmobiliaria.

– Y las olisteis. ¿Olía a descomposición?

Transcurrido un momento, Kevin contestó finalmente:

– Sí.

– Vamos -dije, agarrándome a su brazo (con demasiada fuerza, pero no pude evitarlo) y empujándolo escaleras arriba delante de mí, rápido, sintiendo los tablones girarse y astillarse bajo nuestros pies. Para cuando emergimos a las escaleras frontales y la fría y húmeda brisa azotó nuestros rostros bajo una fina lluvia, yo ya tenía el teléfono móvil en la otra mano y estaba llamando al laboratorio.


El técnico que respondió no estaba de muy buenas pulgas, ya fuera porque le había tocado trabajar en el turno del fin de semana, ya porque lo hubiera sacado de su acogedora y cálida madriguera de tíos raritos. Le dije que disponía de información que indicaba que se había arrojado un cadáver bajo un bloque de hormigón en el sótano de la casa del número dieciséis de Faithful Place (no entré en detalles, como las fechas, por ejemplo) y que necesitaba que me enviaran a un equipo del laboratorio y un par de agentes uniformados y que yo quizás estuviera en la escena cuando ellos llegaran y quizá no. El técnico emitió unos cuantos ruidos de comadreja para preguntarme acerca de las órdenes de registro hasta que le informé de que cualquier posible sospechoso habría sido un intruso en las instalaciones y, por ende, no podía exigir ningún tipo de privacidad y, al ver que continuaba con sus quejas, añadí que, en cualquier caso, la casa había sido de uso público durante al menos los últimos treinta años y que, por consiguiente, se calificaba como un lugar público de facto según la ley de propiedades y no se requería ninguna orden de registro. No estaba del todo seguro de si mi argumento sería defendible ante un tribunal, pero prefería dejar ese asunto para otro día y cerrarle el pico al técnico. Lo archivé en la base de datos de subnormales bajo el epígrafe «Idiota inservible» para futuras referencias.

Kevin y yo aguardamos al técnico y a sus colegas en las escaleras de la casa de estudiantes del número once, lo bastante cerca como para disfrutar de una visión panorámica y lo bastante lejos para que, con un poco de suerte, nadie me asociara con lo que iba a ocurrir unos portales más abajo en nuestra misma calle. Si los acontecimientos se desarrollaban tal como había previsto, necesitaba que los lugareños me vieran como un hijo pródigo y no como un policía.

Encendí un cigarrillo y le ofrecí a Kevin el paquete, pero rehusó mi oferta con una sacudida de cabeza.

– ¿Qué estamos haciendo? -me preguntó.

– Quitarnos del medio.

– ¿No necesitas estar ahí?

– Los técnicos ya son mayorcitos -comenté-. Saben hacer su trabajo sin que yo los coja de la manita.

Me miró inseguro.

– ¿No deberíamos…? Ya sabes… ¿Comprobar si ha ocurrido algo antes de que aparezca la policía?

Sorprendentemente, esa misma opción ya se me había ocurrido. Había recabado hasta el último resquicio de la fuerza de voluntad que tenía para no levantar aquella losa, con mis propias manos si era preciso. Estuve a punto de arrancarle la cabeza de un mordisco.

– Son pruebas -argumenté-. Los de la policía científica cuentan con el equipamiento necesario para recogerlas como es debido, mientras que nosotros no. Lo último que necesitan es que la caguemos. Y eso suponiendo que haya algo ahí.

Kevin se palpó el trasero de los pantalones; los escalones estaban mojados y seguía vistiendo su ropa buena del trabajo del día anterior. Entonces dijo:

– Pues sonabas bastante convencido al hablar por teléfono.

– Porque quería que vinieran. Y quería que vinieran hoy, no en algún momento de la semana que viene cuando estén de humor para pasar una tarde fuera.

Con el rabillo del ojo me percaté de la mirada de soslayo de Kev, desconcertado y un tanto receloso. Luego permaneció en silencio, sacudiéndose el polvo y las telarañas de los pantalones, con la cabeza gacha, lo cual me parecía estupendo. Mi trabajo requiere paciencia y todo el mundo considera que yo tengo un don especial para ello, pero, tras un día que se me antojaba una semana, estaba sopesando la posibilidad de dirigirme yo mismo al laboratorio y apartar al técnico del juego de ordenador de turno agarrándolo por sus raquíticos testículos.

Shay emergió en las escaleras frontales, con un mondadientes en la boca, y se acercó a nosotros paseando.

– ¿Alguna novedad? -preguntó.

Kevin empezó a balbucear algo, pero lo interrumpí.

– Nada importante.

– Te vi ir a visitar a los Cullen.

– ¿Ah, sí?

Shay echó un vistazo en ambas direcciones de la carretera; lo vi fijar la mirada en la puerta del número dieciséis, que seguía entreabierta, balanceándose.

– ¿Esperáis algo?

– No, estamos por aquí -contesté, sonriéndole y dando unos golpecitos con el tacón al escalón que me quedaba al lado-. Ya lo descubrirás cuando convenga.

Shay resopló, pero, transcurrido un momento, subió las escaleras y se sentó en la parte superior, con los pies en mi cara.

– Mamá te andaba buscando -informó a Kevin.

Kevin gruñó; Shay soltó una carcajada y se arrebujó el cuello para protegerse del frío.

Fue entonces cuando escuché los neumáticos sobre los adoquines, a la vuelta de la esquina. Encendí otro cigarrillo y descendí los escalones, simulando ser un transeúnte anónimo y con mala pinta. Shay tuvo la amabilidad de seguirme la corriente en eso, por el mero hecho de quedarse conmigo allí. Resultó ser que no había necesidad alguna: aparecieron dos uniformados en un coche patrulla y tres muchachos de la policía científica que descendieron de una furgoneta, pero no conocía a ninguno de ellos.

– Caray -exclamó Kevin, con voz baja e incómoda-. Han venido en tropel. ¿Es que siempre…?

– Esto es lo mínimo. Tal vez llamen a refuerzos más adelante. Depende.

Shay emitió un largo silbido fingiendo estar impresionado.

Hacía tiempo que no veía una escena del crimen desde el otro lado de la cinta protectora, como un agente secreto o un civil más. Había olvidado el aspecto que tiene toda la maquinaria cuando entra en acción. Los muchachos de la científica venían enfundados en un mono blanco de la cabeza a los pies y balanceaban sus pesadas cajas de artilugios siniestros; se ajustaron las máscaras respiratorias mientras subían las escaleras del número dieciséis.

Al verlos desvanecerse se me erizaron los pelos de la nuca. Shay canturreó en voz baja, para sí mismo: «Oigo sirenas sonar. Echan abajo la puerta. Alguien me viene a buscar…».

Antes de que los uniformados tuvieran tiempo de desenrollar la cinta de escena del crimen alrededor de las verjas, los vecinos olisquearon sangre en el aire y acudieron en tropel a ver qué ocurría. Ancianitas con rulos y pañuelos en la cabeza se materializaron en los umbrales de sus viviendas y se reunieron en pequeñas camarillas para intercambiar opiniones y jugosas especulaciones: «Alguna joven ha tenido un bebé y lo ha abandonado ahí». «¡Que Dios nos ampare! ¡Es espantoso! ¿Crees que habrá sido Fiona Molloy? Había engordado mucho últimamente»… Los hombres decidieron súbitamente que necesitaban fumarse un pitillo en las escaleras de las puertas de sus casas y echar un vistazo al tiempo; jovenzuelos llenos de acné y jovencitas con cara de pan se repantingaron contra la tapia del fondo, fingiendo indiferencia por los acontecimientos. Un puñado de críos con la cabeza rapada y monopatines a los pies patinaban de un lado al otro de la calle, con la vista fija en el número dieciséis y boquiabiertos, hasta que uno de ellos chocó con Sallie Hearne y ésta le propinó un cachete en las pantorrillas. Los Daly también se asomaron a las escaleras de su casa; el señor Daly abrazaba por los hombros a su esposa. La escena me puso los pelos de punta. No me gusta la sensación de no poder controlar cuánta gente tengo alrededor.

La gente de Liberties siempre se ha abalanzado sobre los cotilleos como aves carroñeras. En Dalkey, si un equipo de la policía científica hubiera tenido el temple de aparecer en la calle sin un permiso previo, nadie habría tenido la indecencia de demostrar algo tan vulgar como curiosidad. Algún alma aventurera habría sentido una necesidad imperiosa de podar las flores del jardín de su casa y después habría comunicado a sus amigas lo que había oído mientras disfrutaban de una infusión, pero, en general, el vecindario se habría enterado de las noticias por los diarios la mañana siguiente. En Faithful Place, en cambio, los lugareños saltaban directos a la yugular de la información. La vieja señora Nolan tenía agarrado con fuerza a uno de los agentes por la manga y lo miraba fijamente exigiéndole una explicación detallada. Por la expresión de su cara se diría que al agente no lo habían formado para tal menester en la academia.

– Francis -manifestó Kevin-, probablemente ahí dentro no haya nada.

– Quizá no.

– En serio. Probablemente lo haya imaginado todo. Es demasiado tarde para…

Shay preguntó:

– ¿Qué has imaginado?

– Nada -respondí yo.

– Kev.

– Nada. Eso es precisamente lo que estoy diciendo. Quizá me lo he inventado…

– ¿Qué buscan?

– Mis pelotas -contesté.

– Entonces espero que hayan traído un microscopio.

– Maldita sea -se lamentó Kev, frotándose una ceja y con la vista clavada en los policías-. Este jueguecito ha dejado de gustarme, tíos. Ojalá…

– Calla -lo cortó Shay bruscamente-. Ahí viene mamá.

Los tres descendimos rápidamente de las escaleras en perfecta sincronía, ocultando nuestras cabezas por debajo de la línea del horizonte de la multitud. Yo atisbé a mi madre de reojo, entre otros cuerpos: estaba de pie en el umbral de nuestra casa, con los brazos cruzados enérgicamente bajo su pechera, barriendo la calle con la mirada, taladrándola, como si supiera exactamente que todo aquel follón era culpa mía y tuviera intención de hacérmelo pagar. Papá estaba detrás de ella, fumándose un pitillo y contemplando la escena con expresión inescrutable.

Ruidos dentro de la casa. Uno de los técnicos salió y señaló con el pulgar hacia la casa por encima de su hombro mientras hacía algún comentario brillante que provocó las burlas de los uniformados. Abrió la furgoneta, revolvió un poco en su interior y regresó corriendo hacia las escaleras armado con una palanca.

– Como utilice eso ahí dentro, esa choza va a venirse abajo -apuntó Shay.

Kevin seguía agitándose con nerviosismo, como si el escalón le provocara dolor en el culo.

– ¿Qué ocurrirá si no encuentran nada?

– Que anotarán a nuestro Francis en la lista negra -aventuró Shay- por hacerle perder el tiempo a todo el mundo. Sería una lástima, ¿no crees?

– Gracias por preocuparte. Me las apañaré -contesté.

– Y tanto que lo harás. Siempre lo haces. ¿Qué buscan exactamente?

– ¿Por qué no se lo preguntas a ellos?

Un estudiante melenudo con una camiseta Limp Bizkit [6] salió como si tal cosa del número once, frotándose la cabeza y con aspecto de llevar encima una resaca monumental.

– ¿De qué va todo esto?

– Vuelve a entrar en casa -le recomendé.

– Éstas son nuestras escaleras.

Le enseñé mi placa.

– ¡De acuerdo! -dijo y se arrastró de nuevo hacia el interior, abrumado por la injusticia en el mundo.

– Estupendo -comentó Shay-, utiliza esa placa para intimidarlo… -añadió como en un acto reflejo, pues sus ojos, entrecerrados para protegerse de la luz cegadora, seguían posados en el número dieciséis.

Un estruendo monumental como un cañonazo retumbó en toda la calle, rebotando en las fachadas de las casas hasta alejarse mucho más allá de la oscura Liberties. La losa de hormigón había caído. Nora se estremeció y lanzó un chillido de horror; Sallie Hearne se arrebujó con fuerza el cuello del cárdigan y se santiguó.

Fue entonces cuando noté un escalofrío en el ambiente, una descarga eléctrica que procedía desde las entrañas del número dieciséis y avanzaba hacia el exterior como una lengua de fuego: las voces de los técnicos aumentaron de volumen y luego se desvanecieron; los uniformados volvieron la vista para comprobar qué ocurría; los vecinos se balancearon sobre sus pies y las nubes se condensaron sobre los tejados.

A mi espalda, Kevin pronunció una frase que contenía mi nombre. Caí en la cuenta de que seguíamos de pie y de que me agarraba el brazo con una mano.

– ¡Aparta! -dije.

– Frank…

En el interior de la casa alguien emitió una orden, un ladrido rápido e inapelable. A mí había dejado de preocuparme que alguien pudiera averiguar que era policía.

– Quedaos aquí -ordené.

El uniformado encargado de proteger las verjas era un tipo rechoncho con la cara remilgada de la tía de alguien.

– Apártese de aquí, amigo -me indicó con voz de tener la cabeza metida en un retrete-. Aquí no hay nada que ver.

Le enseñé mi placa, que leyó articulando los labios. Mis pasos en las escaleras, el interior de la casa, un destello de un rostro al pasar junto a la ventana del descansillo. En algún lugar el señor Daly gritó algo, pero su voz sonaba distante y ralentizada, como si viajara a través de una tubería metálica.

– Esta placa es de la policía secreta -observó el agente uniformado, devolviéndome mi identificación-. No se me ha informado de la presencia de agentes secretos en la escena del delito.

– Pues le informo ahora.

– Tendrá que hablar con el oficial al mando de la investigación. Puede dirigirse a mi sargento o a uno de los tipos de la brigada de Homicidios, en función de lo que…

– Apártese de en medio.

Frunció los labios.

– No hace falta que use ese tono conmigo. Espere aquí, no se mueva de donde está hasta que obtenga permiso para…

– Apártese de mi camino o lo dejo sin dientes de un puñetazo -le amenacé.

Se le salieron los ojos de las órbitas, pero intuyó que hablaba en serio y se apartó. Seguía advirtiéndome que pensaba denunciarme mientras yo subía las escaleras de tres en tres y aparté con un empujón con el hombro al compañero que vigilaba la puerta y que parecía tan desconcertado como él mismo.

Ríase a gusto si quiere: nunca, ni por un segundo, creí que encontraran nada allí. Yo, Míster Cínico Listillo que me paso el día perorando acerca de lo cruel que es el mundo y de que la realidad siempre supera a la ficción, no creí ni por un instante que algo así pudiera suceder, ni siquiera cuando abrí aquella maleta, ni cuando noté la losa de hormigón balanceándose en aquel oscuro sótano, ni cuando sentí la electricidad imantando el aire aquel atardecer… En lo más hondo de mi ser, más hondo de lo que jamás había sentido nada, seguía creyendo a Rosie. La creí mientras descendía aquellas escaleras en pleno proceso de desmoronamiento que conducían hacia el sótano y la creí cuando vi el círculo de caras con máscaras volver la vista hacia mí con el ojo blanco de las linternas que llevaban ajustadas a la cabeza, con la losa de hormigón arrancada de cuajo y tumbada en un ángulo oblicuo sobre el suelo, entre cables y palancas, y también cuando el terrible hedor subterráneo me reveló que algo espantoso había ocurrido. La creí hasta que me abrí paso a empellones entre los técnicos y contemplé alrededor de qué estaban acuclillados: el boquete irregular, la mata oscura de cabello enmarañado, los jirones de lo que podía haber sido un pantalón tejano y los pulidos huesos heridos a dentelladas. Vi la delicada curva de la mano de un esqueleto y supe que cuando encontraran las uñas de los dedos, en algún lugar bajo las capas de mugre, insectos muertos y fango podrido, la del dedo índice de la mano derecha estaría en carne viva.

Apreté la mandíbula con tanta fuerza que tuve la certeza de que los dientes me saltarían por los aires. No me importó; quería notar ese chasquido. Lo que había en aquel agujero estaba acurrucado como un niño dormido, con el rostro oculto entre sus brazos. Quizás eso evitó que perdiera la cabeza. Escuché la voz de Rosie susurrar «Francis» a mi oído, nítida y clara, nuestra primera vez.

Alguien hizo un comentario insolente acerca de la contaminación y una mano me emplastó una máscara en el rostro. Retrocedí y me tapé la boca con la muñeca, con fuerza. Las grietas del techo resbalaban, saltando como una pantalla de televisor al volverse loca. Creo que me escuché a mí mismo exclamar en voz baja:

– ¡Joder!

Uno de los técnicos me preguntó:

– ¿Se encuentra bien?

Estaba de pie, demasiado cerca de mí, y sonaba como si ya me hubiera formulado aquella pregunta un par de veces.

– Sí -respondí.

– Impacta al principio, ¿verdad? -añadió uno de los miembros de su equipo con cierta petulancia-. Hemos visto cosas peores.

– ¿Ha sido usted quien ha llamado? -quiso saber el técnico.

– Sí. Soy el detective Frank Mackey.

– ¿Pertenece a Homicidios?

Tardé un instante en entender de qué me hablaba. Mi mente se había ralentizado hasta detenerse por completo.

– No -contesté.

El técnico me miró extrañado. Era un tipejo raro al que aproximadamente le doblaba en edad y en estatura, probablemente el gilipollas inútil con el que había hablado antes.

– Hemos llamado a Homicidios -explicó- y al médico forense.

– Una apuesta segura -comentó su adlátere alegremente-. Lo que está claro es que no llegó aquí sólita.

Sostenía en las manos una bolsa de pruebas. Si uno de ellos se atrevía a tocarla delante de mí, lo reventaba a patadas.

– Me alegro por vosotros -los felicité-. Estoy seguro de que llegarán de un momento a otro. Iré a echar una mano a los uniformados.

Mientras ascendía las escaleras oí al listillo comentar algo acerca de la inquietud de los nativos y un estallido de risitas entre los miembros de su equipo. Sonaban como una pandilla de adolescentes y por la última milésima de segundo habría jurado que eran Shay y sus colegas quienes estaban en aquel sótano fumando porros y contando chistes verdes, hasta que la puerta del vestíbulo se abrió a la vida que me había tocado al nacer, esa vida en la que nada de aquello estaba ocurriendo.


En el exterior, el círculo de personas se había engrosado y cerrado más; alguien alargaba el cuello a sólo unos pasos de mi amigo, el perro guardián, para intentar ver algo. Su colega había abandonado su puesto de vigilancia en la puerta para situarse junto a él en la verja. Las nubes habían descendido aún más sobre los tejados y la luz había cambiado, virando a un agorero tono blanco amoratado.

Algo se movió en la parte trasera de la multitud. El señor Daly se abría camino, apartando a los allí congregados a codazos, como si ni los viera, con los ojos clavados en mí.

– Mackey… -Intentaba gritar, pero su voz se quebraba y salía ronca y hueca-. ¿Qué han encontrado?

El monstruo de las ciénagas soltó con insolencia:

– Soy yo quien está al mando de esta escena. Retroceda.

Lo único que ansiaba en aquel momento era que uno de ellos, me daba igual quién fuera, intentara pegarme.

– No serías capaz ni de estar al mando de tu propia polla con ambas manos -le espeté, a pocos centímetros de su enorme cara de pudín blando y, cuando desvió su mirada de la mía, lo aparté de un empujón y me dirigí al encuentro del señor Daly.

En el preciso instante en que traspuse aquella verja me agarró por la solapa y me atrajo hacia él con fuerza, hasta quedar mejilla con mejilla. Sentí una garra candente de algo parecido a la felicidad. El señor Daly tenía más pelotas que el uniformado o no se amedrentaba ante un Mackey, pero cualquiera de las opciones me servía.

– ¿Qué hay ahí dentro? ¿Qué habéis encontrado?

Una anciana gritó de placer y los patinadores nos abuchearon como monos. Yo le advertí, en un tono de voz lo bastante alto como para que los que nos rodeaban lo oyeran:

– Será mejor que me quite las manos de encima, amigo.

– ¡Pedazo de capullo! No te atrevas a decirme lo que… ¿Está ahí dentro mi pequeña Rosie? Dímelo.

– Mi Rosie, amigo. Mi novia. Mía. Se lo repito por última vez: apárteme las manos de encima.

– ¡Todo esto es culpa tuya, maldito matarife! Si mi Rosie está ahí dentro es por culpa tuya.

Tenía su frente apoyada contra la mía y era lo bastante fuerte como para que el cuello de la camisa me estuviera segando el cogote.

Los adolescentes encapuchados comenzaron a gritar:

– ¡Pelea! ¡Pelea! ¡Pelea!

Lo agarré bien de la muñeca y estaba a punto de rompérsela cuando lo olí, olí su sudor, su aliento: un olor caliente, repugnante y animal que yo conocía de memoria. Aquel pobre diablo estaba aterrorizado, a punto de perder la cabeza. En aquel instante vi a Holly.

Todo el fuego se evaporó de mis músculos. Noté algo resquebrajarse muy dentro de mí, por debajo de mis costillas.

– Señor Daly -dije, con todo el temple del que fui capaz de hacer acopio-, en cuanto sepan algo se lo comunicarán. Mientras tanto, será mejor que espere en casa.

Los agentes de policía intentaban sacármelo de encima profiriendo toda suerte de bufidos y resoplidos. A ninguno de los dos nos importaba. Al señor Daly se le dibujaron unos anillos blancos sobrecogedores alrededor de los ojos.

– ¿Es ésa mi Rosie?

Busqué con mi pulgar el nervio de su muñeca y apreté con todas mis fuerzas. Él ahogó un grito y apartó las manos de mi pescuezo, pero un segundo antes de que el otro agente lo apartara de mí apretujó su mandíbula contra la mía y me susurró al oído, con la proximidad de un amante:

– Es culpa tuya.

La señora Daly apareció de la nada, emitiendo gimoteos y ruidos imprecisos, y se abalanzó sobre su marido y el agente. El señor Daly se desplomó y juntos consiguieron tirar de él y adentrarse de nuevo entre la bulliciosa muchedumbre.

Por algún motivo, el monstruo de la ciénaga estaba adosado al dorso de mi chaqueta. Me lo quité de encima de un par de codazos bien dados. Luego me apoyé en la verja, me reajusté la camisa y me di una friega en la nuca con la mano. Respiraba con agitación.

– Esto no se acaba aquí, amigo -me informó el monstruo de la ciénaga a modo de amenaza. Su rostro presentaba un tono púrpura insano-. Le informo de que voy a abrir un expediente contra usted.

– Soy Frank Mackey, acabado en E e Y. Diga que añadan su queja a la cola.

El agente me lanzó una mirada ultrajada parecida a la de una vieja solterona y se largó indignado en dirección al grupo de fisgones, gritándoles que retrocedieran con un gran despliegue de gestos histriónicos con los brazos. Vi de refilón a Mandy con una de sus pequeñas en brazos, apoyada en su cadera, y la otra cogida de la mano, las tres convertidas en sendos pares de ojos atónitos. Los Daly subieron las escaleras del número tres a trompicones, aguantándose el uno al otro, y desaparecieron en el interior de la casa. Nora se apoyó en la pared que había junto a la puerta tapándose la boca con fuerza con una mano.

Yo regresé al número once, que se me antojaba un lugar tan bueno como cualquier otro. Shay se estaba liando otro cigarrillo. Kevin estaba lívido.

– Han encontrado algo, ¿verdad? -preguntó.

El forense y la furgoneta del depósito de cadáveres no tardarían en aparecer.

– Sí -dije-. Así es.

– ¿Y es…? -Un largo silencio-. ¿Qué es?

Busqué mis cigarrillos palpándome el cuerpo. Shay, en lo que en él debía interpretarse como un gesto de compasión, sostuvo en alto su mechero. Al cabo de un momento, Kevin preguntó:

– ¿Estás bien?

– Magníficamente -respondí.

Ninguno de nosotros volvió a decir nada más durante un buen rato. Kevin cogió uno de mis cigarrillos; la multitud se sosegó poco a poco y empezó a intercambiar rumores sobre la brutalidad policial y a comentar si tal vez denunciarían al señor Daly. Varias de las conversaciones se mantenían en voz baja y capté alguna que otra mirada por encima del hombro en mi dirección. Las devolví estoicamente, sin pestañear, hasta que fueron demasiadas para poder hacer frente a todas ellas.

– Mucho cuidado -dijo Shay en voz baja mirando al denso cielo-. El viejo Mackey ha regresado a la ciudad.

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