Capítulo 15

Me adentré en los Liberties, lejos de la ciudad; el centro urbano estaba infestado de ratas salidas de las alcantarillas para realizar las compras navideñas que se daban codazos unas a otras para apartarse de sus respectivos caminos y poder así dar rienda a suelta al frenesí de la tarjeta de crédito con la que pagaban cualquier artículo sobre el que se posaran sus ojos, cuanto más caro mejor, y antes o después una de ellas iba a darme una excusa para una pelea. Conozco a un hombre muy amable llamado Danny el Fósforos que una vez se ofreció a prender fuego a cualquier cosa que yo necesitara quemar. Pensé en Faithful Place, en la mirada ávida en el rostro de la señora Cullen y en la incertidumbre en el de Des Nolan; pensé en el pavor en la cara de Imelda, y me planteé darle a Danny un telefonazo.

Continué caminando hasta que me hube desprendido de la necesidad imperiosa de propinarle un puñetazo a cualquiera que osara acercarse a mí. Las calles y los callejones lucían el mismo aspecto que los presentes en el funeral de Kevin, eran versiones retorcidas de algo familiar, como un chiste que se me escapaba: BMWs resplandecientes apiñados ante lo que solían ser casas de vecindad, madres adolescentes empujando llamativos cochecitos de diseño, polvorientos comercios de barrio reconvertidos en resplandecientes franquicias de grandes cadenas… Cuando al fin pude detenerme, había dejado atrás la Catedral de Saint Patrick. Me senté en los jardines un rato, dejando que mi mirada descansara en algo que se había mantenido intacto durante ochocientos años y escuchando a los conductores adentrarse en el torbellino iracundo de la carretera a medida que la hora punta se aproximaba y el tráfico dejaba de avanzar.

Ahí seguía sentado, fumando mucho más de lo que Holly habría aprobado, cuando me llegó un mensaje al teléfono. El texto era de mi muchacho, Stephen, y apostaría a que lo había reescrito unas cuatro o cinco veces hasta darse por satisfecho. «Hola, detective Mackey, tengo la información que me solicitó. Atentamente, Stephen Moran (Det).»

Criatura encantadora. Eran casi las cinco de la tarde. Le contesté: «Buen trabajo. Veámonos en el bar Cosmo lo antes posible».

El Cosmo es un antro donde sirven bocadillos, oculto en el laberinto de callejones que parten de la calle Grafton. No sorprenderían allí a ningún muchacho de Homicidios ni muerto, lo cual representaba un gran aliciente. El otro era que el Cosmo es uno de los escasos lugares en la ciudad donde aún contratan a personal irlandés, lo cual significa que nadie se agacha a mirarte directamente. Y hay ocasiones en las que eso resulta de utilidad. Yo suelo reunirme ahí con mis informantes.

Cuando entré en el bar, el chaval ya estaba sentado a una mesa, acariciando una taza de café y haciendo dibujitos con la yema de un dedo en un montoncito de azúcar que se había desparramado. No alzó la vista cuando me senté.

– Me alegra volver a verte, detective. Gracias por contactar conmigo.

Stephen se encogió de hombros.

– Sí. Bueno. Ya le dije que lo haría.

– Vaya. ¿Ocurre algo?

– Todo esto es muy sórdido.

– Te prometo que te respetaré por la mañana.

– En Templerttore nos explicaron que el cuerpo era ahora nuestra familia. Y yo me lo creí, ¿sabe? Me lo tomé en serio.

– Y así es como debe ser. Es tu familia. Y esto es lo que las familias se hacen entre sí, querido. ¿Aún no te has percatado?

– No. No lo he hecho.

– ¡Qué afortunado! Una infancia feliz es algo bello. Pero así es como vivimos la otra mitad. ¿Qué tienes para mí?

Stephen se mordisqueó el carrillo por dentro. Lo observé con atención y lo dejé lidiar por sí sólito con sus problemas de conciencia. Finalmente, por supuesto, en lugar de agarrar su mochila y salir por patas del Cosmo, se inclinó hacia delante y extrajo un delgado archivador verde.

– El informe del forense -apuntó, y me lo entregó.

Pasé las páginas con la uña del pulgar. Los diagramas de las lesiones de Kev me asaltaban la vista, pesos de órganos, contusiones cerebrales… Desde luego, no era la lectura más idónea para una cafetería.

– Bien hecho -le agradecí-. Lo aprecio sinceramente. Resúmemelo en treinta segundos o menos.

Lo desconcerté. Tal vez había notificado alguna defunción a alguna familia previamente, pero sin entrar en detalles técnicos. Al comprobar que yo no parpadeaba, dijo:

– Vaya… Hummm. De acuerdo. Él… quiero decir, el difunto; es decir, su hermano… la víctima se precipitó por una ventana de cabeza. No se han encontrado heridas de lucha ni de defensa, nada que indique la presencia de otra persona. La caída se produjo desde una altura aproximada de seis metros, sobre tierra compacta. Impacto en el suelo con sólo un lado de la cabeza, cerca de la coronilla. La caída le fracturó el cráneo, el impacto le provocó lesiones cerebrales, y se rompió el cuello, cosa que debió de paralizarle la respiración. Una u otra lesión le provocó la muerte. Fue una muerte rápida.

Exactamente lo que le había pedido, pero ello no impidió que simultáneamente me enamorara de la repeinada camarera por hacer su aparición en el momento preciso. Pedí un café y un bocadillo cualquiera. Ella anotó dos veces mal el pedido para demostrar que era demasiado buena para aquel empleo, puso los ojos en blanco molesta por mi estupidez y casi le volcó la taza a Stephen sobre el regazo al arrebatarme de las manos el menú, pero para cuando se fue contoneándose yo ya había logrado destensar la mandíbula, al menos un poco.

– Bueno, ninguna sorpresa. ¿Habéis recibido ya los informes de las huellas dactilares?

Stephen asintió y extrajo otra carpeta, ésta más gruesa. Scorcher había urgido al laboratorio para que le devolvieran los resultados a la mayor brevedad posible. Quería cerrar el caso de una vez por todas.

– Limítate a los fragmentos interesantes.

– El exterior de la maleta era un follón. Todo ese tiempo encajada en el conducto de la chimenea había borrado gran parte de las huellas previas, y luego tenemos las huellas de los obreros de la construcción y las de la familia que… su familia. -Agachó la cabeza avergonzado-. Aún queda alguna huella coincidente con las de Rose Daly, además de una que encaja con las de su hermana Nora, y otras tres desconocidas, probablemente pertenecientes a la misma mano y dejadas en el mismo momento, a juzgar por su ubicación. En el interior tenemos más o menos lo mismo: montones de huellas de Rose en todo aquello que las conserva, montones de huellas de Nora en el walkman, un par de Theresa Daly en el interior de la maleta, cosa que tiene sentido, porque era su maleta, quiero decir, y montones de todos los miembros de la familia Mackey, principalmente de Josephine Mackey. ¿Quién es? ¿Su madre?

– Sí -contesté.

Evidentemente, mi madre se había encargado de deshacer la maleta. Casi podía oírla: «Jim Mackey, aparta tus sucias manos de ese trasto; hay bragas guardadas. ¿Qué eres? ¿Un pervertido?».

– ¿Alguna huella desconocida?

– En el interior no. También hemos encontrado, ehhh…, unas cuantas huellas dactilares suyas en el sobre donde estaban guardados los billetes del ferry.

Incluso después de los últimos días aún me quedaba espacio suficiente para que esa información se me clavara como un puñal afilado: mis huellas de aquella velada inocente en el O'Neill's seguían frescas como si las hubiera dejado ayer tras veinte años de permanecer ocultas en la oscuridad, listas para que los técnicos del laboratorio jugaran con ellas.

– Claro, es normal. No se me ocurrió ponerme guantes cuando los compré. ¿Algo más?

– Eso es todo en lo concerniente a la maleta. Y parece que la nota se limpió. En la segunda página, la que se encontró en 1985, hemos hallado huellas de Matthew, Theresa y Nora Daly, de los tres obreros que la encontraron y la sacaron de allí, y suyas. Ni una sola de Rose. En la primera página, la que encontramos en el bolsillo de Kevin, no hay nada. Ni una sola huella. Está limpia como una patena.

– ¿Y en la ventana de la que cayó?

– Justo el problema contrario: hay demasiadas huellas. En el laboratorio están bastante seguros de que tenemos huellas de Kevin en las dos hojas de vidrio, exactamente donde se esperaría encontrarlas si él hubiera abierto la ventana, y huellas de las palmas de sus manos en el alféizar, donde se apoyó, pero no al cien por cien. Hay demasiadas capas subyacentes de huellas, de manera que los detalles se pierden.

– ¿Algo más que debería saber?

Meneó la cabeza.

– Nada en particular. Han aparecido huellas de Kevin en un par de lugares más: en la puerta del vestíbulo y en la de la estancia desde la que se precipitó, pero en ningún sitio donde no fueran de esperar. La casa al completo está plagada de huellas desconocidas; los del laboratorio aún las están examinando. Hasta ahora algunas han concordado con tipos con antecedentes por delitos menores, pero son todos tipos de la zona que podrían haber ido a holgazanear a esa casa. Hace años, por lo que sabemos.

– Buen trabajo -lo felicité. Cuadré los archivos y me los guardé en mi maletín-. No lo olvidaré. Y ahora, resúmeme la teoría del detective Kennedy relativa a lo ocurrido.

Los ojos de Stephen siguieron mis manos.

– Acláreme de nuevo que no estamos haciendo nada que comprometa la ética…

– No compromete la ética porque tan pronto como acabemos con esto, le sacudiremos el polvo y no quedará ni huella, chaval. Venga, resúmeme lo que te he pedido.

Al cabo de un segundo alzó los ojos y buscó los míos.

– No estoy seguro de qué forma hablar con usted acerca de este caso.

La camarera depositó mi café y los bocadillos en la mesa con bastante mala leche y se largó indignada a prepararse para su primer plano. Ambos la ignoramos.

– ¿Te refieres al hecho de que yo esté conectado con todo el mundo y con todo lo relacionado con él?

– Exactamente. No debe de ser fácil. Y no me gustaría empeorarlo.

Además tenía tacto. Cinco años más y el jodido chaval estaría dirigiendo el cuerpo.

– Agradezco tu preocupación, Stephen. Pero lo que necesito de ti en estos momentos no es sensibilidad, sino objetividad. Limítate a pensar que este caso no tiene nada que ver conmigo. Simplemente soy un desconocido que pasa por aquí y necesita que le hagan un breve resumen. ¿Crees que serás capaz de hacerlo?

Asintió.

– Sí. Creo que sí.

Me acomodé en la silla y me acerqué el plato del bocadillo.

– Estupendo. Sorpréndeme.

Stephen se tomó su tiempo, lo cual me pareció una buena estrategia: ahogó su bocadillo en kétchup y mayonesa, redispuso sus patatas fritas y se aseguró de ordenarse el pensamiento. Luego dijo:

– Bien. La teoría del detective Kennedy es la siguiente: Durante la tarde del 15 de diciembre de 1985, Francis Mackey y Rose Daly planean encontrarse al final de la calle de Faithful Place y fugarse juntos. La fuga llega a oídos del hermano de Mackey, Kevin…

– ¿Cómo?

No imaginaba a Imelda sincerándose con un adolescente de quince años.

– Ese punto no está claro, pero es evidente que alguien la mató, y Kevin es quien mejor encaja. Ése es uno de los factores que respaldan la teoría del detective Kennedy. De acuerdo con todos los interrogados, Francis y Rose habían mantenido la fuga en el más estricto de los secretos; nadie tenía ni idea de lo que planeaban. Kevin, sin embargo, ostentaba una posición privilegiada: compartía habitación con Francis. Pudo haber visto algo.

Mandy había mantenido el pico cerrado.

– Digamos que esa opción está descartada. No había nada que ver en esa habitación.

Stephen se encogió de hombros.

– Yo procedo de la zona de North Wall. Diría que en Liberties la cosa funciona igual, o al menos funcionaba igual en el pasado: todo el mundo se conoce, todo el mundo habla y se entromete en los asuntos de los demás; los secretos no existen. Déjeme que le diga algo: me asombraría que nadie tuviera noticia de esa fuga. De verdad que me dejaría boquiabierto.

– De acuerdo. Dejemos esa parte en una nebulosa. ¿Y a continuación?

El hecho de concentrarse en resumirme el informe lo había relajado un poco; volvíamos a encontrarnos en su zona de seguridad.

– Kevin decide interceptar a Rose antes de que se encuentre con Francis. Quizá queda con ella en verse o quizá sabe qué ella necesitará recoger esa maleta. Sea como fuere, se encuentran, probablemente en algún punto de la casa número dieciséis de Faithful Place. Empiezan a discutir, él pierde los nervios, la agarra por el cuello y le sacude la cabeza contra la pared. A juzgar por la opinión de Cooper, todo habría sucedido muy rápidamente, en cuestión de segundos. Cuando Kevin recobra la cordura, es demasiado tarde.

– ¿Y el móvil? ¿Por qué iba a querer interceptarla, por no mencionar ya el discutir con ella?

– Desconocido. Todo el mundo afirma que Kevin estaba muy apegado a Francis y es posible que no quisiera que Rose se lo arrebatara. O tal vez fuera envidia sexual: estaba justo en esa edad en la que uno no sabe aún lidiar con esas sensaciones. Según dicen, Rose era una belleza. Quizás había rechazado a Kevin, o quizás habían tenido una aventura a escondidas.

De repente Stephen recordó con quién estaba hablando, enrojeció como la grana, dejó de hablar y me miró con aprensión.

«Recuerdo a Rosie -había dicho Kevin-. Su cabello, su risa y su forma de caminar…»

– La diferencia de edad era un poco grande para que eso ocurriera -objeté yo-. Estamos hablando de quince y diecinueve años, no lo olvides. No obstante, te concedo que a él podía gustarle Rosie. Continúa.

– Bien. El móvil no tiene por qué ser de peso; me refiero a que, por lo que sabemos, Kevin no tenía planeado matarla. Todo apunta a que fue una muerte accidental. Cuando cae en la cuenta de que está muerta, arrastra el cadáver hasta el sótano (a menos que ya estuvieran allí) y la entierra bajo el hormigón. Kevin era un muchacho fuerte para su edad; había trabajado a media jornada en una obra de construcción ese verano, transportando material. Tenía fuerza suficiente para mover esas losas.

Otra mirada fugaz. Me saqué un pedacito de jamón de una muela y observé a Stephen de manera insulsa.

– En un momento dado en medio de todo el embrollo, Kevin encuentra la nota que Rose pretendía dejar a su familia y se da cuenta de que puede utilizarla en beneficio propio. Esconde la primera página y deja la segunda donde está. La idea es que, si Francis se fuga de todos modos, todo el mundo revertirá automáticamente al plan original: ambos se han escapado juntos y ahí está la nota para los padres que lo demuestra. En cambio, si Francis regresa a casa al no presentarse Rose o si se pone en contacto con su familia en algún momento, todo el mundo pensará que esa nota iba destinada a él y que ella ha escapado sola.

– Y durante veintidós años -observé yo-, eso es exactamente lo que sucede.

– Sí. Entonces aparece el cuerpo de Rose, se inicia una investigación y Kevin cae preso del pánico. Según todos los interrogados, el último par de días se lo vio muy nervioso, cada vez más. Al final cede a la presión. Recupera la primera hoja de donde fuera que la había ocultado todo este tiempo, pasa una última noche con su familia, luego regresa al lugar donde asesinó a Rose y…, bueno…

– Reza sus oraciones y se lanza de cabeza por la ventana del último piso. Justicia cósmica.

– Supongo que más o menos, sí.

Stephen me observaba disimuladamente por encima de su café para comprobar si estaba enfadado.

– Bien hecho, detective. Claro, conciso y objetivo -lo reconforté yo.

Exhaló un rápido suspiro de alivio, como si acabara de librarse de un examen oral y atacó su bocadillo.

– ¿De cuánto tiempo disponemos antes de que esa versión se convierta en el Evangelio según Kennedy y ambos casos se den por cerrados? -quise saber.

Sacudió la cabeza.

– De unos cuantos días a lo sumo. Aún no ha enviado el expediente a los capos; seguimos recopilando pruebas. El detective Kennedy es meticuloso. Me refiero a que, aunque baraje esta teoría, no creo que vaya a limitarse a encajarla en el caso y darlo por concluido. Por lo que asegura, parece que vamos (me refiero a mí y al resto de agentes móviles) a continuar en Homicidios al menos hasta finales de esta semana.

Lo cual, básicamente, me concedía tres días de margen de acción. A nadie le gusta retroceder. Una vez el caso se diera oficialmente por cerrado, necesitaría aparecer con una filmación de vídeo firmada por un notario en la que se viera a otra persona cometiendo ambos asesinatos para que se reabriera.

– Seguro que lo pasáis en grande -bromeé-. ¿Qué opinas tú, personalmente, de la teoría del detective Kennedy?

Sorprendí a Stephen con la guardia baja. Tardó un segundo en poder tragarse el bocado que estaba masticando.

– ¿Yo?

– Claro, encanto. Yo ya me conozco cómo trabaja Scorcher. Tal como te expliqué en su día, lo que me interesa es lo que tú puedes ofrecerme. Aparte de tus fabulosas habilidades como mecanógrafo.

Se encogió de hombros.

– No es trabajo mío…

– Claro que lo es; ése es precisamente tu trabajo. ¿A ti te encaja esa teoría?

Stephen dio otro bocado al sándwich para tener tiempo de reflexionar la respuesta. Tenía la mirada clavada en su plato, de tal manera que sus ojos quedaban fuera de mi campo de visión.

– Haces bien, Stevie. No olvides que mi perspectiva del caso podría estar influida por mis implicaciones personales, o por el dolor que estoy pasando o sencillamente porque estoy majadero, sin más, factores todos que me podrían convertir en una mala persona con la que compartir tus pensamientos más íntimos. Pero, aun así, apuesto a que no es la primera vez que se te pasa por la mente que el detective Kennedy podría estar equivocado -añadí.

– Se me ha ocurrido, sí -accedió.

– Por supuesto que se te ha ocurrido. De lo contrario, serías tonto. ¿Se le ha ocurrido a algún otro integrante de tu equipo?

– No que lo haya verbalizado.

– Claro, ni lo harán. Todos ellos lo habrán pensado también, porque tampoco son tontos, pero mantienen el pico cerrado porque les aterra contrariar a Scorchie. -Me incliné sobre la mesa, lo bastante cerca como para obligarlo a mirarme-. Y eso nos conduce a ti, detective Moran. A ti y a mí. Si el tipo que asesinó a Rose Daly sigue libre, nadie va a ir tras él salvo nosotros dos. ¿Empiezas a entender por qué nuestro jueguecito es éticamente correcto?

Transcurrido un instante, Stephen contestó:

– Supongo que sí.

– En términos éticos es una pera madura, porque nuestra principal responsabilidad aquí no es para con el detective Kennedy, ni para conmigo, si vamos a eso. Es para con Rose Daly y Kevin Mackey. Somos su única baza. Así que deja ya de revolotear como una virgen agarrándose las bragas y dime qué opinas de la teoría del detective Kennedy.

– No me entusiasma -sentenció sin más.

– ¿Por qué no?

– No me importa que tenga lagunas, no me importa que no exista un móvil, ni que no tengamos constancia de que Kevin descubriera los planes de fuga y todo eso. A tenor del tiempo transcurrido, todas esas lagunas son de esperar. Lo que me preocupa son los resultados de las huellas dactilares.

Me preguntaba si lo detectaría.

– ¿Qué hay de eso?

Se lamió un poco de mayonesa del pulgar y lo mantuvo en alto.

– En primer lugar, están las huellas desconocidas de fuera de la maleta. Podrían no ser nada, pero, si ésta fuera mi investigación, yo procuraría identificarlas antes de archivar el caso.

Yo estaba bastante seguro de a quién pertenecían esas huellas dactilares, pero no me apetecía compartirlo.

– Lo mismo haría yo. ¿Algo más? -quise saber.

– Sí. Hay otra cosa. -Levantó un dedo-. ¿Por qué no hay huellas en la primera hoja de la nota? Limpiar las huellas de la segunda hoja tendría sentido: en el supuesto de que alguien hubiera sospechado y hubiera informado de la desaparición de Rose, Kevin no habría querido que la policía descubriera sus huellas en la carta de despedida de Rosie. Pero ¿por qué en la primera hoja? La extrae de dondequiera que la hubiera tenido guardada todo este tiempo porque planea utilizarla como nota de suicidio y como confesión, hasta ahí estamos de acuerdo, pero ¿por qué la limpia y utiliza guantes para guardársela en el bolsillo? ¿Para evitar qué? ¿Que alguien la vincule con él?

– ¿Y qué opina el detective Kennedy de eso?

– Dice que se trata de una anomalía menor, nada importante, en caso de que lo sea. Kevin limpia ambas hojas aquella primera noche y esconde la primera. Cuando la saca de su escondrijo, no deja huellas, no siempre se dejan. Y es cierto, salvo que… Estamos hablando de alguien que está a punto de suicidarse. Alguien que, básicamente, está confesando un asesinato. Da igual lo frío que se sea, cuando uno está a punto de hacer algo así suda como un cerdo. Y cuando se suda, se dejan huellas. -Stephen sacudió la cabeza-. Esa hoja debería presentar huellas -sentenció-. Fin del asunto. -Y se dispuso a acabar de demoler su bocadillo.

– Sólo por diversión, probemos algo. Asumamos por un instante que mi viejo amigo el detective Kennedy se equivoca sólo por esta vez y Kevin Mackey no asesinó a Rose Daly. ¿Qué tenemos entonces?

Stephen me observó atentamente.

– ¿Asumimos también que Kevin fue asesinado? -preguntó acto seguido.

– Dímelo tú.

– Si él no limpió esa nota y se la guardó en el bolsillo, otra persona lo hizo en su lugar. Yo apuesto por un asesinato.

Sentí cómo volvía a irradiarme esa repentina y traidora oleada de afecto. Estuve a punto de hacerle una llave de yudo y alborotarle el pelo.

– A mí me encaja -convine-. ¿Y qué sabemos del asesino?

– ¿Pensamos que se trata de la misma persona?

– Sinceramente, espero que sí. Mi barrio tal vez sea un poco turbio, pero ruego al cielo que no lo sea tanto como para albergar a dos asesinos sueltos.

En algún momento en los últimos sesenta segundos, desde que había comenzado a exponer su propia opinión, el temor de Stephen hacia mi persona había empezado a remitir. Estaba inclinado hacia delante, acodado en la mesa, tan concentrado que se había olvidado del resto de su bocadillo. Sus ojos refulgían con una chispa renovada, aguda, más aguda de lo que yo habría esperado en un novato que se ruborizaba.

– Entonces, a tenor de lo que dice Cooper, probablemente se trate de un hombre de una edad comprendida entre treinta y tantos y cincuenta años, de lo que se infiere que debía de estar entre la adolescencia tardía y la treintena cuando Rosie falleció. Se trataría de un hombre fuerte, antes y ahora. Se necesita a un tipo con músculos para hacer algo así.

– Para matar a Rose, sí. Para Kevin, no. Si encontrabas el modo de hacer que se asomara por esa ventana, y Kevin no era una persona desconfiada, con un pequeño empujón habría bastado. Para eso no se necesitan músculos.

– De manera que, si nuestro hombre tenía entre quince y cincuenta cuando se deshizo de Rose, eso lo sitúa entre finales de la treintena y los setenta años en la actualidad.

– Desgraciadamente. ¿Tenemos algo más sobre él que nos permita acotar la búsqueda?

Stephen respondió:

– Creció cerca de Faithful Place. Se conoce la casa del número dieciséis de arriba abajo: cuando se dio cuenta de que Rose estaba muerta, seguramente se asustó, pero eso no impidió que recordara la existencia de esas losas de cemento en el sótano. Y, por lo que todo el mundo nos ha dicho, quienes conocen esa casa son las personas que vivían en o cerca de Faithful Place de adolescentes. Es posible que ya no viva aquí. Podría haberse enterado del hallazgo del cadáver de Rose por mil medios distintos, pero de lo que sí no cabe duda es que entonces era vecino.

Por primera vez en mi carrera tuve un palpito de por qué los de Homicidios adoran su trabajo. Cuando los de la Secreta salimos de caza, tomamos todo cuanto cae en nuestras trampas; la mitad de nuestro oficio consiste en saber qué usar como cebo, qué devolver al lugar del que procedía y qué derribar de un golpe en la cabeza y apresar. En cambio, su trabajo era completamente distinto. Estos tipos eran especialistas entrenados para rastrear a un depredador pícaro, y le prestaban la misma atención que le prestarían a un amante. Todo lo demás que entrara en su campo de visión mientras pescaban esa forma en la oscuridad les importaba un bledo. Era algo específico e íntimo, algo potente: el asesino y yo en el ancho mundo, escuchando atentamente a la espera de que uno de los dos diera un paso en falso. Aquella noche en el Café de la Tristeza sentí que era la conexión más íntima que había experimentado en mi vida.

– El gran interrogante no es cómo descubrió que el cuerpo de Rose había aparecido, puesto que, como tú mismo afirmaste, probablemente cualquiera que haya vivido alguna vez en Liberties pudo recibir una llamada telefónica informándole de ello. La pregunta es cómo descubrió que Kevin representaba una amenaza para él después de todo aquel tiempo. Por lo que yo alcanzo a ver, sólo hay una persona que pudo hacérselo saber, y es el propio Kevin. O ambos aún mantenían contacto o se tropezaron en algún momento durante todo el jolgorio de este fin de semana, o Kevin fue a buscarlo ex profeso. Cuando tengas la oportunidad, me gustaría saber a quién telefoneó Kevin en sus últimas cuarenta y ocho horas de vida, tanto por el móvil como por el fijo, si es que lo tenía, a quién envió mensajes de texto y quién lo telefoneó o le envió mensajes a él. Corrígeme si me equivoco, pero doy por descontado que el detective Kennedy habrá solicitado un registro de sus llamadas.

– Todavía no ha llegado, pero efectivamente lo ha solicitado.

– Si averiguamos con quién habló Kevin durante el fin de semana, habremos dado con nuestro hombre.

Recordé a Kevin perdiendo los nervios y saliendo de estampida mientras yo me dirigía a pedirle la maleta a Scorcher. La siguiente vez que lo había visto había sido en el bar. Entre medio podría haber ido en busca de cualquiera.

– Y otra cosa: apuesto a que probablemente nuestro hombre es una persona violenta. Bueno, es obvio que es violento, pero me refiero a otras muchas ocasiones, no sólo a las dos que nos ocupan -especuló Stephen-. Diría que tenemos muchas posibilidades de que tenga antecedentes o, al menos, de que se sepa de su temperamento.

– Una teoría interesante. ¿Qué te induce a creerlo?

– Existe una diferencia fundamental entre ambos asesinatos. El segundo tuvo que planificarlo, aunque lo hiciera sólo unos minutos antes de cometerlo, mientras que el primero es evidente que no estaba planeado.

– ¿Y? Ahora ha madurado, tiene más control sobre sus actos, piensa antes de proceder. La primera vez simplemente perdió los estribos.

– Sí, precisamente a eso me refiero. A que es una persona que pierde los estribos. Y eso no cambia, por mucho que uno madure.

Arqueé una ceja; entendía a qué se refería, pero quería que me lo explicara. Stephen se rascó torpemente una oreja, mientras intentaba dar con las palabras oportunas.

– Tengo un par de hermanas -explicó-. La menor tiene dieciocho años y, si la incordian, grita de tal manera que se la oye desde el otro lado de la calle. La otra tiene veinte y, cuando pierde la cabeza, es propensa a lanzar objetos contra la pared de su habitación, nada que pueda romperse, bolígrafos y cosas por el estilo. Así es como han sido siempre, desde que éramos niños. Si un día la pequeña lanzara algo o la mayor empezara a gritar, o si alguna de ellas tuviera un arrebato violento con cualquiera, me desconcertaría. Cada uno estalla a su manera.

Desenterré una sonrisa de aprobación en su honor; el chaval se merecía una palmadita en la espalda. Empezaba a preguntarme cómo estallaba él cuando me sobrevino un pensamiento: el golpe seco y enfermo de la cabeza de Shay contra la pared, su boca abierta mientras se desplomaba sin sentido agarrado del cuello entre las manazas de mi padre. Mi madre gritando: «Mira lo que has hecho, hijo de perra, vas a matarlo» y la voz ronca de mi padre: «Se lo tiene bien merecido». Y a Cooper: «El agresor la agarró del cuello y le golpeó la cabeza repetidas veces contra una pared».

La expresión de mi rostro preocupó a Stephen; quizá me quedé con la mirada perdida.

– ¿Qué sucede? -preguntó.

– Nada -contesté, al tiempo que me ponía la chaqueta. Matt Daly, lisa y llanamente: «La gente no cambia»-. Estás haciendo un trabajo excelente, detective. Hablo en serio. Llámame en cuanto recibáis esos registros telefónicos.

– Así lo haré, sí. ¿Va todo…?

Encontré un billete de veinte libras y se lo pasé por encima de la mesa.

– Paga la cuenta. Házmelo saber sin falta si en el laboratorio averiguan a quién pertenecen las huellas desconocidas de la maleta o si el detective Kennedy te informa de cuándo tiene previsto cerrar la investigación. Y recuerda, detective, esto es entre tú y yo. Somos los únicos que contamos.

Y me fui. Lo último que vi fue la cara de Stephen, acuosa a través del escaparate del bar. Sostenía en la mano el billete de veinte libras y me observaba estupefacto.

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