El forense, Cooper, un cabronazo malhumorado con complejo de Dios, fue el primero en aparecer. Aparcó su enorme Mercedes negro, se quedó mirando con frialdad por encima de las cabezas de la multitud hasta que las aguas se abrieron para dejarle paso y se dirigió a grandes zancadas hacia la casa, mientras se enfundaba sus guantes y fomentaba que los murmullos aumentaran de temperatura a sus espaldas. Un par de adolescentes con capucha se acercaron hasta su coche, pero el monstruo de la ciénaga les berreó algo ininteligible y se escabulleron de nuevo, sin cambiar de expresión. Faithful Place parecía de repente demasiado lleno y demasiado concentrado, un zumbido inmenso, como si un disturbio contenido aguardara a estallar en cualquier momento.
Luego llegaron los tipos del depósito de cadáveres. Salieron de su mugrienta furgoneta blanca y se encaminaron hacia la casa con la camilla de tela azul colgando de cualquier manera entre ellos, y súbitamente la muchedumbre cambió. La bombilla colectiva se encendió: aquello no era sólo un entretenimiento mucho mejor que cualquier programa de seudorrealidad emitido por televisión, lo que estaban presenciando era verdad, y antes o después alguien iba a salir tumbado en esa camilla. Dejaron de mover los pies y un silbido grave recorrió la calle como una fina brisa hasta desvanecerse en el silencio. Y en ese preciso instante hicieron aparición los muchachos de Homicidios en un nuevo alarde de su cronómetro impecable.
Una de las múltiples diferencias entre Homicidios y la Policía Secreta es la sutileza. Los agentes secretos somos incluso más malos de lo que mucha gente cree y, cuando nos apetece echarnos unas risas, nos encanta contemplar a nuestros colegas de Homicidios irrumpir en la escena del crimen. Aquel par doblar la esquina en un BMV plateado que pretendía ser un coche camuflado, pero que no necesitaba marca policial alguna a juzgar por el frenazo, la maniobra de aparcamiento en un ángulo espectacular, la salida de los agentes, su cierre de puertas de un portazo sincronizado (probablemente lo tenían ensayado) y su caminata con aire arrogante hasta el número dieciséis con la música de Hawai 5-0 resonando en sus cabezas en sonido envolvente.
Uno de ellos era un chaval rubio con cara de hurón que aún no había acabado de perfeccionar su forma de caminar pero intentaba con gran ahínco mantener el tipo. El otro debía de rondar mi edad y llevaba un maletín de cuero brillante colgando de una mano y su fanfarronería como si formara parte de su traje estilo Don Johnson. Había llegado la caballería, con Scorcher Kennedy, también conocido como Kennedy el Pichichi, al mando.
Mi historia con Scorcher se remonta a la academia de policía. Se convirtió en mi mejor amigo durante la instrucción, cosa que no implica necesariamente que nos cayéramos bien. La mayoría de mis compañeros procedían de lugares de los que yo jamás había oído hablar, ni quería hacerlo; sus objetivos en la vida, en términos profesionales, eran obtener un uniforme que no incluyera botas de agua y una oportunidad de conocer a chicas que no fueran sus primas. Scorcher y yo éramos ambos dublineses y los dos contábamos con planes a largo plazo que no implicaban un uniforme para nada. Nos escogimos mutuamente desde el primer día y pasamos los siguientes tres años retándonos en todo, desde los exámenes de formación física hasta las partidas de billar.
El verdadero nombre de Kennedy es Mick. Yo mismo le puse el apodo, pero creo que con el tiempo me ha perdonado… A nuestro Mick le encantaba ganar; a mí también me gusta bastante, pero yo sé ser sutil. Kennedy tenía la desagradable costumbre de golpear el aire con el puño cuando vencía en algo y pronunciar «Gol» de manera bastante audible. Yo lo aguanté durante varias semanas, pero después empecé a tomarle el pelo: «Vaya, Mikey, te has hecho la cama, ¿es eso otro gol? Un verdadero tanto. ¿Metiste el balón en la red? ¿O acaso viniste desde atrás en el tiempo de descuento?». Yo me llevaba mejor con el resto de colegas que él, de manera que, al cabo de poco tiempo, todo el mundo lo apodaba el Pichichi y, en ocasiones, el Pichurri. Le desagradaba profundamente, pero sabía disimularlo. Yo, por mi parte, había estado sopesando la posibilidad de apodarlo Michelle.
No pusimos excesivo empeño en mantener el contacto cuando regresamos al cruel mundo real, pero, cuando el azar nos llevaba a tropezamos, sí que nos tomábamos unas copas, principalmente para poder llevar la cuenta de quién iba ganando. Él obtuvo la licencia de detective cinco meses antes que yo, pero yo le adelanté y fui transferido a una brigada permanente al cabo de un año y medio; él se casó antes, pero también se divorció primero. En resumidas cuentas, el marcador reflejaba más o menos un empate. El chaval rubio no me sorprendió. Mientras que la mayoría de los detectives de Homicidios tienen un compañero, Scorcher seguramente prefería un subalterno.
Scorcher mide aproximadamente 1,82 (es dos centímetros y medio más alto que yo), pero se tiene por un tipo bajito: camina con el pecho fuera, los hombros echados hacia atrás y el cuello muy recto. Tiene el cabello castaño oscuro, es de complexión estrecha, tiene la mandíbula pronunciada y el don de atraer a la clase de mujeres que anhelan convertirse en símbolos de Estado y no tienen unas piernas lo bastante bien torneadas como para agenciarse a un jugador de rugby. Sé, sin necesidad de que nadie me lo haya dicho, que sus padres usan servilletas de tela en lugar de servilletas de papel y que preferirían pasar sin comida antes que sin cortinas de encaje. Scorcher tiene un esmerado acento de clase media, pero algo en su modo de vestir el traje chaqueta lo delata.
En las escaleras del número dieciséis dio una vuelta y dedicó un segundo a echar un vistazo a Faithful Place, mientras calibraba a qué se enfrentaba en aquel caso. Me atisbo, sin lugar a dudas, pero me pasó por alto como si jamás me hubiera visto. Una de las mayores alegrías de la Policía Secreta es que las demás brigadas nunca son capaces de descifrar si uno está trabajando o si, pongamos por caso, está de farra realmente con unos colegas, de manera que nadie dice nada, por si acaso. Si metieran la pata y pusieran al descubierto una misión encubierta, la bronca en el trabajo no sería nada en comparación con las burlas que deberían soportar durante el resto de su vida en el pub.
Cuando Scorcher y su pequeño adlátere se hubieron desvanecido tras aquel siniestro umbral, dije:
– Esperadme aquí.
Shay preguntó:
– ¿Acaso parezco tu puta?
– Sólo alrededor de la boca. Regresaré en un rato.
– Déjalo ya -le rogó Kevin a Shay, sin levantar la mirada-. Está trabajando.
– Habla como un puñetero madero.
– ¡Qué vista de águila! -replicó Kevin, perdiendo finalmente la paciencia; había tenido un día muy largo en términos de fraternidad-. ¡Basta ya, por favor!
Kevin descendió de un salto los escalones y se abrió camino a empellones entre un puñado de Hearne, ascendió hasta el final de la carretera y desapareció de nuestra vista. Shay se encogió de hombros. Decidí dejarlo en paz y me dirigí a retirar la maleta.
Kevin no estaba a la vista, mi coche seguía intacto y, cuando regresé, Shay también se había largado, dondequiera que suela ir. Mamá continuaba de puntillas en el umbral de casa, agitaba una mano en mi dirección y graznaba algo que sonaba urgente, pero eso es algo que acostumbra a hacer. Fingí no verla.
Scorcher seguía en los escalones del número dieciséis, donde mantenía lo que se antojaba una conversación profundamente infructuosa con el gilipuertas de mi policía favorito. Me coloqué la maleta bajo el brazo y avancé a grandes zancadas entre ellos.
– Scorch -lo saludé con una palmadita en la espalda-. Me alegro de verte.
– ¡Frank! -Me recibió con un bravucón apretón a dos manos-. Vaya, vaya, vaya… Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Me han dicho que te me has adelantado, ¿es eso cierto?
– Mea culpa, sí -contesté, dirigiendo una amplia sonrisa al uniformado-. Solamente quería echar un vistazo rápido. Es posible que tenga información de primera mano con respecto a este caso.
– Espero que no me tomes el pelo… Parece un caso prehistórico. Si tienes alguna pista que nos apunte en la dirección correcta, te deberé una de las buenas.
– Así me gusta -comenté, al tiempo que lo apartaba del monstruo de la ciénaga, que nos escuchaba con las orejas aguzadas y la boca abierta-. Tengo una posible identidad. La información que barajo me dice que podría tratarse de una muchacha llamada Rose Daly, desaparecida del número tres de esta misma calle hace mucho tiempo.
Scorcher silbó, con las cejas enarcadas.
– ¿Tienes una descripción?
– Diecinueve años, 1,55 metros de altura, cuerpo curvilíneo, unos 63 kilos, con una larga melena rizada pelirroja, ojos verdes. No estoy seguro de lo que llevaba puesto la última vez que la vieron con vida, pero probablemente incluyera una chaqueta tejana y unas Doc Martens de catorce agujeros. -Rosie vivía con aquellas botas puestas-. ¿Encaja el perfil con lo que habéis encontrado?
Scorch contestó con suma cautela:
– No lo excluye.
– Vamos, Scorch. Puedes hacerlo mejor.
Scorcher suspiró, se pasó una mano por el cabello y luego volvió a peinarse bien.
– Según Cooper, se trata de una mujer adulta que lleva aquí entre cinco y cincuenta años. Es lo único que puede afirmar hasta que la coloque sobre la mesa de autopsias. Los técnicos han encontrado un montón de objetos sin identificar, entre ellos un botón de unos pantalones vaqueros y un puñado de anillos metálicos que podrían corresponder a los ojales de esas botas de las que hablas. El cabello quizá fuera pelirrojo, pero resulta difícil de discernir.
Aquel revoltillo oscuro empapado en Dios sabía qué…
– ¿Alguna idea de cómo la mataron? -pregunté.
– Ojalá. Ese puñetero Cooper… ¿lo conoces? Se comporta como un capullo si no le caes bien y, por algún motivo que desconozco, yo nunca le he caído bien. Se niega a confirmar nada, salvo que está muerta. ¡Menudo Sherlock Holmes de pacotilla! Yo tengo la impresión de que alguien la golpeó en la cabeza varias veces con un ladrillo (tiene el cráneo abierto), pero ¿qué sé yo? Yo no soy más que un detective. Cooper hablaba en tono monótono sobre daños post mórtem y fracturas provocadas por la presión… -Súbitamente dejó de controlar la calle y clavó la vista en mí-. ¿A qué viene tanto interés? No se tratará de alguna de tus informantes que ha acabado así, ¿verdad?
Nunca deja de sorprenderme que a Scorcher no le caigan puñetazos en los dientes con más frecuencia.
– Mis informantes no suelen morir a porrazos con un ladrillo en la cabeza, Scorcher -contesté-. Nunca. Viven vidas largas y plenas y mueren de viejos.
– De acuerdo. Perdóname por existir -se disculpó Scorch, levantando las manos-. Pero si no es una de los tuyos, ¿por qué te preocupa tanto lo que le ocurriera? Y ya sé que «a caballo regalado no le mires el diente», pero ¿cómo has acabado dando tú con este caso?
Le expliqué lo que irremediablemente alguien habría acabado explicándole: un amor de la adolescencia, una cita a medianoche, mi papel de héroe plantado galopando en solitario en este frío mundo cruel, la maleta y una retahíla de brillantes deducciones. Cuando acabé me miraba con los ojos como platos y un espanto teñido de algo semejante a la compasión que no me gustó nada en absoluto.
– ¡La hemos jodido! -exclamó, opinión que, pensándolo bien, resumía la situación con bastante atino.
– Tranquilo, Scorch. Han transcurrido veintidós años. Esa llama se extinguió hace ya mucho tiempo. Sólo estoy aquí porque mi hermana favorita me llamó como si estuviera a punto de sufrir un infarto y pensé que iba a acabar arruinándome el fin de semana.
– Aun así, lo siento, tío.
– Te llamaré si necesito un hombro en el que llorar.
Se encogió de hombros.
– Lo que quiero decir es que no sé cómo funcionan estos temas en tu departamento, pero a mí no me gustaría en absoluto tener que explicarle algo así a mi superior.
– Mi superior es un hombre muy comprensivo. Pórtate bien conmigo, Scorch. Tengo unos regalos navideños para ti.
Le entregué la maleta y mis sobres con Fifi Huellasdactilares; él conseguiría que los análisis de laboratorio se realizaran con más celeridad y menos fregados y, además, había dejado de considerar al señor Daly una máxima prioridad personal. Scorcher examinó las pruebas como si tuvieran microbios.
– ¿Qué pensabas hacer con esto? -quiso saber-. Si no te importa que te pregunte…
– Pensaba pasárselos a unos amigos que tengo en puestos bajos. Sólo para hacerme una idea de a qué nos enfrentábamos.
Scorcher arqueó una ceja, pero se abstuvo de comentar nada. Leyó las etiquetas de los sobres: Matthew Daly, Theresa Daly y Nora Daly.
– ¿Piensas que fue la familia…?
Me encogí de hombros.
– El cariño mata. Es un punto de partida tan bueno como cualquier otro.
Scorcher alzó la vista al cielo. Había anochecido y las primeras gotas de lluvia empezaban a salpicar con inclemencia; la multitud comenzó a disgregarse, cada cual retornando a lo que quiera que estuviera haciendo; sólo el núcleo duro de los adolescentes encapuchados y de las ancianitas protegidas por sus pañuelos a la cabeza seguía incólume.
– Debo ultimar un par de asuntos aquí -informó Scorcher- y me gustaría mantener una charla preliminar con la familia de la muchacha. Si te apetece, luego podríamos ir a beber una cerveza, a solas, tú y yo, ¿te hace? Así aprovechamos y nos ponemos al día. Mi chico puede quedarse vigilando la escena un rato, así aprenderá con la práctica.
Los sonidos a sus espaldas cambiaron, en las profundidades de la casa: un largo chirrido, un gruñido, botas caminando pesadamente sobre tablones huecos. Unas vagas formas blancas se movían, mezcladas con las densas capas de sombras y el fulgor del fuego eterno emergiendo del sótano. Los muchachos de la morgue sacaban a su presa.
Las ancianas ahogaron un grito y se santiguaron, sin dejar de saborear cada segundo. Los chicos de la morgue pasaron junto a mí y Scorcher con las cabezas gachas bajo la tupida lluvia; uno de ellos maldecía por lo bajini el atasco que iban a encontrar. Pasaron tan cerca de nosotros que podría haber alargado la mano y tocado la bolsa del cadáver. Apenas era un bulto amorfo sobre la camilla, tan plano que perfectamente podía haber estado vacía y tan ligero que podía no haber transportado nada en su interior.
Scorch los observó deslizar la camilla en la parte posterior de la furgoneta.
– Serán solamente unos minutos -me aseguró-. Espérame por aquí.
Fuimos al Blackbird, a unas cuantas manzanas de allí, un antro lo bastante alejado y masculino como para que la mala noticia aún no hubiera llegado. El Blackbird fue el primer pub en el que me sirvieron una cerveza; ocurrió a mis quince años, tras regresar de mi primer trabajo en negro transportando ladrillos en una obra en construcción. Por lo que a Joe, el camarero, atañía, si desempeñabas el empleo de un hombre adulto, te merecías disfrutar de una pinta de hombre adulto al terminar la jornada. Joe había sido reemplazado por un tipo con un tupé equivalente y la neblina causada por el humo del tabaco había acabado por condensar en el ambiente un olor a cerveza rancia y sudor tan denso que casi era posible verlo despegar del suelo, pero, salvo por eso, seguía siendo la misma cueva de siempre: las mismas fotografías en blanco y negro agrietadas de equipos de deporte anónimos en las paredes, los mismos espejos llenos de moscas tras la barra, los mismos asientos de cuero falso con las tripas fuera, un puñado de tipos viejos sentados en taburetes individuales y un grupo de hombres con botas de trabajo, la mitad de ellos polacos y algunos sin duda alguna menores de edad.
Plantifiqué a Scorcher, que lleva su profesión escrita en la cara, en una discreta mesa de un rincón y me encaminé a la barra. Cuando regresé con las cervezas, Scorcher había sacado su libreta y tomaba notas con un bolígrafo de diseño (al parecer los de la Brigada de Homicidios eran demasiado importantes para utilizar bolígrafos comunes).
– Así que éste es tu territorio natal -observó, cerrando la libreta con una mano mientras asía su cerveza con la otra-. ¿Quién lo iba a decir?
Le dediqué una sonrisa aderezada con un leve toque de advertencia.
– ¿Qué pensabas? ¿Que había nacido en una mansión en Foxrock?
Scorch soltó una carcajada.
– Claro que no. Siempre has dejado claro que eras un tipo de la calle. Pero no revelabas ningún detalle. Me figuré que procedías de algún bloque de apartamentos en el culo del mundo. Nunca imaginé un lugar tan… ¿cómo decirlo?… pintoresco.
– Podría describirse así.
– Según Matthew y Theresa Daly, no se te había visto por aquí desde la noche en que tú y Rosie volasteis del nido.
Me encogí de hombros.
– No sabes cuánto puede llegar a hartar lo pintoresco.
Scorch dibujó una cara sonriente en la espuma de su cerveza.
– ¿Y qué? ¿Contento de regresar al hogar? Aunque no haya sido como hubieras imaginado, claro está…
– Si hay algo que rescatar aquí -contesté-, cosa que dudo, te aseguro que no es esto.
Me miró afligido, como si me hubiera tirado un pedo en la iglesia.
– Deberías ver el aspecto positivo de todo este asunto -apuntó.
Lo miré de hito en hito.
– Hablo en serio. Toma el lado negativo e inviértelo en positivo.
Sostuvo en alto un posavasos y le dio la vuelta para demostrarme el concepto de invertir algo. En otras circunstancias, yo le habría comunicado exactamente qué opinión me merecía su consejo de mierda, pero quería algo de él, así que me abstuve.
– Ilumíname -solicité.
Scorcher absorbió su rostro sonriente de un largo trago y meneó un dedo en mi dirección.
– La percepción -dijo cuando recuperó el aliento- lo es todo. Si crees que puede jugar en tu beneficio, lo hará. ¿Me captas?
– Si te soy sincero, no -contesté.
Scorcher se pone elocuente con la adrenalina, así como hay otros hombres que se vuelven sensibleros con la ginebra. Deseé haber pedido dos chupitos para acompañar.
– Lo único que importa es creer. El éxito de este país se basa por entero en creencias. ¿Crees acaso que las propiedades inmobiliarias en Dublín valen realmente mil euros por metro cuadrado? Es mentira. Pero se venden a ese precio, porque la gente cree que es el precio justo. Tú y yo, Frank, estamos por encima de la media en este sentido. En los años ochenta el país al completo estaba hundido en la miseria, no teníamos ni la más remota esperanza, pero tú y yo creíamos en nosotros. Y eso nos ha permitido llegar donde hemos llegado.
– Yo he llegado donde he llegado haciendo bien mi trabajo -contesté-. Y ruego a Dios que tú también lo hayas hecho, amigo, porque me gustaría que este caso se resolviera.
Scorcher me dedicó una mirada que bien podría haber sido un puñetazo.
– Soy buenísimo en mi trabajo -me aseguró-. Buenísimo. ¿Sabes cuál es la tasa de resolución de casos de la Brigada de Homicidios? Setenta y dos por ciento. ¿Y sabes cuál es mi tasa personal? -Hizo una pausa para darme tiempo a menear la cabeza-. Ochenta y seis por ciento, amigo. O-c-h-e-n-t-a-y-s-e-i-s, ¿has oído bien? Has tenido suerte al hacer que me destinaran aquí hoy.
Le sonreí impresionado a mi pesar y asentí con la cabeza, concediéndole la victoria.
– Probablemente así sea, sí.
– Por supuesto que sí.
Una vez aclarada su valía, Scorch se repantingó en su asiento, ya más relajado, hizo un gesto de dolor y lanzó una mirada de irritación a un muelle suelto.
– Quizá -respondí, sosteniendo mi cerveza en alto a contraluz y escudriñándola pensativamente-, quizás ha sido un día de suerte para ambos.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Scorcher con recelo.
Scorch me conoce lo suficiente como para sospechar por principios.
– Piénsalo bien. Cuando uno empieza a trabajar en un caso, ¿qué es lo que más ansía? -le pregunté.
– Una confesión completa respaldada por testigos oculares y forenses.
– No, no, no. Préstame atención, Scorcher. Estás pensando en términos específicos. Necesito que lo hagas en términos universales. En una palabra, en tanto que detective, ¿cuál es tu principal activo? ¿Qué es lo que más te gusta en todo el ancho mundo?
– La estupidez. Concédeme cinco minutos con un memo y…
– La información. De cualquier tipo, de cualquier calidad y en cualquier cantidad. Todo vale. La información es munición, Scorch. La información es combustible; sin un tonto, siempre podemos encontrar un camino, pero sin información no vamos a ningún sitio.
Scorcher meditó acerca de mis palabras.
– ¿Y? -preguntó con cautela.
Extendí los brazos y le sonreí.
– Soy la respuesta a tus plegarias, chaval.
– ¿Kylie Minogue con un tanga?
– A tus plegarias profesionales. Toda la información que podrías necesitar, toda la información que nunca conseguirías por ti mismo porque nadie de por aquí jamás te revelaría está empaquetadita en tu informante preferido: yo.
Scorcher replicó:
– Hazme un favor y desciende a mi nivel por un segundo, Frank. Ve al grano, ¿qué quieres?
Sacudí la cabeza.
– Esto no tiene que ver conmigo. Es una situación en la que ambos ganamos. La mejor manera de convertirla en algo positivo es colaborar.
– Quieres participar en el caso.
– Olvida lo que yo quiera. Piensa en lo que nos conviene a ti y a mí, a ambos, por no mencionar al caso. Los dos queremos solucionarlo, ¿no es cierto? ¿No es ésa la máxima prioridad de todo el mundo?
Scorcher fingió sopesar mi propuesta un minuto. Luego meneó la cabeza, lentamente, con pesar.
– No puedo hacerlo. Lo lamento, amigo.
¿Quién diantres dice «Lo lamento»? Le lancé una sonrisa como un desafío.
– ¿Qué te preocupa? Seguirás siendo el detective en jefe, Scorch. Y seguirá siendo tu nombre el que aparezca en el informe final. En la Secreta no elaboramos estadísticas de resolución de casos.
– Me alegro por ti -contestó Scorch tranquilamente, sin picar el anzuelo. Con el paso de los años había mejorado en la contención de su ego-. Sabes que me encantaría tenerte a bordo, Frank, pero mi superior no lo aceptaría ni en un millón de años.
El superior de la Brigada de Homicidios ciertamente no es mi mayor fan, pero dudaba que Scorcher estuviera al corriente. Enarqué una ceja con gesto divertido.
– ¿Acaso tu superior no confía en ti para que selecciones a tu propio equipo?
– No, si no puedo argumentar mis elecciones. Dame algo sólido para enseñarle. Comparte conmigo parte de esa valiosa información. ¿Tenía Rose Daly algún enemigo?
Ambos sabíamos que yo no estaba en posición de señalar que ya había compartido suficiente información.
– Nadie que yo supiera. Ése es uno de los motivos por los que jamás se me ocurrió que pudiera estar muerta.
Me miró con incredulidad.
– ¿Qué pasa? ¿Acaso era tonta?
Contesté, en un tono simpático que dejaba en su tejado descifrar si hablaba en broma o en serio:
– Era mucho más lista de lo que tú serás jamás.
– ¿Aburrida?
– Ni mucho menos.
– ¿Fea?
– La chica más guapa del barrio. ¿Acaso dudas de mi buen gusto?
– Entonces estoy seguro de que tenía enemigos. Una chica aburrida o fea consigue apañárselas para no despertar las envidias de nadie, pero si una chica tiene cerebro y personalidad y, además, es guapa, ten por seguro que fastidia a alguien en algún momento -observó, mientras me miraba con curiosidad por encima de su jarra de cerveza-. Tú no sueles ver la vida a través de cristales de color rosa, Frank, no es tu estilo. Debías de estar loco por ella, ¿me equivoco?
Aguas pantanosas.
– Fue mi primer amor -contesté, con un encogimiento de hombros-. De eso hace ya mucho tiempo. Probablemente la haya idealizado, casi seguro, pero era una chica estupenda. No se me ocurre nadie que tuviera problemas con ella.
– ¿Ningún ex novio con rencillas? ¿Ninguna refriega entre chicas?
– Rosie y yo salíamos desde hacía años, Scorch. Desde los dieciséis. Creo que tuvo un par de novios antes de mí, pero hablamos de chiquilladas: darse la mano en el cine, escribir el nombre del otro en el pupitre de la escuela y romper al cabo de tres semanas porque el grado de compromiso se está volviendo intolerable.
– ¿Nombres?
Tenía el resplandeciente bolígrafo de detective a punto. Algún pobre diablo iba a recibir una visita desagradable.
– Martin Hearne. Por entonces lo apodábamos Zippy, aunque es posible que hoy ya no responda a ese nombre. Vivía en el número siete y durante un breve lapso, cuando teníamos unos quince años, nos aseguraba que era el novio de Rosie. Antes de él hubo un crío llamado Colm, que vino a la escuela con nosotros hasta que sus padres regresaron a las ciénagas y, cuando teníamos unos ocho años, besó a Larry Sweeney, que vivía en la calle Smith, jugando a las prendas. Dudo sinceramente que ninguno de ellos siga enamorado de ella.
– ¿Ninguna novia celosa?
– ¿Celosa de qué? Rosie no iba de mujer fatal; no flirteaba con los novios de otras chicas. Y yo ya sé que estoy muy bueno, pero, incluso aunque alguien hubiera sabido que éramos novios, cosa que dudo sinceramente, no creo que una chica se hubiera cargado a Rosie sólo para poner sus manos sobre mi cuerpazo.
Scorcher resopló.
– Coincido contigo en eso. Pero, por el amor del cielo, Frank, ayúdame un poco. No me estás facilitando ninguna información que no pudiera haber conseguido a base de cotilleos en un kilómetro a la redonda. Si tengo que ingeniármelas para que mi superior me autorice a incorporarte en mi equipo, necesito algo especial. Dame un par de motivos, algún secreto suculento de la víctima o… ¡Ah! ¡Ya lo tengo! -Chasqueó los dedos y me señaló-. Explícame cómo transcurrió la noche en la que debíais encontraros. Dame los detalles que daría un testigo y entonces veremos qué podemos hacer.
En otras palabras, ¿dónde estabas la noche del día quince, amiguito? No me quedaba claro si Scorcher pensaba sinceramente que yo iba a ser lo bastante estúpido como para dejar pasar esa oportunidad.
– De acuerdo -contesté-. Era una noche de domingo al lunes, del 15 al 16 de diciembre de 1985. A las doce menos veinte aproximadamente salí de mi casa, en el número ocho de Faithful Place, y me dirigí al final de la calle, donde me había citado con Rose Daly en torno a medianoche, cuando nuestras familias se hubieran ido a dormir y halláramos la ocasión de escaparnos de casa sin que nos vieran. Allí permanecí hasta las cinco o las seis de la madrugada, no sé la hora exacta. Sólo abandoné aquel lugar en una ocasión, unos cinco minutos justo después de las dos, cuando entré en el número dieciséis para comprobar si había habido alguna confusión sobre nuestro punto de encuentro y si Rosie me estaba esperando allí.
– ¿Algún motivo por el que el número dieciséis pudiera ser un punto de encuentro alternativo?
Scorch tomaba apuntes con una especie de taquigrafía personal.
– Habíamos barajado la posibilidad de citarnos allí antes de decidir que era mejor hacerlo al final de la calle. Era el sitio donde los chicos del lugar solíamos merodear todo el tiempo. Si querías probar la bebida o el tabaco, echar un polvo o hacer algo que tus padres no aprobarían y aún no tenías edad para hacerlo en ningún otro sitio, el número dieciséis era el sitio al que ir.
Scorch asintió con la cabeza.
– Así que fue allí donde fuiste a buscar a Rose. ¿En qué habitaciones entraste?
– Comprobé todas las estancias de la primera planta. No quería hacer ruido, así que no la llamé por su nombre en ningún momento. No había nadie; no vi la maleta y no vi ni oí nada sospechoso. Luego subí a la planta de arriba, donde encontré una nota firmada por Rose Daly en el suelo del salón principal, el que hay a mano derecha. La nota decía que había decidido irse a Inglaterra sola. La dejé donde la encontré.
– He visto esa nota. No va dirigida a nadie en concreto. ¿Por qué supusiste que era para ti?
Imaginármelo salivando sobre la nota y dejándola caer con delicadeza en una bolsa para pruebas hizo que volvieran a sobrevenirme las ganas de apalearlo… y eso fue antes de que insinuara sin excesiva sutileza que Rosie albergaba dudas sobre su relación conmigo. Me pregunté qué sería exactamente lo que los Daly le habían explicado sobre mí.
– Me pareció una asunción lógica -contesté-. Yo era con quien se suponía que iba a encontrarse. Si había dejado una nota, lo lógico es que pensara que era para mí.
– ¿En ningún momento te insinuó que hubiera cambiado de opinión?
– Nunca -le respondí con una sonrisa generosa-. Y no tenemos constancia de que así fuera, Scorch, ¿no es cierto?
– Quizá no -contestó Scorcher. Garabateó algo en su libreta y lo escudriñó con la mirada-. ¿No bajaste al sótano?
– No. Nadie bajaba nunca: estaba oscuro y desvencijado, había ratas y humedad y olía a rayos. Nunca entrábamos ahí. No tenía ningún motivo para pensar que Rosie lo hubiera hecho.
Scorcher se repiqueteó en los dientes con el bolígrafo mientras examinaba sus notas. Yo me bebí un tercio de la cerveza de un trago y pensé, tan fugazmente como pude, acerca de la posibilidad de que Rosie hubiera estado en ese sótano mientras yo estaba ocupado haciéndome el enamorado perdido en la planta superior, a sólo unos metros.
– Y, sin embargo -continuó Scorcher-, pese al hecho de que te habías tomado la nota de Rose como algo personal, regresaste al final de la calle y continuaste esperándola. ¿Por qué?
Hablaba en un tono afable, pero percibí la carga de poder en su mirada. El muy cabrón estaba saboreando la situación.
– La esperanza es lo último que se pierde -aventuré, con un encogimiento de hombros-. Y las mujeres son propensas a cambiar de opinión. Decidí darle la oportunidad de cambiar de idea.
Scorch lanzó un bufido masculino.
– ¡Ufff! ¡Las mujeres…! Entonces le diste tres o cuatro horas de margen y luego te largaste. ¿Dónde fuiste?
Le hice un resumen de la casa okupa, de los roqueros apestosos y de la hermana altruista, sin dar apellidos, por si acaso se le ocurría fastidiar a alguien. Scorcher tomó notas. Una vez hube concluido, preguntó:
– ¿Por qué no te limitaste a regresar a casa?
– Porque había tomado impulso. Y por orgullo. De todas maneras, quería largarme de aquí y la decisión de Rosie no cambiaba eso. Inglaterra no se me antojaba el lugar más estimulante del mundo para ir solo, pero tampoco me emocionaba regresar a hurtadillas a casa como un perro con el rabo entre las patas. Había resuelto largarme de aquí y me limité a echar a andar.
– Hummm -musitó Scorcher-. Regresemos a tu espera de seis horas… Tío, eso es amor, sobre todo en diciembre. Pasar seis horas esperando a la intemperie… ¿Recuerdas si pasó alguien por allí, si alguien entró o salió de alguna de las casas o algo parecido?
– Hubo un par de cosas raras. En algún momento en torno a medianoche, aunque no sabría decirte la hora exacta, oí lo que me imaginé que era una pareja haciéndolo por aquí cerca. Sin embargo, ahora, con la perspectiva que me da el tiempo, pienso que esos ruidos podrían haber estado ocasionados tanto por un polvo como por una refriega. Y algo más tarde, quizás entre la una y cuarto y la una y media, alguien recorrió los jardines del lado impar de la calle. No sé si este dato te servirá de algo transcurrido todo este tiempo, pero tenlo en cuenta.
– Cualquier cosa podría ser de utilidad -comentó Scorcher en tono neutro, mientras garabateaba algo-. Ya sabes cómo funciona esto. ¿Eso fue todo en cuestión de contacto humano? ¿Durante toda la noche? ¿En un vecindario como éste? Hablando en plata, no estamos precisamente en una zona residencial arbolada…
Estaba empezando a hartarme, aunque supuse que eso era precisamente lo que pretendía Scorcher, así que mantuve los hombros relajados y me tomé el tiempo que estimé oportuno para paladear mi cerveza.
– Era domingo por la noche. Para cuando yo salí de casa todo estaba ya cerrado y prácticamente todo el vecindario se había acostado. En caso contrario, habría retrasado mi huida. En Faithful Place no hay actividad; es posible que hubiera alguien despierto charlando con su familia, pero nadie subió ni bajó por esta calle ni entró ni salió de ninguna de las casas. Escuché a algunas personas doblar la esquina en dirección a New Street y en un par de ocasiones alguien se acercó tanto que me aparté de la luz para que no me vieran, pero no reconocí a nadie en concreto.
Scorch jugueteó con su bolígrafo en actitud meditativa, mientras observaba la luz patinar sobre el plástico.
– Así que para que no te vieran… -repitió-. Porque nadie sabía que erais novios, claro. ¿No es eso lo que me has dicho?
– Exactamente.
– Toda esta intriga y misterio… ¿respondían a algún motivo en concreto?
– Yo no le gustaba al padre de Rosie. Montó en cólera cuando descubrió que salíamos juntos; por eso mantuvimos nuestra relación en secreto desde entonces. Si le hubiéramos dicho que quería llevarme a su niñita a Londres, se habría desatado una guerra santa. Me figuré que sería más fácil pedir perdón que permiso.
– Algunas cosas nunca cambian -observó Scorch, con un deje de amargura-. ¿Por qué no le gustabas?
– Porque tiene mal gusto -respondí con una sonrisa-. ¿Cómo, si no, se explica que a alguien no le guste mi jeta?
Se abstuvo de sonreír.
– Hablo en serio.
– Tendrás que preguntárselo a él. Nunca ha compartido su cadena de pensamiento conmigo.
– Lo haré. ¿Alguien más conocía vuestros planes?
– Yo no se los expliqué a nadie. Y, por lo que sé, Rosie tampoco.
Mandy era toda mía. Ya se apañaría Scorcher con ella… Le deseaba buena suerte; de hecho, pagaría por verlo.
Scorcher repasó sus notas despacio, mientras se bebía la cerveza a sorbitos.
– De acuerdo -comentó al fin, cerrando su elegante bolígrafo-. Pues, por ahora, eso es todo.
– Averigua qué opina tu superior -le sugerí. No existía ni la más remota posibilidad de que hablara con su superior sobre mi posible incorporación al caso, pero, si me retiraba con excesiva facilidad, empezaría a preguntarse cuál era el plan B que me guardaba bajo la manga-. Tal vez esa información lo ablande y acepte un poco de colaboración.
Scorch me miró fijamente a los ojos y, durante medio segundo más de lo habitual, no pestañeó. Estaba sopesando justo lo que yo había pensado en el preciso instante en que supe de la existencia de aquella maleta. El sospechoso más obvio era el tipo con un móvil, una oportunidad en la vida y sin coartada, el tipo que había estado esperando a encontrarse con Rosie Daly, el tipo al que con bastante posibilidad ella había pensado dejar aquella misma noche, el tipo que afirmaba («se lo juro por Dios, agente») que ella no había acudido a la cita.
Ninguno de nosotros iba a ser el primero en poner esa carta sobre la mesa.
– Haré cuanto esté en mi mano -me aseguró Scorcher. Se guardó la libreta en el bolsillo de la americana. Ya no me miraba-. Muchas gracias por todo, Frank. Es posible que necesite que revisemos juntos tu declaración en algún momento.
– Ningún problema -contesté-. Ya sabes dónde encontrarme.
Se acabó la cerveza de un largo trago.
– Y recuerda lo que te he dicho. Piensa en positivo. Dale la vuelta al asunto.
– Scorch -dije-, ese revoltillo que tus colegas acaban de llevarse a la morgue era mi antigua novia, una novia a quien yo imaginaba viviendo en Inglaterra más feliz que una perdiz. Perdóname si me cuesta trabajo verle el lado positivo a este tema.
Scorcher suspiró.
– De acuerdo -concedió-. Perdona. ¿Quieres que te haga un esbozo de la situación?
– Nada me gustaría más en este momento.
– Tienes buena reputación en tu trabajo, Frank, una reputación fantástica, salvo por un pequeño detalle: corre el rumor de que tienes tendencia a volar en solitario. A… ¿cómo podría expresarlo?… a darle al reglamento un poco menos de prioridad de la que deberías. Esa maleta es exactamente un ejemplo de a lo que me refiero. Y a los mandamases les gustan mucho más las personas que juegan en equipo que las estrellas que lo hacen en solitario. Los inconformistas sólo despiertan simpatía si son Mel Gibson. Si te portas bien durante una investigación como ésta, en la que obviamente estarás sometido a una gran presión, si demuestras a todo el mundo que eres capaz de sentarte en el banquillo por el bien del equipo, entonces tus acciones podrían ascender por las nubes. Plantéatelo como una inversión a largo plazo. ¿Me sigues?
Le dediqué una amplia sonrisa para contenerme de endosarle un puñetazo.
– Vaya ensalada variada que me has cocinado, Scorcher. Tendrás que concederme un rato para digerirla.
Me observó durante un momento, pero, sintiéndose incapaz de interpretar la expresión de mi rostro, se encogió de hombros.
– Como quieras. Sólo era un consejo. -Se puso en pie y se alisó las solapas de la chaqueta-. Estaremos en contacto -dijo con una levísima sombra de advertencia, luego asió su maletín pontificado y salió del bar a paso ligero.
Yo no tenía intención de moverme de allí durante un rato largo. Ya sabía que me iba a tomar el resto del fin de semana libre. Una de las razones para ello era Scorcher. Él y sus colegas de Homicidios iban a pasarse el siguiente par de días rastreando por Faithful Place como una pandilla de perros sabuesos hasta las cejas de anfetamina, resoplando por los rincones, metiendo sus narices en las zonas delicadas de los vecinos y, en general, incordiando a todo quisque viviente. Necesitaba aclarar a la gente de mi barrio que yo no tenía nada que ver con ellos.
El segundo motivo era también Scorch, sólo que desde un ángulo diferente. Parecía sospechar un poquitín de mí, y apartarme de su camino durante veinticuatro horas sería una manera estupenda de que él se apartara del mío. Cuando uno contempla a alguien que conoció de joven, siempre ve a la persona que conoció en su día, y Scorch seguía viendo a un muchacho como un gatillo que o bien reaccionaba por impulsos, de inmediato, o bien no reaccionaba en absoluto. No se le ocurriría que, mientras que él se había dedicado a perfeccionar la contención de su ego, yo pudiera haberme dedicado a mejorar mi paciencia. Si lo que quieres es cazar como un perrito obediente y jadeante que se lanza a la carrera por el sendero en cuanto lo sueltan de la correa, entonces trabajas en Homicidios. Si pretendes pertenecer a la Policía Secreta, y ésa fue siempre mi vocación, debes aprender a cazar como los grandes felinos: preparar una emboscada, agazaparte bajo los matorrales y acercarte a tu presa centímetro a centímetro, sin importarte el tiempo que tardes.
El tercer motivo probablemente estuviera despidiendo gases en Dalkey, hecha un basilisco conmigo. En algún momento, muy pronto, debería lidiar con ella y, Dios me amparara, también con Olivia, pero todo hombre conoce sus límites. No acostumbro a emborracharme, pero, después del día que había pasado, me sentía con todo el derecho del mundo a dedicar la noche a descubrir cuánto necesitaba beber para desplomarme. Tropecé con la mirada del camarero y le dije:
– Sírvame otra.
El pub se había vaciado, probablemente debido a la presencia de Scorcher.
El camarero siguió secando vasos y examinándome desde el otro lado de la barra, tomándose su tiempo.
Transcurrido un rato hizo un gesto con la cabeza señalando hacia la puerta.
– ¿Era amigo suyo?
– Yo no lo llamaría así -respondí.
– Nunca te había visto por aquí.
– Probablemente no.
– ¿Tienes algo que ver con los Mackey de Faithful Place?
Los ojos.
– Es una larga historia -contesté.
– Ah -exclamó el camarero, como si ya supiera todo cuanto necesitaba saber sobre mí-, todos tenemos una de ésas -y deslizó un vaso bajo el caño con una ágil floritura.
La última vez que Rosie Daly y yo nos habíamos tocado había sido un viernes, nueve días antes de la Hora Cero. Aquella noche la ciudad estaba abarrotada, efervescente. Todas las luces navideñas estaban encendidas, los compradores caminaban apresurados de un lado para otro y los vendedores ambulantes vendían papel de envolver a una libra cinco rollos. Yo no era un entusiasta de la Navidad en general (la locura de mi madre alcanzaba máximos históricos en la cena navideña, y lo mismo ocurría con la capacidad de ingesta de bebida de mi padre, siempre acababa algo roto y al menos una persona acababa estallando en lágrimas), pero aquel año se me antojaba irreal y vidriosa, justo en el filo entre lo encantador y lo siniestro: las colegialas de escuelas privadas con sus melenas brillantes que cantaban villancicos a cambio de un aguinaldo tenían un aspecto demasiado limpio y expresión perpleja, y los niños que aplastaban sus narices contra los escaparates de los grandes almacenes Switzer para contemplar embobados escenas de cuentos de hadas parecían un poco demasiado embelesados por todo aquel color y ritmo. Yo mantuve una mano en el bolsillo de mi parka militar mientras me abría paso entre las multitudes; de todos los días, aquél era el último en el que quería que me robaran.
Rosie y yo siempre quedábamos en O'Neill's, en la calle Pearse, un pub de estudiantes del Trinity College, lo cual conllevaba que la cifra de gilipollas entre la concurrencia fuese bastante elevada, pero no destacábamos y no corríamos peligro de tropezar con ningún conocido. Los Daly pensaban que Rosie había salido con sus amigas y a mi familia le importaba un bledo dónde anduviera yo. Pese a ser un local grande, el O'Neill's se estaba llenando rápidamente y empezaba a invadirlo una ola de calor, humo y risas, pero yo divisé a Rosie al instante gracias a su catarata de pelo cobrizo: apoyada en la barra, estaba diciéndole algo al camarero que lo hacía sonreír. Para cuando ella pagó nuestras cervezas, yo había encontrado ya una mesa en un agradable rinconcito para sentarnos.
– ¡Será capullo! -exclamó al tiempo que depositaba las cervezas en la mesa y señalaba con la cabeza hacia un grupo de estudiantes muertos de risa que había en la barra-. Ha intentado asomarse a mi escote cuando me he inclinado.
– ¿Cuál de ellos?
Yo estaba ya poniéndome en pie, pero Rosie me lanzó una mirada y me acercó la cerveza con un empujoncito.
– ¿Dónde vas? Siéntate ahí y bébete eso. Ya me las apañaré yo con él. -Se deslizó en el banco junto a mí, tan cerca que nuestros muslos se rozaban-. Ese de ahí, míralo.
Jersey de rugby, sin cuello, se alejaba de la barra con ambas manos cargadas peligrosamente de jarras de cerveza. Rosie lo saludó con la mano para atraer de nuevo su atención; luego batió rápidamente sus pestañas, se inclinó hacia delante y dibujó pequeños círculos con la punta de la lengua en la espuma de su cerveza. Al jugador de rugby estuvieron a punto de salírsele los ojos de las órbitas, se le cayó la mandíbula, se le enredaron los tobillos en un taburete y le derramó la mitad de la cerveza por la espalda a alguien.
– Y bien -dijo Rosie, enseñándole el dedo corazón y olvidándose de él-. ¿Los has conseguido?
Coloqué mi abrigo sobre el reposabrazos de mi silla y rebusqué el sobre en los bolsillos.
– Aquí están -anuncié-, todos nuestros -y desplegué en abanico dos billetes y los deposité sobre la mesa de madera abollada que había entre nosotros.
«DUN LAOGHAIRE-HOLYHEAD, SALIDA: 06.30 AM, DOMINGO 16 DE DICIEMBRE, SE RECOMIENDA LLEGAR AL MENOS CON 30 MINUTOS DE ANTELACIÓN A LA HORA DE PARTIDA.»
Sólo verlos me disparaba la adrenalina. Rosie contuvo el aliento y luego soltó una carcajada comedida.
– He creído que era mejor tomar el ferry de primera hora de la mañana. Podíamos haber zarpado en el de la noche, pero nos habría resultado más complicado sacar las cosas y escaparnos por la tarde. De este modo podemos dirigirnos hacia el puerto el domingo por la noche, en cuanto tengamos oportunidad, y luego esperar allí hasta que sea la hora. ¿Te parece bien?
– Dios -suspiró Rosie al cabo de un momento, aún sin aliento-. Dios mío. Me siento como si debiéramos… -Curvó el brazo alrededor de los billetes, protegiéndolos como si alzara un escudo para ocultarlos de la vista de las personas de las mesas contiguas-. ¿Sabes a qué me refiero?
Entrelacé mis dedos con los suyos.
– Ya casi lo hemos logrado. Nunca nos hemos tropezado con ningún conocido aquí, ¿verdad?
– Pero sigue siendo Dublín. No estaré segura hasta que ese ferry zarpe de Dun Laoghaire. Escóndelos, ¿quieres?
Torcí el gesto.
– Prefiero que los guardes tú. Mi madre nos registra las cosas.
Rosie sonrió.
– No me sorprende. Tampoco me sorprendería que mi padre registrara las mías, pero no tocará el cajón de la ropa interior. Dámelos. -Cogió los billetes como si estuvieran confeccionados con una puntilla delicada, los deslizó con cuidado en el sobre y los guardó en el bolsillo superior de su cazadora tejana. Sus dedos permanecieron ahí durante un rato, rozando su pecho-. ¡Vaya! Nueve días y luego…
– Y luego… -continué yo, con mi cerveza en alto-. ¡Brindo por ti, por mí y por nuestra nueva vida!
Brindamos, dimos un trago a la bebida y la besé. La cerveza era de primera categoría y la calidez del pub empezaba a descongelarme los pies después de la caminata a través de la ciudad. Los cuadros de la pared estaban decorados con espumillones y la panda de estudiantes de la mesa contigua estalló en carcajadas sonoras y achispadas.
Yo debería haberme sentido la persona más feliz del mundo, pero percibía una nota siniestra en aquella velada, como un sueño deslumbrante que pudiera convertirse en una pesadilla en un abrir y cerrar de ojos. Solté a Rosie porque temí besarla tan fuerte que pudiera hacerle daño.
– Tendremos que encontrarnos tarde -observó ella, dio otro trago a su cerveza y colocó una pierna sobre mi rodilla-. A medianoche, o incluso después. Mi padre se acuesta a las once y tendré que esperar a que se duerma.
– Mi familia está frita a las diez y media los domingos. A veces Shay se queda despierto hasta tarde, pero, mientras no me lo tope de camino, no será ningún problema. Y aunque nos lo tropezáramos, no nos detendría; estará encantado de perderme de vista. -Rosie levantó una ceja y dio otro sorbito a su cerveza-. Yo me escaparé hacia la medianoche. Si tardas más, no te preocupes.
Asintió.
– No llegaré mucho más tarde. Aunque el último autobús ya habrá pasado. ¿Qué haremos? ¿Iremos caminando hasta Dun Laoghaire?
– No podemos, con todas las maletas. Si lo hacemos, cuando lleguemos al barco estaremos muertos. Tendremos que tomar un taxi.
Me miró impresionada, medio en broma.
– ¡Qué nivel!
Sonreí y enrosqué uno de sus rizos alrededor de mi dedo.
– Voy a hacer un par de trabajillos extra esta semana; tendré efectivo. Para mi chica, sólo lo mejor. Te llevaría en limusina si pudiera, pero eso tendrá que esperar. Quizá para tu cumpleaños, ¿vale?
Me sonrió, pero lo hizo con una sonrisa ausente; no estaba de humor para bromas.
– ¿Nos encontramos en el número dieciséis?
Negué con la cabeza.
– Los Shaughnessy han estado merodeando mucho por ahí últimamente. No me gustaría toparme con ellos. -Los hermanos Shaughnessy eran inofensivos, pero también unos bocazas, algo lerdos y se pasaban el día fumando porros, y tardarían demasiado rato en entender que tenían que tener la boca cerrada y fingir que no nos habían visto-. ¿Quedamos al final de la calle?
– Nos verán.
– Un domingo después de medianoche no. ¿Quién va a estar por ahí a esas horas, excepto nosotros y ese par de idiotas?
– Bastaría con que nos viera una sola persona. Además, ¿qué pasará si llueve?
El estado de tensión nerviosa en que se encontraba no era propio de Rosie; normalmente, los nervios no parecían ir con ella.
– Dejémoslo, no tenemos por qué decidirlo ahora mismo. Esperemos a ver qué tiempo hace la semana que viene y lo concretamos, ¿de acuerdo?
Rosie sacudió la cabeza.
– Creo que no deberíamos volver a vernos hasta que nos fuguemos. No quiero despertar sospechas en mi padre.
– Si no ha sospechado hasta ahora…
– Sí, lo sé. Ya lo sé. Sólo que… uf, Francis, esos billetes… -Se llevó la mano al bolsillo-. Falta tan poco para que sea verdad… No me gustaría que nos relajásemos, ni siquiera un momento, por miedo a que algo salga mal.
– ¿Qué podría salir mal?
– No sé. Que alguien nos detenga…
– Nadie va a detenernos.
– Ya -accedió Rosie. Se mordisqueó la uña y, durante un instante, apartó sus ojos de los míos-. Lo sé. Todo saldrá bien.
– ¿Qué sucede? -pregunté.
– Nada. Encontrémonos al final de la calle, como has dicho, a menos que llueva a mares. En ese caso, nos vemos en el número dieciséis; los Shaughnessy no saldrán si hace mal tiempo. ¿Te parece?
– Estupendo -contesté-. Rosie. Mírame. ¿Te sientes culpable por lo que vamos a hacer?
Torció la boca por un lado, en gesto irónico.
– Claro que no. No lo hacemos por diversión; si mi padre no hubiera actuado como un capullo con todo este asunto, jamás habríamos tramado algo semejante. ¿Por qué? ¿Tú te sientes culpable?
– Ni por asomo. Kevin y Jackie son las únicas personas que me echarán de menos. Les enviaré algún regalito con mi primer sueldo y estarán encantados. ¿Crees que añorarás a tu familia? ¿O a tus amigas?
Reflexionó un instante.
– A mis amigas, sí, seguro. Y a mi familia un poco. Pero, de todos modos… hace mucho tiempo que sé que acabaría marchándome tarde o temprano. Incluso antes de terminar la escuela, Imelda y yo hablábamos de mudarnos a Londres, hasta que… -Una fugaz sonrisa de soslayo-. Hasta que tú y yo urdimos un plan mejor. En cualquiera de los casos, sé que antes o después me habría marchado de aquí. ¿Tú no?
Me conocía tan bien que ni siquiera me preguntó si echaría de menos a mi familia.
– Sí -contesté, sin estar seguro de si era verdad o no, aunque sí de que era lo que ambos queríamos oír-. Yo también me habría largado en un momento u otro. Aunque me gusta mucho vivir aquí.
Aquel destello de sonrisa nuevamente; no conseguía sonreír del todo.
– A mí también.
– Entonces ¿qué sucede? -pregunté-. Desde que te has sentado actúas como si tuvieras un alfiler en el culo.
Eso captó toda la atención de Rosie.
– ¡Mira quién habla! Tampoco es que tú seas la alegría de la huerta esta noche. Vaya, cualquiera diría que le vas a arrebatar el Oscar a la Simpatía al puñetero Groucho Marx…
– Yo estoy al noventa por ciento porque tú estás al noventa por ciento. Pensaba que estallarías de felicidad al ver los billetes, y en cambio…
– Tonterías. Cuando has llegado ya estabas así. Si te morías de ganas de encontrar una oportunidad para darle un sopapo a ese gilipollas…
– Y tú también. ¿Te lo estás replanteando? ¿Acaso se trata de eso?
– Si estás intentando romper conmigo, Francis Mackey, compórtate como un hombre y hazlo. No me hagas hacer a mí el trabajo sucio.
Nos quedamos mirando fijamente unos segundos, haciendo equilibrismos sobre el filo de una discusión categórica. Entonces Rosie suspiró, se repantingó en el banco y se pasó las manos por el cabello.
– Voy a explicarte lo que ocurre, Francis. Ambos estamos nerviosos porque se nos están subiendo los humos -dijo.
– Habla por ti.
– Eso hago. Aquí estamos los dos planificando escaparnos a Londres y abrirnos camino en la industria de la música, ni más ni menos. Se acabaron las fábricas para nosotros, gracias, pero no, no es nuestros estilo, nosotros vamos a trabajar para bandas de rock. ¿Qué diría tu madre si se enterara?
– Me preguntaría quién diablos me creo que soy. Y luego me daría la murga y me llamaría bobo irresponsable y me aconsejaría que intentara volver a entrar en razón. Y lo haría todo a gritos.
– Y por eso -comentó Rosie levantando su cerveza hacia mí- es por lo que estás al noventa por ciento, Francis. Casi todo el mundo que hemos conocido a lo largo de nuestras vidas nos diría lo mismo: que se nos están subiendo los humos. Si nos creemos todas esas patrañas, lo único que conseguiremos será acabar dejándonos y haciéndonos sufrir el uno al otro. Así que lo que necesitamos es espabilarnos, y hacerlo rápidamente. ¿De acuerdo?
En el fondo, sigo sintiéndome orgulloso de la forma de amarnos que teníamos Rosie y yo. No teníamos ninguna referencia de la que aprender; nuestros padres no eran ejemplos esplendorosos del éxito en pareja, de manera que aprendíamos el uno del otro: cuando alguien a quien amas te necesita, sacas de la nada un temple a prueba de bomba, te aferras a miedos imprecisos que te asustan hasta el sinsentido, actúas como un adulto en lugar de como el adolescente Cromañón que eres y haces un millón de cosas que jamás habías anticipado.
– Ven aquí -dije yo. Le acaricié los brazos y tomé sus mejillas entre mis manos; Rosie se inclinó hacia delante y apoyó su frente contra la mía; el resto del mundo se desvaneció tras aquella maraña densa y luminosa que tenía por cabello-. Tienes razón. Siento haberme comportado como un capullo.
– Puede que todo salga mal, pero no veo motivo para no intentarlo.
– Eres una mujer muy inteligente, ¿lo sabías? -dije.
Rosie me observó desde una distancia lo bastante corta como para contemplar las pecas doradas en las pupilas de sus ojos verdes y las arruguitas en las comisuras cuando empezó a sonreír.
– Para mi chico sólo lo mejor -contestó.
Entonces le di un beso de verdad. Sentí los billetes presionados entre mis descontrolados latidos de corazón y los suyos, los noté silbar y crepitar, listos para estallar en cualquier momento en una lluvia estelar de chispas doradas. Fue en ese momento cuando la tarde cobró sentido y dejó de oler a peligro, y también en ese mismo momento las aguas turbulentas se arremolinaron en mi interior, como un escalofrío en el tuétano de mis huesos. A partir de entonces lo único que iba a hacer era dejarme arrastrar por ella y creer que nos llevaría a buen puerto, que guiaría nuestros pies a través de las peliagudas corrientes y sobre los malignos acantilados hasta una orilla segura.
Cuando un rato después nos separamos, Rosie dijo:
– Tú no eres el único que ha estado ocupado. He estado en Eason's echando un vistazo a los anuncios de los periódicos ingleses.
– ¿Has encontrado algún trabajo?
– Algunos. Pero sobre todo son cosas que no sabemos hacer: conductores de carretillas elevadoras y profesores suplentes. Sin embargo, sí que hay alguna oferta para camareros; podemos decir que tenemos experiencia, no van a comprobarlo. No piden técnicos de iluminación ni acompañantes para las giras por carretera, pero eso ya lo sabíamos; tendremos que seguir buscando una vez estemos allí. Y hay montones de pisos, Francis. Cientos.
– ¿Podemos costearnos alguno?
– Sí, sí. Y ni siquiera hará falta que encontremos un empleo nada más llegar; lo que tenemos ahorrado servirá para pagar el depósito y podemos financiarnos un apartamentito barato con el subsidio de desempleo. Será bastante cutre, eso sí: poco más que una habitación amueblada, y quizá tengamos que compartir el baño con otra gente, pero al menos no malgastaremos el dinero en un hostal más tiempo del estrictamente necesario.
– A mí no me importa compartir el lavabo y la cocina. Lo único que quiero es estar el mínimo tiempo posible en un hostal. Es estúpido dormir en dormitorios separados cuando…
Rosie me sonreía, y el destello de sus ojos estuvo a punto de pararme el corazón.
– Eso cuando tengamos nuestra propia casa… -dijo.
– Sí -contesté-. Nuestra propia casa.
Eso era lo que yo quería: una cama donde Rosie y yo pudiéramos dormir abrazados toda la noche y despertarnos todas las mañanas el uno en los brazos del otro. Lo habría dado todo, todo cuanto tenía, sólo por conseguirlo. El resto de lo que el mundo tenía para ofrecerme me parecía una ganga. Cuando escucho lo que la gente le pide al amor hoy en día me dan ganas de vomitar. Voy al pub con los muchachos de la brigada y los oigo explicar, con una precisión minuciosa, exactamente la figura que debe tener su mujer ideal, qué zonas debe depilarse y cómo, qué actos debe realizar en fechas concretas, y lo que debería o no debería decir o querer; escucho a hurtadillas a las mujeres en las cafeterías mientras elaboran sus listados de qué empleo debería desempeñar el hombre de sus sueños, qué coche debe tener, qué etiquetas, qué flores y restaurantes y pedruscos les merecerán el sello de aprobación… y me sobrevienen unas ganas tremendas de gritar: «¡¿Acaso todo el mundo ha perdido la chaveta?!». Yo jamás le compré un ramo de flores a Rosie (le habría resultado muy difícil explicarlo en casa) y nunca, ni una sola vez, me pregunté si sus tobillos tenían exactamente la forma que se suponía que debían tener. La deseaba, deseaba que fuera mía, y estaba convencido de que ella me deseaba a mí. Hasta el día en que nació Holly, nada en la vida me había parecido tan sencillo.
– En algunos de los pisos no aceptan a irlandeses -apuntó Rosie.
– ¡Que les den por saco! -exclamé yo. Mi torbellino interior crecía, cobraba fuerza; yo sabía que el primer piso en el que pusiéramos el pie sería perfecto, que aquella fuerza magnética nos atraería directamente a nuestro hogar-. Les diremos que procedemos de la Mongolia Exterior. ¿Qué tal se te da fingir el acento mongol?
Sonrió.
– ¿Quién dice que necesitemos un acento? Hablamos en irlandés y les decimos que es mongol. ¿Crees que van a apreciar la diferencia?
Hice una reverencia y contesté:
– Póg mo thóin. -O «bésame el culo», un noventa por ciento de todo el gaélico que sabía-. Un antiguo saludo mongol.
Rosie replicó:
– Hablo en serio. Lo comento porque como pierdes la paciencia con tanta facilidad… Si no conseguimos un piso el primer día, no pasa nada, ¿vale? Tenemos un montón de tiempo por delante.
– Ya lo sé -contesté-. En algunos no nos querrán porque pensarán que somos borrachos o terroristas y en otros porque… -Aparté sus manos de la jarra de cerveza y le agarré los dedos con mis pulgares: tenía unos dedos fuertes, callosos de tanto coser, decorados con anillos de plata barata con formas como faldas celtas y cabezas de gatos comprados en puestos ambulantes-, porque estaremos viviendo en pecado.
Rosie se encogió de hombros.
– ¡Que les den por saco también! -exclamó.
– Si lo prefieres, podemos mentir -comenté-. Nos compramos unos anillos de oro falso y nos hacemos llamar señor y señora X hasta que…
Negó con la cabeza, al instante, con contundencia.
– No. De ninguna manera.
– Sólo será durante un tiempo. Hasta que ahorremos dinero para casarnos de verdad. Nos facilitaría mucho la vida.
– No me importa. No pienso fingir algo así. O estamos casados o no lo estamos; poco importa lo que piensen los demás.
– Rosie -dije, apretándole más las manos-, sabes que nos casaremos, ¿verdad? Sabes que quiero casarme contigo. No hay nada en el mundo que quiera más que eso.
Logré que empezara a esbozar una sonrisa.
– Será mejor que así sea. Cuando tú y yo empezamos a salir, yo era una chica decente, como las monjas me habían enseñado, y, mírame ahora, dispuesta a ser tu querida…
– Hablo en serio. Escúchame bien. Muchas personas, si se enteraran, creerían que estás loca. Dirían que los Mackey son una pandilla de cerdos y que voy a conseguir lo que quiero de ti y luego te abandonaré con una mano delante y otra detrás, un crío en los brazos y tu vida echada por el retrete.
– Imposible. Estamos hablando de Inglaterra. Allí no usan retrete…
– Lo único que quiero que sepas es que no te arrepentirás. No, si puedo evitarlo. Lo juro por Dios.
Rosie respondió con voz serena:
– Ya lo sé, Francis.
– Yo no soy como mi padre.
– Si pensara que lo eres, no estaría aquí. Y ahora, sé buen chico y ve a pedir una bolsa de patatas fritas. Me muero de hambre.
Aquella noche permanecimos en el O'Neill's hasta que todos los estudiantes se hubieron marchado a casa y el camarero empezó a pasar el aspirador bajo nuestros pies. Alargamos cada jarra de cerveza tanto cuanto pudimos, hablamos de cosas cotidianas, triviales, sin importancia, y nos hicimos reír mutuamente. Antes de regresar a casa a pie, por separado, por si acaso alguien nos veía, yo vigilando a Rosie desde una distancia prudente de seguridad, a sus espaldas, nos despedimos por unos días con un beso, apoyados contra el muro posterior del Trinity College. Luego permanecimos en pie, inmóviles, abrazados, pegados desde las mejillas hasta los dedos de los pies. Soplaba un viento tan frío que emitía un agudo zumbido en algún punto a kilómetros por encima de nuestras cabezas, como cristales quebrándose; percibía su aliento ronco y cálido en mi cuello, su cabello olía a gotas de limón y notaba el rápido latido de su corazón temblando contra mis costillas. Entonces la solté y la observé alejarse a pie por última vez.
Por supuesto que la busqué. La primera vez que me hallé a solas ante un ordenador de la policía introduje su nombre y su fecha de nacimiento: nunca la habían arrestado en la República de Irlanda. No es que fuera ninguna revelación (no esperaba verla convertida en una asesina en serie), pero me pasé el resto del día con una extraña sensación de euforia, por el simple hecho de haber dado el primer paso tras sus huellas. A medida que mis contactos fueron mejorando, también se refinaron mis búsquedas: no la habían arrestado en Irlanda del Norte, ni en Inglaterra, ni en Escocia, Gales o Estados Unidos; no se había registrado para cobrar el paro en ningún sitio, no había solicitado pasaporte, no había fallecido y no se había casado. Repetía todas las búsquedas cada par de años, tirando de contactos que me debían favores. Nunca preguntaban.
En los últimos tiempos (me sosegué después del nacimiento de Holly) simplemente esperaba que el radar detectara a Rosie en algún momento, en algún lugar, viviendo una de esas vidas corrientes y satisfechas que nunca se registran en el sistema, acordándose de mí de vez en cuando con un ligero suspiro al pensar en lo que ambos podíamos haber hecho juntos. En ocasiones me la imaginaba viniendo a mi encuentro: mi teléfono sonando en mitad de la noche, unos repiqueteos en la puerta de mi despacho. Nos imaginaba sentados uno al lado del otro en un banco de un parque, contemplando a Holly resbalar por el tobogán junto a dos pequeños traviesos, sumidos en un silencio agridulce. Imaginé también una noche infinita en un pub poco iluminado, nuestras cabezas acercándose cada vez más al abrigo de la conversación y las risas a medida que la noche progresaba, nuestros dedos deslizándose hacia el otro sobre la madera maltrecha de la mesa. Imaginé cada centímetro del aspecto que tendría: las patas de gallo de tanto sonreír que jamás había llegado a verle, la flacidez de su barriga después de dar a luz a unos hijos que no eran míos, toda la vida que había vivido y yo me había perdido escrita en su cuerpo en Braille para que mis manos la leyeran. Me la imaginé dándome respuestas que yo jamás había anticipado, respuestas que le conferirían sentido a todo, que harían que todas las piezas del rompecabezas patinaran con suavidad y encajaran finalmente. Imaginé, por increíble que parezca, una segunda oportunidad.
Otras noches, incluso después de todo el tiempo transcurrido, aún quería lo que quería a los veinte años: verla aparecer en algún informe habitual de la Unidad de Violencia Doméstica, en algún archivo de prostitutas infectadas por el VIH, muerta de sobredosis en una morgue en un barrio de mala muerte de Londres. Había leído las descripciones de cientos de mujeres sin identificar en el transcurso de los años.
Y ahora todo había estallado por los aires: mi segunda oportunidad, mi venganza, mi bonita y gruesa línea Maginot antifamilia. El hecho de que Rosie Daly me hubiera dejado plantado me había servido de mojón, un mojón colosal y sólido como una montaña. Y ahora titilaba como un espejismo y el paisaje no cesaba de cambiar a su alrededor; nada de aquel paisaje se me antojaba ya familiar.
Pedí otra cerveza, acompañada por un Jameson's doble: era la única manera que se me antojaba posible de llegar hasta la mañana. Me sentía incapaz de concebir cualquier otra cosa que lograra apartar esa imagen de mi pensamiento, la pesadilla de unos huesos marrones y delgadísimos acurrucados en una madriguera, con hilillos de tierra cayendo sobre ella con un sonido de diminutos pies escabullándose.