Capítulo 20

Cualquier policía que ha trabajado en la Secreta sabe que no hay nada en el mundo como el día antes de incorporarse a una nueva misión. Me figuro que es la misma sensación que deben experimentar los astronautas durante la cuenta atrás y los regimientos de paracaidistas cuando se alinean para saltar del avión. La luz se vuelve deslumbrante e irrompible como el diamante y cada rostro que uno ve es tan bello que te roba el aliento. Tienes el pensamiento claro y cristalino y cada segundo se extiende ante tus ojos como un majestuoso y cálido paisaje. Y de repente, todo lo que te ha desconcertado durante meses cobra sentido. Podrías pasarte el día bebiendo y seguirías completamente sobrio; los crucigramas crípticos te resultan más fáciles que un rompecabezas para niños. Y ese día dura cien años.

Hacía mucho tiempo que no me infiltraba como agente encubierto en un caso, pero reconocí la sensación en el mismísimo instante en que me desperté el sábado por la mañana. La divisé en el balanceo de las sombras en el techo de mi dormitorio y la saboreé en los posos de mi café. Lenta y tenazmente, mientras Holly y yo hacíamos volar su cometa en el parque Phoenix y mientras la ayudaba con sus deberes de inglés y mientras nos cocinábamos demasiados macarrones con demasiado queso, las piezas se colocaron en su sitio en mi pensamiento. A primera hora de la tarde del domingo, cuando ambos entramos en mi coche y pusimos rumbo al otro lado del río, yo ya sabía lo que iba a hacer.

Faithful Place lucía un aspecto ordenado e inocente, como un lugar de ensueño rebosante de una pálida luz alimonada que flotaba sobre los adoquines agrietados. Holly me dio un apretoncito en la mano.

– ¿Qué ocurre, cielo? -pregunté-. ¿Has cambiado de idea?

Negó con la cabeza.

– Aún estás a tiempo. Si no quieres ir, dímelo y vamos al videoclub a buscar una película llena de princesas y hadas madrinas y un cucurucho de palomitas más grande que tu cabeza y santas pascuas.

No se rió; ni siquiera me miró. Se limitó a darle un tironcito de las asas a la mochila para colocársela mejor en la espalda, me estiró de la mano y ambos pusimos el pie en la acera, bajo aquella inquietante y pálida luz dorada.

Mamá se había esmerado para que aquella tarde saliera bien. Se había puesto a hornear como una posesa y no quedaba ni un solo hueco que no estuviera cubierto de montañas de galletas de jengibre y tartas de mermelada; había hecho sonar el toque de corneta a primera hora del día y había enviado a Shay, a Trevor y a Gavin a comprar un abeto de Navidad tan ancho que no cabía por la puerta principal. Cuando Holly y yo llegamos, Bing cantaba en la radio, los hijos de Carmel estaban perfectamente dispuestos alrededor de la decoración del árbol navideño y todo el mundo tenía entre las manos una humeante taza de chocolate caliente; incluso habían instalado a papá en el sofá con una manta sobre las rodillas, cosa que le confería un aspecto patriarcal y casi sobrio. Fue como adentrarse en un anuncio de los años cincuenta. Toda aquella farsa grotesca estaba inevitablemente condenada al fracaso: todo el mundo parecía desdichado y Darren empezaba a lucir una mirada estrábica que me indicó que estaba a punto de estallar, pero yo entendía perfectamente lo que mi madre intentaba hacer. Me habría llegado al corazón… de no haberse anticipado ella y haber salido sin más por peteneras para decirme que me estaban saliendo unas patas de gallo espantosas alrededor de los ojos y que en un tiempo breve tendría una cara como un mondongo.

Yo no lograba apartar los ojos de Shay. Se comportaba como si tuviera unas décimas de fiebre: estaba inquieto y muy rojo, con los pómulos más marcados que de costumbre y un fulgor peligroso en los ojos. Sin embargo, lo que me llamó la atención fue la actividad en la que andaba ocupado. Despatarrado en una butaca, conversaba sobre golf con Trevor, hablando atropelladamente mientras se rascaba con fuerza una rodilla. La gente cambia, pero, por lo que yo sabía, Shay despreciaba el golf tan sólo un poco menos de lo que despreciaba a Trevor. Sólo había un motivo por el que se dejaría enzarzar voluntariamente con ambos a la vez: la desesperación. Shay (y lo consideré una información de utilidad) estaba en baja forma.

Nos abrimos paso con denuedo entre el alijo de adornos de mi madre (nunca te interpongas entre una madre y su decoración). Conseguí preguntarle a Holly en voz baja, camuflado bajo una figurilla de Papá Noel, si se lo estaba pasando bien.

– Genial -contestó ella con valentía, y se zambulló entre sus primos antes de que pudiera formularle más preguntas.

La cría asimilaba rápidamente las costumbres familiares. Empecé a ensayar con el pensamiento la sesión de rendir parte.

Una vez mamá estuvo satisfecha con que el nivel de alerta hubiera alcanzado el color naranja, Gavin y Trevor llevaron a los niños a Smithfield a ver el poblado navideño.

– Hay que hacer bajar todas estas galletas de jengibre -explicó Gavin mientras se daba unas palmaditas en la barriga.

– Las galletas de jengibre no tienen nada que ver -lo cortó mamá-. Si estás engordando, Gavin Keogh, no es por culpa de mis dotes culinarias.

Gav murmuró algo y dirigió una mirada de angustia a Jackie. Su modo de demostrar compasión e infundirnos sensación de unión familiar en un momento tan difícil resultaba espeluznante. Carmel blindó a los críos del frío con abrigos, bufandas y gorros de lana (Holly se colocó en medio de la fila, entre Donna y Ashley, como si también fuera hija de Carmel), y se marcharon. Los observé desde la ventana del salón, mientras descendían en pandilla por la calle. Holly llevaba a Donna cogida del brazo con tanta fuerza que parecían gemelas siamesas. No volvió la vista para despedirse de mí con la mano.

La reunión familiar no salió tal como Gav había planeado: nos desplomamos todos delante del televisor, sin intercambiar palabra, hasta que mamá se recuperó de su bombardeo de decoración y arrastró a Carmel a la cocina para trajinar con todos aquellos dulces horneados y film transparente. Antes de que la pescaran, le propuse a Jackie en voz baja:

– Salgamos a fumar un pitillo.

Me miró con recelo, como una niña que sabe que cobrará una colleja cuando se quede a solas con su madre.

– Venga, pórtate como toda una mujer -la insté-. Cuanto antes acabemos con esto…

Fuera hacía frío y reinaba la paz y la tranquilidad. El cielo sobre los tejados viraba del blanco azulado al lila. Jackie se desplomó en su sitio de siempre, en el peldaño inferior de las escaleras, hecha una maraña de largas piernas y botas de charol moradas, y extendió una mano.

– Dame un cigarrillo antes de empezar a echarme la bronca. Gav siempre se lleva nuestro paquete.

– Explícame una cosa -la invité en un tono conciliador una vez le hube encendido el cigarrillo y otro para mí-. ¿En qué diablos estabais pensando Olivia y tú?

Jackie tenía la barbilla erguida, lista para discutir, y por un inquietante segundo me pareció la viva estampa de Holly.

– Pensé que a Holly le gustaría conocer a su familia. Y me parece que Olivia pensaba lo mismo. Y no andábamos muy equivocadas, ¿no crees? ¿La has visto con Donna?

– Sí, la he visto. Se llevan muy bien. Y estaban muy guapas juntas. Pero también la he visto destrozada por lo de Kevin. Lloraba tanto que le costaba respirar. Y así no estaba tan guapa, te lo aseguro.

Jackie contempló las volutas del humo de su cigarrillo extenderse sobre las escaleras.

– Todos estamos destrozados -dijo al fin-. Ashley también lo está, y sólo tiene seis años. Pero así es la vida. A ti te preocupaba que Holly viviera entre algodones, ¿no es cierto?, que no conociera la vida de verdad. Pues yo diría que esto es una buena dosis de vida de verdad.

Lo cual probablemente fuera cierto, pero estar en lo cierto quedaba fuera del menú cuando se trataba de Holly.

– Si mi hija necesita una dosis adicional de realidad de vez en cuando, hermanita -repliqué-, prefiero dársela yo mismo. O al menos que quien vaya a dársela me lo notifique con antelación. ¿Te parece una chaladura?

– Debería habértelo dicho -convino Jackie-. Para eso no tengo excusa.

– Y entonces ¿por qué no lo hiciste?

– Quería hacerlo, te lo prometo, siempre, pero… Al principio pensé que no tenía sentido preocuparte, porque quizá ni siquiera salía bien. Simplemente se me ocurrió traer a Holly de visita un día y contártelo después…

– Y así yo podría darme cuenta de la idea tan fabulosa que habías tenido y venir a casa con un gran ramo de flores para mamá en una mano y otro para ti en la otra, y todos juntos celebraríamos una gran fiesta y viviríamos felices y comeríamos perdices. ¿Era ése el plan?

Se encogió de hombros. Si seguía así, le iban a llegar los hombros a las orejas.

– Porque Dios sabe que eso ya habría resultado bastante empalagoso, pero habría sido infinitamente mejor que esto. ¿Qué te hizo cambiar de idea… durante… espera, que tengo que recogerme la mandíbula del suelo antes de poder decir esto…, durante todo un año?

Jackie seguía sin mirarme. Se revolvió en el escalón, como si le estuviera haciendo daño.

– No te burles de mí, por favor -me rogó.

– Créeme, Jackie: no estoy de humor para bromas.

– Estaba asustada, ¿vale? Por eso no te dije nada -contestó al fin.

Tardé un momento en asegurarme de que no me estaba tomando el pelo.

– ¡Venga ya! ¿Qué diablos pensabas que iba a hacer? ¿Pegarte?

– No he dicho eso…

– Entonces ¿qué? No puedes lanzar un bombazo como ése y luego andarte con remilgos. ¿Cuándo, en toda mi vida te he dado algún motivo para tenerme miedo?

– Pues ahora mismo, sin ir más lejos. Tendrías que verte la cara… y cómo me hablas, como si me odiaras con todo tu ser… No me gusta la gente que echa broncas, grita y se pone hecha una fiera. Nunca me ha gustado. Ya lo sabes.

No pude contenerme:

– Suena como si me equipararas con papá.

– Ah, no, no, Francis. Sabes perfectamente que no me refería a eso.

– Más vale que no. No vayas por ese camino, Jackie.

– No pienso hacerlo. Sólo es que… No tenía valor para decírtelo. Y es mi culpa, toda mía, no tuya. Lo siento. De verdad, de verdad que lo siento.

Sobre nosotros se abrió una ventana de golpe y mamá asomó la cabeza.

– ¡Jacinta Mackey! ¿Vas a quedarte ahí sentada como la reina de Saba mientras tu hermana y yo te servimos el plato en la mesa? ¿Quieres que te sirvamos la comida en una bandeja de oro?

– Es culpa mía, mamá -grité yo-. Quería hablar un rato con ella y le he pedido que saliera. Luego fregamos nosotros los platos, ¿vale?

– Pufff. Otro que vuelve como si fuera el dueño de la casa, dando órdenes a diestro y siniestro, lustrando la plata y fregando los platos, como si a él la mantequilla no se le derritiera en la boca…

Por suerte, mi madre prefería no fastidiarme demasiado, no fuera a ser que me diera por agarrar a Holly y largarnos de allí. Volvió a meter la cabeza, aunque seguí oyéndola refunfuñar hasta que la ventana se cerró de un golpe.

En Faithful Place empezaban a encenderse las luces para la noche. No éramos los únicos que nos habíamos excedido con los adornos de Navidad; la casa de los Hearne parecía como si alguien hubiera disparado contra la gruta de Papá Noel con un bazuca: espumillones, renos y luces parpadeantes colgaban del techo, y elfos maníacos y ángeles de mirada sensiblera recubrían hasta el último centímetro de pared; en la ventana habían escrito un Feliz Navidad con spray de nieve. Incluso los pijos habían colocado un elegante abeto de madera rubia, con sus ornamentos de factura sueca.

Pensé en regresar a este mismo lugar cada domingo por la noche y observar Faithful Place avanzar por los ritmos familiares del año. Primavera y los críos vestidos de Primera Comunión correteando de casa en casa, exhibiendo sus trajes y comparando sus botines; el viento estival, las furgonetas de helados tintineando y todas las chicas con el escote al descubierto; admirar el nuevo reno de los Hearne en estas mismas fechas el año próximo, y el siguiente. El mero pensamiento me provocó un ligero mareo, como si estuviera medio borracho o luchara contra una dosis generosa de gripe. Y, conociéndola, mi madre encontraría algo nuevo por lo que refunfuñar cada semana.

– Francis -dijo Jackie con vacilación-. ¿Estás enfadado?

Tenía preparado un rapapolvo de primera categoría, pero la idea de pertenecer a aquella familia había hecho que mis fuerzas se desvanecieran en un instante. Primero Olivia y ahora esto: con la edad me estaba volviendo un blando.

– No -contesté-. No te preocupes. Pero te advierto que cuando tengas hijos les voy a comprar un tambor y un cachorro de San Bernardo a cada uno.

Jackie me miró con recelo (no había previsto salirse airosa con tanta facilidad), pero debió de pensar: «A caballo regalado no se le mira el diente».

– Tú mismo. Cuando los eche de casa les daré tu dirección.

Se abrió una puerta a nuestra espalda y aparecieron Shay y Carmel. Yo había estado haciendo apuestas mentales conmigo mismo acerca de cuánto tiempo podría dejar transcurrir Shay sin conversación, por no mencionar sin nicotina.

– ¿De qué hablabais? -preguntó, colocándose en su lugar de siempre en el escalón superior.

Jackie contestó:

– De Holly.

– Estaba regañando a Jackie por traerla sin consultármelo -expliqué.

Carmel se aposentó en su hueco en un escalón por encima del mío.

– ¡Uf! Jolines, cada vez están más duros, suerte que yo cada vez estoy más acolchada, que si no tendría el trasero destrozado… Y, Francis, basta de sermonear a Jackie. Ella sólo pretendía traer a Holly una vez, para que nos conociera, pero nos pareció tan bonita y tan encantadora que la obligamos a que la trajera otra vez. Esa niña es una bendición del cielo, déjame que te lo diga. Deberías estar muy orgulloso de ello.

Apoyé la espalda en la reja para poder tener a todo el mundo a la vista y estiré las piernas sobre el escalón.

– Lo estoy.

Mientras buscaba sus cigarrillos palpándose los bolsillos, Shay dijo:

– Además, nuestra compañía no la ha convertido en ningún animal. ¡Qué curioso!, ¿no es cierto?

Yo contesté en un tono sosegado:

– Estoy seguro de que no será porque no lo hayáis intentado.

Carmel añadió, con una mirada de soslayo vacilante que convirtió su afirmación en una pregunta:

– Donna tiene pavor de no volver a ver a Holly.

– Y hace bien -repliqué yo.

– ¡Francis! ¿Hablas en serio?

– Claro que no. Nunca intercedería entre dos niñas de nueve años. ¿Acaso crees que estoy loco?

– Ah, genial. Porque las dos se han hecho muy amigas, créeme; a Donna se le rompería el corazón. ¿Significa eso…? -Se frotó torpemente la nariz, un gesto que me retrotrajo un millón de años-. ¿Significa eso que tú también volverás? ¿O sólo que dejarás a Jackie que traiga a Holly?

– Estoy aquí, ¿no es cierto? -repliqué.

– Sí, claro. Y estoy encantada de verte. Pero ¿te sientes…? Ya sabes. ¿Te sientes como en casa?

Alcé la cabeza y le sonreí.

– A mí también me encanta verte, Melly. Sí, me dejaré caer por aquí alguna vez.

– ¡Jesús, María y José! ¡Ya era hora! -exclamó Jackie, poniendo los ojos en blanco-. ¿No podías haberlo decidido hace quince años y haberme librado de un montón de líos?

– Ah, maravilloso -apuntó Carmel-. Es maravilloso, Francis. Pensaba que… -De nuevo aquel pequeño ataque de timidez-. Quizás haya exagerado. Pensaba que, en cuanto todo se solucionara, volverías a desaparecer. Para siempre, quiero decir.

– Bueno, ése era el plan, sí -contesté-, pero tengo que admitirlo: largarme de aquí resultó ser mucho más duro de lo que había previsto. Supongo que, como tú misma has dicho, está bien tener un hogar.

Shay tenía los ojos posados en mí, con aquella mirada suya, azul, inexpresiva e intensa. Se la devolví, pero la acompañé de una gran sonrisa como las de antes. Me iba a las mil maravillas que Shay empezara a ponerse nervioso. No me interesaba que se tensara demasiado, aún no, pero sí que sintiera algún que otro escalofrío, una ola de incomodidad que se extendiera durante lo que iba a ser una bonita y desagradable velada. Lo único que me interesaba en aquellos momentos era plantar una semilla diminuta de alerta en algún rincón recóndito de su mente: aquello no era más que el principio.

Me había quitado a Stephen de en medio, pero ahora Scorcher se perfilaba en el horizonte, y avanzaba a toda prisa. Una vez hubieran cerrado el caso y abierto uno nuevo, sólo quedaríamos Shay y yo, por los restos de los restos. Podría pasarme un año haciéndolo rebotar como un yoyó antes de dejarle claro que lo sabía todo y otro año insinuándole mis diversas e interesantes opciones. Tenía todo el tiempo del mundo.

En cambio, Shay no. No es preciso querer a la familia, ni siquiera pasar tiempo con ella para conocerlos hasta la médula. Shay siempre había sido una persona muy irritable y se había pasado toda la vida en un entorno que habría convertido al Dalai Lama en un manojo de nervios. Además, había cometido acciones capaces de envolverle a uno el tronco encefálico en años de pesadillas. Bajo ninguna circunstancia podía estar lejos de padecer una crisis nerviosa. Muchas personas me han dicho, alguna en tono de cumplido, que tengo un don especial para machacarle la cabeza a otra gente, y lo que uno puede hacerle a los extraños no es nada comparado con lo que puede hacerle a la propia familia. Estaba más que convencido de que, con el tiempo y la dedicación necesarios, podía inducir a Shay a colocarse una soga alrededor del cuello, atar el otro extremo al barandal de la casa del número dieciséis y lanzarse al vacío.

Con la cabeza reclinada hacia atrás y los ojos entrecerrados, Shay contemplaba a los Hearne moverse por el taller de Papá Noel.

– Según parece estás decidido a instalarte aquí de nuevo -me dijo-. Un pajarito me ha dicho que fuiste a ver a Imelda Tierney el otro día.

– Tengo amigos en las altas esferas. Como tú, al parecer.

– ¿Qué querías de Imelda? ¿Conversación o sólo echar un polvo?

– Venga ya, Shay, no me infravalores. Algunos tenemos mejor gusto que eso, no sé si me entiendes.

Le hice un guiño y detecté el afilado destello en su ojo mientras empezaba a preguntarse cuáles eran mis intenciones.

– Calla -me reprendió Jackie-. No seas criticón. Tú tampoco eres Brad Pitt, por si nadie te lo ha dicho.

– ¿Has visto a Imelda recientemente? Antes no es que fuera ningún belleza, pero, madre mía, está hecha una pena.

– Un amigo mío se la tiró una vez -explicó Shay-. Hace un par de años. Me contó, me juró y perjuró, vamos, que cuando le quitó las bragas fue como mirar a uno de los ZZ Top a la cara.

Me eché a reír y Jackie soltó un aluvión de indignación subido de tono, mientras que Carmel se mantuvo al margen. Me dio la sensación de que ni siquiera había escuchado la última parte de la conversación. Tenía la falda plisada entre los dedos y la vista perdida en el suelo, como si estuviera en trance.

– ¿Te encuentras bien, Melly? -pregunté.

Me miró desconcertada.

– Ah, sí. Supongo. Es sólo que… Bueno, ya sabéis… Se me hace rarísimo. ¿A vosotros no?

– Claro que sí -contesté yo.

– No dejo de pensar que subiré la vista y Kevin estará ahí, ahí mismo, debajo de Shay. Cada vez que no lo veo estoy a punto de preguntarme dónde andará. ¿No os ocurre a vosotros lo mismo?

Alargué una mano y le di un apretoncito.

– Pedazo de capullo -exclamó Shay con un ataque repentino de violencia.

– ¿Por qué dices eso? -le preguntó Jackie.

Shay sacudió la cabeza y dio una calada al cigarrillo.

– A mí también me encantaría saberlo -me sumé yo.

– No hablaba en serio, ¿verdad, Shay? -lo defendió Carmel.

– Cada cual que piense lo que le convenga.

– ¿Por qué no simulamos que somos todos unos ignorantes y nos lo explicas tú? -dije.

– ¿Quién dice que haya que simular?

Carmel se echó a llorar.

Shay la consoló, en tono amable, pero también cansino, como si se lo hubiera dicho ya cientos de veces esa semana:

– Venga, Melly. No llores.

– No puedo evitarlo. ¿No podríamos portarnos con cariño los unos con los otros, aunque fuera sólo por esta vez? ¿Después de todo lo que ha pasado? El pobre Kevin está muerto. No regresará nunca jamás. ¿Por qué seguimos aquí fastidiándonos unos a otros?

– Venga, Carmel, cariño -la tranquilizó Jackie-. Sólo estamos bromeando. No hablamos en serio.

– Habla por ti -le dijo Shay.

– Somos familia, cielo -dije yo-. Esto es lo que hacen las familias.

– Por una vez, Don Sabelotodo tiene razón -apuntó Shay.

Carmel lloraba a moco tendido.

– No paro de pensar en los cinco aquí sentados el viernes pasado… Estaba flotando de felicidad, de verdad. Jamás se me ocurrió que sería la última vez, ¿sabéis? Creí que no era más que el principio.

– Te entiendo -la sosegó Shay-. ¿Podrías intentar serenarte, cielo? Hazlo por mí, vamos.

Se enjugó una lágrima con un nudillo, pero no consiguió dejar de llorar.

– Que Dios me perdone, pero sabía que algo malo iba a pasar después de lo de Rosie. ¿Vosotros no? Simplemente me esforcé por no pensar en ello. ¿Creéis que esto es mi merecido?

– Carmel, venga ya -la reprendimos todos al unísono.

Carmel hizo un amago de añadir algo más, pero su intento quedó enmarañado en un patético cruce entre un trago de saliva y un sollozo inmenso.

A Jackie empezó a temblarle la barbilla también. En cualquier momento aquello iba a convertirse en una fiesta del llanto.

– Dejadme que os diga qué me jode a mí. Me siento fatal por no haber estado aquí el domingo pasado por la noche, la noche en que Kevin… -Sacudí la cabeza contra la verja y dejé la frase a medias-. Fue nuestra última oportunidad -añadí, con la vista clavada en un cielo cada vez más oscurecido-. Debería haber estado aquí.

La mirada cínica de soslayo que me lanzó Shay me indicó que él no había picado, pero las chicas tenían los ojos abiertos como platos, se mordían los labios y rebosaban compasión. Carmel pescó un pañuelo y pospuso el resto de sus lágrimas para después, ahora que un hombre necesitaba atención.

– Ah, Francis -lamentó Jackie, alargando el brazo para darme unas palmaditas en la rodilla-. ¿Cómo ibas a saberlo?

– Eso no es lo que importa. Lo que realmente importa es que primero me perdí veintidós años de su vida y luego me perdí las últimas horas de su existencia. Ojalá… -Sacudí la cabeza, busqué a tientas otro cigarrillo e hice varios intentos hasta conseguir encenderlo-. No importa -continué, tras darle un par de largas caladas para intentar controlar mi voz-. Venga, contádmelo todo. Explicadme cosas de esa noche. ¿Qué me perdí?

Shay soltó un bufido que le mereció sendas miradas atónitas de las chicas.

– Espera que piense un minuto -dijo Jackie-. Fue otra noche más, ya me entiendes. Nada especial. ¿Verdad, Carmel?

Las dos se miraron fijamente, mientras intentaban recordar. Carmel se sonó la nariz.

– A mí me pareció que Kevin estaba un poco raro. ¿A vosotros no?

Shay negó con la cabeza con gesto de repugna y les volvió la espalda, como si quisiera alejarse de todo.

– A mí me dio la sensación de que estaba estupendamente -opinó Jackie-. Estuvo jugando afuera con Gav y los niños al fútbol.

– Pero fumaba mucho. Después de cenar, Kevin nunca fuma a menos que esté nervioso.

Ahí lo teníamos. Las oportunidades de mantener conversaciones íntimas de tú a tú en casa de mi madre escaseaban («Kevin Mackey, ¿qué diantres andáis cuchicheando los dos? Si es tan interesante, todos queremos oírlo…»). Si Kevin había necesitado hablar con Shay, y el pobre idiota debió de andar persiguiéndolo al comprobar que yo ignoraba sus llamadas (no debió de ocurrírsele nada más astuto), seguramente había salido a fumar un cigarrillo con él en aquellas mismas escaleras.

Y debió de liarla. Debió de andar toqueteando su cigarrillo, hurgando y balbuceando hasta soltar todas las piezas sueltas que se deslizaban en su pensamiento. Todos aquellos gestos raros debieron de concederle a Shay el tiempo necesario para recuperarse y soltar una carcajada: «Por todos los santos, tío, ¿en serio intentas convencerte de que yo maté a Rosie Daly? Lo has malinterpretado todo. Si quieres saber lo que ocurrió realmente… -Y una rápida mirada hacia la ventana, mientras apagaba la colilla en las escaleras-. Ahora no, no hay tiempo. ¿Por qué no quedamos aquí después? Regresa después de marcharte. No llames a mi casa o mamá querrá saber qué tramamos y los bares estarán cerrados a esa hora. Nos encontraremos en el número dieciséis. No tardaremos mucho, ¿de acuerdo?».

Es lo que yo habría hecho de haber estado en la piel de Shay, y me habría resultado igual de fácil. A Kevin seguramente no le habría entusiasmado la idea de regresar al número dieciséis, sobre todo en noche cerrada, pero Shay era mucho más listo que él y estaba infinitamente más desesperado, y Kevin siempre había sido fácil de convencer. Jamás se le habría ocurrido temer a su propio hermano, no con esa clase de temor. Para haberse criado en nuestra familia, Kevin era tan inocente que parecía tonto de remate.

– Créeme, Francis, no pasó nada extraordinario -explicó Jackie-. Habían jugado un partido de fútbol y luego cenamos y vimos un poco la tele… Kevin estaba perfectamente. No te culpes, por favor.

– ¿Sabéis si llamó por teléfono o recibió alguna llamada? -pregunté.

Shay me miró de reojo un instante, con ojos entrecerrados y analíticos, pero mantuvo la boca cerrada.

– Se estaba enviando mensajitos con alguna chica, creo que con Aisling -explicó Carmel-. Yo le dije que no se aprovechara de ella, pero Kevin me respondió que yo no tenía ni idea de cómo eran las cosas hoy en día… Me hablaba con un deje de superioridad increíble, de verdad. A eso me refiero al decir que estaba raro. La última vez que lo vi y… -Se le había apagado la voz y ahora sonaba herida; en cualquier momento rompería a llorar de nuevo.

– ¿Nadie más?

Las chicas sacudieron la cabeza.

– Vaya -dije yo. Jackie preguntó:

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso habría alguna diferencia?

– Elemental, querido Watson -pronunció Shay mirando al dorado cielo-. ¿Acaso lo dudas?

– Expongámoslo de esta manera -contesté yo-: He escuchado un montón de explicaciones distintas para lo que les ocurrió a Rosie y a Kevin. Y ninguna de ellas me convence.

– Ni a nadie -apostilló Jackie.

Carmel desconchó unas burbujas de pintura de la verja con una uña.

– Los accidentes ocurren -dijo-. A veces todo sale terriblemente mal sin razón alguna, ¿sabes?

– No, Melly, no lo sé. A mí ésa me parece otra más de las explicaciones que han intentado que me trague a la fuerza: un gran zurullo apestoso de mierda que ni Rosie ni Kevin merecen. Y no estoy de humor para tragármelo.

Carmel replicó, con una certeza que atemperó su voz como una roca:

– Nada va a mejorar las cosas, Francis. Todos estamos destrozados y ninguna explicación en el mundo podría arreglarlo. ¿Por qué no lo dejas de una vez?

– Lo haría, pero mucha otra gente no, y una de las principales teorías me sitúa como el principal malhechor. ¿Crees que puedo olvidarlo sin más? ¿No eras tú quien decía que quería que siguiera viniendo por aquí? Pues reflexiona un poco sobre las implicaciones de hacerlo. ¿Quieres acaso que pase cada domingo en una calle cuyos vecinos creen que soy un asesino?

Jackie se revolvió en su escalón.

– Ya te lo he dicho. No son más que habladurías. Las aguas volverán a su cauce -me tranquilizó.

– Entonces, si yo no soy el malo y Kevin tampoco, decidme. ¿Qué ha ocurrido exactamente? -pregunté.

Se produjo un largo silencio. Los escuchamos venir antes de verlos: voces de niños entretejiéndose, el rápido murmullo de sus correteos en algún punto entre el resplandor de la larga luz vespertina en la parte alta de la carretera. Emergieron de dicho resplandor dibujando una maraña de siluetas negras, los hombres altos como farolas, los niños borrosos y parpadeantes unos contra otros. Holly gritó:

– ¡Papi!

Y yo levanté una mano para saludarla, aunque me resultaba imposible descifrar cuál de aquellas figuras era. Sus sombras se prolongaban sobre el asfalto frente a ellos y proyectaban formas misteriosas a nuestros pies.

– Bueno -dijo Carmel en voz baja, para sí misma. Respiró hondo y se pasó los dedos por debajo de los ojos para asegurarse de que no le quedaban lágrimas-. Ya está.

– La próxima vez que se nos presente la oportunidad tendréis que acabar de contarme qué pasó el domingo pasado -insistí.

– Se hizo tarde. Mamá, papá y yo nos metimos en la cama, y Kev y Jackie volvieron a sus casas -concluyó Shay. Arrojó su cigarrillo por encima de la barandilla y se puso en pie-. Fin de la historia -sentenció.


En cuanto regresamos al interior del piso, mamá puso la directa para recriminarnos por haberla dejado tanto rato sola. Andaba haciéndoles cosas terribles a unas hortalizas y lanzando órdenes a la velocidad del rayo:

– Carmel, Jackie, Carmel, como te llames, empieza a servir las patatas. Shay, coloca eso ahí, ahí no, pedazo de tonto, aquí. Ashley, cielo, limpia la mesa con una bayeta para la abuelita, ¿quieres? Y Francis, tú entra ahí y habla con tu padre; quiere volver a meterse en la cama y necesita un poco de compañía. ¡Vamos! -Me sacudió con un paño de cocina en la cabeza para que me pusiera en marcha.

Holly había estado apoyada a mi lado enseñándome un objeto de cerámica pintada que había comprado en el poblado navideño para regalárselo a Olivia y explicándome con todo lujo de detalle que había conocido a los elfos de Papá Noel, pero al ver aquello se apartó y se escurrió entre sus primos con discreción, lo cual me pareció que demostraba que tenía buen criterio. Sopesé la posibilidad de imitarla, pero mi madre tiene una habilidad de rezongar tanto tiempo que parece un superpoder y el paño de cocina se agitaba de nuevo en mi dirección. Me aparté de en medio.

En aquel dormitorio hacía más frío que en el resto del piso y reinaba la paz. Mi padre estaba acostado, apoyado en un montón de almohadas y, al parecer, sin hacer nada, salvo, quizás, escuchar las voces procedentes del resto de la casa. Toda aquella cursilería recargada a su alrededor (la decoración en tonos melocotón, las cortinas y el edredón con flecos, el fulgor apagado de una lámpara de pie) hacían que pareciera estar fuera de lugar y le imprimían un aspecto más viril y más salvaje. Entendí entonces por qué las chicas se habían peleado otrora por él: la inclinación de su mandíbula, sus arrogantes pómulos sobresalidos y esa chispa incansable en sus ojos azules. Por un instante, bajo aquella luz nada fidedigna, aún pareció el indomable Jimmy Mackey.

Pero sus manos lo delataban. Estaban destrozadas. Tenía los dedos hinchados y curvados hacia adentro, las uñas blancas y toscas como si ya estuvieran en proceso de descomposición, y nunca dejaban de moverse sobre la cama, arrancando con nerviosismo las hebras deshilachadas de la manta. La habitación apestaba a enfermedad, a medicamentos y a pies.

– Mamá me ha dicho que querías hablar -dije.

– Dame un cigarrillo -me ordenó.

Aún parecía sobrio, pero mi padre ha dedicado toda su vida a construir su tolerancia al alcohol y le hace falta beber cantidades industriales para que sus efectos se hagan visibles. Acerqué la mesa del tocador de mamá a la cama, con cuidado de no colocarla demasiado cerca.

– Pensaba que mamá te tenía prohibido fumar aquí.

– Me importa un comino lo que diga esa zorra.

– Me alegra ver que continuáis tan enamorados como el primer día.

– Y tú también puedes irte a la mierda. Dame un pitillo.

– Ni de coña. Tú puedes fastidiar a mamá cuanto quieras, pero yo no tengo ninguna intención de que me inscriba en su lista negra.

Mis palabras le hicieron sonreír, pero no de felicidad.

– Pues que tengas buena suerte -dijo, pero de repente pareció completamente despierto y me observó con más intensidad-. ¿Por qué?

– ¿Por qué no?

– Nunca en toda tu vida te has preocupado de hacerla feliz.

Me encogí de hombros.

– Mi hija la adora. Y si eso implica que tengo que pasar una tarde a la semana apretándome los dientes y lamiéndole el culo a mamá para que Holly no nos vea despellejándonos el uno al otro, pues lo haré. Pídemelo de buenas maneras e incluso te haré la pelota a ti, al menos cuando Holly esté presente.

Papá se echó a reír. Se recostó en sus almohadas y estalló en tales risotadas que éstas dieron paso a un ataque espasmódico de una tos ronca y húmeda. Me hizo un gesto con la mano, mientras intentaba recobrar el aliento, y me señaló una caja de pañuelos de papel que descansaba sobre el tocador. Se la acerqué. Carraspeó, escupió en un pañuelo, lo arrojó a la papelera y falló; yo no lo recogí. Cuando recobró el habla dijo:

– Chorradas.

– ¿Qué quieres decir?

– Si te lo cuento, no te gustará.

– Sobreviviré. ¿Cuándo fue la última vez que me gustó algo que saliera de tu boca?

Mi padre alargó la mano con gesto de dolor hacia la mesilla de noche para coger su vaso de agua (o lo que fuera) y se tomó su tiempo para beber con calma.

– Que todo eso de tu hija no son más que bobadas -añadió, mientras se enjugaba la boca-. Es una niña fantástica. Pero a ella le importa un cuerno si tu madre y tú os lleváis bien, y lo sabes perfectamente. Tienes tus propias razones para mantener contenta a tu madre.

– A veces, papá, la gente procura ser amable con los demás. Sin motivo aparente -repliqué-. Sé que te resulta difícil de imaginar, pero créeme: ocurre.

Sacudió la cabeza. Aquella sonrisa dura había regresado a su rostro.

– Tú no -sentenció.

– Quizá sí o quizá no. Quizá convenga que recuerdes que no sabes un carajo acerca de mi vida.

– Ni lo necesito. Conozco a tu hermano y sé que sois los dos idénticos desde que nacisteis.

No supe descifrar si hablaba de Kevin o de Shay.

– Pues yo no nos veo el parecido -lo contradije.

– Sois la viva imagen el uno del otro. Ninguno de los dos ha hecho nada jamás en la vida sin tener una buena razón y ninguno le ha revelado jamás a nadie cuál era esa razón a menos que se haya visto obligado a hacerlo. La verdad es que no puedo renegar de ninguno de los dos, eso es evidente.

Se estaba divirtiendo. Yo sabía que debía mantener el pico cerrado, pero me resultó imposible.

– Yo no me parezco a nadie de esta familia -espeté-. A nadie. Me largué de esta casa para que evitar que eso ocurriera. Y me he pasado la vida entera asegurándome de que así sea.

Papá arqueó las cejas con gesto sardónico.

– Vaya, lo que hay que oír. ¿Es que no somos los suficientemente buenos para ti? Pues lo fuimos lo bastante para darte un techo durante veinte años.

– ¿Qué puedo decir a eso? El sadismo gratuito no va conmigo.

Volvió a soltar una risotada, en esta ocasión profunda y cruda como un ladrido.

– ¿Ah, no? Al menos yo sé que soy un cabrón. Y tú, ¿crees que no lo eres? Venga: mírame a los ojos y dime que no disfrutas viéndome en este estado.

– Es un caso especial. No disfrutaría si fuera alguien más agradable quien estuviera aquejado.

– ¿Lo ves? Estoy hecho polvo y tú te recreas. Lo llevas en la sangre, hijo. De tal palo, tal astilla.

– Yo nunca en toda mi vida he pegado a una mujer -repliqué-. Y nunca en toda mi vida he pegado a un niño. Y mi hija jamás en su vida me ha visto borracho. Entiendo que sólo un hijo de puta integral se sentiría orgulloso de tales cosas, pero no puedo evitarlo. Cada una de ellas demuestra que no tengo absolutamente nada en común contigo.

Mi padre me observó con severidad.

– ¿Crees que eres mejor que yo? -me preguntó.

– Creer tal cosa no sería dármelas de nada. He visto perros callejeros mucho mejores que tú.

– Entonces dime algo y zanjemos la conversación de una vez para siempre: si eres tan santo como crees y nosotros somos una pandilla de indeseables, ¿por qué utilizas a esa niña como excusa para venir aquí?

Había puesto ya rumbo hacia la puerta cuando escuché a mi espalda:

– ¡Siéntate!

Volvió a sonar como la voz de papá, plena y fuerte y joven. Agarró del pescuezo al niño de cinco años que vivía en mi interior y lo arrastró hasta la silla antes de darme tiempo de saber qué había ocurrido. Una vez allí tuve que fingir que era por elección propia.

– Diría que más o menos hemos acabado -observé.

Dar aquella orden le había costado un mundo: estaba inclinado hacia delante, respiraba con dificultad y se aferraba al edredón con todas sus fuerzas. Con voz entrecortada dijo:

– Yo te diré cuándo hemos acabado.

– Está bien. Siempre que sea pronto.

Papá se recolocó las almohadas tras la espalda (no me ofrecí a ayudarlo: la mera idea de que nuestros rostros estuvieran tan próximos me erizaba la piel) y poco a poco recuperó el aliento. La grieta del techo con forma de coche de carreras seguía pendiendo sobre su cabeza, la misma grieta en la que yo acostumbraba a clavar la mirada cuando me despertaba temprano por las mañanas y me tumbaba en la cama soñando despierto y escuchando a Kevin y a Shay respirar, dar vueltas en la cama y murmurar. La luz dorada se había desvanecido; al otro lado de la ventana, el cielo sobre los jardines traseros viraba a un tono azul marino frío.

– Escúchame bien -me advirtió mi padre-. No me queda mucho tiempo.

– Eso cuéntaselo a mamá, que es una erudita en la materia.

Mi madre llevaba a las puertas de la muerte desde que yo tengo memoria, principalmente a causa de dolencias misteriosas relacionadas con sus partes bajas.

– Nos sobrevivirá a todos, aunque sólo sea porque es un mal bicho. Mientras que yo no puedo asegurar que vaya a llegar a las próximas navidades.

Exageraba, allí tumbado con una mano presionada contra el pecho, pero algo en su voz me revelaba que hablaba en serio, al menos en parte.

– ¿De qué planeas morir? -pregunté.

– ¿Y a ti qué te importa? Podría arder en el infierno y no moverías ni un dedo por ayudarme.

– En eso no te equivocas, pero siento curiosidad. Jamás había pensado que ser un cabronazo fuera una enfermedad mortal.

– La espalda me duele cada día más -me explicó-. La mitad del tiempo no me siento las piernas. El otro día me caí al suelo dos veces mientras intentaba ponerme los pantalones por la mañana; las piernas me flaquearon. El médico dice que estaré postrado en una silla de ruedas antes del verano.

– Permíteme adivinar -lo interrumpí-. ¿Te ha dicho también el médico que tu «espalda» mejoraría, o como mínimo dejaría de empeorar, si dejaras la bebida?

Puso expresión de desprecio.

– No seas mariquita. A ver si te sueltas ya de la teta de tu madre y bebes algo de verdad. Unas cuantas cervezas nunca le han hecho daño a nadie.

– Unas cuantas cervezas no, pero unos cuantos vodkas sí. Además, si la bebida es tan sana, ¿de qué te vas a morir?

– Ser un tullido no es modo de vivir para un hombre -contestó-. Estar todo el día encerrado en una clínica y con alguien limpiándote el culo, ayudándote a levantarte y acompañándote al lavabo; no tengo tiempo para todas esas pamplinas. Si acabo así, me mato.

Una vez más, bajo la pátina de autocompasión se entreveía que hablaba en serio. Probablemente fuera porque la clínica de reposo no tenía minibar, pero lo que le importaba era otra cosa: prefería la muerte a los pañales.

– ¿Cómo?

– Tengo mis planes.

– Creo que me he perdido algo. ¿Qué quieres de mí? Porque si lo que buscas es compasión, se me ha acabado. Y si lo que quieres es una mano que te ayude, creo que hay cola.

– No te pido nada, imbécil. Intento decirte algo importante, pero para eso tendrás que cerrar tu maldita bocaza el tiempo necesario para dejarme hablar. ¿O es que te gusta demasiado tu voz y no puedes resistir escucharte?

Quizás esto sea lo más patético que nunca he admitido: en el fondo de mi ser, una pizca de mí se aferraba a la idea de que realmente tuviera algo interesante que decirme. Era mi padre. Cuando yo era un niño, antes de que cayera en la cuenta de que era un hijo de la grandísima puta de primera categoría, me parecía el hombre más inteligente del mundo; lo sabía todo sobre todo, podía derribar a la Masa con una mano mientras levantaba un piano de cola con la otra, y una sonrisa suya me alegraba todo el día. Y si alguna vez había necesitado yo una perla de sabiduría paterna, era aquella noche.

– Te escucho -lo invité.

Papá se incorporó con dolor en la cama.

– Un hombre debe saber olvidar -dijo.

Esperé, pero me observaba con atención, como si aguardara alguna respuesta. Al parecer, ésa era la suma total de iluminación que iba a obtener de él.

Me habría gustado sacudirme un puñetazo en los dientes por ser tan idiota de esperar algo más.

– Fantástico -apunté-. Un millón de gracias. Lo recordaré.

Empecé a ponerme en pie de nuevo, pero una de esas manos deformes me agarró de la muñeca, con más rapidez y fuerza de lo que yo habría esperado. El roce de su piel me puso los pelos de punta.

– Siéntate ahí y escúchame bien. Lo que quiero decirte es lo siguiente: he convertido mi vida en una basura, hasta el hartazgo. Y no soy débil. La primera vez que alguien me ponga un pañal, me mato, porque en ese momento se habrán agotado todas las posibilidades de ganar alguna batalla. Hay que saber contra qué se lucha y contra qué más vale claudicar. ¿Me entiendes?

– Déjame que te pregunte algo -repliqué-: ¿Por qué de repente te importa mi actitud hacia algo, si nunca te ha importado un bledo?

Esperaba que se pusiera furioso, pero no lo hizo. Me soltó la muñeca y se masajeó los nudillos, examinándose la mano como si perteneciera a otra persona.

– Lo tomas o lo dejas -anunció-. No puedo obligarte a nada. Pero si hay algo que me gustaría haberte enseñado hace mucho tiempo es eso. Yo habría hecho menos daño. A mí mismo y a todos los que me rodean.

Esta vez fui yo quien profirió una carcajada.

– ¡Que me aspen! ¿Acabo de oírte asumir la responsabilidad por algo? Debes de estar muriéndote, es verdad…

– No te burles. Ya sois todos mayores; si queréis arruinar vuestras vidas, es vuestra culpa, no la mía.

– Entonces ¿a qué diantres te refieres?

– Sólo lo digo. Hay cosas que se torcieron hace cincuenta años y la vida siguió su cauce. Ya era hora de que se detuvieran. Si hubiera tenido el sentido común necesario para olvidarlas hace tiempo, muchas cosas habrían sido diferentes. Todo habría sido mejor.

– ¿Estás hablando de lo que sucedió con Tessie O'Byrne? -quise saber.

– Ella no es asunto tuyo, y vigila bien lo que dices de Tessie. Lo que digo es que no hay motivo para que a tu madre se le parta el corazón en vano otra vez. ¿Me has entendido?

Tenía los ojos de un azul urgente e incandescente, abarrotados de secretos demasiado íntimos para que yo pudiera desentrañarlos. Sin embargo, fueron sus puntos débiles (jamás en mi vida había visto a mi padre preocupado por que alguien pudiera resultar herido) los que me revelaron que algo colosal y peligroso atravesaba el aire de aquel dormitorio.

– No estoy seguro -contesté tras una larga pausa.

– Pues entonces espera a estarlo antes de cometer ninguna tontería. Conozco a mis hijos; siempre los he conocido. Sé que tenías tus razones para venir hasta aquí. Pero mantenlas alejadas de esta casa hasta que estés completamente seguro de saber lo que buscas.

Fuera, mamá se quejó de algo y Jackie murmuró unas palabras para defenderse.

– Daría un riñón por leerte el pensamiento en estos momentos.

– Soy un moribundo. Procuro arreglar unas cuantas cosas antes de morir. Te digo que lo dejes correr. No necesitamos más problemas por aquí. Regresa adonde estabas y déjanos en paz.

– Papá -dije, sin poder contenerme.

De repente mi padre pareció exhausto. Tenía el rostro del color del cartón piedra mojado.

– Estoy harto de verte. Lárgate de aquí y dile a tu madre que desfallezco por una taza de té, y que esta vez me prepare algo fuerte y decente, y no ese pis que me dio esta mañana.

No me apetecía discutir. Lo único que quería era agarrar a Holly por el brazo y evaporarme de aquel infierno. A mamá se le reventaría un vaso sanguíneo al saber que no íbamos a quedarnos a cenar, pero pensé que ya había traqueteado bastante la jaula de Shay por aquella semana, y creí que había infravalorado seriamente mi umbral de tolerancia para con mi familia. Andaba ya intentando decidir cuál era el mejor restaurante para hacer una parada y alimentar a Holly de camino a casa de Liv mientras contemplaba su preciosa carita hasta recobrar el latido habitual de mi corazón.

– Te veré la semana que viene -me despedí desde la puerta.

– Te lo aconsejo: márchate a tu casa y no regreses.

No volvió la cabeza para mirarme. Lo dejé allí, tumbado boca arriba en sus almohadas y con la vista perdida en el oscuro cristal de la ventana, tirando nerviosamente de los hilos sueltos de la manta con aquellos dedos deformes.

Mamá estaba en la cocina, apuñalando como una sádica una articulación de un pedazo de carne a medio cocer y metiéndose con Darren, vía Carmel, por ir vestido de aquella manera («…no conseguirá un trabajo decente mientras vaya por ahí vestido como un pervertido, luego no digas que no te he advertido, llévatelo de compras, dale una buena torta en el trasero y cómprale un par de pantalones elegantes…»). Jackie, Gavin y el resto de los hijos de Carmel estaban en trance delante del televisor, mirando boquiabiertos a un tipo sin camiseta que se estaba comiendo algo serpenteante con un montón de antenas. No había rastro de Holly. Ni de Shay.

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