Capítulo 12

Y eso fue lo máximo que pude posponer mi regreso a casa. Intenté recobrar fuerzas en el Burdock's (la comida del Burdock's era lo único que alguna vez me había tentado a regresar a Liberties), pero hasta el mejor bacalao con patatas tiene sus límites. Como la mayoría de los agentes secretos, no soy propenso al miedo. He acudido a reuniones donde todos los presentes tenían la intención de descuartizarme en trocitos y recomponerme artísticamente bajo la losa de hormigón más cercana y no he derramado una gota de sudor siquiera. En cambio, ante aquel encuentro, parecía una catarata. Intenté convencerme de lo que le había aconsejado al joven Stephen: «Piensa en esto como una operación encubierta». Frankie el Detective Intrépido en su misión más osada hasta la fecha, presa de las fauces de la fatalidad.

La casa de mis padres se había convertido en un lugar diferente. La puerta no estaba cerrada con llave y, tan pronto entré en el vestíbulo, un alud se precipitó escaleras abajo y me golpeó: calidez, voces y aroma a whisky caliente y clavos de especia, todo ello emanando a través de nuestra puerta abierta. La calefacción estaba puesta a la máxima potencia y el salón estaba atestado de personas que lloraban, se abrazaban y apoyaban las cabezas unas contra otras para disfrutar del dolor en comunión; unas traían packs de cerveza, otras bebés y otras bandejas de emparedados cubiertos con film transparente. Incluso los Daly estaban allí; el señor Daly estaba endemoniadamente tenso y la señora Daly parecía haberse atiborrado de pastillas de la felicidad, pero la muerte lo tergiversa todo. Divisé a mi padre al instante, como por instinto. Él, Shay y unos cuantos hombres más habían delimitado una zona masculina en la cocina donde circulaban los cigarros, las latas de cerveza y una conversación monosilábica y, por el momento, la situación parecía estar bajo control. En una mesa bajo el Sagrado Corazón, entre flores, recordatorios y velas eléctricas había fotografías de Kevin: Kevin con aspecto de salchicha gorda y roja de bebé, Kevin con un fantástico traje blanco a lo Corrupción en Miami el día de su confirmación, Kevin en un banco con una pandilla de amigotes achicharrados al sol, alzando entre risas cócteles de mil colores…

– Vaya, así que aquí estás -me espetó mi madre, apartando de su camino a alguien de un codazo. Se había puesto un llamativo vestido de color azul lavanda, seguramente su prenda más elegante, y era evidente que había estado llorando a moco tendido desde aquella tarde-. ¿Te lo has tomado con calma, eh?

– He regresado tan pronto como me ha sido posible. ¿Qué tal estás?

Me agarró el brazo con esa especie de pinza de langosta que tan bien recordaba y contestó:

– Ven conmigo. Ese tipo de tu trabajo, el de la mandíbula, dice que Kevin se cayó por una ventana.

Al parecer había decidido tomarse aquello como una afrenta personal. A mi madre nunca se sabe qué puede molestarle.

– Eso parece, sí -dije.

– Es la tontería más grande que he oído nunca. Tu amigo tiene la cabeza hueca. Ve a hablar con él ahora mismo y dile que Kevin no era ningún tarado y que nunca en la vida se caería de una ventana.

Y el pobrecillo de Scorcher pensaba que le hacía un favor suavizando un suicidio camuflándolo de accidente.

– No te preocupes, se lo diré en cuanto lo vea.

– No pienso tolerar que los vecinos crean que crié a un lerdo que no sabía poner un pie delante del otro. Telefonéalo ahora mismo y se lo dices. ¿Dónde tienes el teléfono?

– Mamá, ya no estamos en horario de oficina. Lo único que conseguiré es que se tense. Lo telefonearé por la mañana, ¿de acuerdo?

– No lo harás. Sólo lo dices para que me calle. Te conozco bien, Francis Mackey, siempre fuiste un embustero y siempre te creíste más listo que los demás. Pero te voy a decir una cosa: soy tu madre y no eres más listo que yo. Vas a llamar a ese tipo ahora mismo, mientras yo te vea.

Intenté zafarme de su garra, pero sólo conseguí que me apretara más.

– ¿Acaso le tienes miedo a ese hombrecillo? Dame a mí el teléfono y lo llamaré yo misma. Venga, dámelo.

– Pero ¿qué le vas a decir? -pregunté, lo cual fue un terrible error: el nivel de locura ya iba in crescendo sin necesidad de ningún aliento por mi parte-. Sólo por interés: si Kevin no se cayó de esa ventana, ¿qué demonios crees que le sucedió?

– ¡Maldita sea! -exclamó mi madre-. Pues que lo atropello un coche. ¿Qué va a ser? Alguien debía de regresar a casa borracho después de la cena de Navidad y se llevó por delante a Kevin y luego, ¿me estás escuchando?, en lugar de apechugar con las consecuencias, abandonó a nuestro pobre niño en ese jardín con la esperanza de que nadie lo encontrara.

Sesenta segundos con ella y la cabeza ya me daba vueltas. No ayudaba, por otra parte, que en lo tocante al fondo de la cuestión más o menos yo coincidiera con ella.

– Mamá, eso no fue lo que ocurrió. Ninguna de las contusiones que tenía se corresponden con un atropello.

– ¡Entonces mueve el trasero y descubre qué le pasó! Es tu trabajo, el tuyo y el del pijo de tu amigo, no el mío. ¿Cómo podría saber yo qué le ha sucedido? ¿Es que acaso tengo pinta de policía?

Detecté a Jackie saliendo de la cocina con una bandeja de emparedados y le lancé una mirada de auxilio fraternal megaurgente. Le endosó la bandeja al primer adolescente que encontró a su paso y vino derechita hacia nosotros. Mamá seguía erre que erre («Que no eran coherentes, anda que… ¿Quién demonios te crees que eres…?»), pero Jackie entrelazó su brazo con el mío y nos dijo, en un tono apremiante:

– Ven aquí, le he dicho a la tía Concepta que le llevaría a Francis en cuanto apareciera. Va a ponerse hecha un basilisco si la hacemos esperar más. Será mejor que te apresures.

Un movimiento experto: la tía Concepta es en realidad la tía de mi madre y la única persona capaz de ganarle en una pelea en una jaula psicológica. Mamá se sorbió la nariz con desdén y me soltó el brazo, no sin antes lanzarme una mirada de advertencia indicándome que aún no habíamos terminado, y Jackie y yo respiramos hondo y nos zambullimos entre la multitud.

Aquélla fue, de largo, la tarde más rara de mi vida. Jackie me condujo por toda la casa presentándome a mis sobrinos y sobrinas, a las ex novias de Kevin (Linda Dwyer me premió con un estallido en lágrimas y un abrazo con una talla cien de sujetador), a las nuevas familias de mis viejos amigos, a los cinco estudiantes chinos absolutamente perplejos que ocupaban el piso del sótano y que estaban aplastados contra una pared, muy educados, sosteniendo en sus manos latas de Guinness intactas mientras intentaban asimilar aquello como una experiencia cultural. Un tipo llamado Waxer me dio un fuerte apretón de manos durante cinco largos minutos mientras recontaba la ocasión en que a él y a Kevin los habían pillado robando tebeos en una tienda. El Gavin de Jackie me dio un torpe puñetazo en el brazo y farfulló algo carente de sentido. Los hijos de Carmel me miraron con sus cuádruples ojos azules, mientras que la mediana, Donna, que todos me habían vendido como una niña divertidísima, se disolvió en grandes sollozos con hipo.

Ésa fue la parte fácil. Prácticamente todos los rostros de mi pasado estaban presentes en aquella sala: niños con quienes había ido a la escuela y me había peleado, mujeres que me habían dado unos azotes cuando les había llenado de barro los suelos que acababan de fregar, hombres que me habían dado dinero para que fuera al estanco y les comprara un par de cigarrillos; personas que me miraban y veían al joven Francis Mackey correteando salvajemente por las calles y siendo expulsado de la escuela bajo acusaciones falsas («Ya lo veréis, acabará siendo como su padre»). Ya nadie se parecía a quien había sido. Todos parecían salidos de una fotografía orquestada por un maquillador de la ceremonia de los Oscar, con los carrillos regordetes, grandes panzas y calvas incipientes sobreimpuestas de manera obscena sobre los rostros reales que yo conocía. Jackie me encaraba en su dirección y me musitaba sus nombres al oído. La dejé creer que no los recordaba.

Zippy Hearne me dio una palmada en la espalda y yo le dije que le debía cinco libras: al final había conseguido echarle la pierna encima a Maura Kelly, aunque había tenido que casarse con ella para lograrlo. La madre de Linda Dwyer se aseguró de que me llegara a las manos uno de sus emparedados especiales de huevo. Tropecé con alguna mirada curiosa desde el otro lado de la estancia, pero, en general, Faithful Place había decidido recibirme con los brazos abiertos; al parecer, había jugado bien mis cartas durante el fin de semana y una buena dosis de dolor siempre ayuda, sobre todo si está aderezada con una pizca de escándalo. Una de las hermanas Harrison, reducida al tamaño de Holly, pero milagrosamente aún viva, me agarró de la manga y se puso de puntillas para decirme con el chorrito de voz que sus frágiles pulmones le permitieron que me había convertido en un hombre muy guapo.

Para cuando logré desembarazarme de todo el mundo y me hice con una buena lata fría y un rincón donde pasar desapercibido, me sentí como si me hubieran sometido a una operación psiquiátrica surrealista diseñada para desorientarme sin posibilidad de recuperación. Me apoyé en la pared, me presioné la lata contra el cuello e intenté no tropezar con la mirada de nadie.

En la estancia, el humor de los presentes había ido en ascenso, como una ola: todo el mundo se había agotado de tanto sufrir y necesitaba tomar aliento antes de volver a hundirse en la miseria. El volumen aumentaba, cada vez se amontonaban más personas en casa y entre el corrillo de muchachos que había cerca de mí se oyeron carcajadas: «Y justo cuando el autobús arrancaba, Kev sacó la cabeza por la ventana de arriba con el cono de tráfico a modo de micrófono y les gritó a los polis: "¡ARRODILLAOS ANTE ZOD!"…». Alguien había apartado la mesita del café para dejar espacio delante de la chimenea y alguien más instaba a Sallie Hearne a empezar a cantar. Tras las protestas de rigor, una vez le hubieron dado un poco de whisky con el que aclararse la garganta, se arrancó: «Tres mozalbetas de Kimmage…» y la mitad de la sala le hizo coros: «De Kimmage…». Todas las fiestas de mi niñez se desataron con un coro de aquella índole, y me acordé de cuando Rosie, Mandy, Ger y yo nos escondíamos corriendo debajo de las mesas para evitar que nos enviaran a la cama para niños habilitada en cualquier dormitorio trasero. Ahora Ger tenía una calva tan reluciente que la habría podido utilizar de espejo para afeitarme la barba.

Eché un vistazo alrededor de la estancia y pensé: «Es alguien de aquí». Por nada del mundo se habría ausentado de aquel encuentro. Habría destacado desde un kilómetro de distancia y mi hombre era demasiado bueno templando su carácter y socializando. Tenía que ser alguno de los presentes, alguien que se bebía nuestra bebida y se prodigaba con recuerdos sensibleros y cantaba a coro con Sallie.

Los amigos de Kev seguían muertos de risa; un par de ellos apenas podía respirar…

– … Estábamos a punto de mearnos de la risa… Entonces nos echamos a correr como locos y saltamos al primer autobús que vimos, sin tener ni pajolera idea de adónde nos dirigíamos…

«Y en cualquier escaramuza era el más fuerte…» Incluso mamá, apretujada en el sofá protectoramente entre la tía Concepta y su temible amiga Assumpta, cantaba a coro, con los ojos enrojecidos, enjugándose la nariz, pero alzando su copa e irguiendo la barbilla como una luchadora.

Una pandilla de críos correteaba a la altura de nuestras rodillas, vestidos con sus mejores galas mientras mascaban galletas de chocolate y buscaban con recelo la mirada del adulto que al fin decidiera que era demasiado tarde para que siguieran despiertos. En cualquier momento se esconderían bajo la mesa.

– … Entonces nos bajamos del autobús pensando que estábamos en algún lugar de Rathmines, pero la fiesta era en Crumlin, así que era imposible que llegáramos. De modo que Kevin dijo: «Chicos, es viernes por la noche, aquí hay estudiantes por todos sitios, vamos a divertirnos a algún lado…».

El ambiente en la sala se estaba caldeando. Se respiraba un olor denso, imprudente y familiar: whisky caliente mezclado con humo, perfume para ocasiones especiales y sudor. Sallie se arremangó la falda e interpretó unos pasos de baile junto a la chimenea, entre verso y verso. Aún sabía moverse bien. «Después de beberse unas cuantas jarras estaba desesperado», seguían entonando.

Los amigotes de Kevin estaban a punto de rematar la anécdota:

– Y al final de la noche, Kev se llevó a casa a la chica más guapa de la fiesta.

Doblados de la risa, gritaban y brindaban con sus latas por el tanto que Kevin se había anotado hacía ya tiempo.

Cualquier agente secreto sabe que la cosa más estúpida que puede hacer en la vida es pensar que participa de los acontecimientos, pero aquella celebración formaba parte de mí mucho antes de que yo aprendiera esa lección. Me uní a los coros… «Desesperado…»

Y cuando Sallie miró en mi dirección le dediqué un guiño de aprobación y un saludo con mi lata. Pestañeó y luego apartó su mirada de mí y continuó cantando, media nota más rápida. «Pero es alto, moreno y romántico, y pese a todo lo amo…»

Hasta donde me alcanzaba la memoria, siempre me había llevado bien con todos los Hearne. Antes de tener tiempo de entender qué había pasado, Carmel se materializó junto a mi hombro.

– ¿Sabes? -preguntó-. Está siendo una velada encantadora. Cuando muera, me encantaría tener una despedida así. -Sostenía en la mano un vaso de vino con zumo o una porquería por el estilo, y su rostro reflejaba una mezcla de ensoñación y determinación acorde con la cantidad de bebida ingerida-. Mira a toda esta gente -dijo, haciendo un gesto con el vaso-, toda esta gente quería a nuestro Kev. Y te diré algo: no me sorprende. Era adorable, un cielo, eso es lo que era.

– Siempre fue un crío muy dulce.

– Y de mayor era un encanto, Francis. Ojalá hubieras tenido ocasión de conocerlo como es debido. Mis niños lo adoraban.

Me lanzó una mirada rápida y, por un instante, creí que iba a añadir algo más, pero se contuvo.

– No me sorprende.

– Darren se escapó de casa en una ocasión, sólo en una. Tenía catorce años y yo ni siquiera me preocupé; supe al instante que se había ido con Kevin. Está destrozado, mi Darren. Dice que Kevin era el único de nosotros que no estaba chiflado y que ahora ya no tiene sentido pertenecer a esta familia.

Darren deambulaba por los bordes de la estancia, cogiéndose las mangas de su gran jersey negro y con su mejor cara enfurruñada de siniestrillo profesional. Estaba tan triste que ni siquiera sentía vergüenza de haber acudido al funeral.

– Tiene dieciocho años y la cabeza hecha un lío. Ahora mismo no carbura bien. No dejes que te entristezca.

– Ya, ya lo sé, sólo está triste, pero… -Carmel suspiró-. Si quieres que te sea sincera, creo que tiene parte de razón.

– ¿Y qué? Estar chalado forma parte de la tradición familiar, cielo. Ya lo apreciará cuando sea mayor.

Intentaba hacerla sonreír, pero Carmel se frotaba la nariz mientras observaba a Darren con preocupación.

– ¿Crees que soy una mala persona, Francis?

Solté una carcajada.

– ¿Tú? ¿Acaso has perdido el juicio, Melly? Claro que no. Hace tiempo que no lo compruebo, pero, a menos que hayas estado regentando un burdel en esa encantadora casita adosada tuya, diría que eres bastante buena. He conocido a unas cuantas malas personas en mi vida y te lo aseguro: tú no encajas en el perfil.

– Esto que voy a contarte te sonará horrible -continuó Carmel. Escudriñó con gesto de duda el vaso que asía en la mano, como si no supiera cómo había llegado hasta allí-. No debería decirlo y menos ahora, sé que no debería hacerlo, pero eres mi hermano y para eso están los hermanos, ¿no?

– Claro que sí. ¿Qué has hecho? ¿Voy a tener que arrestarte?

– Va, cállate. No he hecho nada. Hablo sólo de lo que pienso. ¿Quieres hacerme el favor de no reírte de mí?

– Jamás me atrevería a hacerlo. Te lo juro.

Carmel me observó con recelo por si le estaba tomando el pelo, pero luego suspiró, le dio un remilgado sorbito a su bebida, que olía a sucedáneo de melocotón, y dijo:

– Siempre estuve celosa de él -confesó-. De Kevin. Siempre. -Aquello sí que no me lo esperaba. Aguardé-. Y también lo estoy de Jackie. Antes incluso tenía celos de ti.

– Vaya, me había llevado la impresión de que ahora eras bastante feliz -repliqué-. ¿Me equivoco?

– No; uf, Dios mío, no. Soy feliz. Tengo una vida maravillosa.

– Entonces ¿de qué tienes celos?

– No, no es eso. Es… ¿Te acuerdas de Lenny Walker, Francis? Salí con él cuando éramos muy jóvenes, antes de Trevor. ¿Lo recuerdas?

– Vagamente. ¿El que tenía cara de cráter?

– ¡Oye, basta! Pobrecillo… Tenía acné. Luego se le curó. Además, a mí no me importaba cómo tuviera la piel; estaba encantada de tener un primer novio. Me moría de ganas de traerlo a casa y presumir de él delante de todos vosotros, pero ya sabes cómo eran las cosas entonces.

– Y tanto que sí -contesté.

Ninguno de nosotros había llevado nunca a nadie a casa, ni siquiera en esas ocasiones especiales en las que se suponía que papá estaría en el trabajo. Lo conocíamos demasiado bien como para dar por sentado que así sería.

Carmel echó un vistazo rápido alrededor para cerciorarse de que nadie nos escuchaba.

– Pues resulta que una noche -prosiguió- Lenny y yo nos estábamos dando unos besos y toqueteándonos en la calle Smith y papá pasó por delante de nosotros de camino al bar y nos sorprendió. Se quedó lívido. Ahuyentó a Lenny taconeando con fuerza en el suelo y luego me agarró del brazo y empezó a abofetearme en la cara. Empezó a insultarme, me dijo de todo, no me atrevo ni a repetirlo… Me trajo a rastras a casa todo el camino. Luego me llamó golfa de mala muerte y me amenazó con internarme en una escuela para chicas malas. Que Dios me ampare, Francis, Lenny y yo sólo nos dimos un beso. Si yo ni siquiera habría sabido cómo hacer algo más… -Pese a todo el tiempo transcurrido, aquel recuerdo aún la hacía ponerse como la grana-. Bueno, aquél fue nuestro final. Después de aquello, cuando nos tropezábamos por ahí, Lenny ni siquiera me miraba a la cara; estaba demasiado avergonzado. Y no lo culpo, que quede claro.

La actitud de mi padre con respecto a mis novias y las de Shay había sido mucho más tolerante, aunque no más útil. Cuando Rosie y yo salíamos juntos sin tapujos, antes de que Matt Daly lo descubriera y le lanzara encima a la caballería, me había dicho: «Así que la pequeña de los Daly, ¿eh? Buena elección, hijo. Fresca como una lechuga. -Tras lo cual me había dado una palmada demasiado fuerte y había sonreído ampliamente al ver que a mí se me tensaba la mandíbula-. Tiene unas buenas mamellas, madre mía. ¿Qué? Cuéntanos. ¿Ya se las has magreado?»

– Vaya mierda, Melly. De verdad. Mierda de cinco estrellas.

Carmel tomó aire, se dio unas palmaditas en la cara y el sonrojo empezó a desvanecerse.

– Vaya, mira cómo me he puesto, la gente pensará que tengo sofocos… Bueno, no es que yo estuviera loquita por Lenny; probablemente habría roto con él en poco tiempo, porque besaba fatal. Simplemente jamás volví a ser la misma. Tú no lo recordarás, pero yo antes de aquello era bastante descarada; solía contestar muy mal a papá y a mamá. Después de ese día tenía miedo hasta de mi propia sombra. Créeme, Trevor y yo estuvimos hablando de comprometernos un año antes de hacerlo; él ya tenía ahorrado el dinero para el anillo y todo eso, pero yo no me atrevía a dar el paso, porque sabía que tenía que celebrar una fiesta de compromiso. Y me aterraba la idea de reunir a las dos familias en una misma estancia. Estaba aterrorizada.

– No te culpo -la sosegué y por un instante deseé haberme mostrado más amable con el cerdito del hermano pequeño de Trevor.

– Y a Shay le ocurre lo mismo. No es que se asustara y, además, papá jamás intercedió en sus líos de faldas, pero… -Buscó con la mirada a Shay, que estaba apoyado en el vano de la puerta de la cocina con una lata en la mano y la cabeza inclinada hacia Linda Dwyer-. ¿Recuerdas aquella vez, tú debías de rondar los trece años, en que se quedó inconsciente?

– Procuro con todas mis fuerzas no hacerlo -contesté.

Había sido uno de esos días divertidos. Papá intentó asestarle un puñetazo a mamá, por razones que ahora se me escapan, y Shay lo agarró de la muñeca. Mi padre no era de los que se tomaban bien los desafíos a su autoridad y así nos lo hizo saber agarrando a Shay por el pescuezo y sacudiéndole la cabeza con fuerza contra la pared. Shay perdió el conocimiento, probablemente sólo durante un minuto, pero pareció una hora, y pasó el resto de la noche bizco. Mamá no nos permitió llevarlo al hospital, sin que quedara claro si lo que le preocupaban eran los médicos, los vecinos o ambos, pero sólo de pensarlo le daban escalofríos. Yo pasé toda aquella noche observando a Shay mientras dormía, asegurándole a Kevin que no se moriría y preguntándome qué demonios haría yo si lo hacía.

– Después de aquello nunca ha vuelto a ser el mismo. Se endureció -sentenció Carmel.

– No es que antes fuera un osito de peluche.

– Sé que nunca os habéis llevado bien, pero juro por Dios que Shay era un buen muchacho. A veces Shay y yo manteníamos unas conversaciones maravillosas y los estudios le iban fantásticamente bien… Después de aquello empezó a retraerse en sí mismo.

Sallie se marcó su gran final («Y entre tanto viviremos en mi casa, ¡ay!») y la concurrencia estalló en vítores y aplausos. Carmel y yo aplaudimos por inercia. Shay alzó la cabeza y echó un vistazo alrededor de la estancia. Por un segundo me pareció recién salido de una sesión de quimioterapia: con la tez grisácea, exhausto y con grandes ojeras. Luego volvió a sonreír al escuchar la anécdota que Linda Dwyer le estaba contando.

– ¿Qué tiene que ver todo esto con Kevin? -pregunté.

Carmel suspiró hondo y dio otro sorbito a los melocotones falsos. La caída de sus hombros indicaba que se internaba en la fase melancólica.

– Pues que por eso estaba celosa de él -contestó-: Kevin y Jackie… lo pasaron mal, sé que lo pasaron mal. Pero a ellos nunca les sucedió nada parecido, no les ocurrió nada que los hiciera cambiar para siempre. Shay y yo nos aseguramos de que así fuera.

– Y yo.

Sopesó mi apunte.

– Sí -reconoció-. Y tú. Pero nosotros intentábamos cuidarte también, y lo hicimos, Francis. Yo siempre creí que tú eras un buen muchacho también. Además, tuviste las agallas de largarte. Y cuando Jackie nos explicó que estabas en plena forma… pensé que habías escapado antes de que te machacaran la cabeza.

– Me faltó poco -señalé-. Aunque no usó cigarrillos.

– No lo supe hasta la otra noche, en el bar, cuando lo dijiste. Nosotros hicimos cuanto pudimos por evitarlo, Francis.

Le sonreí. Su frente era un laberinto de finas ranuras ansiosas, huellas de una vida preocupándose por que todas las personas que la rodeaban estuvieran bien.

– Sé que así fue, cariño. Nadie lo habría hecho mejor.

– Entonces ¿entiendes por qué sentía celos de Kevin? Él y Jackie aún tienen la oportunidad de ser felices. Tal como yo lo era de niña. No es que jamás haya deseado que le pasara nada malo, que Dios me ampare. Simplemente lo miraba y ansiaba poder ser así yo también.

– No creo que eso te convierta en una mala persona, Melly -le aseguré con ternura-. No es que descargaras contra Kevin. Tú nunca en tu vida hiciste nada para hacerle daño; siempre hiciste cuanto estuvo en tu mano para asegurarte de que estaba bien. Fuiste una buena hermana para él.

– Aun así, es pecado -sentenció Carmel. Observaba la estancia abrumada por el dolor, balanceándose sobre sus altos tacones, sólo un poquito-. Envidia. Para que sea pecado basta con sentirla, como bien sabes. «Perdóname, Padre, porque he pecado, de obra y de pensamiento, en lo que he hecho y en lo que he dejado de hacer…» ¿Cómo podré pronunciar estas palabras de nuevo en la confesión ahora que Kevin ha muerto? Me avergonzaría de mi vida.

La rodeé con el brazo y le di un apretoncito en el hombro. Se dejó querer.

– Escúchame bien, cariño. Te garantizo que no vas a ir al infierno por unos celillos fraternales. Como mucho, ocurrirá lo contrario: Dios te dará puntos adicionales por esforzarte tanto por superarlos. ¿Me oyes bien?

– Claro, seguro que tienes razón -contestó Carmel de manera automática (los años de seguirle la corriente a Trevor…), pero no sonaba convencida. Por un segundo tuve la sensación de que, por algún motivo, la había decepcionado. Volvió a enderezarse y se olvidó de mí-: ¡Válgame Dios! ¿Es una lata de cerveza lo que Louise tiene en la mano? ¡Louise! ¡Ven aquí ahora mismo!

A Louise estuvieron a punto de saltársele los ojos de las órbitas y se desvaneció entre la multitud a la velocidad de un rayo. Carmel salió en su persecución.

Yo me recosté en mi rincón y no me moví de allí. El salón volvía a cambiar. El bendito de Tommy Murphy atacaba The Rare Old Times con una voz que antiguamente había tenido sabor a humo de turba y miel. La edad lo había suavizado, pero aún era capaz de poner punto y final a una conversación a mitad de frase. Las mujeres alzaban sus copas y se balanceaban hombro con hombro, las criaturas se apoyaban en las piernas de sus padres y escuchaban chupándose el dedo; incluso los amigos de Kevin habían bajado la voz y ahora contaban sus anécdotas en un murmullo. El bendito de Tommy tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, con la vista clavada en el techo. «Criado a base de canciones y relatos, de héroes de leyendas conocidas y de la antigua gloria del Dublín de antaño…», cantaba. Nora, recostada en el marco de la ventana para escuchar, casi hizo que se me detuviera el corazón de un salto por su enorme parecido con Rosie, como si fuera una sombra de ésta, con ojos oscuros y tristes, y quieta, demasiado lejos para tocarla.

Aparté la vista de ella como un rayo; fue entonces cuando divisé a la señora Cullen, la madre de Mandy, cerca del altar dedicado a Jesús y a Kevin, manteniendo una intensa conversación con Veronica Crotty, quien seguía teniendo el aspecto de estar constipada todo el año. La señora Cullen y yo solíamos llevarnos bien en mi adolescencia; a ella le gustaba reír y yo le contaba chistes. En esta ocasión, no obstante, cuando nuestras miradas se cruzaron y le sonreí, dio un brinco como si algo la hubiera picado, agarró del codo a Veronica y le susurró algo a doble velocidad en el oído mientras lanzaba miradas furtivas en mi dirección. A los Cullen nunca se les había dado bien la sutileza. Fue entonces cuando empecé a preguntarme por qué Jackie no me había llevado a saludarles al llegar.

Fui en busca de Des Nolan, el hermano de Julie, que había sido amigote mío y a quien, por alguna razón, también nos habíamos saltado durante la gira relámpago de Jackie. La mirada que puso al verme habría sido impagable, de haber estado yo de humor para bromas. Musitó algo incoherente, señaló hacia una lata que a mí no me pareció vacía y salió disparado como una flecha hacia la cocina.

Encontré a Jackie acorralada en un rincón, mientras nuestro tío Bertie le daba la murga. Puse expresión de agonía al borde del desmoronamiento, la liberé de las garras sudorosas de nuestro pariente, la conduje hasta el dormitorio y cerré la puerta. La habitación estaba pintada ahora de color melocotón y hasta el último palmo de superficie disponible se había cubierto con artilugios de porcelana, lo cual ponía de relieve la falta de previsión por parte de mamá. Olía a jarabe para la tos mezclado con algo más, otro medicamento, más fuerte.

Jackie se desplomó en la cama.

– ¡Dios! -exclamó, abanicándose y resoplando-. Mil gracias. Madre mía, sé que no está bien criticar, pero el tío Bertie no ha pasado por una bañera desde que la comadrona lo trajo al mundo.

– Jackie -la corté-. ¿Qué sucede?

– ¿A qué te refieres?

– La mitad de los presentes no me dirigen la palabra, ni siquiera me miran a los ojos, pero tienen mucho que decirse entre ellos cuando creen que no los miro. ¿De qué va todo esto?

Jackie consiguió poner una mirada inocente y furtiva al mismo tiempo, como un niño sorprendido in fraganti que niega haberse comido el chocolate.

– Has pasado mucho tiempo fuera. Hace veinte años que no te veían. Sólo se sienten un poco incómodos.

– ¡Y un cuerno! ¿Es porque soy policía?

– ¡Qué va, no! Tal vez un poco, pero… ¿Por qué no dejamos el tema, Francis? Quizá te estás poniendo un poco paranoico, ¿no crees?

– Necesito saber qué está pasando, Jackie -contesté-. Hablo en serio. No te me vayas por las ramas con esto.

– Eh, relájate; yo no soy uno de tus puñeteros sospechosos. -Agitó la lata de sidra que sostenía en la mano-. ¿Sabes si queda alguna más de éstas?

Le pasé mi Guinness (apenas la había tocado).

– Cuéntamelo.

Jackie suspiró, mientras daba vueltas a la lata entre sus manos.

– Ya sabes cómo es Faithful Place. Al más mínimo atisbo de escándalo…

– Se abalanzan sobre él cual buitres. Pero ¿cómo demonios he acabado convirtiéndome yo en el plato especial del día?

Se encogió de hombros incómoda.

– A Rosie la asesinaron la noche que tú desapareciste. Y Kevin ha muerto dos noches después de tu regreso. Además, aconsejaste a los Daly que no se pusieran en contacto con la policía. Algunas personas… -Su voz se apagó.

– Dime que me estás tomando el pelo, Jackie. Por favor, dime que Faithful Place no cree que yo haya asesinado a Rosie y a Kevin.

– No todo Faithful Place. Sólo algunas personas. No creo… Francis, escúchame… Sinceramente, dudo que lo crean de verdad. Simplemente especulan porque así la historia es más suculenta, el hecho de que te largaras, que te hayas convertido en policía y todo eso. No dejes que te influya. Sólo buscan un poco más de drama, no es más que eso.

Me di cuenta de que aún tenía la lata vacía de Jackie entre las manos y de que la había aplastado hasta hacerla un amasijo de latón. Podía prever una reacción así de Scorcher, quizá del resto de patatas rellenas de aire del Departamento de Homicidios, incluso de unos cuantos colegas de Operaciones Secretas. Pero jamás lo habría esperado del barrio que me había visto nacer.

Jackie me miraba con nerviosismo.

– ¿Entiendes lo que intento decirte? Quienquiera que matara a Rosie es de por aquí. La gente prefiere no pensar…

– Yo también soy de por aquí -aclaré.

Se produjo un silencio. Jackie alargó una mano vacilante e intentó tocarme el brazo; yo lo aparté de ella bruscamente. La tenue luz del dormitorio se me antojó amenazante; las sombras se agolpaban demasiado densamente en los rincones. Fuera, en el salón, los presentes se sumaban de manera irregular al bendito Tommy: «Los años me han hecho más amargo, la bebida me nubla el pensamiento, y Dublin sigue cambiando; ya nada es como era…».

– ¿Y tú has permitido que quienes me acusan de algo así en tu cara hayan entrado en esta casa? -pregunté.

– No seas idiota -me atajó Jackie-. A mí nadie me ha dicho nada. ¿Crees que tendrían agallas suficientes para hacerlo? Les partiría la cara a hostias. Sólo lo insinúan. La señora Nolan le dijo a Carmel que siempre te ha gustado la acción, Sallie Hearne le dijo a mamá que siempre habías tenido muy mal genio y que recordaba la vez que le habías partido la nariz a Zippy…

– Pero si fue porque se estaba metiendo con Kevin. Por eso le pegué aquel puñetazo a Zippy, por todos los santos. Y teníamos diez años.

– Ya lo sé. No les hagas caso, Francis. No les des esa satisfacción. Son todos unos idiotas. Han tenido una dosis de drama suficiente para toda una vida, pero a ellos siempre les queda hueco para un poco más. Así es Faithful Place y así ha sido siempre.

– Sí -coincidí con ella.

Al otro lado de la puerta, la canción sonaba cada vez más fuerte y estentórea a medida que se iban sumando espontáneos. Me apoyé en la pared y me restregué la cara con las manos. Jackie me observaba de reojo mientras se bebía mi Guinness. Al final me preguntó con cautela:

– ¿Nos reincorporamos?

– ¿Llegaste a preguntarle a Kevin de qué quería hablarme? -le pregunté.

Puso cara de angustia.

– Oh, Francis, cuánto lo siento. Lo habría hecho, pero como dijiste…

– Sé perfectamente lo que dije.

– ¿Al final no consiguió hablar contigo?

– No -contesté-. No.

Otro breve silencio.

Jackie repitió:

– Lo siento mucho, Francis.

– No es culpa tuya.

– Nos estarán buscando.

– Ya lo sé. Dame un minuto más y volvemos a salir.

Jackie me ofreció la lata.

– ¡A la porra con eso! -la rechacé-. Necesito beber algo más fuerte.

Bajo el alféizar había una tabla de suelo suelta debajo de la cual Shay y yo solíamos esconder los cigarrillos para que no los viera Kevin y, como era de prever, mi padre también la había encontrado. Agarré una botella de vodka, le di un trago y se la ofrecí a Jackie.

– ¡Caray! -exclamó. Parecía realmente asustada-. Pero bueno… ¿por qué no?

Asió la botella, le dio un sorbito y se secó el pintalabios con cuidado.

– Bien -dije. Di otro trago generoso y volví a esconder la botella en su pequeño escondrijo-. Y ahora expongámonos al linchamiento público.

Fue entonces cuando cambiaron los ruidos en el exterior. Las voces que cantaban se apagaron rápidamente y un segundo después el murmullo de la conversación se detuvo. Un hombre dijo algo con brusquedad, en tono bajo y enfadado, una silla se hizo añicos contra una pared y luego mamá apareció como algo a medio camino entre un alma en pena y una alarma de coche.

Papá y Matt Daly discutían, barbilla con barbilla, en medio del salón. El vestido de color lavanda de mi madre estaba manchado con algo húmedo, de arriba abajo, y ella no cesaba de repetir: «Lo sabía, imbécil, lo sabía, sólo esta noche, es lo único que te había pedido…». El resto de presentes se habían apartado para no meterse en la refriega. Tropecé con la mirada de Shay al otro lado de la sala, como si fuéramos imanes, y empezamos a abrirnos camino a codazos entre la concurrencia.

Matt Daly dijo:

– Siéntate.

– Papá -dije yo, tocándole el hombro.

Ni siquiera se percató de mi presencia. Sin más, le replicó a Matt Daly:

– No te atrevas a darme órdenes en mi propia casa.

Shay, colocado a su otro lado, dijo:

– Papá.

– Siéntate -repitió Matt Daly, con voz ronca y fría-. Vas a montar una escena.

Papá lo embistió. Las habilidades realmente útiles nunca se olvidan: me abalancé sobre él con la misma celeridad que Shay; mis manos aún recordaban cómo agarrarlo y mi espalda estaba ya preparada en anticipación cuando mi padre dejó de pelear y le flaquearon las rodillas. Me puse como la grana de pura vergüenza.

– Sacadlo de aquí -chilló mamá. Un corrillo de mujeres cacareaban alrededor de mi madre y alguien le daba golpecitos con un pañuelo, pero ella estaba demasiado furiosa para darse cuenta-. Venga, tú, sal de aquí, vuelve a la alcantarilla a la que perteneces, nunca debería haberte sacado de allí… En el funeral de tu propio hijo, maldito bastardo, no respetas nada…

– ¡Zorra! -rugió papá por encima de su hombro, mientras lo arrastrábamos fuera de la puerta-. ¡Sucia asquerosa!

– Por la puerta trasera -observó Shay con brusquedad-. Dejemos que los Daly salgan por la delantera.

– ¡Al infierno con Matt Daly! -gritó papá mientras descendíamos las escaleras-. ¡Y al infierno Tessie Daly! ¡Y al infierno vosotros dos también! Kevin era el único de los tres que valía la pena.

Shay soltó una carcajada áspera. Parecía peligrosamente exhausto.

– Mira, probablemente en eso tengas razón.

– El mejor de todos -continuó papá-. Mi chico de ojos azules. -Rompió a llorar.

– ¿No querías saber cómo lo llevaba? -me preguntó Shay. Sus ojos se encontraron con los míos tras la nuca de papá; despedían fuego-. Pues he aquí tu oportunidad de descubrirlo. Que la disfrutes.

Abrió la puerta trasera utilizando diestramente un pie como gancho, arrojó a papá a los escalones y entró de nuevo en casa.

Papá permaneció donde lo había soltado, sollozando y perorando acerca de la crueldad de la vida y de divertirse hasta que no le quedaran fuerzas. Yo me apoyé contra la pared y encendí un pitillo. El tenue resplandor naranja procedente de ningún lugar en concreto confería al jardín ese aspecto aciago de las películas de Tim Burton. El cobertizo donde antes solía hallarse el inodoro seguía allí, si bien ahora le faltaban unos cuantos tablones y se inclinaba en un ángulo imposible. La puerta del vestíbulo se cerró de un portazo a mis espaldas: los Daly regresaban a casa.

Al cabo de un rato, papá agotó su intervalo de atención, o bien se le enfrió el trasero. Salió a regar el jardín, se limpió los mocos con la manga y se acomodó en el escalón, haciendo un gesto de dolor.

– Dame un cigarrillo.

– Pídemelo «por favor».

– Soy tu padre y te ordeno que me des un cigarrillo.

– ¡Al carajo! -exclamé y le tendí un pitillo-. Siempre cedo ante una buena causa. Y el hecho de que tú agarres un cáncer de pulmón sin duda alguna lo es.

– Siempre fuiste un engreído y un arrogante -replicó, al tiempo que agarraba el pitillo-. Debería haber empujado a tu madre escaleras abajo cuando me dijo que estaba encinta.

– Probablemente lo hiciste.

– Y un cuerno. Nunca os he puesto una mano encima a menos que os lo merecierais.

Le temblaban tanto las manos que no era capaz de encender el cigarrillo. Me senté junto a él en las escaleras, le quité el encendedor y le ayudé. Apestaba a nicotina, a Guinness rancia y a unas gotas de ginebra fresca. Yo seguía teniendo los nervios de la espina dorsal a flor de piel, aún en alerta por miedo a él. El murmullo de la conversación que salía por la ventana que quedaba sobre nuestras cabezas volvía a subir de volumen, incómodamente, a ráfagas.

– ¿Qué te pasa en la espalda? -pregunté.

Papá soltó una bocanada de humo.

– No es asunto tuyo.

– Bueno, era sólo por darte conversación.

– Tú nunca hablas sólo por dar conversación. No soy idiota. No me trates como si lo fuera.

– Nunca he pensado que lo fueras -aclaré, y hablaba en serio.

Si mi padre hubiera dedicado un poco más de tiempo a cultivarse y un poco menos a saciar su alcoholismo, podría haber sido un buen rival dialéctico. Cuando yo tenía unos doce años estudiamos la Segunda Guerra Mundial en el colegio. EÍ maestro era un capullo paleto que no había salido del armario y creía que todos los críos de las zonas urbanas deprimidas éramos demasiado tontos para entender un tema tan complejo, de manera que ni se preocupaba por enseñarnos. Mi padre, que aquella semana estaba sobrio de casualidad, fue quien se sentó a mi lado, dibujó diagramas a lápiz sobre el mantel de la cocina, sacó los soldaditos de plomo de Kevin para formar a los ejércitos y me ilustró sobre cómo había acontecido todo con tal claridad y viveza que aún recuerdo cada detalle como si lo hubiera visto en una película. Una de las tragedias de mi padre siempre fue que era lo bastante inteligente como para entender cuánto la había cagado en la vida. Lo habría sobrellevado todo mucho mejor de ser un idiota sin dos dedos de frente.

– ¿Qué te importa a ti mi espalda?

– Simple curiosidad. Pero si alguien va a perseguirme solicitándome que pague una parte de la cuota de la residencia de ancianos, estaría bien saber qué te ocurre de antemano.

– Yo no te he pedido nada. Y no pienso ir a ninguna residencia. Antes me descerrajo un tiro en la cabeza.

– Bien hecho. No lo dejes para demasiado tarde.

– No te daría esa alegría.

Dio otra calada angustiada al cigarrillo y observó los aros de humo que exhaló por la boca.

– ¿A qué venía todo ese follón? -pregunté.

– A nada en particular. Asuntos de hombres.

– ¿Qué significa eso? ¿Que Matt Daly te ha robado el rebaño?

– No debería haber entrado en mi casa. Y menos que nunca esta noche.

El viento husmeó entre los jardines y fue a recostarse contra las paredes del cobertizo. Por una fracción de segundo pude ver a Kevin, justo la noche anterior, tumbado, de color púrpura y blanco, apaleado en medio de la oscuridad, a cuatro jardines de distancia. No me enfadé, pero tuve la sensación de pesar ciento veinte kilos, como si fuera a tener que permanecer allí sentado toda la noche, porque las posibilidades de poder ponerme en pie en aquel escalón por mí mismo eran nulas. Al cabo de un rato papá dijo:

– ¿Te acuerdas de aquella tormenta? Debías de tener, no sé, cinco o seis años. Os saqué a ti y a tu hermano a la calle. Tu madre tuvo un ataque de histeria.

– Sí. Me acuerdo.

Había sido uno de esas noches estivales como una olla a presión en las que cuesta horrores respirar y todo el mundo se discute por nada. Cuando estalló el primer trueno, papá soltó una risotada de alivio como un rugido. Agarró a Shay con un brazo y a mí con el otro y descendió por las escaleras, mientras mi madre gritaba como una posesa a nuestra espalda. Nos sostuvo en brazos para que viéramos los relámpagos centellear por encima de las chimeneas y nos enseñó a no temer a los truenos, porque no eran más que los relámpagos calentando el aire con la rapidez de una explosión. Y también nos enseñó a no tener miedo de mamá, que estaba asomada a la ventana y ahora ya gritaba como una energúmena. Cuando finalmente una cortina de lluvia descargó sobre nosotros, papá echó la cabeza hacia atrás y, mientras miraba el cielo gris purpúreo, jugó a darnos vueltas en medio de la calle vacía, mientras Shay y yo gritábamos de la risa como salvajes, enormes goterones cálidos de lluvia nos salpicaban en la cara y la electricidad hacía que nos crujiera el cabello, mientras los truenos hacían temblar el suelo y retumbaban a través de los huesos de papá hasta los nuestros.

– Fue una tormenta fantástica -manifestó papá-, una noche fantástica.

– Recuerdo cómo olía. El sabor de aquella fuerte lluvia -comenté yo.

– Sí. -Dio una última calada minúscula a su cigarrillo y luego arrojó la colilla a un charco-. Te diré lo que me apetecía hacer aquella noche. Me habría encantado agarraros a los dos y largarme. Subir a las montañas y vivir allí. Robar una tienda y un arma en algún lugar y vivir de lo que fuéramos capaces de cazar. Sin mujeres que nos incordiaran ni nos dijeran que no éramos lo bastante buenos, sin nadie dedicándose a ningunear a un pobre trabajador. Erais unos niños maravillosos, tú y Kevin; niños fuertes, capaces de sobrevivir en cualquier lugar. Creo que nos habría ido estupendamente.

– Pero quienes estábamos aquella noche éramos Shay y yo.

– Tú y Kevin.

– No. Yo seguía siendo aún lo bastante pequeño como para que me pudieras levantar en brazos, lo cual significa que Kevin no debía de ser más que un bebé, si es que había nacido.

Papá reflexionó un instante.

– ¡Que te jodan! -se quejó al fin-. ¿Sabes qué significaba aquella noche para mí? Era uno de mis mejores recuerdos de mi hijo muerto. ¿Por qué quieres jodérmelo y robármelo?

– El motivo por el que no tienes recuerdos reales de Kevin es porque, para cuando él nació, tu cerebro, básicamente, era ya un puré de patatas. Si te apetece explicarme por qué eso es culpa mía, soy todo oídos.

Respiró hondo, preparándose para propinarme su mejor derechazo, pero le sobrevino un ataque de tos que casi lo hace saltar traqueteando del escalón. De repente sentí asco por ambos. Me había pasado los últimos diez minutos pidiendo a gritos que me soltara un puñetazo en la cara; había tardado todo este tiempo en darme cuenta de que no me enfrentaba a alguien de mi misma estatura. Pensé que tenía unos tres minutos para alejarme de aquella casa antes de perder la cabeza.

– Ten. -Le tendí otro cigarrillo. Mi padre seguía sin poder hablar, pero lo asió con su mano temblorosa-. Que lo disfrutes. -Y lo dejé solo.

En el piso de arriba, el bendito Tommy volvía a cantar. La noche había alcanzado el momento en el que la concurrencia había sustituido la Guinness por bebidas más fuertes y ya andábamos luchando con los británicos: «Las tuberías ya no zumbaban y los tambores de guerra callaban, pero el tañido de las campanas del Ángelus de Liffey resonaba, abriéndose paso entre la densa niebla del alba». [8]

Shay se había evaporado, y también Linda Dwyer. Carmel estaba apoyada a un lado del sofá, cantando al son de la canción, con un brazo alrededor de Donna, que estaba adormilada, y el otro apoyado en el hombro de mamá. Le susurré al oído:

– Papá está fuera. Que alguien vaya a ver cómo se encuentra dentro de un rato. Yo tengo que irme. -Carmel me miró con una sacudida rápida de cabeza, desconcertada, pero puse un dedo sobre mis labios y le hice un gesto con la cabeza señalando a mamá-. Chisss. Volveré pronto. Lo prometo.

Me fui antes de que a cualquiera se le ocurriera decirme algo. La calle estaba en penumbra, iluminada tan sólo por una luz en casa de los Daly y otra en el apartamento de los estudiantes melenudos; el resto del barrio estaba o bien dormido o bien en nuestra casa. La voz del bendito Tommy sonaba a través de la ventana de nuestro salón, débil y eternamente joven a través del vidrio: «Al cabalgar de nuevo por la cañada, con el corazón roto por el dolor, pues de allí había partido con hombres valientes a quienes no volvería a ver…». Me persiguió por todo Faithful Place. Incluso cuando doblé la esquina para tomar la calle Smith pensé que seguía oyéndolo, bajo el zumbido de los vehículos, cantando con todo su corazón.

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