Capítulo 11

Abrí la puerta principal y la cerré de un portazo dedicado a Scorcher; descendí por las escaleras traseras, salí al jardín y salté la tapia. No tenía tiempo para ocuparme de mi familia. En este mundillo los rumores corren a toda velocidad, sobre todo si el cotilleo es suculento. Apagué todos mis teléfonos móviles y me dirigí a la comisaría a toda prisa para decirle a mi superior que iba a tomarme unos días libres antes de darle tiempo a que fuera él quien me lo propusiera.

George es un tipo grandullón, está a punto de jubilarse y tiene un rostro mustio y exhausto, como un perro basset de juguete. Todos lo adoramos; los sospechosos cometen el error de creer que ellos también pueden quererlo.

– Ah -exclamó, levantándose con gran esfuerzo de su butaca cuando me vio aparecer en la puerta-. Frank. -Me tendió la mano por encima de su escritorio-. Lamento tu pérdida.

– Estábamos distanciados -contesté, dándole un fuerte apretón de manos-, pero no voy a negarte que estoy conmocionado.

– Dicen que podría haberse suicidado.

– Sí -accedí, observando el astuto destello evaluativo en sus ojos mientras se hundía de nuevo en su butaca-. Eso dicen. Todo este asunto me está volviendo loco. Jefe, me deben muchas vacaciones. Si te parece bien, me gustaría tomarme unos días libres, con efecto inmediato.

George se pasó la mano por la calva y luego la examinó lastimeramente, fingiendo sopesar mi propuesta.

– ¿Habrá algún inconveniente con las investigaciones que tienes en curso?

– Ninguno -le aseguré, cosa que él, por otra parte, sabía perfectamente: leer al revés es una de las habilidades más útiles de la vida, y el archivo que George tenía delante era mío-. No hay nada crucial en curso. Simplemente conviene llevar un seguimiento. Una hora o dos para poner mis papeles en orden y puedo transferir mis casos.

– De acuerdo -convino George con un suspiro-. ¿Por qué no? Pásaselos a Yeates. Tendrá que aparcar la operación de la cocaína del sur durante un tiempo; pero no corre prisa.

Yeates es bueno; en Operaciones Secretas no hay inútiles.

– Lo pondré al día de todo -aseguré-. Gracias, jefe.

– Tómate unas cuantas semanas. Aclárate la cabeza. ¿Qué tienes previsto? ¿Piensas pasar tiempo con tu familia?

En otras palabras: ¿tienes previsto merodear por el escenario del crimen curioseando?

– Había pensado en marcharme de la ciudad -contesté-. Quizá pasar unos días en Wexford. He oído decir que el litoral está esplendoroso en esta época del año.

George se masajeó la frente como si le doliera.

– Un gilipollas de Homicidios se ha puesto en contacto conmigo a primera hora de esta mañana para exponerme sus quejas sobre ti. Kennedy, Kenny o como se llame. Te acusa de haber estado interfiriendo en su investigación.

Pequeño capullo hijo de su madre.

– Debe de estar premenstruando -conjeturé-. Le llevaré un ramo de flores y todo solucionado.

– Llévale lo que quieras, pero no le lleves ninguna excusa para que vuelva a telefonearme. No me gusta que ningún gilipollas me moleste antes de tomarme la taza del té de las mañanas; me revuelve las tripas.

– Estaré en Wexford, jefe, ¿recuerda? No podría importunar a la Señorita Homicidios levantándole la falda de volantes ni aunque quisiera. Me limitaré a ordenar unas cuantas cosas -señalé con un dedo en dirección a mi despacho- y desapareceré de la vista de todo el mundo.

George me inspeccionó con aquellos ojos cubiertos por unos pesados párpados. Al final agitó la mano con ademán de cansancio y dijo:

– Ordena lo que quieras. Tómate el tiempo que necesites.

– Gracias, jefe -le agradecí. Por esto precisamente es por lo que amamos a George. Uno de los aspectos que lo convierten en un superior fantástico es que sabe cuándo no quiere saber más-. Te veo dentro de unas semanas.

Casi había franqueado la puerta cuando me llamó.

– Frank.

– ¿Sí, jefe?

– ¿Hay algún lugar donde la brigada pueda efectuar una donación a nombre de tu hermano? ¿Alguna organización caritativa? ¿Algún club deportivo?

Y otra vez volvió a sacudirme, como un golpe directo a la nuca. Guardé silencio un instante. Ni siquiera sabía si Kev pertenecía a algún club deportivo, aunque lo dudaba. Pensé que habría que crear una organización caritativa especial para situaciones nefastas como aquélla, un fondo para enviar a todo el puñetero mundo a hacer submarinismo en la Gran Barrera de Arrecifes y sobrevolar en parapente el Gran Cañón del Colorado, por si por casualidad aquel día resultaba ser su última oportunidad.

– Donadlo a la gente de las Víctimas de Homicidios -contesté-. Y gracias, jefe. Aprecio el gesto. Dales las gracias a los muchachos.


En el fondo, todo agente encubierto cree que los de Homicidios son una pandilla de niñatos. Hay excepciones, pero el hecho es que los muchachos de Homicidios son nuestros boxeadores profesionales: pelean duro, pero, cuando se entra en materia, llevan guantes y protectores bucales y hay un arbitro que hace sonar la campana cuando todo el mundo necesita tomarse un respiro y limpiarse la sangre. En cambio, en la Secreta peleamos con los nudillos desnudos, en las calles, y lo hacemos hasta que alguien cae derribado. Si Scorch desea inspeccionar la casa de un sospechoso, rellena un kilómetro cuadrado de papeleo, espera a que se lo devuelvan sellado y entonces reúne al equipo pertinente para que nadie salga herido; en cambio, yo despliego mis artes de seducción, me invento una buena historia y me cuelo en la casa y, si el sospechoso decide que quiere echarme de allí a patadas, sólo me tengo a mí para defenderme.

La situación jugaba a mi favor. Scorch estaba acostumbrado a pelear acatando las reglas. Y daba por asumido que, salvo con alguna licencia de niño travieso, yo hacía lo propio. Tardaría un tiempo en ocurrírsele que mis reglas no tenían absolutamente nada en común con las suyas.

Esparcí unos cuantos expedientes sobre mi mesa, por si acaso a alguien se le ocurría venir a verme y yo necesitaba fingir que andaba ocupado preparando el traspaso de mis casos. Luego telefoneé a mi colega en Informes y le solicité que me enviara el archivo personal de todos los agentes asignados al caso del homicidio de Rosie Daly. Me dio un poco la murga con el tema de la confidencialidad, pero un par de años atrás su hija se había librado de los cargos de posesión de droga cuando alguien tuvo el desatino de archivar erróneamente tres papelinas de cocaína y su hoja de declaración, de manera que me figuré que me debía al menos dos favores grandes o cuatro pequeños. Y, pese a sus rechistes, él veía la situación del mismo modo. Su voz sonaba como si se le estuviera agrandando la úlcera por momentos, pero los expedientes llegaron a mis manos casi antes de que colgáramos el auricular.

Scorcher se había agenciado a cinco hombres, más de lo que yo habría sospechado para un caso tan antiguo; al parecer, él y su ochenta y tantos por ciento se habían granjeado la admiración de los muchachos de Homicidios. El cuarto agente era el que yo necesitaba. Stephen Moran, veintiséis años, con domicilio en North Wall, un expediente con buenas cualificaciones que le había merecido la entrada directa en Templemore, una retahíla de evaluaciones resplandecientes y uniformado desde hacía sólo tres meses. La fotografía mostraba a un crío escuálido con el cabello pelirrojo y desaliñado y unos ojos grises alertas. Un joven dublinés de clase obrera, inteligente, decidido y en el carril de aceleración; y, Dios bendiga a los novatos, demasiado verde y demasiado dispuesto a poner en entredicho todo lo que le dijera cualquier detective de brigada. El joven Stephen y yo íbamos a llevarnos la mar de bien.

Me guardé los datos de Stephen en el bolsillo, borré el mensaje de correo electrónico a conciencia y dediqué el par de horas siguiente a preparar bien mis casos para transferírselos a Yeates; lo último que me apetecía es que me telefoneara en el momento inoportuno para aclarar tal o cual punto. La cesión transcurrió como la seda; Yeates tiene demasiado sentido común como para compadecerme y se limitó a darme una palmadita en el hombro y a prometerme que él se ocuparía de todo. Empaqueté todas mis cosas, cerré la puerta de mi despacho y me dirigí al castillo de Dublín, sede del Departamento de Homicidios, para anexionarme a Stephen Moran.

En caso de que cualquier otra persona hubiera dirigido la investigación, Stephen habría resultado difícil de localizar; podría haber acabado perfectamente su jornada a las seis, las siete o incluso las ocho de la tarde y, si realizaba trabajo de campo, quizá ni siquiera se habría preocupado de volver a fichar y entregar su papeleo antes de regresar a casa. Pero yo conozco bien a Scorcher. A los mandamases las horas extras les provocan palpitaciones y la burocracia directamente orgasmos, de manera que los subalternos de Scorchie seguramente acababan la jornada a las cinco en punto y rellenaban todos sus formularios antes de hacerlo. Busqué un banco en los jardines del castillo con buenas vistas a la puerta y una agradable pantalla de arbustos para camuflarme de Scorch, encendí un pitillo y aguardé. Ni siquiera llovía. Era mi día de suerte.

Había un dato que no conseguía apartar de mi pensamiento: Kevin no llevaba una linterna consigo. De haberla llevado, Scorcher la habría mencionado para corroborar su pequeña teoría del suicidio. Y Kevin nunca hacía nada peligroso a menos que tuviera una razón excelente para ello; el «porque sí» siempre lo había dejado para Shay y para mí. No había suficiente Guinness enlatada en todo Dublín para incitarlo a pensar que sería entretenido ir a inspeccionar el número dieciséis él sólito, en la penumbra, por mera diversión. O bien había visto u oído algo al pasar por delante que le había hecho creer que no le quedaba otra alternativa que entrar e investigar, algo demasiado urgente para solicitar refuerzos pero lo bastante discreto para que nadie más en la calle hubiera notado nada, o alguien lo había convocado allí, alguien que, por arte de magia, había sabido que pasaría por Faithful Place justo a aquella hora; o bien directamente había engañado a Jackie y desde el principio tenía previsto dirigirse a esa casa para encontrarse con alguien que vendría preparado.

Anocheció y yo había erigido ya una bonita montaña de colillas de cigarrillo a mis pies antes de que, tal como había previsto, a las cinco en punto Scorcher y su adlátere salieran por aquella puerta y se encaminaran hacia el aparcamiento. Scorcher caminaba con la cabeza en alto y paso brioso y balanceaba su maletín mientras explicaba alguna anécdota que provocaba las debidas risas en el crío con cara de hurón. Justo antes de que se marcharan apareció Stephen, mi muchacho, lidiando con un teléfono móvil, una mochila, un casco de bicicleta y una larga bufanda. Era más alto de lo que pensaba y su voz más ronca, con un deje áspero que le hacía sonar más joven de lo que era. Iba vestido con un abrigo gris de excelente factura y muy, muy nuevo: había dilapidado sus ahorros para asegurarse de encajar en la brigada de Homicidios.

El dato positivo es que yo tenía las manos libres en este caso. Stephen podía albergar sus dudas acerca de dar conversación al hermano de una víctima, pero apostaba lo que fuera a que no le habrían advertido que tuviera cuidado conmigo; Cooper era una cosa, pero Scorch jamás, ni en un millón de años, le habría confesado a un agente de poca monta que se sentía amenazado por un viejuno como yo.

El sobredimensionado sentido de la jerarquía de Scorcher me iba a resultar de utilidad a fin de cuentas. En su mundo personal, los uniformados son monos, los agentes en prácticas son androides y sólo los detectives de brigada merecen algún respeto. Esa actitud resulta nefasta, no sólo por lo mucho que uno puede perderse, sino por los infinitos puntos débiles que uno se crea para sí mismo. Y tal como ya he explicado, tengo un don innato para detectar los talones de Aquiles.

Stephen colgó y se guardó el móvil en un bolsillo, y yo apagué el cigarrillo y salí al jardín para cortarle el paso.

– ¿Stephen?

– ¿Sí?

– Soy Frank Mackey -me presenté y le tendí la mano-. Agente secreto.

Vi que sus ojos se abrían, sólo un poco, con algo que podía ser intimidación o temor o cualquier sentimiento intermedio. Con el transcurso de los años he sembrado y alimentado unas cuantas leyendas interesantes acerca de mi persona, algunas de ellas ciertas y otras falsas, pero todas ellas útiles, lo cual hace que con frecuencia provoque esa reacción. Stephen al menos intentó disimular, cosa que yo aprobaba.

– Stephen Moran, de la Unidad General -se presentó y procedió a estrecharme la mano con una firmeza un punto excesiva y manteniendo el contacto visual un poco más de lo conveniente; el muchacho se esforzaba por impresionarme-. Me alegro de conocerlo, señor.

– Llámame Frank. En la Secreta todos nos tuteamos. Hace un tiempo que vengo observándote, Stephen. He oído hablar muy bien de ti.

Logró refrenar tanto su sonrojo como su curiosidad.

– Siempre es bueno saberlo.

Empezaba a caerme bien.

– ¿Te importa que demos un paseo juntos? -pregunté mientras nos adentrábamos de nuevo en los jardines para evitar tropezar con los agentes móviles y los muchachos de Homicidios que irían saliendo del edificio-. Dime algo, Stephen. Te licenciaste como detective hace tres meses, ¿no es así?

Caminaba como un adolescente, con ese andar saltarín que uno tiene cuando le sobra energía en el cuerpo.

– Así es.

– Bien hecho. Corrígeme si me equivoco, pero no me pareces de la clase de agentes que desea pasar el resto de su carrera en la Unidad General, siguiendo al detective de turno que chasquee los dedos esa semana. Tienes demasiado potencial para malgastarlo así. Con el tiempo te gustaría dirigir tus propias investigaciones, ¿verdad?

– Ése es el plan.

– ¿Y qué departamento te interesa?

En esta ocasión un ligero rubor consiguió abrirse camino a través de su autocontrol.

– Homicidios u Operaciones Secretas.

– Tienes buen gusto -apunté con una sonrisa-. De manera que trabajar en un caso de asesinato debe de ser como un sueño hecho realidad, ¿no es cierto? ¿Te diviertes?

Stephen contestó con precaución:

– Estoy aprendiendo mucho.

Solté una carcajada estentórea.

– No te lo crees ni tú. Eso significa que Scorcher Kennedy te está tratando como a un chimpancé adiestrado. ¿Qué te ha encargado hacer? ¿Prepararle los cafés? ¿Recogerle la ropa de la tintorería? ¿Zurcirle los calcetines?

Stephen torció el gesto a regañadientes.

– Mecanografiar las declaraciones de los testigos.

– Vaya, maravilloso. ¿Cuántas pulsaciones por minuto tienes?

– No me importa hacerlo. A fin de cuentas, soy el más novato. Los demás llevan ya unos cuantos años con el cinturón puesto. Y alguien tiene que hacerlo…

Luchaba con valentía por responder lo correcto.

– Stephen -dije-. Respira. Esto no es ningún examen. Están desperdiciando tu talento en tareas administrativas. Tú lo sabes, yo lo sé y, si Scorch se hubiera preocupado de dedicar diez minutos a leer tu expediente, él también lo sabría. -Señalé en dirección a un banco situado bajo una farola para poder observar su rostro al tiempo que quedábamos fuera del campo de visión de las salidas principales-. Siéntate, por favor.

Stephen depositó su mochila y su casco en el suelo y tomó asiento. Pese a mis adulaciones, me miraba con recelo, lo cual era buena señal.

– Ambos somos personas ocupadas -aclaré, sentándome junto a él en el banco-, de manera que no me andaré por las ramas. Me interesaría que me explicaras cómo avanza la investigación desde tu perspectiva, no desde la del detective Kennedy, ya que ambos sabemos de cuánta utilidad sería la suya. No hay necesidad de ser diplomático: estamos hablando de manera estrictamente confidencial; todo lo que digamos quedará entre nosotros dos.

Pude ver su mente pensando a toda velocidad, pero consiguió poner una cara de póquer decente y no fui capaz de descifrar qué camino estaba tomando.

– ¿A qué se refiere con eso de «explicar cómo avanza la investigación» exactamente?

– A ir encontrándonos esporádicamente. Quizá podría invitarte a un par de cervezas. Tú me explicas qué habéis estado haciendo en los últimos días, qué te parece la manera de acometer la investigación y si manejarías el caso de modo diferente en caso de ser tú quien estuviera al mando. Así yo podré hacerme una idea de cómo trabajas. ¿Qué me dices?

Stephen cogió una hoja muerta que se había posado en el banco y empezó a doblarla con mucho cuidado por la nervadura.

– ¿Puedo serle franco? Como si estuviéramos fuera de servicio. Hablarle de hombre a hombre.

Abrí los brazos en ademán de invitación.

– Estamos fuera de servicio, Stephen, amigo mío. ¿Acaso no te has dado cuenta?

– Me refiero a…

– Sé perfectamente a qué te refieres. Tranquilízate, chaval. Dime lo que se te ocurra. No habrá repercusiones.

Apartó la vista de la hoja para clavar en mí aquellos ojos grises templados e inteligentes.

– Dicen que usted tiene un interés personal en este caso. Un interés doble en estos momentos.

– No es ningún secreto de Estado. ¿Y?

– Pues que a mí esto me suena a que lo que usted quiere es que le haga de espía en esta investigación por homicidio -contestó.

– Si es así como quieres verlo… -repliqué alegremente.

– No es que me entusiasme.

– Interesante. -Saqué mis cigarrillos-. ¿Fumas?

– No, gracias.

No era tan novato como parecía sobre el papel. Por mucho que aquel muchacho ansiara figurar en mi cuaderno de futuribles, no se vendía barato. En circunstancias normales, yo habría aprobado tal comportamiento, pero precisamente en aquel momento no estaba de humor para andarme con remilgos con su tozudez. Encendí un cigarrillo y expulsé el humo dibujando círculos bajo el haz de luz amarillento de la farola.

– Stephen -dije-. Piénsatelo bien. Supongo que te preocupan tres aspectos de mi propuesta: el nivel de compromiso que implica, la moral y las posibles consecuencias, no necesariamente por ese orden. ¿Me equivoco?

– Más o menos, sí.

– Empecemos por el tema del compromiso. No te solicitaré informes diarios en profundidad sobre todo lo que sucede en la sala de vuestra brigada. Te formularé preguntas muy concretas que serás capaz de responder con la mínima inversión de tiempo y esfuerzo. Estamos hablando de dos o tres encuentros a la semana, ninguno de los cuales se prolongará más de quince minutos si tienes algo mejor que hacer. A eso súmale una media hora de investigación antes de cada una de nuestras reuniones. ¿Crees que podrías manejarlo, hipotéticamente hablando?

Al cabo de un momento, Stephen asintió.

– No se trata de que tenga cosas mejores que hacer…

– Buen chico. Lo siguiente, las posibles consecuencias. Efectivamente, al detective Kennedy le daría un bendito ataque de ira si descubriera que tú y yo estamos hablando, pero no hay motivo para que lo descubra. A estas alturas deberías saber ya que yo soy un hacha manteniendo el pico cerrado. ¿Qué me dices de ti?

– No soy ningún bocazas.

– Eso me parecía. En otras palabras, el riesgo de que el detective Kennedy te descubra y te castigue contra la pared es ínfimo. Y otra cosa, Stephen, recuerda que ésa no es la única consecuencia posible. De este pacto podrían salir otras muchas cosas.

Aguardé hasta que preguntó.

– ¿Como qué?

– Cuando he dicho que tenías potencial, no te estaba haciendo la pelota. Recuerda: este caso no durará toda la vida y, en cuanto concluya, volverás a la Unidad General. ¿Y qué vas a hacer allí?

Se encogió de hombros.

– Es el único modo de llegar a una brigada -contestó-. Hay que hacerlo.

– Llevar el seguimiento de coches robados y ventanas rotas y esperar a que alguien como Scorcher Kennedy te silbé para enviarte a buscar sus bocadillos durante unas cuantas semanas. Claro, hay que hacerlo, pero hay quien lo hace durante un año y quien lo hace durante veinte. Si te dan la oportunidad, ¿a ti personalmente cuándo te gustaría largarte de allí?

– Cuanto antes mejor, claro está.

– Lo que imaginaba. Te garantizo que supervisaré atentamente tu trabajo, tal como te he dicho que haría. Y cuando en mi unidad queda un puesto libre, yo me acuerdo de las personas que han desempeñado un buen trabajo para mí. No puedo asegurarte lo mismo de mi amigo Scorcher. Respóndeme a una pregunta muy sencilla, entre tú y yo: ¿sabe cómo te llamas?

Stephen no contestó.

– Bien -concluí-. Pues diría que el tema de las consecuencias potenciales está zanjado… Lo cual nos lleva a la moral de la situación. ¿Te estoy pidiendo que hagas algo que pueda poner en peligro tu trabajo en este caso de asesinato?

– Hasta ahora no.

– Y no tengo intención de hacerlo. Si en algún momento consideras que nuestra asociación amenaza tu capacidad de concentrar toda tu atención en las tareas que se te han encomendado oficialmente, comunícamelo y no volverás a saber de mí. Te doy mi palabra. -Siempre, siempre hay que darles una vía de escape que nunca tendrán oportunidad de usar-. ¿Te parece justo?

No parecía reconfortado.

– Sí -contestó.

– ¿Te estoy pidiendo que desobedezcas alguna orden?

– Eso es pillarlo por los pelos. Es cierto que el detective Kennedy no me ha prohibido que hable con usted, pero eso es sólo porque ni siquiera se le ha ocurrido que pudiera hacerlo.

– Pues debería habérsele ocurrido. Si no ha sido así, es su problema, no el tuyo. Tú no le debes nada.

Stephen se pasó una mano por el cabello.

– Yo creo que sí -replicó-. Él es quien ha solicitado mi colaboración en el caso. Ahora mismo es mi superior. Y el reglamento establece que yo recibo órdenes de él y de nadie más.

Me quedé patidifuso.

– ¿El reglamento? ¿Qué…? Creía que habías dicho que te interesaba trabajar en Operaciones Secretas. ¿Acaso me estabas dando coba? Porque a mí no me gustan nada los pelotas, Stephen. Hablo en serio.

Contestó de inmediato:

– ¡No! Claro que… Pero ¿qué se piensa? ¡Por supuesto que quiero entrar en Operaciones Secretas!

– ¿Y crees acaso que en Operaciones Secretas podemos permitirnos pasarnos el día sentados leyendo el reglamento? ¿Crees que yo conseguí vivir tres años de incógnito en un círculo de narcotraficantes cumpliendo el reglamento? Dime que hablabas en broma, chico. Por favor. Dime que no he estado tirando el tiempo por el retrete desde que levanté tu expediente.

– Yo no le he pedido que leyera mi expediente. Y, además, por lo que sé, usted no lo había visto hasta esta semana, hasta que le interesó contar con algún infiltrado en este caso.

Diez puntos para el chaval.

– Stephen, te ofrezco una oportunidad por la que cualquier agente de la Unidad General, cualquiera de los muchachos con los que te has formado, cualquiera a quien veas en el trabajo mañana por la mañana vendería a su querida abuelita. ¿Vas a dejarla pasar porque no puedo demostrar haberte prestado suficiente atención?

Se puso tan rojo que no se le distinguían las pecas, pero no perdió la compostura.

– No. Intento hacer lo correcto.

¡Madre del amor hermoso, santa juventud!

– Mira, amiguito, si aún no has aprendido la lección, será mejor que saques la libreta, la anotes y te la aprendas de memoria: lo correcto no siempre es lo mismo que lo que pone en tu querido reglamento. A efectos prácticos, te estoy ofreciendo un trabajo como agente encubierto. Y este trabajo siempre va acompañado de cierta ambigüedad moral. Si no vas a ser capaz de gestionarla, será mejor que lo descubramos ahora.

– Este caso es diferente. Se trata de hacer de agente encubierto contra los nuestros.

– Criatura, te sorprendería averiguar la frecuencia con la que eso ocurre. Fliparías. Tal como he dicho, si eres incapaz de manejarlo, no sólo debes descubrirlo tú, sino yo también. Y a raíz de ello ambos deberemos replantearnos los objetivos de tu carrera.

A Stephen se le tensaron las comisuras de los labios.

– Entonces, si no acepto este encargo -dijo-, ya puedo olvidarme de conseguir nunca una plaza en Operaciones Secretas.

– No es por rencor, chico. No te equivoques. Un tipo podría apalizar a mis dos hermanas simultáneamente, colgar el vídeo en YouTube y yo no tendría problemas en trabajar con él si creyera que va a hacer bien su trabajo. Pero si lo que me dejas claro es que en esencia estás incapacitado para realizar una misión secreta, entonces, evidentemente, nunca te recomendaré. Llámame loco.

– ¿Puedo reflexionar sobre ello durante unas horas?

– No -contesté, al tiempo que lanzaba la colilla del cigarrillo-. Si no respondes ahora, no necesito que lo hagas. Tengo un montón de cosas de las que ocuparme y estoy seguro de que tú también. En resumidas cuentas, Stephen, se trata de lo siguiente: durante las siguientes pocas semanas puedes ser el mecanógrafo de Scorcher Kennedy o mi detective. ¿Cuál de las dos opciones te parece más estimulante?

Stephen se mordió el labio y se enrolló un extremo de la bufanda alrededor de la mano.

– Si llegamos a un acuerdo -dijo-, y digo «si», ¿qué clase de información querría saber? Póngame un ejemplo.

– Pues, por poner un ejemplo, cuando recibáis los resultados de las huellas dactilares, me fascinaría saber si dichas huellas, en caso de haberlas, se tomaron de la maleta, del contenido de la maleta, de las dos mitades de la nota y/o de la ventana por la que cayó Kevin. También me interesaría obtener una descripción completa de las heridas de Kevin, a ser posible con los diagramas y el informe forense. Eso me bastaría durante un tiempo; quién sabe, quizá sea todo cuanto necesite saber. Y si no me equivoco, esa información os llegará en el próximo par de días.

Transcurrido un instante, Stephen exhaló un largo soplido, que dibujó una estela blanca en el frío aire, y alzó la cabeza.

– No se ofenda -se disculpó-, pero antes de filtrar información sobre un caso de homicidio a un completo extraño, me gustaría ver su identificación.

Estallé en carcajadas.

– Stephen -dije, mientras buscaba mi placa-, eres mi viva estampa. Nos vamos a caer de fábula, ya lo verás.

– Sí -replicó Stephen un tanto hosco-. Eso espero.

Observé su desorganizada cabeza pelirroja inclinarse sobre mi identificación y sólo por un instante, bajo el potente latido del triunfo («Chúpate ésa, Scorchie, ahora es mi chico»), sentí un arrebato de afecto hacia aquel chaval. Me reconfortaba tener a alguien de mi lado.

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