Capítulo 10

Nos comimos la pizza, Jackie se dirigió a demostrarle un poco de amor a Gavin y Holly me suplicó que la llevara a la pista de patinaje sobre hielo que habilitan en la Sociedad Real de Dublin durante las navidades. Holly patina como un hada y yo patino como un gorila con problemas neurológicos, cosa que para ella supone un valor añadido porque se troncha de risa cuando me estampo contra las paredes. Cuando la devolví a casa de Olivia, ambos estábamos felizmente exhaustos y un poco exaltados por todos esos villancicos navideños enlatados y, sin duda alguna, de mucho mejor humor. Al vernos en el umbral, sudados, desaliñados y sonrientes, incluso Liv consiguió esbozar una sonrisa reacia. Me encaminé a la ciudad a tomar un par de cervezas con los colegas, luego regresé a casa (Twin Peaks nunca me había parecido más bonito) y me cargué unos cuantos nidos de zombis en la Xbox antes de irme a dormir acariciando el agradable pensamiento de disfrutar de una jornada normal de trabajo, tanto que incluso pensé que podría comenzar la mañana siguiente por besuquear la puerta de mi despacho.

Fui listo al disfrutar del mundo real mientras tuve oportunidad. En lo más profundo de mí, incluso mientras agitaba mi puño al cielo y juraba no volver a ensuciar los adoquines de aquel agujero infernal nunca más, debí saber que Faithful Place iba a tomarse mi promesa como un desafío. Me había concedido permiso para alejarme de su territorio, pero iba a volver en busca de mí.

Se acercaba la hora del almuerzo del lunes y yo acababa de presentar a mi chico con el lío del traficante de drogas a su nueva abuelita cuando sonó el teléfono de mi despacho.

– Mackey -saludé.

Brian, el administrador de nuestra brigada, me informó:

– Tienes una llamada personal. ¿Quieres que te la pase? No te habría molestado, pero suena… no sé… urgente. Y eso por decirlo suavemente.

Kevin otra vez; tenía que ser él. Pese a todo el tiempo que había transcurrido, seguía siendo el mismo capullo pegajoso: un día acompañándome y ya pensaba que era mi mejor nuevo amigo o mi compañero o lo que fuera que se hubiera imaginado. Cuanto antes atajara aquel asunto de raíz, mejor.

– ¡Joder! -exclamé, mientras me frotaba el entrecejo, que súbitamente había empezado a latir con fuerza-. Pásamelo.

– Pásamela -me corrigió Brian-, y no parece que esté muy contenta. He creído conveniente advertírtelo.

Era Jackie y lloraba a moco tendido.

– Francis, gracias al cielo, por favor, tienes que venir. No lo entiendo, no sé qué ha pasado, por favor…

Su voz se disolvió en un lamento, un sonido fino y agudo mucho más allá de la vergüenza o el control. Algo frío se tensó en mi nuca.

– ¡Jackie! -le dije bruscamente-. Explícame qué sucede.

Apenas pude entender la respuesta: algo acerca de los Hearne, la policía y un jardín.

– Jackie, sé que estás triste, pero necesito que te recompongas un segundo para explicarme qué ha ocurrido. Respira hondo y cuéntamelo.

Tomó aliento.

– Kevin. Francis… Francis… Dios mío… Es Kevin.

Esa abrazadera gélida de nuevo, más tensa ahora.

– ¿Qué le pasa? ¿Está herido? -pregunté.

– Está… Francis, Dios mío… Está muerto. Está…

– ¿Dónde estás?

– En casa de mamá. Fuera.

– ¿Está ahí Kevin?

– Sí… no… aquí no, en la parte posterior, en el jardín, está… está…

Volvió a quebrársele la voz. Sollozaba e hiperventilaba al mismo tiempo.

– Jackie, escúchame con atención. Siéntate, bebe algo y asegúrate de que alguien se ocupe de ti. Salgo ahora mismo para ahí.

Ya tenía la chaqueta medio puesta. En la Secreta nadie te pregunta dónde estabas esta mañana. Colgué y salí corriendo.


Y allí volvía a estar, de regreso en Faithful Place, como si nunca me hubiera ido. La primera vez que salí de allí, aquel sitio me había permitido escapar durante veintidós años antes de tensar la cuerda. La segunda me había reclamado en menos de treinta y seis horas.

El vecindario al completo se había echado de nuevo a la calle, como si fuera sábado por la tarde, sólo que aquella vez era distinto. Los niños estaban en la escuela y los adultos en sus puestos de trabajo, de manera que sólo había ancianos, amas de casa y ratas que viven del subsidio de desempleo, todos ellos bien protegidos del frío cortante, y nadie parecía exultante por estar pasando un feliz día a la intemperie. Todas las escaleras y todas las ventanas estaban abarrotadas de rostros inexpresivos y observadores, pero la calle estaba vacía, salvo por mi viejo amigo el monstruo de la ciénaga, que caminaba arriba y abajo como si estuviera protegiendo el Vaticano. Los uniformados se habían situado un paso por delante en esta ocasión y habían hecho retroceder a los curiosos antes de que ese zumbido peligroso empezara a cobrar vida. En algún lugar, un bebé lloriqueaba, pero, aparte de eso, imperaba un silencio asesino, tan sólo interrumpido por el murmullo del tráfico lejano, el repiqueteo de las suelas de los zapatos del monstruo de la ciénaga y el lento goteo de la lluvia matutina deslizándose por los canalones de las casas.

Tampoco había furgoneta de la Científica en esta ocasión, ni andaba por allí Cooper, pero entre el coche de los uniformados y el vehículo del depósito de cadáveres estaba estacionado el brillante Beemer plateado de Scorcher. La cinta de escena del crimen volvía a rodear la casa del número dieciséis de la calle y un tipo corpulento vestido de paisano, uno de los hombres de Scorch a juzgar por el traje, vigilaba que nadie la traspasase. Fuera lo que fuese que se había llevado a Kevin, no había sido un infarto.

El monstruo de la ciénaga optó por ignorar mi presencia, lo cual resultó una buena opción. En las escaleras del número ocho estaban Jackie, mi madre y mi padre. Mi madre y Jackie estaban abrazadas; por su aspecto, parecía que, si se apartaban, ambas se desmoronarían. Papá daba caladas ansiosas a un pitillo.

Muy despacio, a medida que fui acercándome, sus ojos se posaron en mí, pero parecían no reconocerme. Cualquiera habría dicho que era la primera vez que me veían.

– Jackie. ¿Qué ha sucedido?

Papá se adelantó:

– Que has regresado. Eso es lo que ha sucedido.

Jackie me agarró por las solapas con fuerza y presionó su cabeza contra mi brazo. Tuve que reprimir el impulso de desembarazarme de ella.

– Jackie, cielo -dije con cariño-. Necesito que mantengas el tipo un poco más. Cuéntame qué ha ocurrido.

Empezó a temblar.

– Oh, Francis -musitó, con una voz apenas audible que denotaba asombro-. Oh, Francis. ¿Cómo…?

– Ya lo sé, cielo. ¿Dónde está?

Mamá contestó con tristeza:

– Está en la parte posterior del número dieciséis. En el jardín. Ha pasado toda la mañana ahí, con toda esta lluvia que está cayendo.

Estaba apoyada en la verja y su voz sonaba grave, a amargura, como si llevara horas sollozando, pero sus ojos seguían siendo intensos y estaban secos.

– ¿Alguien tiene alguna idea de lo que ha ocurrido?

Nadie contestó. Mamá movió los labios.

– Está bien -dije-. ¿Estamos seguros al cien por cien de que es Kevin?

– Claro que lo estamos, bobo -contestó mamá con brusquedad. Me miró como si estuviera a punto de cruzarme la cara-. ¿Crees acaso que no reconocería al hijo que he llevado en mis entrañas? ¿Es que te has vuelto tonto o qué te pasa?

Me vinieron ganas de empujarla escaleras abajo.

– Está bien -dije-. Habéis actuado correctamente. ¿Dónde está Carmel?

– De camino -me informó Jackie-. Igual que Shay. Sólo tiene que, tiene que, tiene que… -No consiguió concluir la frase.

– Está esperando a que llegue el jefe para ocuparse de la tienda -aclaró mi padre. Dejó la colilla del cigarrillo sobre la verja y la observó caer y apagarse junto a la ventana del sótano.

– Bien -respondí yo. Bajo ningún concepto iba a dejar a Jackie con aquel par, pero ella y Carmel podían hacerse compañía-. No hay ningún motivo para que esperéis aquí con el frío que hace. Entrad en casa, tomad algo caliente y yo iré a ver si puedo descubrir qué ha sucedido.

Nadie se movió. Yo le solté a Jackie los dedos de mi chaqueta con la máxima delicadeza de la que fui capaz y los dejé allí a los tres. Docenas de ojos atónitos me persiguieron calle arriba hasta el número dieciséis.

El tipo grandullón que vigilaba la cinta echó un vistazo a mi identificación y me informó:

– El detective Kennedy está en la parte posterior. Baje por las escaleras y salga por la puerta.

Le habían advertido de mi presencia previsible.

La puerta trasera estaba entreabierta y por ella penetraba una veta de luz grisácea y fantasmal que iluminaba vagamente el sótano y las escaleras. Los cuatro hombres que había en el jardín parecían salidos de un retablo o de un sueño de morfina. Los tipos de la morgue, con toda su parafernalia y enfundados en sus monos de un blanco prístino, aguardaban pacientemente apoyados en su camilla contra una pared recubierta de malas hierbas, entre cascos de botellas y agujas gruesas como cables; Scorcher, mordaz e hiperrealista con su lacia cabeza inclinada y su abrigo negro aleteando contra la gastada pared de ladrillo, estaba agachado y alargaba una mano enguantada; y luego estaba Kevin. Estaba tumbado boca arriba, con la cabeza hacia la casa y las piernas abiertas en un ángulo imposible. Tenía un brazo por encima del pecho y el otro doblado bajo él, como si lo hubieran inmovilizado. Tenía la cabeza echada hacia atrás, en un gesto salvaje, y miraba en la dirección opuesta a mí, y grandes charcos irregulares de algo negruzco cubrían la suciedad que había a su alrededor. Los dedos blancos de Scorcher rebuscaban con delicadeza en el bolsillo de sus tejanos. El viento silbaba, un silbido agudo y peligroso, por encima de la tapia.

Scorcher fue el primero en oírme o en advertir mi presencia. Alzó la vista, apartó su mano de Kevin bruscamente y se enderezó.

– Frank -me saludó, acercándose hacia mí-. Lamento mucho tu pérdida.

Estaba desenfundándose el guante, preparándose para darme un apretón de manos.

– Quiero verlo -le corté.

Scorcher asintió con la cabeza y dio un paso atrás para apartarse de mi camino. Me arrodillé en medio de toda la basura y las malas hierbas, junto al cuerpo de Kevin.

La muerte había hecho que se le afilaran los rasgos, sobre todo los pómulos y la boca; parecía cuarenta años mayor de lo que jamás llegaría a ser. El lado de la cara que se le veía estaba blanco como la nieve; el opuesto, donde la sangre se había asentado, estaba manchado de color morado. De la nariz le manaba un hilillo de sangre seca y, a través de su mandíbula abierta, pude ver que le habían roto los dientes delanteros. Tenía el cabello lacio y sin vida, oscuro por efecto de la lluvia. Le caía un párpado mustio sobre un ojo nebuloso, como en un guiño malicioso y estúpido a la vez.

Me sentí como si me hubieran empujado bajo una catarata y el agua me estuviera asestando una paliza, como si la fuerza del agua me arrancara el aliento.

– Cooper. Llamad a Cooper -dije.

– Ya ha estado aquí.

– ¿Y?

Un silencio minúsculo. Vi a los muchachos de la morgue intercambiar una mirada. Entonces Scorcher me explicó:

– En su opinión, tu hermano falleció o bien por una fractura en el cráneo o bien porque le rompieron el cuello.

– ¿Cómo?

Scorcher contestó con delicadeza:

– Frank, ahora tienen que levantar el cadáver. Vayamos dentro; hablaremos allí. Ellos se ocuparán de él.

Alargó la mano para ayudarme a incorporarme sujetándome del codo, pero tuvo la sensatez de no tocarme. Miré por última vez el rostro de Kevin, aquel guiño ausente, el hilillo negro de sangre y la delicada curva de su ceja, que en el pasado había sido lo primero que había visto cada mañana, junto a mí, en la almohada, cuando yo tenía seis años.

– De acuerdo -accedí.

Al dar media vuelta para marcharme, escuché el pesado crujido de los muchachos al abrir la cremallera de la bolsa para el cadáver.

No recuerdo entrar en la casa ni a Scorcher guiándome por las escaleras, apartándome del camino de los muchachos de la morgue. Ningún acto infantiloide como liarme a puñetazos con las paredes cambiaría la realidad; estaba tan enfadado que por un minuto pensé que me había quedado ciego. Cuando se me aclaró la vista nos encontrábamos en la planta superior, en una de las estancias posteriores que Kevin y yo habíamos comprobado el sábado. Estaba más iluminada y era más fría de lo que recordaba; alguien había abierto la hoja inferior de las ventanas de guillotina y un haz de luz gélida se había filtrado en el interior.

– ¿Estás bien? -preguntó Scorcher.

Necesitaba oírlo hablar de policía a policía como un náufrago necesita aire para respirar, necesitaba que cerrara aquel clamoroso desastre con un informe preliminar perfectamente claro. Le dije, y mi voz sonó ajena, diminuta y distante:

– ¿Qué tenemos?

Al margen de todos sus defectos, Scorcher es uno de los nuestros. Vi que me entendía. Asintió con la cabeza y se apoyó en la pared, en preparación para lo que venía:

– Tu hermano fue visto por última vez alrededor de las once y veinte de anoche. Él, tu hermana Jacinta, tu hermano Seamus, tu hermana Carmel y la familia de ésta habían cenado en casa de tus padres, como es habitual… No dudes en interrumpirme si te digo algo que ya sepas.

Negué con la cabeza.

– Continúa, por favor.

– Carmel, su esposo y sus hijos regresaron a casa alrededor de las ocho. El resto permaneció en casa de tus padres un rato más, viendo la televisión y charlando. Todo el mundo, excepto tu madre, bebió unas cuantas latas de cerveza a lo largo de la noche; según la opinión de todos, los hombres estaban un poco achispados, pero definitivamente no estaban borrachos, y Jacinta sólo bebió dos cervezas. Kevin, Seamus y Jacinta salieron juntos de casa de tus padres, justo después de las once. Seamus subió a su piso y Kevin acompañó a Jacinta por la calle Smith hasta la confluencia con New Street, donde tu hermana había aparcado su coche. Jacinta se ofreció a llevarlo a casa, pero él le respondió que prefería regresar paseando para despejarse un poco. Tu hermana dio por supuesto que su plan era regresar por donde habían venido, tomar la calle Smith tras dejar atrás la entrada a Faithful Place, cortar a través de Liberties y bordear el canal hasta su apartamento en Portobello, pero evidentemente no hay nada que verifique sus suposiciones. Kevin aguardó a que subiera al coche, se despidieron y ella se marchó. La última vez que lo vio, caminaba por la calle Smith. Ésa es la última vez confirmada que fue visto con vida.

Alrededor de las siete se había dado por vencido y había dejado de llamarme. Lo había ignorado de manera tan implacable que debió de pensar que no merecía la pena darme otra oportunidad antes de intentar arreglar lo que pensara él sólito, el muy idiota.

– Pero no regresó a casa -sentencié yo.

– Parece que no. Los obreros están trabajando en la casa contigua hoy, de modo que nadie ha entrado hasta bien entrada la mañana. Dos críos, Jason y Logan Hearne, se dirigían al número dieciséis para echar un vistazo al sótano y, al asomarse por la ventana del descansillo, se han llevado su merecido por fisgones. Tienen trece y doce años, respectivamente, y nadie sabe por qué no estaban en la escuela…

– Personalmente -lo interrumpí-, me alegra que hayan hecho novillos.

Con los números doce y catorce vacíos, nadie habría divisado a Kevin desde una ventana trasera. Podría haber permanecido allí semanas y yo he visto cuerpos transcurrido todo ese tiempo.

Scorch me miró de soslayo, una mirada rápida de disculpa; se había dejado llevar por el entusiasmo.

– Sí -convino-. Claro, en ese sentido sí. En cualquier caso, pusieron pies en polvorosa y llamaron a su madre, que fue quien nos telefoneó a nosotros y, al parecer, a medio vecindario. La señora Hearne también identificó al fallecido como tu hermano y ella misma se lo notificó a tu madre, que fue quien verificó su identidad. Siento mucho que tuviera que verlo así.

– Mi madre es una mujer fuerte -aclaré yo.

A mi espalda, en algún lugar de la planta inferior, se oyó un ruido sordo, un gruñido y ruido de rascaduras: eran los muchachos del depósito de cadáveres maniobrando la camilla por entre los angostos pasillos. No quise mirar.

– Cooper sitúa la hora de la muerte durante la medianoche, un par de horas por arriba o por debajo a lo sumo. Si lo contrastamos con las declaraciones de tu familia, el hecho de que tu hermano fuera hallado con la misma ropa que han descrito que llevaba anoche me induce a pensar que, tras acompañar a Jacinta al coche, se encaminó directamente a Faithful Place.

– ¿Y luego qué? ¿Cómo diablos acabó con el cuello roto?

Scorch respiró hondo.

– Por el motivo que fuera -continuó-, tu hermano regresó a esta casa y subió a esta estancia. Luego, de un modo u otro, salió por la ventana. Por si te sirve de consuelo, Cooper opina que la muerte probablemente fuera instantánea.

Me estallaban centellas delante de los ojos, como si me hubieran sacudido con un bate en la cabeza. Me pasé la mano por el pelo.

– No. No tiene sentido. Quizá se cayera de la tapia del jardín, de una de las paredes… -En un momento de ofuscación visualicé a Kev a los dieciséis años, ágil, saltando las tapias de los jardines traseros persiguiendo las tetas de Linda Dwyer-. No me encaja que se precipitara desde aquí.

Scorcher negó con la cabeza.

– ¿Las tapias de ambos lados miden cuánto? ¿Dos metros? ¿Dos y medio a lo sumo? De acuerdo con Cooper, las lesiones indican que cayó de una altura de unos seis metros. Y la caída describió una línea recta. Cayó de esta ventana.

– No. A Kevin no le gustaba este sitio. El sábado casi tuve que arrastrarlo del cuello para que entrara y se pasó todo el rato gruñendo porque había ratas, temiendo que el techo se desplomara y diciendo que le erizaba la piel, y eso que era de día y había luz y estábamos los dos juntos. ¿Qué diantres iba a hacer él solo aquí en mitad de la noche?

– Eso nos gustaría saber a nosotros también. Quizá necesitó hacer pis antes de regresar a casa y quisiera tener un poco de intimidad. Pero ¿para qué iba a subir hasta aquí? Podía echar la meadita por la ventana de la planta inferior perfectamente, si lo que pretendía era regar el jardín. No sé tú, pero yo cuando estoy un poco borracho no subo ni bajo escaleras bajo ningún concepto.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de que las manchas que había en el marco de la ventana no eran mugre, sino polvo para detectar huellas dactilares, y fue también entonces cuando supe por qué al ver a Scorcher me había invadido aquella sensación tan desagradable.

– ¿Qué haces tú aquí? -pregunté.

Scorch pestañeó. Luego, escogiendo con precisión las palabras, explicó:

– Al principio creímos que se trataba de un accidente. Tu hermano entra en la casa, por el motivo que sea, y de repente se asoma por la ventana. Quizás escucha un ruido en el jardín posterior, quizá tiene ganas de vomitar a causa de la bebida… Se asoma, pues, pierde el equilibrio y no logra recuperarlo a tiempo.

Algo frío me golpeó en la garganta. Cerré con fuerza los dientes para no dejarlo salir.

– Pero he creído conveniente experimentar un poco, simplemente para verlo con mis propios ojos. Hamill, abajo, el tipo de la cinta, supongo que lo has visto. Tiene una altura y una complexión muy parecidas a las de tu hermano. He pasado la mayor parte de la mañana colgándolo de esa ventana. Y no encaja, Frank.

– ¿De qué estás hablando?

– En Hamill, la guillotina se abre hasta aquí aproximadamente. -Scorch se señaló las costillas con el canto de una mano-. Para poder sacar la cabeza por debajo tiene que doblar las rodillas y bajar la espalda, cosa que hace que su centro de gravedad permanezca dentro de la habitación. Lo hemos probado de una docena de maneras distintas y siempre hemos obtenido el mismo resultado. Sería casi imposible para alguien del tamaño de Kevin precipitarse por esa ventana de manera accidental.

Tenía el interior de la boca congelado.

– Alguien lo empujó -insinué.

Scorch se remangó la chaqueta para meterse las manos en los bolsillos. Luego añadió con cautela:

– No hay indicios de pelea, Frank.

– ¿Cómo dices?

– Si lo hubieran arrojado a la fuerza por esa ventana, habríamos encontrado marcas de refriega en el suelo, el cristal de la ventana hecho añicos por el punto en el que cayó, tendría las uñas rotas de arañar al atacante o el vano de la ventana, y quizá cortes y moretones ocasionados por los golpes. Pero no hemos encontrado nada de eso.

– ¿Insinúas que Kevin se suicidó? -pregunté.

Scorcher apartó la mirada.

– Lo que intento decirte es que no fue un accidente y que nada apunta a que alguien lo empujara. De acuerdo con Cooper, sus heridas concuerdan con la caída. Era un tipo corpulento y, por lo que hemos podido averiguar, quizá bebió más de la cuenta anoche, pero no estaba borracho. No se habría dejado empujar por la ventana sin defenderse.

Respiré hondo.

– Está bien -asentí-. De acuerdo. Entiendo lo que dices. Pero ven aquí un segundo. Hay algo que probablemente debería enseñarte.

Lo conduje hacia la ventana bajo su mirada recelosa.

– ¿Qué tienes?

– Observa bien el jardín desde este ángulo. Concéntrate en el punto en el que confluye con la base de la casa en concreto. Verás a qué me refiero.

Se apoyó en el alféizar y asomó el cuello por debajo de la hoja de la ventana.

– ¿Dónde?

Lo empujé con más fuerza de la que pretendía. Por una milésima de segundo pensé que no iba a ser capaz de recuperarlo. Y en lo más profundo de mi ser, una parte de mí habría estado encantada de que así sucediera.

– ¡Por todos los santos! -Scorch se apartó de un brinco de la ventana y me miró boquiabierto-. ¿Es que te has vuelto loco?

– No hay indicios de refriega, Scorch. Ni cristal roto, ni uñas rotas, ni cortes ni moretones. Y tú eres un tipo corpulento, no has bebido ni una gota y te habrías caído sin ni siquiera gritar. Partida concluida, gracias por participar, Scorcher ha abandonado el edificio.

– Maldita sea… -Se alisó la chaqueta y se sacudió el polvo, con furia-. No ha tenido nada de divertido, Frank. Me has dado un susto de muerte.

– Bien. Kevin no tenía instinto suicida, Scorch. Tendrás que confiar en mi palabra. Bajo ninguna circunstancia se habría quitado la vida.

– Te creo, pero, entonces, dime: ¿quién lo perseguía?

– Nadie a quien yo conozca, pero eso no significa nada. Yo no sé nada de él. Podría tener a toda la mafia siciliana pisándole los talones y yo no me habría enterado.

Scorcher mantuvo la boca cerrada y dejó que su gesto tácito hablara por sí solo.

– No éramos amigos del alma. Pero yo no necesito vivir en este agujero para saber que era un joven sano, sin enfermedades mentales, sin problemas sentimentales ni de dinero, feliz como una perdiz. Y, súbitamente, una noche, sin razón alguna, ¿decide entrar en una casa en ruinas y precipitarse de cabeza por la ventana?

– A veces ocurre.

– Muéstrame una prueba que corrobore que es eso lo que ha ocurrido aquí. Una sola.

Scorch se peinó con las manos y suspiró:

– Está bien -cedió-. Pero voy a compartir esto contigo como policía, Frank, no como miembro de la familia de la víctima. Prométeme que no saldrá ni una sola palabra de esta habitación. ¿De acuerdo?

– Por mi vida -contesté, consciente de que venía una mala noticia.

Scorcher se inclinó sobre su maletín de marica, rebuscó dentro de él y finalmente sacó una bolsa de pruebas de plástico transparente.

– No la abras -me advirtió.

Era una hojita de papel a rayas, amarillento y con las marcas profundas por haber permanecido largo tiempo plegado. Parecía estar en blanco hasta que le di la vuelta y vi el bolígrafo descolorido, y entonces, antes de que mi cerebro entendiera qué estaba pasando, la caligrafía emergió como un rugido de todos los rincones oscuros y me atropello como un tren descarrilado.

Queridos mamá, papá y Nora:

Para cuando leáis esta nota yo estaré ya de camino a Inglaterra con Frank. Vamos a casarnos, vamos a buscar buenos empleos, no queremos trabajar en fábricas, y vamos a vivir una vida maravillosa juntos. Lo único que desearía es no tener que haberos mentido todos y cada uno de los días que deseaba miraros directamente a los ojos y deciros que iba a casarme con él, pero, papá, no se me ha ocurrido otra alternativa. Yo sabía que te pondrías hecho una fiera, pero Frank NO es ningún vago y NO va a hacerme daño. Me hace feliz. Éste es el día más feliz de mi vida.

– Los muchachos de Documentación tendrán que efectuar algunos exámenes -aclaró Scorcher-, pero yo diría que ambos hemos visto la mitad que falta anteriormente.

Al otro lado de la ventana, el cielo tenía un tono entre blanquecino y grisáceo y empezaba a volverse glacial. Una ráfaga fría de aire entró por la ventana y, durante un breve instante, una diminuta viruta de motas de polvo se elevó de los tablones del suelo, resplandeció en la tenue luz, luego cayó de nuevo y se desvaneció. En algún lugar escuché el silbido y el tamborileo del yeso desintegrándose, desconchándose de la pared. Scorcher me observaba con algo que esperé por su bien que no fuera compasión.

– ¿De dónde has sacado esto? -pregunté.

– Del bolsillo de la chaqueta de tu hermano.

Su explicación era la guinda a la tunda de puñetazos que me habría gustado endosarle esa mañana. Cuando conseguí introducir aire de nuevo en mis pulmones, dije:

– Pero eso no nos indica dónde la obtuvo él. Ni siquiera nos revela que fuera él quien la guardó ahí.

– No -accedió Scorcher, con excesiva condescendencia-. Es verdad.

Se produjo un silencio. Scorch aguardó un lapso diplomático de tiempo antes de alargar la mano para que le devolviera la bolsa con la prueba.

– ¿Crees que Kevin asesinó a Rosie? -pregunté.

– Aún no creo nada. En esta fase solamente estoy recopilando pruebas.

Extendió la mano para coger la bolsa, pero yo la aparté de su alcance.

– Pues sigue recopilando, ¿me has oído bien?

– Voy a necesitar que me devuelvas eso.

– Inocente hasta que se demuestre lo contrario, Kennedy. Y esto está lejos, muy lejos de ser una prueba. No lo olvides.

– Hummm -murmuró Scorch en tono neutro-. Por cierto, también voy a necesitar que te apartes de mi camino? Frank, y hablo muy en serio.

– Esto es sólo una coincidencia. Y lo mismo ocurre conmigo.

– Antes la situación ya era mala, pero ahora… Es prácticamente imposible que pudieras estar más implicado emocionalmente de lo que ya lo estás. Entiendo que estés triste, pero cualquier interferencia por tu parte podría poner en riesgo toda la investigación, y no permitiré que tal cosa ocurra.

– Kevin no mató a nadie -aseguré yo-. Ni se mató él, ni mató a Rosie ni a nadie. Tú sigue buscando pruebas.

Scorcher parpadeó y apartó la mirada de mí. Transcurrido un momento le devolví su preciada bolsita y me fui.

Cuando estaba a punto de trasponer la puerta, Scorcher me indicó:

– Eh, Frank. Al menos ahora estamos seguros de que la chica planeaba fugarse contigo.

No me giré. Seguía notando el calor de la caligrafía de Rosie, atravesando la remilgada etiqueta de Scorcher para enrollarse en mi mano y penetrarme hasta el tuétano. «Éste es el día más feliz de mi vida.» Planeaba venir conmigo y casi lo había conseguido. Diez metros nos habían separado de nuestro inicio en un nuevo mundo cogidos de la mano.

Tenía la sensación de estarme precipitando al vacío, como si me hubieran empujado de un avión y el cielo se acercara a toda velocidad y yo no tuviera ninguna cuerda para desplegar el paracaídas.

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