Capítulo 4

La lluvia había amainado a una tenue bruma húmeda, pero las nubes se tornaban cada vez más densas y oscuras: se avecinaba otra tormenta. Mi madre estaba aplastada contra la ventana de la puerta de casa, desde donde enviaba unos rayos X de curiosidad que prácticamente prendieron fuego a mis cejas. Cuando me vio mirar en su dirección, agitó un trapo en el aire y empezó a limpiar con frenesí los cristales.

– Lo has hecho de maravilla -felicité a Kevin-. Mis más sinceras gracias.

Me lanzó una rápida mirada de soslayo.

– Ha sido muy raro.

Su propio hermano mayor, el mismo que solía hurtar bolsas de patatas fritas en el ultramarinos, en plena modalidad policía.

– Pues has disimulado muy bien -añadí con aprobación-. Has actuado como un profesional. Tienes madera para esto, ¿lo sabes?

Se encogió de hombros.

– ¿Y ahora qué? -quiso saber.

– Voy a guardar esto en mi coche antes de que Matt Daly cambie de opinión -le informé, sosteniendo en equilibrio la maleta sobre un brazo mientras saludaba a mi madre con la mano que me quedaba libre y le dedicaba una sonrisa resplandeciente- y luego voy a tener una pequeña charla con una antigua conocida. Entretanto, tú puedes ir a tener una riña con mamá y papá por mí.

Kevin abrió los ojos horrorizados.

– Ah, no, no, de eso nada. Mamá estará que echa humo por lo del desayuno.

– Venga, Kev. Ajústate los suspensorios y lucha por el equipo.

– ¡Al cuerno con el equipo! Eres tú quien la ha cabreado, ¿y ahora pretendes que sea yo quien regrese a casa y me cargue la bronca?

Se le estaba erizando el vello de indignación.

– Exactamente -contesté-. No quiero que mamá vaya a fastidiar a los Daly y no quiero que eche a rodar ningún cotilleo, al menos no por el momento. Sólo necesito una hora más o menos antes de que comience a sembrar el mal. ¿Podrías concedérmela?

– ¿Y qué se supone que debo hacer si decide salir a la calle? ¿Detenerla con un placaje de rugby?

– Dame tu número de teléfono. -Encontré mi teléfono móvil, el que usan mis muchachos y mis informantes, y le envié a Kev un mensaje con un simple «Hola»-. Ahí tienes -dije-. Si mamá se escapa, basta con que respondas a ese mensaje y yo mismo vendré a aplacarla. ¿Conforme?

– Joder -murmuró Kevin, alzando la vista hacia la ventana.

– Estupendo -dije, dándole una palmadita en la espalda-. Eres todo un soldado. Nos reuniremos aquí dentro de una hora y esta noche te invito a unas cervezas, ¿te parece bien?

– Necesitaré beber bastantes -respondió Kev lúgubremente, se enderezó de hombros y puso rumbo a enfrentarse con la caballería.

Escondí la maleta a buen recaudo en el maletero del coche, lista para llevársela a una encantadora dama del laboratorio cuya dirección personal daba la casualidad de que conocía. Un puñado de niños de unos diez años con peinados poco favorecedores y sin cejas estaban repantingados en un muro, examinando los coches con mirada escrutadora y pensando en ganzúas. Lo único que me faltaba era regresar y descubrir que la maleta había desaparecido. Apoyé mi trasero en el maletero, etiqueté mis sobres de Fifi Huellasdactilares, me fumé un cigarrillo y miré con descaro al futuro de nuestro país hasta dejarles claro que ni se les ocurriera… Se encaminaron a destrozarle el coche a alguien que luego no fuera a salir en su búsqueda.

El piso de los Daly era exactamente igual al nuestro: era imposible ocultar un cadáver en ningún sitio, al menos a largo plazo. Si Rosie había fallecido en ese piso, entonces sólo quedaban dos opciones. Una era dar por sentado que el señor Daly tenía un par de cojones como una catedral, cosa que no descartaba, y que podía haberla envuelto en algo y haberla sacado de allí por la puerta delantera, haberla arrojado al río, a algún solar abandonado o incluso a una pocilga, según la encantadora sugerencia de Shay. Pero siendo como era aquel lugar, las probabilidades de que alguien lo hubiera visto, lo hubiera recordado y hubiera hablado sobre ello eran elevadas. Y el señor Daly no se me antojaba la clase de individuo a quien le gustase jugar con fuego.

La otra alternativa era el jardín posterior. En el presente la mitad de los jardines se habían emperifollado con arbustos y tarima y chismes varios de hierro forjado, pero por entonces estaban todos descuidados y desgreñados: unos hierbajos escuálidos, trastos viejos, maderas, muebles rotos y alguna que otra bicicleta descuajaringada. Nadie salía a ellos a menos que fuera para usar el excusado, o en verano, para tender la colada; toda la acción se desarrollaba en la parte frontal de la casa, en la calle. Aquel invierno había hecho frío, pero no el suficiente para congelar la tierra. Se habría precisado una hora una noche para empezar a cavar una tumba, quizás otra hora la noche siguiente para acabarla y otra la tercera noche para rellenarla. Y el asesino habría estado a resguardo de todas las miradas, pues los jardines carecían de iluminación; de hecho, en las noches oscuras se necesitaba una linterna para abrirse camino hasta el aseo. Por otro lado, tampoco nadie habría oído nada; las hermanas Harrison estaban sordas como una tapia, las ventanas posteriores del sótano de Veronica Crotty estaban tapiadas con unos tablones para conservar el calor en casa, y las ventanas del resto del vecindario estarían bien cerradas para proteger los hogares del frío de diciembre. Habría bastado con tapar la tumba durante el día y asunto concluido. Y para ello no se precisaba sino colocar encima una lámina de hierro corrugado o una mesa vieja o lo que fuera que quedara a mano. Nadie se sorprendería.

No podía adentrarme en aquel jardín sin una orden de registro y no podía obtener una orden de registro sin algo que presentara al menos un parecido razonable a una causa probable. Arrojé el pitillo al suelo y me encaminé de nuevo a Faithful Place para hablar con Mandy Brophy.


Mandy fue la primera persona que se mostró inequívoca y sinceramente contenta de verme. Casi se levantó del suelo del grito que dio al reconocerme; tan exagerado fue que supe al instante que mi madre saldría disparada a asomarse a la ventana para comprobar qué sucedía.

– ¡Francis Mackey! ¡Jesús, María y José! -Saltó de la alegría y me envolvió en un abrazo tal que me salieron cardenales-. Casi me da un infarto al verte; jamás pensé que volvería a verte por aquí. ¿Qué te trae por estos lares?

Tenía figura de madre y llevaba un peinado de madre a conjunto, pero sus hoyuelos no habían cambiado.

– Nada en particular -contesté con una sonrisa-. Me pareció un buen momento para ver qué tal os iba la vida.

– Ya era hora, ¿qué quieres que te diga? Entra y quítate eso. Y vosotras -se dirigía a dos niñitas de cabello moreno y ojos redondos que se encontraban despatarradas en el suelo del salón-, subid a jugar a vuestra habitación, que necesito charlar en paz con este señor de aquí. ¡Venga, marchaos! -Empujó a las niñas con sus propias manos.

– Son tu auténtico retrato -observé atentamente, señalándolas con la cabeza.

– Son un par de trastos, eso es lo que son. Me agotan la paciencia, créeme. Mi madre dice que me he llevado mi merecido por todas las veces que la hice padecer cuando era pequeña. -Apartó unas muñecas semidesnudas, unos envoltorios de dulces y unos lápices mordisqueados del sofá-. Ven aquí, siéntate conmigo. Tengo entendido que trabajas en la policía. Veo que te has convertido en una persona respetable.

Sostenía entre los brazos un montón de juguetes, pero seguía mirando con esos ojos negros penetrantes y observadores; me estaba poniendo a prueba.

– Puede decirse así -contesté, bajando la cabeza y dedicándole la mejor de mis sonrisas de chico malo-. Maduré, eso es todo. Lo mismo que tú.

Se encogió de hombros.

– Yo sigo siendo la misma de siempre. Echa un vistazo a tu alrededor.

– Y yo también. Es posible salir de este lugar…

– … pero no es posible quitárselo de encima. -Siguió mirándome con recelo un segundo más; luego asintió, emitió un chasquido con la lengua y señaló hacia el sofá con el pie de una Bratz-. Siéntate ahí. ¿Te apetece una taza de té?

Y, sin más, estaba dentro. No hay contraseña más poderosa que el pasado.

– No, no, gracias. Acabo de desayunar.

Mandy embutió los juguetes en una caja de plástico rosa y cerró la tapa de un golpe.

– ¿Estás seguro? En tal caso, ¿te importa si voy plegando la colada mientras hablamos antes de que esas dos pequeñas damitas bajen y vuelvan a poner esto patas arriba? -Se desplomó en el sofá junto a mí y atrajo hacia sí la cesta con la ropa-. ¿Sabías que me casé con Ger Brophy? Trabaja de chef. Siempre le gustó la comida, a Ger, me refiero.

– Así que te has agenciado un Gordon Ramsay [5], ¿eh? -le dije con una sonrisa maliciosa-. Y, cuéntame, ¿se trae la espátula a casa por si haces travesuras?

Mandy lanzó un gritito y me propinó un manotazo en la muñeca.

– Sigues siendo igual de bribonzuelo. No has cambiado nada, ¿verdad? No, no es Gordon Ramsay. Trabaja en uno de esos hoteles que hay cerca del aeropuerto. Dice que sobre todo sirven a familias que han perdido sus vuelos y a hombres de negocios que prefieren llevarse a sus queridas donde no puedan descubrirlos; nadie se preocupa en exceso por la comida. Una mañana, te lo juro, estaba tan aburrido que le añadió plátano a los huevos con beicon sólo para comprobar qué ocurría. Y nadie dijo ni mu.

– Debían de creer que se trataba de nouvelle cuisine. Diez tantos para Ger.

– No sé qué debían de pensar que era, pero se comieron el desayuno sin rechistar. Huevos con salchichas y plátano frito.

– Ger es un buen hombre -comenté-. Me alegro por vosotros.

Estiró un jersecito rosa de una sacudida.

– Sí, es cierto, está muy bien. Me hace reír mucho. Además, siempre estuvo en mi baraja. Cuando le comunicamos a mi madre que nos habíamos prometido dijo que lo había visto venir desde que llevábamos pañales. Y lo mismo con… -Una rápida mirada al techo-. Lo mismo con la mayoría de las bodas que se han celebrado por aquí.

Le había llegado el rumor de la maleta aparecida y de todas las especulaciones funestas que la acompañaban. Pero la contención de radio macuto junto con la valiosísima labor de Kevin con mi madre evitaron que estuviera tensa y se mostrara cautelosa; sencillamente hablaba con tacto, intentando no herir mis sentimientos. Me relajé en el sofá y decidí disfrutarlo mientras durase. Me encantan las casas desordenadas, las casas donde la mujer y los críos dejan su impronta en cada centímetro: huellas de dedos grasientos en las paredes, chucherías y nidos de horquillas para el pelo de colores pastel sobre la repisa de la chimenea, casas que huelen a flores y a plancha…

Le dimos a la sinhueso durante un rato: hablamos de sus padres, de los míos, de varios vecinos que se habían casado o habían tenido hijos o se habían mudado al extrarradio o habían desarrollado misteriosos problemas de salud. Imelda seguía por el barrio, a dos minutos a pie de Hallows Lane, pero algo en las comisuras de los labios de Mandy me dijo que ya no se veían demasiado y me abstuve de preguntar. Preferí hacerla reír: si consigues que una mujer ría tienes medio camino ganado para conseguir que hable.

Seguía teniendo aquella misma risa pletórica y llena de vida tan contagiosa.

Mandy tardó unos diez minutos antes de decidirse a preguntar:

– Y cuéntame, ¿alguna vez has tenido noticias de Rosie?

– Ni la más mínima -contesté sin remilgos-. ¿Y tú?

– Nada. Yo pensaba… -Otra vez esa mirada-. Pensaba que tú posiblemente sí, eso es todo.

– ¿Lo sabías? -pregunté.

Concentró la mirada en los calcetines que estaba enrollando, pero le temblaban las pestañas.

– ¿A qué te refieres?

– Tú y Rosie erais amigas íntimas. Pensé que quizá te lo habría explicado.

– ¿Que teníais pensado fugaros? ¿O que ella…?

– Cualquiera de las dos cosas.

Se encogió de hombros.

– Por el amor de Dios, Mandy -dije, poniendo una nota de humor-. Han pasado veintidós años. Te prometo que no voy a armar un escándalo porque dos chicas se contaran sus secretos. Simplemente me lo preguntaba.

– No tenía ni idea de que planeaba romper con todo. Te lo prometo por mi vida, no tenía ni la más mínima sospecha. Lo que también te digo, Francis, es que cuando supe que no estabais juntos me quedé patidifusa. Estaba convencida de que os habríais casado y habríais tenido media docena de hijos para poner freno a vuestro galope.

– Entonces sí sabías que íbamos a fugarnos juntos.

– Bueno, os escapasteis la misma noche. Todo el mundo se lo imaginó.

Le sonreí y moví la cabeza.

– «Romper con todo» has dicho. Sabías que seguíamos estando juntos. Hacía casi dos años que lo manteníamos en secreto, o al menos yo pensaba que así era.

Transcurrido un momento, Mandy me miró con ironía y echó unos calcetines a la cesta de la ropa.

– Sabelotodo… No es que ella fuera por ahí contándonoslo ni nada de eso; de hecho, nunca había dicho nada hasta que… ¿Verdad que quedasteis para tomaros unas copas más o menos una semana antes de vuestra fuga? En un bar de la ciudad, si no me equivoco.

En el O'Neill's de la calle Pearse, y todas las cabezas de los universitarios se volvieron cuando Rosie se dirigía a nuestra mesa con una jarra de cerveza en cada mano. Era la única chica que yo conocía que bebía cerveza y siempre pagaba su ronda.

– Sí -contesté-. Quedamos.

– Fue así como lo supimos. Le dijo a su padre que iba a salir con Imelda y conmigo, pero no nos dijo nada a nosotras para que la cubriéramos, ¿entiendes? Había mantenido lo vuestro en secreto, no teníamos ni idea. Aquella noche nosotras dos regresamos a casa bastante temprano y el señor Daly estaba mirando por la ventana y nos vio llegar sin Rosie. Ella llegó más tarde. -Mandy me dedicó una de sus sonrisas con hoyuelos-. Debíais de tener muchas cosas que deciros, ¿no es cierto?

– Sí -contesté.

Un beso de buenas noches apretados contra el muro del Trinity College, mis manos en sus caderas atrayéndola hacia mí.

– El señor Daly aguardó despierto a que llegara. Rosie vino a verme el día siguiente, era sábado, y me explicó que su padre se había puesto hecho una furia.

Regresábamos de nuevo hacia el grandullón y malvado señor Daly.

– Me lo imagino -dije.

– Imelda y yo le preguntamos dónde había estado, pero se negaba a revelárnoslo. Se limitó a explicarnos que su padre se había puesto hecho una furia. De manera que adivinamos que había quedado contigo.

– Siempre me pregunté qué demonios tenía Matt Daly contra mí -apunté.

Mandy pestañeó.

– No tengo ni la más remota idea. Sé que tu padre y él no se llevan bien; yo pensaba que era por eso. ¿Acaso importa? Ya no vives por aquí y no tienes que verlo más…

– Rosie me abandonó, Mandy. Me dejó plantado sin más, más solo que la una, y nunca he sabido por qué. Si existe alguna explicación, por pequeña que sea, me gustaría conocerla. Me gustaría saber si hay algo que yo pudiera haber hecho para que las cosas hubieran sido diferentes.

Me mostré fuerte pero dolido y los labios de Mandy dibujaron una mueca de compasión.

– Lo siento, Francis… A Rosie nunca le importó en absoluto lo que su padre pensara de ti. Ya lo sabes.

– Quizá no. Pero si estaba preocupada por algo o me ocultaba algo o si tenía miedo de alguien… ¿Cómo de furioso solía ponerse su padre con ella exactamente?

Mandy pareció perpleja o recelosa, no supe descifrarlo.

– ¿A qué te refieres?

– El señor Daly tiene mal genio -contesté-. Cuando descubrió que Rosie salía conmigo todo el barrio oyó sus gritos. Siempre me pregunté si la cosa se había detenido ahí o si…, bueno, o si la pegaba.

Mandy se tapó la boca con la mano.

– ¡Madre mía, Francis! ¿Te explicó ella algo de eso?

– A mí no, no lo habría hecho, a menos que quisiera que le partiera el alma a su padre. Pensé que quizás hubiera hablado de eso contigo y con Imelda.

– Ah, no. No, en absoluto. Nunca pronunció una palabra sobre eso. Supongo que lo habría hecho, pero… uno nunca puede estar seguro de estas cosas, ¿no es cierto? -Mandy reflexionó unos instantes mientras alisaba en su regazo un pichi azul del uniforme del colegio de una de sus hijas-. Yo apostaría a que jamás le puso la mano encima -sentenció al final-. Y no lo digo sólo porque crea que es lo que quieres oír. En parte, el problema del señor Daly es que nunca superó el hecho de que Rosie se hiciera mayor, ¿entiendes a qué me refiero? Aquel sábado, cuando Rosie vino a verme, después de que él la sorprendiera regresando a casa tarde, teníamos planeado salir las tres a bailar al Apartments por la noche, pero Rosie no pudo venir porque, y no bromeo, su padre le había quitado las llaves de casa. Como si fuera una niña, en lugar de una mujer adulta que traía su salario a la mesa cada semana. La amenazó con cerrar la puerta con llave a las once en punto y le dijo que, si no estaba en casa a esa hora, podía dormir en la calle, y tú sabes perfectamente que a las once en el Apartments apenas si había empezado la fiesta. ¿Entiendes a qué me refiero? Cuando se enfadaba con ella no le daba un par de bofetones, sino que la castigaba a sentarse en un rincón, tal como hago yo con mis pequeñas cuando cometen alguna travesura.

Y, sin más, el foco acusador se desvió del señor Daly, obtener una orden de registro para poner patas arriba su jardín dejó de ser una prioridad máxima y acurrucarse en los acogedores recovecos de la dicha conyugal de Mandy dejó de tener gracia. Si Rosie no había salido por la puerta principal de su casa, no era porque me estuviera esquivando o porque su padre la hubiera sorprendido in fraganti y hubieran vivido un episodio melodramático con un objeto contundente. Podría deberse a que él no le había dejado otra alternativa. Las puertas delanteras se cerraban con llave por la noche; en cambio, las puertas traseras tenían un cerrojo por dentro, para poder ir al lavabo sin necesidad de llave ni peligro de quedarse atrapado fuera de casa. Sin las llaves, poco importaba si Rosie escapaba de mí o hacia mis brazos: había tenido que salir por la puerta posterior, saltar las tapias y atravesar los jardines. Las opciones se multiplicaban y se alejaban del número tres.

Simultáneamente, las posibilidades de extraer alguna huella digital de esa maleta menguaban. Si Rosie sabía que iba a tener que andar haciendo el mono y saltando las tapias de los jardines, ella misma habría escondido la maleta de antemano, para recogerla luego al abandonar la ciudad. Si alguien le había puesto la mano encima durante el camino, probablemente ni siquiera supiera de la existencia de esa maleta.

Mandy me observaba un tanto preocupada, intentando averiguar si entendía lo que ella quería decir.

– Tiene sentido -contesté-. No imagino a Rosie muy contenta de que la castigaran en un rincón. ¿Tenía previsto intentar algo? ¿Robarle las llaves a su padre, quizá?

– Nada en absoluto. Eso es lo que nos dio una pista de que tramaba algo, claro. Imelda y yo le dijimos: «Pasa de él. Sal con nosotras. Si te deja fuera de casa, puedes quedarte a dormir en casa de una de nosotras». Pero ella dijo que no, que prefería no liarla más. A lo que nosotras replicamos: «Pero ¿por qué vas a hacer lo que él diga?». Tal como tú mismo has afirmado, no era su estilo. Y ella contestó: «No será por mucho tiempo». Eso atrajo nuestra atención, evidentemente. Las dos dejamos lo que estábamos haciendo y saltamos sobre ella, mientras le preguntábamos qué tenía planeado, pero se negaba a contestar. Actuaba como si su padre fuera a devolverle las llaves en breve, pero ambas sabíamos que había algo más. Ignorábamos exactamente qué, pero sí que algo grande iba a suceder.

– ¿No intentasteis sonsacarle más detalles? ¿Qué planes tenía? ¿Cuándo? ¿Si iba a ser conmigo?

– Por supuesto que sí. Le insistimos durante un buen rato. Yo le daba golpecitos en el brazo y todo, e Imelda la golpeaba con la almohada para obligarla a hablar, pero se limitó a pasar de nosotras hasta que nos rendimos y decidimos seguir acicalándonos para salir. Rosie era… Madre mía. -Mandy rió con una risa suave y asustada, casi sin aliento; sus briosas manos trajinando con la colada se ralentizaron hasta detenerse del todo-. Estábamos justo ahí, en el comedor; aquello era antes mi habitación. Yo era la única de nosotras que tenía un dormitorio propio; siempre nos reuníamos ahí. Imelda y yo nos estábamos peinando, cepillándonos el pelo para recogérnoslo en una coleta… Madre mía, qué facha teníamos, con aquella sombra de ojos turquesa, ¿te acuerdas? Nos creíamos las Bangles, Cyndi Lauper y Bananarama combinadas en una sola persona.

– Estabais guapísimas -dije con toda franqueza-. Las tres. Nunca he visto chicas más guapas.

Arrugó la nariz.

– Piropeándome no vas a conseguir nada… -Pero seguía con la mirada ausente-. Estábamos metiéndonos con Rosie, preguntándole cuándo iba a internarse en el convento, diciéndole que estaría guapísima vestida de monja porque quien de verdad le gustaba era el padre McGrath… Rosie estaba tumbada en mi cama, con la vista clavada en el techo, mordiéndose la uña como solía hacer, ¿recuerdas? Sólo se mordía una uña.

La uña del dedo índice de la mano derecha. Se la mordía cuando reflexionaba acerca de algo. Aquel último par de meses, mientras urdíamos nuestros planes, incluso se había hecho sangre en algunas ocasiones.

– Me acuerdo -contesté.

– Yo la contemplaba a través del espejo de mi tocador. Era Rosie, la conocía desde que apenas éramos unas mocosas y, de repente, parecía una persona distinta. Como si fuera mayor que nosotras, como si ya se hubiera ido en parte, como si ya estuviera en otro lugar. Se me ocurrió que debíamos regalarle algo: una postal de despedida o una medalla de san Cristóbal, quizás. Algo para desearle buen viaje.

– ¿Le mencionaste algo de esto a alguien? -pregunté.

– Desde luego que no -me reprendió Mandy con enojo-. Bajo ningún concepto la habría delatado. Como si no me conocieras…

Se había enderezado en su asiento y empezaba a irritarse.

– Claro que te conozco -le contesté con una sonrisa-. Simplemente estoy haciendo comprobaciones, gajes del oficio. No me lo tengas en cuenta.

– Lo hablé con Imelda. Ambas nos figuramos que os ibais a fugar juntos. Nos parecía una idea tan romántica… Ya sabes cómo son las adolescentes… Pero jamás le comenté nada a nadie más, ni siquiera después. Estábamos de vuestra parte, Francis. Queríamos que fueseis felices.

Durante una fracción de segundo pensé que, si volvía la vista, podría verlas, en la habitación contigua: tres muchachas, impacientes ante los acontecimientos que aguardaban a la vuelta de la esquina, en pleno estallido de turquesa, de electricidad y de posibilidades.

– Gracias, guapa -dije-. Te lo agradezco mucho.

– No soy capaz de imaginar por qué cambió de opinión. Te lo diría si lo supiera. Estabais hechos el uno para el otro… Estaba segura de que… -su voz fue apagándose.

– Sí -dije-. Yo también.

Mandy añadió con un hilillo de voz:

– Dios, Francis… -Seguía sosteniendo entre las manos el pichi del uniforme, inmóvil, y su voz traslucía una larga e invencible corriente de tristeza-. Dios, hace tantísimo tiempo, ¿verdad?

La calle estaba tranquila. Tan sólo se escuchaba el murmullo del sonsonete de las niñas explicándose algo en el piso de arriba y la embestida del viento barriendo una ráfaga de lluvia fina sobre las ventanas.

– Así es -contesté-. No comprendo cómo ha podido pasar tanto tiempo.

No le expliqué nada. Lo dejé en manos de mi madre; disfrutaría con cada segundo de ello. Nos despedimos con un abrazo en la puerta, le di un beso en la mejilla y prometí volver a visitarla pronto. Olía a una vida dulce y segura que yo no había olido desde hacía años, a jabón Pears, a natillas y a perfume barato.

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