Capítulo 23

Dejé a mi familia a solas mientras Stephen componía su caso y acusaba a Shay de doble cargo de asesinato y mientras el Tribunal Superior le negaba la libertad bajo fianza a mi hermano. George, ¡que Dios bendiga sus calcetines de algodón!, me permitió regresar al trabajo sin decir ni mu; incluso me arrojó a una operación nueva y compleja hasta la majadería relacionada con Lituania, fusiles AK-47 y varios sujetos interesantes llamados Vytautas a la que fácilmente podía dedicarle semanas de cien horas si sentía la necesidad de hacerlo, cosa que efectivamente hice. Entre la brigada corría el rumor de que Scorcher había presentado indignado una queja por mi absoluto incumplimiento del protocolo y de que George había emergido de su semicoma habitual el tiempo necesario para ponerse quisquilloso y solicitarle un papeleo con toda la información por triplicado que bien podía llevarle varios años de trabajo.

Cuando me figuré que la tensión emocional de mi familia podía haber descendido uno o dos niveles, me tomé una tarde libre y regresé a casa del trabajo temprano, alrededor de las diez de la noche. Introduje lo que tenía en la nevera entre dos rebanadas de pan y me lo comí. Luego encendí un cigarrillo, me llevé un vaso del mejor Jameson's al balcón y telefoneé a Jackie.

– ¡Ostras! -exclamó. Estaba en casa, con el televisor encendido de fondo. Su voz denotaba la máxima de las sorpresas, y no sé si algo más. Le susurró a Gavin-: Es Francis.

Un murmullo ininteligible de Gav, y luego el ruido del televisor amortiguándose a medida que Jackie se alejaba de ella.

– ¡Ostras! -repitió-. No pensaba que… ¿Cómo te va?

– Más o menos. ¿Y a ti?

– Bien. Como siempre.

– ¿Cómo está mamá? -quise saber.

Un suspiro.

– Pues no está muy bien, Francis.

– ¿En qué sentido?

– Está paliducha y muy callada. Y ya la conoces: ella no es así. Me sentiría mucho mejor si siguiera quejándose por todo.

– Temía que le hubiéramos provocado un infarto. -Intenté que sonara a broma-. Debería haber sabido que no nos daría esa satisfacción.

Jackie no se rió.

– Carmel me ha explicado antes que fue a casa anoche, con Darren, y que Darren rompió ese adornito de porcelana -dijo-, ¿sabes a cuál me refiero?, a ese con un niñito con flores, el que está en la estantería del salón. Bueno, pues lo hizo añicos. Temía que mamá le echara una bronca de mil demonios, pero no le dijo absolutamente nada. Se limitó a barrer los trozos y tirarlos a la basura.

– Acabará reponiéndose con el tiempo -le aseguré-. Mamá es una mujer fuerte. Hace falta algo más para acabar con ella.

– Sí que es fuerte, sí. Pero aun así…

– Sí. Ya lo sé.

Escuché una puerta cerrarse y el viento entrando por el micrófono del teléfono: Jackie había salido afuera para mantener una conversación privada conmigo.

– Papá tampoco atraviesa su mejor momento -añadió-. No se ha levantado de la cama desde que…

– ¡Que le jodan! Déjalo que se pudra.

– Sí, ya lo sé, pero no es eso lo que importa. Mamá no puede apañárselas por sí sola, no con él en ese estado. No sé qué van a hacer. Yo ahora voy a verlos tanto como puedo y Carmel también, pero ella tiene a los críos y a Trevor, y yo tengo que trabajar. Y, aunque vayamos, nosotras no tenemos fuerza suficiente para levantarlo sin hacerle daño; y además dice que somos chicas y que no quiere que lo ayudemos a ir al lavabo y todo eso. Shay… -Se le fue apagando la voz-, Shay solía encargarse de eso.

– Ya -confirmé-. ¿Crees que debería ir a echar una mano?

Se produjo un instante de silencio por el desconcierto.

– ¿Que si deberías…? No, no, Francis. No pasa nada.

– Si crees que es buena idea, no me importa mover el trasero hasta allí mañana mismo. Me he mantenido alejado porque pensaba que podía hacer más mal que bien, pero si estoy equivocado…

– No, no; creo que tienes razón. No lo digo en el mal sentido, pero…

– No, ya te capto. Eso me figuraba.

– Les diré que has preguntado por ellos -propuso Jackie.

– Sí, hazlo. Y, si se produce algún cambio, comunícamelo, ¿de acuerdo?

– Sí, claro. Gracias por el ofrecimiento.

– ¿Qué hay de Holly? -pregunté.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Crees que será bienvenida en casa de mamá a partir de ahora?

– ¿Querrías que viniera? Estaba convencida de que…

– No lo sé, Jackie. Aún no lo he decidido. Probablemente no, no. Pero quiero saber exactamente qué pasa con ella.

Jackie suspiró con tristeza.

– Nadie lo sabe. No lo sabremos hasta que…, ya sabes, hasta que la situación se calme un poco.

En otras palabras, hasta que a Shay lo hubieran juzgado y absuelto, o condenado a doble cadena perpetua, en parte en función de cómo lo hiciera Holly declarando contra él.

– No puedo permitirme esperar tanto, Jackie -le indiqué-. Y no me gusta que seas esquiva conmigo. Estamos hablando de mi hija.

Otro suspiro.

– Si quieres que sea sincera contigo, Francis, si yo fuera tú la mantendría apartada de nosotros por un tiempo. Por su propio bien. Estamos todos destrozados y muy nerviosos y antes o después alguien estallará y le dirá algo que herirá sus sentimientos, no a propósito, pero… Olvídalo por ahora. ¿Crees que podrás hacerlo? ¿Crees que le dolerá mucho?

– Ya me encargaré yo de eso. Lo que sucede, Jackie, es que Holly está convencida de que lo que le ocurrió a Shay es culpa suya y de que, aunque no lo sea, toda la familia piensa que lo es. Mantenerla alejada de casa de mamá (no es que para mí represente ningún problema, créeme) sólo va a conseguir que se torture aún más. Y, francamente, a mí me importa un bledo que esté en lo cierto y que el resto de la familia haya decidido tratarla como a una paria, pero necesito que sepa que tú eres la excepción. Está hecha trizas y ya ha perdido a bastante gente para el resto de su vida. Necesito que sepa que tú sigues estando presente y que no tienes ninguna intención de abandonarla y que ni por un segundo la culpas por la losa que va a caer sobre la cabeza de todos nosotros. ¿Crees que podrás hacerlo?

Jackie emitía ruiditos de compasión y horror.

– Ay, pobrecilla, que Dios la ampare, ¿cómo voy a culparla?, si ni siquiera había nacido cuando todo esto empezó… Dale un abrazo enorme de mi parte y dile que iré a verla en cuanto encuentre un minuto.

– Bien. Es lo que me figuraba. Pero da igual lo que yo lo diga: necesita oírtelo decir a ti. ¿Por qué no la llamas y quedas con ella para veros? Así se tranquilizará un poco, ¿de acuerdo?

– Claro que sí. De hecho, te cuelgo y la llamo. Pobrecilla. No soporto imaginarla ahí sentada, preocupada y triste…

– Jackie -la interrumpí-, aguarda un segundo.

– ¿Qué?

Me habría gustado darme una colleja a mí mismo por preguntar, pero no pude reprimirme:

– Me gustaría saber algo, ya que tocamos el tema. ¿Yo voy a volver a verte? ¿O sólo Holly? -Fue una pausa momentánea, pero significativamente larga-. No pasa nada si no volvemos a vernos. Entiendo que podría causarte problemas. Simplemente quiero saberlo; considero que nos ahorrará a los dos tiempo y complicaciones. ¿Qué me dices?

– Que sí. Uf, vaya, Francis… -Su respiración era rápida, espasmódica, como si le hubieran asestado un puñetazo en el estómago-. Claro que volveremos a vernos. Por supuesto. Es sólo que… creo que voy a necesitar un poco de tiempo. Quizás unas cuantas semanas o… No quiero mentirte: tengo la cabeza hecha un lío. No sé qué hacer ni qué pensar ni qué decir. Podría pasar un tiempo antes de que…

– Lo entiendo -la interrumpí-. De verdad, créeme, sé cómo te sientes.

– Lo lamento, Francis. Lo lamento muchísimo.

Su voz sonaba débil y desesperada, crispada hasta la última cuerda. Habría hecho falta un hijo de puta aún mayor que yo para hacerla sentir peor.

– Así es la vida, cariño. No es culpa tuya, no más que de Holly -la reconforté.

– En cierto sentido, sí. De no haberla traído yo a casa de mamá nunca…

– O si yo no la hubiera llevado ese día concreto. O, mejor aún, si Shay no hubiera… Bueno, dejémoslo. -El resto de la frase se deshilachó en el vacío que nos separaba-. Lo has hecho lo mejor que has podido, nadie puede pedirte más. Conseguirás recomponerte, cariño, lo sé. Tómate el tiempo que necesites. Llámame cuando te apetezca.

– Lo haré. Te lo prometo. Lo haré. Y, Francis…, mientras tanto, cuídate. Lo digo de verdad.

– Eso haré. Tú también, cielo. Nos vemos.

Justo antes de colgar volví a oír aquella respiración acelerada y dolorosa. Deseé que entrara junto a Gavin y se dejara abrazar, en lugar de quedarse allá fuera, en medio de la oscuridad, llorando sola.


Unos días después acudí al Jervis Centre y compré uno de esos televisores de tamaño King Kong que uno adquiere si la posibilidad de ahorrar para algo más sustancial nunca ha entrado en su universo. Pensé que necesitaría algo más que la electrónica, por muy impresionante que fuera, para evitar que Imelda me propinara una patada en las pelotas, de manera que aparqué el coche en la entrada de Hallows Lane y esperé a que Isabelle regresara a casa de donde fuera que hubiera pasado el día.

Era un día frío y gris y amenazaba con llover aguanieve. Una fina capa de escarcha cubría los baches. Isabelle descendió por la calle Smith a paso ligero, con la cabeza gacha y su delgado abrigo de imitación arrebujado para hacer frente al viento cortante. No me vio hasta que salí del coche y me planté delante de ella.

– ¿Eres Isabelle?

Me miró con recelo.

– ¿Quién lo pregunta?

– Soy el gilipollas que os destrozó el televisor. Encantado de conocerte.

– Lárguese o me echo a gritar.

Otra que tenía carácter. Me cayó bien al instante.

– Para el carro, guapa. Esta vez no he venido en busca de problemas.

– Entonces ¿qué quiere?

– Os he comprado un televisor nuevo. Feliz Navidad.

La sospecha aumentó en sus ojos.

– ¿Por qué?

– ¿Has oído hablar de eso que llaman «cargo de conciencia»?

Isabelle cruzó los brazos y me lanzó una mirada asesina. De cerca, el parecido con Imelda no era tan impactante. Tenía la barbilla curva, como los Hearne.

– Pues no queremos su tele -me informó-, pero muchas gracias de todos modos.

– Quizá tú no la quieras -la corté-, pero tu madre o tus hermanas igual sí. ¿Por qué no vas a preguntárselo?

– Claro, ahora mismo. ¿Cómo sabemos que este trasto no lo robaron hace dos noches y que se presentará aquí a arrestarnos esta misma tarde?

– Sobreestimas mi inteligencia.

Isabelle arqueó una ceja.

– O usted subestima la mía. Porque no soy tan tonta como para aceptar nada de un poli que está cabreado con mi madre.

– Yo no estoy cabreado con ella. Tuvimos una pequeña diferencia de opinión, pero ya se ha resuelto y no tiene nada que temer de mí.

– Eso no hace falta que me lo diga. Mi madre no le tiene ningún miedo.

– Estupendo. Lo creas o no, le tengo cariño. Nos criamos juntos.

Isabelle reflexionó sobre mis palabras.

– Entonces ¿por qué destrozó nuestra tele? -quiso saber.

– ¿Qué te ha dicho tu madre?

– Nada. No quiere decírmelo.

– Pues entonces yo tampoco. Un caballero nunca divulga las confidencias de una dama.

Me lanzó una mirada fulminante para demostrarme que no le impresionaba mi vocabulario, pero es que estaba en esa edad en la que nada de lo que yo hubiera dicho la habría impresionado. Intenté imaginar cómo debía de ser ver a tu hija con tetas, los ojos pintados y el derecho legal de subirse a un avión y viajar adonde le plazca.

– ¿Ese trasto es para asegurarse de que testifica lo correcto en el juicio? Porque ya ha prestado declaración ante ese chaval, cómo lo llama, el Pendejo Pelirrojo.

Una declaración que podía cambiar, y posiblemente cambiaría, media docena de veces antes de que se celebrara el juicio. Pese a ello, si yo hubiera sentido la necesidad imperiosa de sobornar a Imelda Tierney, no habría necesitado realizar aquel dispendio; me habría bastado con comprarle un par de cartones de tabaco. Pensé que era mejor no compartir mis pensamientos con Isabelle.

– Yo no tengo nada que ver con eso -le aseguré-. Dejemos una cosa clara: yo no tengo nada que ver con ese caso, ni con ese joven y no quiero nada de tu madre, ¿entendido?

– Pues sería usted el primer hombre en no querer nada de ella. Y, ya que no quiere nada, ¿le importa que me vaya?

No había ni un movimiento en Hallows Lane: ni viejecitas puliendo la plata, ni madres buenorras guerreando con cochecitos de bebé, y todas las puertas estaban cerradas para que no entrara el frío, pero aun así notaba ojos entre las sombras, tras los visillos.

– ¿Me permites que te haga una pregunta? -inquirí.

– Adelante.

– ¿De qué trabajas?

– ¿Y a usted qué le importa?

– Soy un chafardero. ¿Por qué? ¿Es secreto?

Isabelle puso los ojos en blanco.

– Estoy estudiando para ser secretaria jurídica. ¿Le parece correcto?

– Me parece fantástico -contesté-. Felicidades.

– Gracias. Pero ¿tengo aspecto de que me importe lo que usted piense de mí?

– Tal como ya te he dicho, en su día le tuve mucho cariño a tu madre. Me gusta saber que tiene una hija que la cuida y de la que puede sentirse orgullosa. Y ahora, pórtate bien, y llévale el puñetero televisor.

Abrí el maletero. Isabelle rodeó el coche y, desde la distancia, por si acaso tenía intenciones de empujarla en su interior y venderla al mercado de trata de blancas, echó un vistazo.

– No está mal -opinó.

– Perdona, es el pináculo de la tecnología moderna. ¿Quieres que lo lleve yo a tu casa o prefieres llamar a una amiga para que te eche una mano.

– No lo queremos -se reiteró-. ¿Qué parte no entiende?

– Escucha -la corté-. Este trasto me ha costado una pasta gansa. No es robado, no tiene ántrax y el Gobierno no puede vigilaros a través de la pantalla. De manera que ¿dónde está el problema? ¿O es que te asusta que, como viene de un poli, tenga piojos?

Isabelle me miró como si se preguntara cómo me las ingeniaba para ponerme bien los calzoncillos por la mañana.

– Usted ha delatado a su hermano.

Así que ésas teníamos… Me había vuelto a comportar como un gilipollas al pensar que esa información no llegaría al dominio público. Por mucho que Shay hubiera mantenido la boca cerrada, estaba la red local de percepción extrasensorial y, en el caso de que ésa también hubiera estado apagada el día en cuestión, nada podía detener a Scorcher de insinuar una pequeñísima pista durante uno de sus interrogatorios en profundidad. Las Tierney habrían aceptado de buen grado un televisor que se hubiera caído de un camión, incluso habrían aceptado un regalo de Deco, el amable camello del barrio, de haber considerado éste que se lo debía por la razón que fuera, pero no querían tener nada que ver con tipos de mi calaña. Si hubiera disparado a Shay en defensa propia, Isabelle Tierney, los espectadores fascinados y hasta la última alma con vida de Liberties no habrían tenido ningún problema. Podría haberlo enviado a cuidados intensivos, quizás incluso al cementerio de Glasnevin, y haberme pasado las siguientes semanas recopilando muestras de asentimiento con la cabeza y palmaditas de felicitación en la espalda; pero nada de lo que Shay hubiera hecho era una excusa suficiente para delatar a tu propio hermano.

Isabelle echó un vistazo alrededor para asegurarse de que había gente cerca que podría acudir en su rescate antes de decir en tono amable y lo bastante alto para que todo el mundo la oyera bien:

– ¡Métase esa tele por el culo!

Dio un salto hacia atrás, veloz y ágil como un gato, por si me abalanzaba sobre ella. Luego me enseñó el dedo para asegurarse de que a nadie se le escapaba el mensaje, giró sobre sus tacones de aguja y se marchó muy ofendida por Hallows Lane. La observé mientras buscaba las llaves, se desvanecía entre la colmena de ladrillo viejo, cortinas de ganchillo y ojos expectantes, y cerraba la puerta de un portazo a sus espaldas.


Esa noche empezó a nevar.

Dejé el televisor a la entrada de Hallows Lane para que lo robara el siguiente cliente de Deco, regresé a casa en coche y salí a dar un paseo. Me encontraba ya cerca de Kilmainham Gaol cuando cayeron sobre mí los primeros copos perfectos y silenciosos. Una vez desatada, la tormenta no amainó. La nieve se deshacía en cuanto entraba en contacto con el suelo, pero en Dublín hay años en los que no nieva y a las afueras del Hospital James se había congregado una pandilla de estudiantes atolondrados: jugaban a lanzarse bolas que formaban con la nieve acumulada sobre los coches detenidos en los semáforos y a esconderse tras transeúntes inocentes, con las narices rojas y muertos de risa, ajenos a los yuppies indignados que regresaban a sus casas enfurruñados tras salir del despacho. Después, las parejas se pusieron románticas y metían sus manos en los bolsillos del otro, se apretujaban e inclinaban sus cabezas para observar los copos caer describiendo círculos. Y aún más tarde, los borrachos emprendieron su vuelta a casa desde los bares con ese cuidado especial triple extra.

Me sorprendí al principio de Faithful Palace a altas horas de la madrugada. Todas las luces estaban apagadas, con la excepción de una estrella de Belén que parpadeaba en la ventana del salón de Sallie Hearne. Permanecí de pie entre las sombras, tal como lo había hecho mientras esperaba a Rosie, con las manos en los bolsillos, contemplando cómo el viento creaba gráciles espirales de copos de nieve bajo el círculo amarillo de la luz de la farola. Faithful Place parecía un lugar acogedor y pacífico sacado de una postal navideña, arropado para protegerse del invierno y soñando con cascabeles y humeantes tazas de chocolate caliente. No se oía el menor ruido en toda la calle, tan sólo el silbido de la nieve contra las paredes y las notas distantes de las campanas de la iglesia, que anunciaban los cuartos de alguna hora.

Una luz se iluminó en la puerta principal del número tres y las cortinas se abrieron: la figura en sombras de Matt Daly se recortó contra el resplandor de una lámpara de mesa. Apoyó las manos en el alféizar y observó los copos de nieve impactar contra los adoquines durante un largo rato. Luego sus hombros se alzaron y volvieron a relajarse con un profundo suspiro y cerró las cortinas. Al cabo de un momento, la luz se apagó.

Aunque no me viera, me resultó imposible caminar por Faithful Place.

Salté la tapia y entré en el jardín del número dieciséis.

Bajo mis pies crujieron la gravilla y las malas hierbas escarchadas que aún retenían la mugre en el punto en el que Kevin había muerto.

En el número ocho, las ventanas del apartamento de Shay estaban ahora oscuras y vacías. Nadie se había molestado en cerrar las cortinas.

La puerta trasera del número dieciséis abría a la negritud, crujiendo sobre las bisagras sin descanso por efecto del viento. Permanecí en pie en el umbral contemplando la tenue luz azulada de la nieve que se filtraba por el hueco de las escaleras y el vaho de mi respiración vagando en el aire helado. De haber creído en fantasmas, aquella casa habría representado la mayor decepción de mi vida; debería haber estado abarrotada de ellos, impregnando las paredes, infestando el aire, arrodillados en cada rincón, pero jamás había visto un lugar más vacío, tan vacío como para robarle el aliento a uno. Fuera lo que fuese lo que yo hubiera ido a buscar allí (Scorcher, ¡que Dios bendijera su corazoncito predecible!, presumiblemente habría sugerido cerrarla o alguna chorrada por el estilo), no estaba. Unos copos de nieve se arremolinaron sobre mi hombro, pervivieron un segundo sobre las tablas del suelo y luego se desvanecieron.

Pensé en llevarme algo de allí conmigo o en dejar algo de recuerdo, porque sí, sin ningún motivo real, pero no tenía nada que mereciera la pena dejar y no había nada que quisiera llevarme. Encontré una bolsa de patatas fritas vacía entre las malas hierbas, la doblé y la utilicé para atrancar la puerta y dejarla cerrada. Luego volví a saltar la tapia y retomé mi camino.

Tenía dieciséis años cuando toqué por primera vez a Rosie Daly en aquella estancia de la planta superior. Era un viernes por la tarde del verano: nos habíamos reunido allí toda la pandilla con un par de litronas de sidra barata, un paquete de veinte cigarrillos y otro de bombones de fresa. Éramos tan jóvenes… Zippy Hearne, Des Nolan, Ger Brophy y yo habíamos estado trabajando como peones en la construcción durante las vacaciones estivales, de manera que estábamos bronceados y musculosos, y teníamos dinero. Reíamos más alto y con más ganas, vibrábamos con esa virilidad recién descubierta y explicábamos anécdotas del trabajo, exagerándolas un poco para impresionar a las chicas. Las chicas eran Mandy Cullen, Imelda Tierney, la hermana de Des, Julie, y Rosie.

Durante meses, Rosie se había ido transformando lentamente en mi norte magnético secreto. Por las noches permanecía tumbado en la cama y la notaba a través de las paredes de ladrillo y los adoquines, arrastrándome hacia ella con la marea de sus sueños. Aquel día estar tan cerca de ella me sobrecogía tanto que me costaba respirar. Estábamos todos sentados con la espalda apoyada en la pared y yo tenía las piernas estiradas, tan cerca de Rosie que, de haberme movido sólo unos centímetros, mi pantorrilla habría rozado la suya. No me hacía falta mirarla; notaba cada uno de sus movimientos dentro de mi piel: sabía cuándo se remetía el pelo por detrás de la oreja o cuándo se recostaba en la pared para que el sol le bañara la cara. En los momentos en que sí la miraba, se me nublaba el pensamiento.

Ger estaba despatarrado en el suelo, interpretando magistralmente para las chicas un episodio basado en una historia verídica sobre cómo había atrapado él sólito una viga de hierro que había estado a punto de caer tres pisos e impactar sobre la cabeza de alguien. Todos estábamos un poco achispados, por la sidra, la nicotina y la compañía. Nos conocíamos desde que llevábamos pañales, pero fue aquel verano cuando las cosas empezaron a cambiar, y lo hacían a tal velocidad que nos resultaba imposible seguirles el ritmo. A Julie se le había corrido el colorete de una mejilla, Rosie llevaba un nuevo colgante de plata que resplandecía por efecto del sol, a Zippy por fin había acabado de cambiarle la voz y todos usábamos ya desodorante.

– … Y entonces el hombre me dijo: «Hijo, de no haber sido por ti, hoy habría salido de aquí con los dos pies por delante…».

– ¿Sabéis a qué huelo? -preguntó Imelda sin dirigirse a nadie en concreto-. A testosterona. A testosterona fresca…

– ¡Hummm! ¡Qué bien que la sepas apreciar! -bromeó Zippy con una sonrisa.

– Si un día huelo la tuya de cerca, me corto las venas…

– No es ninguna fantochada -le aclaré yo-. Yo estaba allí y lo he visto todo con mis propios ojos. De verdad, chicas, este tipo de aquí es un héroe en carne y hueso.

– ¿A esto lo llamas tú «héroe»? -preguntó Julie, al tiempo que le daba un codazo a Mandy-. Pero míralo bien, por favor, si no tiene fuerza ni para levantar un balón de fútbol. ¿Cómo va a aguantar una viga?

Ger sacó bola.

– Ven aquí y compruébalo tú misma.

– ¡Fíu, fíu! No está mal -opinó Imelda, arqueando una ceja y sacudiendo la ceniza dentro de una lata vacía-. ¿Por qué no nos enseñas el tórax?

Mandy soltó un chillido.

– ¡No seas guarra!

– ¡Guarra tú! -le dijo Rosie-. El tórax es el pecho. ¿Qué demonios creías que era?

– ¿Dónde aprendéis esas palabrejas? -preguntó Des-. Yo nunca había oído hablar del tórax.

– En las monjas -contestó Rosie-. Incluso nos han enseñado fotografías. En biología, ¿sabes?

Des se quedó patidifuso; cuando se recuperó del golpe, le lanzó un bombón a Rosie. Ella lo cazó con la mano, se lo metió en la boca y se rió de él. Me sobrevinieron unas ganas espantosas de asestarle un puñetazo a Des, pero no se me ocurrió ninguna excusa válida.

Imelda sonrió a Ger como una gata.

– ¿Y entonces qué? ¿Nos lo vas a enseñar o no?

– ¿Me estás desafiando?

– Sí. Venga.

Ger nos guiñó el ojo. Luego se puso en pie, les hizo un gesto a las chicas con las cejas y se remangó la camiseta recatadamente hasta la barriga. Empezamos todos a silbar; las chicas lo aplaudían. Al final se quitó la camiseta del todo, la agitó sobre su cabeza, se la lanzó a las chicas e hizo una pose de culturista.

Las chicas se reían tanto que ni siquiera podían seguir aplaudiendo. Estaban dobladas de la risa en el rincón, con las cabezas apoyadas una contra la otra, agarrándose la barriga. Imelda se enjugaba las lágrimas.

– Madre mía, pero si eres un toro… ¡Qué sexy!

– Ja, ja, ja, ja… Me troncho -dijo Rosie.

– ¡Vaya par de tetas! -exclamó Mandy sin aliento.

– ¡Son músculos! -se defendió Ger indignado, abandonando su pose e inspeccionándose el torso-. No son tetas. ¿A que no, chicos?

– Son dos tetas fantásticas -lo calmé yo-. Ven aquí, que te las voy a medir y te voy a comprar unos bonitos sujetadores.

– Vete a la mierda.

– Si yo tuviera un par de tetas como ésas no volvería a salir de casa.

– Que os den. ¿Qué tienen de malo?

– ¿Son blandas? -quiso saber Julie.

– Devuélveme eso -exigió Ger, tendiéndole la mano a Mandy para que le diera la camiseta-. Si no sabéis apreciar mis pectorales, me los vuelvo a tapar.

Mandy se colgó la camiseta de un dedo y lo miró por debajo de las pestañas.

– Me gustaría quedármela como recuerdo.

– ¡Puaf! ¡Qué asco! -dijo Imelda, apartándosela de la cara de un manotazo-. ¡Cómo huele! Podrías quedarte embarazada con sólo tocarla.

Mandy emitió un gritito y le lanzó la camiseta a Julie, que la cogió con las manos y chilló aún más alto. Ger se la arrebató, pero Julie se coló por debajo de su hombro y se la quitó de nuevo.

– ¡Cógela, Melda!

Imelda agarró la camiseta con una mano mientras se ponía en pie, logró esquivar a Zippy cuando intentó retenerla rodeándola con el brazo y salió por la puerta a grandes zancadas, con sus largas piernas y su larga melena, ondeando la camiseta a su espalda como si se tratara de un estandarte. Ger la persiguió a trompicones y Des agitó una mano para indicarme que lo detuviera, pero Rosie estaba apoyada contra la pared riendo y yo no tenía ninguna intención de moverme hasta que ella lo hiciera. Julie se iba arreglando la falda de tubo mientras corría y Mandy le lanzó a Rosie una mirada pícara por encima del hombro y le gritó:

– ¡Espérame aquí!

Y de repente toda la habitación estaba en silencio y sólo quedábamos Rosie y yo, sonriéndonos por encima de los bombones desparramados y las botellas de sidra casi vacías y las volutas de humo de las colillas sin apagar.

El corazón me iba a mil por hora, como si hubiera estado corriendo. No recordaba la última vez que los dos habíamos estado a solas. Le dije, como intentando excusarme para que no creyera que había planeado una emboscada:

– ¿Quieres que vayamos con ellos?

– Yo me encuentro muy bien aquí -respondió Rosie-. Pero si tú quieres…

– Ah, no, no. Te aseguro que no voy a morirme por no tocar la camiseta de Ger Brophy.

– Tendrá suerte si la recupera… Por lo menos falta un rato.

– Sobrevivirá. En caso contrario, puede ir presumiendo de pectorales de camino a casa. -Incliné una de las botellas de sidra; aún quedaban unos tragos-. ¿Quieres más?

Alargó la mano. Le tendí una de las botellas (nuestros dedos casi se rozaron) y cogí la otra.

– ¡Salud! -brindé.

Sláinte.

El verano había alargado los días: eran ya pasadas las siete, pero el cielo seguía luciendo un azul claro y la luz que se filtraba por las ventanas abiertas y bañaba la estancia refulgía en un tono dorado pálido. A nuestro alrededor, Faithful Place bullía como una colmena, vibrando con los cientos de historias distintas que se desarrollaban en su seno. En la puerta contigua, el loco de Johnny Malone canturreaba para sí mismo, con un alegre tono de barítono chiflado. En el piso de abajo, Mandy lanzaba grititos encantada, se oyeron unos cuantos golpes y luego un estallido de risas; más abajo, en el sótano, alguien gritó de dolor y Shay y sus amigotes brindaron por ello. En la calle, dos de los hijos pequeños de Sallie Hearne aprendían solos a montar en una bicicleta robada y se daban lecciones entre sí:

– No, tonto, tienes que pedalear rápido o te caerás…

Y alguien silbaba en su camino de regreso a casa desde el trabajo, con el trino alegre de un pajarillo. El aroma a patatas y pescado frito se filtraba por las ventanas, junto con los comentarios sabihondos de algún mirlo en un terrado y las voces de las mujeres intercambiando los cotilleos del día mientras recogían la colada en los jardines traseros.

Yo conocía todas y cada una de aquellas voces, y cada portazo; incluso conocía el ritmo decidido de Mary Halley barriendo los escalones de delante de su casa. Si hubiera escuchado con más atención, habría detectado la voz de cada uno de los vecinos tejida en aquel aire vespertino estival y ahora podría contarles todas esas historias.

– Cuéntame. ¿Qué pasó en realidad con lo de Ger y esa viga? -me preguntó Rosie.

Me reí.

– No pienso contarte nada.

– ¿Qué más da? Pero si no era a mí a quien intentaba impresionar, sino a Julie y a Mandy. No voy a chivarme.

– ¿Me lo juras?

Sonrió y se trazó una cruz sobre el corazón con un dedo, sobre la suave piel blanca justo donde su camisa se abría.

– Te lo juro.

– Es cierto que sostuvo esa viga que se estaba cayendo. De no haberlo hecho, habría golpeado a Paddy Fearon y Paddy no habría salido por su propio pie de la obra.

– ¿Pero…?

– Estaba a punto de resbalarse de una pila que había en el patio y Ger la agarró antes de que le cayera a Paddy en el dedo del pie.

Rosie estalló en carcajadas.

– ¡Menudo oportunista! Es tan típico de él… Cuando éramos niños, debíamos de tener ocho o nueve años, Ger nos convenció a todos de que tenía diabetes y de que, si no le dábamos las galletas que nuestras madres nos habían puesto en la merienda, moriría. No ha cambiado ni un ápice, ¿verdad?

En el piso de abajo Julie gritó:

– ¡Bájame!

– Así es -contesté yo-. La diferencia estriba en que ahora no son esas galletas lo que quiere.

Rosie alzó su botella.

– Brindemos por eso.

– ¿Por qué dices que no intentaba impresionarte a ti como a las demás? -pregunté.

Rosie se encogió de hombros. Un sutilísimo rubor le tiñó las mejillas.

– Quizá porque sabe que yo no tengo ningún interés por él.

– ¿No? Yo pensaba que a todas las chicas les gustaba Ger.

Otro encogimiento de hombros.

– No es mi tipo. A mí no me gustan los tiparrones rubios.

Se me aceleró un poco más el corazón. Intenté enviarle ondas mentales de auxilio a Ger, que además me debía una, para que no dejara en el suelo a Julie y no permitiera que nadie volviera a subir… al menos durante una o dos horas, y a ser posible para siempre. Al cabo de un momento comenté:

– Ese colgante que llevas es muy bonito.

Rosie contestó.

– Me lo acabo de comprar. Es un pájaro. Mira.

Dejó la botella en el suelo y se puso de rodillas, mientras mantenía el colgante en alto con la mano para que yo lo viera. Me puse de rodillas frente a ella, sobre aquellas tablas de suelo veteadas por el sol, más cerca de lo que lo habíamos estado en años.

El colgante era un pájaro de plata con las alas extendidas y diminutas plumas de concha de abulón iridiscente. Agaché la cabeza para mirarlo. Me temblaba todo el cuerpo. Yo había flirteado con chicas antes y era fanfarrón e ingenioso; pero en aquel momento habría vendido mi alma por que se me ocurriera algo inteligente que decir. En su lugar, como si fuera un idiota, sólo me salió:

– Es muy bonito.

Alargué la mano para cogerlo y nuestros dedos se tocaron. Nos quedamos los dos helados. Estaba tan cerca de ella que podía ver esa piel blanca y tersa de la base de su cuello hinchándose con cada latido acelerado de su corazón. Y sentí unas ganas terribles de enterrar mi rostro en ella, de morderla, de lo que fuera; no tenía ni idea de lo que quería, pero sabía que me estallaría hasta el último vaso sanguíneo del cuerpo si no lo hacía. Me embriagaba el perfume de su cabello, etéreo y alimonado, vertiginoso.

Fueron esas palpitaciones urgentes las que me confirieron las agallas para alzar la vista y buscar los ojos de Rosie. Los tenía como platos, con sólo un anillo de verde alrededor de la negra pupila, y tenía los labios entreabiertos, como si la hubiera asombrado. Dejó caer el colgante. Ninguno de los dos podía moverse. Y ninguno de los dos respiraba.

En algún lugar sonaban timbres de bicicleta y las chicas reían y el loco de Johnny seguía canturreando «Te quiero hoy y te querré mañana…». Todos los sonidos se disolvieron y se desdibujaron en ese aire estival amarillento como un dilatado y dulce repique de campanas.

– Rosie -dije-. Rosie.

Le tendí las manos, ella apoyó sus cálidas palmas en ellas, nuestros dedos se entrelazaron y la atraje hacia mí sin poder dar crédito a mi suerte.


Toda aquella noche, tras cerrar la puerta y dejar la casa del número dieciséis vacía, fui en busca de las partes de mi ciudad que han perdurado. Recorrí las calles que recibieron su nombre en la Edad Media: Copper Alley, la calle Fishamble y Blackpitts, las fosas donde están enterradas las víctimas de la peste. Busqué los adoquines gastados de tantas pisadas y las verjas de hierro cubiertas de óxido. Deslicé mi mano sobre la fría piedra de las paredes del Trinity College y atravesé el punto en el que hace novecientos años la ciudad recibió su primer agua del pozo de Patrick; el letrero de la calle así continúa indicándolo, enigmático en ese gaélico que ya nadie sabe leer. No presté atención a los nuevos bloques de apartamentos de lujo ni a los rótulos de neón, a esas ilusiones enfermas listas que se pudren como la fruta de temporada. No son nada; no son reales. Dentro de cien años habrán desaparecido, las habrán reemplazado y habrán caído en el olvido. Eso es lo que ocurre con los bombardeos: sacude a una ciudad lo bastante fuerte y la chapa barata y arrogante se desmoronará antes de que tengas tiempo de chasquear los dedos. Son las cosas vetustas, las cosas de siempre, las que perduran. Alcé la cabeza para contemplar las delicadas columnas y balaustradas ornamentadas que cubren las cadenas comerciales y los restaurantes de comida rápida de la calle Grafton. Apoyé los brazos en el puente Ha'penny, donde antaño se pagaba un penique por cruzar el Liffey, miré hacia la Casa de Aduanas y los flujos cambiantes de luces y el cauce constante y oscuro del río bajo la nieve que seguía cayendo, y rogué a Dios que, de un modo u otro, nos ayude a encontrar un camino de regreso a casa antes de que sea demasiado tarde.

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