Capítulo 3

Mi forma de dormir se asemeja a la de los camellos: reservo sueño cuando tengo oportunidad de hacerlo, pero puedo pasar sin dormir mucho tiempo si las circunstancias me lo exigen. Pasé aquella noche mirando al siniestro bulto de la maleta que descansaba bajo la ventana, escuchando roncar a papá y poniendo en orden mis pensamientos, preparándome para el día siguiente.

Las posibilidades estaban enmarañadas como espaguetis, pero había dos que sobresalían. Una era la línea que había planteado a mi familia, una variación menor de la historia de siempre. Rosie había decidido escaparse sola, de manera que había escondido la maleta previamente para poder huir a toda prisa a la menor oportunidad sin que ni su familia ni yo pudiéramos detenerla; cuando regresó a recogerla y dejó la nota, tuvo que atravesar los jardines traseros del barrio, porque yo estaba vigilando la calle principal. Alzar la maleta por encima de las tapias habría causado demasiado estruendo, de manera que la dejó donde la había escondido y se marchó (los susurros y estruendos que escuché avanzando por los jardines) rumbo a su nueva vida.

Casi encajaba. Lo explicaba todo salvo una cosa: los billetes del ferry. Incluso si Rosie había previsto dejar escapar el ferry del amanecer y pasar desapercibida durante un par de días, por si se me ocurría presentarme en el puerto en plan Stanley Kowalski [3], habría intentado hacer algo con su billete: canjearlo o revenderlo. Nos habían costado la mayor parte del salario de una semana a cada uno. Bajo ninguna circunstancia los habría dejado pudrirse detrás de una chimenea, a menos que no le quedara otra alternativa.

La otra posibilidad era la expuesta por Shay y Jackie, con sus distintos grados de encanto general. Alguien había interceptado a Rosie, ya fuera de camino a la Teoría Uno o de camino a encontrarse conmigo.

Yo tenía una tregua con la Teoría Uno. Durante más de la mitad de mi vida se había ido haciendo un huequecito en mi mente, como una bala alojada demasiado adentro como para poder extraerla; no notaba su perfil afilado, siempre y cuando no la tocara. La Teoría Dos hacía que la cabeza me saltara por los aires.

La última vez que vi a Rosie Daly fue un sábado por la tarde, poco más de un día antes de la Hora Zero. Yo me dirigía al trabajo. Tenía un compañero llamado Wiggy que trabajaba como guarda nocturno en un aparcamiento y él a su vez tenía un amigo llamado Stevo que trabajaba como gorila en una discoteca; cuando Stevo quería tomarse una noche libre, Wiggy lo sustituía y yo sustituía a Wiggy; a todos nos pagaban en efectivo y todos nos dábamos por satisfechos.

Rosie estaba apoyada en la verja del número cuatro con Imelda Tierney y Mandy Cullen, envueltas en una burbuja dulce de risas tontas, perfume a flores, pelo largo y pintalabios brillante, esperando a que Julie Nolan bajara a su encuentro. La tarde era fría, la niebla desdibujaba el aire; Rosie tenía las manos remetidas bajo las mangas y se las calentaba con el aliento; Imelda daba saltitos para entrar en calor. Tres crios pequeños se columpiaban en la farola que presidía la calle, las notas de Tainted Love [4] sonaban con estruendo a través de la ventana de Julie y el aire olía a sábado noche, a silbidos y a almizcle, seductor como la sidra.

– Ahí va Francis Mackey -dijo Mandy al aire, dándoles un codazo a las otras dos en las costillas-. Mira qué pelos… Se lo tiene muy creído, ¿no os parece?

– ¿Qué tal, chicas? -las saludé con una sonrisa.

Mandy era bajita y morena, con un penacho por flequillo y siempre vestía tejanos lavados a la piedra. Me ignoró.

– Si fuera un helado se relamería a sí mismo hasta derretirse -comentó a las demás.

– Preferiría que me relamiera otra persona -repliqué yo, enarcando las cejas.

Las tres profirieron un gritito.

– Ven aquí, Frankie -me llamó Imelda, cambiándose de lado su melena permanentada-. Mandy quiere saber…

Mandy chilló y se agachó para taparle la boca a Imelda. Esta la esquivó.

– Mandy quiere que te pregunte…

– ¡Cállate!

Rosie reía.

Imelda le agarró las manos a Mandy y se las apartó.

– Me ha pedido que te pregunte si a tu hermano le gusta ir al cine y no mirar la película.

Ella y Rosie se deshicieron en risitas. Mandy se llevó las manos a la cara.

– ¡Imelda, eres una mala pécora! ¡Me he puesto colorada!

– Y bien que haces -comenté yo-. ¡Asaltacunas! Si acaba de empezar a afeitarse, ¿lo sabías?

Rosie estaba doblada de la risa.

– ¡Él no! ¡No habla de Kevin!

– ¡Se refiere a Shay! -exclamó Imelda casi sin aliento-. ¿Crees que a Shay le gustaría ir al cine… -El ataque de risa le impidió concluir la frase.

Mandy chilló y se tapó la cara con las manos.

– Lo dudo -contesté, sacudiendo la cabeza con arrepentimiento. Los varones Mackey nunca han tenido problemas con las damas, pero Shay era muy suyo. Para cuando yo tuve edad de entrar en acción, de tanto observarlo a él estaba convencido de que, si te gustaba una chica, era ella quien tenía que venir corriendo a ti. Rosie comentó en una ocasión que a Shay le bastaba con mirar a una chica para que ésta se desabrochara el sujetador-. Creo que Shay es de la otra acera, no sé si me entendéis.

Las tres volvieron a lanzar un gritito. Me encantan las pandillas de chicas cuando se preparan para salir por ahí, envueltas en todos los colores del arco iris como si fueran regalos; lo único que hay que hacer es exprimirlas y comprobar si hay alguna para ti. Saber que la mejor de todas era absolutamente mía me hacía sentir como si fuera Steve McQueen, como si tuviera una moto en la que pudiera subir a Rosie de paquete y surcar con ella los tejados de la ciudad.

Mandy me chilló:

– ¡Voy a chivarle a Shay lo que has dicho!

Rosie clavó sus ojos en mí, una mirada rápida y secreta; cuando Mandy se lo contara a Shay, nosotros dos estaríamos a un mar de distancia.

– Hazlo -dije-, pero no se lo digas a mi madre. Tendremos que explicárselo con mucha delicadeza.

– Mandy podría convertirlo, ¿no?

– Te juro, Melda, que…

La puerta del número tres se abrió y salió el señor Daly. Se remangó los pantalones, cruzó los brazos y se apoyó en el marco de la puerta.

– Buenas noches, señor Daly -lo saludé.

Me ignoró.

Mandy e Imelda se enderezaron y miraron de soslayo a Rosie.

– Estamos esperando a Julie -dijo Rosie.

– Fantástico -dijo el señor Daly-. Esperaré con vosotras.

Sacó un cigarrillo aplastado del bolsillo de su camisa y empezó a alisarlo con cuidado para darle forma. Mandy arrancó una pelusa de su jersey y la examinó; Imelda se alisó la falda.

Esa noche incluso el señor Daly me hizo feliz, y no solamente al imaginar su cara cuando se levantara el domingo por la mañana.

– Está usted muy elegante esta noche, señor Daly -observé-. ¿Va a salir también a la discoteca?

Se le tensó el músculo de la mandíbula, pero no apartó la vista de las chicas.

– Maldito Hitler -comentó Rosie por lo bajini al tiempo que se metía las manos en los bolsillos de su chaqueta vaquera.

– Vamos a ver por qué tarda tanto Julie, ¿vale? -dijo Imelda.

Rosie se encogió de hombros.

– De acuerdo.

– Adiós, Frankie -se despidió Mandy, con una sonrisa que le dibujó hoyuelos en las mejillas-. Saluda a Shay de mi parte.

Al darse la vuelta para irse, Rosie bajó un párpado y frunció los labios, sólo una fracción de segundo; un guiño y un beso. Luego subió corriendo las escaleras del número cuatro y se desvaneció en el lóbrego vestíbulo y fuera de mi vida.

Pasé cientos de noches tumbado despierto en un saco de dormir, rodeado por roqueros hediondos y aquel chucho bizco, reviviendo aquellos últimos cinco minutos hasta el último detalle en busca de una pista. Llegué a pensar que me estaba volviendo loco: tenía que haber algo, seguro, pero habría jurado por todos los santos del calendario que no se me había escapado nada. Y ahora, de repente, parecía que quizá no hubiera estado loco, que quizá no hubiera sido el gilipollas más grande del planeta, que quizás había estado en lo cierto. La línea es tan delgada…

No había nada en aquella nota, nada, que dijera que iba dirigida a mí. Lo había dado por supuesto; al fin y al cabo yo era a quien Rosie estaba dejando plantado. Pero nuestro plan original implicaba dejar atrás a muchas otras personas aquella noche. La nota podría haber ido dirigida a su familia, a sus amigas, a todo Faithful Place.

En nuestro antiguo dormitorio papá emitió un sonido como un búfalo de agua en trance de ser estrangulado; Kevin hablaba entre dientes dormido y se dio la vuelta en la cama, lanzó un brazo y me golpeó con él en los tobillos. La lluvia se había tornado más homogénea y densa, arreciaba.

Como ya he comentado, hago todo cuanto está en mi mano por anticipar de dónde van a venir los golpes a traición. Durante el resto del fin de semana, al menos, tenía que deshacerme de la hipótesis de que Rosie no había llegado a salir de aquel lugar con vida.

Por la mañana, tan pronto hubiera convencido a los Daly de que les interesaba dejar la maleta en mis capaces manos y no les convenía llamar a la policía, pensé que precisaba hablar con Imelda, Mandy y Julie.


Mamá se despertó en torno a las siete; oí crujir los muelles del colchón a través de la lluvia cuando se levantó. De camino a la cocina se detuvo en el umbral del salón durante un largo minuto, con la vista posada en mí y en Kevin y el pensamiento en Dios sabe qué. Mantuve los ojos cerrados. Al final suspiró, un ruidito irónico, y prosiguió su camino.

El desayuno era el típico mazazo para el estómago: huevos, beicon, salchichas, pudín negro, torrijas y tomates fritos. Era una declaración de intenciones, pero me costaba decidirme entre si lo que pretendía decir era «¿Lo ves? Estamos estupendamente sin ti» o «Sigo dejándome el alma aunque no te lo merezcas» o posiblemente «Estaremos en paz cuando este atracón te provoque un infarto». Nadie mencionó la maleta; todos fingíamos disfrutar alegremente de un desayuno feliz en familia, cosa que a mí me parecía fabulosa. Kevin palpaba todo lo que le quedaba al alcance y me lanzaba miraditas desde el otro lado de la mesa, como un crío analizando a un extraño; papá comió en silencio, salvo por los gruñidos esporádicos que emitía para pedirle a mi madre que le rellenara el plato. Yo, sin apartar la vista de la ventana, me dispuse a sonsacar a mi madre. Las preguntas directas sólo me adentrarían por el sendero de la culpa: «Vaya, ahora resulta que te interesa saber cosas de los Nolan, aunque no te hayas preocupado de qué nos pasara durante los últimos veintidós años», aclarar y repetir la operación. El acceso al banco de datos de mi madre se efectúa por la ruta de la desaprobación. La víspera me había dado cuenta de que el número cinco estaba pintado en un tono particularmente ñoño de rosa chicle que sin duda habría provocado algún que otro berrinche.

– La casa del número cinco ha quedado muy bonita con la restauración -observé, con el fin de darle un motivo para contradecirme.

Kevin me miró como si me hubiera vuelto majareta.

– Pero si parece que le haya vomitado un Teletubby encima -dijo, mientras masticaba pan frito.

La sonrisa de los labios de mi madre se desvaneció.

– Son unos pijos -me indicó, como si se tratara de una enfermedad-. Los dos trabajan en el mundo de la tecnología de la información, signifique eso lo que signifique. No te lo creerás, pero tienen una au pair, una niñera de fuera. ¿A quién se le ocurre? Una muchacha de Rusia o de uno de esos países; no aprenderé a pronunciar su nombre ni en un millón de años. El bebé sólo tiene un añito, criatura, y sólo ve a su madre y a su padre los fines de semana. No sé para qué lo han tenido.

Emití ruidos de consternación en los momentos oportunos.

– ¿Qué pasó con los Halley? ¿Y con la señora Mulligan?

– Los Halley se mudaron a Tallaght cuando el propietario vendió la casa. Yo os crié a vosotros cinco en este piso y nunca necesité a una niñera para que me ayudara. Me jugaría la vida a que tu mujer tuvo a vuestra hija con epidural -añadió y echó otro huevo a la sartén.

Papá alzó la vista de sus salchichas.

– ¿En qué año crees que vivimos? -me preguntó-. La señora Mulligan falleció hace quince años. Tenía ochenta y nueve años la pobre vieja.

Su incursión desvió la atención de mi madre de las pijas que paren con epidural; a mi madre le encantan las muertes.

– Adivina quién más ha muerto.

Kevin alzó la vista al techo.

– ¿Quién? -pregunté por compromiso.

– El señor Nolan. Jamás en su vida estuvo enfermo, ni un solo día, y resulta que cayó fulminado en plena misa, justo después de comulgar. Un infarto letal. ¿Qué te parece?

Estupendo: el señor Nolan; se abría mi primera puerta.

– Es espantoso -comenté-. ¡Pobre hombre! Yo era amigo de Julie Nolan de jovencitos. ¿Qué ha sido de ella?

– Vive en Sligo -respondió mi madre con una mezcla de pesimismo y satisfacción, como si fuera Siberia. Rascó la porción de mártir de la fritanga para echársela en su plato y se nos unió a la mesa. Empezaba a dar muestras de ese contoneo de caderas tan poco halagüeño que sobreviene a los ancianos-. Se marchó cuando trasladaron la fábrica. Regresó para el funeral de su padre; tiene la cara como el culo de un elefante de tanto tomar el sol. ¿A qué iglesia vas a misa, Francis?

Mi padre resopló.

– A ninguna en particular -contesté-. ¿Y qué ha sido de Mandy Cullen? ¿Sigue por aquí? La pequeñita, morena, la que andaba detrás de Shay…

– Todas andaban detrás de Shay -contestó Kevin con una sonrisa-. Cuando yo empecé a romper el cascarón acumulé toda mi práctica con chicas que no conseguían echarle el guante a Shay.

– Sois todos unos puteros -espetó papá.

Creo que lo decía en el buen sentido.

– Y mira cómo le ha ido -rezongó mamá-. Mandy se casó con un hombre encantador de New Street; ahora se llama Mandy Brophy. Tienen dos hijos pequeños y un coche. Tu hermano podría haberse casado con ella si hubiera movido el culo. Y tú, jovencito -apuntó con el tenedor a Kevin-, vas a acabar igual que él si no miras por dónde andas.

Kevin se concentró en su plato.

– Yo estoy de maravilla.

– Tendrás que sentar cabeza antes o después. No se puede ser feliz eternamente. ¿Qué edad tienes?

Quedar al margen de esta salva particular me resultaba un tanto desconcertante; no es que me sintiera desatendido, pero empezaba a plantearme si Jackie no habría abierto demasiado la boca.

– ¿Sigue viviendo Mandy por aquí? -pregunté-. Me gustaría acercarme a verla un rato.

– En el número nueve -respondió mi madre secamente-. El señor y la señora Cullen ocupan la planta baja, y Mandy y su familia las otras dos. Así puede cuidar de sus padres. Es una chica fantástica, Mandy. Acompaña a su madre al médico cada miércoles, para que la visiten de los huesos, y los viernes para…

Lo que oí al principio fue un leve crujido en el ritmo incesante de la lluvia, en algún punto al norte de la calle. Dejé de escuchar a mi madre. Pasos que se acercaban corriendo, más de una persona; voces. Solté el tenedor y el cuchillo y me dirigí a la ventana a toda prisa («Francis Mackey, ¿qué diantres haces?») y, pese a todo el tiempo transcurrido, Nora Daly seguía caminando igual que su hermana.

– Necesito una bolsa de basura -anuncié.

– No te has comido lo que te he cocinado -soltó mi madre, señalando con su cuchillo hacia mi plato-. Siéntate ahí y acábate el desayuno.

– Me lo acabaré más tarde. ¿Dónde guardas las bolsas de basura?

Mamá tenía el labio fruncido, lista para discutir.

– No sé cómo vives tú ahora, pero bajo mi techo no se desperdicia comida. Cómete lo que tienes en el plato y luego pregúntame de nuevo lo que quieras.

– Mamá, no tengo tiempo para peleas. Han llegado los Daly.

Abrí el cajón donde antes solíamos guardar las bolsas de basura: estaba lleno de chorradas de ganchillo dobladas.

– ¡Cierra ese cajón! ¿Quién diablos te crees para actuar como si vivieras aquí…?

Kevin, que era un chico listo, mantuvo la cabeza gacha.

– ¿Qué te induce a pensar que a los Daly les apetecerá ver tu careto? -quiso saber mi padre-. Probablemente piensen que es todo culpa tuya.

– … Irrumpir ahí como el marqués de Carabas…

– Probablemente -concedí, al tiempo que seguía abriendo cajones-, pero aun así voy a enseñarles esa maleta y no quiero que la lluvia borre las huellas. ¿Dónde cojones…?

Lo único que atinaba a ver eran cantidades industriales de cera para muebles.

– ¡Esa lengua! ¿Acaso te crees que eres demasiado importante para comerte un revoltillo de huevos?

Papá dijo:

– Espera. Me calzo y te acompaño. Daría un ojo por ver la cara de Matt Daly.

Y Olivia quería que presentara a Holly a esta pandilla de desgraciados…

– No, gracias.

– ¿Qué desayunas tú en tu casa? ¿Caviar?

– Frank -dijo Kevin, a punto de perder la paciencia-. Debajo del fregadero.

Abrí el armario y, gracias al cielo, allí estaba el Santo Grial: un rollo de bolsas de basura. Arranqué una y me dirigí al salón. De camino le pregunté a Kevin:

– ¿Te apetece venir?

Papá estaba en lo cierto. Los Daly no eran precisamente fans míos; en cambio, a menos que la cosa hubiera cambiado mucho, nadie odiaba a Kevin.

Kevin corrió su silla hacia atrás.

– ¡Joder! Gracias -dijo.

En el salón envolví la maleta con la bolsa de basura con toda la delicadeza de la que fui capaz.

– ¡Jesús! -exclamé. Mamá seguía rezongando («¡Kevin Vincent Mackey! ¡Vuelve a aposentar tu trasero aquí ahora mismo y…»)-. Parece un auténtico manicomio.

Kevin se encogió de hombros y se puso la chaqueta.

– Volverán a la normalidad cuando nos hayamos ido.

– ¿Acaso he dicho que os pudierais levantar de la mesa? ¡Francis! ¡Kevin! ¿Me estáis escuchando?

– ¡Cállate de una puñetera vez! -le ordenó mi padre a mi madre-. ¿Es que no ves que intento comer en paz? -No le alzó la voz, o al menos no todavía, pero su timbre me hizo apretar la mandíbula y vi a Kevin cerrar con fuerza los ojos un segundo.

– Salgamos de aquí -propuse-. Quiero interceptar a Nora antes de que entre en casa.

Bajé la maleta a la planta baja sosteniéndola plana sobre mis antebrazos, con delicadeza, intentando no estropear demasiado las pruebas. Kevin me sostenía las puertas para franquearme el paso. La calle estaba desierta; los Daly habían desaparecido en el interior del número tres.

Un viento virulento descendía por la calle y me golpeó en el pecho, frenándome como una mano enorme que me retaba a no seguir avanzando.

Hasta donde alcanza mi memoria, mis padres y los Daly se odiaban con toda su alma, por un amplio abanico de motivos que provocarían una trombosis a cualquier extraño que intentara comprenderlos. Cuando Rosie y yo empezamos a salir hice algunas preguntas, con el fin de entender por qué la mera idea de nuestra relación hacía que el señor Daly perdiera los estribos, pero estoy bastante seguro de que sólo arañé la superficie. En parte, esas rencillas tenían que ver con el hecho de que los varones Daly trabajaban en la fábrica Guinness, lo cual los situaba un peldaño por encima del resto de nosotros: empleo estable, buen salario y la posibilidad de prosperar en la vida. El padre de Rosie asistía a clases nocturnas y hablaba de ascender en la línea de producción; yo sabía por boca de Jackie que actualmente ocupaba algún cargo de supervisor y que le habían comprado la casa del número tres al propietario. A mis padres no les gustaban las personas con «Nociones» y a los Daly no les gustaban los perdedores alcohólicos y desempleados. Según mi madre, también subyacía una cierta cuestión de celos: ella nos había parido a los cinco con la facilidad con la que se cocina un bizcocho, mientras que Theresa Daly sólo había conseguido tener dos hijas y, en cambio, no le había dado ningún hijo varón a su marido; si se le daba coba en esta línea de argumentación, mi querida madre comenzaba a narrar los abortos de la señora Daly.

Mamá y la señora Daly sí se hablaban, al menos la mayor parte del tiempo; las mujeres prefieren odiarse en las distancias cortas, donde las inversiones les generan más beneficios. Nunca en mi vida he visto a mi padre y al señor Daly intercambiar una palabra. Lo más cerca que han estado de comunicarse (y no estoy seguro de si se trataba de asuntos de trabajo o de envidias obstétricas) era una o dos veces al año, cuando papá regresaba del pub un poco más borracho que de costumbre, rebasaba la puerta de nuestra casa tambaleándose y se dirigía derechito al número tres. Avanzaba haciendo eses por la calle, propinando puntapiés a las verjas y aullándole a Matt Daly para que saliera y se enfrentara a él de hombre a hombre, hasta que mamá y Shay (o, si mamá estaba limpiando oficinas esa noche, Carmel, Shay y yo) salíamos y lo convencíamos de que entrara en casa. Podíamos percibir a toda la calle escuchando, susurrando y disfrutando del espectáculo, pero los Daly jamás abrieron una ventana ni encendieron una luz. La parte más dura era conseguir que papá doblara la curva de las escaleras.

– Una vez dentro -le dije a Kevin, después de que cruzáramos la calle corriendo como locos bajo la densa lluvia y él llamara al timbre del número tres-, habla tú.

Kevin pareció desconcertado.

– ¿Yo? ¿Por qué yo?

– Sígueme la corriente. Basta con que les expliques de qué manera ha aparecido este cachivache. Yo te tomaré el testigo a partir de ahí.

No parecía especialmente entusiasmado, pero a Kev le encanta complacer a los demás y, antes de que tuviera tiempo de encontrar una manera amable de decirme que me ocupara yo del trabajo sucio, la puerta se abrió y apareció la señora Daly.

– Kevin -saludó-. ¿Cómo estás?

Y entonces me reconoció. Abrió unos ojos como platos e hizo un ruidito similar al hipo. Yo dije con voz muy pausada:

– Señora Daly, lamento mucho importunarla. ¿Nos permite entrar un momento?

Se había llevado una mano al pecho. Kev tenía razón con respecto a las uñas.

– No…

Todo policía sabe cómo franquear una puerta ante alguien que duda.

– Sólo necesito proteger esto de la lluvia -dije, haciendo malabarismos con la maleta mientras trasponía el umbral-. Es importante que el señor Daly y usted le echen un vistazo.

Kevin se coló detrás de mí, con gesto incómodo. La señora Daly chilló un «¡Matt!» en dirección a la parte alta de las escaleras sin apartar la vista de nosotros.

– ¿Mamá? -Nora salió del salón, ya crecida y con un vestido que así lo demostraba-. ¿Quién es…? ¡Ostras! ¿Francis?

– El mismo que viste y calza. ¿Cómo te va, Nora?

– ¡Dios mío! -se asombró, al tiempo que proyectaba la mirada por encima de mi hombro, hacia las escaleras.

En mi recuerdo, el señor Daly era una especie de Schwarzenegger con cárdigan, pero en realidad era un hombre más bien tirando a bajito, un tipo enjuto, con la espalda muy recta, el cabello muy corto y una mandíbula arisca. Se le torció el gesto aún más mientras me examinaba, tomándose su tiempo. Entonces me dijo:

– No tenemos nada que decirte.

Miré de soslayo a Kevin.

– Señor Daly -intervino él, rápido-, créame si le digo que es imprescindible que les mostremos algo.

– Tú puedes mostrarnos lo que te plazca, pero que tu hermano salga de mi casa ahora mismo.

– Sí, lo sé, lo comprendo. Frankie no habría venido, pero no nos quedaba otro remedio, se lo prometo. Es importante. De verdad. ¿No podríamos…? ¿Por favor?

Su actuación fue impecable. Arrastraba los pies y se apartaba su lacio flequillo de los ojos, avergonzado, torpe y nervioso; echarlo de aquella casa habría sido como echar a un perro pastor grande y lanudo. El muchacho sabía lo que se hacía.

– No le habríamos molestado -añadió en tono humilde, por si acaso-, pero no se nos ha ocurrido otra alternativa. ¿Nos concede sólo cinco minutos?

Tras una pausa momentánea, el señor Daly asintió con la cabeza, si bien con ademán adusto y renuente. Habría pagado una buena suma por hacerme con una versión de Kevin en muñeco hinchable que pudiera transportar en la parte posterior del coche y sacar en caso de emergencia.

Nos condujeron hasta el salón, que estaba menos recargado que el de mi madre y era más luminoso: alfombra lisa beis y pintura de color crema en lugar de papel pintado, una fotografía de Juan Pablo II y un antiguo cartel del sindicato, pero ni una fruslería ni un patito de cerámica a la vista. Ni siquiera de críos, cuando entrábamos y salíamos disparados el uno de casa del otro había pisado yo aquella estancia. Durante mucho tiempo deseé que me invitaran a hacerlo, con esa ansia y ese apremio con que se anhela algo cuando a uno le dicen que no lo merece. Pero no eran éstas las circunstancias que había imaginado. En mi versión rodeaba a Rosie con mi brazo y ella llevaba una sortija en el dedo, un abrigo caro sobre los hombros, un bollo en el horno y una sonrisa enorme que le cruzaba el rostro.

Nora nos invitó a sentarnos alrededor de la mesa de centro; la vi pensar en sacar un té y unas galletitas, pero luego cambió de opinión. Yo deposité la maleta en la mesa, interpreté la pantomima de enfundarme los guantes (el señor Daly quizá fuera la única persona de toda la parroquia que preferiría tener a un policía en su salón antes que a un Mackey) y retiré la bolsa de basura.

– ¿Alguna vez habían visto esto? -pregunté.

Un segundo de silencio. A continuación, la señora Daly emitió un sonido a medio camino entre un grito ahogado y un gemido, y alargó la mano para coger la maleta. Frené su avance con mi mano justo a tiempo.

– Me temo que no van a poder tocarlo.

El señor Daly preguntó toscamente:

– ¿De dónde…? -y respiró profundamente entre dientes-. ¿De dónde has sacado eso?

– ¿Lo reconoce? -le pregunté.

– Es mía -contestó la señora Daly, con los nudillos en la boca-. La llevé para nuestra luna de miel.

– ¿De dónde has sacado eso? -preguntó de nuevo el señor Daly, esta vez alzando un poco más la voz y con el rostro virando a un tono poco saludable de rojo.

Le hice un gesto a Kevin con la ceja y él narró la historia con bastante acierto, sin saltarse ningún elemento: los obreros, el certificado de nacimiento y las llamadas telefónicas. Yo sostuve en alto algunos artículos para ilustrar sus palabras, como una azafata de vuelo demostrando cómo usar los chalecos salvavidas, mientras observaba atentamente a los Daly.

Cuando me fui de casa, Nora debía de tener trece o catorce años y era una niña regordeta, con los hombros anchos, una melena de rizos encrespados y los primeros síntomas visibles de desarrollo, lo cual no parecía hacerla en absoluto feliz. Pero el tiempo había jugado en su favor: tenía la misma figura demoledora de Rosie, con unas curvas redondas y pronunciadas, el tipo de figura que actualmente ya no se ve en esas muchachas que se matan de hambre para tener una talla cero y un cabreo permanente. Era entre dos y cuatro centímetros más bajita que Rosie y sus colores eran mucho menos espectaculares (cabello castaño oscuro y ojos grises), pero el parecido existía; no se apreciaba al mirarla de cara, pero sí cuando la atisbabas un instante de reojo. Era intangible, algo en el ángulo de sus hombros y en el arco de su cuello y en su forma de escuchar: absolutamente quieta, agarrándose con una mano el codo opuesto, con los ojos clavados en Kevin. Muy pocas personas son capaces de sentarse inmóviles y escuchar. Rosie era la reina en eso.

La señora Daly también había cambiado, pero a peor. La recordaba alegre, fumando en las escaleras de su portal, con una cadera apoyada en la verja y haciendo juegos de palabras para provocar que nos sonrojáramos y nos escabulléramos bajo su risa ronca. La marcha de Rosie, o quizá los veintidós años de vida transcurridos y el señor Daly la habían dejado para el arrastre: se le había encorvado la espalda, tenía bolsas bajo los ojos y el aura general de necesitar un batido de antidepresivos. Lo que más me impactó, lo que se me había escapado acerca de la señora Daly cuando éramos adolescentes y ella se nos antojaba una anciana, era lo siguiente: bajo la sombra de ojos azul, su explosivo cabello y su enajenación mental de perfil bajo, era la viva estampa de Rosie. Una vez hube detectado el parecido ya no fui capaz de dejar de verlo; se me quedó grabado en la retina, como un holograma que apareciera y desapareciera de manera intermitente. La posibilidad de que Rosie hubiera acabado convirtiéndose en su madre con el transcurso del tiempo me puso los pelos de punta.

Por otro lado, cuanto más miraba al señor Daly, más sensación me daba de estar ante una versión más animada de él mismo. Llevaba un par de botones recosidos en su chaleco de punto al estilo de las novelas policíacas de moda, el pelo perfectamente repeinado y la barba recién afeitada: debía de haberse llevado consigo una cuchilla a casa de Nora la noche anterior y haberse afeitado antes de que los devolviera a casa. La señora Daly se movía y gimoteaba y se mordisqueaba la mano por fuera mientras me observaba revisar la maleta, y Nora respiró hondo en un par de ocasiones, echaba la cabeza hacia atrás y pestañeaba con fuerza; en cambio, el rostro del señor Daly ni se inmutó. Fue tornándose más y más pálido y le saltó un músculo en la mejilla cuando sostuve en alto el certificado de nacimiento, pero eso fue todo.

Kevin aminoró la marcha mientras me lanzaba una miradita para comprobar si lo había hecho bien. Plegué la blusa de estampado de cachemir de Rosie, la coloqué en su sitio y cerré la maleta. Se produjo un instante de silencio sepulcral.

Entonces la señora Daly preguntó, casi sin aliento:

– Pero ¿cómo puede ser que la hayan encontrado en el número dieciséis? Rosie se la llevó con ella a Inglaterra.

La certidumbre que transmitía su voz hizo que me saltara el corazón.

– ¿Cómo lo sabe? -pregunté.

Me miró atónita.

– Porque la maleta desapareció con ella.

– Pero ¿cómo está tan segura de que se marchó a Inglaterra?

– Nos dejó una nota de despedida. Los chicos de los Shaughnessy y uno de los críos de Sallie Hearne nos la trajeron al día siguiente; la encontraron en el número dieciséis. En ella manifestaba que se marchaba a Inglaterra. Primero pensamos que vosotros dos…

El señor Daly se removió en su asiento, un gesto tenso y enfadado. La señora Daly parpadeó rápidamente y dejó de hablar. Yo fingí no darme cuenta.

– Creo que todo el mundo pensó lo mismo, sí -convine sin darle más importancia-. ¿Cuándo descubrieron que no estábamos juntos?

Al ver que nadie contestaba, Nora aclaró:

– Hace un montón de años, unos quince, quizá. Fue antes de que yo me casara. Tropecé con Jackie en una tienda un día y me explicó que se había vuelto a poner en contacto contigo y que vivías aquí, en Dublín. Añadió que Rosie no se había escapado contigo. -Desvió los ojos de mí a la maleta y volvió a clavarlos en mí, abiertos como platos-. ¿Crees… crees que está…?

– Aún no creo nada -la atajé, con mi voz oficial más amable, como si se tratara de una joven desaparecida cualquiera-. No hasta que dispongamos de más información. ¿Han tenido alguna noticia de ella desde que se marchó? ¿Una llamada telefónica, una carta, un mensaje de alguien que hubiera tropezado con ella en algún sitio?

La señora Daly contestó, en un arrebato intempestivo:

– Cuando ella se marchó aún no teníamos teléfono. ¿Cómo iba a llamarnos? Cuando nos instalaron el teléfono, yo anoté el número y fui a ver a tu madre, a Jackie y a Carmel y les dije: «Tened. Si alguna vez sabéis algo de vuestro Francis, dadle este número y decidle que le diga a Rosie que nos llame, aunque sea sólo un minuto en Navidades o…». Pero cuando me enteré de que no estaba contigo supe que nunca nos llamaría, porque no tiene el número, ¿entiendes? Es cierto que podía habernos escrito, pero Rosie, ya sabes, siempre hacía las cosas a su manera. En febrero cumpliré sesenta y cinco años y estoy convencida de que me enviará una postal de felicitación; es imposible que se olvide de eso…

Su voz se tornaba más aguda y más rápida, con un matiz quebradizo. El señor Daly alargó una mano y rodeó con ella la de la señora Daly por un momento; ella se mordió el labio inferior. Kevin parecía intentar escabullirse entre los cojines del sofá y desaparecer.

Nora intervino con voz tranquila:

– No. Ni una palabra. Al principio pensamos… -Intercambió una mirada rápida con su padre; ella había pensado que Rosie daba por sentado que debía cortar toda comunicación por el hecho de haberse escapado conmigo-. Incluso cuando supimos que no estabas con ella. Siempre creímos que se había ido a vivir a Inglaterra.

La señora Daly reclinó la cabeza hacia atrás y se enjugó una lágrima.

Así que eso era todo: nada de resoluciones rápidas, de despedirme de mi familia con la mano y borrar la noche del día anterior de mi mente para regresar a mi aproximación personal de la normalidad, y ninguna posibilidad de emborrachar a Nora y coaccionarla para que me facilitase el número de teléfono de Rosie. El señor Daly, con voz cansina, sin mirarnos, dijo:

– Habrá que llamar a la policía.

Estuve a punto de poner mirada de recelo.

– Por supuesto. Háganlo, sí. Ese fue también el primer instinto de mi familia, pero pensé que deberían ser ustedes quienes decidieran si les interesa tomar esa vía.

Me miró con sospecha.

– ¿Por qué no debería interesarnos?

Suspiré y me pasé una mano por el pelo.

– Escuche -dije-, me encantaría decirle que la policía dedicará al caso la atención que merece, pero no puedo. Yo preferiría llevar la maleta al laboratorio para buscar posibles huellas dactilares y sangre, eso para empezar. -La señora Daly se frotó las manos y, al hacerlo, emitió un espantoso destello-. Pero antes de que eso suceda, se le asignará un número de caso, el caso deberá ser asignado a un detective y el detective necesitará presentar una solicitud para el laboratorio. Y desde ya les digo que no obtendrá la aprobación. Nadie va a desperdiciar recursos valiosos por algo que, para empezar, quizá ni siquiera sea un delito. Personas Desaparecidas y Casos Antiguos y la central se pasarán el caso de unos a otros durante unos cuantos meses, hasta que se harten y lo archiven en un sótano infecto. Deben estar preparados para que eso ocurra.

Nora preguntó:

– ¿Y qué hay de ti? ¿No podrías presentar tú la solicitud?

Negué con la cabeza con pesar.

– Oficialmente, no. Por mucho que se estire, esto queda definitivamente fuera del ámbito de mi brigada. Una vez entrase en el sistema, yo tendría las manos atadas.

– Pero… -empezó a decir Nora, con la espalda más erguida, alerta y observadora-, si no entrara en el sistema, si sólo lo supieras tú, ¿podrías…? ¿Existe algún modo de…?

– ¿Pedir unos cuantos favores en secreto? -Enarqué las cejas; tenía que pensármelo-. Bueno, supongo que sí podría hacerse. Pero debéis estar todos seguros de que es eso lo que queréis.

– Yo sí -respondió Nora sin pensárselo dos veces. Rápida tomando decisiones, como Rosie-. Hazlo por nosotros, Francis, por favor.

La señora Daly asintió con la cabeza, rebuscó en su manga un pañuelo y se sonó la nariz.

– Entonces ¿es posible que no esté en Inglaterra? ¿Es eso posible?

Me suplicaba.

Su tono de voz me hirió; Kevin se estremeció.

– Es posible, sí -contesté con dulzura-. Déjeme que lo averigüe. Haré cuanto esté en mi mano.

– Dios mío… -lamentó la señora Daly casi sin poder respirar-. Dios mío…

– ¿Señor Daly? -pregunté.

Se produjo un largo silencio. El señor Daly permanecía sentado con las manos entrelazadas entre sus rodillas y la vista clavada en la maleta, como si no me hubiera oído. Finalmente me dijo:

– No me gustas. Ni tú ni nadie de tu familia. No tiene sentido fingir.

– Ya lo sé -contesté-. Me percaté hace mucho tiempo. Pero no estoy aquí como uno de los Mackey. Estoy aquí en calidad de agente de policía que podría ayudarlos a encontrar a su hija.

– En secreto, bajo la mesa, por la puerta trasera. La gente no cambia.

– Parece ser que no -concedí con una sonrisa insulsa-. Pero las circunstancias sí. En esta ocasión estamos del mismo bando.

– ¿De verdad?

– Será mejor que me crea -repliqué-, porque soy su mejor baza. Lo toma o lo deja.

Alzó sus ojos hacia los míos, una larga mirada indagadora. Yo mantuve la espalda recta y puse la cara de persona respetable que había aprendido a interpretar en las reuniones de asociación de padres de la escuela. Finalmente asintió, una sacudida brusca con la cabeza, y dijo, sin la menor deferencia:

– Haz lo que puedas. Por favor.

– De acuerdo -contesté y saqué mi cuaderno de notas-. Necesito que me hablen de cuando Rosie se marchó. Empiecen por el día anterior. Con el mayor detalle del que sean capaces, por favor.

Se sabían aquel día de memoria, como cualquier familia que ha perdido un hijo; en una ocasión, un madre me enseñó en qué vaso había bebido su hijo la mañana antes de morir de sobredosis. Había ocurrido un domingo por la mañana de Adviento, bajo un cielo frío de tonos grises y blanquecinos en que el aliento permanecía inmóvil en el aire como la niebla. Rosie había llegado temprano la víspera, así que había ido a la misa de las nueve con el resto de la familia, en lugar de quedarse durmiendo y acudir al oficio de las doce, tal como habría hecho de haber salido hasta tarde el sábado por la noche. Habían regresado a casa y habían preparado un desayuno a base de huevos, beicon y judías (en aquellos tiempos, comer antes de comulgar se castigaba con una sarta de Avemarías en la siguiente confesión). Rosie había recogido la colada del patio trasero y se había ocupado de la plancha mientras su madre fregaba los platos, y las dos habían comentado cuándo comprar el jamón para la comida de Navidad. Me falló el aliento un instante al imaginarla charlando tranquilamente acerca de una cena que no tenía intención de degustar y soñando con una Navidad que sería únicamente suya y mía. Poco antes de las doce del mediodía, las chicas se habían dirigido a pie a New Street a recoger a la abuelita Daly para la comida del domingo, tras la cual todos habían visto la televisión un rato; ésa era otra de las cosas que situaba a los Daly un peldaño por encima del resto de nosotros, paletos: tenían su propio televisor. Invertir el esnobismo siempre resulta divertido; en aquellos momentos yo estaba redescubriendo sutiles matices cuya existencia casi había olvidado.

El resto del día era más nada. Las chicas habían acompañado a su abuelita a casa dando un paseo, Nora había salido a dar una vuelta con un par de amigas y Rosie había subido al dormitorio a leer, o posiblemente a hacer la maleta y redactar aquella nota o a sentarse en el borde de la cama y respirar hondamente varias veces. La cena, más labores domésticas, más tele, ayudar a Nora con sus deberes de matemáticas; no habían detectado la menor señal en todo el día de que Rosie albergara un plan secreto.

– Un ángel -comentó el señor Daly con tristeza-. Durante toda esa semana se portó como un ángel. Debería haberme dado cuenta.

Nora se había acostado alrededor de las diez y media y el resto de la familia había permanecido despierta hasta poco después de las once; Rosie y su padre tenían que madrugar para ir a trabajar la mañana siguiente. Las dos chicas compartían una habitación posterior, mientras que sus padres ocupaban la otra; en casa de los Daly no había sofás-cama. Nora recordaba el frufrú de la tela al ponerse Rosie el pijama y el susurro de «Buenas noches» al deslizarse entre las sábanas, y luego nada. No había oído a Rosie levantarse de la cama otra vez, ni vestirse, ni salir de la habitación a hurtadillas y luego del apartamento.

– En aquellos tiempos yo dormía como un lirón -se excusó, a la defensiva, como si la hubieran criticado sobradamente por ello-. Era una adolescente, ya sabes a qué me refiero…

Por la mañana, cuando la señora Daly había acudido a despertar a las niñas, Rosie había desaparecido. Al principio no se alarmaron, o no más de lo que lo que lo haría cualquier familia de la calle; me dio la sensación de que el señor Daly había mostrado cierto desdén por lo desconsiderada que era la juventud en los tiempos que corrían, pero poco más. Estábamos en Dublín y corrían los años ochenta: ningún peligro acechaba en la ciudad. Simplemente pensaron que había salido temprano a hacer algo o quizás a reunirse con sus amigas, tal vez por cosas de chicas que desconocían. Pero luego, estando Rosie ausente del desayuno, los muchachos de los Shaughnessy y Barry Hearne habían aparecido con aquella nota.

No quedó claro qué hacían aquellos tres chavales en el número dieciséis de buena mañana un frío lunes, pero yo apostaría a que estaban fumando hachís o viendo pornografía (corrían por la calle un par de revistas que alguien había robado a un primo que había visitado Inglaterra el año previo). En cualquier caso, fue entonces cuando se abrieron las compuertas del averno. La reconstrucción de los Daly fue un poco menos vivida que la de Kevin, quien me miró de soslayo en un par de ocasiones mientras nos narraban su versión, pero en líneas generales los hechos coincidían.

Señalé la maleta con la cabeza.

– ¿Dónde la guardaban?

– En el dormitorio de las niñas -musitó la señora Daly mordisqueándose los nudillos-. Rosie la tenía para guardar la ropa que no usaba, sus viejas muñecas de niña y sus cosas; entonces aún no teníamos los armarios empotrados, claro está, nadie tenía…

– Hagan un esfuerzo. ¿Alguno de ustedes recuerda cuándo fue la última vez que vio esta maleta?

Nadie se acordaba.

– Tal vez varios meses antes -aventuró Nora-. Rosie la guardaba bajo la cama; yo sólo la había visto cuando la sacaba para buscar algo.

– ¿Y qué hay de los artículos que guardaba dentro? ¿Recuerdan cuándo fue la última vez que Rosie utilizó alguno de esos objetos? Si reprodujo las cintas en el radiocasete, si llevó alguna de las prendas que guardaba aquí…

Silencio. Entonces Nora enderezó la espalda de repente y respondió con voz entrecortada:

– El walkman. Se lo vi el jueves, tres días antes de su desaparición. Yo solía sacarlo a escondidas de su mesilla de noche cuando regresaba a casa del colegio y escuchaba sus cintas de casete hasta que ella regresaba del trabajo. Si Rosie me pillaba, me daba una colleja, pero merecía la pena; tenía una música genial…

– ¿Cómo estás tan segura de haberlo visto el jueves?

– Porque era el día en que solía cogerle el walkman. Los jueves y los viernes, Rosie solía ir y venir a pie del trabajo con Imelda Tierney. ¿Te acuerdas de Imelda? Cosía con Rosie en la fábrica. Esos días Rosie no se llevaba el walkman. El resto de la semana, Imelda tenía un turno diferente, de manera que Rosie iba y volvía sola y se llevaba con ella los auriculares para oír música por el camino.

– De manera que podrías haberlo visto el jueves o el viernes.

Nora negó con la cabeza.

– Los viernes solíamos ir al cine después de la escuela, me refiero a mi pandilla. Ese viernes fui. Me acuerdo porque… -Se ruborizó, cerró la boca y miró de soslayo a su padre.

El señor Daly dijo simple y llanamente:

– Lo recuerda porque, después de que Rosie se escapara, pasó mucho tiempo antes de que yo permitiera a Nora callejear otra vez. Habíamos perdido a una hija por ser demasiado permisivos. No tenía intención de arriesgarme a perder a la otra.

– Lo entiendo -contesté, asintiendo como si fuera perfectamente comprensible-. ¿Y ninguno de ustedes recuerda ver ninguno de estos artículos después del jueves por la tarde?

Los tres negaron con la cabeza. Si Rosie no había hecho la maleta antes del jueves por la tarde, había arriesgado demasiado para encontrar una oportunidad de esconderla, en especial dadas las tendencias de doberman de su padre. Las probabilidades empezaban a apuntar, aunque fuera muy sutilmente, hacia qué otra persona se había ocupado de ocultarla.

– ¿Vieron a alguien merodearla? ¿Molestarla? ¿Alguien que les preocupara? -pregunté.

La mirada del señor Daly insinuaba «¿Aparte de ti, quieres decir?», pero consiguió reprimirse. Se limitó a contestar en tono neutro:

– Si hubiera visto a alguien molestándola, lo habría resuelto.

– ¿Discusiones? ¿Alguna pelea con alguien?

– No que nos hubiera contado. Probablemente tú sepas más de eso que nosotros. Todos sabemos que a esa edad la mayoría de las chicas no les explican nada a sus padres.

– Una última cosa -añadí. Rebusqué en el bolsillo de mi chaqueta, extraje un montón de sobres de las medidas de una fotografía instantánea y les entregué tres de ellos-. ¿Alguno de ustedes reconoce a esta mujer?

Los Daly hicieron cuanto pudieron, pero no se les encendió ninguna bombilla, presumiblemente porque Fifi Huellasdactilares es una profesora de álgebra de un instituto de Nebraska cuya fotografía me bajé de internet. Fifi me acompaña dondequiera que voy. Su fotografía tiene un ancho marco blanco para que nadie sienta la necesidad de agarrarla delicadamente por los bordes, y puesto que probablemente sea el ser humano más anodino del planeta, hay que mirarla muy de cerca, probablemente sosteniendo la imagen con ambos pulgares e índices, para asegurarse de que uno no la conoce. Le debo a mi chica, a Fifi, muchas identificaciones sutiles. Aquel día iba a ayudarme a descubrir si los Daly habían dejado huellas en aquella maleta.

Lo que hacía que mis antenas se moviesen en dirección a aquella pandilla era la endiablada posibilidad única entre un millón de que, después de todo, Rosie sí se dirigiera a encontrarse conmigo. De haberse ceñido a nuestro plan y no haber necesitado esquivarme, entonces habría tomado la misma ruta que yo: habría salido por la puerta de su casa, habría descendido las escaleras y se habría dirigido directamente hacia nuestro punto de encuentro. Sin embargo, yo había disfrutado de una vista perfecta de la calle durante toda la noche y esa puerta delantera no se abrió en ningún momento.

En aquel entonces, los Daly ocupaban la planta intermedia del número tres. En la planta superior vivían las hermanas Harrison, tres solteronas viejas y propensas a la sobreexcitación que te obsequiaban con pan con azúcar si les hacías los recados; en el sótano vivía Veronica Crotty, una mujer depresiva y enferma que afirmaba que su esposo era un vendedor viajante, con su pequeña, una criatura triste y enfermiza. En otras palabras, si alguien había interceptado a Rosie de camino a nuestra cita, ese alguien estaba sentado al otro lado de la mesa frente a Kevin y a mí.

Los tres Daly parecían verdaderamente conmocionados y apenados, pero eso podía ser por miles de motivos. Cuando Rosie desapareció, Nora era una adolescente en una edad difícil, la señora Daly bordeaba algún punto del espectro de la locura y el señor Daly tenía un genio de cinco estrellas, un problema de la misma graduación conmigo y unos músculos poderosos. Por otra parte, Rosie no era ningún peso mosca y, es posible que su padre no fuera Arnold después de todo, pero era el único en aquella casa con fuerza suficiente para deshacerse del cadáver.

La señora Daly preguntó, asomándose con nerviosismo sobre la fotografía:

– ¿Quién es? Nunca la había visto. ¿Crees que podría haberle hecho daño a nuestra Rosie? Parece muy bajita para poder hacer algo así, ¿no crees? Rosie era una muchacha fuerte, no dejaría…

– Diría que no tiene nada que ver con este asunto -aclaré, sinceramente, al tiempo que recogía los sobres con las fotografías y volvía a guardármelos en el bolsillo, por orden-. Sencillamente estoy analizando todas las posibilidades.

– Pero sí crees que alguien le hizo daño… -dedujo Nora.

– Es demasiado pronto para presumir algo así -contesté-. Agilizaré algunas líneas de investigación y les mantendré informados. Creo que tenemos suficiente material para empezar. Gracias por su tiempo.

Kevin saltó de su sillón como si tuviera muelles. Yo me desenfundé los guantes para despedirme de ellos con un apretón de manos. No solicité ningún número de teléfono (carecía de sentido forzar más su hospitalidad) ni pregunté si todavía guardaban aquella nota. Sólo de pensar en volver a verla se me tensaba la mandíbula.

El señor Daly nos acompañó hasta la puerta. Una vez allí me dijo, abruptamente:

– Al ver que nunca nos escribía, pensamos que la culpa era tuya, que no le permitías hacerlo.

Su frase podía interpretarse tanto como una forma de disculpa como un golpe de efecto final.

– Rosie nunca habría permitido que nadie le prohibiese nada -repliqué-. Me pondré en contacto con ustedes tan pronto como recabe algo de información.

Cerró la puerta a nuestra espalda. Oí a una de las mujeres echarse a llorar.

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