Capítulo 17

En el contestador había un mensaje de Jackie en el que me pedía que la llamara cuando pudiera: «Nada importante. Sólo… bueno, ya sabes, llámame. Adiós». Sonaba exhausta y mayor de lo que jamás la había oído. Yo estaba tan destrozado que una parte de mí temía posponer aquella llamada hasta la semana siguiente, dado lo que había ocurrido al ignorar los mensajes de Kevin, pero era una hora infame de la madrugada y el teléfono les habría provocado un infarto de miocardio tanto a ella como a Gavin. Me metí en la cama. Al desnudarme, aún pude percibir el perfume del cabello de Nora impregnado en el cuello de mi jersey.

El miércoles por la mañana me desperté tarde, alrededor de las diez, con la sensación de estar varias veces más cansado que antes de acostarme. Hacía unos cuantos años que no alcanzaba mi cumbre del dolor, mental o físico. Se me había olvidado cuánto agota. Me desprendí de una o dos capas de pelusa cerebral a base de agua fría y café solo, y telefoneé a Jackie.

– Ah, hola, Francis.

Su voz seguía teniendo un tono apagado, incluso más acusado. Aunque hubiera tenido el tiempo o la energía para tratar con ella el tema de Holly, no me habría sentido con corazón de hacerlo.

– Hola, cielo. Acabo de oír tu mensaje.

– Ah… sí. Lo pensé luego, quizá no debería… No quería asustarte ni hacerte creer que había pasado nada más. Sólo quería… No sé. Saber cómo lo llevabas.

– Sé que desaparecí pronto el lunes por la noche. Debería haberme quedado.

– Quizá sí. Pero ahora ya está hecho. De todos modos, ya no hubo más dramas: todo el mundo bebió más, cantó un poco más y se marchó a su casa.

Se oía una densa capa de ruido de fondo: cháchara, voces femeninas y un secador de pelo.

– ¿Estás en el trabajo?

– Claro. ¿Por qué no? Gav no podía tomarse el día libre, y no me apetecía quedarme sola en casa… Además, si Shay y tú estáis en lo cierto con respecto al estado del país, será mejor que mantenga contentas a mis clientas, ¿no?

Pretendía ser un chiste, pero Jackie no tenía energía para darle el retintín necesario.

– No te castigues, cielo. Si estás hecha polvo, vete a casa. Yo diría que tus clientas habituales no te dejarían ni por dinero ni por amor.

– Nunca se sabe. Además, no, estoy bien. Todo el mundo me trata muy bien. Saben lo ocurrido, porque lo han leído en los periódicos y porque me ausenté ayer, así que me traen tazas de té y me dejan hacer pausas para fumar cuando lo necesito. Estoy mejor aquí. ¿Dónde estás tú? ¿No has ido a trabajar?

– Me he tomado unos días libres.

– Eso está muy bien, Francis. Trabajas demasiado duro. Haz algo agradable. Lleva a Holly a algún sitio.

– De hecho, mientras disfruto de mi tiempo libre, me encantaría tener una conversación con mamá -tercié-. Nosotros dos solos, sin papá cerca. ¿Hay alguna hora del día especialmente propicia para ello? No sé, ¿hay algún momento en el que papá acostumbre a salir a comprar o a ir al pub?

– La mayoría de los días sí. Pero… -Notaba el esfuerzo que estaba haciendo por concentrarse-. Ayer le dolía muchísimo la espalda. Y yo diría que hoy también. Casi no podía salir de la cama. Y cuando le duele tanto, normalmente se pasa el día durmiendo. -Traducción: algún médico le había dado unos somníferos que mi padre aderezaba con el vodka escondido bajo la tabla del suelo y eso lo tumbaba durante unas horas-. Mamá estará en casa todo el día, al menos hasta que regrese Shay, por si necesita algo. Llámala; estará encantada de verte.

– Sí, lo haré -convine-. Dile a Gav que te cuide mucho, ¿de acuerdo?

– Se está portando de maravilla, de verdad. No sé qué haría sin él… Escucha, ¿quieres venir a vernos a casa esta noche? ¿Quieres cenar con nosotros?

Pescado frito con patatas y salsa de lástima: sonaba delicioso.

– Ya tengo planes -contesté-. Pero gracias, cielo. Quizás en otro momento. Será mejor que regreses al trabajo antes de que a alguien se le queden verdes las mechas.

Jackie intentó reírme la ocurrencia, pero no lo consiguió.

– Sí, será mejor que sí. Cuídate mucho, Francis. Saluda a mamá de mi parte. -Y desapareció entre la niebla de ruido de secador de pelo, cháchara y tazas de té azucarado.


Jackie tenía razón: cuando llamé al interfono, mamá apareció en la puerta de casa. También parecía agotada y había perdido peso desde el sábado: le faltaba al menos un michelín. Me observó durante un momento, mientras decidía qué camino tomar. Luego soltó:

– Tu padre está dormido. Vamos a la cocina y no hagas ruido.

Giró sobre sus talones y regresó ruidosa y pesadamente escaleras arriba.

Tenía que arreglarse el pelo.

El piso apestaba a alcohol derramado, a ambientador y a limpiametales. El altar de Kevin era aún más deprimente bajo la luz diurna; las flores estaban medio marchitas, los recordatorios se habían volcado y las velas eléctricas empezaban a atenuarse y parpadear. Débiles ronquidos de satisfacción llegaban, desde el dormitorio.

Mamá había esparcido todos y cada uno de los objetos de plata que poseía sobre la mesa de la cocina: cubertería, broches, marcos de fotografías y misteriosas porquerías seudoornamentales que a todas luces habían dado miles de vueltas en el tiovivo de los regalos que nadie quiere antes de acabar allí. Pensé en Holly, con los ojos hinchados de tanto llorar mientras frotaba enérgicamente el mobiliario de su casa de muñecas.

– Dame -dije, al tiempo que agarraba un paño-. Te echaré una mano.

– Seguro que lo rompes todo, con esas manazas que tienes…

– Déjame intentarlo. Si ves que lo hago mal, me enseñas.

Mamá me miró con recelo, pero la oferta era demasiado buena para dejarla pasar.

– Bueno, supongo que no hay ningún daño en que hagas algo útil. Voy a prepararte una taza de té.

No era una pregunta. Agarré una silla y empecé por la cubertería, mientras mi madre trajinaba en los armarios. La conversación que deseaba mantener con ella habría funcionado mejor de haberse tratado de una charla entre madre e hija, pero, como no disponía del material para cambiarme de sexo, pensé que compartir los quehaceres domésticos al menos nos encauzaría hacia la onda correcta. De no haber estado ocupada con la plata, se me habría ocurrido otra cosa que limpiar.

Mamá dijo, a modo de salva de apertura:

– El lunes por la noche te fuiste sin más.

– Tenía que irme. ¿Cómo has estado estos días?

– ¿Cómo crees que he estado? Si tanto te interesaba saberlo, haber estado aquí.

– No puedo ni imaginar lo que esto está siendo para ti -dije, palabras que pueden sonar a fórmula, pero no por ello son menos ciertas-. ¿Puedo hacer algo por ti?

Arrojó bolsas de té en la tetera.

– Estamos perfectamente, gracias. Los vecinos se han portado de maravilla: nos han traído comida para quince días y Marie Dwyer me ha dejado guardar los recipientes en su congelador. Hemos vivido sin tu ayuda todo este tiempo, sobreviviremos un poco más.

– Ya lo sé, mamá. Pero, si se te ocurre algo que necesites, házmelo saber. ¿Vale? Lo que sea.

Mamá dio media vuelta y me apuntó con la tetera.

– Te diré lo que puedes hacer. Puedes agarrar a tu amigo ese, como se llame, por el pescuezo y decirle que envíe a tu hermano a casa. No puedo acudir a la funeraria para los preparativos, no puedo ir a ver al padre Vincent para organizar la misa, no puedo decirle a nadie cuándo enterraré a mi hijo porque un imbécil con cara de Popeye no quiere decirme cuándo liberará el cadáver, según sus palabras, indeseable. Como si nuestro Kevin fuera de su propiedad…

– Ya lo sé -contesté-. Te prometo que haré cuanto esté en mi mano. Pero su intención no es hacerte este trago aún más difícil. Sencillamente está cumpliendo con su trabajo con la máxima celeridad posible.

– Su trabajo es asunto suyo, no mío. Si nos hace esperar más, tendremos que usar un ataúd cerrado. ¿Se te ha ocurrido pensarlo?

Podría haberle dicho que el ataúd probablemente tendría que ser cerrado de todos modos, pero me dio la sensación de que ya habíamos alcanzado la meta de aquella línea de conversación.

– Me han explicado que has conocido a Holly -comenté.

Una mujer de menos valía habría puesto cara de culpabilidad, aunque fuera por un instante, pero mi madre no. Levantó la barbilla con gesto indignado.

– ¡Y ya era hora! Esa niña podría haberse casado y haberme dado bisnietos antes de que tú hubieras movido un dedo por traerla aquí. ¿Acaso pensabas que, si esperabas el tiempo necesario, me habría muerto antes de que te decidieras a presentarnos?

Se me había pasado por la cabeza.

– Te tiene cariño -apunté-. ¿Qué te parece?

– Es la viva estampa de su madre. Son encantadoras, ambas. Mucho mejores de lo que te mereces.

– ¿Has conocido a Olivia? -Alcé mi sombrero a Liv mentalmente por haber esquivado el tema con tanta habilidad.

– Sólo la he visto dos veces. Trajo a Holly y a Jackie a vernos. ¿Qué pasa? ¿No te bastaba una chica de Liberties?

– Ya me conoces, mamá. Me gusta apuntar alto.

– Y mira adonde te ha llevado eso. ¿Ahora estáis divorciados o sólo separados?

– Divorciados. Hace un par de años.

– Puf. -Mi madre frunció los labios-. Yo nunca me divorcié de tu padre.

A lo que yo podría haber contestado a muchos niveles.

– Es verdad -me limité a decir.

– Ahora ya no puedes comulgar.

La conocía demasiado como para caer en esa trampa, pero nadie te conoce como tu familia.

– Mamá, aunque quisiera comulgar, cosa que no pretendo hacer, a la iglesia le resbala que me divorcie y entre en coma, siempre y cuando no mantenga relaciones con cualquiera que no sea Olivia. El problema serán las encantadoras muchachas con las que me he acostado desde entonces.

– No seas cochino -me cortó mi madre-. Yo no soy ninguna sabihonda como tú, y no conozco los entresijos, pero sí sé algo: el padre Vincent no te daría la comunión en la iglesia donde fuiste bautizado. -Me enseñó un dedo triunfante. Al parecer, se había anotado un tanto ganador.

Me recordé que necesitaba mantener aquella conversación más de lo que necesitaba tener la última palabra.

– Probablemente tengas razón -accedí en actitud mansa.

– Por supuesto que la tengo.

– Al menos no estoy educando a Holly para que sea una pagana. Ella sí va a misa.

Pensé que mencionar a Holly volvería a enternecer a mi madre, pero en esta ocasión sólo conseguí que se le encrespara aún más la espalda; era una mujer impredecible.

– ¡Por mí como si es pagana! ¡No me invitaste a su Primera Comunión! ¡Mi primera nieta!

– Mamá, es tu tercera nieta. Carmel tiene dos niñas mayores que ella.

– Pero es la primera que lleva nuestro apellido. O al menos eso parece. No sé a qué juega Shay; podría tener una docena de novias y nunca lo sabríamos; jamás en su vida nos ha presentado a ninguna, y te juro por Dios que estoy a punto de darme por vencida con él. Tu padre y yo creíamos que Kevin sería quien… -Se mordió el labio y subió el volumen de la ceremonia del té, depositando con estrépito las tazas en platillos y echando galletas en una bandeja. Al cabo de un rato añadió-: Y supongo que ya no volveremos a ver a Holly.

– Mira -dije, sosteniendo en alto un tenedor-. ¿Ha quedado bien limpio?

Lo miró de soslayo.

– No. Tienes que limpiar también entre los dientes.

Trajo los utensilios del té a la mesa, me sirvió una taza y empujó la leche y el azúcar hacia mí.

– Le he comprado a Holly un regalito para Navidad. Un vestidito de terciopelo muy bonito -dijo al fin.

– Aún faltan un par de semanas -respondí yo-. Veamos cómo lo llevamos.

Fui incapaz de leer su mirada de soslayo, pero lo dejó ahí. Asió otro paño, se sentó frente a mí y agarró un objeto de plata que perfectamente podía ser un tapón para botellas.

– Bébete el té -me ordenó.

El té estaba lo bastante fuerte como para saltar de la tetera y asestarte un puñetazo. Todo el mundo estaba en sus puestos de trabajo y la calle se hallaba sumida en un silencio casi sepulcral; únicamente se escuchaba el suave repiqueteo de la lluvia y el lejano murmullo del tráfico. Mi madre limpió a conciencia varios objetos de plata indefinidos; yo acabé con la cubertería y me enfrasqué en un marco fotográfico cubierto de unas bonitas flores que yo nunca dejaría limpias de acuerdo con los estándares de mi madre, pero al menos sabía lo que era. Cuando tuve la sensación de que el ambiente se había sosegado, dije:

– ¿Puedo preguntarte algo? ¿Es verdad que papá tuvo un amorío con Theresa Daly antes de que tú aparecieras en escena?

Mamá alzó la cabeza de súbito y me miró atentamente. Su expresión no cambió, pero un sinfín de cosas espantosas recorrieron sus ojos.

– ¿Quién te ha dicho eso? -quiso saber.

– Así que es verdad…

– Tu padre es un imbécil. Y, si no te has dado cuenta, es que tú también lo eres.

– Bueno, sí me había dado cuenta. Simplemente no sabía que era imbécil hasta ese punto…

– Ésa siempre andaba buscando problemas, intentando llamar la atención, riéndose como una tonta por la calle, gritando y armando escándalo con sus amigas.

– Y a papá le encantaba…

– ¡Les encantaba a todos! Los hombres son todos tontos; se vuelven locos con esas tonterías. Tu padre, Matt Daly y la mitad de los hombres de Liberties, todos iban detrás de Tessie O'Byrne como perrito falderos. Y ella se dejaba hacer: les daba cancha a tres o cuatro de ellos al mismo tiempo y, cuando le parecía que no le prestaban la suficiente atención, rompía con ellos. Y los muy tontos volvían arrastrándose a por más.

– Bueno, no sabemos lo que nos conviene -observé yo-. Y menos de jóvenes. Papá debía de ser un chiquillo por entonces, ¿me equivoco?

Mamá respondió con desdén:

– Lo bastante mayor como para darse cuenta. Yo era tres años más niña y te aseguro que podría haberle dicho que aquel asunto acabaría en lágrimas.

– ¿Tú ya le tenías echado el ojo? -pregunté.

– Claro que sí. ¿Qué te crees? No creerías… -Sus dedos se habían ralentizado sobre el adorno-. Ahora no lo creerías, pero en aquella época tu padre era guapísimo. Tenía una bonita cabellera rizada y esos ojos azules… ¡Y menuda risa! Tenía una risa preciosa.

Ambos miramos involuntariamente hacia fuera de la puerta de la cocina, en dirección a la habitación. Mi madre dijo, y aún se percibía que aquel nombre le sabía al helado de la temporada entre los labios:

– Jimmy Mackey podría haber escogido a cualquier chica del barrio.

Le sonreí.

– ¿Y apostó por ti?

– Yo no era más que una cría. Tenía quince años cuando empezó a pretender a Tessie O'Byrne y yo no era como las muchachas de hoy, que parecen veinteañeras antes de cumplir los doce; aún no tenía la figura definida, no llevaba maquillaje, no tenía ni idea de… Intentaba que intercambiáramos alguna miradita cuando lo veía de camino al trabajo por la mañana, pero tu padre nunca volvía la vista para mirarme. Estaba loco por Tessie. Y a ella era el chico que más le gustaba.

Jamás en la vida me habían explicado nada de aquello y apostaba lo que fuera a que a Jackie tampoco o, de lo contrario, me lo habría contado. Mi madre no es del tipo de personas que comparten sus sentimientos; si le hubiera formulado aquella pregunta una o dos semanas antes, no me habría llevado a ningún sitio. Kevin la había dejado rota, en carne viva. Y hay que aprovechar las ocasiones cuando se presentan.

– ¿Y por qué rompieron? -pregunté.

Mamá frunció los labios.

– Si vas a limpiar la plata, hazlo bien. Limpia también las rendijas. No me va a servir de nada si tengo que andar detrás de ti limpiándolo todo otra vez.

– Lo siento -me disculpé, y empecé a frotar con más brío.

Al cabo de un momento añadió:

– No quiero decir con ello que tu padre fuera un santo inocente. Tessie O'Byrne siempre fue una golfa, pero los dos eran culpables. -Esperé, sin dejar de frotar. Mi madre me agarró de la muñeca y me estiró el brazo hacia ella para comprobar el brillo del marco; luego asintió a regañadientes con la cabeza y me soltó-. Eso está mejor. En aquella época las cosas no eran diferentes. Teníamos un poco de decencia; no íbamos por ahí restregándonos unos con otros sólo porque eso es lo que hacen en la televisión.

– ¿Papá se restregó con Tessie O'Byrne en la televisión? -inquirí.

Y la ocurrencia me mereció un tortazo en el brazo.

– ¡No! ¿Me dejas que te lo cuente? Los dos fueron siempre unos desvergonzados, unos salvajes. El estar juntos los hacía a ambos peores. Un día, en verano, tu padre le pidió prestado el coche a un amigo suyo y llevó a Tessie a Powerscourt un domingo por la tarde para que viera la cascada. El coche se averió en el camino de vuelta.

O eso había contado mi padre. Mi madre me miró con retintín.

– ¿Y? -pregunté.

– ¡Y trasnocharon allí! Entonces no teníamos móviles, así que no pudieron telefonear a ningún mecánico ni informar a nadie de lo ocurrido. Intentaron caminar un poco, pero estaban en un sendero en medio de Wicklow y empezaba a oscurecer. Durmieron en el coche. Por la mañana, un granjero que pasaba por el lugar les ayudó a arrancar el coche empujando. Para cuando regresaron a casa, todo el mundo pensó que se habían fugado juntos. -Comprobó el brillo de la fruslería de plata a contraluz y, una vez hubo determinado que estaba impecable, se desperezó para hacer una pausa (a mi madre le encantan los dramas)-. Bueno, tu padre siempre me ha dicho que él durmió en el asiento delantero y Tessie en el trasero. Y yo no tengo manera de saberlo. Pero eso no era lo que se rumoreaba en Faithful Place.

– Ya me lo imagino -opiné.

– En nuestra época las chicas decentes no pasaban la noche fuera con hombres. Sólo lo hacían las rameras. Yo no conocía a ninguna muchacha que no hubiera llegado virgen al matrimonio.

– Vaya. Lo que me sorprende es que no los obligaran a casarse después de aquello, para conservar el honor.

Mamá torció el gesto y replicó en tono de reproche:

– Seguro que a tu padre le habría encantado; estaba loco por ella, el muy imbécil. Pero no era lo bastante bueno para los O'Byrne, que siempre tuvieron aires de superioridad. El padre y los tíos de Tessie le dieron una paliza de mil demonios; yo lo vi al día siguiente y me costó reconocerlo. Le advirtieron que no volviera a acercarse a ella, que ya había hecho bastante daño a la familia.

– Y él hizo lo que le dijeron.

Me gustaba aquello. De alguna manera me resultaba tranquilizador. Matt Daly y sus colegas podrían haberme inflado a hostias hasta en el paladar y en el mismísimo momento en que hubiera salido del hospital habría ido en busca de Rosie, aunque renqueara.

– No le quedó más alternativa -confirmó mi madre, gazmoña y satisfecha-. El padre de Tessie siempre la había dejado hacer lo que le venía en gana y mira dónde le llevó eso. Así que después de aquello prácticamente no la dejaba salir de casa, sólo para ir a trabajar, y la acompañaba él mismo. Y la verdad es que no lo culpo; aquella historia estaba en boca de todos. Los chicos más golfos del barrio la piropeaban y le gritaban cosas y los viejos esperaban a que se metiera en un problema. A la mitad de sus amigas les prohibieron hablar con ella para evitar que se convirtieran también en unas busconas; el padre Hanratty pronunció una homilía sobre cómo las mujeres disolutas debilitaban este país y aseguró que no fue por eso por lo que entregaron la vida los irlandeses en 1916. No se pronunció ningún nombre, claro está, pero todo el mundo sabía a quién aludía. Y así le echaron la rienda a Tessie.

Había transcurrido medio siglo, pero podía imaginar perfectamente el frenesí, los cotilleos, el revuelo, el bombeo a doble velocidad de adrenalina a medida que Faithful Place olía a sangre y se preparaba para el ataque. Aquellas semanas probablemente sembraron la semilla de la locura en la cabeza de Tessie Daly.

– Supongo que sí -opiné yo.

– ¡Se lo tenía bien merecido! Le puso los puntos sobre las íes. A ella le encantaba tontear con los chicos, pero no le apetecía que la llamaran por ningún nombre, la muy fresca. -Mamá estaba sentada con la espalda muy erguida, con la expresión más mojigata de la que era capaz, un dechado de virtud-. Poco después empezó a salir con Matt Daly. Él llevaba haciéndole ojitos desde hacía años, pero ella nunca le había hecho ni caso. No hasta que le vino bien. Matt era un hombre decente y el padre de Tessie aprobaba su relación. Era la única manera que ella tenía de salir por la puerta de su casa.

– ¿Y es eso lo que papá tiene en contra de Matt Daly? -pregunté yo-. ¿Que le robó la novia?

– Básicamente, sí. Nunca se cayeron demasiado bien. -Alineó el adornito de plata con otros tres parecidos, sacudió una mota minúscula de polvo y agarró una ornamentación cursi para el árbol de Navidad de la pila de objetos que aún quedaban por limpiar-. Matt siempre tuvo celos de tu padre. Tu padre era mil veces más apuesto que él y era muy popular, no sólo entre las chicas, sino que los muchachos también lo tenían en alta estima, lo consideraban muy divertido… Matt era un pusilánime aburrido. No tenía sangre en las venas.

Su voz estaba cargada de recuerdos de antaño, de triunfo hilvanado con amargura y resentimiento.

– Y cuando Matt se quedó con la chica, ¿se jactó de ello ante papá? -quise saber.

– No sólo eso. Papá había solicitado un empleo en la fábrica Guinness como camionero. Le habían asegurado que el puesto sería suyo en cuanto se produjera una jubilación. Pero Matt Daly llevaba trabajando en la fábrica unos años, y su padre lo había hecho antes que él. Tenía enchufe. Después de todo lo ocurrido con Tessie, Matt fue a ver a su capataz y le comentó que Jimmy Mackey era la clase de hombre que no convenía a Guinness. Recibían veinte solicitudes de empleo para cada vacante. No querían a nadie que pudiera causar problemas.

– De manera que papá acabó convertido en yesero -aventuré.

– Mi tío Joe le consiguió un contrato como aprendiz. Nos comprometimos algún tiempo después de todo el escándalo con Tessie. Y, si queríamos tener una familia, tu padre necesitaba un oficio.

– Reaccionaste rápido.

– Vi mi oportunidad y la aproveché. Había cumplido ya los diecisiete y era lo bastante mayorcita como para que los chicos se giraran para mirarme. Tu padre estaba… -Se le apagó la voz y remetió el trapo con más fuerza en las ranuras del adornito-. Yo sabía que tu padre seguía estando loco por Tessie -continuó al cabo de un momento, con un deje desafiante en su voz que me permitió atisbar por una minúscula brecha a una muchacha con la barbilla erguida, observando al alocado de Jimmy Mackey desde la ventana de la cocina de su casa y pensando: «Serás mío»-. Pero no me importaba. Pensé que, una vez le pusiera las manos encima, podría cambiarlo. Nunca pedí demasiado; yo no era de esas chicas que van por ahí creyéndose estrellas de Hollywood. Nunca tuve demasiadas ambiciones. Lo único que pedía era tener una casita y unos cuantos hijos… con Jimmy Mackey.

– Bueno -manifesté yo-. Pues conseguiste los niños y a tu hombre.

– Sí, al final sí. Pero conseguí lo que Tessie y Matt dejaron de él. Para entonces ya se había dado a la bebida.

– Y aun así lo querías a tu lado.

Mantuve un tono de voz agradable; no la juzgaba.

– Estaba enamorada de él. Mi madre, que Dios la tenga en su gloria, me lo advirtió: nunca salgas con un borracho. Pero yo no tenía ni idea. Mi propio padre, tú no te acordarás de él, Francis, pero era un hombre encantador, mi padre jamás bebió una gota; yo no sabía lo que era un alcohólico. Sabía que Jimmy bebía un poco, claro, pero pensaba que todos los hombres lo hacían. No pensé que fuera nada grave, y no lo era, al menos cuando yo le eché el ojo. No lo fue hasta que Tessie O'Byrne le destrozó el corazón.

La creía. Sé cómo puede influir la mujer indicada en el momento indicado en un hombre, si bien Tessie tampoco había salido ilesa. Algunas personas no deberían conocerse nunca. Las secuelas son demasiado importantes y hacen mella durante más tiempo del conveniente.

– Todo el mundo decía que Jimmy Mackey nunca llegaría a nada en la vida -continuó mi madre-. Sus padres eran un par de viejos borrachos, unos holgazanes que no dieron un palo al agua en toda su vida. Desde que no era más que un mocoso, tu padre iba por ahí preguntándoles a los vecinos si podía quedarse a cenar porque en su casa no había nada en la nevera y andaba vagando por las calles en plena noche… Cuando yo lo conocí, todo el mundo aseguraba que acabaría siendo un perdedor, igual que su madre y que su padre. -Había desviado la mirada de la plata hacia la ventana y la lluvia incesante-. Pero yo sabía que se equivocaban. Jimmy no era mala persona, sólo estaba un poco asilvestrado. Y no era tonto. Podría haber sido lo que se hubiera propuesto. No tenía por qué trabajar en la Guinness, podría haber montado su propio negocio y así no habría tenido que responder ante sus jefes día sí y día también. Él odiaba eso. Siempre le gustó conducir; podría haberse dedicado al reparto, haber comprado su propia furgoneta… Si esa mujer no lo hubiera destrozado antes.

Allí estaba el móvil, envuelto en papel de regalo y atado con un bonito lazo. Un día Jimmy Mackey había llevado a una muchacha de altos vuelos del brazo y había tenido un empleo de primera en el bolsillo… Por fin había anticipado el poder pintar su futuro de colores y levantarles el dedo a los capullos que aseguraban que nunca lo conseguiría. Y entonces tuvo un desliz, sólo uno, y el remilgado de Matt Daly vino tan pancho y le arrebató toda su vida soñada. Para cuando Jimmy pudo volver a pensar con claridad se encontró casado con una mujer a la que nunca amó, suplicando por trabajar a días sueltos en un empleo sin perspectivas de futuro y bebiendo lo bastante como para tumbar a Peter O'Toole. Se había pasado veintitantos años contemplando su vida perdida desarrollarse justo al otro lado de la calle, en el hogar de otro hombre. Y luego, un fin de semana, Matt Daly lo había humillado delante de toda la calle y casi consigue que lo arresten (en la mente del alcohólico la culpa siempre es de los demás) y de alguna manera había descubierto que Rosie Daly estaba engatusando a su hijo y se lo iba a llevar adonde a ella le conviniera.

A decir verdad, la cosa podría haber ido a peor, a mucho peor. Recordé a papá sonriendo, guiñándome el ojo e instigándome a replicarle: «Así que la pequeña de los Daly, ¿eh? Fresca como una lechuga. Tiene unas buenas mamellas, madre mía…». Mi Rosie, la viva estampa de su Tessie O'Byrne.

Debió de escucharme salir de puntillas del salón, convencido de ser intocable. Lo había visto fingir que estaba dormido cientos de veces. Quizá lo único que había pretendido era advertirla de que dejara en paz a su familia; quizá quiso algo más. Pero allí estaba ella, delante de él, echándole en cara lo poco, que significaba lo que él quisiera: la hija de Tessie O'Byrne, irresistible e intocable una vez más; la hija de Matt Daly arrebatándole todo lo que él quería. Probablemente estuviera ebrio, al menos hasta darse cuenta de lo ocurrido. En aquellos tiempos era un hombre fuerte.

Y no éramos los únicos que estábamos despiertos aquella noche. En algún momento, Kevin se había levantado, quizá para ir al baño, y descubrió nuestra ausencia. Entonces no debió de darle mayor trascendencia: papá desaparecía durante días sin dar explicación alguna, y Shay y yo de vez en cuando teníamos una misión nocturna, de la índole que fuera. Pero aquel fin de semana, cuando cayó en la cuenta de que alguien había salido a matar a Rosie aquella noche, Kevin había recordado.

Tuve la sensación de haber sabido siempre cada detalle de la historia, de haberla arrinconado en algún rincón en las profundidades de mi cerebro, desde el preciso instante en que escuché la voz de Jackie en el contestador. Era como una marea negra y gélida que me llenaba los pulmones.

– Tu padre debería haber esperado a que yo creciera -sentenció mi madre, retomando el hilo de la conversación-. Tessie era muy guapa, pero cuando yo cumplí los dieciséis años también muchos chicos me encontraban guapa. Sé que yo era joven aún, pero estaba creciendo. Si hubiera apartado sus estúpidos ojos de ella el tiempo suficiente para darse cuenta de mi existencia, aunque fuera por un minuto, nada de esto habría sucedido.

La densidad del pesar en la voz de mi madre podría haber hecho naufragar varios buques. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que ella creía que Kevin se había emborrachado como una cuba, tal como había aprendido de su padre, y eso lo había hecho precipitarse por la ventana. Antes de tener tiempo de reorganizarme las ideas para sacarla de su error, mi madre se pasó los dedos por la boca, miró el reloj que había sobre el alféizar de la ventana y emitió un alarido.

– ¡Cielo santo! ¡Mira qué hora es! ¡Más de la una! Tengo que comer algo o me pondré enferma. -Dejó el adorno que andaba limpiando en la mesa y apartó su silla-. Te prepararé un emparedado.

– ¿Quieres que le lleve uno a papá?

Mamá miró un instante hacia la puerta del dormitorio. Luego dijo:

– No, déjalo dormir -y se dispuso a sacar alimentos del frigorífico.

Preparó unos sándwiches de mantequilla blanca y jamón reconstituido en pan de molde cortado en triángulos. Su sabor me devolvió a los días en que tenía las piernas aún demasiado cortas y, sentado ante aquella misma mesa, no llegaba con los pies al suelo. Mi madre preparó otra tetera de aquel té feroz y se comió metódicamente los triángulos de su emparedado. Por su forma de masticar supe que en algún momento se había hecho con una dentadura postiza de mejor calidad. De niños siempre nos acusaba de que la culpa de que se le hubieran caído las muelas era nuestra: las había perdido durante los embarazos, una muela por cada niño. Cuando se le saltaron las lágrimas, apoyó la taza en la mesa, sacó un pañuelo azul descolorido del bolsillo de la rebeca y esperó a que dejaran de brotar. Luego se sonó la nariz y volvió a atacar su emparedado.

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