Capítulo 14

Cuando Olivia llamó con dulzura a la puerta de la habitación de invitados, yo estaba profundamente dormido, pero me desperté en menos de un segundo, incluso antes de ser consciente del contexto en el que me encontraba. Había pasado demasiadas noches en esa habitación de invitados, cuando Liv y yo estábamos inmersos en el proceso de descubrir que ella ya no se sentía como si estuviera casada conmigo. El olor de ese lugar, el vacío y el sutil ambientador de falso jazmín me hacen sentir irritado y cansado, como un vejestorio, y las articulaciones empiezan a dolerme en el mismo instante en el que entro en su interior.

– Frank, son las siete y media -me informó Liv en voz baja a través de la puerta-. He pensado que tal vez quisieras hablar con Holly antes de que se vaya a la escuela.

Saqué las piernas de la cama y me froté el rostro con las manos.

– Gracias, Liv. Salgo en un minuto.

Me habría gustado preguntarle si tenía alguna sugerencia, pero antes de encontrar las palabras para hacerlo escuché sus tacones descendiendo las escaleras. De todas maneras, tampoco habría entrado en la habitación de invitados, posiblemente por si se me ocurría recibirla con mi disfraz de cumpleaños e intentaba seducirla a echar un polvo rápido.

Siempre me han gustado las mujeres fuertes, lo cual es una suerte para mí, porque, una vez superados los veinticinco, no existen de otra índole. Las mujeres me fascinan. Toda esa rutina que consiguen solucionar a diario haría a la mayoría de los hombres acurrucarse en un rincón y desear morir, pero las mujeres se vuelven de acero y tiran adelante. Cualquier hombre que afirme que no le gustan las mujeres fuertes se miente a sí mismo sin remedio: le gustan las mujeres fuertes que saben cómo hacer mohines graciosos y poner voces de niña y que acabarán guardando sus pelotas en sus neceseres de maquillaje.

Yo quiero que Holly sea una más entre millones. Quiero que sea todas esas estupideces que a mí me cansan en una mujer, dulce como el diente de león y frágil como el cristal esmerilado. Nadie va a convertir a mi hija en acero. Cuando nació me dieron ganas de salir a la calle y matar a alguien para que le quedara claro para siempre que estaba dispuesto a hacer lo que fuera por ella. En su lugar, la entregué a una familia que, en menos de un año de posar los ojos sobre ella, la había enseñado a mentir y le había roto el corazón.

Holly estaba sentada a lo indio en el suelo de su habitación, delante de su casita de muñecas, dándome la espalda.

– Hola, cielo -la saludé-. ¿Cómo estás?

Un encogimiento de hombros. Llevaba puesto el uniforme del colegio. Con aquella americana de color azul marino, sus hombros se antojaban tan menudos que me habrían cabido en una mano.

– ¿Me dejas entrar un ratito?

Otro encogimiento de hombros. Cerré la puerta a mi espalda y me senté en el suelo, junto a ella. La casa de muñecas de Holly es una obra de arte, una réplica perfecta de una mansión victoriana, con mobiliario minúsculo de factura complicadísima, diminutas escenas de caza colgando de las paredes y criados diminutos sometidos a la opresión social. Se la regalaron los padres de Olivia. Holly había sacado la mesa del comedor y la estaba lustrando furiosamente con un papel de cocina estrujado.

– Cariño -empecé a decir-, está bien que te entristezca lo que le ha pasado al tío Kevin. Yo también estoy muy triste.

Agachó aún más la cabeza. Se había peinado ella misma las trenzas, y se le escapaban mechones de pelo rubio por sitios extraños.

– ¿Quieres preguntarme algo?

Disminuyó el vigor del frotado, sólo un poco.

– Mamá me ha explicado que se ha caído por una ventana.

Tenía la nariz taponada de tanto llorar.

– Así es.

La vi imaginar la escena. Quería cubrirle la cabeza con mis manos y expulsar esa imagen de ella.

– ¿Le dolió?

– No, cielo. Fue instantáneo. Ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba pasando.

– ¿Por qué se cayó?

Olivia probablemente, le había explicado que fue un accidente, pero Holly siente una pasión infantil por comprobar doblemente todo. No sé a quién le habrá salido… Yo no tengo escrúpulos en mentir a la mayoría de la gente, pero tengo una conciencia aparte exclusiva para Holly.

– Nadie lo sabe todavía, mi amor.

Sus ojos finalmente viajaron en busca de los míos. Los tenía hinchados, enrojecidos e intensos como un puñetazo.

– Pero vas a descubrirlo, ¿verdad?

– Sí -dije-. Así es.

Me miró fijamente otro segundo; luego asintió con la cabeza y volvió a reconcentrar la atención en la diminuta mesa.

– ¿Estará en el cielo?

– Sí -contesté. Incluso mi conciencia especial para Holly tiene sus límites. Personalmente considero la religión una gilipollez, pero cuando tienes delante a una niña de nueve años sollozando que quiere saber qué le ha ocurrido a su hámster, desarrollas una creencia instantánea por cualquier cosa que alivie la pena de su rostro-. Claro que sí, cariño. Ahora mismo ya estará ahí arriba, sentado en un banco de millones de kilómetros de longitud, bebiéndose una Guinness del tamaño de una bañera y ligando con alguna chica guapa.

Holly emitió un sonido a medio camino entre una risita, un sorbimiento de nariz y un sollozo.

– Papi, ¡no digas tonterías! Que no estoy hablando en broma.

– Yo tampoco. Y estoy seguro de que ahora mismo te está saludando con la mano, diciéndote que no llores.

La voz le tembló aún más.

– No quiero que esté muerto.

– Ya lo sé, cariño. Yo tampoco.

– En el colegio, Conor Mulvey no dejaba de cogerme las tijeras y el tío Kevin me dijo que la próxima vez que lo hiciera le dijera: «Lo que pasa es que te gusto», y que se pondría rojo como un pimiento y dejaría de fastidiarme. Lo hice y funcionó.

– Diez puntos para el tío Kevin. ¿Se lo dijiste?

– Sí. Se rió. Papi, no es justo.

Estaba a punto de romper a llorar otra vez.

– Es una injusticia del tamaño de una catedral, amor mío -le dije-. Ojalá pudiera decirte algo para mejorar la situación, pero no hay nada que decir. En ocasiones suceden cosas terribles y sencillamente no hay nada que pueda hacerse.

– Mamá dice que, si espero un poco, dentro de un tiempo podré pensar en él sin ponerme triste.

– Mamá casi siempre tiene razón -dije-. Esperemos que esta vez también sea así.

– Una vez el tío Kevin me dijo que era su sobrina preferida porque tú eras su hermano favorito. -Vaya por Dios. Alargué el brazo para rodearle los hombros, pero ella se apartó y empezó a frotar con más brío la mesa, remetiendo el papel por todos los diminutos arabescos de madera con la uña de un dedo-. ¿Estás enfadado porque haya ido a casa de los abuelos?

– No, cariño, contigo no.

– ¿Con mamá?

– Sólo un poco. Pero lo solucionaremos.

Holly me miró de soslayo, momentáneamente.

– ¿Vais a volver a gritaros?

Yo me crié con una madre que es cinturón negro en generarte culpabilidad, pero sus tejemanejes más esmerados no son nada en comparación con lo que Holly puede hacerte sin ni siquiera proponérselo.

– Nada de gritos, cielo -la tranquilicé-. Lo que ocurre es que estoy enfadado porque nadie me explicara qué estaba pasando.

Silencio.

– ¿Te acuerdas de lo que hablamos de los secretos? -le pregunté.

– Sí.

– ¿Recuerdas que dijimos que está bien que tengas secretos buenos con tus amigos, pero que, si algo te preocupa, entonces es un mal secreto? ¿Un secreto que tienes que compartir con mamá o conmigo?

– Pero es que no era malo. Son mis abuelos.

– Lo sé, cariño. Lo que intento decirte es que hay otra clase más de secretos. Secretos que, aunque no tengan nada de malo, otras personas tienen derecho a saber. -Seguía con la cabeza gacha y su barbilla empezaba a adoptar ese gesto típico de tozudez-. Pongamos que mamá y yo decidimos irnos a vivir a Australia. ¿Crees que deberíamos decirte adónde vamos? ¿O bastaría con que te metiéramos en un avión en plena noche sin consultarte nada?

Encogimiento de hombros.

– Deberíais decírmelo.

– Porque es asunto tuyo. Porque tienes derecho a saberlo.

– Sí.

– Cuando comenzaste a visitar a mi familia, eso también era asunto mío. Mantenerlo en secreto y ocultármelo no estuvo bien.

No parecía convencida.

– Si te lo hubiera dicho, te habrías enfadado.

– Estoy mucho más enfadado ahora de lo que lo habría estado si alguien me lo hubiera explicado antes. Holly, cielo, siempre es mejor contármelo todo desde el principio. Siempre. ¿De acuerdo? Aunque sean cosas que no me gustan. Mantenerlas en secreto sólo hará que empeore la situación.

Holly colocó con cuidado la mesa en el comedor de la casa de muñecas y la ajustó en su lugar con la punta de un dedo.

– Yo procuro decirte siempre la verdad, aunque te duela un poco -continué-. Ya lo sabes. Y tú tienes que hacer lo mismo conmigo. ¿Te parece justo?

Sin apartar la mirada de la casa de muñecos, Holly musitó:

– Lo siento, papi.

– Ya lo sé, cariño -la reconforté-. No pasa nada. Pero recuerda lo que te he dicho la próxima vez que quieras ocultarme un secreto, ¿vale?

Asintió con la cabeza.

– Así me gusta -dije-. Y ahora explícame cómo te llevas con mi familia. ¿Te ha dado la abuela ese bizcocho casero tan bueno que cocina para merendar algún día?

Un suspiro tembloroso de alivio.

– Sí. Y dice que tengo un pelo muy bonito.

Maldita sea: un cumplido. Yo tenía preparada la artillería para desmentir cualquier crítica, desde el acento de Holly hasta su comportamiento o el color de sus calcetines, pero al parecer mi madre estaba enterneciéndose: a la vejez viruela.

– Y es verdad. ¿Cómo son tus primos?

Holly se encogió de hombros y sacó un elegante piano minúsculo de la casa de muñecas.

– Simpáticos.

– Pero ¿simpáticos en qué sentido?

– Darren y Louise no me hablan mucho porque son mayores, pero con Donna siempre imitamos a nuestros profesores. Una vez nos reímos tanto que la abuela nos dijo que o nos callábamos o vendría la policía y nos detendría.

Eso sonaba más a la madre que yo conocía y evitaba.

– ¿Y qué te parecen la tía Carmel y el tío Shay?

– Me caen bien. La tía Carmel es un poco aburrida, pero cuando el tío Shay está en casa me ayuda a hacer los deberes de matemáticas, porque le expliqué que la señorita O'Donnell me grita si los hago mal.

Y yo que estaba encantado de que por fin entendiera las divisiones…

– Muy amable por su parte -opiné.

– ¿Por qué no vas a verlos tú?

– Es una larga historia, cielo. Demasiado larga para resumirla en una mañana.

– ¿Y podré seguir yendo yo aunque tú no vayas?

– Ya lo veremos -contesté. Todo sonaba idílico, pero Holly seguía sin mirarme. Algo la inquietaba, aparte de lo evidente. Si había visto a mi padre en su estado mental preferido, tenía previsto declarar una guerra santa y, quizás, una nueva batalla por la custodia-. ¿Qué te inquieta, cariño? ¿Te ha incordiado alguno de ellos? -pregunté.

Holly recorrió con una uña el teclado del piano de arriba abajo. Al cabo de un momento cambió de tema:

– La abuela y el abuelo no tienen coche.

No era la respuesta que me esperaba.

– No.

– ¿Por qué?

– Porque no lo necesitan.

Una mirada atónita. Me sorprendió que Holly no hubiera conocido nunca en su vida a alguien que no tuviera coche, lo necesitara o no.

– ¿Y cómo van a los sitios?

– Andando o en autobús. La mayoría de sus amigos viven a sólo unos minutos de distancia y las tiendas están a la vuelta de la esquina. ¿Qué harían con un coche?

Reflexionó sobre ello un minuto.

– ¿Por qué no viven en una casa ellos solos?

– Siempre han vivido donde viven. La abuela nació en ese apartamento. Y no me gustaría estar en la piel de nadie que quisiera echarla de ahí.

– ¿Y cómo es que no tienen ordenador? ¿O lavaplatos?

– No todo el mundo tiene.

– Todo el mundo tiene un ordenador.

Detestaba tener que admitirlo, pero en algún oscuro rincón de mi pensamiento empezaba a tener el pálpito de que enseñarle a Holly de dónde procedía yo no había sido una idea acertada por parte de Olivia y Jackie.

– No -la corregí-. La mayoría de las personas en el mundo no tienen dinero para comprar esas cosas. Incluso hay muchas personas aquí en Dublín que no lo tienen.

– Papi, ¿los abuelos son pobres?

Se le sonrojaron ligeramente las mejillas, como si hubiera pronunciado un insulto.

– Bueno -contesté-. Eso depende de a quién se lo preguntes. Ellos dirían que no. Ahora viven mucho mejor que cuando yo era pequeño.

– Entonces ¿antes eran pobres?

– Sí, cielo. No nos moríamos de hambre ni nada por el estilo, pero éramos bastante pobres.

– ¿Cómo de pobres?

– Pues no íbamos de vacaciones y teníamos que ahorrar para salir al cine. A mí me vestían con la ropa vieja del tío Shay y el tío Kevin heredaba la mía, en lugar de comprarnos ropa nueva. Y los abuelos dormían en la sala de estar porque no teníamos bastantes dormitorios.

Tenía los ojos como platos, como si le estuviera contando un cuento.

– ¿De verdad?

– Sí. Mucha gente vivía así. Y no era el fin del mundo.

– Pero… -balbuceó Holly, ahora ya roja como la grana- Chloe dice que los pobres son todos unos paletos.

No me sorprendió lo más mínimo oír aquello. Chloe es un mal bicho anoréxico que se deshace en risitas falsas nacida de una madre que es otro mal bicho anoréxico que me habla en voz alta y despacio, utilizando lenguaje llano, porque su familia logró salir de las alcantarillas una generación antes que la mía y porque el mal bicho de su esposo, gordo y carente de todo sentido del humor, conduce un Chevrolet Tahoe. Siempre pensé que debíamos vetarle la entrada en casa a toda la familia, pero Liv opina que Holly dejará de ser amiga de Chloe cuando madure un poco. Y por lo que a mí respecta, la oportunidad que se me acababa de presentar la pintaba calva para atajar por fin aquel asunto.

– A ver -dije-. ¿Y qué quiere decir Chloe exactamente con eso?

Mantuve el volumen de la voz, pero Holly me conoce a la perfección y me lanzó una rápida mirada de reojo para comprobar mi expresión.

– No es ningún insulto.

– Lo que no es, desde luego, es una palabra agradable. ¿Qué crees tú que significa?

Un encogimiento de hombros inquieto.

– Bueno, ya lo sabes…

– Cariño, si vas a utilizar una palabra, tienes que saber lo que significa. Venga.

– Pues tontos. Personas que llevan chándal y no trabajan porque son unos vagos y ni siquiera saben hablar bien. Gente pobre.

– ¿Y qué pasa conmigo? -pregunté-. ¿Crees que soy tonto y vago?

– ¡Claro que no! ¡Tú no!

– ¿Aunque toda mi familia fuera pobre como las ratas?

Se estaba aturullando.

– Eso es diferente.

– Exactamente. Puedes ser un cerdo rico tanto como un cerdo pobre, de la misma manera que puedes ser un ser humano decente ya seas rico o pobre. El dinero no tiene nada que ver en ello. Está bien tenerlo, pero no te convierte en quien eres.

– Chloe dice que su madre dice que es superimportante asegurarse de que las personas sepan enseguida que tienes mucho dinero. Si no, no te respetan.

– Chloe y su familia -repliqué yo, perdiendo al fin la paciencia- son lo bastante vulgares como para provocar vergüenza ajena incluso al pobre más paleto.

– ¿Qué significa «vulgar»?

Holly había dejado de toquetear el piano y me miraba absolutamente atónita, con el ceño fruncido, a la espera de que yo la iluminara y confiriera un sentido a toda aquella conversación. Por primera vez en su vida yo no tenía ni la más remota idea de qué contestarle. No sabía cómo explicarle la diferencia entre ser pobre y trabajador o ser pobre y gandul a una cría que pensaba que todo el mundo tenía un ordenador, ni tampoco de cómo explicarle qué significaba ser vulgar a una niña que estaba criándose tomando a Britney Spears como modelo, de la misma manera que no habría sabido cómo explicarle a nadie cómo había logrado que aquella situación degenerara en un embrollo de proporciones descomunales. Lo que me apetecía era acudir en busca de Olivia y rogarle que me indicara cómo librarme de aquel lío, si no fuera porque ése ha dejado de ser el papel de Liv: ahora mi relación con Holly es asunto mío. Al final le arrebaté el piano en miniatura de la mano, lo coloqué de nuevo en la casa de muñecas y me la senté en el regazo.

Holly, recostada hacia atrás para verme la cara, dijo:

– Chloe es tonta, ¿verdad?

– ¡Y tanto que lo es! -contesté-. Si convocaran un concurso mundial de tontos, Chloe y su familia ganarían la medalla de oro.

Holly asintió y se acurrucó contra mi pecho y yo le coloqué la cabeza bajo mi barbilla. Al cabo de un rato me preguntó:

– ¿Algún día me llevarás a ver la casa donde el tío Kevin se ha caído por la ventana?

– Si consideras que necesitas verla, te llevaré. Te lo prometo -le aseguré.

– Pero hoy no.

– No -respondí-. Será mejor que pasemos el día de hoy de una pieza.

Permanecimos sentados en el suelo en silencio, yo meciendo a Holly y ella succionándose pensativa el extremo de una trenza, hasta que Olivia entró a comunicarnos que era hora de ir a la escuela.


Me hice con un café de tamaño gigante y una magdalena orgánica de sabor indefinido en Dalkey (me da la sensación de que Olivia cree que, si me alimenta, yo podría tomarlo como una invitación a instalarme de nuevo en nuestra casa) y desayuné encaramado a un muro, observando a gordinflones trajeados enfurecer dentro de sus tanques cuando el tráfico no discurre en su beneficio. Luego telefoneé a mi buzón de voz.

– «Eh, esto…, Frank… Hola. Soy Kev. Escucha, se que me has dicho que no es buen momento, pero… No hace falta que sea ahora, ¿vale?, pero, cuando tengas un momento libre, ¿podrías llamarme? Esta noche o así, aunque sea tarde. No pasa nada. Bueno. Gracias. Adiós.»

La segunda vez colgó sin dejar mensaje. Y lo mismo la tercera, mientras Holly, Jackie y yo nos poníamos morados de pizza. La cuarta llamada había entrado poco antes de las siete, más o menos cuando Kevin debía ir de camino a casa de mis padres.

– «Frank, vuelvo a ser yo. Escucha… Necesito hablar contigo. Sé que probablemente no quieras pensar en toda esta mierda, pero te juro por Dios que no pretendo fastidiarte. Es sólo que… ¿Podrías llamarme? Bueno, hum, es igual… Adiós.»

Algo había cambiado entre el sábado por la noche, cuando lo había enviado de regreso al bar, y el domingo por la tarde, cuando inició su campaña telefónica de acoso y derribo. Tal vez fuera algo que había ocurrido en ese lapso, quizás en el pub (para varios de los parroquianos del Blackbird, el hecho de no haber matado aún a nadie es cuestión de pura casualidad), pero lo dudaba sinceramente. Kevin había empezado a inquietarse mucho antes de que llegáramos al bar. Todo lo que sabía acerca de él, y seguía convencido de que mi conocimiento tenía algún valor, me lo pintaba como un tipo relajado, pero desde el mismísimo momento en que nos adentramos en la casa del número dieciséis se había comportado como una ardilla. Yo lo había achacado al hecho de que un civil corriente tiende a acobardarse ante la idea de ver a un muerto, pero debió de sucederme porque tenía la mente en otro lugar. Sin duda, había otras causas.

Fuera lo que fuese que había inquietado a Kevin, no había sucedido durante el fin de semana. Había permanecido oculto en algún rincón de su mente, quizá durante veintidós años, hasta que algo aquel sábado lo había desencadenado. Lentamente, a lo largo del día (nuestro Kevin nunca fue el corredor más rápido), había ido aflorando a la superficie y había empezado a empujarle, cada vez con más fuerza. Había pasado veinticuatro horas intentando olvidarlo o desentrañarlo o calibrando cómo gestionar las repercusiones por sí solo, y luego había acudido a Francis, su hermano mayor, en busca de ayuda. Y cuando yo lo había enviado a hacer puñetas, había recurrido a la peor persona imaginable.

Tenía una bonita voz por teléfono. Pese a estar confuso y preocupado, resultaba fácil escucharlo. Sonaba a buena persona; alguien a quien uno querría conocer.

Con respecto a los posibles movimientos siguientes, mis opciones estaban limitadas. La idea de mantener charlas de compadreo con los vecinos había perdido su brillo ahora que sabía que la mitad de ellos pensaban que yo era un fratricida ninja de sangre fría y, además, tenía que mantenerme alejado del campo de visión de Scorcher, aunque sólo fuera por el bien de los intestinos de George. Por otro lado, la idea de aguardar con impaciencia, comprobando el móvil constantemente a la espera de que apareciera el número de Stephen, como una adolescente tras un besuqueo, no me entusiasmaba demasiado. Cuando no hago nada, me gusta tener un propósito.

Algo me punzaba en la nuca, como si alguien me tirara de los pelillos uno por uno. Presté atención a esa sensación; en no pocas ocasiones, haberla ignorado me habría reportado la muerte. Algo se me escapaba, algo que había visto u oído y se me había pasado por alto.

Al contrario de lo que hacen los muchachos de Homicidios, en la Secreta no grabamos en vídeo las mejores partes, de manera que desarrollamos la capacidad de recordar con suma precisión. Me acomodé sobre el muro, encendí un pitillo y repasé punto por punto toda la información que había recopilado en los últimos días.

Había un dato inquietante: aún no estaba claro cómo había llegado aquella maleta a la chimenea. Según Nora, la habían metido allí en algún momento entre el jueves por la tarde, cuando le gorroneó el walkman a Rosie, y el sábado por la noche. En cambio, según Mandy, Rosie no había tenido las llaves durante esos dos días, lo cual más o menos descartaba la posibilidad de sacar a hurtadillas la maleta por la noche (un puñado de tapias de jardín incomodísimos se interponían entre Rosie y la casa en el número dieciséis) y Matt Daly sin duda alguna la habría vigilado con ojo de águila, lo cual le habría dificultado sacar nada de un tamaño considerable sin ser vista durante el día. También de acuerdo con Nora, los jueves y los viernes Rosie iba y venía del trabajo a pie con Imelda Tierney.

El viernes por la noche, Nora había ido al cine con sus amigas, y Rosie e Imelda habrían tenido la habitación para ellas solas y habrían podido hacer la maleta y planear la huida sin estorbos. Nadie habría prestado atención a las idas y venidas de Imelda. Podría haber salido tranquilamente de aquella casa transportando lo que le viniera en gana.

Imelda vivía ahora en Hallows Lane, lo bastante lejos de Faithful Place como para quedar fuera del perímetro de Scorch. Y a juzgar por la mirada de Mandy, existía la probabilidad de que estuviera en casa en plena jornada laboral y de que su relación con el vecindario fuera lo bastante confusa como para permitirle tener una hija pródiga que caminaba constantemente por la cuerda floja.

Apuré de un trago lo que me quedaba de café frío y me dirigí a mi coche.


Mi colega del Edificio de Ciencias Experimentales me consiguió una factura de electricidad de Imelda Tierney donde indicaba que vivía en el número diez de Hallows Lane, en el tercer piso. La casa era un cuadro: le faltaban tejas al tejado, la pintura de las paredes estaba desconchada y tras los cristales mugrientos de las ventanas se atisbaban unas cortinas de encaje. Los vecinos debían de estar rogando al propietario que se la vendiera a algún pijo respetable o, en su defecto, que le prendiera fuego para cobrar el dinero del seguro.

Había acertado: Imelda estaba en casa.

– Francis -me saludó, sin tono de sorpresa, alegría u horror, cuando abrió la puerta de su apartamento-. Cuánto tiempo…

Ninguno de aquellos veintidós años se había portado bien con Imelda. Nunca había sido una tía buena, pero era esbelta, tenía buenas piernas y un andar bonito, y la combinación de esas tres cosas puede dar para mucho. Se había convertido en lo que los muchachos de la brigada describen como «tía follable»: cuerpo de Vigilantes de la playa y cara de bulldog. Conservaba la figura, pero tenía grandes bolsas bajo los ojos y el rostro lleno de unas arrugas como cicatrices de cortes con cuchillo. Iba vestida con un chándal blanco con una mancha de café en la pechera y en su melena rubia de bote se apreciaban ya unas raíces negras de unos siete centímetros. Al verla me dieron ganas de ahuecarla como un cojín para que recuperara la forma, como si eso fuera a convertirnos de nuevo en unos adolescentes resplandecientes burbujeantes ante la perspectiva de una noche de viernes. Aquel pequeño gesto se me clavó en el corazón.

– Cómo te va, Melda -la saludé con mi mejor sonrisa para recordarle que habíamos sido buenos amigos en el pasado.

Imelda siempre me había caído bien. Era lista e inquieta, con un humor ligeramente cambiante y lengua afilada, porque la vida no se lo había puesto fácil: en lugar de un padre permanente había tenido demasiados temporales, algunos de ellos casados con mujeres que no eran su madre, y en aquel entonces esas cosas importaban. Imelda se había tragado muchas críticas sobre su madre cuando éramos niños. La mayoría de nosotros vivíamos en jaulas de cristal, en un sentido u otro, pero un padre alcohólico y desempleado no era ni por asomo tan malo como una madre que mantenía relaciones sexuales.

Imelda dijo:

– Me he enterado de lo de Kevin, que Dios lo tenga en su gloria. Te acompaño en el sentimiento.

– Descanse en paz -deseé yo-. He pensado en aprovechar que he vuelto al barrio momentáneamente para hacer una visita a mis viejos amigos.

Permanecí allí, en el portal, esperando. Imelda echó una mirada rápida hacia el interior de su casa, pero, al comprobar que no me movía de allí, no le dejé alternativa. Al cabo de un segundo se excusó:

– La casa está patas arriba…

– ¿Crees acaso que eso me importa? Deberías ver mi agujero. Me alegro tanto de volver a verte.

Para cuando acabé de pronunciar aquellas palabras, ya la había rebasado y había franqueado la puerta. La verdad es que la casa no estaba sucia, pero entendía a qué se refería. Un simple vistazo al hogar de Mandy revelaba que era una mujer satisfecha; quizá no viviera en un éxtasis permanente, pero su vida se había convertido en algo que le gustaba. El caso de Imelda era todo lo contrario. El salón parecía más pequeño aún de lo que era porque había cosas por todos sitios: tazas usadas y envases de comida china para llevar desparramados en el suelo alrededor del sofá, ropa de mujer (de varias tallas) secándose sobre los radiadores, pilas de fundas de discos DVD cubiertas de polvo y amontonadas por los rincones. La calefacción estaba a una temperatura demasiado alta y hacía mucho tiempo que nadie abría una ventana; olía a mezcla de cenicero, comida y mujeres. Todo, salvo los esteroides que se promocionaban por la tele, necesitaba con urgencia ser reemplazado.

– Es acogedor -dije.

Imelda me cortó con un:

– Es una mierda.

– Yo crecí en un lugar mucho peor.

Se encogió de hombros.

– ¿Y? Eso no convierte este lugar en mejor. ¿Te apetece tomar un té?

– Me encantaría, gracias. ¿Cómo te va?

Se internó en la cocina.

– Pues ya lo ves. Siéntate donde puedas.

Encontré un hueco en el sofá libre de roña y me acomodé.

– Me han dicho que tienes hijas.

A través de la rendija que quedaba en la puerta entreabierta vi a Imelda detenerse en seco, con la mano en la tetera.

– Y a mí me han dicho que ahora eres poli -dijo.

Empezaba a acostumbrarme al arrebato ilógico de ira que me sobrevenía cuando alguien me informaba de que me había convertido en el chapero del «enemigo»; de hecho casi empezaba a serme de utilidad.

– Imelda -le recriminé, ultrajado y herido hasta la médula tras un segundo de desconcierto-. ¿Hablas en serio? ¿Crees que he venido a buscarte problemas con tus hijas?

Se encogió de hombros.

– ¿Cómo voy a saberlo? De todos modos, no han hecho nada malo.

– Si ni siquiera sé cómo se llaman. Simplemente te preguntaba por ellas, por el amor de Dios. Me importa un bledo si has criado a la puñetera estirpe de los Soprano; sólo he pasado a saludarte en recuerdo de los viejos tiempos. Si te vas a poner nerviosa por cómo me gano la vida, dímelo y me largo de aquí ahora mismo. Te lo prometo.

Al cabo de un momento vi a Imelda hacer una mueca renuente con la boca y encender la tetera.

– Sigues siendo el mismo de siempre, Francis, con ese maldito temperamento. Sí, tengo tres hijas: Isabelle, Shania y Genevieve. Las tres son unas adolescentes terroristas. ¿Qué hay de ti?

Ni una alusión al padre, o a los padres.

– Tengo una hija -contesté-. Tiene nueve años.

– Pues lo que te queda… Que Dios te asista. Dicen que los niños te destrozan la casa y las niñas la cabeza, y es la verdad.

Metió sendas bolsitas de té en las tazas. La mera observación de sus movimientos me hizo sentir viejo.

– ¿Sigues cosiendo?

Una exhalación que podría haber sido una carcajada.

– Joder, Francis, eso es remontarse demasiado atrás. Me fui de la fábrica hace veinte años. Ahora trabajo de esto y de aquello. Sobre todo, limpio. -Me miró de reojo, beligerante, comprobando qué opinaba yo de eso-. Las europeas del Este trabajan más barato, pero aún hay sitios donde buscan a alguien que hable inglés. Y yo me defiendo bien en eso.

El agua de la tetera rompió a hervir.

– ¿Has oído lo que le ocurrió a Rosie? -pregunté.

– Sí. Me dejó sin habla. Todo este tiempo… -Imelda sirvió el té y sacudió rápidamente la cabeza, como si intentara expulsar una idea de ella-. Todo este tiempo había creído que estaba en Inglaterra. Cuando lo supe no daba crédito. De verdad. Me pasé el resto del día vagando como una zombi. Te lo juro.

– Igual que yo. Tampoco ha sido el mejor fin de semana de mi vida -apunté.

Imelda sacó un cartón de leche y un paquete de azucare hizo un hueco para colocarlos en la mesita de café.

– Kevin siempre fue un chico encantador -dijo-. Me entristeció mucho saber que había muerto, de verdad, mucho. Habría ido a tu casa la noche que ocurrió, pero…

Se encogió de hombros, sin rematar la frase… La madre de Chloe ni en un millón de años habría entendido la diferencia sutil y definitiva de clase que inducía a Imelda a pensar, y quizás estuviera en lo cierto, que tal vez no fuera bien recibida en casa de mi madre.

– Esperaba verte allí -comenté-. Pero, bueno, así ahora tenemos oportunidad de charlar como es debido, ¿no te parece?

Otra media sonrisa, esta vez menos reticente.

– El mismo Francis de siempre, con esa labia que tienes…

– Bueno, en lo que he mejorado es en el peinado.

– Ostras, sí. ¿Te acuerdas de cuando llevabas el pelo de punta?

– Podría haber sido peor. Podría haber llevado un tupé, como Zippy.

– Oh, sí… Calla. ¿Te acuerdas?

Regresó a la cocina en busca de las tazas. Aunque hubiera dispuesto de todo el tiempo del mundo, sentarme en aquella sala de estar bailándole el agua no me habría llevado a ningún sitio: Imelda era mucho más dura que Mandy y era plenamente consciente de que yo andaba buscando algo, aunque no supiera qué era. Cuando regresó le dije:

– ¿Puedo preguntarte algo? Llámame cotilla si quieres, pero te juro que tengo buenas razones para preguntar.

Imelda me colocó una taza manchada en la mano y se sentó en un sillón, pero no se recostó y me miraba con recelo.

– Adelante.

– Cuando llevaste la maleta de Rosie a la casa en el número dieciséis, ¿dónde la colocaste exactamente?

La mirada en blanco instantánea, a medio camino entre la terquedad y la imbecilidad, me recordó cuál era mi situación. Nada en el mundo habría conseguido que Imelda olvidara que, en contra de todos los instintos de su cuerpo, estaba hablando con un policía. Respondió lo inevitable:

– ¿Qué maleta?

– Venga ya, Imelda -la reprendí, sonriendo con tranquilidad (una nota en falso y toda mi excursión se iría al garete)-. Rosie y yo llevábamos meses planeando nuestra fuga. ¿Crees que no me había contado cómo pensaba ejecutar su parte?

Lentamente, la mirada imperturbable desapareció del rostro de Imelda, si bien no del todo, pero sí lo suficiente.

– Supongo que no me meteré en ningún follón si hablo de esto. Si me pregunta otra persona, yo nunca vi ninguna maleta.

– No te preocupes, cariño. No pienso causarte ningún problema; simplemente me estás haciendo un favor, y yo te lo agradezco. Lo único que quiero saber es si alguien tocó esa maleta después de que tú la dejaras allí. ¿Recuerdas dónde la dejaste? ¿Y cuándo?

Me miró afiladamente, bajo sus delgadas pestañas, intentando figurarse adónde quería llegar. Finalmente buscó un hueco para dejar su cajetilla de tabaco y contestó:

– Rosie me contó tres días antes que planeabais escaparos. Hasta entonces no me había explicado nada; Mandy y yo imaginábamos que tramabais algo, pero no estábamos seguras de qué. ¿Has visto a Mandy, verdad?

– Sí. Está en plena forma.

– Es una esnob de pacotilla -opinó Imelda mientras accionaba en mechero-. ¿Un pitillo?

– Sí, gracias. Pensaba que Mandy y tú seguíais siendo amigas.

Una risotada de incredulidad. Me acercó el mechero para que me encendiera el cigarrillo.

– Ya no. Ahora es demasiado importante para tratar con gente como yo. La verdad es que no sé si alguna vez fuimos amigas de verdad; simplemente salíamos juntas con Rosie, pero cuando se marchó…

– Tú siempre fuiste su mejor amiga -tercié yo.

Imelda me lanzó una mirada con la que me indicó que. hombres mejores habían intentado enjabonarla y no lo habían conseguido.

– Si hubiéramos sido tan amigas, me habría confesado desde el principio vuestros planes, ¿no crees? Sólo me lo dijo porque su padre la tenía vigilada y no podía sacar de allí sus cosas por sí misma. Solíamos ir y venir del trabajo paseando juntas algunos días, charlando de cosas de chicas. Ya ni siquiera me acuerdo. Aquel día me dijo que necesitaba que le hiciera un favor.

– ¿Cómo sacaste la maleta de casa de los Daly?

– Fue sencillo. Al día siguiente, después de volver del trabajo, el viernes, fui a su casa, les explicamos a sus padres que íbamos a meternos en la habitación de Rosie a escuchar el disco nuevo de Eurythmics y ellos simplemente nos dijeron que no lo pusiéramos muy alto. Lo pusimos al volumen necesario para que no oyeran a Rosie hacer la maleta. -Se le dibujó una leve sonrisa en una comisura de los labios. Por un segundo, allí inclinada hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas y sonriendo para sus adentros tras la cortina de humo del cigarrillo, me recordó a la muchacha de movimientos y labia ágil que solía ser-. Deberías haberla visto, Francis. Andaba bailoteando por toda la habitación, canturreando mientras se cepillaba el pelo… Llevaba puestas en la cabeza las braguitas nuevas que tanto le había costado comprar para que no la vieras con las viejas, que estaban harapientas… Me sacó a bailar con ella. Debíamos parecer un par de idiotas, riendo sin parar, pero conteniéndonos para que a su madre no se le ocurriera entrar a ver por qué armábamos tanto jaleo. Creo que el habérselo confesado a alguien, tras todo aquel tiempo de secretismo, la hacía superfeliz. Estaba en la luna.

Cerré de un portazo la puerta a esa imagen; prefería reservármela para más tarde.

– Vaya -dije-. Me alegra saberlo. Y cuando acabó de hacer la maleta, ¿qué sucedió…?

Su sonrisa se ensanchó más.

– Simplemente agarré la maleta y salí de allí. Te lo prometo. La llevaba tapada con mi chaqueta, pero a nadie se le habría escapado el detalle de haberse detenido a mirar. Salí de la habitación; Rosie me dijo adiós, con voz dulce y alta, y yo me limité a despedirme de los señores Daly con un grito. Estaban en el salón, viendo la tele. El señor Daly volvió la vista después de que yo saliera de la puerta, pero su único objetivo era asegurarse de que Rosie no venía conmigo; ni siquiera vio la maleta. Y me fui de allí.

– Buena jugada de ambas -opiné con una sonrisa-. ¿Y la llevaste directamente al número dieciséis?

– Sí. Era invierno. Había oscurecido y hacía frío, así que todo el mundo estaba en casa. No me vio nadie. -Tenía los ojos entornados tras el humo, estaba recordando-. Te lo juro, Francis, me aterraba entrar en esa casa. Nunca había entrado allí de noche antes, o al menos no sola. Lo peor fueron las escaleras; en las habitaciones aún se filtraba un poco de luz a través de las ventanas, pero las escaleras estaban completamente a oscuras. Había telarañas por todos sitios y la mitad de los escalones temblaban como si el edificio fuera a derrumbarse en cualquier momento. Y se oían ruiditos aquí y allá… Te prometo que pensé que había alguien allí, o un fantasma, observándome. Estaba preparada para empezar a gritar si alguien me agarraba. Salí de allí por patas, como si me quemaran los pies.

– ¿Recuerdas dónde dejaste la maleta?

– Claro que sí. Rosie y yo lo habíamos concertado todo. La dejé detrás de la chimenea del salón de la planta superior, aquella estancia grande, ¿sabes cuál digo? Habíamos quedado en que, si no cabía allí, la colocaría bajo el montón de tablones, metal y basura que había en el rincón del sótano, pero no me apetecía bajar allí a menos que fuera imprescindible. Resultó que cabía perfectamente.

– Gracias, Imelda -dije-. Por ayudarnos. Debería habértelo agradecido hace mucho tiempo, pero más vale tarde que nunca.

– ¿Me dejas que te pregunte algo? ¿O es una conversación de dirección única? -quiso saber ella.

– Como la Gestapo, somos nosotros quienes hacemos las preguntas… Es broma. Esto es una conversación. Dispara.

– Se rumorea que a Rosie y a Kevin los mataron. Que los asesinaron. A los dos. ¿Lo dicen por provocar escándalo o es verdad?

– A Rosie la asesinaron seguro -corroboré-. Pero nadie sabe a ciencia cierta qué le ocurrió a Kevin.

– ¿Cómo la mataron?

Sacudí la cabeza.

– No me lo han dicho.

– Claro. Ya.

– Imelda -dije-, puedes seguir viéndome como un policía si te apetece, pero te garantizo que ahora mismo no hay nadie en el cuerpo que comparta esa opinión. No estoy trabajando en este caso; se supone que ni siquiera debo acercarme a nada relacionado con él. He arriesgado mi placa por el mero hecho de venir a verte. Esta semana no soy policía. Soy el puñetero metomentodo que no deja en paz al personal porque estaba enamorado de Rosie Daly.

Imelda se mordió el labio, con fuerza.

– Yo también la quería, de verdad, la quería con toda mi alma -añadió.

– Ya lo sé. Por eso estoy aquí. No tengo ni idea de qué le sucedió y no confío en que esos polis estén dispuestos a mover el trasero para averiguarlo. Necesito que me echen una mano, Melda.

– No debería estar muerta. Es injusto. De verdad que lo es. Rosie nunca le hizo daño a nadie. Sólo quería… -Imelda guardó silencio, fumó y clavó la vista en sus dedos doblados a través de un agujero en la funda deshilachada del sofá, pero yo la noté pensar y no quise interrumpirla. Al cabo de un rato dijo-: Sencillamente pensé que había sido ella quien había logrado escaparse. -Alcé una ceja en gesto de interrogación. Las envejecidas mejillas de Imelda se tiñeron de un sutil sonrojo, como si hubiera dicho algo estúpido, pero no se detuvo-. Pongamos por ejemplo a Mandy, ¿vale? Es la viva imagen de su madre. Se casó a las primeras de cambio, dejó de trabajar para cuidar de su familia, se convirtió en una buena esposa, en una buena madre, y vive en la misma casa. Juro por Dios que lleva la misma ropa que llevaba su madre. Y lo mismo ha sucedido con todo el mundo a quien conocíamos: se han convertido en sus padres, aunque se dediquen a vociferar que ellos son diferentes. Y mírame a mí. Mira cómo he acabado. -Señaló con la barbilla al lugar donde estábamos-. Tres niñas, tres padres. Probablemente Mandy ya te lo habrá contado. Tenía veinte años cuando nació Isabelle. Directa al paro. Desde entonces no he vuelto a tener un empleo decente. Nunca me he casado. No he conseguido retener a mi lado a ningún hombre durante más de un año. Y la mitad de ellos estaban casados, como bien puedes suponer. Yo tenía un millón de planes cuando era joven, y todos se fueron al traste. En su lugar, me he convertido en mi madre, de la cabeza a los pies, ya no queda nada de mí. Una mañana me levanté transformada en ella, y aquí sigo.

Saqué otros dos cigarrillos de mi paquete y le encendí uno a Imelda.

– Gracias. -Apartó la cabeza para no echarme el humo en la cara-. Rosie fue la única de nosotros que no se convirtió en su madre. A mí me gustaba pensar en ella. Cuando la situación me era adversa, me gustaba saber que ella había escapado, que estaría en Londres, en Nueva York o en Los Ángeles realizando algún trabajo extravagante del que yo nunca hubiera oído hablar. Me reconfortaba imaginar que ella había sido quien se había salido con la suya, la única que se había salvado.

– Yo no me he convertido en mi madre. Ni en mi padre, ya que nos ponemos -dije yo.

A Imelda no le hizo gracia. Me dedicó una mirada fugaz que no supe interpretar. Supongo que intentaba descifrar si convertirse en poli contaba como una mejora. Transcurrido un momento dijo:

– Shania está embarazada. Tiene diecisiete años. Y no está segura de quién es el padre.

Ni siquiera Scorcher podría haber convertido aquella confesión en algo positivo.

– Al menos tiene una madre buena que la ayudará -observé.

– Sí -dijo Imelda. Se le hundieron ligeramente los hombros, como si parte de ella hubiera deseado descubrir el secreto para solucionar aquella papeleta-. Ya veremos.

En uno de los otros pisos alguien escuchaba a todo trapo un rap de 50 Cent y alguien más le gritaba que bajara el volumen. Imelda parecía no darse cuenta.

– Necesito preguntarte una última cosa -anuncié.

Imelda tenía buenas antenas y algo en mi voz las activó; aquella mirada inescrutable volvió a deslizarse en su rostro.

– ¿A quién le dijiste que Rosie y yo planeábamos escaparnos?

– A nadie. No soy ninguna chivata.

Se irguió en su asiento, lista para el combate.

– Nunca he pensado que lo fueras. Pero existen montones de maneras de sonsacarle información a alguien, sea uno chivato o no. Y tú tenías ¿qué? ¿Dieciocho, diecinueve años? Es fácil emborrachar a una adolescente lo bastante como para que se le escape algo o engatusarla para que deje ir una pista.

– Tampoco soy tonta.

– Ni yo. Escúchame, Imelda. Alguien esperó a Rosie en la casa del número dieciséis aquella noche. Alguien la encontró allí, la asesinó a golpes y se deshizo del cadáver. Sólo tres personas en el mundo sabían que Rosie iba a ir allí a recoger aquella maleta: Rosie, tú y yo. Yo no lo comenté con nadie. Y como tú misma has dicho, Rosie mantuvo la boca cerrada durante meses; probablemente tú fueras su mejor amiga y te lo explicó porque no le quedaba más remedio. ¿Quieres que me crea que fue por ahí contándoselo a otra persona, sólo por fardar? Y un carajo. Así que sólo nos quedas tú.

Antes de darme tiempo a concluir la frase, Imelda se había puesto de pie y me había arrebatado la taza de la mano.

– ¡Hay que ver qué poca vergüenza tienes! Te presentas en mi casa y me llamas chivata. No debería haberte dejado traspasar esa puerta. Y venirme con esa patraña de que venías a visitar a una vieja amiga… una vieja amiga ¡y un cuerno!, lo único que pretendías era averiguar qué sabía yo…

Se encaminó a la cocina y depositó las tazas en el fregadero con gran estrépito. Sólo la culpa provoca ataques de ira de ese calibre. La perseguí.

– Y tú tanto hablar de cuánto querías a Rosie, de lo feliz que estabas de que ella hubiera logrado escapar de esta vida… ¿Qué era todo eso, Imelda? ¿Un montón de mierda? ¿Eh, eso es lo que era?

– No tienes ni idea de lo que estoy hablando. Para ti es fácil venir pavoneándote después de todo este tiempo, Míster Cojonudo, porque podrás desaparecer cuando quieras. Pero yo, yo tengo que vivir aquí. Y mis hijas tienen que vivir aquí.

– ¿Acaso te doy la pinta de estar a punto de desaparecer? Estoy aquí, Imelda, te guste o no. Y no pienso irme a ningún sitio.

– Y tanto que te irás. Largo de mi casa. Coge tus preguntas y métetelas por el culo. Fuera de aquí.

– Dime con quién hablaste y me largaré.

Estuve demasiado cerca. Imelda tenía la espalda apoyada contra los fogones; sus ojos barrieron la estancia en busca de vías de escape. Cuando volvieron a posarse en mí, detecté la chispa mecánica del miedo.

– Imelda -dije, con toda la suavidad de la que fui capaz-. No voy a pegarte. Sólo te estoy formulando una pregunta.

– Vete -me ordenó.

Tenía una de las manos tras la espalda, aferrada a algo. Entonces fue cuando caí en la cuenta de que el miedo no era un reflejo, no era un resquicio de algún capullo que la había maltratado. Imelda tenía miedo de mí.

– ¿Qué demonios crees que voy a hacerte? -le pregunté.

– Ya me han advertido acerca de ti -contestó ella en voz baja.

Antes de darme cuenta siquiera, yo había dado un paso al frente. Cuando vi el cuchillo del pan alzarse y su boca abrirse para gritar, me largué. Me encontraba ya debajo de las escaleras de la entrada cuando ella tuvo tiempo de recobrar la compostura necesaria para perseguirme y empezar a gritarme, para placer de los vecinos:

– ¡Y no te atrevas a regresar por aquí!

Cerró la puerta de su apartamento de un portazo.

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