Capítulo 18

Una parte de mí se habría quedado allí sentado con mi madre toda la eternidad, viéndola recalentar la tetera cada hora y preparando otra tanda de emparedados cuando el hambre apretara. Mi madre no era mala compañía, siempre que mantuviera la boca cerrada, y por primera vez su cocina se me antojó un refugio, al menos en comparación con lo que me aguardaba fuera. En cuanto saliera por esa puerta, lo único que me faltaba por hacer era buscar una prueba sólida. Sin embargo, ésa no sería la parte más dura: suponía que no me llevaría más de veinticuatro horas. Luego sería cuando se desataría la verdadera pesadilla. Una vez tuviera la prueba, debería decidir qué hacer con ella.

Alrededor de las dos, los ruidos procedentes del dormitorio fueron in crescendo: crujidos de muelles del somier, un gruñido para aclararse la garganta y esas arcadas infinitas provocadas por una tos con todo el cuerpo. Pensé que era la señal para largarme de allí, lo cual desató una descarga de complejas preguntas sobre la cena de Navidad por parte de mi madre («Si vienes con Holly, y digo si, ¿ella qué come: carne blanca o carne roja? ¿O no come carne? Porque alguna vez me ha dicho que su madre no le da pavo a menos que sea orgánico…»). Mantuve la cabeza gacha y seguí moviéndome. Al escabullirme por la puerta, mi madre gritó a mi espalda:

– Me alegro de haberte visto. ¡Vuelve pronto!

Detrás de ella, mi padre chilló con voz flemática:

– ¡Josie!

Incluso supe exactamente cómo habría descubierto dónde estaría aquella noche Rosie. La única vía de acceso a esa información había sido Imelda, y sólo se me ocurría un motivo para que mi padre hubiera andado cerca de ella. Siempre había dado por supuesto que cuando desaparecía durante un par o tres de días era bebida lo que buscaba. Ni siquiera después de todo lo que había hecho se me ocurrió jamás que pudiera ponerle los cuernos a mi madre; de haberlo imaginado, habría supuesto que se lo impediría cualquier incapacidad provocada por el alcohol. Mi familia es un baúl lleno de sorpresas.

Imelda pudo explicarle a su madre lo que Rosie le había confesado, ya fuera por complicidad entre mujeres, por buscar afecto o quién sabe por qué, o podría haber insinuado algo cuando mi padre andaba por su casa, quizá sólo una pista para hacerse pasar por más lista que el tipo que se estaba follando a su madre. Pero, tal como ya he aclarado, mi padre no tiene un pelo de tonto. Debió de sumar dos más dos.

En esta ocasión, cuando llamé al interfono de Imelda nadie contestó. Retrocedí unos pasos y observé su ventana: algo se movió tras el visillo. Hice sonar el interfono durante tres minutos seguidos hasta que por fin conseguí que descolgara el auricular.

– ¡¿Qué?!

– Hola, Imelda. Soy Francis. Sorpresa.

– Esfúmate.

– Vamos, Melda, sé buena chica. Tenemos que hablar.

– No tengo nada que hablar contigo.

– Pues qué desgracia. Porque no tengo ningún otro sitio adonde ir, de manera que voy a sentarme a esperarte al otro lado de la calle, en mi coche, el tiempo que haga falta. Es el Mercedes plateado del 1999. Cuando te aburras de este jueguecito, ven a verme, tendremos una charlita y luego te dejaré en paz para el resto de tu vida. Sin embargo, si soy yo quien se aburre primero, empezaré a formular preguntas sobre ti a tus vecinos. ¿Te ha quedado claro?

– Vete al infierno.

Colgó. Imelda era tozuda. Me figuré que tardaría al menos dos horas, quizá tres, en ceder y venir en mi busca. Me dirigí a mi coche, puse un compacto de Otis Redding y abrí la ventana para compartir mi música con los vecinos. Podían pensar que se trataba o bien de un policía o bien de un camello o de un cobrador del frac, pero seguramente ninguna de las tres opciones les pareciera conveniente.

A esas horas, en Hallows Lane reinaba el silencio. Un anciano en un andador y una viejecita que andaba puliendo su plata mantuvieron una larga conversación de desaprobación acerca de mí, y un par de madres buenorras me miraron de reojo al regresar de sus compras. Un tipo con un traje chaqueta resplandeciente y un montón de problemas se pasó cerca de cuarenta minutos frente a la puerta de Imelda, balanceándose adelante y atrás y usando todas las neuronas que le quedaban en el cerebro para gritar «¡Deco!» con todas sus fuerzas en dirección a la ventana superior a intervalos de diez segundos, pero Deco tenía cosas mejores que hacer y finalmente el tipo se largó de allí. En torno a las tres, alguien que no podía ser otra que Shania subió no sin grandes esfuerzos las escaleras frontales y entró en la casa del número diez. Isabelle llegó poco después. Era el vivo retrato de Imelda en los años ochenta, incluso tenía aquel mismo ángulo desafiante en la barbilla y ese caminar cimbreante con largas piernas de folladora; no pude descifrar si me suscitaba pena o me daba esperanzas. Cada vez que las sucias cortinas de encaje se movían, yo saludaba con la mano.

Poco después de las cuatro, cuando empezaba a oscurecer y Genevieve había regresado ya de la escuela y yo había pasado a escuchar James Brown, oí un tamborileo con los dedos en la ventana del copiloto. Era Scorcher.

«Se supone que ni siquiera debo acercarme a nada relacionado con este caso -le había confesado a Imelda-. He arriesgado mi placa por el mero hecho de venir a verte.» No estaba seguro de si despreciarla por chivata o admirarla por sus recursos. Apagué la música y bajé la ventanilla.

– Detective. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Abre la puerta, Frank.

Alcé las cejas, fingiendo sorpresa ante su adusto tono, pero me incliné hacia la puerta y la abrí. Scorcher entró en el coche y la cerró con fuerza.

– Arranca el motor -me ordenó.

– ¿Escapas de algo? Puedes esconderte en el maletero si ése es tu deseo…

– No estoy de humor para bromas. Voy a sacarte de aquí antes de que intimides a esas pobres muchachas más de lo que ya lo has hecho.

– No soy más que un hombre metido en su coche, Scorch. Estoy aquí sentado contemplando con nostalgia mi viejo barrio. ¿Qué tiene eso de intimidatorio?

– Conduce.

– Bien. Conduciré si antes respiras hondo unas cuantas veces. Mi seguro no cubre los ataques de corazón a terceros. ¿Trato hecho?

– No me obligues a detenerte. Solté una carcajada.

– Vaya, Scorchie, eres una joya. Siempre se me olvida por qué me gustas tanto. ¿Qué te parece si nos arrestamos el uno al otro? -Me zambullí entre el tráfico y me dejé llevar por la corriente-. Pero cuéntame… ¿A quién he estado intimidando?

– A Imelda Tierney y a sus hijas, como bien sabes. La señora Tierney dice que entraste a la fuerza en su piso ayer y que tuvo que amenazarte con un cuchillo para que te fueras.

– ¿Imelda? ¿Llamas a Imelda «muchacha»? Madre mía, Scorcher, pero si tiene cuarenta y tantos años. El término políticamente correcto para las mujeres de esa edad hoy en día es «mujer».

– Sus hijas son muchachas. La más pequeña tiene sólo once años. Dicen que has estado sentado aquí toda la tarde haciéndoles gestos obscenos.

– No he tenido el placer de conocerlas. ¿Son muchachas agradables? ¿O se parecen a su madre?

– ¿Qué te dije la última vez que nos vimos? ¿Qué fue lo único que te pedí que hicieras?

– Apartarme de tu camino. Y lo entendí perfectamente, alto y claro. Lo que no acabo de entender es en qué momento te has convertido tú en mi jefe. La última vez que lo comprobé, mi jefe estaba mucho más gordo que tú y ni por asomo era tan guapo.

– No necesito ser tu puñetero jefe para ordenarte que mantengas las narices alejadas de mi caso. Es mi investigación, Frank; son mis órdenes. Y te las has saltado.

– Denúnciame. ¿Necesitas mi número de placa para hacerlo?

– Vaya, Frank, qué divertido. Es hilarante. Sé perfectamente que tú las reglas te las pasas por el forro. Sé que crees que eres inmune. Y quizá tengas razón; no sé cómo funcionan las cosas en la Secreta. -A Scorcher no le sentaba bien la indignación: le duplicaba el tamaño de su ya de por sí ancha barbilla y hacía que se le marcara peligrosamente una vena en la frente-. Pero quizá deberías recordar que me he estado esforzando cuanto he podido por hacerte un favor con este caso, por todos los diablos. Me he apartado kilómetros de mi trabajo por ti. Y, llegados a este punto, la verdad es que no entiendo por qué me he molestado tanto. Si sigues fastidiándome a cada oportunidad que se te presente, puede ser que cambie de proceder.

Me contuve de frenar en seco y estamparle la cabeza contra el parabrisas.

– ¿Favor? ¿Te refieres a decir que la muerte de Kevin fue accidental?

– No solamente a decirlo. Así constará en el certificado de defunción.

– Ostras, déjame que te felicite. ¡Guau! Estoy desbordado de gratitud, Scorch. De verdad te lo digo.

– Esto no va sólo de ti, Frank. Es posible que te importe un bledo si la muerte de tu hermano queda registrada como accidente o como suicidio, pero apuesto a que a tu familia sí le importa.

– Ah, no, no, no. Ni se te ocurra seguir por ese camino… Por lo que respecta a mi familia, no tienes ni la más remota idea de a qué te enfrentas, amiguito. Porque, aunque te sorprenda, tú no eres el dueño de su universo: mi familia creerá exactamente lo que le apetezca creer, al margen de lo que ni tú ni Cooper indiquéis en el certificado de defunción. Mi madre, por ejemplo, me ha pedido que te informe de que, y no hablo en broma, fue un accidente de tráfico. Y además, si toda mi familia ardiera en un incendio, te aseguro que no echaría sobre ellos ni una meada para extinguir el fuego. Me da absolutamente igual lo que piensen que le ocurrió a Kevin.

– ¿Un suicida puede enterrarse en tierra consagrada hoy en día? ¿Qué dice el cura en una homilía por un suicida? ¿Qué piensa el resto del vecindario de tu hermano? ¿Y cómo afecta eso a todas las personas que han quedado atrás? No te mientas, Frank: no eres inmune a todo eso.

Empezaba a sacarme de mis casillas. Aparqué en un angosto callejón sin salida entre dos edificios de pisos, marcha atrás, para poder salir de allí a toda prisa si acababa empujando a Scorcher fuera del coche y apagué el motor. Entre nosotros, algún arquitecto se había puesto meloso pintando los balcones de azul, pero el efecto mediterráneo quedaba socavado por el hecho de que sobresalían de una pared de ladrillo y ofrecían vistas a un montón de contenedores de basura.

– ¿Y cómo queda la cosa? -pregunté-. El caso de Kevin se cierra bajo el epígrafe de «accidente», todo muy pulidito. Pero déjame preguntarte algo. ¿Cómo vas a clasificar la muerte de Rosie?

– Como asesinato. Evidentemente.

– Evidentemente. ¿Y quién es el asesino? ¿Alguien conocido o desconocido? ¿Una o varias personas?

Scorcher guardó silencio.

– ¿Kevin? -pregunté yo.

– Bueno. Es un poco más complicado que eso.

– ¿Cuan complicado puede ser?

– Si el sospechoso también está muerto, podemos guardar discreción. Es una línea muy delgada. Por un lado, no podemos efectuar ningún arresto, de manera que los mandamases no están especialmente emocionados ante la idea de asignar recursos a este caso. Por otro lado…

– Por otro lado está el omnipotente porcentaje de resolución de casos.

– Búrlate cuanto quieras. Pero estas cosas importan. ¿Crees que podría haberle dedicado a tu novia tantos recursos humanos si mi tasa de resolución de casos fuera una birria? Es un ciclo: cuanto más saco de este caso más puedo dedicar al siguiente. Lo siento, Frank, pero no voy a poner en peligro las posibilidades de hacer justicia a la siguiente víctima ni mi reputación por el mero hecho de no afectar a tus sentimientos.

– Tradúcemelo, Scorch. ¿Qué tienes previsto hacer con el caso de Rosie?

– Tengo previsto hacer lo correcto. Continuar recopilando pruebas y declaraciones de testigos el próximo par de días. Si transcurrido ese tiempo no aparece nada inesperado… -Se encogió de hombros-. He trabajado en un par de casos similares antes. Normalmente intentamos manejar la situación con el máximo de tacto posible. El expediente se envía a la Fiscalía General del Estado, pero sin levantar ruido; se decreta secreto de sumario, sobre todo si no hablamos de un homicida reincidente. Preferimos no demoler la reputación de nadie si no está entre los vivos para defenderse. Si el fiscal general aprueba el caso, hablamos con la familia de la víctima, le aclaramos que aún no hay nada definitivo, pero que al menos tenemos un sospechoso, y fin de la historia. Ellos siguen adelante con sus vidas, la familia del homicida consigue vivir en paz y tranquilidad y nosotros clasificamos el expediente como caso cerrado. Ese es el procedimiento habitual.

– ¿Por qué tengo la sensación de que intentas amenazarme? -pregunté.

– Venga ya, Frank. Ésa es una forma muy dramática de expresarlo.

– ¿Cómo lo expresarías tú?

– Yo diría que te estoy advirtiendo. Y que no me lo estás poniendo fácil.

– ¿Advertirme de qué exactamente?

Scorcher suspiró.

– Si me veo en la obligación de ahondar en la investigación para determinar la causa de la muerte de Kevin -empezó a responder-, lo haré. Y apuesto lo que sea a que la prensa se nos echará encima como buitres carroñeros. Al margen de lo que tú opines sobre el tema del suicidio, ambos sabemos que hay uno o dos diarios a los que no hay nada que les deleite más que un policía en apuros. Y supongo que eres capaz de imaginar cómo, en las manos equivocadas, esta historia podría convertirte en un policía metido en apuros hasta las cejas.

– Perdona, pero sigue sonándome a amenaza.

– Creo haber dejado bien claro que preferiría no adentrarme por esa senda. Aunque si es el único modo de que dejes de hacer de detective intrépido… Únicamente pretendo llamarte la atención, Frank. Y no he tenido demasiada suerte por otros medios.

– Intenta recordar, Scorcher. ¿Qué fue lo único que yo te dije a ti la última vez que nos vimos?

– Que tu hermano no era ningún asesino.

– Exacto. ¿Y cuánta atención prestaste a lo que te dije?

Scorcher bajó la visera antideslumbrante y comprobó en el espejo un corte que se había hecho al afeitarse, inclinó la cabeza hacia atrás y se recorrió la mandíbula con el pulgar.

– En cierto modo -contestó-, supongo que debo agradecerte algo. Tengo que admitir que no estoy seguro de si habría encontrado a Imelda Tierney de no haberme conducido tú hasta ella. Y está demostrando ser de suma utilidad.

La muy zorra…

– Me apuesto un brazo a que sí. Es muy complaciente. Ya me entiendes…

– Ah, no. No lo hace por tenerme contento. Lo que sucede es que las pruebas que nos ha aportado son coherentes.

Dejó la frase suspendida en el aire. La diminuta sonrisita que fue incapaz de contener me ofreció una idea general, pero le seguí la corriente de todos modos.

– Adelante. Sorpréndeme. ¿Qué sabe?

Scorch frunció los labios, fingiendo pensar en ello.

– Podría acabar ejerciendo de testigo, Frank. Todo depende. No puedo revelarte cuáles son las pruebas que nos ha aportado si vas a hostigarla para que modifique su declaración. Ambos sabemos las nefastas consecuencias que eso podría acarrear, ¿no es cierto?

Me tomé mi tiempo. Lo miré fría y largamente hasta que bajó la vista. Luego recosté la cabeza en el reposacabezas y me froté el rostro con las manos.

– ¿Quieres saber algo, Scorch? Ésta ha sido la semana más larga de mi vida.

– Ya lo sé, amigo. Te lo noto en la cara. Pero, por el bien de todo el mundo, vas a tener que encontrar algo más productivo en lo que canalizar toda esa energía.

– Tienes razón. Para empezar, no debería haber acudido en busca de Imelda: estaba fuera de lugar. Sencillamente me figuré que… ella y Rosie eran íntimas amigas, ¿sabes? Creí que si alguien sabía algo…

– Deberías haberme facilitado su nombre. Y yo habría hablado con ella. Habríamos obtenido los mismos resultados y sin necesidad de armar todo este follón.

– Sí. Tienes razón. Como siempre. Sólo que… sólo que es difícil no preocuparse cuando no hay nada definitivo en ningún sentido, ¿sabes? Soy de los que les gusta saber qué pasa.

Scorch contestó con acritud:

– La última vez que hablamos sonabas bastante seguro de saber qué estaba pasando.

– Lo estaba. Estaba completamente convencido.

– ¿Y qué ha cambiado…?

– Estoy cansado, Scorch -contesté-. En esta última semana he tenido que encajar la muerte de una ex novia y la de mi hermano pequeño, y tragar con una dosis venenosa de mis padres, y la verdad es que me ha dejado para el arrastre. Quizá fuera eso lo que me indujo a pensar que sabía cómo habían sucedido los acontecimientos. Pero ahora ya no estoy tan seguro. A decir verdad, no estoy nada seguro.

Por los abultados ojos en el rostro de Scorcher intuí que estaba a punto de iluminarme, cosa que seguramente lo pondría de mucho mejor humor.

– Antes o después, Frank -observó-, a todos nos dan una buena patada en las certezas. Así es la vida. El truco consiste en convertir esa patada en un escalón hacia el siguiente nivel de certidumbre. ¿Me sigues?

En esta ocasión me tragué mi guarnición de ensalada sazonada de metáforas como un buen chico.

– Sí, claro que sí. Me cuesta horrores admitirlo, sobre todo ante ti, pero necesito una mano para ascender a ese siguiente nivel. Hablo en serio, compañero. Líbrame de este sufrimiento: ¿qué te ha explicado Imelda?

– ¿Me prometes que no la acosarás más si te lo cuento?

– Por lo que a mí concierne, puedo darme por satisfecho si no vuelvo a ver a Imelda Tierney durante el resto de mi vida.

– Necesito que me des tu palabra, Frank. Nada de artimañas.

– Te doy mi palabra de que no volveré a acercarme a Imelda. Ni por lo de Kevin, ni por lo de Rosie ni por nada del mundo, jamás.

– Bajo cualquier circunstancia.

– Bajo cualquier circunstancia.

– Créeme. No tengo ninguna intención de complicarte la vida. Y no lo haré a menos que tú compliques la mía. No me pongas a prueba.

– No lo haré.

Scorcher se alisó el cabello y cerró la visera antideslumbrante.

– En cierto sentido -anotó-, atinaste al ir en busca de Imelda. Quizá tu técnica sea una birria, amigo mío, pero el instinto no te falla.

– Ella sabía algo.

– Sabía mucho. Tengo una pequeña sorpresa para ti, viejo amigo. Sé que creías que tú y Rose Daly manteníais vuestra relación en el máximo de los secretos, pero, por lo que me ha demostrado la experiencia, cuando una mujer dice que no le dirá nada a nadie, lo que quiere decir es que sólo se lo explicará a sus dos mejores amigas. Imelda Tierney estuvo siempre al corriente… de la relación, de los planes para escapar juntos, de todo.

– Dios -exclamé. Sacudí la cabeza, solté una semicarcajada con cara de bochorno y dejé que Scorcher se hinchiera de satisfacción-. Bueno. Ella… ¡Vaya! No me lo esperaba.

– No eras más que un chaval. Entonces no conocías las reglas del juego.

– Aun así, me cuesta creer que alguna vez fuera tan ingenuo.

– Pues deja que te cuente algo más que quizá se te haya escapado: Imelda asegura que Kevin estaba locamente enamorado de Rose en aquella época. Tienes que admitir que encaja con lo que tú mismo me dijiste: que era la guapa del barrio, la chica a la que todos los chicos perseguían.

– Sí, claro. Pero ¿Kevin? Sólo tenía quince años.

– Es edad más que suficiente para que las hormonas se te revolucionen y pierdas la cabeza. Y para apañártelas para entrar en clubes donde no deberías ir. Una noche Imelda estaba en el Bruxelles y Kevin se le acercó y se ofreció a invitarla a una copa. Se pusieron a hablar y él le preguntó, le suplicó, que intercediera por él ante Rose. Imelda estalló en carcajadas, pero Kevin pareció dolido de veras, de manera que dejó de reír y le aseguró que no era nada personal, pero que Rose ya tenía novio. Imelda no tenía previsto explicarle nada más, pero Kevin no dejaba de darle la lata preguntándole quién era el chico y de pagarle copas…

Scorch se esforzaba por mantener una expresión grave, pero se lo estaba pasando de lo lindo. Bajo la superficie, seguía siendo el mismo adolescente apestoso a desodorante que lanzaba su derecha y farfullaba entre dientes: «¡Ahí te he dado!».

– Al final -continuó- se lo soltó todo. No vio ningún mal en ello: le parecía un muchacho encantador y, además, imaginó que se retiraría una vez averiguara que su rival era su propio hermano. Kevin perdió la cabeza: empezó a gritar, a dar puntapiés en las paredes, a lanzar vasos… Los porteros tuvieron que echarlo a la fuerza de la discoteca.

El personaje del que hablábamos estaba a años luz (cuando Kevin perdía el temperamento, lo peor que hacía era enfurruñarse y salir airado de la estancia), pero, aparte de eso, todo encajaba a la perfección. Cada vez estaba más impresionado con Imelda. Estaba muy ducha en el sistema de trueque: desde antes de llamar a Scorcher sabía que para que viniera a echar a ese tipejo desagradable de su calle tenía que ofrecerle algo a cambio. Probablemente había efectuado una tanda de llamadas a viejos amigos para descubrir exactamente qué podía ser. Los tipos de Homicidios obviamente habían dejado claro, al realizar sus interrogatorios puerta por puerta, que les interesaba encontrar un vínculo entre Kevin y Rosie; y Faithful Place no habría tenido ningún problema en rellenar los huecos. Supongo que debería considerarme afortunado porque Imelda hubiera sido lo bastante astuta como para hacer sus indagaciones, en lugar de perder los estribos y colocarme en la línea de fuego.

– ¡Jesús! -exclamé. Apoyé los brazos en el volante y me dejé caer sobre ellos, con la vista clavada al otro lado del parabrisas, en el tráfico que avanzaba lentamente por delante de la boca del callejón-. Madre mía. No tenía ni idea. ¿Cuándo ocurrió eso?

– Un par de semanas antes de que Rose muriera -aclaró Scorcher-. Imelda se siente bastante culpable por todo ahora que sabe cómo acabó el episodio. Eso es lo que la ha impulsado a declarar finalmente. Voy a tomarle declaración oficial en cuanto tú y yo acabemos con esto.

Y tan culpable que debía sentirse…

– Bien -dije al fin-. Supongo que sirve como prueba, sí.

– Lo lamento, Frank.

– Lo sé. Gracias.

– Sé que no es lo que esperabas oír…

– No te quepa la menor duda.

– … pero, como tú mismo dijiste, cualquier certeza ayuda. Aunque ahora no sea lo que opinas. Al menos eso le pone el broche al caso. Con el tiempo acabarás por integrar toda esta información a tu percepción del mundo.

– Scorcher -expuse-, permíteme preguntarte algo: ¿vas al loquero?

Consiguió poner cara de vergüenza, superioridad moral y beligerancia al mismo tiempo.

– Sí. ¿Por qué? ¿Necesitas que te recomiende alguno?

– No, gracias. Sólo me lo preguntaba.

– Es bastante bueno. Me ha ayudado a descubrir un montón de cosas interesantes. Cómo sincronizar mi realidad exterior con mi mundo interior y esa clase de cosas.

– Suena muy motivador.

– Lo es. Creo que podría serte de mucha ayuda.

– Yo estoy chapado a la antigua. Aún sigo creyendo que el mundo interior debería sincronizarse con la realidad exterior. Pero tendré presente tu oferta.

– Hazlo. -Scorcher le dio una palmada viril al salpicadero de mi coche, como si fuera un caballo que hubiera aprendido la lección-. Me alegro de haber hablado contigo, Frank. Ahora debo regresar al yugo, pero llámame si necesitas charlar, ¿de acuerdo?

– Lo haré. Supongo que lo que de verdad necesito es pasar tiempo a solas para asimilar todo esto. Tengo mucho que interiorizar.

Scorch hizo un ademán grave de asentimiento con la cabeza y las cejas que probablemente hubiera copiado a su loquero.

– ¿Quieres que te acerque a la comisaría? -le pregunté.

– No, gracias. El paseo me sentará bien; no quiero engordar. -Se dio unas palmaditas en la barriga-. Cuídate, Frank. Estaremos en contacto.

El callejón era tan estrecho que sólo pudo abrir la puerta unos quince centímetros y tuvo que retorcerse para poder salir, lo cual recortó la magnitud de su triunfo, si bien recuperó su halo triunfante en cuanto echó a caminar con ese andar de policía de Homicidios. Lo observé deslizarse entre la cansada y apresurada muchedumbre, un hombre con un maletín y un objetivo, y recordé aquel día hacía unos años en que nos habíamos tropezado casualmente en la calle y descubrimos que ambos nos habíamos afiliado al club de los divorciados. El homenaje a base de alcohol que nos dimos se había prolongado en torno a catorce horas y había concluido fumando un porro y hablando sobre ovnis en el Bray, donde Scorch y yo intentamos persuadir a dos encantadoras hembras con el cerebro idiotizado de que unos millonarios rusos habían venido al país con una oferta para comprar el castillo de Dublín, pero se nos escapaba la risa todo el rato como a un par de chiquillos. Decidí que durante los últimos veinte años Scorcher me había caído medianamente bien, y pensé también que lo iba a añorar.


La gente tiene la mala costumbre de infravalorarme, y a mí me encanta, pero me sorprendió que Imelda lo hiciera: no parecía la clase de persona que pasa por alto el lado menos dúctil de la naturaleza humana. En su lugar, yo me habría asegurado de pegarme como una lapa a un tipo desagradable con un arma, de la forma que fuera, durante al menos unos días, pero el jueves por la mañana el hogar de las Tierney parecía haber recobrado la normalidad. Genevieve salió arrastrándose hacia la escuela mordisqueando un KitKat, Imelda puso rumbo a New Street y regresó cargada con dos bolsas de plástico e Isabelle salió visiblemente ofendida hacia un lugar que requería llevar el cabello recogido en una coleta y una camisa blanca impoluta; no había rastro alguno de ningún guardaespaldas, ni armado ni sin armar. Esta vez nadie me vio mirar.

Alrededor de las doce, del mediodía, un par de adolescentes con sendos bebés llamaron al interfono; Shania salió a su encuentro y se dirigieron todas a pie a mirar escaparates, a hurtar en tiendas o a lo que sea que hicieran juntas. Una vez estuve seguro de que no iba a regresar porque se había olvidado el tabaco, forcé la cerradura de la puerta principal y subí al piso de Imelda.

Estaba viendo algún programa de tertulias con el volumen a todo trapo; invitados aullándose entre sí y el público clamando sangre. La puerta estaba forrada de cerraduras, pero cuando asomé el ojo por la rendija comprobé que sólo había una echada. Me llevó unos diez segundos forzarla. La televisión camufló el sonido de la puerta al abrirse.

Imelda estaba sentada en el sofá envolviendo regalos de Navidad, lo cual habría constituido una imagen adorable de no haber sido por la bazofia televisiva y por el hecho de que la mayoría de esos regalos fueran prendas Burberry falsas. Yo había cerrado ya la puerta y me acercaba hacia ella por la espalda cuando algo (mi sombra, una tabla del suelo) la hizo volver la vista. Tomó aire para gritar, pero antes de que pudiera empezar a hacerlo yo le había tapado la boca con una mano y le sostenía las muñecas con el otro antebrazo sobre el regazo. Me acomodé en el brazo del sofá y le susurré al oído:

– Imelda, Imelda, Imelda… Y pensar que me habías jurado que no eras una delatora… Estoy terriblemente decepcionado contigo.

Me clavó un codazo en la barriga y, cuando la agarré con más fuerza, intentó morderme la mano. La reduje de manera aún más contundente, echándole la cabeza hacia atrás, hasta que el cuello se le arqueó y noté cómo se le aplastaban los dientes contra el labio.

– Cuando aparte la mano, quiero que pienses en dos cosas. La primera es que yo estoy mucho más cerca que ninguna otra persona. La segunda es lo que pensaría Deco, el vecino de arriba, si supiera que hay un soplón en su edificio, porque le sería muy, muy sencillo averiguar de quién se trata. ¿Crees que te lo cobraría personalmente a ti o pensaría que Isabelle es más suculenta? ¿O quizá Genevieve? Dímelo tú, Imelda. Yo desconozco su gusto.

Se le incendiaron los ojos de pura rabia, como a un animal atrapado. Si hubiera podido arrancarme el pescuezo de un mordisco, lo habría hecho.

– Entonces ¿qué? ¿Vas a gritar?

Al cabo de un momento sus músculos empezaron a relajarse lentamente y negó con la cabeza. La solté, tiré al suelo un puñado de Burberrys que había en un sillón y me acomodé.

– Vaya -exclamé-. ¡Qué escena más hogareña!

Imelda se frotó suavemente la mandíbula.

– Capullo -dijo.

– No me has dejado otra alternativa, guapa. Te brindé dos oportunidades distintas para que hablaras conmigo como una persona civilizada, pero no: tú has querido que fuera de este modo.

– Mi hombre regresará a casa en cualquier momento. Es guarda de seguridad. Si yo fuera tú, no me gustaría verme metido en un jaleo con él.

– Es curioso, porque anoche no estaba en casa y no hay nada en este salón que apunte a que exista. -Aparté los Burberry de una patada para poder estirar las piernas-. ¿Por qué mentirías acerca de algo así, Imelda? No me digas que me tienes miedo…

Se estaba hundiendo en su rincón del sofá, con las piernas y los brazos cruzados y tensos, pero mi comentario la sacó de sus casillas.

– Eso querrías tú, Francis Mackey. Me las he visto con otros mucho más duros que tú.

– Estoy seguro de que es cierto. Y, si no has sabido hacerlo tú sólita, seguro que habrás acudido corriendo a alguien para que te ayude. Fuiste a echar pestes de mí a Scorcher Kennedy… Calla, cierra la maldita boca, y no intentes negármelo. No me hizo ninguna gracia que lo hicieras. Pero lo solventé sin complicaciones. Ahora, lo único que tienes que hacer es decirme a quién le fuiste explicando lo de Rosie conmigo, y, ¡bingo!, todo estará perdonado.

Imelda se encogió de hombros. De fondo, los babuinos de la tele seguían dándose porrazos con las sillas del plató; me incliné hacia delante, sin apartar la vista de Imelda, por si acaso, y desenchufé el aparato dándole un tirón al cable.

– No te he oído-le expliqué.

Otro encogimiento de hombros.

– Creo que he sido más que paciente. Pero ¿ves esto? ¿Ves lo que ha pasado? Pues es el último resquicio de mi paciencia, guapita de cara. Míralo muy detenidamente. Porque es infinitamente mejor que lo que viene a continuación.

– ¿Y qué?

– Que creía que te habían advertido acerca de mí.

Percibí el destello de terror cruzarle el rostro.

– Ya sé lo que van diciendo por ahí. ¿A quién crees tú que asesiné, Imelda? ¿A Rosie o a Kevin? ¿O a ambos?

– Yo nunca he dicho…

– Mira, yo apuesto a que crees que fue a Kevin. ¿Me equivoco? Creí que él había matado a Rosie, así que lo arrojé por esa ventana. ¿Es eso lo que has imaginado?

Imelda tenía el suficiente sentido común como para no contestar.

Mi voz se elevaba a cada instante, pero me importaba un pimiento que Deco y sus coleguitas drogadictos me oyeran. Llevaba toda la semana esperando a dar por fin con una oportunidad para perder los estribos.

– Respóndeme a algo: ¿es que eres tan tonta, tan increíblemente estúpida como para andarte con jueguecitos con alguien que le haría algo así a su propio hermano? No estoy de humor para que me fastidien, Imelda, y ayer te pasaste toda la tarde jodiéndome. ¿Crees que fue buena idea?

– Sólo quería…

– Y aquí estás, jodiéndome otra vez. ¿De verdad intentas deliberadamente forzarme? ¿Acaso pretendes que estalle? ¿Es eso lo que quieres?

– No…

Me había puesto en pie y tenía las manos agarradas como zarpas al respaldo del sofá, una a cada lado de su cabeza y el rostro tan cerca del de ella que podía oler las patatas fritas con aroma a queso y cebolla en su aliento.

– Permíteme que te explique algo, Imelda. Utilizaré un vocabulario sencillo para que lo entienda esa cabeza de zoquete que tienes. Juro por Dios que en los próximos diez minutos vas a responder a mi pregunta. Sé que preferirías mantenerte fiel a la historia que le contaste a Kennedy, pero te digo de antemano que desestimes esa opción. Tu única alternativa es decidir si quieres responder con unas cuantas hostias de por medio o sin ellas.

Intentó agachar la cabeza para apartarla de la mía, pero la tenía cogida con una mano de la barbilla y la obligaba a mirarme.

– Y antes de decidirlo, piensa bien en esto: ¿cuánto me costaría perder la cabeza y retorcerte el pescuezo como a una gallina? Por aquí ya todo el mundo cree que soy poco menos que Hannibal Lecter. ¿Qué más podría perder? -Quizá ya estuviera dispuesta a hablar, pero no le brindé esa oportunidad-. Tu amigo el detective Kennedy quizá no sea el mayor de mis fans, pero es policía, como yo. Si apareces molida a palos o, Dios no lo quiera, más muerta que viva, ¿no crees que intentará proteger a los suyos? ¿En serio crees que se preocuparía más por una golfa tonta de atar por cuya vida nadie daría un duro en este mundo? Te dejaría tirada en menos que canta un gallo, Imelda, porque no eres más que una mierda.

Conocía la expresión de su rostro, la mandíbula flácida, los ojos negros y ciegos demasiado abiertos para pestañear. La había visto en mi madre cientos de veces, en el mismísimo instante en que sabía que la iban a pegar. Pero no me importaba. Pensar en cuánto me habría gustado romperle el pescuezo a Imelda con un solo movimiento de la muñeca casi me provocó arcadas.

– No te importó abrir tu sucia bocaza para responder a todo el mundo. Y ahora te aseguro por mi vida que vas a abrirla para contestarme a mí. ¿A quién le hablaste de Rosie y de mí? ¿A quién, Imelda? ¿A la puta de tu madre? ¿A quién coño le dijiste…?

Casi podía oírla soltándome como un gran escupitajo viscoso de veneno: «Al borracho de tu padre, al asqueroso chuloputas de tu padre», y estaba listo para eso, preparado para encajar el golpe cuando abrió su ancha y roja boca y casi me aulló en la cara:

– ¡Se lo dije a tu hermano!

– ¡Y un cuerno, puta mentirosa! Esa es la bazofia que le vendiste a Scorcher Kennedy y él se la tragó. ¿Acaso te parezco tonto, eh? ¡Dime!

– A Kevin no, imbécil, ¿qué iba a andar haciendo yo con Kevin? A Shay. Se lo dije a Shay.

Se hizo el silencio en aquel salón, un silencio colosal y perfecto como un alud de nieve, como si no hubiera un solo ruido en todo el mundo. Transcurrido lo que pudo ser un largo rato caí en la cuenta de que estaba sentado en el sillón de nuevo y completamente entumecido, como si la sangre hubiera dejado de circularme por el cuerpo. Y un rato después me di cuenta de que alguien en el piso de arriba había encendido la lavadora. Imelda se había achicado entre los cojines del sofá. El terror que reflejaba su rostro me reveló cuál debía de ser mi expresión.

– ¿Qué le dijiste? -pregunté.

– Francis… Lo siento, de verdad. No pensé…

– ¿Qué le dijiste, Imelda?

– Sólo que… tú y Rosie… teníais pensado fugaros.

– ¿Cuándo se lo dijiste?

– El sábado por la noche, en el pub. La víspera de que os marcharais. Pensé que a aquellas alturas ya no haría ningún daño, era demasiado tarde para que nadie intentara deteneros…

Tres muchachas apoyadas en la verja, repeinándose sus melenas, brillantes y agitadas cual potrancas salvajes, inquietas ante el abismo de la noche en la noche en la que todo podía suceder.

Y al parecer casi todo había sucedido.

– Si me das otra puñetera excusa de mierda -la advertí-, voy a atravesar ese televisor robado de una patada.

Imelda se calló.

– ¿Le dijiste adonde íbamos a ir?

Un rápido asentimiento con la cabeza.

– ¿Y dónde habías dejado la maleta?

– Sí. No en qué habitación… sólo le dije que estaba en el número dieciséis.

La sucia luz invernal blanca que se filtraba a través de los visillos se ensañaba con ella. Encogida en una esquina del sofá, en aquel salón sobrecalentado que apestaba a grasa, a cigarrillos y a basura, parecía un saco de huesos recubierto de piel grisácea. No fui capaz de imaginar nada que aquella mujer pudiera haber querido que hubiera merecido todo lo que había echado a perder.

– ¿Por qué, Imelda? ¿Por qué demonios se lo explicaste?

Un gesto de indiferencia. Y entonces la respuesta se abalanzó sobre mí como una lenta ola al ver la trémula mancha roja salpicarle las mejillas…

– Tiene que ser una broma… -comenté-. ¿Estabas enamorada de Shay?

Otro encogimiento de hombros, más fuerte y espinoso esta vez. Aquellas muchachas vestidas de alegres colores gritando y pegándose en broma: «Mandy me ha pedido que te pregunte si a tu hermano le gusta ir al cine y no mirar la película».

– Siempre creí que era a Mandy a quien le gustaba.

– A ella también. A todas. A Rosie no, pero a muchas de nosotras sí. Shay tenía donde escoger.

– ¿Y vendiste a Rosie para atraer su atención? ¿Es eso lo que tenías en mente cuando me aseguraste que la querías?

– Eso no es justo. Yo nunca quise que…

Arrojé el cenicero contra el televisor. Era pesado y lo lancé con tal ímpetu que reventó la pantalla en mil pedazos con un crujido impresionante y una explosión de cenizas, colillas y añicos de vidrio. Imelda exhaló algo a medio camino entre un grito ahogado y un aullido y se apartó de mí arrastrándose, protegiéndose el rostro con el brazo. Motas de ceniza llenaron el aire, descendieron en espiral y se aposentaron en la alfombra, la mesilla de café y el pantalón de chándal de Imelda.

– ¿Y bien? -pregunté-. ¿Qué te había advertido?

Sacudió la cabeza. Tenía una mano presionada con fuerza contra la boca: alguien la había enseñado a no gritar.

Aparté las resplandecientes pintitas de vidrio y encontré los cigarrillos de Imelda en la mesilla de café, bajo una bola de cinta verde.

– Vas a decirme lo que le explicaste, palabra por palabra, con toda la precisión con que seas capaz de recordar. No te dejes nada. Si no recuerdas algo seguro, dilo; no la jodas. ¿Está claro?

Imelda asintió, con fuerza, sin destaparse la boca. Encendí un cigarrillo y me recosté en el sillón.

– Bien -dije-. Adelante, habla.

Podría haberlo contado yo mismo. El pub estaba cerca de la calle Wexford, Imelda no recordaba el nombre.

– Teníamos previsto salir a bailar, Mandy, Rosie y yo, pero Rosie tenía que regresar a casa pronto (su padre estaba en pie de guerra), así que no quería pagar la entrada a la discoteca. Entonces decidimos ir a tomar unas cervezas antes…

Imelda había ido a la barra a buscar su ronda cuando detectó a Shay. Empezó a charlar con él; me la imaginaba toqueteándose el pelo, sacando una cadera, calentándolo. Shay había empezado a flirtear con ella automáticamente, pero a él le gustaban más guapas, más refinadas y mucho menos bocazas, y cuando le sirvieron las cervezas que había pedido las cogió y dio media vuelta para regresar junto con sus amigos a su rincón. Ella simplemente intenta atraer su atención.

– ¿Qué ocurre, Shay? ¿Acaso te gustan los hombres, como dice Francis?

– Mira quién habla -había replicado Shay-. ¿Cuándo fue la última vez que ese gilipollas tuvo una novia? -había preguntado y había echado a andar.

Pero Imelda lo cortó con un:

– Que tú sepas…

Se detuvo en seco.

– ¿Cómo?

– Tus amigos aguardan sus cervezas. No los hagas esperar.

– Ahora mismo regreso. Espérame aquí.

– Ya veremos…

Y por supuesto que lo había esperado. Rosie se había reído de ella cuando les había llevado las bebidas apresuradamente a la mesa y Mandy fingió estar indignada («Me estás robando el novio»), pero Imelda les enseñó el dedo y regresó corriendo a la barra a tiempo para acomodarse allí, con tranquilidad, beberse su cerveza a sorbitos y desabrocharse un botón de la camisa antes de que Shay regresara. El corazón le latía a mil por hora. Shay nunca había vuelto la vista para mirarla antes de aquel día.

Él inclinó la cabeza hacia ella y la miró con aquellos intensos ojos azules que nunca le fallaban, se sentó en un taburete y deslizó una de sus rodillas entre las de ella, la invitó a la siguiente copa y le recorrió los nudillos con un dedo cuando se la acercó. Imelda estiró la historia tanto como pudo para retenerlo junto a ella, pero al final le desembuchó todo el plan allí mismo, en la barra: le contó lo de la maleta, el punto de encuentro, el ferry, la habitación amueblada en Londres, los empleos en la industria de la música, la boda íntima; todos y cada uno de los secretos que Rosie y yo habíamos pasado meses construyendo, fragmento a fragmento, y manteniéndolos en secreto, como tesoros, protegiéndolos con nuestra vida. Imelda se sentía una basura por traicionar a su amiga; ni siquiera se atrevía a ponerse de pie para mirar hacia donde Rosie estaba hablando y riendo a carcajadas con Mandy. Veintidós años después, seguía ruborizándose cuando hablaba de ello. Pero lo había hecho.

Era una historia tan patética, una nadería de tal calibre, el tipo de cosa por el que las chicas se pelean y de la que se olvidan al día siguiente. Y, sin embargo, nos había conducido hasta aquella semana y hasta aquella sala de estar.

– Y sólo por preguntar -añadí-: ¿Te echó Shay un polvo rápido al menos después de todo?

Imelda no me miraba, pero el rojo de sus mejillas se encendió aún más.

– Ah, bueno. Detestaría pensar que te metiste en el embrollo de traicionarnos a Rosie y a mí en vano. Así por lo menos, ya ves, dos personas han acabado muertas y un puñado de vidas han acabado hechas pedazos, pero, eh, al menos tú te tiraste a quien querías.

Con un fino hilillo de voz preguntó:

– ¿Quieres decir… que a Rosie la asesinaron por lo que le conté a Shay?

– ¡Vaya! ¡Eres un genio, Imelda!

– Francis. ¿La…? -Le temblaba todo el cuerpo, como a un caballo asustado-. ¿Fue Shay quien…?

– ¿He dicho yo tal cosa?

Negó con la cabeza.

– Bien visto. Préstame mucha atención, Imelda: si vas por ahí cotilleando lo que acabamos de hablar, si se lo cuentas ni que sea a una persona, te arrepentirás el resto de tu vida. Ya has conseguido arruinar la reputación de uno de mis hermanos; no pienso tolerar que lo hagas también con el otro.

– No le diré nada a nadie. Te lo juro, Francis.

– Eso incluye a tus hijas. Por si lo de ser un chivato viene de familia. -Se estremeció-. Tú nunca hablaste con Shay y yo nunca he estado aquí. ¿Entendido?

– Sí. Francis… Lo siento. Dios, lo lamento muchísimo. Jamás pensé…

– Mira lo que has hecho -la corté. Fue lo único que me salía de la boca-. Por el amor de Dios, Imelda. Mira lo que has hecho.

Y la dejé allí, con la vista perdida en la ceniza, en los añicos de cristal y en el vacío.

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