Capítulo 16

Continué caminando unas cuantas horas más. A medio recorrido atajé por la calle Smith, tras dejar atrás la entrada a Faithful Place, resiguiendo el camino que Kevin pensaba hacer tras acompañar a Jackie a su coche el domingo por la noche. Durante gran parte del trayecto tuve una visión nítida de las ventanas traseras superiores del número dieciséis, desde donde Kevin se había precipitado al vacío, y atisbaba por encima de las tapias las del primer piso; una vez hube rebasado la casa, si volvía la vista, podía ver toda la fachada del edificio al atravesar el extremo opuesto de la calle. La luz de las farolas habría permitido verme llegar a quienquiera que esperara dentro de la casa; por otro lado, también imprimía a las ventanas un color naranja ahumado liso, así que, de haber habido alguna linterna encendida o haberse desarrollado alguna clase de acción en el interior, habría sido imposible de apreciar. Y si alguien hubiera querido asomarse por la ventana y llamarme, habría tenido que hacerlo en un volumen demasiado alto como para arriesgarse a que todo Faithful Place lo oyera. En consecuencia, Kevin no se había adentrado en esa casa porque algo reluciente le llamara la atención. Tenía una cita.

Al llegar a Portobello encontré un banco junto al canal y me senté el rato suficiente como para revisar íntegramente el informe forense. El joven Stephen tenía un don para sintetizar: no había sorpresas, a menos que contáramos con un par de fotografías para las que, siendo honestos, debería haber estado preparado. Kevin había sido un hombre sano; a juicio de Cooper, habría muerto de viejo si se hubiera mantenido alejado de los edificios altos. La causa de la muerte aparecía listada como «indeterminada». Cuando Cooper se vuelve una persona con tacto sólo puede significar que estás de mierda hasta el cuello.

Me encaminé de regreso a Liberties, pasando por Copper Lane un par de veces para comprobar si había puntos de apoyo. En cuanto dieron las ocho y media y todo el mundo se hallaba ya recogido en sus hogares, cenando o viendo la tele o metiendo a los críos en la cama, salté la tapia a través del jardín trasero de los Dwyer y me colé en el de los Daly.

Necesitaba saber qué había sucedido exactamente entre mi padre y Matt Daly. La idea de ir por ahí llamando a puertas de vecinos al azar no me resultaba especialmente atractiva y, además, siempre que tengo la oportunidad prefiero ir directamente a la fuente. Estaba bastante seguro de que Nora siempre había sentido debilidad por mí. Jackie me había explicado que ahora vivía en Blanchardstown o en algún otro punto del extrarradio, pero las familias normales, a diferencia de la mía, permanecen unidas en las adversidades. Tras el sábado, apostaba lo que fuera a que Nora había dejado a su marido y a su hijo para que se hicieran de niñera mutuamente y se había instalado unos días bajo el techo de mamá y papá Daly.

La gravilla crujió bajo mis pies al aterrizar. Permanecí inmóvil entre las sombras, pegado a la tapia, pero nadie salió a comprobar si había algún intruso.

Poco a poco mis ojos se habituaron a la oscuridad. Nunca antes había estado en aquel jardín; tal como le había confesado a Kevin, me aterraba la idea de que me sorprendieran allí. Era exactamente lo que uno esperaría de Matt Daly: mucha tarima, arbustos impecablemente podados y palitos con etiquetas clavados en arriates listos para la primavera; además, habían transformado los antiguos excusados en un robusto cobertizo de jardín. Encontré un encantador banco de hierro forjado en un rincón convenientemente a la sombra, lo sequé más o menos con un pañuelo y me senté en él a esperar.

Había luz en una ventana del primer piso, a través de la cual atisbaba una hilera de armarios de pino empotrados: la cocina. Y tal como había anticipado, aproximadamente media hora más tarde apareció Nora, vestida con un jersey negro varias tallas grande y con el cabello recogido de cualquier manera en una coleta. Incluso desde aquella distancia se la veía cansada y pálida. Se sirvió un vaso de agua del grifo y se apoyó en el fregadero para bebérselo, mientras dejaba vagar la mirada a través de la ventana y con la mano que le quedaba libre se masajeaba la nuca. Al cabo de un momento irguió la cabeza, dijo algo mirando hacia atrás, aclaró rápidamente el vaso y lo depositó en el escurridero, cogió algo de un armario y se marchó.

Y allí estaba yo, compuesto y sin nada que hacer hasta que Nora Daly decidiera que era hora de meterse en la cama. Ni siquiera podía fumarme un cigarrillo, no fuera que alguien viera el resplandor: Matt Daly era de los que persiguen a los merodeadores con un bate de béisbol por el bien de la comunidad. Por primera vez en lo que se me antojaban meses, lo único que podía hacer era permanecer quieto.

En Faithful Place la actividad disminuía para dar la bienvenida a la noche. Un televisor proyectaba imágenes parpadeantes sobre la pared de los Dwyer; a través de alguna ventana se filtraba una música suave, una voz femenina dulce y nostálgica que cantaba sus penas a aquellos jardines. En la casa del número siete, luces navideñas multicolor y Papá Noeles rechonchos centellaban en las ventanas, y uno de los vástagos de la actual cosecha de adolescentes de Sallie Hearne gritó: «¡Déjame en paz! ¡Te odio!», y cerró una puerta de un portazo. En la planta superior del número cinco, los pijos anestesiados metían a su hijo en la cama: papá lo llevaba en brazos a su inmaculada habitación envuelto en un pequeño albornoz blanco tras darle un baño, meciéndolo en el aire y haciéndole cosquillitas en la barriga, mientras mamá reía y se agachaba a aventar las mantas. Justo al otro lado de la calle suponía que mi madre y mi padre estarían en estado catatónico viendo la televisión, envueltos en sus pensamientos personales e inimaginables, calculando si podrían irse a dormir sin necesidad de hablarse antes.

El mundo se me antojaba letal aquella noche. Normalmente disfruto del peligro; no hay nada como el peligro para centrarse, pero esta vez era diferente. La tierra se plegaba y ondulaba bajo mis pies como un músculo portentoso que nos hacía volar a todos por los aires y me demostraba (por si me quedaba alguna duda) quién mandaba aquí y quién estaba a un millón de kilómetros fuera de lugar en este juego. El delicado escalofrío del aire era otro recordatorio: todo en lo que crees se sustenta en la nada, todas las reglas establecidas pueden cambiar por un capricho momentáneo y el traficante siempre, siempre gana. No me habría asombrado que el número siete se hubiera desplomado sin más sobre los Hearne y sus Papas Noeles, o que el número cinco hubiera ardido con una llamarada espectacular y hubiera quedado reducido a cenizas pijas de tonos pastel. Pensé en Holly intentando descifrar en la torre de marfil que yo me había esforzado en construirle cómo podía existir el mundo sin el tío Kevin; pensé en el encantador Stephen con su abrigo nuevo batallando por no creer en lo que yo le estaba enseñando acerca de su trabajo, y en mi madre, que había tomado la mano de mi padre en el altar y había engendrado a sus hijos creyendo que era una buena idea. Pensé en mí, en Mandy, en Imelda y en los Daly, sentados en silencio, cada uno en su rincón, aquella noche, intentando definir qué forma dar a los últimos veintidós años sin Rosie vagando por el mundo, cada uno conteniendo su propia marea.


Teníamos dieciocho años y estábamos en el Galligan's, de madrugada, un sábado por la noche de primavera, la primera vez que Rosie me dijo «Inglaterra». Toda mi generación tiene una anécdota u otra relacionada con el Galligan's, y quienes no la tienen se apropian de alguna de otra persona. Todo adulto de mediana edad de Dublín explicaría alegremente cómo salió por patas de allí cuando la policía hizo una redada a las tres de la madrugada, o el día en que invitó a U2 a una bebida en este bar antes de que se hicieran famosos, o que conoció a su esposa o le rompieron la piñata bailando punk o fumó tantos porros que se quedó dormido en los aseos y no lo encontraron hasta el fin de semana siguiente. Aquel antro era una ratonera, además de un edificio peligroso sin salida de incendios: pintura negra desconchada, sin ventanas y con grafitos de Bob Marley, del Che Guevara o de la celebridad de turno pintados en las paredes. Pero abría hasta tarde… más o menos: no tenía licencia para vender cerveza, lo cual te obligaba a escoger entre dos clases de vino alemán pegajoso, que en cualquiera de los casos te ponían empalagoso y te dejaban una resaca letal. Además, daba pábulo a una especie de ruleta musical en directo que hacía que uno nunca supiera qué le deparaba la noche. Los jóvenes de hoy en día no pondrían un pie allí ni muertos. Pero a nosotros nos encantaba.

Rosie y yo habíamos acudido a ver un concierto de una banda nueva de glam-rock llamada Lipstick On Mars que a ella le habían recomendado, así como al resto de grupos que tocaran aquella noche. Bebíamos el mejor vino blanco alemán y bailábamos hasta marearnos. A mí me encantaba mirar a Rosie mientras bailaba, contemplar el contoneo de sus caderas, los latigazos de su cabello y su risa curvándole los labios: Rosie nunca ponía una mirada absorta mientras bailaba, como hacían otras chicas, siempre tenía una expresión. Todo apuntaba a que iba a ser una noche divertida. La banda no era Led Zeppelin, pero cantaban letras inteligentes, llevaban un batería estupendo y tenían ese brillo temerario que proyectaban las bandas de música de entonces, cuando nadie tenía nada que perder y el hecho de no tener absolutamente ninguna posibilidad en el mundo de convertirte en alguien famoso no importaba, porque dejarte el alma en tu banda era lo único que evitaba que te convirtieras en otro energúmeno deprimido, parado y sin futuro anclado en una habitación amueblada. Y esa sensación les confería algo especial: una chispa de magia.

El bajista rompió una cuerda para demostrar que tocaba en serio y, mientras la cambiaba, Rosie y yo nos dirigimos a la barra para pedir otro vino.

– Ponnos más de esa porquería -le dijo Rosie al camarero, mientras se abanicaba con la camiseta.

– ¿Está bueno, a que sí? Creo que lo elaboran con jarabe para la tos, lo dejan unos días en el armario para orear la ropa y lo sacan al mercado.

Al camarero le caíamos bien.

– Está más malo de lo habitual. Os han vendido un lote caducado. No tienes nada decente, ¿verdad?

– Si no te vale con esto, cielo, puedes dejar a tu novio, esperar a que cerremos y yo te llevo a un sitio mejor.

– ¿Te sacudo yo o dejo que lo haga tu chica?

La novia del camarero llevaba cresta y tatuajes en los brazos. También nos caía muy bien.

– Mejor sacúdeme tú. Seguro que ella tiene más fuerza.

Nos guiñó el ojo y se dirigió a la caja en busca de mi cambio.

– Tengo noticias -anunció Rosie.

Sonaba seria. Me olvidé del camarero y empecé a sumar frenéticamente fechas en mi cabeza.

– ¿Sí? ¿Qué?

– Alguien se jubila de la cadena de producción en la fábrica Guinness's el mes que viene. Mi padre dice que ha estado promocionándome cada vez que se le presenta la oportunidad y que, si quiero, el empleo es mío.

Recuperé el aliento.

– Vaya, ¡genial! -dije. Me habría costado lo mío alegrarme por cualquier otra persona, sobre todo si el señor Daly estaba involucrado, pero Rosie era mi novia-. Es fantástico. Me alegro por ti.

– No lo voy a aceptar.

El camarero me deslizó el cambio por la barra; lo recogí.

– ¿Qué? ¿Por qué no?

Rosie se encogió de hombros.

– No quiero tener que agradecerle nada a mi padre. Quiero labrarme mi futuro yo sola. Y además…

La banda arrancó de nuevo con una ráfaga feliz de batería desbocada que enmudeció el resto de su frase. Rosie se echó a reír y me señaló con el dedo hacia el fondo del bar, donde normalmente se oían hasta los pensamientos. La tomé de la mano que le quedaba libre y me abrí camino a través de un montón de chicas que bailaban dando botes con guantes sin dedos y los ojos pintados como mapaches, orbitadas por tipos inarticulados convencidos de que, si se acercaban lo suficiente, quizá tuvieran alguna posibilidad de pegarse el lote con alguna de ellas.

– Aquí -dijo Rosie, encaramándose a la cornisa de una ventana tapiada-. Tocan bien, ¿verdad?

– Sí, son geniales -contesté.

Me había pasado esa semana internándome en lugares aleatorios preguntando si tenían un empleo para mí y como única respuesta había recibido risotada tras risotada. En el restaurante más asqueroso del planeta tenían una vacante como friegaplatos y yo había empezado a albergar esperanzas, dando por supuesto que a ninguna persona en sus cabales le apetecería ocuparla, pero el gerente me había rechazado al ver mi dirección, aludiendo sin sutilezas a la desaparición de parte del inventario. Desde hacía meses, Shay no dejaba pasar un solo día sin hacer un comentario jocoso acerca de «Míster COU» y la inutilidad de toda su educación para traer un salario a la mesa. Y el camarero acababa de destripar mi último billete de diez libras. Así que cualquier banda que tocara lo bastante alto y rápido como para ayudarme a poner la mente en blanco me parecía fabulosa.

– Geniales no son. Están bien, pero no matan.

Rosie señaló el techo con la mano en la que sostenía la copa. En el techo del Galligan's había un puñado de focos, la mayoría de ellos rotos y reducidos a fluorescentes, atados con algo parecido a alambre para atar fardos. Un tipo llamado Shane se ocupaba de ellos. Si te colocabas demasiado cerca de la sala de luces con una bebida en la mano, amenazaba con propinarte un puñetazo.

– ¿Qué? ¿Las luces?

Shane había conseguido generar una especie de efecto de luces plateadas intermitentes que conferían al grupo un cuasi glamour tenso y sórdido. Al menos uno de los integrantes de la banda iba a disfrutar de algo de acción después de su actuación.

– Sí. Shane. Él sí que es bueno. Él es quien hace que parezcan buenos. Esta cuadrilla son todo fachada; si les quitas las luces y la ropa, no serían más que cuatro tipos haciendo el subnormal.

Solté una carcajada.

– Eso pasa con todos los grupos…

– Más o menos, sí. Supongo. -Rosie me miró de soslayo, casi con timidez, por encima del borde de su copa-. ¿Puedo decirte algo, Francis?

– Adelante.

Me fascinaba la mente de Rosie. Si hubiera podido meterme dentro, me habría pasado allí alegremente el resto de mi vida deambulando, disfrutando sólo con mirar.

– Yo quiero dedicarme a eso.

– ¿A llevar las luces para grupos de música?

– Sí. Ya sabes cuánto me gusta la música. Siempre he querido trabajar en esta industria, desde que era cría. -Yo lo sabía y todo el mundo lo sabía: Rosie era la única niña en todo Faithful Place que se había gastado en discos la recolecta de la Confirmación, pero era la primera vez que mencionaba lo de las luces-. No se me da nada bien cantar y no tengo ni un pelo de artista; no sabría escribir canciones ni tocar la guitarra ni nada de eso. Lo que me gustaría hacer es esto. -Alzó la barbilla hacia los haces entrecruzados de luces.

– ¿Sí? ¿Por qué?

– Porque sí. El objetivo del técnico es hacer que esa banda sea mejor. Punto y final. No le importa si esta noche suenan mejor o peor, o si hay sólo doce personas entre el público, o si alguien se da cuenta de lo que está haciendo: al margen de lo que ocurra, ocupará su puesto y hará que parezcan mejores de lo que son. Si hace bien su trabajo, puede conseguir que parezcan muchísimo mejores. Y eso me gusta.

El brillo de sus ojos me hacía feliz. Tenía el pelo alborotado de bailar; se lo alisé.

– Pues sí, es un buen trabajo.

– Y me gusta que sea importante hacer un trabajo brillante. Yo nunca he hecho nada así. A nadie le importa un carajo si coso excelentísimamente bien; mientras no lo haga mal, ningún problema. Y en la fábrica Guinness pasaría lo mismo. Me gustaría ser buena en algo, realmente buena, y que importara.

– Puedo meterte a hurtadillas entre bambalinas en el Gaiety y dejar que manejes los interruptores -bromeé, pero Rosie no se rió.

– Imagínatelo. Esto no es más que un conciertillo de nada; imagina lo que serías capaz de hacer en un concierto de verdad, en una sala grande. Si trabajaras para una buena banda que va de gira, tocarías un equipo distinto cada par de días…

– No pienso permitir que te vayas de gira con una pandilla de estrellas del rock -aclaré-. No podría controlar qué más tocarías.

– Pero es que tú también podrías venir. Podrías trabajar montando escenarios.

– Vaya, eso ya me gusta más. Acabaría teniendo unos músculos que haría que incluso los Rolling Stones se lo pensaran antes de entrarle a mi chica -y saqué bola.

– ¿Te apetecería?

– ¿Podría probar a las fans?

– ¡Guarro! -me reprendió Rosie divertida-. Claro que no. No a menos que yo pueda catar a las estrellas de rock. Hablo en serio: ¿te apetecería trabajar montando escenarios o en algo por el estilo?

Lo preguntaba de verdad; quería saberlo.

– Sí, lo haría sin pensármelo dos veces. Suena superbien: viajar, escuchar buena música, no aburrirse nunca… Aunque dudo que se me presente la oportunidad.

– ¿Por qué?

– Vamos. ¿Cuántas bandas de Dublín pueden pagar a un montador de escenarios? ¿Crees que éstos pueden? -Señalé con la cabeza a los Lipstick On Mars, que no parecían capaces ni de costearse el billete de autobús para regresar a casa, por no mencionar ya al personal de refuerzo para su posible gira-. Su máxima ayuda será el hermano pequeño de uno de los componentes, que se dedicará a meter la batería en el maletero de la furgoneta del padre de alguien.

Rosie asintió.

– Diría que con la iluminación ocurre lo mismo: unos cuantos conciertos y buscarán a alguien con experiencia. Para formarse en esto no hay cursos ni empleos en prácticas ni nada por el estilo. Ya me he informado.

– No me sorprende.

– Pero imaginemos que nos apeteciera de verdad dedicarnos a esto, ¿vale? Al margen de lo que costara. ¿Por dónde empezarías?

Me encogí de hombros.

– Desde luego, no en Dublín -continuó-. Quizás en Londres o en Liverpool. En Inglaterra, sin lugar a dudas. Buscaría alguna banda que pudiera costearse alimentarme mientras aprendo el oficio y luego me abriría camino sola.

– Sí, yo también lo veo así.

Rosie dio un sorbito a su vino y se recostó de nuevo en el hueco de la pared, con la mirada clavada en la banda. Luego sugirió como si tal cosa:

– Pues vayámonos a Inglaterra.

Por un instante me pareció haber oído mal. La miré de hito en hito. Al comprobar que no parpadeaba, pregunté:

– ¿Hablas en serio?

– Sí.

– Venga -rezongué-. ¿Hablas en serio? ¿No me tomas el pelo?

– Hablo completamente en serio. ¿Por qué no?

Tuve la sensación de que había prendido un almacén de fuegos artificiales en mi interior. El espectacular riff del final del batería retumbó en mis huesos como una inmensa y espectacular cadena de explosiones y me costaba ver con claridad. Lo único que fui capaz de articular fue:

– Tu padre se va a poner hecho un energúmeno.

– Sí. ¿Y? De todas maneras se va a poner hecho una furia cuando descubra que seguimos siendo novios. Al menos de este modo no tendremos que oírlo. Otra buena razón para marcharse a Inglaterra: cuanto más lejos, mejor.

– Claro -dije-. Guau. Vaya. ¿Y cómo…? No tenemos dinero. Necesitaremos comprar los billetes y tendremos que pagar un alquiler y… uf… madre mía.

Rosie balanceaba una pierna mientras me observaba atentamente, sin dejar de sonreír.

– Ya lo sé, tonto. No hablo de fugarnos esta noche. Tendremos que ahorrar.

– Tardaremos meses.

– ¿Tienes algo mejor que hacer?

Quizá fuera por el vino, pero tenía la sensación de que aquel lugar se abría bajo mis pies y de que las paredes estaban revestidas de flores de colores que no había visto jamás. El suelo retumbaba al ritmo de los latidos de mi corazón. La banda acabó con una floritura, el cantante se golpeó en la frente con el micrófono y el público enloqueció. Yo aplaudí como por inercia. Cuando el ruido amainó y todo el mundo, banda incluida, se dirigió a la barra, le pregunté:

– Hablas en serio, ¿verdad?

– Es lo que he intentado hacerte ver.

– Rosie -dije. Apoyé mi copa en el alféizar y me acerqué a ella, cara a cara, metido entre sus rodillas-. ¿Lo has meditado bien? ¿Lo has pensado detenidamente?

Dio otro sorbo al vino y asintió.

– Claro. Llevo meses pensándolo.

– No lo sabía. No me habías dicho nada.

– No, quería estar segura. Y ahora lo estoy.

– ¿Y cómo ha sido eso?

– Por el empleo en la Guinness -respondió ella-. Eso es lo que me ha hecho decidirme. Si me quedo aquí, mi padre va a seguir intentando colocarme en la fábrica y, antes o después, me rendiré y aceptaré el trabajo, porque tiene razón, ¿sabes, Francis?, es una gran oportunidad, hay personas que matarían por ello. Y una vez entre en la fábrica, ya nunca saldré de allí.

– Pero si nos vamos, no regresaremos. Nadie regresa tampoco -objeté yo.

– Ya lo sé. De eso se trata precisamente. ¿Cómo, si no, vamos a poder estar juntos? Y me refiero a estar como Dios manda. No sé tú, pero yo no quiero tener a mi padre dándome la murga los próximos diez años, causándonos dolores de cabeza a la más mínima oportunidad hasta que finalmente se dé cuenta de que somos felices. Yo quiero que tengamos un comienzo como es debido: que hagamos lo que queramos hacer, juntos, sin que nuestras familias dirijan nuestras puñeteras vidas. Solamente nosotros dos.

Las luces habían cambiado a una profunda neblina submarina y a mi espalda una chica empezó a cantar, en voz baja, ronca y potente. Entre los lentos haces giratorios de luz verde y dorada, Rosie parecía una sirena, un espejismo hecho de luz y color; por un instante quise atraerla hacia mí y estrecharla con fuerza, antes de que se desvaneciera entre mis manos. Me tenía robada el alma. Aún teníamos esa edad en la que las chicas son mucho más maduras que los chicos, y los chicos maduran esforzándose cuanto pueden cuando las chicas necesitan que lo hagan. Desde que era un crío yo sabía que quería algo más en la vida que el futuro que nos vendían los profesores: fábricas y colas del paro, pero jamás se me había ocurrido que podría tentar la suerte por mí mismo y construir algo con mis propias manos. Hacía años que sabía que los infortunios de mi familia eran irreparables y cada vez que apretaba los dientes y entraba en nuestra casa otro fragmento de mi cerebro se hacía añicos; pero jamás se me había ocurrido pensar, por muy agobiado que estuviera, que podía largarme sin más. Sólo se me ocurrió cuando Rosie me pidió que la acompañara.

– Hagámoslo.

– Ostras, Frank, ¡para el carro! No te pido que tomes una decisión hoy mismo. Tómate tu tiempo para pensarlo.

– Ya me lo he pensado.

– Pero -objetó Rosie al cabo de un momento- ¿y tu familia? ¿Podrás marcharte?

Nunca habíamos hablado de mi familia. Por fuerza Rosie debía tener una ligera idea de quiénes éramos (todo el mundo en Faithful Place la tenía), pero jamás los había mencionado, y yo se lo agradecía. Me miraba fijamente.

Yo había podido salir esa noche a cambio de que Shay, que era un duro negociador, tuviera libre todo el fin de semana siguiente. Cuando me había marchado de casa, mi madre andaba chillándole a Jackie que la culpa de que su padre hubiera tenido que irse al bar era de ella, por ser tan descarada.

– Ahora mi familia eres tú.

Su sonrisa nació en un lugar remoto, oculto tras sus ojos.

– Y lo seré en cualquier sitio, no lo dudes. Incluso aquí, si no puedes marcharte.

– No. Tienes razón: tenemos que esfumarnos de aquí.

Aquella lenta, generosa y bella sonrisa se ensanchó hasta cubrir todo el rostro de Rosie.

– ¿Qué harás el resto de mi vida?

Deslicé mis manos por sus muslos hasta sus suaves caderas y la atraje hacia mí en aquella cornisa. Me enroscó las piernas alrededor de la cintura y me besó. Sabía dulce por el vino y salada por el baile, y seguí notando su sonrisa contra mis labios hasta que la música nos envolvió y nuestro beso se volvió más apasionado y su sonrisa se desvaneció.


«La única que no se ha convertido en su madre», me susurró la voz de Imelda en la oscuridad al oído, ronca por el millón de cigarrillos fumados y la infinita tristeza acumulada. «La única que consiguió escapar.» Imelda y yo éramos un par de embusteros de tomo y lomo, pero ella no mentía al decir que había querido a Rosie y yo no había mentido al decirle que era su mejor amiga. E Imelda, que Dios la amparase, lo sabía.

El bebé pijo había caído dormido bajo el reconfortante resplandor de su lamparilla de noche. Su madre permanecía en pie a su lado; salió con cuidado del dormitorio. Una a una, las luces comenzaron a apagarse en Faithful Place: los Papás Noeles de Sallie Hearne, el televisor de los Dwyer, el rótulo de Budweiser que colgaba de unos ganchos en la casa de los estudiantes melenudos… El número nueve estaba a oscuras; Mandy y Ger se habían encamado temprano; probablemente él tuviera que levantarse al despuntar el alba para ir a freírles sus porquerías a los hombres de negocios. Empezaban a congelárseme los pies. La luna colgaba a baja altura sobre los tejados, difuminada y sucia tras las nubes.

A las once en punto, Matt Daly asomó la cabeza en su cocina, echó un vistazo concienzudo alrededor, comprobó que el frigorífico estuviera bien cerrado y apagó la luz. Un minuto después se encendió una lámpara en el dormitorio superior de la parte trasera y allí estaba Nora, desenmarañándose la goma de la coleta con una mano mientras sofocaba un bostezo con la otra. Agitó su melena de rizos y alargó la mano para cerrar las cortinas.

Antes de que empezara a desnudarse para ponerse el camisón, cosa que podría haberla hecho sentir lo bastante vulnerable como para solicitar a su padre que acudiera a ocuparse del intruso, lancé una piedrecita a su ventana. La oí impactar con un leve crac, pero no sucedió nada; Nora habría achacado el ruido a los pájaros, al viento, a los típicos crujidos de la casa. Arrojé otra piedrecilla, esta vez con más fuerza.

Apagó la luz. La cortina se movió, sólo un centímetro. Encendí mi linterna, me alumbré con ella la cara y la saludé con la mano. Cuando me reconoció, me llevé un dedo a los labios y luego le hice señas para que bajara.

Al cabo de un momento volvió a encenderse la luz en su habitación. Abrió la cortina y me hizo un gesto con la mano, pero podía significar cualquier cosa, desde «Lárgate.» hasta «Espera». Volví a hacerle señas para que bajara, esta vez más urgentes, mientras le sonreía tranquilizadoramente, con la esperanza de que la luz de la linterna no me transformara en una especie de Jack Nicholson con mirada lasciva. Se tocó el pelo, frustrada; luego, mujer de recursos, como su hermana, se apoyó en el alféizar para inclinarse hacia delante, sopló vaho en el cristal y escribió con un dedo: «ESPERA». Lo escribió al revés, la muy lista, para que me resultara más fácil leerlo. Le hice un gesto con los pulgares hacia arriba, apagué la linterna y esperé.

Desconozco cuál es la rutina de los Daly, pero era casi medianoche cuando la puerta trasera se abrió y Nora salió de ella medio corriendo de puntillas hacia el jardín. Se había echado por encima de la falda y el jersey un largo abrigo de lana y le faltaba la respiración; llegaba con una mano presionada sobre el pecho.

– Madre mía, cómo pesa esa puerta… He tenido que tirar de ella con todas mis fuerzas para poder abrirla y luego se ha cerrado de un portazo a mis espaldas. Ha sonado como un accidente de coche, ¿lo has oído? Casi me desmayo…

Sonreí y me dirigí al banco.

– No he oído nada. Eres una ladrona de primera. Siéntate.

Permaneció donde estaba, recuperando el aliento y observándome con ojos recelosos y rápidos.

– Sólo tengo un minuto. Únicamente he salido a comprobar cómo… No sé. Cómo lo estás llevando. Si estás bien…

– Estoy mejor ahora que te veo. Tú, en cambio, parece que hayas estado a punto de sufrir un infarto…

Le arranqué una sonrisa reticente.

– Casi, sí. Estaba segura de que mi padre bajaría en cualquier momento… Me siento como si tuviera dieciséis años y me hubiera descolgado por la tubería.

En medio de aquel jardín oscuro de tonalidades azules invernales, con el rostro recién lavado para meterse en la cama y la melena suelta, no parecía mucho mayor de esa edad.

– ¿Fue así como pasaste tu salvaje juventud? ¡Qué chica más rebelde!

– ¿Yo? Uf, ¡qué va! Ya me habría gustado, pero con el padre que tengo… Yo fui una niña buena. Me perdí todo eso. Pero mis amigas me lo contaban.

– En tal caso, tienes todo el derecho del mundo a recuperar el tiempo perdido -le aseguré-. Y ya que nos ponemos, prueba uno de éstos. -Saqué el paquete de cigarrillos, lo abrí y se lo ofrecí con una reverencia-. ¿Un bastoncillo de cáncer?

Nora lo miró dubitativa.

– No fumo.

– Y no existe razón alguna para que empieces a hacerlo. Pero esta noche no cuenta. Esta noche tienes dieciséis años y eres una chica rebelde. De haberlo sabido, habría traído una botella de sidra barata.

Al cabo de un momento vi cómo se le curvaba lentamente de nuevo una comisura de los labios.

– ¿Por qué no? -preguntó, se dejó caer a mi lado y cogió un pitillo.

– Buena chica.

Me incliné hacia delante y le encendí el cigarrillo, sonriéndole con los ojos. Le dio una calada demasiado fuerte y le sobrevino un ataque de tos, mientras yo la abanicaba y ambos ahogábamos risitas, señalábamos hacia la casa, nos hacíamos callar mutuamente y reíamos aún más fuerte.

– ¡Vaya! -exclamó Nora, enjugándose los ojos, cuando recobró el aliento-. No estoy hecha para esto.

– Dale caladas cortas -la tranquilicé-. Y no te tragues el humo. Recuerda: eres una adolescente, así que esto no va de inhalar nicotina, sino de parecer que se es guay. Observa al experto. -Me repantingué en el banco a lo James Dean, me deslicé un cigarrillo en la comisura de los labios, lo encendí y saqué la mandíbula para exhalar el humo en una larga bocanada-. ¿Lo ves?

Reía de nuevo.

– Pareces un gánster.

– Esa es la idea. Pero, si prefieres parecer una sofisticada estrella de cine en ciernes, también podemos intentarlo. Siéntate recta. -Lo hizo-. Cruza las piernas. Ahora baja la barbilla, mírame de reojo, frunce los labios y… -Le dio una calada, hizo una floritura extravagante con la muñeca y exhaló el humo mirando hacia el cielo-. Impecable -la felicité-. Te declaro la joven alocada más interesante del barrio. Felicidades.

Nora rió y repitió el gesto.

– Sí que lo soy, ¿a que sí?

– Sí. Te desenvuelves como pez en el agua. Siempre supe que ocultabas una chica traviesa en tu interior.

Al cabo de un momento preguntó:

– ¿Solíais encontraros aquí Rosie y tú?

– No, qué va… Yo temía demasiado a tu padre.

Asintió con la cabeza, mientras examinaba la punta candente de su cigarrillo.

– Esta noche pensaba en ti.

– ¿Sí? ¿Y eso por qué?

– Por lo de Rosie. Y por lo de Kevin. ¿Acaso no has venido a hablar de eso?

– Sí -dije con cautela-. Más o menos. Me he figurado que si alguien podía hacerse una idea de lo que han significado estos últimos días…

– La echo de menos, Francis. Mucho.

– Ya lo sé, cielo. Yo también.

– Jamás había pensado que… Antes sólo la echaba de menos de vez en cuando, cuando tuve a mi hijo y ella no estaba allí para verlo, o cuando mamá y papá me ponían de los nervios y me habría encantado poder telefonearla y ponerlos de vuelta y media. El resto del tiempo apenas pensaba en ella, ya no. Tenía otras cosas en que pensar. Pero cuando descubrimos que estaba muerta, no podía dejar de llorar.

– Yo no soy de los que lloran -aclaré-, pero sé a qué te refieres.

Nora sacudió la ceniza sobre la gravilla, donde su padre no pudiera detectarla por la mañana. Luego, con un deje doloroso y la voz rota, me explicó:

– Mi marido no lo entiende. No comprende por qué estoy triste. Hace veinte años que la vi por última vez y estoy hecha polvo… Dice que tengo que recomponerme o, de lo contrario, acabaré contagiándole la tristeza al niño. Mi madre toma Valium y mi padre opina que debo cuidar de ella, porque ella es quien ha perdido a una hija… Yo no podía dejar de pensar en ti. Imaginaba que eres la única persona que quizá no pensaría que soy tonta.

– Yo sólo vi a Kevin unas cuantas horas en los últimos veintidós años y, aun así, me duele horrores. No creo que seas tonta en absoluto.

– Tengo la sensación de no ser la misma persona. ¿Sabes a qué me refiero? Durante toda mi vida, cuando me preguntaban si tenía algún hermano, yo contestaba: «Sí, sí, tengo una hermana mayor». Ahora tendré que decir: «No, soy sólo yo». Me siento como si fuera hija única.

– No tienes por qué no hablar de ella con otras personas.

Nora sacudió la cabeza con tanta fuerza que el pelo le azotó el rostro.

– No, no pienso mentir acerca de esto. Eso ha sido lo peor: llevo mintiendo toda mi vida sin ni siquiera saberlo. Todas las veces que le he dicho a alguien que tenía una hermana he mentido. Ya era hija única. Lo he sido todo este tiempo.

Pensé en Rosie en el O'Neill's, clavando sus tacones en el suelo mientras fantaseaba con la idea de casarnos: «No me importa. No pienso fingir algo así. O estamos casados o no lo estamos; poco importa lo que piensen los demás»…

– No hablo de mentir -la corregí con voz pausada-. Me refiero a que Rosie no tiene por qué desvanecerse en la nada. Puedes decir: «Tenía una hermana mayor. Se llamaba Rosie. Murió».

Nora se estremeció.

– ¿Tienes frío?

Negó con la cabeza y apagó el cigarrillo en una piedra.

– Estoy bien, gracias.

– Eh, trae aquí -dije, cogiéndole la colilla y guardándola en el cajetín de cigarrillos-. Una buena rebelde no deja huellas de sus travesuras adolescentes para que su padre la descubra.

– ¡Qué importa! Tampoco sé por qué me preocupo tanto. Ahora ya no puede castigarme. Soy una mujer hecha y derecha; si quiero marcharme de esta casa, puedo hacerlo.

Había dejado de mirarme. La estaba perdiendo. Un minuto más y recordaría que, de hecho, era una treintañera respetable con un marido, un hijo y una buena dosis de sentido común, y que ninguna de estas características era compatible con estar fumando con un extraño a medianoche en un jardín trasero.

– Lo llaman vudú parental -comenté con una sonrisa-. Dos minutos con tus padres y regresas a tu infancia. Mi madre sigue metiéndome miedo de Dios, aunque te aseguro que no tendría inconveniente en sacudirme con una cuchara de palo por crecidito que esté. Eso a ella le importa bien poco.

Nora rió y dejó ir un suspiro renuente.

– Yo no aceptaría que mi padre intentara castigarme.

– Claro, te pondrías a gritarle que dejara de tratarte como a una niña, igual que cuando tenías dieciséis años. Tal como he dicho, vudú parental.

Esta vez rió de verdad y se apoyó en el banco, relajada.

– Y algún día nosotros haremos lo mismo con nuestros hijos.

No me interesaba que pensara en su hijo.

– Hablando de tu padre -empecé a decir-, quería disculparme por el comportamiento del mío la otra noche.

Nora se encogió de hombros.

– Fue cosa de los dos.

– ¿Viste por qué empezaron a pelearse? Yo estaba hablando con Jackie y me perdí todo el jugo. En un momento todo iba de fábula y al siguiente los dos estaban dispuestos a protagonizar una escena de Rocky.

Nora se ajustó el abrigo, arrebujándose el cuello alrededor de la garganta.

– Yo tampoco lo vi -dijo.

– Pero tienes una ligera idea de sobre qué iba todo el asunto, ¿verdad?

– Los hombres piensan que con unas cuantas copas encima lo saben todo; y ambos estaban pasando por un mal trago… Cualquier detalle podría haber hecho que saltara la chispa.

– Nora, tardé media hora en conseguir que mi padre se calmara. Antes o después, si esto continúa igual, le dará un ataque de corazón. No sé si la mala sangre que se tienen es por mi culpa, por el hecho de que saliera con Rosie y tu padre no lo aceptara, pero, si ése es el problema, al menos me gustaría saberlo para poder actuar antes de que mate a mi padre -dije, en un tono duro pero dolido.

– ¡Francis, por favor, no digas tonterías! ¡Claro que no es culpa tuya! -Tenía los ojos como platos y me agarraba con fuerza del brazo: por fin había tocado la tecla exacta de la culpabilidad-. Créeme, no tiene nada que ver con eso. Nunca se han llevado bien. Ni siquiera de jóvenes, mucho antes de que tú empezaras a salir con Rosie, mi padre nunca… -Mantuvo la frase al fuego, como un carbón candente, y apartó la mano de mi brazo.

– Mi padre nunca ha hablado bien de Jimmy Mackey. ¿Es eso lo que ibas a decir?

Nora contestó:

– Lo de la otra noche no fue culpa tuya. Eso es todo lo que iba a decir.

– Entonces ¿de quién puñetas es la culpa? Estoy perdido, Nora. Estoy sumido en la oscuridad, me ahogo y nadie levanta un dedo para ayudarme a salir a la luz. Rosie ha muerto. Kevin ha muerto. La mitad de Faithful Place piensa que soy un asesino. Tengo la sensación de estar enloqueciendo. He venido en tu busca porque pensaba que tú eras la única persona que podía tener una ligera idea de por lo que estoy pasando. Te lo suplico, Nora. Explícame qué demonios sucede.

Tengo la habilidad de la multitarea; el hecho de estar intentando tocarle la fibra sensible no obstaba para que hablara con absoluta sinceridad. Nora me observaba; en medio de la noche, sus ojos resplandecían enormes y atribulados.

– No sé por qué empezaron a pelearse, Francis -dijo al fin-. Si tuviera que apostar por una causa, diría que es porque tu padre estaba hablando con mi madre.

Tan fácil como eso. De repente, como engranajes encajando y echando a rodar, docenas de recuerdos nimios de mi infancia se arremolinaron en mi pensamiento y encajaron en su lugar como piezas de un rompecabezas. Había sopesado un centenar de explicaciones, cada una más enrevesada e improbable que la siguiente (desde que Matt Daly había delatado a mi padre por una de sus actividades menos legales hasta alguna contienda por una herencia de antaño pasando por quién robó la última patata en la época de la Gran Hambruna), pero jamás se me había ocurrido pensar que la causa era lo único que suscita prácticamente toda pelea entre dos hombres, en particular entre dos depravados: una mujer.

– ¿Mi padre y tu madre tuvieron algo? -pregunté.

Vi sus pestañas parpadear, con un movimiento rápido y avergonzado. Estaba demasiado oscuro para asegurarlo, pero apostaría a que se estaba ruborizando.

– Creo que sí. Nadie me lo ha explicado nunca abiertamente, pero… estoy casi segura.

– ¿Cuándo?

– ¡Uf! Hace siglos. Antes de casarse. No es que tuvieran un lío ni nada de eso. Sólo fueron cosas de críos.

Lo cual, como yo sabía mejor que la mayoría del resto de los humanos, no hacía que dejara de importar.

– ¿Y qué sucedió?

Esperé a que Nora me describiera actos inenarrables de violencia, probablemente con estrangulamientos incluidos, pero se limitó a sacudir la cabeza.

– No lo sé, Francis. No lo sé. Ya te he dicho que nadie me ha hablado de ello. He sido yo quien se ha ido haciendo una composición de lugar, tirando de hilos, de aquí y de allá.

Me agaché hacia delante, apagué el cigarrillo en la grava y guardé la colilla en el paquete.

– Vaya, vaya -dije-. Llámame tonto, pero jamás lo hubiera dicho.

– ¿Por qué…? No veo por qué te interesa.

– ¿Te refieres a que no ves por qué me interesa lo que ocurre aquí después de que no haya movido el culo por regresar en los últimos veintitantos años?

Seguía observándome fijamente, preocupada y perpleja.

La luna había salido; bajo la fría luz mortecina, el jardín se antojaba prístino e irreal, como un limbo simétrico de casas apareadas.

– Nora, contéstame a algo. ¿Crees que soy un asesino? -pregunté.

Sentía pavor ante su respuesta, de tanto como deseaba que fuera negativa. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que debería levantar el vuelo y esfumarme de allí; ya había conseguido todo cuanto tenía que ofrecerme y cada segundo adicional era una mala idea. Nora respondió sin más:

– No. Nunca lo he creído.

Algo se retorció en mi interior.

– Pues parece ser que mucha gente piensa que sí.

Sacudió la cabeza.

– Una vez, cuando aún era una niña, debía de tener cinco o seis años, saqué a la calle uno de los gatitos recién nacidos de la gata de Sallie Hearne para jugar con él y una pandilla de niños grandes me lo quitaron sólo para fastidiarme. Se lo lanzaban de uno a otro. Yo no dejaba de gritar… Entonces llegaste tú y les hiciste parar: me devolviste el gato y me dijiste que lo llevara a casa de los Hearne. Probablemente tú no te acuerdes.

– Sí lo recuerdo -la corregí. La súplica tácita en sus ojos: necesitaba que ambos compartiéramos aquel recuerdo y, de todas las cosas que Nora necesitaba, aquélla era la única que yo podía proporcionarle-. Claro que lo recuerdo.

– No me imagino que alguien que actúa así sea capaz de hacerle daño a nadie; no a propósito. Tal vez sea una ingenua.

Otra vez el retortijón, esta vez más doloroso aún.

– Claro que no eres ingenua -la reconforté-. Simplemente eres buena. Muy buena.

Bajo aquella luz parecía una niña, un fantasma… Parecía una imagen pavorosa de una Rosie en blanco y negro arrancada de un delgado fragmento de una película vieja parpadeante o de un sueño. Sabía que, si la tocaba, se desvanecería, en un abrir y cerrar de ojos volvería a convertirse en Nora y desaparecería para siempre. La sonrisa en sus labios podría haberme arrancado el corazón del pecho.

Le acaricié el cabello con la yema de los dedos. Notaba su respiración rápida y cálida contra el interior de mi muñeca.

– ¿Dónde has estado? -le pregunté en voz baja, cerca de su boca-. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

Nos agarramos como niños perdidos en el bosque, llevados por el fuego y desesperados. Mis manos conocían de memoria las suaves y tórridas curvas de sus caderas, su recuerdo regresó a mi encuentro procedente de algún lugar remoto de mi mente que yo había dado por perdido para siempre. No sé a quién buscaba ella; me besó con tanta fuerza que noté sabor a sangre. Olía a vainilla. Rosie olía a gotas de limón y a sol y al disolvente etéreo que utilizaban en la fábrica para limpiar las manchas de los tejidos. Hundí mis dedos en los frondosos rizos de Nora y noté sus pechos contra mi torso; por un segundo pensé que estaba llorando.

Fue ella quien se apartó. Tenía las mejillas al rojo vivo y respiraba entrecortadamente mientras se alisaba el jersey.

– Tengo que irme -dijo.

– Quédate -le rogué, y la agarré de nuevo.

Juro que lo dudó un instante. Luego negó con la cabeza y me apartó las manos de su cintura.

– Me alegro de que hayas venido esta noche -dijo.

«Rosie se habría quedado», estuve a punto de gritarle; lo habría hecho de haber pensado que cabía alguna posibilidad de que me hubiera hecho algún bien. En su lugar, me recosté en el banco, respiré hondo y noté como mi corazón empezaba a ralentizarse. Luego le giré la mano a Nora y le di un beso en la palma.

– Yo también -confesé-. Gracias por bajar a verme. Ahora entra en casa antes de que me vuelva loco. Felices sueños.

Tenía el pelo alborotado y los labios hinchados y tiernos a causa de los besos.

– Que tengas un buen viaje de regreso a casa, Francis.

Se puso en pie y atravesó el jardín, cerrándose con fuerza el abrigo alrededor de la cintura.

Se deslizó en el interior de la casa y cerró la puerta a su espalda sin volver la vista atrás. Yo permanecí sentado en aquel banco, contemplando su silueta deslizarse bajo la luz de la lámpara tras la cortina de su dormitorio, hasta que las rodillas dejaron de temblarme y pude trepar de nuevo las tapias y poner rumbo a casa.

Загрузка...