Capítulo VI

A la mañana siguiente, Simon Doyle se acercó a Hércules Poirot cuando éste abandonaba el hotel para dirigirse a la ciudad.

—Buenos días, señor Poirot.

—Buenos días, señor Doyle.

—¿Va usted a la ciudad? ¿Me permite que vaya con usted?

—Ciertamente. Me encantará.

Los dos hombres, andando al mismo paso, atravesaron la verja y penetraron en la fresca sombra de los jardines. Entonces, Simon se quitó la pipa de la boca y habló:

—Tengo entendido que mi mujer celebró anoche una larga conferencia con usted.

—En efecto...

Simon Doyle arrugó el entrecejo. Pertenecía a esa especie de hombres de acción a quienes les resulta difícil traducir sus pensamientos en palabras y les cuesta ímprobos esfuerzos expresarse con claridad.

—Me complace una cosa —dijo—. Le ha hecho comprender que no podemos hacer nada en este asunto.

—No hay ningún medio legal para impedirlo —repuso Poirot.

—Exactamente. Linnet ha sido educada en la creencia de que cualquier dificultad puede referirse automáticamente a la policía.

Poirot inclinó la cabeza gravemente, pero no dijo nada.

—Habló usted con... Jacqueline, con la señorita Bellefort. ¿Verdad?

—Sí, hablé con ella.

—¿Consiguió hacerla entrar en razón?

—Me temo que no.

Simon estalló, iracundo:

—¿No se da ella cuenta de lo que está haciendo? ¿No ve que ninguna mujer decente se habría comportado así...? ¿Carece de amor propio?

Poirot se encogió de hombros.

—No tiene más idea que el sentimiento de su ofensa —replicó.

—Sí, pero maldita sea, las muchachas decentes no obran así. Admito que se me culpe a mí. La traté muy mal. Comprendería que me odiase y que no quisiese volver a verme. Pero esta persecución de que nos hace objeto es... indecente. ¡Qué espectáculo continuo el suyo! ¿Qué diablos espera conseguir con todo eso?

—Vengarse, tal vez.

—Absurdo. Realmente, comprendería mejor que ella hubiese intentado algo melodramático... como disparar sobre mí o algo por el estilo.

—Usted quiere decir que eso habría sido más propio de ella. Tiene razón.

—Eso es precisamente. Ella tiene la sangre ardiente y un temperamento ingobernable. No me hubiese sorprendido nada de ella en un momento de rabia. Pero este procedimiento como de espionaje... —movió la cabeza.

—Es más sutil. ¡Es inteligente!

Doyle le miró con fijeza.

—No lo comprende, señor. Está destrozando los nervios de Linnet.

—¿Y los de usted?

Simon se le quedó mirando sorprendido.

—¿Los míos? ¡Me gustaría romperle el cuello!

—¿No queda entonces nada en usted de aquel sentimiento de antaño?

—Mi querido señor Poirot, ¿cómo podría explicárselo? Es como la luna cuando sale el sol. Queda uno deslumbrado. Cuando yo vi a Linnet, Jacqueline dejó de existir.

Tiens! C’est dróle ça —murmuró Poirot.

—¿Decía usted?

—Su símil me ha interesado. Eso es todo.

Simon dijo, ruborizándose de nuevo:

—Supongo que Jacqueline le habrá dicho que yo me casé con Linnet por su dinero. Pues bien, ¡eso es una mentira abominable! No me habría casado con nadie por su dinero. Lo que Jacqueline parece incapaz de comprender es lo insoportable que resulta para un hombre verse incesantemente rodeado de mimos, halagos, caricias empalagosas, como a mí me ocurría con ella.

Un qui aime et une que se laisse aimer —murmuró Poirot.

—¿Eh...? ¿Qué dice usted? ¿Usted no comprende tampoco que aborrezca a una mujer que se interesa por un hombre más que él por ella? —su voz se hacía más ardiente a medida que hablaba—. Un hombre no quiere sentirse dominado en cuerpo y alma. ¡Esa condenada actitud de posesión! «¡Este hombre es mío, me pertenece!» ¡Eso no lo podía soportar, no hay ningún hombre que hubiese podido sufrirlo! Se habría fugado. Habría querido poseer a su mujer... no que ella le hubiese poseído a él.

Se interrumpió y, con dedos que temblaban ligeramente, encendió un cigarrillo.

—¿Y fueron esos sus sentimientos hacia la señorita Jacqueline?

—¿Eh? —Simon quedó mirando al detective y luego añadió—. Pues... sí. Así fue. Ella no se da cuenta de eso. Y yo tampoco se lo habría dicho. Pero ya me estaba cansando y entonces... encontré a Linnet... Ella me allanó el camino. Jamás había visto nada tan encantador. Fue inexplicable. Todo el mundo agasajándola y ella me eligió a mí, pobre diablo.

Su tono era pueril y expresaba un verdadero éxtasis.

—Sí, ya veo —dijo Poirot.

—¿Por qué no toma Jacqueline las cosas como un hombre? —preguntó Simon con resentimiento.

Una sonrisa leve entreabrió los labios de Poirot.

—Tal vez porque ella es una mujer.

—No, no; quiero decir que debiera haber aceptado su derrota como una verdadera deportista. Después de todo, hay que tragar las medicinas por amargas que sean. La falta es sólo mía, lo confieso. Pero así es. Si usted se da cuenta de que ya no le interesa una mujer sería idiota casarse con ella. Y ahora me estoy dando cuenta de que he escapado de una buena al ver la tenacidad y el carácter de Jacqueline.

—¿Usted conoce los proyectos de la señorita Bellefort?

—No... por lo menos... ¿Qué quiere usted decir?

—Usted no ignora que lleva siempre una pistola consigo.

Simon frunció el entrecejo; luego movió la cabeza negativamente.

—No creo que la use... por ahora. Lo habría hecho antes. Diríase que ya ha pasado el momento psicológico. Se limita a esperar... no sé qué... pero espera...

Poirot se encogió de hombros.

—Tal vez tenga razón —dijo con un marcado acento de duda.

—No temo que Jacqueline se comporte melodramáticamente disparando sobre uno de nosotros, pero este continuo espionaje y esta persecución enloquecerán a Linnet. Le diré el plan que hemos proyectado y tal vez pueda sugerirnos algunos cambios. Para empezar, le diré que he anunciado públicamente que pensamos permanecer aquí diez días. Pero mañana el vapor Karnaki/> saldrá de Shellal con destino a Wadi Halfa. Nos proponemos sacar nuestros pasajes con nombres supuestos. Mañana iremos de excursión a Philas. La doncella de Linnet llevará el equipaje. Tomaremos el Karnaki/> en Shellal. Cuando Jacqueline se dé cuenta de que no volvemos, será ya demasiado tarde...

—Está bien ideado. Pero supongamos que ella espera aquí hasta que ustedes regresen.

—Tal vez no volvamos. Iremos a Kartum y luego, por vía aérea, a Kenya. Ella no podrá seguirnos por todo el Globo.

—Desde luego, ha de llegar un momento en que lo impidan razones financieras. Ella tiene poco dinero, según tengo entendido.

Simon le miró con admiración.

—¡Es usted endiabladamente inteligente, señor Poirot! Yo no había pensado en eso. En efecto, Jacqueline es pobre.

—Así, pues, no tardará en quedarse exhausta, sin recursos.

—Sí...

Simon parpadeó intranquilo. Aquel pensamiento parecía alarmarle. Poirot le vigilaba.

—No —observó—; no es una idea muy risueña.

Simon barbotó colérico:

—Pero yo no puedo evitarlo —añadió—: ¿Qué le parece mi plan?

—Creo que puede dar resultado. Pero es, indudablemente, una retirada.

Simon enrojeció:

—¿Quiere decir que... huimos? Sí, es verdad. Pero Linnet...

Poirot le miró fijamente. Hizo un gesto de asentimiento.

—Es posible que, como usted dice, sea lo mejor. Pero no olvide que mademoiselle Bellefort no es tonta.

Simon dijo sombríamente:

—Algún día nos plantaremos y le haremos frente. Su actitud no tiene nada de razonable.

—¡Razonable, mon Dieu! —exclamó Poirot.

—No hay ninguna razón para que las mujeres no se conduzcan como verdaderos seres racionales —dijo Simon, con aire estólido.

Poirot repuso secamente:

—Con frecuencia es así. Es algo extraordinario. Yo también viajaré en el Karnaki/>. Forma parte de mi itinerario.

—¡Oh! —Simon dudó, pero tras un momento de reflexión dijo escogiendo las palabras con cierto embarazo—: ¡Esa decisión no... se deberá... a nuestra causa! Quiero decir... quiero decir... que no quisiera...

Poirot lo desengañó en pocas palabras.

—No, nada de eso. Lo tenía proyectado desde que abandoné Londres. Siempre acostumbro forjar mis planes por anticipado.

—¿No se traslada entonces de un lugar a otro según se le va ocurriendo? ¿No serían así más agradables los viajes?

—Tal vez. Pero para tener éxito en esta vida, hay que cuidar minuciosamente todos los detalles antes de emprender algo.

—Así obran los asesinos más hábiles, supongo —dijo Simon riendo.

—Sí, aunque he de confesar que el crimen más brillante que yo recuerdo y uno de los más difíciles de resolver fue cometido a impulsos del momento psicológico.

Simon rogó, con ingenuidad de chiquillo:

—Espero que nos contará algunos de sus casos a bordo del Karnaki/>.

—No, eso sería tentar al diablo.

—Pero vale la pena. La señora Allerton dice que sus aventuras son maravillosas. Está deseando asir la ocasión para interrogarle.

—¿La señora Allerton? ¿Es esa señora de cabellos grises, tan atractiva, que tiene un hijo tan cariñoso para ella?

—Sí, ella también vendrá en el Karnaki/>.

—¿Sabe ella que usted...?

—Claro que no. Nadie lo sabe. He decidido en un principio no confiar en nadie.

—Ése es un sentimiento admirable. Yo lo he adoptado siempre. Y respecto al tercer miembro de su banda, ese señor del cabello gris...

—¿Pennington?

—Sí. ¿Viajará con ustedes?

Simon dijo ceñudo:

—No es muy usual en una luna de miel..., ¿no es eso lo que usted piensa? Pennington es el apoderado americano de Linnet. Nos encontramos con él en El Cairo por casualidad.

—Ah vraiment! ¿Me permite una pregunta? ¿Es mayor de edad madame votre femme?

—Aún no tiene los veintiuno, pero no tuvo que pedir el consentimiento a nadie para casarse conmigo. Fue la gran sorpresa para Pennington. Partió de Nueva York en el Germanic dos días antes de que llegase allí la carta en la que Linnet le notificaba nuestro enlace. Por consiguiente, no sabía una palabra de ello.

—El Germanic... —murmuró Poirot.

—Fue la mayor sorpresa de su vida, cuando nos tropezamos con él en El Cairo.

—¡Debió de ser una auténtica coincidencia!

—Sí, y nos enteramos de que él también venía a dar una vuelta por el Nilo... Así, pues, vamos todos juntos. ¿Qué remedio nos quedaba? Además... ha sido un consuelo en ciertos momentos —pareció algo confundido de nuevo—. Vea usted. Linnet estaba siempre intranquila, pensando en que Jacqueline se presentaría cuando menos lo esperásemos. Mientras estábamos solos, esto constituía nuestro único tema de conversación. Andrés Pennington nos es de gran ayuda en este aspecto, porque con él tenemos que hablar de otras cosas.

—¿Su señora no se ha confiado a monsieur Pennington?

—No —la mandíbula de Simon se irguió agresiva—. Esto no le importa a nadie... Además, cuando emprendimos el viaje al Nilo, creíamos que ya habría acabado todo.

Poirot movió la cabeza.

—Todavía no ha terminado. No, el fin no ha llegado aún. Estoy seguro.

—He de decirle, señor Poirot, que no es usted de los que dan ánimos.

Poirot lo midió con la mirada, con un leve sentimiento de irritación. Pensó en su interior: «Los anglosajones no toman en serio más que los juegos. No tienen remedio.»

Linnet Doyle... o Jacqueline de Bellefort... cualquiera de las dos daban al asunto la importancia que tenía. Pero en la actitud de Simon no se veía más que la impaciencia y la cólera del macho.

Dijo tras una pausa:

—Permítame una pregunta impertinente. ¿Partió de usted la idea de venir a Egipto a pasar la luna de miel?

Simon enrojeció.

—No, naturalmente que no. Puede usted dar por descontado que yo habría elegido cualquier otro sitio. Pero Linnet se empeñó. Y, claro... yo... —se interrumpió, confundido.

—Sí, sí, lo comprendo —dijo Poirot gravemente.

Se daba cuenta de que si Linnet se decidía a hacer algo no había quien se lo impidiera.

Se dijo a sí mismo: «Ya he oído el caso relatado por tres partes interesadas. Linnet Doyle... Jacqueline de Bellefort... y Simon Doyle. ¿Cuál dice la verdad?»

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