Capítulo VII

Simon Doyle y Linnet Ridgeway salieron para su expedición a Philas alrededor de las once de la mañana siguiente. Jacqueline de Bellefort, sentada en el balcón del hotel, les observaba cuando partieron en el pintoresco barco de vela. Lo que ella no vio fue un automóvil cargado con el equipaje y en el cual iba una doncella de lánguida mirada, que atravesó la puerta delantera del hotel y volvió a la derecha en dirección a Shellal.

Hércules Poirot decidió pasar las dos horas que faltaban para el almuerzo en la isla Elefantina, situada frente al hotel.

Descendió hasta el embarcadero. Había dos hombres que subían en aquel momento a uno de los botes del hotel, y Poirot se unió a ellos. Los hombres eran indudablemente desconocidos entre sí. El más joven, de elevada estatura y cabello oscuro, rostro delgado y mandíbula prominente. Llevaba unos pantalones de franela gris, extremadamente sucios, y un jersey de polo, de alto cuello, singularmente inadecuado para aquel clima. El otro era un individuo de mediana edad, ligeramente grueso, que no perdió el tiempo para iniciar una conversación con Poirot en un inglés idiomático, pero un tanto chapurreado. Lejos de tomar parte en la conversación, el más joven de los dos hombres lanzó un gruñido y volviéndoles la espalda se dispuso a admirar la agilidad con que el botero nubio conducía el timón con los pies mientras empleaba las manos en manipular las velas.

El agua estaba como una balsa de aceite. La superficie lisa brillante de las rocas negras reflejaba los rayos del sol y una suave brisa acariciaba sus rostros. Alcanzaron Elefantina en pocos segundos, y en cuanto pusieron los pies sobre la playa, Poirot y su locuaz amigo se dirigieron derechamente al Museo. El último sacó una tarjeta de visita del bolsillo y la alargó a Poirot, inclinándose levemente. Llevaba la inscripción:


GUIDO RICHETTI

Archeologo


Para no ser menos, Poirot devolvió la reverencia y le entregó su tarjeta. Cumplidas estas formalidades, los dos nombres entraron juntos al Museo, el italiano prorrumpiendo en un torrente de informaciones eruditas. Hablaban ahora en francés.

El joven de los pantalones de franela atravesó distraídamente el Museo, bostezando de vez en cuando y, finalmente, se fue a gozar del aire libre.

Poirot y el signor Richetti le siguieron poco después. El italiano examinaba las ruinas sin dejar de hablar, pero Poirot, observando una sombrilla listada de verde, que reconoció sobre las rocas junto al río, escapó en aquella dirección.

La señora Allerton estaba sentada sobre una gran roca con un cuaderno de notas a un lado y un libro sobre el regazo.

Poirot alzó su sombrero cortésmente y al mismo tiempo la señora Allerton inició la conversación.

—Buenos días —dijo—. Veo que es imposible deshacerse de estos repugnantes niños.

Un grupo de figuras negras la rodeaban, sonriendo todos a la vez, haciéndole muecas y extendiendo las manos implorantes al tiempo que gritaban esperanzados su Bakshish a intervalos casi regulares.

Poirot intentó, galante, dispersar el grupo, pero no lo consiguió. Se desparramaron para volver inmediatamente.

—Si yo pudiera estar tranquila en Egipto, me agradaría mucho más —declaró la señora Allerton—. Pero aquí no se puede estar sola... siempre hay alguien molestándome, ofreciéndome burros, collares o expediciones a los pueblos nativos, o a cazar patos o pidiéndome dinero sin rodeos.

—Es su mayor desventaja, es verdad —asintió Poirot.

Extendió el pañuelo y se sentó sobre él sin precaución.

—¿No está su hijo con usted esta mañana? —prosiguió el detective.

—No. Tim tenía que escribir algunas cartas antes de marcharse. Vamos a llegar hasta la segunda catarata, ¿sabe usted? Será maravilloso el verla.

—Yo también voy.

—Y yo me alegro mucho. Le confieso que estoy encantada de haberle conocido. Cuando estábamos en Mallorca había allí una señora llamada Leech y nos contaba las historias más maravillosas. Perdió un anillo cuando se bañaba, y se lamentaba de que no estuviese usted allí. Tenía la seguridad de que usted lo habría recuperado.

—¡Ah! ¡Parbleu, yo jamás he sido buzo!

Ambos rieron cordialmente.

La señora Allerton continuó:

—Le vi a usted desde mi ventana paseando a lo largo de la carretera con Simon Doyle esta mañana. ¿Qué le parece a usted ese joven? Todos estamos excitadísimos por causa suya.

—¡Ah! ¿De veras?

—Si. Ya sabe usted que su enlace con Linnet fue la mayor de las sorpresas. Se suponía que ella iba a contraer matrimonio con lord Windleshaw y de pronto nos enteramos de su unión con ese hombre a quien nadie conocía.

—¿La conoce usted bien, madame?

—No, pero tengo una prima, Juana de Southwood, que es una de sus mejores amigas.

—¡Ah, sí! He leído su nombre en la prensa —quedó silencioso un momento, al cabo del cual prosiguió—: Es una señorita de la buena sociedad que aparece con frecuencia en las informaciones gráficas de la prensa.

—¡Oh, sí! Es muy hábil para hacerse su publicidad.

—¿A usted no le es simpática, madame?

—Ha sido una observación inconveniente por mi parte —la señora Allerton parecía arrepentida—. Mire: yo estoy chapada a la antigua. No me es muy simpática, desde luego. Ella y mi hijo son buenos amigos, sin embargo.

—Ya veo —dijo Poirot.

Su interlocutora le dirigió una mirada rápida. Luego cambió de tópico.

—¡Qué reducido es el número de los jóvenes aquí! Esa preciosa muchacha de cabellos castaños y la atractiva madre del turbante es la única joven del lugar. Usted ha hablado con ella un buen rato, según he observado. Me interesa bastante esa chica.

—¿Y por qué, madame?

—Porque la compadezco. Creo que sufre... Se experimentan sensaciones extrañas cuando se es joven y sensitiva como esa muchacha.

—Sí. Esa pobre pequeña no es feliz.

—Tim y yo lo llamamos «la joven huraña». He intentado hablar con ella una o dos veces, pero siempre me ha eludido. Sin embargo, creo que va a hacer también la excursión al Nilo y espero que entremos en conversación como compañeros de viaje.

—Sí, es una contingencia posible.

—Yo soy muy comunicativa. La gente me interesa una enormidad. Todos los tipos humanos —hizo una pausa y añadió—: Tim me dijo que esa muchacha morena... la señorita de Bellefort... estaba prometida a Simon Doyle. Debe haber sido embarazoso para ellos este encuentro.

—En efecto, ha sido bastante desagradable.

La señora Allerton le lanzó una mirada chispeante.

—¿Sabe usted...? Podrá parecer una tontería, pero esa muchacha me asusta. Parece... tan intensa; tan ardiente.

Poirot movió la cabeza asintiendo.

—No está usted equivocada, madame. Una gran fuerza emotiva es siempre aterradora.

—¿Le interesa también a usted la gente, señor Poirot? ¿O reserva su interés para los criminales en potencia?

—Madame, esa categoría no excluye a gran número de personas.

La señora Allerton parecía sorprendida.

—¿Cree usted eso realmente?

—Sí, cualquiera puede convertirse en un criminal en un momento dado.

—¿Y es eso lo que los diferencia de los criminales natos?

—Naturalmente.

La señora Allerton dudó, antes de preguntar, con una sonrisa en los labios:

—¿También me incluye a mí en esa clasificación?

—Las madres, madame, lo olvidan todo cuando ven a sus hijos en peligro.

Ella dijo gravemente:

—Eso es verdad... Creo que tiene usted razón.

Quedó silenciosa durante un par de minutos. Luego dijo sonriente:

—Estoy intentando imaginar motivos para un crimen imputable a cualquiera de los que se hospedan en este hotel. Es distraidísimo. Simon Doyle, por ejemplo.

—Un crimen simple... Iría directo a su objetivo. No hay sutileza alguna en esto.

—Y por consiguiente sería muy fácil de descubrir toda la trama.

—Sí; no sería ingenioso.

—¿Y la peligrosa muchacha, Jacqueline de Bellefort, podría cometer un asesinato?

—Sí, desde luego, podría.

—Pero usted no está seguro de que lo hiciese.

—No. Esa muchacha me da mucho que pensar.

—No creo que el señor Pennington pudiera cometer uno. ¿Y usted? Parece tan atildado, tan dispéptico... No debe de tener la sangre roja.

—Pero, posiblemente tiene muy desarrollado el instinto de conservación.

—Sí. Así lo supongo yo también. ¿Y la pobre señora Otterbourne con su turbante?

—Siempre ha existido la vanidad.

—¿Como motivo de un asesinato? —preguntó la señora Allerton con duda.

—Las causas de los asesinatos son casi siempre triviales, madame.

—¿Cuáles son las más usuales?

—Muy frecuentemente... el dinero. Es decir, el beneficio en sus varias ramificaciones. Luego están la venganza y... el amor... el odio y otras muchas.

—¡Señor Poirot!

—¡Oh, sí! Yo he conocido, madame, casos en que... llamémosle A, ha sido asesinado por B para beneficiar a C. Los asesinatos políticos siguen esa trayectoria. Cuando alguno es considerado dañino para la civilización, lo quitan limpiamente de en medio. Olvidan que la vida y la muerte son atributos de Dios.

Hablaba gravemente.

La señora Allerton dijo en voz baja:

—Me complace oírle eso. De todas formas, Dios escoge sus instrumentos.

—Hay peligro en pensar así, madame.

Ella adoptó un aire más ligero.

—Después de esta conversación, señor Poirot, extraño es que estemos vivos todavía.

Se levantó.

—Tenemos que regresar. Saldremos para la excursión inmediatamente después del almuerzo.

Cuando llegaron al embarcadero, se encontraron al joven del jersey ocupando ya su sitio en el bote. El italiano también estaba esperando. Cuando el botero nubio soltó la vela y el barco se puso en movimiento, Poirot se dirigió cortésmente al extranjero:

—¡Hay cosas maravillosas en Egipto...! ¿No lo cree usted así?

—A mí me dan náuseas.

La señora Allerton se colocó los lentes sobre las narices y lo miró con interés. Poirot dijo:

—¿De veras...? ¿Y por qué?

—Empecemos por las pirámides. Bloques gigantescos de albañilería inútil. Construidos únicamente para demostrar el egoísmo de un rey déspota y megalomaníaco. Piensen en las manos sudorosas que obligaron a trabajar en ellas y que murieron en su tarea. Me siento enfermo cuando pienso en los sufrimientos y torturas que ellas representan.

La señora Allerton dijo animosamente:

—Entonces a usted no le satisface la contemplación de las Pirámides, ni del Partenón, ni las tumbas maravillosas, ni los templos... Sólo le deleitará el saber que la gente puede hacer sus tres comidas diarias y que muere tranquilamente en sus lechos.

El joven lanzó un gruñido en dirección a la señora Allerton.

—Creo que los seres humanos son más importantes que las piedras.

—Pero no duran tanto —observó Hércules Poirot.

—Prefiero ver un trabajador bien alimentado que lo que llaman ustedes obras de arte. Lo que importa es lo futuro, no lo pasado.

Esto fue demasiado para el signor Richetti, que rompió en un torrente de palabras apasionadas, no muy fácil de seguir.

El joven respondió, diciendo lo que pensaba del sistema capitalista. Habló con virulencia superlativa. Cuando terminó su filípica habían llegado al embarcadero del hotel.

En el vestíbulo del hotel, Poirot encontró a Jacqueline de Bellefort. Iba vestida de amazona. Le hizo una reverencia irónica.

—Voy a montar un burro ¿Me recomienda usted las chozas de los nativos, monsieur?

—¿Es ésa su excursión de hoy, mademoiselle? Eh bien! Son pintorescas, pero no invierta todo su dinero en objetos indígenas.

—¡Que son importados de Europa! No, no soy tan tonta para que me engañen.

Con un movimiento de cabeza, la joven salió a la cegadora luz del sol.

Poirot completó su equipaje, cosa muy simple, puesto que todo lo de su pertenencia estaba siempre en el orden más meticuloso. Luego se trasladó al comedor y se enfrentó con el almuerzo. Después del refrigerio los pasajeros tomaron el autobús del hotel, que los llevó a la estación donde habían de alcanzar el expreso diario de El Cairo a Shellal, un trayecto de diez minutos a través del bello país.

Los dos Allerton, Poirot y el joven de los sucios pantalones de franela y el italiano, iban con los pasajeros. La señora Otterbourne y su hija habían salido en la expedición al dique de Philas y se reunirían con ellos en Shellal.

El tren de El Cairo y Luxor llevaba cerca de veinte minutos de retraso. Sin embargo, llegó al fin y siguieron las escenas de precipitada actividad. Porteadores nativos de equipajes que sacaban paquetes del tren, tropezaban a cada momento con otros porteadores que entraban en los coches.

Finalmente, ya casi sin aliento, Poirot se encontró con los equipajes de los Allerton, los suyos y otros que le eran totalmente desconocidos. Tim y su madre se hallaban en algún sitio con el resto de los objetos de su pertenencia.

El coche en que se encontraba Poirot estaba ya ocupado por una señora entrada en años, de cara arrugada, que llevaba un bastón con puño blanco, gran cantidad de diamantes y una expresión de desprecio olímpico para la mayoría del género humano.

Dirigió una mirada aristocrática a Poirot, e inmediatamente después escondió los ojos tras las páginas de una revista americana. Una joven de gran estatura y facciones toscas, de unos treinta años de edad, se sentaba frente a ella. Tenía ojos anhelantes como los de un perro, cabellos descuidados y un aire de querer agradar a todo trance. A intervalos, la señora anciana miraba por encima del periódico y le daba una orden severa.

—Cornelia, recoge las cosas. Cuando lleguemos cuida de la caja en que van mis vestidos. No dejes por ningún motivo que nadie la coja. No olvides mi cortapapeles.

El trayecto en el tren fue brevísimo. A los diez minutos se detuvo frente al muelle en que esperaba el Karnaki/>. Las Otterbourne ya estaban a bordo.

El Karnaki/> era un barco de vapor más pesado que el Papyrus y el Lotus, los cuales llegan hasta la primera catarata, pero que son demasiado grandes para pasar las barras de la ensenada de Assuán. Los pasajeros subieron a bordo, siendo conducidos a sus camarotes Al no estar el barco lleno completamente, a la mayoría de los expedicionarios les dieron cabinas en cubierta. La parte delantera de esta cubierta estaba ocupada en su totalidad por una especie de salón observatorio completamente cubierto de cristales, desde el cual los pasajeros podían observar el panorama que se extendía ante ellos. En la cubierta inferior había un salón de fumar y en la que había debajo de ésta estaba situado el comedor.

Después de ver los objetos de su posesión dispuestos en su cabina, Poirot volvió a cubierta para observar la salida. Se reunió a Rosalía Otterbourne, que miraba a su lado.

—Ahora vamos a Nubia. ¿Está usted contenta, mademoiselle?

La muchacha exhaló un suspiro profundo.

—Sí. Tengo la sensación de que al fin me alejo de ciertas cosas.

—Excepto de las nuestras, mademoiselle.

Ella se encogió de hombros.

—Hay algo en este país que me hace sentirme... salvaje. Algo que trae a la superficie cosas que hierven en nuestro interior. Todo es tan desproporcionado, tan injusto.

—Usted no debiera juzgar por las apariencias.

Rosalía murmuró:

—Mire... las madres de algunas personas y mire la mía. No hay Dios, sino Sexo, y Salomé Otterbourne es su profeta —se interrumpió—. No debería decir estas cosas, ¿verdad?

Poirot hizo un gesto con la mano.

—¿A mí? ¿Por qué no? Soy de esos que pueden oírlo todo.

Rosalía dijo:

—¡Qué hombre tan extraordinario es usted! —la boca huraña se rizó en una sonrisa. Pero de pronto recobró su gesto habitual y dijo—: ¡Caramba, aquí está la señora Doyle con su marido! No tenía la menor idea de que viniesen en este barco.

Linnet acababa de emerger de un camarote situado casi en el centro de la cubierta. Simon venía detrás. Poirot estaba casi estupefacto ante su aparición tan radiante, tan confiada.

Simon Doyle también había experimentado un gran cambio. Sonreía abriendo la boca de oreja a oreja y parecía un colegial en vacaciones.

—Esto es magnífico —dijo inclinándose sobre la barandilla—. Empieza a agradarme este viaje; ¿y a ti, Linnet? Cuanto más nos acercamos al corazón de Egipto, menos turista me siento.

Su esposa respondió rápidamente:

—Ya sé. Esto es mucho más salvaje...

Deslizó su mano entre las de su marido. Él las apretó cariñosamente.

—Ya hemos salido, Lin... —murmuró.

El barco abandonaba lentamente el muelle. Iniciaban su viaje de siete días a la segunda catarata y regreso.

Tras ellos sonó una cristalina carcajada. Linnet se volvió. Jacqueline de Bellefort estaba allí también. Parecía divertida.

—¡Hola, Linnet! No pensaba encontrarte aquí. Creí haberte oído decir que permanecerías en Assuán otros diez días. ¡Es una verdadera sorpresa!

—Tú, tú, no... —la lengua de Linnet se trababa. Se esforzó en aparecer en sus labios la mueca de una sonrisa—. Yo tampoco esperaba encontrarte aquí.

—¿No?

Jacqueline se dirigió al otro lado del buque. La presión de la mano de Linnet sobre la de su marido se acentuó.

—Simon... Simon.

Toda la expresión de complacencia y buen humor habían desaparecido de Doyle. Sus manos se crisparon a pesar de sus esfuerzos por conservar a toda costa la serenidad.

Ambos dieron unos pasos hacia sus camarotes. Sin volver la cabeza, Poirot oyó varias palabras sueltas.

—...imposible volver... lo único... podíamos —y luego la voz de tono más alto de Doyle que decía con obstinación—: No es posible continuar así toda la vida, Linnet. Tenemos que decidirnos a hacerle frente ahora.

Algunas horas más tarde empezaba a oscurecer. Poirot estaba en el salón de las vidrieras mirando a proa. El Karnaki/> atravesaba una estrecha garganta. Las rocas parecían abalanzarse ferozmente hacia el barco, flotando ingrávidas en el río. Estaban en Nubia.

Oyó un movimiento de roce y al volverse vio a Linnet a su lado. Los dedos de la joven se enlazaban nerviosamente. Jamás la había visto tan agitada. Tenía el aspecto de un niño asustado. Dijo:

—Monsieur Poirot. Tengo miedo... miedo de todo. Nunca me he sentido así. Estas rocas solitarias... este lugar desértico y salvaje... ¿Dónde vamos? ¿Qué va a suceder? Tengo miedo, le digo. Todos me odian. Nunca me había dado cuenta de esto hasta ahora. Siempre he sido buena para la gente... He hecho todo lo que he podido por ellos, y... ahora me odian... todos me odian... Exceptuando a Simon, estoy rodeada de enemigos... Es horrible pensar que todo el mundo me aborrezca...

—Pero, ¿por qué cree usted eso, madame?

Ella movió la cabeza.

—Tal vez sean los nervios. Sufro la sensación de que se cierne un peligro sobre mi cabeza.

Lanzó una mirada a su alrededor. Luego dijo bruscamente :

—¿Cómo terminará todo esto? Nos han cercado, estamos atrapados. No hay salida posible. Tenemos que continuar hasta el fin... No sé ni dónde estoy.

Se desplomó sobre una silla. Poirot la miró gravemente. En sus ojos se leía la mayor compasión.

Linnet continuó:

—¿Cómo se enteró de que veníamos en este barco? ¿Cómo ha podido saberlo?

Poirot movió la cabeza al responder:

—Ella es inteligente, ya lo sabe usted.

—Veo que no nos podremos librar de ella jamás.

Poirot dijo:

—Hay un plan que podían haber aceptado ustedes. Me sorprende que no se les haya ocurrido. Después de todo, madame, el dinero no constituye ningún obstáculo para usted. ¿Por qué no alquilan un dahabayah particular?

Linnet movió la cabeza con desesperanza:

—¡Si yo hubiese sabido todo esto...! Pero no lo hicimos. Era difícil... Usted no comprendería la mitad de mis dificultades. He de usar un tacto sumo con Simon —su mirada relampagueaba de impaciencia—. Él es absurdamente sensitivo sobre el dinero... Le molesta que yo tenga tanto... Quería que pasáramos la luna de miel en algún pueblecito de España y pagar él todos los gastos... ¡Como si el dinero importase algo! Los hombres son estúpidos. Hay que acostumbrarlos a vivir cómodamente. La mera idea de un dahabayah... le habría encolerizado... Era un dispendio innecesario. Tengo que ir educándole gradualmente.

Alzó la mirada mordiéndose los labios como si se hubiese arrepentido de confiar sus secretos a un extraño.

Se levantó.

—Tengo que cambiarme de traje. Lo siento, monsieur. Me parece que he estado diciendo una sarta de tonterías.

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